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Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

Narrador inolvidable, poeta valioso, viajero y acuñador de anécdotas biográficas, para conocer completamente el universo Stevenson es necesario visitar también su faceta ensayística, a la altura del resto de su obra, didáctica y cercana, pero también rigurosa y precisa. Envidiable. Vivir reúne sus Ensayos personales y biográficos, seguramente los escritos más íntimos –cuando repasa sus recuerdos familiares, de infancia, en la universidad– y las semblanzas de aquellos que conoció y le sirvieron para configurar su propia biografía. Pero estos textos también son, gracias a la reconocida capacidad de observación del autor de Secuestrado o Las nuevas noches árabes, un exquisito y lúcido análisis del comportamiento humano a lo largo de las diferentes edades del hombre. El aspecto más personal de Stevenson, una sorpresa literaria que no se debe pasar por alto.

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Robert Louis Stevenson

Vivir

Ensayos personales y biográficos

Robert Louis Stevenson, Vivir. Ensayos personales y biográficos

Primera edición digital: abril de 2018

ISBN epub: 978-84-8393-628-3

Colección Voces /Ensayo 214

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

© De la traducción: Amelia Pérez de Villar, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

La vida

Juego de niños

La añoranza que sentimos por nuestra niñez no es del todo justificable, porque su abandono nos permite vivir sin temor al escarnio público. Y es que, aunque normalmente nos resistimos a los cambios, en el fondo no somos del todo inconscientes de la cantidad de ventajas que nos supone nuestro nuevo estado. Lo que perdemos en cuanto a generosidad impulsiva lo ganamos en generosidad meditada a la hora de juzgar a los demás. Y algo más: el terror desaparece de nuestras vidas; dejamos de ver al diablo en las cortinas del dosel y de quedarnos despiertos escuchando el viento. Dejamos de ir a la escuela. Y si bien cambiamos un fastidio por otro (lo cual no es en modo alguno seguro) quedamos, al menos, liberados para siempre del miedo a las reprimendas. Con todo, habremos de admitir que hemos sufrido una transformación y que, aunque no nos divertimos menos, saboreamos nuestros placeres de otro modo. Sucede que necesitamos pepinillos precisamente hoy, para así preparar el miércoles el cordero que degustaremos frío el viernes. Y yo aún recuerdo los tiempos en que lo llamaba venado rojo e imaginaba en la mesa una historia de cazadores que lo hacía más delicioso al paladar que la mejor salsa. Para un adulto, el cordero frío es cordero frío en cualquier parte, y ninguna historia mitológica que se invente la especie humana lo va a hacer ni peor ni mejor: el hecho en sí, la pura verdad del cordero, acaba con las fantasías más seductoras. Pero para un niño sigue siendo posible tejer una especie de embrujo en torno a los comestibles y, si ha leído algo sobre un plato determinado en un libro de cuentos, durante una semana será para él como el maná que cae del cielo.

Si a un hombre adulto no le gusta comer, beber y hacer ejercicio, o si no sabe lo que le gusta, seguramente tendrá una constitución débil y deberá tomar alguna medicina. Pero un niño puede ser un espíritu puro si quiere, y disfrutar sin ambages de un mundo inventado. Las sensaciones no tienen en nuestros primeros años tanta importancia como tendrán después, pero una parte de esa insensibilidad encorsetada que es propia de la infancia permanecerá en nosotros. Vemos, tocamos y oímos a través de una especie de neblina dorada. Los niños son capaces de ver, pero no tienen desarrollada la facultad de mirar; no emplean sus ojos por el placer de utilizarlos, sino para fines colaterales que les interesan a ellos; yo, por ejemplo, las cosas que recuerdo haber visto de un modo más vívido no eran bellas en sí mismas, pero eran interesantes para mí, o eran cosas que ansiaba porque me parecía que podía convertirlas en parte primordial del juego. El sentido del tacto tampoco es en los niños ni tan claro ni tan agudo como será luego en los hombres. Creo que si repasamos nuestros recuerdos veremos que las sensaciones de este tipo se recuerdan como algo vago, y no llegan a ser más que apreciaciones simples y directas: la del calor generalizado en los días de verano o la del bienestar generalizado cuando estamos en la cama. Naturalmente, entenderán que me refiero a sensaciones placenteras, porque dominar el dolor –el elemento más atroz y más trágico de la vida, que es el verdadero amo y señor del alma y el cuerpo humanos– es asunto que tiene sus propias reglas en cada caso: irrumpe en nuestras vidas como un visitante maleducado y atraviesa ese jardín de las hadas en el que los niños que se mueven como en un sueño con no menos seguridad de la que emplea para imponerse en el campo de batalla o enviar al inmortal dios de la guerra, gimoteando, hacia su padre. Y la inocencia no nos protege de este ataque más de lo que lo hace la filosofía. En cuanto al gusto, si consideramos los excesos del azúcar puro que suelen deleitar a un paladar joven, «no será, a buen seguro, cínica aspereza»1 considerar que el gusto es algo privativo de un ser maduro. El olfato y el oído están, quizá, más desarrollados: yo recuerdo muchos aromas, muchas voces, y una buena porción de primavera cantando en los bosques. Pero el oído es susceptible de mejora si se va a emplear como medio de placer, y hay todo un mundo de distancia entre quedarse boquiabierto de pura maravilla ante la jerga de los pájaros y sentir la emoción que siente un hombre ante la música articulada.

Al mismo tiempo, y al compás también de este aumento en la definición y la intensidad de lo que –creemos– acompaña a nuestro devenir camino de la edad adulta, hay otro cambio que tiene lugar en la esfera del intelecto y en virtud del cual todo se transforma y se contempla a través de teorías y asociaciones, como si estas fueran el cristal coloreado de una vidriera. Nos construimos día tras día con la materia prima que nos dan la historia, los cotilleos, las especulaciones económicas y Dios sabe qué: es un medio en el que caminamos y desde el que contemplamos el exterior. Estudiamos los escaparates de las tiendas con unos ojos que ya no son los de nuestra infancia: y no lo hacemos para maravillarnos, a veces ni siquiera para admirar algo, sino para insuflar alguna variación a nuestras teorías sobre la vida, incongruentes e insignificantes. Ya no es el uniforme de soldado lo que atrae nuestra atención, sino el carruaje de una dama al pasar, o tal vez un semblante donde se ha quedado vívidamente grabada la pasión, un semblante que lleva escrito en sus rasgos una historia de aventura. El placer de la sorpresa se ha extinguido. Los azucarillos y los carros de los aguadores no constituyen una perspectiva muy halagüeña, así que nos echamos a las calles con el fin de buscar un romance y hacer un poco de vida social. Tampoco se puede negar que muchos de nosotros caminamos únicamente con el fin de trasladarnos de un sitio a otro o de hacer la digestión más ligera: pues los integrantes de este grupo pueden mirar atrás con sentimientos encontrados en cuanto a lo que fue su niñez, pero los demás están en mejor situación: saben más cosas que cuando eran críos, entienden mejor, sus deseos y simpatías responden con más humildad a la provocación de los sentidos, y sus mentes rebosan interés sobre lo que ven mientras van por el mundo.

Según mi parecer este es un vuelo que los niños no pueden emprender. A los niños los llevan por ahí en un cochecito o sus niñeras de la mano, casi a la rastra. Y ellos exhiben una expresión de complacido estupor: los posee una especie de asombro vago, débil, inmutable. Son testigos, aquí y allá, de alguna circunstancia especialmente digna de atención, como el carro del aguador o un centinela: dicha circunstancia penetra en la sede de su conocimiento y les saca momentáneamente de sí mismos. Y ahí los veremos, atados a la niñera inexorable que los arrastra como si fuera el Destino, pero sin apartar la vista de ese objeto brillante que ha quedado tras ellos. Esto puede suceder minutos antes de que otro espectáculo ambulante les despierte de nuevo y les saque de ese mundo suyo en el que se refugian. Ante otros niños hacen gala invariablemente de cierta inteligente simpatía. «Hay un chico ahí haciendo pasteles de barro», parecen decirnos, «de modo que, entiendo, los pasteles de barro están ahí por algo…». Pero los quehaceres de sus mayores, a menos que estos les hablen de ellos con cierto colorido o que se los muestren como algo fácil de imitar, pasarán volando sobre sus cabezas –como decimos por aquí– sin que ellos presten la menor atención. Y de no ser por esa posibilidad de imitación perpetua nos veríamos tentados a imaginar que nos desprecian, o que nos consideran criaturas de una fuerza y una estupidez brutales entre quienes ellos se avienen a vivir en condiciones de obediencia como haría un filósofo en la corte de un rey bárbaro. De hecho, hay veces que muestran una arrogancia y un desprecio que resultan realmente asombrosos. Una vez en que estaba yo gritando bien fuerte por razón del dolor físico que sufría, entró en la habitación un joven caballero que me preguntó con total despreocupación si había visto su arco y sus flechas. No prestó ninguna atención a mis rugidos, que aceptó con naturalidad: como si se viera obligado a aceptar a menudo la inexplicable conducta de sus mayores y este fuera solo un caso más. Y así, como joven caballero sabio, decidió que no iba a perder más tiempo con el asunto. A esos mayores, que tan poca importancia conceden al disfrute racional y que son, incluso, enemigos del disfrute racional de otros, él los había aceptado sin cuestionar su conducta y sin quejarse por ella, de la misma manera que nosotros aceptamos el esquema del universo.

Nosotros, los adultos, podemos contarnos una historia y convencernos de ella, dar y encajar golpes hasta que resuenen los escudos, marchar lejos y a toda prisa, casarnos, caernos, morirnos, pasar el rato sentados tranquilamente junto al fuego o tendidos boca abajo sobre la cama. Y eso es exactamente lo que un niño no quiere hacer o, al menos, no hace como encuentre cualquier otra cosa en que ocuparse. Un niño maneja figurines de madera y escenarios de mentira. Cuando en su narración se llega al momento del combate tiene que levantarse, agarrar algo que parezca una espada y batirse con cualquier mueble hasta que se queda sin resuello. Si tiene que correr a anunciar el perdón del rey se montará a horcajadas en una silla: en ella cabalgará con denuedo, castigándose con furia, para que el mensajero llegue, si no ensangrentado y espoleado, sí al menos rojo de ira por la prisa. Si su novela necesita un accidente en un acantilado el chiquillo se encarama en una cómoda y se tira sobre la alfombra, aunque eso no baste para colmar su imaginación. Soldaditos de plomo, muñecos, todo tipo de juguetes en definitiva, entran dentro de la misma categoría y sirven a un mismo fin. Nada puede hacer que se tambalee la fe de un muchacho: él aceptará el substituto más burdo y se tragará las incongruencias más tremendas. La butaca que acaba de asediar como si fuera un castillo o a la que acaba de reducir como si se tratara de un dragón sale del escenario para acomodar a un visitante matutino. Pero el niño no se inmuta: puede perfectamente iniciar una refriega con el balde del carbón, que está ahí mismo. Inmerso en la neblina de su jardín encantado puede ver, sin alterarse, al jardinero cavando el huerto y cogiendo patatas para cenar esa noche. Puede abstraerse, mirar hacia otro lado y dejar todo aquello que no encaje en su fábula del mismo modo que nosotros contentemos la respiración al pasar por un callejón insalubre. Y así, aunque el estilo de los niños choque con el de sus mayores en un millón de sitios cada día, ellos nunca van en la misma dirección ni se detienen en el mismo elemento. Unos y otros se cruzan como los cables del telégrafo con el trazado de la carretera principal. O como un paisajista y un viajante, que aunque visiten la misma zona lo hacen recorriendo mundos diferentes.

La gente que se fija en estas escenas va por ahí vociferando sobre el poder que tiene la imaginación en los muchachos. A este respecto podemos hacer un par de apreciaciones: en cierto sentido, lo que el niño muestra es la curiosidad del caminante; son los mayores los que se inventan las historietas que cuentan las niñeras, y lo único que hacen los críos es preservar su texto con gran celo. Una de las muchas razones por las que Robinson Crusoe es tan popular entre los jóvenes es que se ajusta perfectamente a su mundo. Crusoe vivía en campamentos improvisados se veía obligado a representar muchos papeles, a ejercer los más diversos oficios. Al contar todo esto el libro solo habla de herramientas, y no hay nada que le guste más a un niño: martillos y serruchos pertenecen a un ámbito de la vida que, desde luego, llama a la imitación. El drama lírico juvenil, que se inspira seguramente en el modelo de la antigua tragedia, en la que todos los oficios de la humanidad se van simulando a la perfección «una fría mañana de escarcha»2 nos ofrece un buen ejemplo del gusto artístico de los niños. Y esta necesidad de exhibición y de figurines de madera es la prueba de que en la imaginación infantil hay un mecanismo que impide a los niños desarrollar sus historias exclusivamente en la intimidad de su pensamiento. Aún no sabe gran cosa del mundo y de los hombres. Su experiencia está incompleta. Esa habitación que constituye su escenario y el vestuario teatral que emplea en su puesta en escena constituye su memoria. Pero escena y vestuario están tan mal abastecidos que, si no cuenta con ayuda externa, el muchacho apenas puede acometer unas pocas combinaciones y encarnar unas cuantas historias. Se encuentra en fase de experimentación, y no está seguro de cómo se sentiría en determinadas circunstancias. Para estarlo tendrá que acercarse a la fase de prueba tanto como le permitan sus medios. Es entonces cuando surge el héroe juvenil con su espada de madera, y cuando la madre pone en práctica su vocación natural con una ración de vara. Puede que ahora nos resulte hilarante, pero son estas mismas personas y estas mismas ideas las que no mucho después, cuando estén inmersos en el teatro de la vida, nos harán sollozar y temblar. Porque los niños tienen todos las mismas ideas y los mismos sueños, igual que los hombres barbudos y las mujeres casaderas. No hay nadie más romántico que ellos. Fama y honor, el amor de un joven o de una madre, el placer que el comerciante encuentra en el método, todo esto y mucho más lo anticipan y ensayan en sus horas de juegos. Y a nosotros, que vamos un poco por delante y que nos manejamos más o menos bien con los hilos del destino, solo nos lanzan una mirada de cuando en cuando para hacerse una idea de cómo ha ido su reproducción mimética. Dos niños jugando a los soldados son mucho más interesantes el uno para el otro que uno de esos seres vestidos de escarlata a los que ambos se afanan por imitar. Esta es quizá la mayor peculiaridad de todas. «El arte por el arte» es su lema, y los quehaceres de los adultos les interesan solo como materia prima de sus historias. Ni Théophile Gautier ni Flaubert pueden mirar a la vida de un modo más despiadado, ni ofrecernos una reproducción de la realidad que esté a la altura de las de estos muchachos. Pueden parodiar una ejecución, una escena en el lecho de muerte o el funeral del joven de Naín3 con un talante de lo más animado.

Naturalmente, el auténtico paralelismo no se encuentra en el arte consciente que, aunque se deriva del juego, es en sí mismo algo abstracto e impersonal y depende en gran medida de unos intereses filosóficos que están más allá del ámbito de la niñez. Es cuando hacemos castillos en el aire y damos vida al personaje protagonista de nuestras propias historias cuando recuperamos el espíritu de nuestros primeros años. Ahora bien: llegados a la edad adulta hay unas cuantas razones por las que el espíritu ya no es tan fácil de complacer. Cuando los adultos dejamos entrar en nuestras divagaciones a ese elemento personal es posible que se remuevan recuerdos incómodos o dolorosos y que revivamos de pronto antiguas heridas. Nuestras ensoñaciones no pueden estar suspendidas en el aire para siempre, como si fueran una historia de Las mil y una noches; se nos aparecen más bien como la historia de un período en el que hemos tomado parte nosotros mismos, y al que llegamos tras atravesar muchos pasadizos desafortunados y encontrarnos con que nuestro comportamiento ha sufrido bonitas reprimendas. Y entonces el niño representa su papel, ya lo creo que sí. No se limita a repetírselo para sí, sino que salta, corre y enciende la sangre de todo su cuerpo. Y es así como su juego le infunde vida: apenas siente nacer una pasión cuando ya le está dando rienda suelta. Y ¡ay!, cuando nos entregamos a nuestra forma de juego intelectual, tranquilamente sentados junto al fuego o tumbados boca abajo en la cama, sentimos removerse en nuestro interior muchos sentimientos a los que no logramos dar salida. Los sustitutos no son aceptables para una mente madura, que lo que desea es la cosa en sí; y hasta ensayar un diálogo triunfante con el enemigo, aunque sea la parte más satisfactoria de nuestro papel (al menos de cuantas están a nuestro alcance) no solo no nos colma del todo: en ocasiones suele conducirnos a una visita y a una conversación que, a la postre, son lo más alejado de lo triunfal.

En el universo infantil, un universo donde las sensaciones son borrosas, el juego lo es todo. La simulación y la fantasía son el centro de la vida de los niños que no pueden siquiera ir a dar un paseo, salvo cuando interpretan un personaje. Yo, por ejemplo, no era capaz de aprenderme el abecedario si no contaba con una puesta en escena adecuada: para poder abrir el libro tenía que meterme en la piel de un comerciante que se sienta en su despacho. ¿Tendrían ustedes la amabilidad de preguntarle a su memoria qué hacían, por trabajo o por placer, de buena fe y con serenidad, y qué necesitaban para que algún invento les engatusara? Yo recuerdo como si fuera ayer la expansión del espíritu, la dignidad y la confianza en uno mismo que traían consigo un par de mostachos fabricados con corcho quemado, aunque nadie los viera. Los niños se conforman incluso sin lo que nosotros llamamos «cosas reales», y prefieren la sombra a la sustancia. Cuando podrían perfectamente estar hablando entre ellos en una lengua inteligible utilizan un galimatías sin sentido, parlotean sin parar, y les encanta hacer creer que están hablando francés. Ya he dicho que hasta el apetito imperioso del deseo se expone a ser engañado y arrastrado por la nariz con el final de una vieja tonadilla. Y la cosa es más profunda aún: cuando los niños están juntos hasta la comida parece una interrupción de los asuntos cotidianos de la vida; necesitan encontrar algún tipo de aprobación imaginativa, alguna forma de contarse una historia para dejar constancia, colorear y convertir en algo entretenido el sencillo proceso de comer y beber. ¡Qué maravillosas fantasías he oído salir del decorado de una taza de té! De ellas surgieron cierto día un código normativo y todo un mundo de diversión, hasta que el hecho de tomar el té se convirtió, en sí mismo, en un juego. Una mañana, cuando mi primo y yo estábamos tomando las gachas, pusimos en marcha todo un aparato que animase el discurrir del desayuno. Él añadió azúcar a las suyas, y explicó que era un país enterrado bajo las nieves eternas. Yo tomaba las mías con leche, y contaba que era un país sometido a una inundación gradual. Ya pueden ustedes imaginarnos intercambiando boletines de noticias: aquí había una isla que aún no había quedado sumergida, allá un valle al que aún no había cubierto la nieve. ¡Lo que inventábamos! ¡Cómo vivían los pobladores del país de mi primo, en cabañas colgantes, o cómo se desplazaban con sus zancos, mientras los míos lo hacían en botes! Luego iba creciendo el interés a medida que se iba recortando, por todas partes, el último reducto de tierra firme y segura y el país se iba haciendo cada vez más pequeño. El alimento era algo de importancia relativa, pues sazonado como estaba con estas ensoñaciones lo mismo hubiera dado que fuera repugnante. Aunque tal vez los momentos más emocionantes que yo haya vivido en torno a la comida han sido los que tenían que ver con la gelatina de manitas de ternera. Era casi imposible no creer –y pueden ustedes estar seguros de que, aun sin intentarlo, hice cuanto pude para propiciar la ilusión– que había una parte hueca en la que, antes o después, yo conseguiría acceder con la cuchara al tabernáculo de la roca dorada. Allí podía esperar una miniatura de Barbarroja a que llegara su hora; allá podía uno encontrar los tesoros de los cuarenta ladrones y a Cassim, desorientado, golpeando las paredes. Y así iba yo excavando poco a poco, conteniendo la respiración, saboreando el resultado. Créanme: con todo esto, me quedaban pocas ganas de paladear la gelatina y aunque me gustaba más su sabor si la acompañaba con crema, en muchas ocasiones la tomaba sola porque la crema ocultaba las zonas transparentes.

Incluso cuando se trata de un juego este espíritu es muy autoritario con los muchachos prudentes. Por eso es tan preeminente el dominio del escondite: porque es la fuente del romance y porque la emoción y los actos que desencadena pueden conducirnos casi a cualquier tipo de fábula. Por ello el cricket, que solo es cuestión de destreza y no tiene fin alguno, rara vez satisface las ansias infantiles. Es un juego, si desean llamarlo así, pero no un juego interpretativo. Uno no puede contarse una historia que trate sobre el cricket, y la actividad que genera no puede justificarse tomando como base una teoría racional. Hasta el fútbol, que simula de un modo admirable el tira y afloja de una batalla, presenta dificultades a la mente de los jóvenes rigoristas, que buscan la verosimilitud. Y yo he conocido al menos a un niño pequeño que lo pasaba fatal en presencia de un balón y cada vez que salía a jugar tenía que darse ánimos como podía valiéndose de una elaborada historia de encantamientos e imaginar que aquel proyectil era una especie de talismán que se disputaban dos países árabes.

Pero pensar en una estructura mental como esta es desazonarse por la crianza de los niños. Seguramente los críos habitan una época mitológica y no son, por tanto, contemporáneos de sus padres. ¿Qué pensarán de ellos? ¿Qué pensarán de esos gigantes con barbas o enaguas que contemplan sus juegos desde lo alto, que se mueven por un Olimpo coronado de nubes, siguiendo unos designios desconocidos y alejados del disfrute racional? ¿Ellos, que profesan la más tierna solicitud hacia sus hijos y sin embargo descienden a veces de sus alturas y justifican de un modo terrible las prerrogativas de la edad? Ahí está el niño, sufridor en lo corporal, rebelde en lo moral. ¿Hubo una vez unas deidades inconcebibles llamadas padres? Daría yo algo por saber con seguridad si en nueve de cada diez casos no es esa la percepción desnuda del muchacho. La sensación de haber sido engatusado. Una especie de atracción personal, aunque sea muy sutil. Y, por encima de todo, imagino que hay un sentimiento de horror hacia ese residuo de humanidad no probado que termina de configurar la atracción que siente. No es de extrañar, pobre alma, que teniendo ante sí un mundo tan convulso se agarre a la mano que conoce. Y la terrible irracionalidad de todo este asunto, a ojos de los niños, es algo que todos estamos dispuestos a olvidar. Yo recuerdo que me preguntaba con pasión: «¿Por qué no podemos ser todos felices y dedicarnos a jugar?». Cuando los críos se ponen a filosofar, me da la impresión que es siempre con el mismo propósito.

De todas estas consideraciones se desprende con absoluta claridad al menos una cosa: sea lo que sea lo que esperamos recibir de manos de los niños, seguramente se trata de algo que no tiene que ajustarse a la realidad con abrumadora precisión. Ellos desfilan despreocupados y vanos entre la bruma y el arco iris. Persiguen sus sueños con apasionamiento y no les preocupa la realidad. El discurso es un arte complicado, y no siempre bien aprendido. Y no hay nada en sus gustos o en sus fines que les enseñe qué queremos decir los adultos cuando hablamos de abstracta veracidad: cuando un mal escritor es impreciso, aunque pueda echar la vista atrás medio centenar de años, le acusaremos de ser incompetente, pero no deshonesto. Entonces, ¿por qué no extendemos esa misma actitud permisiva para aplicarla a quien no habla con perfección? Un agente de bolsa puede ser torpe en materia de poesía, y un poeta impreciso en los pormenores de un negocio. Y nosotros les exculpamos sin más. Pero cuando contemplamos a un pobre ser humano que aún no lleva pantalones largos y cuya dedicación principal es tomar una bañera por ciudad amurallada y una brocha de afeitar por mortífero estilete, un ser que pasa tres cuartas partes de su tiempo sumido en un sueño y el resto en la más profunda decepción hacia sí mismo, entonces esperamos que sea experto en las cuestiones de la realidad como un científico cuando prueba sus experimentos. Les digo de corazón que esto me parece bien poco considerado. Nunca tenemos en cuenta lo que ve un niño, ni cuán proclive es a llevar a la ficción lo que ha contemplado. Ni que a él le importa menos eso que llamamos realidad que a nosotros una galleta de jengibre con forma de soldado.

Según voy escribiendo me acuerdo de que los niños son muy inquisitivos en lo que a la veracidad de las historias se refiere. Pero esta es otra cuestión, y de muy distinta naturaleza: está en relación con el tema del juego y con la cantidad precisa de jocosidad, o de diversión, que uno tiene que buscar en el mundo. En los tiempos de la guardería pueden surgir muchas preguntas espinosas. Entre la fauna que puebla este planeta, que incluye ya al soldado guapo y al terrorífico mendigo irlandés, ¿está dispuesto o no el chiquillo a esperar a Barbazul o a un Cormorán? ¿Está o no dispuesto a buscar hechiceros amables y poderosos?¿Podría esperar, o no, dentro de lo razonable, que alguien se lo llevara a una isla desierta, o que le convirtiera en un ser de proporciones tan diminutas que pudiera convivir, de igual a igual, con sus soldaditos de plomo y embarcarse en una travesía con su goleta de juguete? Estas son, seguramente, cuestiones prácticas para cualquier neófito que irrumpe en la vida con afán de juego. Un niño puede entender la precisión hasta cierto punto, pero no se le puede preguntar, simplemente, por su comportamiento anterior, por ejemplo quién tiró tal piedra o quién encendió aquella cerilla. O si husmeó en el interior de un paquete o se adentró por un sendero apartado… No: un niño nunca entenderá qué razón tiene tal interrogatorio, y hay una posibilidad entre diez de que lo haya olvidado o se haya divertido un buen rato –al cincuenta por ciento– imaginando las consecuencias.

Sería fácil dejarles en ese país de nubes del que son naturales, ese lugar donde son capaces de imaginar cosas tan bellas como flores e inocentes como cachorros. No tardarán en salir de sus jardines para entrar en las oficinas y en el estrado del testigo de un tribunal. Dejémosles un rato más, ¡oh, concienzudos padres! Dejémosles que se entretengan otro poco con sus juguetes porque, quién sabe qué existencia de dificultades y conflictos se extiende ante ellos.

1. JamesBoswell,Vida de Samuel Johnson, volumen I.

2.«On a cold and frosty morning» es un verso de la canción infantilTheMulberry Bush.

3. Referencia bíblica (Lucas, 7, 11-17) a la primera resurrección que llevó a cabo Jesucristo.

Virginibus Puerisque («Para jóvenes y doncellas»)

 

Con la única excepción de Falstaff, todos los personajes masculinos de Shakespeare son «de los que se casan», podríamos decir: incluso Mercucio (pariente de Benedick y Biron1), habría alcanzado ese mismo destino, a la larga. Si hasta Yago tenía esposa… Y –lo que es más extraño aún– sentía celos. Personajes como Jacques2 o el Bufón de Lear, aunque nos resulte difícil imaginar que pudieran casarse alguna vez, se mantenían solteros solo por cinismo o porque habían sufrido un desengaño amoroso, pero en ningún caso llevados por un sentimiento de escepticismo, o por preferir la soltería, como hacemos en la actualidad. Es más: si echamos un vistazo a la versión francesa de Como gustéis (que debemos a George Sand y creo poder asegurar que no les gustará mucho) veremos que Jacques se casa con Celia cuando Orlando se casa con Rosalinda.

Parece ser que las dudas respecto al matrimonio eran mucho menores en los tiempos de Shakespeare, y las que había eran de corte cómico: nunca más serias, en modo alguno, que la de Panurge3. En las comedias modernas los héroes suelen ser en su mayoría de la opinión de Benedick, pero doblemente sinceros, y no tienen ni la cuarta parte de seguridad en sí mismos. Y esta timidez es la prueba de que su terror es auténtico. Saben que, al fin y al cabo, son humanos; saben que a sus pies abundan las trampas y los obstáculos y que en el cruce de caminos les espera la sombra del yugo conyugal, imponente y decidido. A ellos les gustaría conservar su libertad, claro, pero… si no fuera posible, pues ¡hágase la voluntad de Dios! «¿Cómo? ¿Es que te asusta el matrimonio?», pregunta Cécile en Maître Guérin4. «Oh, mon Dieu, non!», replica Arthur; «Pero tendría que tomar cloroformo». Contemplan el matrimonio de un modo muy parecido a la forma en que se preparan para la muerte: ambas vivencias se les muestran como algo inevitable; uno y otra son un amplio «Quizás», un salto a la oscuridad para el que un hombre, si está en sus horas bajas, tiene que preparar su corazón de manera especial. Ese espléndido canalla que es Maxime de Trailles5 recibía las buenas nuevas de los matrimonios celebrados como un viejo del pueblo escucha las de la muerte de un coetáneo. «C’est desesperant», decía dejándose caer en el sillón de la casa de Madame Schontz, «c’est desesperant, nous nous marions tous!»6. Cada vez que se celebraba un casamiento era como si le saliera una nueva cana, y las alegres campanas de la iglesia tocando a boda parecían burlarse de él, con sus cincuenta años y su oronda barriga.

El hecho es que tenemos mucho más miedo a la vida que nuestros antepasados, y no logramos decidir si casarnos o no. El matrimonio nos resulta aterrador, pero también lo es una vejez fría y solitaria. La amistad entre hombres es agradable, pero insegura: todos sabemos que amigo que se casa, amigo que nos pone de patitas en la calle; otro puede aceptar un cargo en China y acabar convertido en poco más que un nombre, un recuerdo, una carta de vez en cuando, que siempre resulta laborioso descifrar; un tercero podría abrazar la religión y hacerte poner cara de vinagre. Así que, de una manera o de otra, la vida obliga a los hombres a separarse y rompe para siempre las buenas amistades. Y la misma flexibilidad, el mismo alivio que hace tan agradables las amistades de los hombres mientras duran, las hace también más vulnerables, más proclives a romperse y olvidarse. Y tanto un hombre que tiene pocos amigos como uno que tiene una docena (si es que hay en la tierra alguien tan rico) no debe nunca olvidar lo precario que es el suelo sobre el que se asienta su felicidad ni cómo por un golpe o dos del destino –una muerte, unas palabras desafortunadas, un trozo de papel con un sello o los alegres ojos de una mujer– puede quedar, en cosa de un mes, desposeído de todo. El matrimonio es un recurso arriesgado, no cabe duda. Uno apuesta su felicidad a una sola vida, y no a dos o tres. Aun así, del mismo modo que la apuesta es más explícita y completa para quien la hace, también lo es para el otro, por lo que no hay que temer tantas contingencias: no estamos a expensas de cualquier viento que sople, y mientras la Muerte no levante la guadaña siempre tendremos un amigo en casa. Los que comparten celda en la Bastilla, por ejemplo, o han sido arrojados a una isla desierta, si no se enzarzan de inmediato en una pelea a puñetazos, adquirirán cierto grado de compromiso. Se aprenderán las manías y los humores de los demás, y sabrán hasta dónde pueden llegar, procediendo con tiento, y dónde pueden descargar todo su peso. La discreción del primer año se convierte en hábito adquirido ya en el último y así, con buen juicio y paciencia, dos vidas se convierten, de modo indisoluble, en una sola.

Pero el matrimonio, si bien confortable, no es heroico: no cabe duda de que angosta y sofoca el carácter de los hombres generosos. Cuando se casan, los hombres se vuelven vagos y egoístas, y sufren una enorme degeneración de su catadura moral. Vemos un ejemplo de esto cuando Lydgate se involucra indebidamente con Rosamond Vincy y cuando Ladislaw se casa con Dorothea7, de una clase superior a la suya. El ambiente del fuego encendido acaba con cualquier afán de merodear que pueda sentir el esposo: este se siente tan cómodo y feliz que comienza a preferir la comodidad y la felicidad a cualquier otra cosa sobre la faz de la tierra, incluida su esposa. Hasta ayer habría compartido de buen grado aun su último chelín con los amigos: hoy ya «su primera obligación es para con su familia», y la cumple en gran medida preparando las cosechas y cuidando de la salud de un progenitor inestimable. Veinte años atrás este hombre era igualmente capaz de cometer un crimen o una heroicidad: ahora no es bueno ni para uno ni para otra. Su alma está adormecida, y puede uno hablar sin reservas, que no se despertará. Por algo Don Quijote era soltero y Marco Aurelio casó mal. Para las mujeres, sin embargo, el peligro es menor. El matrimonio es de gran utilidad a una mujer: incrementa sus posibilidades en la vida y la instala en la senda de la libertad y de la utilidad de tal modo que, case bien o mal, siempre podrá sacar algún beneficio. Es cierto, no obstante, que algunas de las mujeres más alegres y auténticas son solteronas, y que estas solteronas, al igual que las mujeres infelizmente casadas, son las que con más frecuencia muestran un halo maternal. Esto parece probar que, incluso para las mujeres, una vida matrimonial acomodada tiene un efecto limitador, pero no por ello es la norma menos cierta: si buscas lo mejor de cada sexo, toma un buen soltero y una buena casada.

A mí me maravilla que haya tantos matrimonios pasables y tan pocos que resulten un fracaso manifiesto, tanto más cuanto que no comprendo el principio en el que se basa la gente para hacer su elección. Veo que las mujeres se casan indiscriminadamente con burgueses mirones y muchachos de ojos blanquecinos y cara de hurón, mientras los hombres se contentan con ruidosas pinches de cocina o incorporan a sus vidas a alguna cáustica vestal. La respuesta más frecuente es que la gente se casa porque se enamora, y es natural que uno utilice esta palabra, acertada o no, como le plazca, cuando tiene al mundo de su parte. Pero el amor es, cuando menos, una expresión algo hiperbólica para una preferencia tan tibia. Sea como fuere no es aquí donde Amor emplea sus flechas doradas. No se puede decir, sin traicionar al lenguaje, que sea aquí donde reina y donde goza. Es más: si esto es amor, está claro que los poetas han estado tomando el pelo a la humanidad desde que el mundo es mundo. Y no tiene uno más que mirar a todas esas parejas a la cara para darse cuenta de que nunca se han amado ni se han odiado ni han sentido otro tipo de pasión elevada: nunca, jamás en su vida. Cuando vemos un plato de fruta a la hora del postre podemos desarrollar una atracción hacia un melocotón o una nectarina en concreto: lo miramos con deseo cuando lo hacen circular por la mesa y sentimos decepción si otro lo coge. Dije antes «pasión elevada». Pues bien, tendría que añadir que esta pasión que sentimos por la fruta es aproximadamente igual de alta que la que suele acabar en matrimonio. Cualquier marido puede enterarse de que hay otro tipo por ahí que se muere de amor por su mujer, y exclamar «¡Vaya! ¡Ya podía yo haber elegido a otra!»; y con todo, puede ser una unión feliz. O puede darse una historia como la que me contó un joven sobre sus amoríos: «Me gusta todo mucho cuando están sus hermanas», explicó este zagal enamorado, «pero no sé qué pasará cuando estemos los dos solos». Y otro relato más: una señora casada discutía el asunto con otra dama: «Sabes, querida», dijo la primera, «después de diez años de matrimonio, aunque ya no sea nada más, tu esposo seguirá siendo al menos un viejo amigo». «Pero yo tengo muchos amigos», respondió la otra, «y prefiero que no sean más que eso». «¡Ah!», respondió la primera, «creo que yo también lo preferiría…». Hay un rasgo común en estos tres ejemplos del idilio moderno, y hay que reconocer que el diosecillo pasa entre nosotros con andares renqueantes y mirada borrosa. Se preguntarán ustedes si eso ha sido siempre así, si el deseo ha sido siempre algo tan torpe y tan falto de carácter, y la posesión algo tan frío. No puedo evitar imaginar que, antes de casarse, la mayor parte de la gente elabora una especie de hoja de recomendaciones como la que Hannah Godwin escribió para su hermano William8 respecto a una amiga de ella: la señorita Gay. Es tan encantadoramente cómico, tan apropiado para la ocasión, que tengo que citar un par de frases: «La joven dama está formada –en todos los sentidos– para agradarte y hacerte feliz. Tiene una voz encantadora para acompañar con buen juicio el instrumento que toca, y una cortesía natural en los modales: ni desinhibida ni retraída. Buena ama de casa y buena economista, aun siendo de generosa disposición. Y en cuanto a sus virtudes morales, tengo motivos para ensalzarlas aún más: sensatez sin vanidad, capacidad crítica sin tendencia a la sátira, el toque justo de religiosidad que le gusta a mi William… Todo ello me convenció de que era perfecta para esposa de mi William». Este es el cantar: una voz agradable, bien parecida, virtudes morales impecables, todo según el manual, y con el toque justo de religiosidad que le gusta a mi William. Pues con todo ello, a la iglesia sin perder tiempo.

Para explicarlo de una manera sencilla: si la gente solo se casara cuando se enamora, la mayor parte moriría célibe y con los que quedaran se compondrían no pocos hogares tumultuosos. El león es el Rey de los Animales, pero no resulta muy adecuado para tenerlo en casa de mascota. Del mismo modo, me da la impresión de que el amor es una pasión demasiado violenta para hacer de él, en todos los casos, un sentimiento doméstico adecuado. Y como otras excitaciones violentas, saca no solo lo mejor, sino lo peor y lo más mezquino del carácter de la gente. Del mismo modo que a algunos no les sienta bien beber, o se vuelven pendencieros, o el influjo del sentimiento religioso les hace agresivos, los hay que tienen un carácter voluble, celoso y exigente cuando están enamorados, pero son tipos honestos, francos y de buen corazón en los asuntos cotidianos y en las situaciones mundanas.

Entonces, ¿cómo es posible –visto que acabamos llegando a la hipótesis de que la gente casi siempre hace su elección con algo de sangre fría– que escojan bien? Siente uno la tentación de sugerir que no importa mucho con quién te cases, que en el fondo el matrimonio es cosa de afectos subjetivos y que si te has decidido ya y has hablado de ello largo y tendido puede valerte cualquiera. Aunque consideremos el matrimonio poco más que un tipo de amistad avalada por la policía, tiene que haber varios grados en cuanto a la libertad y la comprensión obtenidas, y algún principio que guíe al pueblo llano en su decisión. ¿Cuál, entonces debería ser este principio? ¿Es que no hay más reglas que las que se definen en los libros de oraciones? La ley y la religión exponen sus objeciones basándose en el parentesco y la consanguinidad. La sociedad va más allá, y entra en el tema de las clases. Y el buen juicio, el sentido común, ¿es que no tienen nada que decir a este respecto? A falta de una educación mejor instituida, tenemos que hablar de ello con los amigos: y hasta la menor aproximación puede ser de interés para jóvenes y doncellas.

A fin de cuentas, se trata de comer y beber, de tener compañía, un determinado clima y una forma de vida. Una comunión de gustos: eso es lo que se busca. Resultaría muy duro, por ejemplo, compartir cama y mesa con un madrugador o con un vegetariano. En cuestiones de arte e intelecto, me da la impresión de que esto no tiene consecuencia alguna. Desde luego, está muy claro que cualquiera estará más dispuesto a cenar con otro de su especie que tenga buen corazón, una buena bodega y una lengua entretenida, que con uno que comparta sus aficiones favoritas y se muestre siempre melancólico. Si a tu mujer le gusta Tupper9, no hay razón para que tú te ahorques: piensa lo mismo que la mayoría, y sus opiniones son valientes. Yo siempre he sospechado que el gusto generalizado es un producto mestizo procedente de una inclinación artificial al dogmatismo. Y estoy seguro de que si pudiéramos encontrar a un hombre sincero y sin unas inclinaciones literarias especiales, nos diría que la mayor parte de la obra de Shakespeare le parece grandilocuente y enormemente absurda, escrita en su totalidad en un inglés muy oscuro y muy pesado de leer. No hace mucho tiempo yo mismo tuve la ocasión de soltar la lupa de una vez, porque encontré por fin a un hombre honesto: era hombre de numerosos talentos, ágil, cómico, gran pintor, y con mucho ojo para detectar ciertos efectos poéticos en el mar y en los barcos. Yo no soy buen juez para determinar este tipo de cosas, pero a veces, por la noche, aparece ante mis ojos un boceto suyo: ¡qué intensa, qué flexible, qué viva parece la embarcación sobre la masa de nubes! ¡Con qué fuerza, casi sísmica, rasga el mar! No puedo creer que el hombre que captó ese efecto y lo plasmó sobre la marcha con tal fuerza y espíritu estuviera, como decimos en lenguaje común y corriente, con el corazón en las últimas. Y sin embargo, ese hombre era de la opinión –y no le avergonzaba decirlo– de que Ouida10 era mejor que William Shakespeare en todos los sentidos. Si hubiera más gente tan honesta como él, esta sería la esencia de la crítica profana. No quiero decir con ello que el gusto abunde, sino que la valentía escasea. ¿Y qué tenemos en su lugar? ¿Cuántos, de los que piensan de la misma manera que este joven pintor, no han oído cómo se difunden tantas hipérboles de segunda mano? ¿Es que nunca les ha enfermado el corazón, ¡oh, críticos excelsos! cuando algunos de sus dulces adjetivos les han sido lanzados a la cara por una audiencia boquiabierta? El entusiasmo por el arte se está convirtiendo en asunto del ser humano femenino medio, función que dicho ser humano realiza con precisión y energía inagotable, como si fuera una máquina bien ajustada. Algunas veces… ¡zas! Hasta el hombre más tranquilo se ve arrastrado por el torrente, intercambia adjetivos con los mejores y es más papista que el papa en ciertos momentos embarazosos. Cuando uno se acuerde de eso, sentirá la tentación de poner las cosas como son y decir que no se casará con nadie que no sea como Jorge II. Y no podrá expresar abiertamente su disgusto hacia la poesía y la pintura.

El término «hechos» es, en cierto modo, crucial. He hablado con jesuitas, con evangelistas de la iglesia de Plymouth, con matemáticos y poetas, con republicanos dogmáticos y con viejos caballeros entrañables adornados con corbata de ojo de perdiz. Cada uno de ellos aprecia en la palabra «hechos» un significado oculto. Por mucho que lo intenté no conseguí acercarme al principio de sus divergencias. Lo que a ellos les parecía esencial, a mí me resultaba trivial o incierto. No logramos llegar a un acuerdo respecto a lo que era, o no era, importante en la vida de un hombre. De manera que nos dimos la vuelta, nos colocamos espalda con espalda formando un gran círculo, y vimos una porción distinta de los cielos, la cima de otras montañas recortándose en el cielo, distintas constelaciones sobre nuestras cabezas. Cada uno de nosotros tenía en mente su propia extravagancia, y a ella nos ceñíamos con más fuerza que a ninguna otra cosa, lo que dejaba nuestra experiencia totalmente descolorida, o reducida a su color natural. ¿Cómo es posible poner de acuerdo a distintas personas si unos son sordos y otros ciegos? Bien, pues aquí es donde debiera existir una comunión entre un hombre y su esposa: tendrían que ponerse de acuerdo respecto a esas muletillas habituales de «los hechos de la religión», «los hechos de la ciencia» o «la sociedad, cariño». Sin este acuerdo cualquier intercambio se convertirá en una dolorosa presión sobre la mente. «El toque justo de religiosidad que le gusta a mi William» es, en resumen, lo que se precisa para convertir en pareja feliz a cualquier William del mundo y a su esposa. Porque hay diferencias que ningún hábito logrará reconciliar, y no se pueden casar fariseos con bohemios. Imagínense a Consuelo11 casada con el señor Samuel Budgett12, el próspero comerciante. El mejor de los hombres y la mejor de las mujeres pueden vivir juntos a veces durante toda su vida y, a falta de cierto consenso en cuanto las cuestiones fundamentales, sostener el alma decaída del compañero hasta el final.

Aquellos que vayan a pasar años juntos deben tener cierto talento, si no quieren morir de tedio. Pero el talento, como el consenso, ha de ser para la vida y sobre la vida. Para compartir la morada sin problemas han de estar versados en las cosas del corazón, y haber nacido con cierta disposición al compromiso. La mujer ha de tener talento como mujer, y poco importa que no lo tenga en ningún otro aspecto. Ha de conocer su métier de femme y tener dotes para el afecto. Y es preferible que sea cotilla y hable de un modo agradable y con inteligencia de los amigos comunes o de las mil y una naderías de cada momento, a que hable las lenguas de hombres y ángeles. Porque de pasar un rato los dos junto al fuego hay más ocasiones en la vida matrimonial que de invitar a cenar a un extranjero distinguido. Que la gente se ría del mismo tipo de bromas y tengan más de una batallita de todos conocida que volverán a contar13, muchos chistes viejos que comparten y que el tiempo no consigue desgastar, que no se añejan con la costumbre: eso, os lo aseguro, será más útil para la vida que otras cosas más elevadas y que suenan mejor a oídos del mundo. Uno puede leer a Kant en solitario, si quiere, pero un chiste hay que compartirlo con alguien. Podemos perdonar a aquellos que no nos siguen cuando estamos en medio de una disquisición filosófica, pero ver reír a nuestra propia esposa cuando estamos llorando, o mirándonos fijamente cuando estamos en pleno ataque de risa, es algo que llevaría directamente a la disolución del matrimonio.

Conozco a una mujer que, bien porque no le gusta o bien porque no es capaz, no consigue entender el significado del término política, y ha cejado en el intento de distinguir a los Whigs de los Tories. Pero traslademos la cuestión a su propia política: preguntémosle por otros hombres y mujeres y por las artimañas de la vida diaria: los restregones, las tretas, las pequeñas vanidades en las que se apoya la existencia. Pocas personas encontraremos más astutas, más mordaces y más cómicas que esta mujer. Nada, nada: para poner en claro lo que tengo en la cabeza diré que tiene una capacidad de entendimiento más elevada y poética, un franco interés en cualquier tema en sí mismo, y un asombro inquebrantable ante lo más corriente. No sufre decepción alguna con la costumbre, ni cree que un misterio se resuelva solo porque se repite. La he oído decir que puede pasarse horas dando vueltas a una nadería. Ahora bien: en un mundo en el que la mayoría de nosotros camina satisfecho sin salir de ese pequeño círculo iluminado que es nuestra propia razón, donde se nos tiene que recordar continuamente lo que queda fuera, salvo en excepciones llamativas y engañosas (terremotos, erupciones del Vesubio, banjos flotando en el aire en medio de una sesión de espiritismo…) una mente tan fresca y tan poco sofisticada no es dote desdeñable. Diría incluso que yo considero ese tipo de mente mejor que el que acompaña a los puntos de vista más claros en las cuestiones públicas, porque pasará. Siempre encontrará algo que decir en un momento extraño. Lleva en su interior el impulso del capricho fácil y pintoresco. Y me imagino bostezando toda la noche hasta que me duelan las mandíbulas y los ojos se me llenen de lágrimas si a mi compañera, sentada al otro lado del hogar, se le ocurriera expresar sus más elevadas opiniones sobre el sufragio o las papeletas.

La cuestión de las profesiones, y la medida en que afectan al matrimonio, hasta hace poco solo interesaba a las mujeres, pero en la actualidad nos concierne a todos. Desde luego yo, si pudiera evitarlo, no me casaría con una mujer que escribiera. La actividad de la escritura ejerce una presión tremenda sobre la inteligencia y, tras una hora o dos de trabajo, no queda en el escritor nada de humano: se convertirá en un matón malhablado y puñales serán para otros sus palabras14. Y lo que sucede en la música, según tengo entendido, no es mucho mejor. La pintura, sin embargo, resulta altamente sedante, pues gran parte del trabajo –una vez que uno comienza a pintar– es totalmente manual, y ese tipo de trabajo, que requiere una gran destreza, ofrece a cambio una serie de éxitos que estimulan al hombre, debido a su vanidad, y le ponen de buen humor. Pero en las letras no sucede tal cosa. Puede uno escribir lo más hermoso del mundo, que siempre tendrá algo en qué pensar: no se puede detener a contemplar sus bucles y florituras, porque son irrelevantes, y el primer escribano te sacará los colores. Rousseau, por ejemplo, sacó cierto provecho a la caligrafía: llegó incluso a convertirla en forma de vida, cuando copió Héloïse para las damas diletantes15. Y ahí vemos cuál fue la extraña –y excéntrica– prudencia que le guio al atravesar tantas locuras e insensateces. Estaría bien que el genus irritabile añadiera algo de trabajo manual al trabajo cerebral, que es intangible. Encontrar la palabra exacta es, en ocasiones, un éxito dudoso y está casi siempre tan cerca del fracaso que no habrá satisfacción en un año entero. Pero todos sabemos cuándo hemos compuesto un texto perfecto, y un artista estúpido –esté o no en lo cierto– también sabe con seguridad si ha dado con el tono adecuado de color o si de su pincel ha salido una pincelada diestra. Una vez más, los pintores trabajan al aire libre, y el aire puro, la estación del año y la «influencia tranquilizadora» de los verdes pastos contrarrestan la fiebre del pensamiento y mantienen a los artistas fríos, calmados y prosaicos.

Un capitán de barco será el hombre ideal para casarse con él si se trata de un matrimonio por amor, pues las ausencias ejercen una buena influencia en la relación amorosa: la mantienen radiante y sutil; pero será la peor elección si el sentimiento es más pedestre, porque en la mayoría de los casos el hábito se rasga con facilidad, aunque el vínculo no haya tenido tiempo de asentarse. Los hombres que se dedican a la pesca o a la botánica, los que trabajan con el torno o recogen algas marinas serán maridos admirables: pequeños pintores aficionados que muestran en sus acuarelas la inocencia de un intelecto tranquilo. Conviene evitar a aquellos que tengan unos cuantos amigos íntimos, pero los que saben nadar y guardar la ropa, los que recorren la calle entera con la mano en el sombrero, los que tienen un sinfín de conocidos pero tal vez ni un solo amigo, esos prometen buena disposición y no son rivales para la influencia de su esposa: no voy a decir que estos son los mejores maridos, pero sí que están hechos de esa sustancia con la que una mujer puede formarlos. No hay que olvidar que aquellos que han amado antes, una o dos veces, son los mejores candidatos; el chico brillante del relato suele ser una incómoda mezcla de timidez y aspereza, y hay que enseñarle modales. Por último (y esta es, quizá, la regla de oro) ninguna mujer debería casarse con un abstemio o con un hombre que no fume. Por algo se ha extendido por todo el mundo este «innoble tabagie»16, como lo llama Michelet. Michelet despotrica contra esa costumbre porque hace feliz a la gente independientemente de su trabajo o de lo que piense; para una mujer previsora esta no será una influencia perniciosa para su vida matrimonial. Cualquier cosa que mantenga al hombre sentado en el jardín de la entrada, cualquier cosa que mantenga a raya las ganas de merodear por ahí y la ambición desmedida, será buena para la felicidad doméstica.

Si estas notas consiguen hacer sonreír al lector, seguramente le resultarán más graciosas si está en desacuerdo con ellas que si las suscribe. Y no perjudicarán a nadie, pues nadie seguirá mi consejo. Algo más delicada es la conclusión. El matrimonio es un paso tan serio y decisivo que atrae a los hombres volubles y frívolos porque les resulta imponente. Tantas veces se les ha puesto a prueba con corrientes y borrascas veleidosas, tantas veces han desplegado velas rumbo a una isla que pendía en el aire, o han tenido que yacer inmóviles con su corazón ardiente, que se arriesgarán a cualquier cosa con tal de tener un poco de suelo firme bajo los pies. Pilotos desesperados, conducen su barquichuela cansada y mareada entre imponentes rocas. Es como si el matrimonio fuera el Camino Real de la vida y les permitiera lograr en un instante todo aquello que soñaron los domingos de verano, cuando doblan las campanas, o durante esas noches en que el deseo de vivir no nos deja dormir. Creen que el matrimonio los aplacará y los cambiará, como esa gente que se une a una hermandad, que piensa que con un simple acto quedará para siempre fuera del clamor y del tumulto. Pero no es más que una artimaña del Diablo: al final, el viento de la primavera sembrará la inquietud, las caras que pasan dejarán tras de sí una estela de remordimiento y el mundo entero seguirá gritándoles al oído. Y es que el matrimonio se parece a la vida en un aspecto: es un campo de batalla, no un lecho de rosas.

 

 

II

 

Dicen que la esperanza no nos abandona en ningún mo-mento de nuestra vida. Desde el principio al fin, cuando nos enfrentamos a desilusiones que nos ponen a prueba, seguimos esperando tener buena fortuna, mejor salud, y mejor disposición también. Y lo esperamos con tal confianza que llegamos a convencernos de que no tenemos que hacer nada por merecer todo eso. Tengo la impresión de que es improbable que yo llegue a escribir como Shakespeare, a gobernar un ejército como Aníbal o a distinguirme, como Marco Aurelio, en las lides de la virtud. Y con todo tengo días en que, impulsado por la esperanza, me siento dispuesto a creer que puedo combinar en mi persona todas esas excelencias tan diversas y emprender mi marcha hacia la posteridad con honores divinos. No hay nada tan monstruoso como eso, pero todos podemos creernos capaces, pues en lo referente a nosotros, en lo referente a nuestras aspiraciones y deudas, ya en la infancia decidimos vivir en el seno de una deliciosa vaguedad. Seguramente nadie ha olvidado aquella aspiración de Tom Sawyer: «¡Ah! ¡Si pudiéramos morir temporalmente!». O mejor aún: recordemos lo que resolvieron íntimamente aquellos dos piratas: que «mientras continuaran en el negocio, sus piraterías no volverían a ser mancilladas con el delito del robo». Aquí todos reconoceremos las intenciones de nuestra infancia. Y nuestra infancia no terminó a los… digamos… veinte, ni a los veinticinco; ni siquiera a los treinta… En fin, ¿cuándo terminó? Posiblemente, para ser francos, tenemos que admitir que aún estamos viviendo en la Arcadia. Y es que la raza humana, tras siglos de civilización, sigue conservando algunos rasgos de sus antepasados bárbaros, de modo que el individuo no se ha zafado todavía de su juventud cuando ya está llegando a la vejez, con sus honores, y es nombrado Lord Chancellor de Inglaterra. Los años van transcurriendo para nosotros como lo hace un ejército invasor en una tierra baldía. Hemos llegado a una edad, pero seguimos resistiendo con la avanzadilla y mantenemos abiertas nuestra comunicación tanto con el extremo de la retaguardia como con los que encabezan la marcha. Ahí está nuestra verdadera base, que no es solo el principio sino el manantial perenne de nuestras facultades. Y el abuelo William puede retirarse, cuando llegue el momento, a disfrutar del verde bosque encantado de su niñez.

Esa cualidad infantil e inextinguible de la esperanza, así como su vigorosa irracionalidad, se aprecian a la perfección en los asuntos de conducta. Hay un personaje de El progreso del peregrino que se llama Don Remolón-tras-la-Concupiscencia, al que creo que todos conocemos: famoso entre los famosos por su ingenuidad y su esperanza hasta el momento en que resulta vencido y más allá, tras ochenta años de experiencias adversas cree que es posible continuar en el negocio de la piratería y, no obstante, evitar una acusación de robo. Cada falta nuestra es la última que cometemos. Cada primero de año es un hito en nuestra carrera. Y, sobre todo, cualquier acto público se percibirá como una especie de alquimia, por su poder de cambio. Un borracho promete que no volverá a beber: sería extraño que una circunstancia así no le ayudara. ¿Cuántos años pasó Pepys haciendo sus pequeños juramentos y faltando a ellos? Y aún así, no tengo noticia de que acabara desanimándose. Con estos pequeños pasos creemos que alcanzamos una resolución momentánea, igual que un tipo miedoso que sale corriendo donde el dentista cuando le duele la muela.

Pero poniendo una empalizada en el peor momento de la inundación no se impide, ni se retrasa, el reflujo del agua. En la moral no hay jerigonza que valga. Ni la «farisaica ceremonia»17 del matrimonio consigue cambiar al hombre. Es duro decir esto, que tiene además aires de paradoja: y es que hay algo en el matrimonio que nos resulta natural, algo que invita, que hace que parezca fácil y cómodo dar ese paso, pues el matrimonio se ofrece a enterrar para siempre muchas preocupaciones que nos provocan grandes quebraderos de cabeza, y nos va a proporcionar compañía familiar, una compañía que no nos traicionará nunca en la vida; nos ofrece la sonriente perspectiva de esa clase de amor pasivo, que ha recibido la bendición, que es mejor que el de la otra clase, el amor activo que nos hace sentir bendecidos. Se llega a él no solo viviendo las delicias del cortejo, sino a través de una representación pública y una serie de firmas oficiales. Un hombre piensa, de natural, que las cosas no serán fáciles para él si no consigue ser bueno, afortunado y feliz rodeado de tan augustas murallas.