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-¿Como se llama V.? -pregunto el catedratico, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.Una voz que temblaba como la hoja en el arbol respondio en el fondo del aula, desde el banco mas alto, cerca del techo:-Zurita, para servir a V.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Leopoldo Alas «Clarín»
-¿Cómo se llama V.? -preguntó el catedrá-
tico, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.
Una voz que temblaba como la hoja en el árbol respondió en el fondo del aula, desde el banco más alto, cerca del techo:
-Zurita, para servir a V.
-Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.
Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios preliminares de su tarea, vio un elemento dramático, pro-bablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.
Zurita tardaba en contestar.
-¿No sabe V. cómo se llama? -gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.
-Aquiles Zurita.
Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.
-¿Aquiles ha dicho V.?
-Sí... señor -respondió la voz de arriba, con señales de arrepentimiento en el tono.
-¿Es V. el hijo de Peleo? -preguntó muy serio el profesor.
-No, señor -contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa-: Mi padre era alcarreño.
Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, pata-das en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.
El pobre Zurita dejó pasar el chubasco, tranquilo, como un hombre empapado en agua ve caer un aguacero. Era bachiller en artes, había cursado la carrera del Notariado, y estaba terminando con el doctorado la de Filosofía y Letras; y todo esto suponía multi-tud de cursos y asignaturas, y cada asignatura había sido ocasión para bromas por el estilo, al pasar lista por primera vez el catedráti-co. ¡Las veces que se habrían reído de él porque se llamaba Aquiles! Ya se reía él también; y aunque siempre procuraba retardar el momento de la vergonzosa declaración, sabía que al cabo tenía que llegar, y lo esperaba con toda la filosofía estoica que había estudiado en Séneca, a quien sabía casi de memoria y en latín, por supuesto. Lo de preguntarle si era hijo de Peleo era nuevo, y le hizo gracia.
Bien se conocía que aquel profesor era una eminencia de Madrid. En Valencia, donde él había estudiado los años anteriores, no tenían aquellas ocurrencias los señores catedráticos.
Zurita no se parecía al vencedor de Héctor, según nos le figuramos, de acuerdo con los datos de la poesía.
Nada menos épico ni digno de ser cantado por Homero que la figurilla de Zurita. Era bajo y delgado, su cara podía servir de puño de paraguas, reemplazando la cabeza de un pe-rro ventajosamente. No era lampiño, como debiera, sino que tenía un archipiélago de barbas, pálidas y secas, sembrado por las mejillas enjutas. Algo más pobladas las cejas, se contraían constantemente en arrugas nerviosas, y con esto y el titilar continuo de los ojillos amarillentos, el gesto que daba carácter al rostro de Aquiles era una especie de resol ideal esparcido por ojos y frente; parecía, en efecto, perpetuamente deslumbrado por una luz muy viva que le hería de cara, le lastimaba y le obligaba a inclinar la cabeza, cerrar los ojos convulsos y arrugar las cejas.
Así vivía Zurita, deslumbrado por todo lo que quería deslumbrarle, admirándolo todo, creyendo en cuantas grandezas le anunciaban, viendo hombres superiores en cuantos metían ruido, admitiendo todo lo bueno que sus muchos profesores le habían dicho de la antigüedad, del progreso, del pasado, del porvenir, de la historia, de la filosofía, de la fe, de la razón, de la poesía, de la crematística, de cuanto Dios crió, de cuanto inventaron los hombres. Todo era grande en el mundo menos él. Todos oían el himno de los astros que descubrió Pitágoras; sólo él, Aquiles Zurita, estaba privado, por sordera intelectual, de saborear aquella delicia; pero en compensa-ción tenía el consuelo de gozar con la fe de creer que los demás oían los cánticos celes-tes.
No había acabado de decir su chiste el profesor de las gafas, y ya Zurita se lo había perdonado.
Y no era que le gustase que se burlaran de él; no, lo sentía muchísimo; le complacía vi-vamente agradar al mundo entero; mas otra cosa era aborrecer al prójimo por burla de más o de menos. Esto estaba prohibido en la parte segunda de la Ética, capítulo tercero, sección cuarta.
El catedrático de los ojos malos, que tenía diferente idea de la sección cuarta del capítulo tercero de la segunda parte de la Ética, quiso continuar la broma de aquella tarde a costa del Aquiles alcarreño, y en cuanto llegó a la ocasión de las preguntas, se volvió a Zurita y le dijo:
-A ver, el señor don Aquiles Zurita. Hága-me V. el favor de decirme, para que podamos entrar en nuestra materia con fundamento propio, ¿qué entiende V. por conocimiento?
Aquiles se incorporó y tropezó con la cabeza en el techo; se desconchó este, y la cal cubrió el pelo y las orejas del estudiante. (Risas.)
-Conocimiento... conocimiento... es... Yo he estudiado Metafísica en Valencia...
-Bueno, pues... diga V., ¿qué es conocimiento en Valencia?
La cátedra estalló en una carcajada: el profesor tomó la cómica seriedad que usaba cuando se sentía muy satisfecho. Aquiles se quedó triste. «Se estaba burlando de él, y esto no era propio de una eminencia».
Mientras el profesor pasaba a otro alumno, para contener a los revoltosos, a quien sus gracias habían soliviantado, Zurita se quedó meditando con amargura. Lo que él sentía más era tener que juzgar de modo poco favo-rable a una eminencia como aquella de los anteojos. ¡Cuántas veces, allá en Valencia, había saboreado los libros de aquel sabio, leyéndolos entre líneas, penetrando hasta la médula de su pensamiento!
Tal vez no había cinco españoles que hubieran hecho lo mismo. ¡Y ahora la eminencia, sin conocerle, se burlaba de él porque tenía la voz débil y porque había estudiado en Valencia, y porque se llamaba Aquiles, por culpa de su señor padre, que había sido amanuense de Hermosilla!
Sí, Aquiles era un nombre ridículo en él. Su señor padre le había hecho un flaco servicio;
¡pero cuánto le debía!, bien podía perdonarle aquella ridiculez recordando que por él había amado los clásicos, había aprendido a respe-tar las autoridades, a admirar lo admirable, a ver a Dios en sus obras y a creer que la belle-za está en todo y que la poesía es, como de-cía el gran Jovellanos, «el lenguaje del entusiasmo y la obra del genio». ¡Oh dómine de Azuqueca, tu hijo no reniega de ti, ni de tu pedantería, a la que debe la rectitud clásica de su espíritu, alimento fuerte, demasiado fuerte para el cuerpo débil y torcido con que la naturaleza quiso engalanarle interinamen-te!
Pero, aquel mismo señor catedrático, se-guía pensando Zurita, ¿hacía tan mal en bur-larse de él? ¡Quién sabe! Acaso era un humo-rista; sí, señor, uno de esos ingenios de quien hablan los libros de retórica filosófica al uso.
Nunca se había explicado bien Aquiles en qué consistía aquello del humour inglés, traducido después a todos los idiomas, pero ya que hombres más sabios que él lo decían, debía de ser cosa buena. ¿No aseguraban algunos estéticos alemanes (¡los alemanes!, ¡qué gran cosa ser alemán!) que el humorismo es el grado más alto del ingenio? ¿Que cuando ya uno, de puro inteligente, no sirve para nada bu [...]