7 mejores cuentos de Arthur Conan Doyle - Arthur Conan Doyle - E-Book

7 mejores cuentos de Arthur Conan Doyle E-Book

Arthur Conan Doyle

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos a Arthur Conan Doyle, un escritor y médico británico, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía. Este libro contiene los siguientes cuentos: - Un escándalo en Bohemia. - El gato del Brasil. - El pie del diablo. - La aventura de las cinco semillas de naranja. - La aventura de un caso de identidade. - La aventura de la segunda mancha. - La aventura de la inquilina del velo.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

Un escándalo en Bohemia

El gato del Brasil

El pie del diablo

La aventura de las cinco semillas de naranja

La aventura de un caso de identidade

La aventura de la segunda mancha

La aventura de la inquilina del velo

About the Publisher

El Autor

Arthur Ignatius Conan Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en el número 11 de Picardy Place, en la ciudad de Edimburgo, Escocia. Pertenecía a una familia católica irlandesa que había proporcionado una saga de ilustradores y caricaturistas, iniciada por su abuelo John Doyle y que fue continuada por sus tíos el ilustrador Richard Doyle, quien diseñó la portada y cabecera de la revista Punch, el anticuario James Doyle y Henry E. Doyle, director de la Galería Nacional de Irlanda.

Su padre, Charles Altamont Doyle, era el menor de los hijos de John Doyle y creció eclipsado por las brillantes carreras de sus hermanos. Estudió arquitectura y en 1849, cuando cumplió diecinueve años, aceptó un puesto de trabajo en la Oficina de Obras Públicas de Edimburgo. Tenía también una gran afición hacia el dibujo que en sus primeros años en la ciudad escocesa desarrolló con algunas ilustraciones para revistas y libros. A lo largo de su vida padeció un grave alcoholismo y profundas depresiones, que le llevaron a ser internado en una institución sanitaria en diversas ocasiones. Charles contrajo matrimonio en 1855 con Mary Foley, perteneciente a una familia irlandesa residente en la ciudad escocesa.

Arthur recordaría a su madre como una mujer como una mezcla de mujer hogareña obligada a ocuparse del mantenimiento de sus hijos y a la vez una mujer de letras, lectora apasionada, profundamente imaginativa y gran narradora y que sería quien despertaría en Arthur la afición por la literatura.8 Los detalles del nacimiento de Arthur y sus hermanos son poco claros. Algunas fuentes manifiestan que eran nueve hijos, algunas otras que diez aunque parece que tres murieron pequeños.9410 En 1864 la familia se dispersó debido al creciente alcoholismo de Charles y los niños fueron alojados temporalmente en diversas instituciones de Edimburgo. En 1867, la familia se reunió otra vez, para vivir en una sórdida vivienda en Sciennes Place.9 Arthur fue bautizado en la catedral Metropolitana de Santa María de la Asunción de Edimburgo. Su madre, viendo cómo su marido se gastaba todo su sueldo en la bebida, alquiló las habitaciones de la casa a huéspedes; uno de ellos, el doctor Bryan Waller, al que algunos historiadores adjudican un romance con la madre del escritor. Charles Doyle ilustraría la primera edición del libro de su hijo, Estudio en escarlata (1888), el primero en el que aparece Sherlock Holmes.

En 1868, Arthur Conan Doyle, con el apoyo económico de sus tíos, ingresó en la Escuela Stonyhurst Saint Mary's Hall de la orden de la Compañía de Jesús, situada en la comarca de Lancashire, que era un centro preparatorio del, prestigioso y selecto colegio, Stonyhurst College, al que accedería dos años después, en 1870, y donde permaneció hasta 1875. Entre 1875 y 1876, continuó su educación en Austria, en otra escuela de la Compañía de Jesús, Stella Matutina, en la ciudad de Feldkirch.

En 1876, comenzó la carrera de Medicina en la Universidad de Edimburgo, donde conoció al médico forense Joseph Bell, este profesor le inspiraría la figura de su famoso personaje, Sherlock Holmes. Allí destacó en los deportes, especialmente rugby, golf y boxeo. En este período también trabajó en Aston (actual distrito de Birmingham) y Sheffield.13 A principios de 1880 se embarcó, para ejercer como cirujano en sustitución de un amigo suyo, en un ballenero denominado The Hope que durante seis meses navegaría hacia el Ártico. A los 22 años (1881) se graduó como médico y completó su doctorado sobre el Tabes dorsal en 1885. Sin embargo, recibió el doctorado cuatro años después. Fue en estos años cuando hizo una gran amistad con el también escritor escocés J. M. Barrie.

Mientras estudiaba medicina comenzó a escribir historias cortas. La primera que apareció publicada fue «The Mystery of the Sasassa Valley», en 1879 en el Chambers's Edinburgh Journal antes de que cumpliera los 20 años. Ese mismo año también publicó su primer artículo médico «Gelsemium como veneno» en la British Medical Journal.

En 1881, después de terminar su etapa universitaria, volvió a embarcarse como médico del buque SS Mayumba en su viaje a las costas de África Occidental.

Un escándalo en Bohemia

I

Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez he oído que la mencione por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya sentido por Irene Adler una emoción que pueda compararse al amor. Todas las emociones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero admirablemente equilibrada. Es, puedo asegurarlo, la máquina de observación y razonamiento más perfecta que el mundo ha visto; pero como amante, como enamorado, Sherlock Holmes había estado en una posición completamente falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las más suaves, sin un dejo de burla y desprecio. Eran cosas admirables para el observador... excelentes para recorrer el velo de los motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador preparado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento, cuidadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una basura en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo, no habría sido más perjudicial que una emoción intensa en una naturaleza como la suya. Y, sin embargo, para él no hubo más que una mujer, y esa mujer fue la difunta Irene Adler, de dudosa y turbia memoria.

Había visto poco a Holmes últimamente. Mi matrimonio nos había alejado. Mi propia felicidad y los intereses domésticos que surgén alrededor del hombre que se encuentra por primera vez convertido en amo y señor de su casa, eran suficientes para absorber toda mi atención; mientras que Holmes, que odiaba cualquier forma de sociedad con toda su alma de bohemio, permaneció en nuestras habitaciones de Baker Street, sumergido entre sus viejos libros y alternando, de semana en semana, entre la cocaína con la ambición, la somnolencia de la droga con la feroz energía de su propia naturaleza inquieta. Continuaba, como siempre, profundamente interesado en el estudio del crimen y ocupando sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de observación en seguir las pistas y aclarar los misterios que habían sido abandonados por la policía oficial, como casos desesperados. De vez en cuando escuchaba algún vago relato de sus hazañas: su intervención en el caso del asesinato Trepoff, en Odessa; su solución en la singular tragedia de los hermanos Atkinson, en Trincomalee, y, finalmente, en la misión que había realizado, con tanto éxito, para la familia reinante de Holanda. Sin embargo, más allá de estas muestras de actividad, que me concretaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.

Una noche -fue el 20 de marzo de 1888- volvía de visitar a un paciente (había vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil), cuando mi recorrido de regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street. Al pasar por aquella puerta tan familiar para mí, que siempre estará asociada en mi mente a la época de mi noviazgo y a los oscuros incidentes del Estudio en escarlata, me sentí invadido por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora, sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente iluminadas. Al levantar la mirada hacia ellas, noté su figura alta y esbelta pasar dos veces, convertida en negra silueta, cerca de la cortina. Estaba recorriendo la habitación rápida, ansiosamente, con la cabeza sumida en el pecho y las manos unidas a la espalda. Para mí, que conocía a fondo cada uno de sus hábitos y de sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento eran reveladores. Estaba trabajando de nuevo. Se había sacudido de sus ensueños toxicómanos y estaba sobre la pista candente de algún nuevo caso. Toqué la campanilla y fui conducido a la sala que por tanto tiempo compartí con Sherlock.

No fue muy efusivo. Rara vez lo era; pero creo que se alegró de verme. Casi sin decir palabra, aunque con los ojos brillándole bondadosamente, me indicó un sillón, me arrojó su cajetilla de cigarrillos y señaló hacia una botella de whisky y un sifón que había encima de una cómoda. Entonces se puso de pie frente al fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él.

-El matrimonio le sienta bien -me dijo-. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos.

-Siete -contesté yo.

-Debí haber pensado un poco más antes de decir eso... Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me había dicho que intentaba dedicarse a su profesión.

-Entonces, ¿cómo lo sabe?

-Lo veo, lo deduzco. ¿Como sé que se ha estado exponiendo mucho a la lluvia últimamente y que tiene una criada torpe y descuidada?

-Mi querido Holmes -protesté yo-, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace unos siglos, habría muerto en la hoguera por brujería. Es cierto que el jueves salí a dar un paseo por el campo y llegué a casa empapado; pero me he cambiado de ropa y no puedo imaginarme cómo deduce esto. En cuanto a Mary Jane, es incorregible y mi esposa la ha despedido; tampoco imagino cómo logró adivinarlo.

Holmes sonrió para sí y se frotó las manos largas y nerviosas.

-Es la simplicidad misma. Mis ojos me dicen que en la parte exterior de su zapato izquierdo, exactamente donde alumbra mejor la luz, la piel está raspada toscamente en seis lugares, trazando rayas paralelas. Obviamente esto ha sido causado por alguien que trató de quitar el lodo que cubría el zapato, pero lo hizo con positiva torpeza, sin cuidado alguno. De ahí mi doble deducción de que se expuso a la lluvia y de que tiene un espécimen en particular incompetente de la maligna servidumbre londinense. En cuanto al ejercicio de su profesión, si un caballero entra en esta habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el índice derecho y una prominencia a un lado del sombrero de copa, mostrando dónde ha escondido su estetoscopio, necesitaría ser muy tonto para no declararlo miembro activo de la profesión médica.

Pude evitar echarme a reír por la facilidad con que explicaba sus deducciones.

-Cuando le oigo exponer sus razonamientos -comenté-, la cuestión me parece siempre tan ridículamente simple, que me siento seguro de que podría haber hecho fácilmente las mismas deducciones que usted. Sin embargo, a cada nuevo caso que se me presenta de sus aparentemente extraños poderes, me siento desconcertado hasta que me explica el proceso que siguió. Y no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted.

-Es posible -contestó encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón-. Usted ve, pero no observa. La distinción es perfectamente clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia la escalera que conduce del vestíbulo a esta habitación.

-Ciertamente.

-¿Cuántas veces?

-Bueno, varios centenares de ocasiones.

-Entonces, podrá decirme cuántos hay.

-¿Cuántos escalones? No sé.

-¿Ahora comprende? Usted no ha observado, a pesar de haber visto. Eso es lo que quería decirle. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he visto y he observado. Por cierto, ya que está interesado en estos problemitas y que ha sido lo bastante amable como para publicar una o dos de mis experiencias, quizá le guste ver esto -me entregó una hoja de papel grueso, de un suave tono sonrosado, que había estado hasta entonces sobre la mesa-. Me llegó en el correo de la tarde. Léala en voz alta.

La nota no tenía fecha, ni firma, ni domicilio del remitente. Decía:

Visitará a usted esta noche, faltando un cuarto para las ocho, un caballero que desea consultar a usted sobre un asunto de extrema importancia. Sus recientes servicios a una de las casas reales de Europa ha demostrado que es usted persona a quien puede confiarse asunto de tal importancia, que nada de lo que se dijera al respecto resultaría exagerado. Estos datos de usted de todas partes hemos recibido. Procure, por tanto, estar en su casa a esa hora, y no se sorprenda si su visitante se presenta enmascarado.

-Este es un asunto realmente misterioso -comenté-. ¿Qué cree que puede significar?

-No tengo datos todavía. Es un error capital tratar de formular teorías antes de tener datos. Insensiblemente, uno empieza a retorcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos. Pero, ¿qué deduce de la nota misma?

Examiné con cuidado la escritura y el papel que habían usado para escribir.

-El hombre que la escribió está en buenas condiciones económicas -comenté tratando de imitar el raciocinio de mi compañero-. Este papel no puede adquirirse por menos de media corona el paquete. Es peculiarmente grueso y resistente.

-Peculiar... ésa es la palabra exacta -dijo Holmes-. No es papel inglés. Colóquelo contra la luz.

Lo hice y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúsculas con una t minúscula, marcadas en la superficie del papel.

-¿Qué deduce de esto? -preguntó Holmes.

-Es el nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.

-De ningún modo. La G mayúscula con la t minúscula significan Gesellschaft, que es el equivalente en alemán de Compañía. Es la abreviatura acostumbrada, equivalente a nuestra Cía. La P, desde luego, significa Papier. Ahora veamos lo de la Eg. Consultemos nuestra Guía continental -bajó un pesado volumen marrón de uno de los anaqueles-. Eglow, Eglonitz... aquí estamos, Egria. Es un país en que hablan alemán... en Bohemia, no lejos de Carlsbad. “Notable por haber sido la escena de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de vidrio y de papel.” ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué le parece eso, hijo mío? -sus ojos brillaban y arrojó una gran nube azulosa de su cigarrillo.

-El papel fue hecho en Bohemia -exclamé.

-Precisamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. Note la construcción un poco forzada de esa frase: “Estos datos de usted de todas partes hemos recibido”. Un francés o un ruso no hubiera escrito así. Es el alemán quien cambia la construcción de las frases en esa forma. Sólo queda, por tanto, descubrir qué desea este alemán que escribe en papel bohemio y que prefiere usar una máscara a mostrar su rostro. Y aquí viene, si no me equivoco, a resolver todas nuestras dudas.

Se escuchó el ruido claro de las herraduras de los caballos y el rozar de las ruedas sobre el pavimento, seguidos por el llamado brusco de la campanilla. Holmes silbó.

-Son dos caballos, lo deduzco por el ruido de las pisadas -dijo-. Sí -continuó, asomándose por la ventana-. Es un elegante carruaje con dos verdaderos ejemplares equinos. Cuando menos de ciento cincuenta guineas cada uno. En este caso hay dinero, Watson, a falta de otra cosa.

-Creo que será mejor que me vaya, Holmes.

-De ningún modo, doctor. Quédese donde está.

Esto promete ser interesante. Sería una lástima que se lo perdiera.

-Pero... un cliente...

-No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda, o quizás él mismo la requiera. Aquí viene. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos toda su atención.

Unos pasos lentos y pesados, que se habían escuchado en las escaleras y en el corredor, se detuvieron exactamente frente a nuestra puerta. Entonces se escuchó un llamado brusco e imperativo.

-¡Pase! -ordenó Holmes.

Entró un hombre que difícilmente medía menos de dos metros de estatura, con el pecho y las extremidades de un Hércules. Su apariencia era la de un personaje rico, con una ostentación que en Inglaterra se habría considerado muy cercana al mal gusto. Gruesas bandas de astracán atravesaban las mangas y el frente de su gabán cruzado, mientras que su gran capa de un paño azul índigo, estaba ribeteada y forrada con seda de color rojo subido. La aseguraba a su cuello con un broche que tenía una solitaria y gigantesca aguamarina. Las elegantes botas que se extendían hasta la mitad de la pantorrilla, completaban la impresión de bárbara opulencia que sugería toda su apariencia. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha y su rostro estaba casi oculto tras una gran máscara negra, en forma de antifaz, que parecía haberse colocado en aquel momento, pues, al entrar, todavía tenía levantada la mano hacia la máscara. La parte inferior de la cara, que quedaba al descubierto, revelaba un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos y prominentes, y una barbilla larga y puntiaguda que sugería una resolución rayana en la necedad.

-¿Recibió usted mi nota? -preguntó con voz áspera y profunda y con acento alemán muy marcado-. En ella le avisaba que vendría.

Nos miró a los dos, sin saber a quién dirigirse.

-Le suplico que tome asiento -dijo Holmes-. Éste es mi amigo el doctor Watson, quien en algunas ocasiones ha tenido la bondad de ayudarme a solucionar mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?

-Habla usted con el conde Von Kramm, un noble bohemio. Tengo entendido que este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, en cuya presencia puedo hablar sobre un asunto de la más grande importancia. Si no, preferiría hablar a solas con usted.

Me levanté para irme, pero Holmes me tomó del brazo y me obligó a volver a instalarme en el sillón.

-Los dos o ninguno -dijo-. Puede usted decir ante este caballero cualquier cosa que pueda decirme a mí.

El conde encogió sus anchos hombros.

-Entonces empezaré por suplicar a ustedes absoluto silencio respecto al asunto que me trae aquí, dentro de los dos próximos años. Al final de ese tiempo, el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento debo señalar que no es exagerado afirmar que la cuestión es de tal magnitud que podría influir en la historia europea.

-Prometo discreción -aseguró Holmes.

-Y yo también.

-Ustedes perdonarán esta máscara -continuó nuestro extraño visitante-. La augusta persona que me emplea desea que su agente sea desconocido para ustedes, y debo confesarles que el título que yo mismo me he dado hace un momento no es precisamente el mío.

-Lo comprendí, desde luego -dijo Holmes secamente.

-Las circunstancias son muy delicadas y deben tomarse todas las precauciones para evitar lo que amenaza ser un inminente escándalo y que podría comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Para hablar francamente, el asunto gira en torno de la gran Casa de Ormstein, soberanos de Bohemia por generaciones.

-También me di cuenta de eso -murmuró Holmes, sumiéndose en su sillón y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró, sorprendido, la figura lánguida y perezosa del hombre que le había sido descrito como el razonador más genial y el agente investigador más activo de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su cliente.

-Si Su Majestad tiene la bondad de explicarme su problema, podré aconsejarle mejor.

El hombre se levantó de su silla de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, con muestras de agitación incontrolable. Entonces, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara del rostro y la arrojó al suelo.

-Tiene razón -gritó-, soy el rey. ¿Para qué tratar de ocultarlo?

-Es cierto, ¿para qué? -murmuró Holmes-. Su Majestad no había hablado aún y yo ya sabía que me estaba dirigiendo a Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey de Bohemia por herencia.

-Debe comprender -dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasando la mano sobre su ancha y blanca frente-, debe comprender que no estoy acostumbrado a hacer estos negocios personalmente. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no quise confiarlo a un agente. Eso habría significado quedar a su merced. He venido de incógnito, desde Praga, con el objeto de consultarle a usted.

-Entonces, le suplico que haga su consulta -dijo Holmes, cerrando los ojos una vez más.

-Los hechos, en concreto, son los siguientes: hace unos cinco años, durante una prolongada visita a Varsovia, trabé conocimiento con la bien conocida aventurera Irene Adler. El nombre es, sin duda alguna, familiar para usted.

-Tenga la bondad de ver qué dice mi índice sobre ella, doctor -murmuró Holmes sin abrir los ojos. Durante muchos años había adoptado el sistema de anotar todos los párrafos referentes a hombres y cosas que se publicaban en los periódicos, de tal modo que era difícil mencionar un tema o a una persona sin que él pudiera contar de inmediato con información al respecto. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabí hebreo y la de un marino que había escrito una monografía sobre los peces que habitan en los mares profundos.

-¡Déjeme ver! -exclamó Holmes-. ¡Hum! Nació en Nueva Jersey en el año de 1858. Contralto... ¡hum! La Scala... ¡hum! Prima donna de la Opera Imperial de Varsovia... ¡sí! Retirada de la escena... ¡ajá! Viviendo en Londres actualmente... ¡eso es! Su Majestad, entiendo, se mezcló con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora está deseoso de recobrar esas cartas.

-Precisamente. Pero ¿cómo...?

-¿Hubo un matrimonio secreto?

-No.

-¿Nada de papeles legales o certificados?

-Ninguno.

-Entonces, no acierto a comprender a Su Majestad. Si esta joven presentara sus cartas para realizar un chantaje, o con cualquier otro propósito, ¿cómo iba a probar su autenticidad?

-Por la escritura.

-¡Bah! Falsificada.

-Mi papel privado.

-Robado.

-Mi propio sello.

-Imitado.

-Mi fotografía.

-Comprada.

-Los dos estamos en la fotografía.

-¡Ah, caramba! ¡Eso sí es terrible! Su Majestad cometió una tremenda indiscreción al fotografiarse así.

-Estaba enamorado... loco.

-Se ha comprometido muy seriamente.

-En aquel entonces era sólo príncipe. Era joven. Aun ahora no tengo más que treinta años.

-Esa fotografía debe recobrarse.

-Hemos tratado de hacerlo, y hemos fracasado.

-Su Majestad tendrá que pagar. Debe ser comprada.

-Ella no la venderá.

Robada, entonces.

-Se han hecho cinco intentos. En dos ocasiones, ladrones a mi servicio han registrado su casa. Una vez le robamos el equipaje cuando iba de viaje. Dos veces la han registrado mujeres pagadas por mí. Sin resultado.

-¿No hay rastros del retrato?

-Absolutamente ninguno.

Holmes se echó a reír.

-Es un problemita bastante complicado -dijo.

-Y muy serio para mí -contestó el rey en tono de reproche.

-Mucho, realmente. ¿Y qué se propone hacer con la fotografía?

-Arruinarme.

-Pero, ¿cómo?

-Estoy a punto de casarme.

-Eso he sabido.

-Con Clotilde Lothman von Saxe-Meiningen, hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es la personificación de la delicadeza. Una sombra de duda en cuanto a mi conducta, pondría fin a nuestro compromiso matrimonial.

-¿E Irene Adler?

-Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé muy bien que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un alma de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de las mujeres y la mente del más resuelto de los hombres. Para evitar que yo me case con otra mujer, no hay extremos a los que ella no sea capaz de ir... no los hay.

-¿Está seguro de que no la ha enviado todavía?

-Estoy seguro.

-¿Por qué?

-Porque me dijo que la enviaría el día que el matrimonio fuera proclamado públicamente. Eso será el próximo lunes.

-¡Oh!, entonces nos quedan tres días aún -dijo Holmes con un bostezo-. Es una gran fortuna, pues tengo uno o dos asuntos de importancia que atender por el momento. Su Majestad, desde luego, pasará unos días en Londres, ¿no?

-Ciertamente. Me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde Von Kramm.

-Entonces lo visitaré para notificarle sobre el progreso de nuestras indagaciones.

-Le ruego que lo haga. Vivo invadido por la ansiedad.

-¿Y qué me dice respecto al dinero?

-Tiene usted carte blanche.1

-¿Absolutamente?

-Le aseguro que le daría una de las provincias de mi reino por esa fotografía.

-¿Y en lo que se refiere a los gastos de momento?

El rey sacó una pesada bolsa de cuero del interior de su gabán y la colocó sobre la mesa.

-Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes -dijo.

Holmes extendió un recibo por la cantidad en una hoja de papel y se lo entregó.

-¿Sabe usted cuál es el domicilio de la dama? -preguntó.

-Es Briony Lodge, Serpentine Avenue, St. John’s Wood.

Holmes tomó nota de aquellos datos.

-Otra pregunta -dijo con aspecto pensativo-. ¿Era de cuerpo entero la fotografía?

-Entonces, buenas noches, Su Majestad. Confío en que pronto tendremos buenas noticias para usted. Y buenas noches, Watson -añadió mientras el carruaje real se alejaba estrepitosamente-. Si tiene la bondad de visitarme mañana por la tarde, a las tres en punto, tendré mucho gusto en discutir este asunto con usted.

––––––––

II

A las tres en punto del día siguiente estaba yo en la casa de Baker Street, pero Holmes no había vuelto aún. La patrona me informó que había salido de la casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté cerca del fuego, sin embargo, con intención de esperarlo por mucho que tardara en volver. El nuevo caso había despertado profundamente mi interés, porque aun cuando no estaba rodeado de la tragedia y de los aspectos extraños de los dos crímenes en que yo había intervenido antes, la naturaleza del caso y la importancia de su cliente le daban un interés especial a mis ojos. Además, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo tenía a mano, había algo tan maravilloso en su magistral dominio de las situaciones y en su agudo e incisivo razonamiento, que para mí era un placer poder estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles por medio de los cuales desentrañaba los más confusos misterios. Tan acostumbrado estaba yo a su éxito invariable, que la simple posibilidad de un fracaso me resultaba inconcebible.

Fue cerca de las cuatro de la tarde cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo de caballerizas, sucio, barbudo, con aspecto alcohólico, rostro abotagado y ropas destrozadas. Aunque estaba acostumbrado a la extraordinaria habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarlo tres veces antes de estar seguro de que era él realmente. Moviendo la cabeza a modo de saludo, desapareció por la puerta que conducía a la alcoba y salió cinco minutos después, ya cuidadosamente arreglado y limpio, y como siempre, vestido con su traje de casimir. Se metió las manos en los bolsillos, extendió las piernas frente a la hoguera y se echó a reír alegremente durante varios minutos.

De vez en cuando lanzaba alguna exclamación ininteligible, para después continuar riendo como un loco, hasta que quedó inmóvil, exhausto, sobre la silla.

-¿De qué se ríe?

-De una cosa graciosa. Estoy seguro de que usted no podría nunca adivinar cómo empleé la mañana o qué terminé por hacer.

-No puedo imaginarlo. Supongo que ha estado vigilando los hábitos y, probablemente, la casa de la señorita Irene Adler.

-Exactamente, pero me ocurrieron cosas en verdad extraordinarias. Salí de la casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado como mozo de caballeriza, sin trabajo. Hay una maravillosa simpatía y camaradería entre los miembros de esta profesión. Pronto encontré Briony Lodge. Es una villa amplia, con un jardín en la parte posterior, con una gran estancia a la derecha, muy bien amueblada, con largas ventanas que llegan casi hasta el suelo, aseguradas con esos aldabones ingleses que hasta un niño puede abrir. A más de eso no era un edificio nada notable. Observé que se podía entrar a una de las ventanas por el techo de la caballeriza. Di varias vueltas alrededor de la casa y la examiné desde todos los ángulos, pero sin notar ninguna otra cosa que despertara mi interés.

“Estuve vagando por la calle un rato y me fui acercando hasta el lado del jardín, en tanto que los mozos atendían a los caballos. Me presté a ayudarlos y recibí como compensación dos peniques, un vaso de vino, un poco de tabaco corriente y toda la información deseable acerca de la señorita Adler, para no decir nada de media docena más de personas del barrio, en quienes no tengo el más mínimo interés, pero cuyas biografías fui obligado a escuchar.”

-¿Y qué me dice de Irene Adler? -pregunté.

-¡Oh!, ha vuelto locos a todos los hombres de esa parte de la ciudad. Es la muchacha más bonita que hay en este planeta, en opinión de los mozos. Vive tranquilamente, canta en conciertos, sale a pasear todos los días a las cinco y vuelve a cenar exactamente a las siete. Raras ocasiones sale a otra hora, excepto cuando canta. Tiene un solo visitante masculino, aunque es un visitante muy constante. Es un tipo alto, guapo y atrevido; nunca la visita menos de una vez al día y a veces lo hace dos. Es un tal señor Godfrey Norton. ¿Ve la ventaja de ser el confidente de un cochero? Mis amigos improvisados lo han llevado varias veces a su casa en Inner Temple y saben todo lo que se puede saber respecto a él. Mientras escuchaba todo esto, yo pensaba en mi plan de campaña.

“Este Godfrey Norton es evidentemente un factor importante en el asunto. Supe que era abogado. No pude menos de preguntarme qué relación existía entre ellos y cuál era el objeto de sus frecuentes visitas. ¿Era Irene su cliente, su amiga o su amante? En el primer caso, probablemente le había entregado la fotografía a él, para que se la guardara. Si era lo último, resultaba menos probable. Y de esta cuestión dependía que continuara trabajando en Briony Lodge o que volviera mi atención a las habitaciones de este caballero en el Temple; era un punto delicado y ampliaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo con estos detalles, pero tengo que explicarle estas pequeñas dificultades para que comprenda la situación.”

-Le escucho con gran interés -contesté.

-Estaba todavía estudiando mentalmente la cuestión, cuando un coche se detuvo frente a Briony Lodge y un caballero descendió de él. Era un hombre notablemente apuesto, moreno, de facciones regulares y espeso bigote... evidentemente se trataba del caballero de quien había oído hablar. Parecía tener mucha prisa. Gritó al cochero que lo esperara y pasó corriendo frente a la doncella que le abrió la puerta, con la confianza de un hombre que está en su propia casa.

“Estuvo en el interior de la casa, aproximadamente una hora. Durante este tiempo pude verlo a través de los cristales de las ventanas que corresponden a la sala, dando vueltas de un lado a otro y moviendo los brazos como si hablara con gran excitación. No vi a Irene Adler durante ese tiempo. Por fin salió, con aspecto más agitado del que traía al llegar. Al subir al coche sacó un reloj de oro del bolsillo, consultó la hora y gritó con voz desesperada:

“-¡Vámonos como alma que lleva el diablo! Primero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgeware Road. ¡Media guinea si logra hacer esto en veinte minutos!

“El coche partió y empezaba a preguntarme si no sería buena idea seguirlo, cuando salió de la caballeriza de Briony Lodge un carruaje pequeño. El cochero traía la librea sólo abotonada a medias y la corbata sin arreglar como si hubiera sido llamado rápidamente. Apenas había llegado el carruaje a la puerta de la casa, cuando Irene salió bruscamente de ella y subió con igual rapidez al coche. Sólo la vi un instante, pero bastó para que notara que era una mujer encantadora, con un rostro por el que cualquier hombre moriría con gusto.

“-¡A la iglesia de Santa Mónica, John! -gritó-. Y te doy medio soberano si llegas en veinte minutos.

“Aquello se ponía demasiado interesante para que yo me lo perdiera, Watson. Empezaba a meditar en si debía arriesgarme a ser visto, subiéndome a la parte posterior de su pequeño carruaje, cuando se acercó por el otro lado de la calle un coche de alquiler. El cochero me miró con desconfianza, pero yo salté al interior del carruaje antes de que pudiera protestar.

“-¡A la iglesia de Santa Mónica! -le ordené-. Y medio soberano será suyo si llega en veinte minutos.

“Faltaban veinticinco minutos para las doce, así que estaba perfectamente claro lo que se proponían.

“Mi cochero se portó muy bien. No creo que jamás haya conducido a tanta velocidad, pero los otros ya estaban allí cuando llegamos. El coche y el pequeño carruaje de Irene se encontraban a la puerta de la iglesia. Pagué al cochero y entré. No había un alma en el interior, con la excepción de los dos personajes a quienes venía siguiendo, y el sacerdote que se encontraba frente a ellos. Los tres formaban un apretado nudo frente al altar. Empecé a caminar lentamente por el pasillo central de la nave, como cualquier otro vagabundo que se ha metido en una iglesia a falta de otra cosa que hacer. De pronto, ante mi sorpresa, las tres personas del altar volvieron su rostro y Godfrey Norton se echó a correr en dirección a mí.

“-¡Gracias a Dios! -gritó-. Usted nos servira. ¡Venga! ¡Venga!

“-¿Qué quiere de mí? -pregunté.

“-Venga, hombre, venga; es sólo cosa de tres minutos. Si no, no será legal.

“Casi me arrastraron hasta el altar y antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, murmuraba respuestas que me decían al oído y declaraba cosas de las que no sabía absolutamente nada. Simplemente estaba ayudando a realizar el acto de unir en matrimonio a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo fue hecho en un instante y me encontré con una dama dándome las gracias por un lado, un caballero dándome las gracias por el otro, y el sacerdote, enfrente de mí, haciéndome una leve caravana. Era la posición más extraña en que me había encontrado en mi vida, y el pensar en ello fue lo que me produjo el acceso de risa que sufrí hace un momento. Parece que había cierta informalidad en su licencia y que el sacerdote se negaba terminantemente a casarlos sin un testigo. Mi aparición en la iglesia evitó al novio tener que echarse a correr por las calles en busca de un padrino. La novia me dio un soberano y pienso usarlo en la cadena de mi reloj, en recuerdo de la ocasión.”

-Las cosas han tomado un curso inesperado -dije yo-, ¿y entonces qué pasó?

Bueno, encontré que mis planes estaban muy seriamente amenazados. Parecía que la pareja se disponía a partir de inmediato y eso exigía medidas rápidas y enérgicas de mi parte. En la puerta de la iglesia, sin embargo, se separaron. Él se dirigió al Temple y ella a su propia casa.

“-Saldré al parque a las cinco, como de costumbre -dijo ella al separarse de su flamante marido. No oí más. Partieron en diferentes direcciones y yo me marché para hacer mis propios arreglos.”

-¿Cuáles son? -pregunté.

-Un poco de fiambre y un vaso de cerveza -ordenó Sherlock al ver entrar a la sirvienta, haciendo caso omiso de mi pregunta-. He estado tan ocupado que no he tenido tiempo de pensar en comer. Y estaré aún más ocupado esta tarde. Por cierto, doctor, quiero su cooperación.

-Encantado de servirle.

-¿No le importa faltar a la ley?

-No, en lo más mínimo.

-¿Ni correr el riesgo de ser arrestado?

-No, si es por una buena causa.

-¡Oh, la causa es excelente!

-Entonces soy el hombre que necesita.

-Ya sabía yo que podía contar con usted.

-Pero, ¿qué es lo que desea de mí?

-Cuando la señora Turner haya traído lo que le pedí, me explicaré con más claridad -dijo. Un momento después entraba nuestra patrona con la frugal comida ordenada por mi amigo y éste se lanzaba hambriento sobre ella-. Tendremos que discutir el asunto mientras como, pues no dispongo de mucho tiempo. Son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que entrar en acción. La señorita, o más bien la señora Irene, vuelve a las siete de su paseo. Debemos estar en Briony Lodge para recibirla.

-¿Y qué haremos entonces?