Votos de venganza - Dani Collins - E-Book
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Votos de venganza E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

La venganza nunca había sido tan dulce… Melodie Parnell era tranquila y contenida, pero siempre había querido sentir una pasión incontrolable. Y creía haberla encontrado en la cama del atractivo Roman Killian, pero, después de haber hecho el amor con él, había tenido que volver bruscamente a la realidad al enterarse de que sus verdaderos planes habían sido… ¡destrozarle la vida! Roman no había planeado sentir la necesidad de calmar el anhelo que había en los ojos azules de Melodie. Convencido de que esta había sido enviada por su enemigo, había pretendido castigarla. Pero ella era inocente y tenía que cambiar de plan. ¿Sería posible que sus votos de venganza se convirtiesen en votos de matrimonio?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Dani Collins

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Votos de venganza, n.º 2430 - diciembre 2015

Título original: Vows of Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7254-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

HABÍA crecido rodeada de ricos de toda la vida y de cínicos de sangre fría, así que Melodie Parnell no era en realidad tan ingenua como parecía. Intentaba dar una imagen sofisticada alisándose el pelo castaño, que en realidad tenía rizado, maquillándose los ojos azules y utilizando pintalabios rojo, y solía ir vestida de manera clásica y profesional: faldas tubo, conjuntos de jersey y chaqueta y las perlas de su madre.

Al mismo tiempo, solía ofrecer a todo el mundo el beneficio de la duda. Intentaba pensar bien de los demás y ver siempre la parte más positiva de todas las situaciones.

Con aquella actitud solo había conseguido ganarse el desdén de su hermanastro y, en más de una ocasión, el interés de arribistas y cazafortunas que, a través de ella, habían querido acercarse a los hombres de su familia. La bondad había sido, sin duda, la perdición de su madre. No obstante, Melodie solía asegurarse que ella no era tan frágil ni vulnerable. El hecho de haber perdido a su madre recientemente y de estar en esos momentos en un estado de constante melancolía no la hacía más frágil.

Sin embargo, Roman Killian acababa de desestabilizarla con tan solo abrirle la puerta de su mansión.

–Usted debe de ser la indispensable Melodie –la saludó.

Se suponía que Melodie era inmune a los hombres bien vestidos, pero se le secó la boca y le temblaron las rodillas al ver a aquel. No iba vestido de traje, sino con una chaqueta de lino, pantalones negros y una camisa sin cuello con los tres primeros botones desabrochados.

Aunque lo que le impresionó no fue la ropa, sino el hombre.

Tenía el pelo oscuro y ondulado, la piel morena y una estructura ósea bonita. Se preguntó si sería italiano, español o tal vez griego. En todo caso, parecía pertenecer a la aristocracia europea, aunque Melodie sabía que era un estadounidense hecho a sí mismo. Tenía las cejas rectas, circunspectas, y los ojos verdes, con un anillo oscuro alrededor del iris. Estaba recién afeitado y su aspecto era urbano y muy masculino.

La miró a los ojos tan directamente que a Melodie se le cortó la respiración.

–Roman Killian –se presentó, tendiéndole la mano y sacándola de sus pensamientos.

Tenía la voz oscura como el chocolate y como el vino tinto, rica y sensual, pero en su tono había un tono de menosprecio.

–Melodie –consiguió responder.

Clavó la vista en su boca mientras él le apretaba la mano. El labio superior era mucho más delgado que el inferior. Sonrió como sonreían los hombres cuando estaban ante una mujer a la que no consideraban especialmente atractiva, pero con la que estaban obligados a ser educados. Con frialdad y desprecio.

Melodie no se sintió ofendida. Siempre estaba preparada para que los hombres la rechazasen y se sorprendía cuando eso no ocurría. Y no porque fuese fea. Además de las perlas, había heredado de su madre la figura de modelo y los rasgos delicados, lo que estaba muy bien para dedicarse a modelar, pero resultaba demasiado delgada para la vida real.

Así que la indiferencia de Roman no la sorprendió, pero sintió calor en el vientre y le temblaron las rodillas.

No tenía por qué estar nerviosa. No solía estarlo nunca.

No obstante, tuvo que hacer un esfuerzo por respirar con normalidad y se dio cuenta de que debía apartar la mano de la de él, pero, cuando lo intentó, Roman no se lo permitió.

–Ya nos conocíamos –le dijo él en tono casi acusatorio.

–No –le aseguró ella con el pulso acelerado.

Se quedaba siempre con las caras y con los hombres, incluso cuando se trataba de personas mucho menos importantes que él. Y Roman era demasiado joven para acordarse de su madre, y no parecía ser de los que hojeaban revistas de moda. Supuso que podía haberla visto alguna vez con su padre, pero prefirió no hablar de él, así que se limitó a decir:

–Estoy segura de que no nos conocemos.

A juzgar por su expresión, Roman no la creyó.

–¿Dónde están Ingrid y Huxley? –le preguntó, mirando hacia donde estaba el taxi en el que había llegado.

–No tardarán en venir.

Él volvió a clavar la vista en su rostro y eso hizo que Melodie volviese a temblar por dentro. Después le soltó la mano muy despacio y le hizo un gesto para que entrase.

–Adelante.

–Gracias –murmuró ella, completamente desconcertada.

Era tan masculino, tan seguro de sí mismo y tan distante. Lo poco que sabía de él era que había empezado con un software y que en esos momentos ofrecía soluciones globales de todo tipo. No lo había investigado, sino que se había fiado de lo que Ingrid le había dicho de él, había tenido miedo a toparse con su hermanastro si indagaba demasiado.

Pero el hecho de que fuese la competencia de Anton había hecho que ella se predispusiese a que le cayese bien. Además, al parecer Roman también tenía un toque de magnanimidad, apoyaba a organizaciones de personas sin hogar o enfermas, entre otras, y donaba ordenadores a bibliotecas. Y había ofrecido su casa del sur de Francia a una de sus empleadas para que celebrase su boda allí. Así que seguro que detrás de aquel aspecto de depredador había un enorme corazón.

–No pensé que un experto en seguridad tendría una casa tan acogedora –admitió Melodie–. Me imaginaba algo mucho más contemporáneo, hecho de cristal y acero inoxidable.

De los altos techos colgaban lámparas de araña y en la entrada había una escalera ancha con las barandillas de acero inoxidable. El suelo amarillo, de mármol, estaba cubierto por una alfombra roja. Al otro lado de la entrada había un enorme salón con un sofá en forma de herradura, color terracota, en el que debían caber unas veinte personas.

¿Recibiría muchos invitados? Melodie no supo por qué, pero tuvo la sensación de que era un hombre que prefería reservar todas aquellas comodidades solo para él.

–El tipo de cosas que la gente suele querer proteger son a menudo atractivas. Joyas. Arte –comentó Roman, encogiéndose de hombros–. La seguridad y las alarmas también permiten diseños agradables.

–¿Ahora mismo nos están grabando? –preguntó Melodie.

–Las cámaras solo se activan cuando salta la alarma.

En ese caso, solo la observaba él. Aunque eso bastaba para ponerla nerviosa.

A la derecha había un comedor que tal vez podrían utilizar los camareros, ya que los cuatrocientos invitados de la boda comerían fuera, en carpas. La propiedad tenía espacio suficiente para la ceremonia, las carpas, un grupo de música y una pista de baile. La casa estaba orientada hacia el Mediterráneo y en el jardín había una piscina cuadrada, más allá de esta, media docena de escalones llevaban a la playa. A la derecha de la piscina había un helicóptero. Sin este, el espacio sería perfecto para la ceremonia y la recepción.

Melodie había crecido rodeada de lujos, pero nada comparado con aquello. Roman Killian era un hombre muy rico. Y ella estaba muy sorprendida.

Clavó la vista en la buganvilla que trepaba por las columnas, también había maceteros con rosas, geranios y otras flores que Melodie no reconoció. Olía a anís, a flores y a miel, y el ambiente era casi mágico.

–Es todo tan bonito –murmuró, intentando no imaginarse de novia, bajando las escaleras vestida de encaje blanco.

Miró a Roman a los ojos y se dio cuenta de que este la estaba mirando como si pudiese leerle el pensamiento. Ella se ruborizó y apartó la vista.

–Ha sido muy generoso por su parte ofrecer la casa –consiguió decir.

–Ingrid es una trabajadora excepcional –respondió él después de un momento, haciendo que Melodie pensase que escondía algo–. ¿Por qué no han venido juntos? ¿No se alojan en el mismo hotel?

–Ellos están recién prometidos –dijo Melodie–. Y yo llevo sintiendo que sobro desde que nos encontramos en el aeropuerto.

Solo hacía cuatro días de aquello.

–¿Gajes del oficio? –dijo él.

Melodie sonrió.

–Más o menos –respondió.

Aquella era solo su segunda boda, y la primera de una pareja de la alta sociedad internacional. Su empresa era tan nueva que todavía no le había quitado la etiqueta, pero Roman no tenía por qué saberlo. Había organizado cenas de Estado con los ojos cerrados, y aquel era el tipo de trabajo con el que podía ganarse la vida.

–¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? –le preguntó con curiosidad.

Él cambió de actitud, fue como si retrocediese y se encerrase en sí mismo.

–Desde el año pasado. ¿Qué más puedo enseñarle? ¿La cocina?

–Sí, gracias –respondió ella, sorprendida por el cambio.

Él la llevó hasta la parte trasera de la casa, donde le presentó a su cocinero, un francés poco amigable con el que habló de algunos detalles del banquete mientras Roman los observaba.

Roman notó que le vibraba el teléfono y esperó que fuese la confirmación de que el resto de sus invitados habían llegado, pero miró la pantalla y se dio cuenta de que era un aviso de seguridad.

Dado que aquel era su trabajo, no se lo tomó a la ligera. Además, no estaba solo. Aquella mujer delgada, que había entrado en su casa como un juego de luces y sombras, lo fascinaba. Estaba convencido de que no era la primera vez que la veía, pero había tenido la sensación de que ella no le mentía cuando le había dicho que era la primera vez que se veían.

Roman tenía un sexto sentido para las mentiras y nunca se equivocaba.

Así que a pesar de que tenía que haberse acercado al panel que había en la pared para ocuparse de la alerta, se quedó con aquella organizadora de bodas y siguió observándola de cerca, en parte, porque le gustaba cómo se le ceñía la camisa a la espalda. Tenía las curvas y los ángulos donde debía tenerlos. Y, además, le gustaba escuchar su voz. No tenía el acento estadounidense fuerte, del sur, sino un acento dulce y meloso. Encantador.

Su actitud lo confundía. Estaba acostumbrado a que las mujeres demostrasen abiertamente que se sentían atraídas por él. No era tan arrogante como para pensar que gustaba a todas, pero hacía ejercicio, llevaba ropa hecha a medida y era rico, cualidades que solían atraer al sexo contrario. Aquella mujer parecía nerviosa, lo miraba de reojo, se tocaba el pelo, era evidente que se sentía atraída por él, pero intentaba ocultarlo.

No llevaba alianza, pero tal vez estuviese saliendo con alguien. Si no, su timidez sugería que prefería las relaciones lentas, complicadas, que no se acostaba con ningún hombre solo por diversión. Una pena, porque aquella era una cualidad que él solía apreciar en las mujeres.

Roman estaba acostumbrado a mantener sus emociones a raya, pero no pudo evitar sentirse decepcionado. Se sentía atraído por ella, pero aquello no iba a ir a ninguna parte. Qué pena.

Melodie lo había visto mirarse el reloj y sonrió con timidez.

–Tal vez no tenía que haber dejado que la feliz pareja se quedase sola. Llegan tarde, ¿verdad?

–No es propio de Ingrid –admitió él.

Si no, no habría sido su asistente personal. Roman no era un tirano, pero no toleraba los descuidos.

Al mismo tiempo, no le importaba tener a Melodie para él solo un rato más.

–Tal vez podría enseñarme dónde va a vestirse la novia –sugirió ella, sacando el teléfono–. Estaría bien que pudiese hacer alguna fotografía. Los preparativos de la novia y su llegada hasta el lugar donde la espera el novio siempre son una parte importante del día.

–¿De verdad? –preguntó él con desdén.

Roman había vivido precariamente durante tanto tiempo que pensaba que las ceremonias extravagantes no tenían ningún sentido. Desde que tenía dinero, pagaba siempre para conseguir lo mejor, pero opinaba que se le daba demasiada importancia a las bodas. Apreciaba a Ingrid como empleada, pero lo cierto era que le había ofrecido su casa por razones comerciales.

–Supongo que no es usted un romántico –dijo Melodie–. ¿O se arrepiente de haber permitido que invadan su espacio personal?

«Ambas cosas», admitió él en silencio, dándose cuenta de que aquella mujer era muy inteligente.

O eso, o sintonizaba bien con él, lo que era todavía más desconcertante.

–Soy un realista empedernido –dijo, haciéndole un gesto para que saliese de la cocina y subiese las escaleras que llevaban hasta una zona de comedor cercana–. ¿Y usted?

–Yo, una optimista incurable –confesó Melodie–. Ah, qué habitación más bonita.

Era la segunda vez que Melodie le hacía darse cuenta de lo bien que había escogido la decoración de la casa. Una parte de él había querido decidirse por el cristal y el acero inoxidable, como aquella mujer había esperado, pero como había crecido en un centro de menores y en varias casas que no habían sido suyas, había preferido decorar la casa de manera que la sintiese como un hogar. También era un lugar que podría vender en caso de que su suerte cambiase y tuviese que deshacerse de él. Lo que no iba a ocurrir, pero Roman era de los que siempre tenían un plan B y un plan C.

Así que a pesar de que desayunaba allí todas las mañanas, no disfrutaba tanto de la habitación ni de las vistas a los campos de limoneros como Melodie. Le había pedido al arquitecto que la luz de la mañana entrase por la ventana y también por las puertas dobles que daban a la terraza que rodeaba la casa. Aunque, por él, podía llover todos los días.

–En una ocasión me tocó una galleta de la suerte con un mensaje que decía que fuese siempre optimista, ya que era lo único que importaba.

Su comentario lo tomó por sorpresa. Hizo una mueca y dijo en tono irónico:

–En todos esos mensajes tenía que poner que estás a punto de comerte una galleta seca y sin ningún sabor.

–No... –respondió ella, frunciendo el ceño de manera burlona–. Me da miedo preguntarle qué piensa de las bodas, si es eso lo que opina de las galletas de la suerte.

Le dedicó una caída de ojos y Roman pensó que estaba intentando coquetear con él.

Era el momento de hacerle saber que si iba por ahí sería para divertirse a corto plazo, no para encontrar un compromiso.

–Para mí la ceremonia es un texto bastante elaborado en el que se habla del futuro, pero que no tienen ningún impacto en lo que va a ocurrir en realidad.

Ella dejó caer los hombros, consternada.

–Qué deprimente –comentó–. Las bodas son la celebración de la felicidad que se ha logrado hasta entonces y la promesa de un final todavía más feliz.

–¿Eso es lo que promete usted? Yo diría que se está aprovechando de los ingenuos.

–¿Piensa que las personas que se enamoran y hacen planes de compartir sus vidas son unos incautos? Todo lo contrario, no han perdido la esperanza –se defendió Melodie, levantando la barbilla.

–¿La esperanza de qué? –inquirió él, disfrutando de aquel intercambio de opiniones.

–De lo que sea. ¿Hasta dónde habría llegado con su empresa si no hubiese sido mucho más que realista? ¿Si hubiese apuntado bajo? –replicó ella, sonriendo, mientras entraba en un salón privado–. ¿Ve? Estoy convencida de que puedo convertirlo al optimismo.

–No soy fácil de manipular –le advirtió Roman–, pero, adelante, inténtelo.

Capítulo 2

ENTENDIDO. Oh...

El salón estaba en una esquina de la casa y tenía vistas al mar. Otro par de puertas de cristal daban a la terraza. El espacio restante estaba claramente dedicado al dormitorio principal.

Melodie había estado tan concentrada en responder a Roman de manera inteligente que no se había dado cuenta de adónde la había llevado este. Se ruborizó.

–No me había dado cuenta.

¿Por qué no le había impedido él que entrase allí?

–Al otro lado del pasillo hay una habitación de invitados que Ingrid puede utilizar para vestirse –le dijo Roman.

En vez de ir directamente allí, Melodie se quedó donde estaba y recorrió la habitación, decorada en tonos azules, con la mirada. La cama era enorme y tenía enfrente varios espejos. La pared que daba a la terraza era toda de cristaleras.

La cama estaba rodeada de finas cortinas, probablemente, para dar privacidad a su ocupante u ocupantes.

De repente, Melodie se dio cuenta de que era una mujer y Roman un hombre. Y que este era alto y fuerte. Tragó saliva e intentó que sus pensamientos no la traicionasen, pero sintió calor en las mejillas.

No sabía si Roman se sentía atraído por ella o si la veía solo como una diversión.

–Qué bonitas vistas –dijo, mirando hacia el exterior, más allá de la intimidad del dormitorio.

Dejó el bolso a sus pies y utilizó ambas manos para hacer una fotografía con el teléfono. El pulso le tembló todavía más al ver que Roman se ponía a su lado.

–¿Cómo conoció a Ingrid?

Incómoda donde estaba, porque podía inhalar el olor a aftershave de Roman, salió a la terraza e intentó fingir que el paisaje la tenía deslumbrada.

–Nuestras madres habían ido al mismo colegio en Virginia. Mi madre falleció recientemente y Evelyn vino al funeral y me contó que Ingrid acababa de prometerse. Los preparativos me están ayudando a no darle demasiadas vueltas a la cabeza –admitió, sonriendo débilmente–. Las bodas son momentos muy felices. Es mucho mejor que organizar un funeral.

Después de unos segundos, Roman preguntó:

–¿Está diciendo que el funeral fue tan impresionante que esa mujer le pidió que organizase la boda de su hija?

Melodie se echó a reír a pesar de que todavía era un tema delicado para ella.

–No exactamente. Aunque sí es cierto que fue un gran acontecimiento –admitió–. Supongo que Evelyn solo quería ser amable conmigo cuando me sugirió que enfocase hacia ahí mi carrera...

Aquello se le había escapado. Miró a Roman y se dio cuenta de que tenía las cejas arqueadas.

–Lo que no significa que no esté cualificada para hacerlo –se apresuró a asegurarle–. He hecho esto muchas veces, pero nunca lo había visto como un trabajo. Después de hablar con Evelyn, volví a contactarla y llegamos a un acuerdo.

–Así que está empezando. Supongo que la inversión inicial ha debido de ser importante –comentó él–. Solo volar aquí...

–En cierto modo, sí –respondió ella vagamente.

Era cierto que no podía permitirse ir al sur de Francia a pasar el fin de semana.

–Imagino que ese es su despacho –comentó al llegar delante de otras puertas de cristal–. Deberá cerrarlo con llave el día de la boda, por supuesto.

En una de las paredes había una puerta que volvía a dar al dormitorio. La pared de enfrente estaba completamente cubierta de pantallas planas. Todas ellas formaban una única imagen con el logotipo de la empresa de Roman.

Melodie entró en la habitación, atraída por aquel montaje. Se oyó un pitido y Roman la siguió y puso el dedo pulgar en un sensor.

–Es como un agente secreto, ¿no? –bromeó Melodie.

–Prefiero considerarme como el que pone freno a estos –respondió él en tono seco.

Ella reprimió una sonrisa al verlo tan seguro de sí mismo.