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1984 se desarrolla en Londres: su protagonista, Winston Smith, decide rebelarse ante un gobierno totalitario que controla cada uno de los movimientos de sus ciudadanos y castiga incluso a aquellos que delinquen con el pensamiento. Consciente de las terribles consecuencias que puede acarrear la disidencia, Winston se une a la ambigua Hermandad por mediación del líder O'Brien. Sin embargo, nuestro protagonista va comprendiendo que ni la Hermandad ni O'Brien son lo que aparentan, y que la rebelión quizá sea un objetivo inalcanzable. Orwell adelantó en esta novela de ficción distópica de 1949 muchos elementos de la sociedad actual: la dependencia tecnológica, la desinformación y manipulación de los hechos, el control de nuestros datos y de nuestra vida de un Estado vigilante, cámaras por todas partes, las redes sociales y el fomento del odio... todo esto está escrito en esta novela. Por su magnífico análisis del poder y de las relaciones y dependencias que crea en los individuos, 1984 es una de las novelas más inquietantes y atractivas del siglo XX.
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Akal / Clásicos de la Literatura / 36
George Orwell
1984
Traducción y notas: María José Martín Pinto
Introducción: Lola Artacho Martín
1984, se desarrolla en Londres: su protagonista, Winston Smith, decide rebelarse ante un gobierno totalitario que controla cada uno de los movimientos de sus ciudadanos y castiga incluso a aquellos que delinquen con el pensamiento. Consciente de las terribles consecuencias que puede acarrear la disidencia, Winston se une a una ambigua Hermandad por mediación de su líder, O’Brien. Sin embargo, nuestro protagonista va comprendiendo que ni la Hermandad ni O’Brien son lo que aparentan, y que la rebelión quizá sea un objetivo inalcanzable.
Orwell adelantó en esta novela de ficción distópica de 1949 muchos elementos de la sociedad actual: la dependencia tecnológica, la desinformación y manipulación de los hechos, el control de nuestros datos y de nuestra vida por parte de un Estado vigilante, cámaras por todas partes, las redes sociales y el fomento del odio... todo esto ya aparece escrito en esta novela. Por su magnífico análisis del poder y de las relaciones y dependencias que crea en los individuos, 1984 es una de las novelas más inquietantes y atractivas del siglo XX.
George Orwell (Motihari, India, 1903-Londres, 1950), cuyo verdadero nombre es Eric Arthur Blair, además de cronista y corresponsal de guerra, crítico de literatura y novelista, es uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados de los años treinta y cuarenta del siglo XX. Estudió en el Colegio Eton y luego formó parte de la Policía Imperial Inglesa en Asia, experiencia que lo llevó a escribir Días en Birmania (1934). Vivió varios años en París y en Londres, donde conoció la pobreza; de este difícil periodo de su vida nació su novela Sin blanca en París y en Londres (1933).
Sus experiencias como colaborador de los republicanos en la Guerra Civil Española las recogió en su interesante libro Homenaje a Cataluña (1938). Durante la Segunda Guerra Mundial formó parte de la Home Guard y actuó en la radio inglesa. En 1943 entró en la redacción del diario Tribune, y después colaboró de un modo regular en el Observer. En este periodo escribió muchos de sus ensayos, publicados póstumamente en 1968, sobre problemas de política social que poseen una franqueza y clarividencia sin precedentes en la literatura inglesa.
En general, toda su obra, incluida su primera etapa y las posteriores sátiras distópicas, reflejaron sus posiciones políticas y morales, pues subrayaron la lucha del hombre contra las reglas sociales establecidas por el poder político. Sus títulos más conocidos son Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), ficciones en las cuales describió un nuevo tipo de sociedad controlada totalitariamente por métodos burocráticos y políticos.
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RAG
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Nota a la edición digital:
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Motivo de cubierta: adaptada del cartel de la obra teatral 1984diseñado por Courtney Autumn Martin
Título original
Nineteen Eighty-Four
© Ediciones Akal, S. A., 2022
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-5266-1
Cronología
1903: Nació en Motihari (India) el 25 de junio de 1903. Su nombre real era Eric Blair. Era hijo de Richard Walmesley Blair, funcionario responsable del comercio británico del opio, y de Ida Mabel Limouzin, perteneciente a una familia de comerciantes franceses venidos a menos.
1911: Se trasladó a muy corta edad con su madre y sus hermanas a Inglaterra. A los ocho años, ingresó en un selecto internado deSussex, donde destacó por sus buenas notas y su evidente falta de medios económicos.
1917: Obtuvo una beca para entrar en el prestigioso colegio privado de Eton, donde permaneció cuatro años.
1922-1927: En vez de aceptar una beca para ir a la universidad, decidió seguir la tradición familiar y hacerse funcionario colonial. Prestó servicios en la Policía Imperial india destinado en Birmania.
1927: Regresó a Inglaterra, renunció a su plaza laboral y durante un tiempo vivió con los vagabundos del este de Londres, donde trabajó de friegaplatos en París y de jornalero en los campos de Kent. Enfermo y luchando por abrirse camino como escritor, sufrió durante varios años la pobreza. De este difícil periodo de su vida nació su novela Sin blanca en París y en Londres (1933), donde narra las difíciles condiciones de vida de las gentes sin hogar.
1934: Su experiencia en la Policía Imperial inglesa en Asia lo llevó a escribir Días en Birmania, una crítica inmisericorde contra el imperialismo y, en cierta medida, una obra autobiográfica.
1935: Escribió La hija del reverendo, la historia de una solterona que encuentra su sitio viviendo entre los campesinos.
1936: Se casó con Eileen O´Shaughnessy, y adoptaron un niño, Richard Horatio Blair. Su esposa murió en 1945, durante una operación.
Fue uno de los voluntarios que lucharon en el Ejército republicano durante la Guerra Civil española. Llegó a España como corresponsal, pero se alistó para combatir por la República. Se incorporó al frente de Aragón, donde ascendió al rango de teniente y resultó herido de gravedad en la garganta. Escribió la novela Que vuele la aspidistra.
1937: Tras enfrentarse a tiros con los comunistas del PSUC en los sucesos de Barcelona, en mayo abandonó el país para evitar ser fusilado.
Escribió El camino a Wigan Pier, una crónica sobre la vida de los mineros sin trabajo en el norte de Inglaterra.
1938 Sus experiencias en la Guerra Civil española las recogió en su interesante libro Homenaje a Cataluña.
1939 Durante la Segunda Guerra Mundial, dirigió el servicio de la BBC para la India.
1943 Entró en la redacción de la revista Tribune, y después colaboró de un modo regular en el Observer. En este periodo escribió muchos de sus ensayos.
1945 Escribió Rebelión en la granja, en la que parodió el modelo del socialismo soviético.
1949 Publicó su obra más importante y conocida, 1984, una ficción en la que describió un nuevo tipo de sociedad controlada totalitariamente por métodos burocráticos y políticos. En octubre se casó con Sonia Brownell.
1950 Murió en Londres el 21 de enero de tuberculosis. Póstumamente se publicaron Disparando al elefante y otros ensayos (1950) y Así fueron las alegrías (1953).
1968 Se publicaron en cuatro volúmenes sus Ensayos completos: periodismo y cartas.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1
Era un frío y luminoso día de abril y los relojes daban las trece horas. Winston Smith, con la barbilla pegada al pecho en un intento por escapar de aquel viento infame, atravesó rápidamente las puertas de cristal de Victory Mansions, aunque no lo hizo con la rapidez suficiente como para evitar que un remolino cargado de polvo entrase a la par que él.
El vestíbulo olía a col hervida y a jarapas viejas. En uno de los extremos había un cartel a color, demasiado grande para ser expuesto en un interior, que había sido colgado con chinchetas a la pared. Exhibía únicamente un rostro enorme, de más de un metro de ancho: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un denso bigote negro cuyos rasgos eran duros, pero tenían cierto atractivo. Winston se dirigió a las escaleras. No tenía sentido intentar usar el ascensor. En el mejor de los casos, rara vez funcionaba, y en aquellos momentos cortaban la corriente durante las horas de luz. Formaba parte de la campaña de ahorro preparatoria para la Semana del Odio. El piso estaba siete plantas más arriba y Winston, que tenía treinta y nueve años y una úlcera varicosa por encima del tobillo derecho, subió despacio y se paró a descansar varias veces por el camino. En cada uno de los descansillos, justo frente a la caja del ascensor, el cartel de la cara enorme lo miraba fijamente desde la pared. Se trataba de una de esas imágenes que están diseñadas de modo que los ojos te siguen cuando te mueves. El gran hermano te vigila, decía la leyenda al pie.
En el interior del piso, una voz pastosa leía una lista de cifras que algo tenían que ver con la producción de hierro en lingotes. La voz procedía de una placa rectangular similar a un espejo deslustrado, que formaba parte de la superficie de la pared de la derecha. Winston giró un interruptor y el volumen de la voz disminuyó algo, aunque las palabras seguían siendo audibles. Se podía atenuar el sonido del instrumento (telepantalla se denominaba), pero no había posibilidad alguna de apagarlo por completo. Se acercó a la ventana: una figura más bien pequeña y frágil, cuyo mono azul, que constituía el uniforme del Partido, no hacía más que subrayar lo exiguo de su cuerpo. Tenía el pelo muy rubio, el rostro de natural rubicundo y la piel áspera a causa del jabón basto y de las cuchillas de afeitar romas, así como por el frío del invierno que acababa de terminar.
Fuera, incluso tras el cristal de la ventana cerrada, el mundo tenía un aspecto frío. Abajo en la calle, los pequeños torbellinos de viento daban lugar a remolinos en los que giraban polvo y trozos de papel y, aunque brillaba el sol y el cielo lucía de un azul estridente, todo parecía estar exento de color, a excepción de los carteles que había colgados por todas partes. La cara del bigote negro vigilaba con aire autoritario desde todos los rincones. Había una en la fachada del edificio que tenía justo enfrente. El gran hermano te vigila, decía la leyenda, al tiempo que los ojos oscuros miraban fijamente a los de Winston. Abajo, a nivel de calle, otro cartel con la esquina rota se sacudía de cuando en cuando por efecto del viento, lo que hacía que la palabra Ingsoc fuese quedando a la vista o se ocultara. A lo lejos, un helicóptero volaba a baja altura entre los tejados, planeaba durante un instante como una moscarda y volvía a alejarse a toda velocidad trazando una curva en el aire. Era la patrulla de Policía, que fisgoneaba a través de las ventanas de la gente. Sin embargo, las patrullas daban igual. La única que importaba era la Policía del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía parloteando sin parar sobre los lingotes de hierro y sobre el Noveno Plan Trienal, cuyos objetivos se habían superado con creces. La telepantalla recibía y transmitía de manera simultánea. Cualquier ruido que Winston hiciese y que superara el nivel de un leve susurro sería captado por ella; es más, mientras permaneciera dentro del campo de visión que dominaba la placa de metal, podría ser visto además de oído. Obviamente, no había forma de saber si te estaban vigilando en un momento determinado. La frecuencia y el sistema utilizados por la Policía del Pensamiento para sintonizar con un individuo era algo sobre lo que solo se podía conjeturar. Era incluso posible que vigilasen a todo el mundo de manera constante. Pero, en cualquier caso, podían conectarse a tu micrófono en el momento que quisieran. Había que vivir –se vivía a la fuerza de un hábito que se convertía en instinto− dando por sentado que cualquier sonido que se produjese era escuchado y que, menos en la oscuridad, también cualquier movimiento era escudriñado.
Winston permaneció con la espalda vuelta hacia la telepantalla. Era más seguro, aunque, como muy bien sabía, incluso una espalda puede resultar reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, su lugar de trabajo, se alzaba inmenso y blanco por encima del mugriento paisaje. Esto –pensó con una leve sensación de desagrado–, esto era Londres, la principal ciudad de la Franja Aérea Uno, a su vez la tercera provincia más populosa de Oceanía. Intentó exprimir su memoria en busca de algún recuerdo de su infancia que pudiera decirle si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de casas decadentes del siglo XIX apuntaladas por vigas de madera, con las ventanas parcheadas con cartones y los tejados con chapas onduladas y con los muros de los jardines pandeados en todas direcciones? ¿Y los lugares bombardeados donde el polvo de yeso se arremolinaba en el aire y las adelfillas cubrían lozanas los montones de escombros? ¿Y aquellos en los que las bombas habían dejado vacantes parcelas más grandes, donde habían surgido sórdidas colonias de casas de madera que parecían gallineros? De nada le valió porque no fue capaz de recordarlo: no quedaba nada de su infancia, aparte de una serie de escenas fuertemente iluminadas que carecían de fondo y que, en su mayoría, resultaban indescifrables.
El Ministerio de la Verdad –Miniverdad en neohabla (neohabla era el idioma oficial de Oceanía. Para una explicación sobre su estructura y etimología, véase el Apéndice)− era sorprendentemente diferente a cualquier otro objeto de los que abarcaba la vista. Se trataba de una enorme estructura piramidal de reluciente hormigón blanco que se elevaba, una terraza tras otra, hasta alcanzar los trescientos metros de altura. Desde donde se encontraba Winston, se alcanzaban a leer los tres eslóganes del Partido escritos con letra elegante que se discernían sobre la blanca fachada:
LA GUERRA ES PAZ
LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES FUERZA
El Ministerio de la Verdad contenía, según se decía, tres mil habitaciones contando desde la planta baja, además de sus correspondientes ramificaciones por debajo de ella. Dispersos por Londres solo había otros tres edificios que se le parecieran en cuanto a tamaño y aspecto. Empequeñecían la arquitectura que los rodeaba de manera tan absoluta que, desde el tejado de Victory Mansions, se podían ver los cuatro al mismo tiempo. Eran las sedes de los cuatro ministerios en los que se dividía todo el aparato del Gobierno. El Ministerio de la Verdad, que se ocupaba de las noticias, espectáculos, educación y bellas artes. El Ministerio de la Paz, que se hacía cargo de la guerra. El Ministerio del Amor, que mantenía la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, cuya responsabilidad eran los asuntos económicos. En neohabla se denominaban: Miniverdad, Minipaz, Miniamor y Miniabundancia.
El Ministerio del Amor era el que resultaba más aterrador. Carecía por completo de ventanas. Winston nunca había estado en el interior del Ministerio del Amor, y ni siquiera a menos de medio kilómetro de distancia. En aquel lugar era imposible entrar, a menos que se fuese por algún asunto oficial, y, en cualquier caso, solo podía lograrse tras atravesar un laberinto de alambradas de espino, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso por las calles que conducían hasta estas barreras exteriores, rondaban guardias uniformados de negro con cara de gorilas y armados con porras articuladas.
Winston se volvió bruscamente. Había acomodado sus facciones para mostrar la expresión de tranquilo optimismo que era aconsejable tener cuando uno se encontraba frente a la telepantalla. Cruzó la habitación para entrar en la minúscula cocina. Al salir del Ministerio a estas horas del día, había sacrificado el almuerzo en la cantina y era consciente de que en la cocina no había más comida que un trozo de pan de color oscuro que tenía que reservar para el desayuno de mañana. Cogió del estante una botella que contenía un líquido incoloro con una sencilla etiqueta blanca en la que aparecía rotulado ginebra de la victoria. Despedía un olor nauseabundo y oleaginoso parecido al del aguardiente de arroz chino. Winston se sirvió una taza casi llena, se armó de valor preparándose para la impresión y se lo tragó como si fuese una dosis de medicina.
Al instante, la cara se le puso de color escarlata y le brotó agua de los ojos. Aquello se parecía al ácido nítrico y, además, cuando uno se lo tragaba tenía la sensación de que lo golpeaban en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, un momento después, el ardor del estómago se le apaciguó y el mundo empezó a parecerle más alegre. Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado en el que se leía cigarrillos de la victoria y tuvo la imprudencia de sostenerlo en vertical, de modo que el tabaco cayó al suelo. Tuvo más suerte con el siguiente. Volvió a la sala de estar y se sentó a una pequeña mesa colocada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón de la mesa sacó un portaplumas, un bote de tinta y un grueso cuaderno de hojas lisas de tamaño holandesa con la tapa posterior roja y la delantera marmoleada.
Por alguna razón, la telepantalla de la sala de estar estaba en una posición inusual. En lugar de hallarse, como era habitual, en la pared del fondo, desde donde podía dominar toda la habitación, estaba en la pared más larga, justo frente a la ventana. A un lado de ella, había un nicho de escasa profundidad en el que Winston estaba sentado en estos momentos y que, cuando se construyeron los pisos, probablemente estuviese destinado a albergar estanterías para libros. Al sentarse en el nicho y si se mantenía pegado al fondo, Winston podía permanecer fuera del alcance de la telepantalla, en lo que a verlo se refería. Podían oírlo, por supuesto, pero mientras se quedase en su actual posición, no podrían verlo. Había sido en parte la extraña disposición de la habitación la que le había dado la idea de lo que estaba a punto de hacer ahora.
Aunque también había sido por el cuaderno que acababa de sacar del cajón. Se trataba de un cuaderno especialmente bonito. El suave papel color crema, algo amarilleado por los años, era de un tipo del que hacía al menos cuarenta años que no se fabricaba. Imaginaba, sin embargo, que el cuaderno era bastante más antiguo. Lo había visto en el escaparate de una sucia tienda de objetos usados de un sórdido barrio de la ciudad (ahora mismo no recordaba de qué barrio exactamente) y, de inmediato, lo había asaltado un deseo imperioso de poseerlo. Los miembros del Partido no debían entrar en las tiendas normales (lo que se denominaba como «compraventa en el mercado libre»), pero la norma no se respetaba de manera estricta porque había cosas diversas, como los cordones para zapatos y las cuchillas de afeitar, que eran imposibles de conseguir de otro modo. Había echado un vistazo rápido a un lado y a otro de la calle y después había entrado deprisa y había comprado el cuaderno por dos dólares con cincuenta. En aquel momento, no había tenido conciencia de quererlo para ningún fin en concreto. Se lo había llevado a casa metido en el maletín sintiéndose culpable. Aunque no hubiese nada escrito en su interior, se trataba de una posesión comprometedora.
Lo que estaba a punto de hacer era iniciar un diario. No era ilegal (nada era ilegal, puesto que ya no existían leyes), pero si lo descubrían, era razonable pensar que había bastantes probabilidades de que lo condenaran a muerte o, al menos, a veinticinco años en un campo de trabajos forzados. Winston colocó un plumín en el portaplumas y lo chupó para quitarle la grasa. La pluma era un instrumento arcaico que rara vez se utilizaba ni siquiera para las firmas y él se había agenciado una, de manera furtiva y con cierta dificultad, simplemente porque sentía que aquel precioso papel color crema merecía que se escribiera en él con un plumín auténtico, en lugar de arañarlo con un bolígrafo. En realidad, no estaba acostumbrado a escribir a mano. A excepción de algunas notas muy breves, lo habitual era dictárselo todo al hablaescribe, lo cual, por supuesto, era del todo imposible para su actual objetivo. Mojó el plumín en la tinta y después vaciló un segundo. Un estremecimiento le había recorrido el vientre. Escribir algo en aquel papel era un acto decisivo. Con letra torpe y pequeña escribió:
4 de abril, 1984
Se reclinó en la silla. Lo había invadido una sensación de total impotencia. Para empezar, no tenía certeza alguna de que estuviese en 1984. Debía de ser más o menos esa fecha, puesto que estaba bastante seguro de que tenía treinta y nueve años y creía haber nacido en 1944 o 1945; pero hoy en día nunca era posible precisar ninguna fecha dentro de un margen de uno o dos años.
Y para quién, se le ocurrió pensar de repente, estaba escribiendo este diario. Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se demoró un momento en la dudosa fecha escrita en la página y después, de golpe, se topó con el término del neohabla doblepensar. Por primera vez tomó conciencia de la magnitud de lo que había emprendido. ¿Cómo se podía uno comunicar con el futuro? Era algo intrínsecamente imposible. El futuro, bien se parecería al presente, en cuyo caso no le prestaría atención, o bien sería diferente, y su trance no tendría ningún sentido.
Se quedó un rato mirando el papel como un estúpido. La telepantalla había cambiado a una estridente música militar. Era curioso que no solo pareciera haber perdido la facultad de expresarse, sino también haber olvidado lo que en un principio había tenido intención de decir. Se había estado preparando durante semanas para este momento y nunca se le había pasado por la imaginación que se requiriera nada más que valor. La escritura en sí sería algo fácil. Lo único que tenía que hacer era trasladar al papel el interminable e incesante monólogo que llevaba, literalmente, años desarrollándose en su mente. En este momento, sin embargo, hasta el monólogo se había agotado. Además, la úlcera varicosa había empezado a picarle de un modo insoportable. No se atrevía a rascársela porque, si lo hacía, siempre terminaba inflamada. Pasaban los segundos. De lo único de lo que tenía conciencia era de que el papel que tenía delante estaba en blanco, del picor de la piel por encima del tobillo, del estruendo de la música y de la leve sensación de borrachera que le había provocado la ginebra.
Empezó a escribir de repente en un estado de pánico absoluto con una conciencia limitada de lo que estaba anotando. Su letra pequeña y, aun así, infantil apareció lentamente y con trazos irregulares sobre la página, empezando con las mayúsculas y colocando finalmente hasta los puntos:
4 de abril, 1984. Anoche al cine. Todo películas de guerra. Una muy buena de un barco lleno de refugiados que era bombardeado en algún lugar del Mediterráneo. El público se divirtió mucho con las imágenes de un hombre gordo y enorme que intentaba alejarse a nado mientras lo perseguía un helicóptero; primero se le vio girarse en el agua como una marsopa, después a través de los puntos de mira de los helicópteros y luego apareció lleno de agujeros y el agua que lo rodeaba se volvió rosa y se hundió con la misma velocidad que si los agujeros hubieran dejado entrar el agua. El público gritaba entre risotadas cuando desapareció bajo el mar. Después se vio un bote salvavidas lleno de niños sobre el que se cernía un helicóptero. Había una mujer de mediana edad, que podría haber sido judía, sentada a proa con un niño pequeño de unos tres años en los brazos. El niño pequeño chillaba de miedo y ocultaba la cabeza entre los senos de la mujer como si intentara enterrarse en ella, mientras la mujer lo sostenía en sus brazos y procuraba tranquilizarlo, aunque ella también estaba desencajada de miedo, y lo cubría todo cuanto podía, como si creyera que con sus brazos lograría evitar que las balas impactaran contra él. Después el helicóptero soltó una bomba de veinte kilos en medio de ellos y hubo un fogonazo tremendo y el bote quedó convertido en astillas. Luego hubo un plano maravilloso del brazo de un niño que se elevaba más y más y más en el aire. Mientras subía debió de haberlo seguido un helicóptero con una cámara en el morro y hubo muchos aplausos provenientes de los asientos del Partido, pero una mujer que estaba abajo en la zona de los proletarios empezó de repente a armar escándalo y a gritar, diciendo que no debían haberlo puesto, no delante de los niños, que no estaba bien delante de los niños, hasta que la Policía la echó, pero supongo que no le pasó nada, a nadie le importa lo que digan los proletarios, la típica reacción de los proletarios ellos nunca…
Winston dejó de escribir, en parte porque le dieron calambres. No sabía qué lo había hecho escribir aquella sarta de tonterías. Pero lo curioso era que mientras lo hacía, un recuerdo totalmente diferente había adquirido nitidez en su mente, hasta el punto de que casi se sentía con ánimo para escribirlo. Ahora se daba cuenta de que había sido precisamente por ese otro incidente por lo que había decidido venirse a su casa y empezar hoy el diario.
Había ocurrido aquella mañana en el Ministerio, si se podía utilizar el término «ocurrir» para algo tan inconcreto.
Eran casi las once cero cero, y en el Departamento de Registros, donde trabajaba Winston, estaban arrastrando las sillas para sacarlas de los cubículos y las estaban agrupando en el centro del salón justo frente a la telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston estaba ocupando su puesto en una de las filas intermedias cuando dos personas a las que conocía de vista, pero con las que nunca había hablado, entraron inesperadamente en la habitación. Una de ellas era una chica con la que se cruzaba con frecuencia por los pasillos. No sabía cómo se llamaba, pero sabía que trabajaba en el Departamento de Ficción. Es de suponer –puesto que la había visto alguna vez con las manos llenas de aceite y sosteniendo una llave inglesa− que tenía algún tipo de trabajo mecánico relacionado con las máquinas de escribir novelas. Era una chica de aspecto llamativo de unos veintisiete años, con mucho pelo, la cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba un fajín escarlata, el emblema de la Liga Juvenil Antisexo, atado con varias vueltas alrededor de la cintura del mono y lo suficientemente apretado como para desvelar la bonita forma de sus caderas. A Winston le había producido antipatía desde la primera vez que la vio. Y sabía por qué. Se debía al aire de campos de hockey, baños fríos, excursiones comunitarias al campo y, en general, de pureza mental en el que parecía ir siempre envuelta. Sentía antipatía prácticamente hacia todas las mujeres, y especialmente si eran jóvenes y atractivas. Siempre eran las mujeres, y sobre todo las jóvenes, las seguidoras más fanáticas del Partido, las que se tragaban las consignas sin cuestionarlas, las espías aficionadas y las que husmeaban en busca de la ausencia de ortodoxia. Pero le daba la impresión de que esta chica era más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el pasillo, le lanzó una mirada rápida de soslayo con la que pareció atravesarlo, lo que por un momento lo llenó de oscuro terror. Incluso se le había pasado por la cabeza que pudiera ser una agente de la Policía del Pensamiento. Es cierto que eso era bastante improbable. Aun así, seguía sintiendo una peculiar inquietud, en la que se mezclaban el miedo, así como la hostilidad, cada vez que la tenía cerca.