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Un día ordinario se transforma en extraordinario por algún suceso que marca nuestras vidas y nos obliga a tomar decisiones que no estaban en nuestros planes. Este libro tiene como objetivo una lucha permanente contra la frágil memoria del hombre, quien pretende construir un futuro sobre bases fragmentadas que solamente se pueden unir a través de la historia aquel que lea este relato, así como quiero cuente la tragedia la Segunda Guerra Mundial, se transforma en un heredero y la transmite otras generaciones. Mi objetivo era mostrar que hubo sobrevivientes que siguieron adelante, reconstruyeron sus vidas y que que portaron con su historia a las generaciones posteriores. Los herederos de esta memoria son todos aquello y que aprenden a posible hundirse hasta lo mas profundo de la miseria humana y volver a surgir con la luz y esperanza
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© 2020. Dora Goniadzky de Hudy @ 2020, Sin Fronteras Grupo Editorial / ISBN: 978-958-5564-84-8 / Impresión en Colombia_ Noviembre 2020 / Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano. / Edición: Juana Restrepo Díaz / Marcela Zaraza D. / Diseño & diagramación: parentesisdc.com / Fotografía de portada: Depossite photos / Editora Multi-impresos Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado - impresión, fotocopía, etc.-, sin el permiso previo del editor. Sin Fronteras Grupo Editorial, apoya la protección de Copyright.
Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Dedicado a mis nietos:Shlomi, Jonathan, Shirley, Melanie, Joel y Charlie
Marcha de la Vida (2015) - Delegación de Panamá, junto a sus nietas Eileen (izquierda) y Lara (derecha).
Un día ordinario se transforma en extraordinario por algún suceso que marca nuestras vidas y nos obliga a tomar decisiones que no estaban en nuestros planes. Al cambiar un camino ya establecido, nos alejamos de lo conocido para entrar en un mundo diferente que nos obliga a plantearnos interrogantes que antes no teníamos y un cierto temor nos invade al entrar en una búsqueda que sabemos será difícil y, quizás también, dolorosa.
El 27 de abril de 2017, mi celular no dejaba de enviar señales anunciando mensajes provenientes de amigos y familia de Israel. Al leerlos, observé que prácticamente todos eran similares, ya que me enviaban un enlace de internet. Cuando lo abrí, mi sorpresa fue inmensa. Ahí estaba mi suegra, Mania Rosman-Hudy, siendo entrevistada por un periodista de «Canal 7» de la televisión israelí.
«Soy una sobreviviente que formó una familia después de la guerra. Hoy tengo seis nietos y ocho bisnietos. Hitler no logró matarme y yo vencí al nazismo a través de las nuevas generaciones de mi familia».
Mania estaba en Polonia, participando del viaje de la «Marcha de la Vida»1 con un grupo de jóvenes estudiantes de las escuelas hebreas panameñas. Había sido invitada especialmente por la comunidad judía de Panamá por ser sobreviviente del Holocausto. Mania había viajado ya en el año 2015, junto con mis hijas y otro grupo de Panamá, así como en otras tres ocasiones anteriores, con sus nietos de Toronto y jóvenes canadienses. Pero en este viaje fue la primera vez que la entrevistaron para la televisión.
En ese breve reportaje, Mania dijo estas conmovedoras palabras: «Soy una sobreviviente que formó una familia después de la guerra. Hoy tengo seis nietos y ocho bisnietos. Hitler no logró matarme y yo vencí al nazismo a través de las nuevas generaciones de mi familia».
Al escuchar a Mania, comprendí que era el momento de concretar un proyecto que había postergado durante mucho tiempo: escribir su historia, aunque esto implicara sumergirme en la tragedia y el horror del Holocausto.
A través de estas páginas, mi meta ha sido entregar a mis nietos un legado que les permita sentir orgullo de sus orígenes. Conocer el sufrimiento de nuestro pueblo durante la Segunda Guerra Mundial y admirar la fortaleza de los sobrevivientes para continuar sus vidas son ambos aprendizajes esenciales que no pueden quedar en el olvido.
Mi temor ha sido siempre la frágil memoria del hombre. La historia de la humanidad demuestra, lamentablemente, la tendencia de los pueblos a no recordar su pasado, para luego repetir los mismos errores una y otra vez. El único camino que tenemos para impedir que eso suceda es a través de la educación. Cuando los jóvenes escuchan la verdad de los hechos y dignifican sus raíces, pueden entonces construir una vida basada en valores acertados y conformar sociedades con bases sólidas de moralidad y respeto hacia el prójimo.
Si bien los primeros destinatarios de este libro son mis nietos, mi ambición me lleva a imaginar que quizás esta historia llegue más lejos. El único propósito es seguir manteniendo viva la llama del recuerdo para evitar el surgimiento de sistemas de opresión y asegurar que todo ser humano mantenga su derecho inalienable a vivir de acuerdo con sus creencias, en un marco de libertad.
Dora Goniadzky de Hudy
En febrero del año 1974, viajé a Toronto a visitar a mi prima Norma. Nunca imaginé que ese viaje iba a cambiar mi destino y que mi vida tomaría un giro totalmente inesperado.
Había finalizado el tercer año en la facultad de Bioquímica. Necesitaba un descanso por la presión de los exámenes finales y de ciertos problemas personales que requerían una definición inmediata de mi parte. Elegí Toronto como lugar para mis vacaciones, ya que allí vivía mi prima, quien siempre fue como una hermana para mí.
Norma se había casado con Ricky (Yakov) Rosman en Argentina y emigraron a Canadá, donde vivía Mania, la hermana mayor de Ricky. Mania, su esposo Kalman Hudy y sus dos hijos, Abe y Nat, estaban radicados en Toronto desde hacía varios años.
Pocos días después de haber llegado, Ricky me presentó a su sobrino Nat (Natalio). Nunca olvidaré el impacto que significó para mí conocer al que sería, en un futuro, mi compañero durante cuarenta años. Sus ojos azules transparentes y su increíble sonrisa fueron lo primero que llamó mi atención.
Nat se transformó en mi guía de turismo, llevándome a conocer distintos lugares de Toronto. Nos hicimos inseparables durante mi estadía. Resulta innecesario decir que me enamoré de él como nunca lo había estado antes, presintiendo que algún día estaríamos juntos.
Durante dos años, nuestro noviazgo transcurrió entre viajes de ida y vuelta a Canadá y Argentina. Sumado a la distancia que nos separaba, estaban los conflictos familiares por parte de mis padres y los suyos, quienes no aprobaban totalmente nuestra relación. Sin embargo, como en todo cuento de hadas, el amor triunfó y decidimos casarnos.
Una vez terminada mi carrera universitaria, me trasladé definitivamente a Canadá. Nos casamos el 27 de marzo de 1976. Fue una boda muy grande en la cual yo no conocía prácticamente a nadie. Mi recuerdo de ese día es muy vago, debido a que no me sentía en mi propio ambiente y no lo podía disfrutar completamente, pero lo que sí sabía con certeza era que me casaba con un hombre maravilloso, al que amaba con toda mi alma.
Toda mi vida sentí temor a los cambios y toda mi vida con Natalio fue marcada por cambios continuos que significaron vivir en cuatro países diferentes, de culturas diversas y a los que debía adaptarme con rapidez. ¿Cómo lograr que una persona, totalmente estructurada, como yo, se decida a reiniciar su vida cuatro veces? Solamente al lado de mi esposo lo pude lograr en cada país, porque su espíritu de aventura, su buen humor y su optimismo eran lo suficientemente inagotables como para cubrir mis propias limitaciones.
En un comienzo, los años en Toronto, desde 1976 hasta 1982, fueron difíciles porque nunca había estado alejada de mi familia y mis amigos. No lograba insertarme en la familia de Natalio. Trataba de entender su forma de proceder, pero los sentía muy diferentes a mí. Siendo sobrevivientes del Holocausto, se movían con cánones a los que yo no estaba acostumbrada. Todos debían rendir cuenta de lo que hacían: dónde iban, quiénes eran los amigos, cuáles eran los planes futuros.
Acostumbrada a vivir con libertad y a consultar a mis padres solo cuando mi criterio lo hacía necesario, no podía estar cómoda en esa interdependencia familiar. A pesar de las diferencias, sentía admiración por ellos porque habían logrado salir del lugar más oscuro al cual puede llegar un ser humano, para luego construir una vida sobre los escombros de una guerra.
Cuando estaban juntos, nadie hablaba del ghetto de Varsovia, de los campos de concentración, del hambre o de las enfermedades que sufrieron. Los años de la guerra —y los sucesos que vivenciaron durante la misma— eran temas que estaban enterrados en el lugar más profundo de sus mentes.
No se compartían esos recuerdos. Eran secretos que debían permanecer ocultos para los miembros de la familia que nacieron después de la guerra. No entendían la importancia que podría significar para las nuevas generaciones conocer esas historias.
Mi visión era que, de tanto dolor y miseria, surgió una fuerza extraordinaria que les permitió superar todos los obstáculos. ¿Cuál era el motivo de ese silencio? Según mi forma de pensar, conocer lo que sus abuelos y padres habían sufrido para poder sobrevivir los llenaría de orgullo. Yo lo percibía como si de las cenizas volviera a surgir el fuego y del fondo del abismo apareciera una luz de esperanza para una nueva vida.
* * *
Un rasgo característico de mi personalidad es la tenacidad para lograr mis propósitos. Si todo parece decir que «no», tengo la perseverancia de continuar obstinadamente con mis esfuerzos hasta alcanzar mis metas. Una de ellas era conocer la historia de la familia de mi esposo.
Un día, inesperadamente, logré vencer esa barrera infranqueable que habían construido. Mania comenzó a contarme el pasado que escondía tan celosamente, aunque nunca pude derribar la muralla tras la cual se encontraban los relatos de los abuelos de Natalio. Esos años oscuros permanecerían en sus memorias y nunca los compartirían. La razón era, quizás, el miedo a que si los recuerdos se transformaban en palabras, las mismas podrían convertirse en realidades.
Pero había detalles en la buba2 Lola, así llamábamos a la abuela, que hablaban de una vida de grandes privaciones anteriores. Era su obsesión tener siempre la nevera llena de comida, las alacenas repletas de conservas y deliciosas sopas humeando en la cocina. A cualquier hora que uno iba de visita, siempre estaba listo un plato de comida. No había forma de negarse. Solo una vez no quise comer y comenzó a murmurar lentamente en yiddish3.
—Dora, se nota que nunca pasaste hambre. No tienes idea lo que es tener como alimento diario solamente un pedazo de cáscara de papa. Y mientras me hablaba me servía un poco de todo, asegurándose de que en mi plato no quedara un espacio vacío.
En ese momento intenté que me contara sobre la guerra, pero ella me dijo que no quería recordar su pasado. No pude hacerle comprender que la historia debe ser conocida para que no se repita. Esa frase tan trillada, pero a la vez tan cierta, no es comprendida por muchas personas. Hay quienes creen que ocultando el dolor se evita que reaparezca. Nada más lejos de la realidad. Solamente compartiendo el dolor, este se atenúa y el alivio aparece como un bálsamo que cura las heridas, aunque las cicatrices no desaparezcan jamás.
Ese sentimiento, que siempre ha sido parte esencial de la educación impartida por mi padre, puede resumirse en la siguiente frase de Primo Levi4: «Si comprender es imposible, conocer es necesario porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo, las nuestras también. Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos».
«Nuestros recuerdos de la infancia son a menudo fragmentos, breves instantes o encuentros que,juntos, conforman el álbum de recortes de nuestra vida. Son lo único que nos queda para entender la historia que nos explicamos a nosotros mismos acerca de quiénes somos».
Edith Eger5
Mi anhelo se hizo realidad. De labios de mi suegra, Mania Rosman-Hudy, escuché por fin las invaluables palabras del recuerdo. Con gran esfuerzo, decidió romper el silencio que cubría el doloroso pasado vivido por ella y su familia en medio del infierno al cual los nazis arrojaron sus vidas.
No puedo hacer otra cosa que pasar a estas páginas las palabras de Mania que empiezan en el párrafo siguiente, tal como ella las pronunció, sin comillas, pues compartimos el dolor de su sufrimiento y el de todos aquellos cuyas palabras no han llegado hasta nosotros.
LA FECHA QUE CAMBIÓ MI DESTINO
En la vida de todo ser humano existen fechas que nunca son olvidadas. No me refiero a cumpleaños o aniversarios que se repiten en forma automática cada año y que a veces pierden su importancia inicial. Al hablar de fechas en este instante, hago referencia a aquellas en nuestro pasado que de alguna manera cambiaron nuestras vidas.
Hay incidentes, ya sean motivados por alegrías o tristezas, que determinan el rumbo de nuestro futuro. En ocasiones ni siquiera somos conscientes de ello. El descubrimiento del significado de un día a veces se produce mucho tiempo después. Y ese día marca, inexplicablemente, el comienzo o el fin de una época. El primero de septiembre de 1939 fue la fecha que cambió mi destino. Mi infancia plácida y sin grandes sobresaltos se transformó en un torbellino de cambios y sufrimientos que no cabían hasta ese momento en mi limitada imaginación.
Varsovia era una ciudad que se movía a un ritmo acelerado en la década de los treinta. Centro de la cultura europea y de una historia rica en guerras victoriosas, se eregía orgullosa con sus edificios de gran riqueza arquitectónica. Cada rincón de la ciudad evocaba un período de esplendor que se desvanecería completamente en un tiempo que se acercaba lento, pero implacable.
En ese aún magnífico lugar, nací el 11 de noviembre de 1933. Mi infancia se perfilaba llena de inesperadas aventuras que me llenaban de placer, como mis días en el jardín infantil y mis paseos en el Parque Krasinski6, junto a mi madre y mi hermano menor Salek.
En ese parque había un hermoso palacio. Mi madre inventaba historias de príncipes y reyes que vivían allí. Cada vez que caminábamos cerca del palacio, yo esperaba impaciente que alguno de esos personajes fantásticos apareciera sorpresivamente. Envuelta en las fantasías creadas por mi madre, el Parque Krasinski se transformó en el lugar favorito de mi niñez.
Vivíamos en la calle Muranowska 32, en el cuarto piso. Nuestro apartamento, amplio y luminoso, era el espacio en el cual me sentía protegida y feliz. Uno de los recuerdos más vívidos de esa época es del día en que mi padre compró un piano. De alguna manera me veía convertida en una famosa concertista, interpretando melodías clásicas en un gran teatro, frente a la admiración de mi familia. Sin perder un instante, mi madre consiguió una profesora de piano para iniciar mis primeros pasos a la fama.
Mi padre tenía, junto con otros socios, una fábrica de pepinillos en vinagre. Esos deliciosos encurtidos eran el complemento indispensable de cualquier comida en Polonia. No faltaban para acompañar carnes, pescados e incluso solos a toda hora y en cualquier época del año. Por lo tanto, el negocio de mi padre era próspero, ya que también exportaban los pepinillos a otras regiones de Europa.
Mi madre se sentía bendecida por tener una vida cómoda, pues no había necesidad de trabajar fuera de la casa. Podía dedicar su tiempo al cuidado de sus hijos y a su hogar. Su preocupación era que Salek y yo creciéramos sanos, rodeados de todo aquello que nos proporcionara bienestar, en un ambiente en el que se respiraran paz y tranquilidad.
En aquellos primeros años de nuestra infancia, no se sentía en el seno del hogar el clima de guerra que se estaba infiltrando por todos los rincones del país. Si bien mis padres eran conscientes de la gran ola de antisemitismo que crecía día a día en Alemania a una velocidad inmensurable, no pensaban, o no querían imaginar, que su consecuencia sería devastadora para todos los judíos de Europa.
Viernes, primero de septiembre de 1939. ¿Por qué no había preparativos para Shabat? Mi mamá no estaba ocupada en la cocina con los deliciosos platos de los viernes, solo lloraba mientras papá se paseaba nervioso por la sala. Llegaron unos vecinos. Salek y yo no entendíamos los susurros apresurados en yiddish que intercambiaban los mayores.
Ese día comenzó a desmoronarse ese reino minúsculo que mis padres habían creado para nosotros. La invasión alemana de Polonia había comenzado. Varsovia capituló el 27 de septiembre de 1939 y las últimas unidades del ejército polaco se rindieron el 6 de octubre de ese mismo año. Desaparecía de ese modo la Segunda República Polaca.
Era una práctica muy común en Europa iniciar a los niños, desde muy temprana edad, en la educación de artes tales como la música o la pintura.
En hogares tranquilos, donde una pareja evolucionaba de modo natural, trayendo al mundo a sus hijos, el enfoque primordial era la alimentación para asegurar un desarrollo físico saludable.
Más tarde, a medida que los niños crecían, incentivaban su formación intelectual con objetos que a veces provenían de pequeños sacrificios. Un piano o un violín despertaban su deleite por la música. Las pinturas estimulaban su anhelo infantil de plasmar el colorido que apreciaban en su entorno.
Eran regalos que provenían del esfuerzo de sus padres y llegaban a convertirse en verdaderos tesoros para los pequeños. Era una crueldad arrebatárselos, sin justificación ninguna, con el único propósito de atormentar aquellas mentes infantiles.
EL PIANO
Poco tiempo después de la invasión alemana, soldados nazis, acompañados por polacos, comenzaron a registrar todas las casas judías. Cuando llegaron a mi casa, hicieron varias preguntas a mis padres mientras observaban detenidamente cada rincón del apartamento. Finalmente, se fueron.
Luego de ese incidente, mamá y papá no hablaban frente a nosotros de lo ocurrido, pero la tensión que existía dentro de nuestro hogar se transformó en una sensación de miedo continuo. Cualquier ruido era motivo de sobresaltos. Los paseos al parque finalizaron. Mi madre solo salía al mercado y pasábamos todo el tiempo en casa esperando lo inevitable. Salek y yo no teníamos idea de qué iba a suceder, pero sabíamos que cualquier evento sería motivo de angustia y tristeza para todos. En realidad, ni mis padres imaginaban el horror que nos aguardaba junto a todas las familias judías de Polonia.
A fines de 1940, varios soldados alemanes y polacos llegaron nuevamente a nuestra casa. Esta vez no hicieron preguntas. Solamente gritaban dando órdenes. Los dos idiomas se mezclaban de tal forma que yo no entendía lo que decían. Mientras mis padres preparaban unas maletas con rapidez, yo observaba atónita y sin moverme a esos hombres que se llevaban nuestros objetos más preciados: candelabros, cubiertos, adornos de plata y las joyas de mi madre.
De pronto, comenzaron a mover mi piano. El temor que estaba paralizando todo mi cuerpo desapareció. Me invadió una sensación de odio y furia descontrolada. Comencé a gritar, tratando de impedir que se llevaran mi hermoso piano. Uno de los soldados alemanes me dio un golpe tan fuerte en la cabeza que inmediatamente sentí cómo la sangre se deslizaba por mi cabello.
Mi madre intentó tranquilizarme, pero yo había perdido el control. Una fuerza inexplicable me invadió y agarré una de las patas de mi piano con tanta firmeza que, mientras los soldados llevaban el piano por las escaleras, yo me arrastraba por las mismas tratando de evitar que se lo llevasen. No me importaba el dolor que todo mi cuerpo sentía ni la sangre que seguía brotando de mi cabeza, solo quería recuperar mi amado piano.
Todo mi esfuerzo fue en vano. Mi madre me levantó del suelo y me consoló diciéndome que algún día volvería a tener un piano. Yo no puedo explicar por qué esa pérdida material fue tan intensa para mí. Quizás porque era la última ilusión de una infancia que terminaba en ese instante, con tan solo seis años.
Ese día dejamos para siempre nuestro hogar para dirigirnos hacia el ghetto7. En ese lugar comenzó una larga pesadilla de hambre, enfermedades y muerte; una pesadilla de la cual pensé que nunca despertaría.
El ghetto de Varsovia llegó a tener una población de más de cuatrocientas mil personas en una extensión muy pequeña de la ciudad. Estaba rodeado por un muro alto, vigilado permanentemente por guardias alemanes que no dudarían un instante en disparar a matar si alguien intentaba escapar.
Muchas veces me preguntaba cómo el resto de los habitantes de Varsovia no sentían compasión por nosotros. ¿Por qué vivíamos hacinados en un espacio donde el aire estaba enrarecido por la falta de higiene?¿Por qué estábamos rodeados de los cuerpos inertes de aquellos que yacían en las calles por la falta de alimentos? No comprendíamos cuál era nuestra culpa. ¿Por qué había niños fuera de esos muros que podían seguir jugando felices y libres, mientras nosotros éramos prisioneros?
En aquellos momentos, nadie me explicaba lo que significaba el odio irracional hacia los judíos y aunque alguien lo hubiera hecho, creo que tampoco lo habría entendido. La judeofobia fue un concepto que aprendí mucho más tarde. El racismo, la intolerancia y el desprecio por otras culturas y religiones eran las bases sobre las cuales se edificó el nefasto movimiento nacionalsocialista de Hitler que se extendió rápidamente por Europa.
En esa época, mis conocimientos de política eran nulos, solo sentía que éramos diferentes y debíamos marcar esa diferencia usando un brazalete con la estrella de David. El hecho de ser judíos nos llevaba a una vida signada por las humillaciones y la carencia de lo mínimo indispensable para ser considerados seres humanos.
En una habitación pequeña vivíamos diez personas. Compartíamos ese miserable espacio con Munish y Malka, quienes tenían dos hijos: Fradel y Zvi. Estaba también una pareja joven cuyos nombres no recuerdo. Solo había tres camas para los adultos. Los niños dormíamos en ese piso que era húmedo y frío durante el invierno e insoportablemente caliente en el verano, pero la falta de comodidades no era lo que nos llevaba a la desesperación. La escasez de comida era una constante entre todos nosotros. Lo poco que mi madre había logrado traer de nuestra casa ya se había vendido a través del mercado negro que existía en el ghetto y no tenía recursos para conseguir un poco más de alimentos. Nuestras raciones diarias no alcanzaban para aliviar el hambre que sentíamos a todas horas.
Desde el momento en el cual la población judía quedó aislada de la sociedad polaca, se inició una incontrolable desintegración económica y social. El deterioro de las condiciones de vida detrás de los muros del ghetto dio lugar a un alto grado de mortalidad asociado fundamentalmente a la falta de alimentos.
La ración oficial para los judíos apenas llegaba a 184 calorías diarias por persona, mientras que a los polacos no judíos les correspondían 1.800 y a los alemanes 2.400. El Judenrat8 (Consejo Judío) estaba a cargo de la administración del ghetto. Algunos de sus miembros intentaron complementar las raciones comprando provisiones en el mercado negro de la zona aria para alimentar a los más necesitados.
Se estableció una red de contrabando con el objetivo de lograr la supervivencia diaria. Aquellos que aún conservaban bienes para vender, lograban obtener alimentos extras por este medio.
Muchos niños, en la desesperación por ayudar a sus familias, comenzaron a escaparse del ghetto para traer provisiones del exterior. El temor de que el hambre hiciera estragos irreversibles entre sus seres queridos era el motor que los impulsaba a arriesgar sus vidas diariamente. Si tuviera que definir a estos niños, el apelativo «pequeños héroes anónimos» sería quizás el más indicado.
TAN SOLO ÉRAMOS ADULTOS INEXPERTOS
Mi madre comenzó a trabajar en cantinas creadas por el Judenrat, preparando sopa para la población que se encontraba en condiciones de extrema pobreza. Esa sopa, que en realidad parecía un poco de agua sucia caliente, era la única alimentación de casi dos tercios de las personas recluidas en el ghetto.
Los comedores públicos fueron desapareciendo paulatinamente y el hambre se reflejaba de forma alarmante en todos los rincones. Las imágenes de niños cubiertos de harapos, llorando por un pedazo de pan, me han perseguido como sombras durante toda mi vida.
En la noche se escuchaban los gemidos de dolor de aquellos que yacían moribundos en la calles. Cada mañana nos encontrábamos con cadáveres de adultos y niños, algunos cubiertos por sucios periódicos, que luego eran trasladados en pequeños carros al cementerio para ser enterrados en fosas comunes.
El hedor de los muertos se mezclaba con el de la basura acumulada en las calles. La falta de higiene existente llevaba a la propagación de todo tipo de enfermedades, en especial el tifus9