A Ulfe. Sociología de una comunidad rural gallega - Julia Varela - E-Book

A Ulfe. Sociología de una comunidad rural gallega E-Book

Julia Varela

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Beschreibung

Este libro es un homenaje a todas las gentes que hicieron posible la rica civilización rural. En él, vecinos de una "aldea perdida" del corazón de Galicia, mujeres y hombres de distintas generaciones, nos hablan de sus recuerdos, de sus proyectos y de cómo eran sus vidas. A través de sus voces y relatos no solo se despliegan las tramas que tejen una sociedad como una red en continuo cambio, sino que se recupera también la memoria de una historia social vertebrada fundamentalmente por la moral del trabajo y por la solidaridad. Esta historia, con sus luces y sombras, puede servir como contrapunto para reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos y qué futuro queremos construir.

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Julia VARELA

A Ulfe

Sociología de una comunidad rural gallega

Fundada en 1920

Comunidad de Andalucía, 59. Bloque 3, 3º C

28231 Las Rozas - Madrid - ESPAÑA

[email protected] - www.edmorata.es

A Ulfe

Sociología de una comunidad rural gallega

Por

Julia VARELA

Prólogo de

Ramón VILLARES

© Julia VARELA

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Equipo editorial:

Paulo Cosín Fernández

Carmen Sánchez Mascaraque

Ana Peláez Sanz

© EDICIONES MORATA, S. L. (2020)

Comunidad de Andalucía, 59. Bloque 3, 3º C

28231 Las Rozas - Madrid - ESPAÑA

www.edmorata.es - [email protected]

Derechos reservados

ISBNpapel: 978-84-18381-57-7

ISBNebook: 978-84-18381-58-4

Depósito Legal: M-16.202-2021

Compuesto por: Sagrario Gallego Simón

Printed in Spain - Impreso en España

Imprime: ELECE Industrias Gráficas, S. L. Algete (Madrid)

Imagen de la cubierta: Alberto Durero, Ciervo volante, 1505. Acuarela sobre papel.

NOTA DE LA EDITORIAL

En Ediciones Morata estamos comprometidos con la innovación y tenemos el compromiso de ofrecer cada vez mayor número de títulos de nuestro catálogo en formato digital.

Consideramos fundamental ofrecerle un producto de calidad y que su experiencia de lectura sea agradable así como que el proceso de compra sea sencillo.

Le pedimos que sea responsable, somos una editorial independiente que lleva desde 1920 en el sector y busca poder continuar su tarea en un futuro. Para ello dependemos de que gente como usted respete nuestros contenidos y haga un buen uso de los mismos.

Bienvenido a nuestro universo digital, ¡ayúdenos a construirlo juntos!

Si quiere hacernos alguna sugerencia o comentario, estaremos encantados de atenderle en [email protected]

En recuerdo de mi madre, Julia Fernández Pardo, maestra rural,

ÍNDICE

NOTA A LA NUEVA EDICIÓN EN CASTELLANO

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO. Una aldea que explica un mundo. Por Ramón VILLARES

INTRODUCCIÓN

1. TIEMPOS DE AUTARQUÍA

Camila (1927)

Pedro (1923)

Soledad (1928)

2. COBRA FUERZA LA EMIGRACIÓN

Camilo (1932)

Julio (1935)

María (1935)

3. LLEGA LA “MODERNIZACIÓN”

Josefina (1944)

Rosa (1945)

Andrés (1949)

4. ¡EL DECLIVE DEL MUNDO RURAL!

Mary (1951)

Pepe (1956)

Camilo Sobrino (1962)

5. REFLEXIONES FINALES

Relaciones sociales de solidaridad

Relaciones de poder

Cambio social acelerado

ANEXO

Genealogía A Ulfe

Habitantes de A Ulfe que emigraron

NOTA A LA NUEVA EDICIÓN EN CASTELLANO

A Ulfe, obtuvo el IX Premio Vicente Risco de Ciencias Sociales, otorgado el 28 de febrero del año 2004, por un jurado formado por Fernando Acuña Castroviejo, Xusto Beramendi González, Xosé Manuel Cid Fernández, Francisco Fernández Rey y Pilar Gallego Cid. Promovieron este premio conjuntamente el Ayuntamiento de Allariz, el Ayuntamiento de Castro Caldelas, la Fundación Vicente Risco y la Fundación Sotelo Blanco que lo publicó en Santiago de Compostela en ese mismo año de 2004.

Desde su primera publicación en gallego han transcurrido por tanto hasta hoy dieciséis años. Amigas y amigos, conmovidos por las voces provenientes del mundo rural que aquí se escuchan, me han animado a emprender esta nueva versión corregida y aumentada. Esta propuesta se hace ahora realidad gracias al buen hacer de Paulo Cosín y Carmen Sánchez Mascaraque de Ediciones Morata.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco en primer lugar la inestimable colaboración de los doce entrevistados, que asumieron la realización de este libro como algo suyo: Pedro García García, Camilo García López, Julio García López, Josefina García López, Rosa García López, María García López, José García López, Andrés García Pérez, Soledad García Pavón, Camilo García Vigo, Camila López Montes, y María Vázquez Cortiñas.

Me complace asimismo dar las gracias a Ramón Villares que contribuyó de forma decisiva a que se publicase esta investigación en gallego y que enriquece esta nueva versión con su interesante Prólogo. Rubén Eyré, José Álvarez.-Uría, Carlos Alberdi y Luis Mancha, leyeron y corrigieron el texto y aportaron ideas que contribuyeron a mejorarlo. Fernando Álvarez-Uría hizo con su empeño que esta traducción pudiese salir a la luz. Quisiera recordar aquí también a Merche Fernández Gestido con su cuidada y hermosa huerta, y a Clara Rey López, con su precioso jardín, dos queridas amigas que nos han dejado este año, y que fueron entusiastas defensoras de la cultura rural gallega.

PRÓLOGO

Una aldea que explica un mundo

Por Ramón VILLARES

Hace más de tres lustros, cuando no estaba de moda hablar de la “España vacía”, Julia Varela publicó A Ulfe. Socioloxía dunha comunidade rural galega (SOTELO BLANCO, 2004), libro que trataba de analizar la civilización rural gallega a partir del ejemplo concreto de una aldea que ya estaba en trance de desaparición, después de haber sido habitada por varias docenas de personas, distribuidas en cinco casas y otras tantas familias con relaciones parentales comunes. Aquel libro, traducido por la propia autora, sale ahora publicado en lengua castellana con la vocación de llegar a otros públicos y, sobre todo, ayudar a pensar los efectos de la despoblación de la España rural, a partir de este “estudio de caso” sobre una aldea situada en la margen derecha del río Miño. No se trata de un lugar cualquiera, pues A Ulfe está situada en el corazón de una de las regiones gallegas de mayor espesura histórica, la Ribeira Sacra, que atesora un patrimonio artístico y natural muy singular, con más de cien iglesias rurales de estilo románico, muchas docenas de monasterios y pazos fidalgos y una feliz combinación de culturas agrarias, la de las “tierras de pan llevar” y la de las terrazas (socalcos) donde se cultiva el vino y la castaña, favorecidas por su cercanía a la arteria de los ríos Miño y Sil, con un clima de carácter casi mediterráneo, donde crecen especies como el olivo, el alcornoque (sobreira) y el madroño (érvedo). Un lugar “mimoso”, como se dice en el libro.

La autora alude en su texto de presentación a que, cuando ella comenzó su trabajo, acababa de ser vendida otra “aldea perdida” de características semejantes a la aquí estudiada. Efectivamente, esta era la aldea de A Míllara, situada en la orilla izquierda del Miño, pocos kilómetros río abajo, que había sido adquirida en 1999 por varios empresarios coruñeses. Su revitalización por parte de los nuevos propietarios ha conseguido convertirla en un referente turístico, por la calidad de sus caldos y por el cuidado puesto en la reconstrucción de sus casas, hasta el punto de haber recibido este año un prestigioso premio de arquitectura, que concede la Fundación Juana de Vega. Se trata de dos ejemplos contrapuestos que ilustran las encrucijadas históricas con las que tropezamos con frecuencia. A Ulfe se mantiene, por ahora, en situación de abandono físico por parte de sus antiguos residentes que viven en otros lugares, desde Chantada u Ourense, hasta Barcelona, Caracas o Montevideo. No es posible saber si llegará a tener un futuro análogo al de la ahora llamada “Finca Míllara”, pero a diferencia de esta, ha tenido la fortuna de que una prestigiosa socióloga haya hecho un alto en sus tareas de investigación y edición de libros de teoría sociológica y sociología de la educación y se haya enfrascado durante varios años en realizar un estudio microanalítico, a medio camino entre la sociología y la antropología, de una comunidad rural cuyos contornos culturales ya nunca desaparecerán, gracias a esta investigación.

La oportunidad de esta publicación se refuerza con el valor testimonial que tienen las voces que desfilan por las páginas del libro y con el mensaje que contiene su narración, porque existen muchas formas de contar los efectos del éxodo rural de la Galicia interior que, desde luego, no es un hecho reciente sino de más de dos siglos. En este caso, frente a la alternativa de la lamentación —que está presente en algunos relatos de los antiguos residentes—, la autora ha optado por una posición mucho más inteligente: desentrañar las lógicas de una sociabilidad local que es el resultado de siglos de experiencia y comprobar los efectos del cambio producido a partir de los años sesenta/setenta del siglo pasado. Esta preocupación está muy cerca del enfoque propio de los estudios rurales, desde el ingeniero o el economista hasta el historiador y el antropólogo. La visión que aporta Julia Varela sobre esta comunidad rural de A Ulfe dialoga con todas estas miradas, con la ventaja de convertir a los vecinos de la aldea en los verdaderos protagonistas de una narración en la que interesan tanto los diagnósticos como los efectos que las influencias exteriores acaban produciendo en el seno de una pequeña aldea.

Antes de referirme a los contenidos del libro y al contexto en que aparece, me parece necesario aludir brevemente a su autora y a la estrecha relación que tiene con el universo estudiado. Como se sugiere en varias páginas del libro y subrayan a menudo sus protagonistas, Julia Varela desempeña un papel doble en esta investigación. Por una parte, la autora analiza desde fuera el microcosmos de una aldea en la que se descubren componentes que solo son visibles a través de un microscopio. Es la tarea propia de una experimentada científica social que trata de comprobar empíricamente los presupuestos de grandes autores, desde Mijail Bajtin o Raymond Williams hasta Norbert Elias o Pierre Bourdieu. Los resultados de esta confrontación entre teoría y empirismo están a la vista en las páginas de este libro y, de modo especial, en las reflexiones finales de la autora. Pero hay un segundo perfil mucho más original, dado que la investigadora no es una “observadora participante” que llega a esta aldea gallega como tantos antropólogos europeos han llegado a sus pequeñas comunidades en cualquier parte del mundo, como ha sido el caso, por poner un ejemplo próximo, del aragonés Carmelo Lisón, autor de la ya clásica obra Antropología cultural de Galicia (Siglo XXI, 1971). La autora no ha necesitado hacer una inmersión en el seno de la comunidad aldeana que estudia, ni tuvo que transcribir su lenguaje y desentrañar sus ironías o retrancas, sino que se limita a acompañar y guiar la palabra de sus antiguos vecinos.

Porque Julia Varela no es una extraña sino una nativa. Ella ha nacido y se ha criado en esta aldea, conoce personalmente a sus habitantes, ha convivido con ellos durante su infancia y, por tanto, solo debe hacer un esfuerzo por distinguir lo que es memoria individual de la memoria social que está construyendo a partir de las entrevistas realizadas a una docena de sus antiguos vecinos. Uno de los grandes valores de este libro es justamente el método seguido, en el que la autora goza de la confianza de sus entrevistados sin que ello permita adoptar posiciones deferentes o engañosas. La confianza es la base para la construcción de una memoria común de la aldea, a partes iguales entre experiencia vivida y experiencia construida intelectualmente. Como podrá comprobar el lector, la autora está presente, incluso muy presente en los recuerdos de los habitantes de A Ulfe, pero al tiempo está distante, sin que ello suponga que se sitúa al margen de sus problemas.

En esta difícil combinación emic y etic se mueve un relato que solo la pericia de una investigadora social es capaz de resolver, porque la hija de la maestra de aquella aldea no acude al rescate de la memoria de su infancia sino al desafío de construir una interpretación compleja y articulada de un proceso social y cultural que, aún siendo contado solo por doce personas, puede estimarse como un modelo interpretativo de la sociedad gallega del siglo veinte, de sus bloqueos y sus mutaciones, de sus fracasos y de su capacidad de adaptación a nuevos entornos. En el fondo, es un diálogo entre lo heredado y lo construido, entre la tradición y la modernidad. Por eso, la idea del espacio vacío o vaciado sería simplemente descriptiva y, en buena medida, inservible para entender lo que ha sucedido, porque esa mirada es totalmente externa. En este caso, el enfoque es mucho más complejo, porque persigue entender las razones del cambio y no la culpabilidad o el reproche moral de lo que les ha sucedido, en tan breve espacio de tiempo, a una o dos generaciones de sus habitantes.

Sobre los contenidos del libro y sus resultados más sólidos, lo mejor que puedo decir a los lectores es que piensen que se van a encontrar con un relato original y novedoso sobre un problema central de Galicia y, en realidad, de media Europa: explicar cómo se puede conciliar el progreso histórico con el legado de un pasado cuyo conocimiento ayuda a diseñar el futuro. Aparentemente, se trata de doce “historias de vida” contadas por antiguos moradores de esta aldea, con edades que oscilan, en el momento de ser entrevistados, entre los ochenta y los cuarenta y pocos años. Son relatos que tienen coherencia interna y un ritmo que se sobrepone a la tentación de suprimir las repeticiones y de elaborar textos con cierta autonomía por parte de cada uno de los participantes. Todos cuentan cosas distintas y todos cuentan también cosas parecidas. El problema está en lograr la fusión de toda esta información y hacer de lo particular un relato más general.

El resultado es un cuadro muy vivo de la vida cotidiana de la aldea, del peso de las familias y las casas, de sus marcos de sociabilidad e incluso de cómo penetran en aquel pequeño espacio comunitario la política o los valores que llegan a través de los periódicos o la radio, de las experiencias vividas en la guerra civil o en la emigración cubana. La aldea es un espacio más abierto de lo que se suele suponer y un lugar muy preparado para adaptar e integrar valores externos sin perder los propios. El espacio temporal es el propio de la memoria de cada uno de los entrevistados, cuya memoria personal —a veces reforzada con recuerdos transmitidos por sus antepasados— se extiende desde los años veinte hasta los setenta del siglo pasado, cuando ya comienza el abandono sistemático de la aldea. De forma combinada entre esta docena de relatos van desfilando pequeños y grandes sucesos, desde los trabajos de la tierra, los avatares de casas y familias, fiestas y ferias hasta los ecos de la época republicana, la presencia de la emigración americana (sobre todo, la que se dirigía a Cuba), la guerra civil y la larga posguerra, así como la presión ejercida por la administración pública, especialmente la de carácter municipal. Casi todo lo que sucede en su entorno más próximo está presente en sus narraciones, con la excepción de la construcción de dos grandes embalses en el cercano río Miño (OS PEARES, 1955 y BELESAR, 1963) por parte de Fenosa, la entonces poderosa empresa hidroeléctrica gallega. No creo que el olvido sea ignorancia sino prudente distanciamiento.

Tres grandes problemas ocupan el núcleo central de este libro. El primero, la descripción del funcionamiento a pleno pulmón de una pequeña comunidad rural, en gran medida autosuficiente, pero en absoluto desconectada del exterior. La narración de sus vidas individuales y comunitarias es limpia y precisa, con algunas insistencias que ayudan a formar un criterio firme sobre la vida de aquella aldea. Queda perfectamente claro el peso de la casa como eje que aglutina la vida de cada familia y define las relaciones familiares domésticas y su posición relativa en el seno de la comunidad. Aunque se mencionan los nombres (masculinos) de los “cabos de casa”, no es irrelevante el protagonismo de la mujer, más allá de su ocupación doméstica, en la dirección o “mando” de la casa, sobre todo cuando el varón ha emigrado, confirmando una estrategia muy común de los países de pequeñas labranzas a través de la división funcional de tareas entre los que emigran y los que se quedan. Por otra parte, los entrevistados cuentan con mucha precisión el ritmo de los trabajos del campo, desde cultivar el lino hasta podar los viñedos o cuidar el ganado y, como consideración más general, proyectan la percepción que tienen sobre su situación económica y social, solidaria e igualitaria, de modo que “las diferencias casi no se notaban”. La solidaridad comunal (“nunca te encontrabas sola en la vida”) se registra en sus faenas agrarias y en sus fiestas, en los desplazamientos a la capital municipal o a los lugares de feria mensual. La igualdad de situación económica, sin que sea total, permite advertir un mínimo de bienestar (“todos tenían para comer”, dice Camila; “hambre no pasamos”, dice Josefina), que distingue los miembros de la aldea de los pobres o fuxidos que, periódicamente, llegaban a sus casas en busca de comida o de alojamiento.

El “nosotros” constituido por los habitantes de la aldea es claramente diferente de los “otros”, que son aquellos que están por debajo del umbral de residencia o de acceso regular a un mínimo de recursos alimenticios. Ellos son externos a la vida cotidiana de esta pequeña comunidad rural, sin que ello suponga actitudes despreciativas o de xenofobia. ¿Idealización de la aldea o descripción verista de la misma? Los datos aportados por los vecinos no permiten entrar en mayores detalles, pero es claro que describen un momento histórico irrepetible, aunque sea visto desde un ventajista “futuro pasado”. Ellos no sabían lo que iba a pasar, pero ahora podemos decir que estaban viviendo, fuesen o no conscientes de ello, la fase final de una sociedad rural que estaba a punto de desestructurarse de forma repentina. La ventaja de estos relatos individuales está en mostrar la potencia de la aldea, antes de haber sido derrotada por la ciudad (o por el mercado). Que haya sido así no merece ningún reproche de orden moral, aunque algunas explicaciones apuntan hacia una cuestión que, después de haber sido una valiosa estrategia de supervivencia, ha actuado de freno en el momento del cambio: el sistema de herencia igualitaria como forma de transmisión de la riqueza.

Un segundo aspecto es el análisis del universo cultural que servía de amalgama a esta pequeña comunidad rural. El hecho de que la autora del libro sea hija de la maestra de la escuela —que podría sobrevalorar su importancia en la percepción de los entrevistados— no autoriza a minusvalorar el papel de la educación como palanca para la movilidad social y para la transformación cultural. Al contrario, se percibe que la escuela funciona como un polo alternativo al poder del cura, Don Teolindo, que es mencionado de forma universal y no de modo positivo, sobre todo por sus modos autoritarios y su excesivo rigor moral. En cambio, la maestra ejercía labores de practicante médica e introdujo la radio como medio de información y de socialización cultural. Y también es claro que la sabiduría popular puede competir o sustituir la medicina de base científica (a través de los “arregladores” o “componedores” de huesos y otras dolencias), lo que es otro modo de fundar la autonomía cultural de la aldea a través de la llamada “folkmedicina”.

Tanto o más que del cura se habla de los “aparecidos”, es decir, de los muertos que de vez en cuando se hacen visibles en la aldea y transmiten algunos mensajes a los vivos. Dada la especialización de la Iglesia en la gestión de las emociones vinculadas a la muerte, esta apelación al “trasmundo” y a un cierto panteísmo actúa de contrapeso cultural, como el escritor Álvaro Cunqueiro fue capaz de percibir por estos mismos años, en su Mondoñedo natal o en las tierras de Bretaña que imaginó en sus Crónicas do sochantre (1956). Si en Bretaña los muertos viajaban de un lugar a otro, también en A Ulfe los aparecidos se hacían visibles, porque “a veces los muertos necesitan algo”, dice una informante. A esta variante de la religiosidad popular, desafiando la ortodoxia, se unían algunas influencias externas bien reconocidas, procedentes de la emigración americana, que fomentaban una mínima secularización de las costumbres culturales y las actitudes políticas: “el tío Camilo era republicano, había estado en Cuba”. Más allá de esta heterodoxia religiosa, también se perciben en aquel microcosmos los efectos de la política como toma de conciencia más que como gestión de los recursos públicos. Las menciones a la parroquia de Nogueira de Miño (“siempre fue un pueblo de mucha revolución”), donde la movilización agrarista había sido muy intensa antes de la guerra civil, son indicadores de una mínima politización campesina que distingue una aldea de otra: en A Ulfe “no mataron a nadie” tras el estallido de la guerra civil, pero sí en la vecina Nogueira. El microcosmos de esta pequeña aldea refleja, en realidad, tendencias comunes de la historia gallega del siglo XX, que van más allá de los frecuentes estereotipos del atraso, la incultura o el caciquismo que, como deus ex machina que lo explica todo, acaba por ser una simple jaculatoria.

El tercer problema, de perfil más global, se relaciona con la conciencia del cambio histórico que estos habitantes de la aldea reconocen de modo unánime en sus entrevistas. No es del caso analizar si sus diagnósticos son certeros o no, sino de dejar bien sentado que los protagonistas son conscientes de la enormidad de los cambios que tuvieron lugar en pocos años. Como refiere la informante Soledad, “todo esto cambió mucho, cambiaron muchas cosas”, desde los vestidos o la llegada de la electricidad y de los automóviles hasta la atención médica o el trazado de nuevas vías de comunicación. Algunas mudanzas anteriores eran compatibles con la dinámica de la sociedad rural tradicional, como la introducción de maquinaria, especialmente las máquinas de mallar (trillar) que, como en otras partes de Galicia, las adquieren algunos emigrantes retornados. Otras mudanzas son más severas y tienen efectos desestructurantes sobre la armonía de una agricultura orgánica, respetuosa de la naturaleza y del medio ambiente. Sorprende comprobar la existencia de una vaga conciencia ambientalista, concretada en las constantes menciones a la “química” como agente demoledor de la calidad de los productos agrarios, especialmente a través de los productos fitosanitarios que contaminan las aguas y destruyen muchas especies del mundo vegetal y animal. En conjunto, como refiere Camilo, un emigrante retornado de Venezuela, al volver “encontré que las cosas habían progresado mucho”. Pero ese progreso tiene nombre: el abandono masivo de la aldea y la constatación de que no era posible continuar los usos y prácticas de la secular sociedad rural sin acometer reformas muy profundas.

En esta confrontación entre atraso y progreso está el meollo de la mutación de esta pequeña aldea. Es inevitable que surja un punto de nostalgia sobre la aldea perdida, de la que en estampida “nos fuimos todos”, reconoce Pepito, uno de los más jóvenes informantes. En su evaluación conclusiva, Julia Varela afirma que “la ciudad derrotó al campo”, lo que es claramente cierto en el sentido de aquel campo que sus informantes conocen. Es algo parecido a lo que, a fines de los setenta, afirmaba su condiscípulo José Antonio Durán, al decir que se trataba de un “cambio social por derribo” del mundo rural. Es tentador idealizar el mundo de una pequeña aldea, con fuerte solidaridad comunal, igualdad social y autonomía material y cultural, donde no se celebraban las fiestas de Navidad o de los Reyes Magos, prefiriendo las fiestas religiosas del patrón parroquial, romerías en algunas ermitas, los magostos o las matanzas del cerdo. Pero su capacidad de resistencia era muy limitada y alguno de sus bloqueos está integrado en el ADN de aquella sociedad. Alude la autora a su maestro el sociólogo francés Robert Castel, bretón de nación, que le hablaba con frecuencia de la modernización acelerada que experimentó la Bretaña francesa, en tantos aspectos análoga a Galicia, gracias al poder del cooperativismo y de una agroindustria que se ha convertido en referente de la economía francesa posterior a la segunda guerra mundial. Esta mutación también se ha registrado, dos décadas más tarde, en la economía agraria gallega, gracias a su fuerte especialización (en torno al 40 % de la producción lechera de toda España), su abrupta desagrarización y la severa reducción de sus explotaciones agrarias: unas siete mil frente a un millón y medio de propietarios rústicos. Esto revela que ha quedado en pie algún síntoma de la vieja cultura campesina, como la baja movilidad de la tierra o la deficiente ordenación de los usos del suelo, que siguen maniatando la modernización de la Galicia rural, en la que la gestión de la tierra es un asunto mal resuelto. Su titularidad jurídica y los modelos de herencia, sin ser resueltamente criticados por los informantes, están en la base del bloqueo experimentado por la aldea de A Ulfe y en las razones de su progresivo abandono del lugar.

Como reconoce una de las entrevistadas, una cosa es abandonar la aldea y otra es “vender a alguien la parte que te tocó, porque para ti tiene más valor de lo que te ofrecen”. Es la concepción de la propiedad de la tierra como una prolongación de la identidad del individuo, realidad que el arbitrismo agronómico aplicado a Galicia suele desconocer e incluso despreciar. Sin embargo, es evidente que la ordenación del territorio y la transformación de lo que se entiende como abandono o vaciamiento merece algo más que lamentaciones, porque de su resolución inteligente depende el bienestar de las futuras generaciones y la conservación de una identidad de Galicia basada en el cuidado de su territorio y de su paisaje. La aldea estudiada por Julia Varela no parece que siga a corto plazo el camino de la aldea de la otra orilla del río Miño —ni creo que esta sea la alternativa a defender como solución general—, pero al menos nos ha enseñado, gracias a la sinceridad de sus antiguos habitantes y a la perspicacia de quien supo entenderlos, que gracias a todos ellos sabemos algo más de la historia grande y de las rutas que deben seguirse en el futuro inmediato. Es lo mejor que, en mi opinión, les puedo decir a los lectores, sean o no gallegos, antes de que entren en las entrañas de una Galicia que está más allá de estereotipos e ideas recibidas.

Ramón VILLARES.

INTRODUCCIÓN

A Ulfe es un libro que se inscribe en la tradición sociológica clásica, un libro que, a partir de técnicas cualitativas de investigación, y más específicamente de relatos de vida, prolonga una vieja tradición que se inició con El campesino polaco en Europa y América (1918-1920) de William I. Thomas y Florian Znaniecki. Pero tardé algún tiempo en decidir la metodología que iba a aplicar a la hora de estudiar el modo de vida rural de una comunidad del interior de Galicia, la zona en la que nací y me crié. Pretendía poner de manifiesto la rica civilización rural que conocí, y que estaba a punto de desaparecer. Había empezado a hacer algunas entrevistas a labradores de más de ochenta años, pero no me puse a trabajar en este proyecto de forma sistemática, tras leer varios trabajos de investigación, hasta el curso 2002-2003, cuando la Universidad Complutense me concedió un año sabático.

Entre los libros que leí hay algunos que me estimularon especialmente para llevar a cabo el trabajo de campo. Me había impresionado hace años un texto de Michel Serres, cuya referencia perdí, en el que decía que la desaparición del campesinado, el final de una civilización tan antigua como la suya, era el acontecimientos más importantes del siglo XX al que los analistas sociales no le estaban prestando suficiente atención, pues las consecuencias que se derivaban de ello eran incalculables. El historiador Eric Hobsbawn lo corrobora cuando en su Historia del siglo XX escribe que la muerte del campesinado es el cambio social más dramático de la segunda mitad de ese siglo. También me interesó especialmente el conocido trabajo de Mijail Bajtin sobre La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, pues su descripción de los carnavales me hizo retroceder a mi infancia, cuando mi padre me llevaba, después de hacerse rogar mucho y medio a escondidas, a los carnavales que tenían lugar a finales de los años cuarenta en Santiago da Riba, una parroquia vecina, pues los carnavales habían sido prohibidos por la dictadura franquista1. El libro de Raymond Williams El campo y la ciudad, me advirtió de los riesgos que entrañaba un trabajo de este tipo, ya que es muy difícil acercarse a ese pretendido “mundo natural” sin ideas preconcebidas2. El propio Ferdinand Tönnies, que puso de manifiesto la dialéctica existente entre las comunidades tradicionales de origen rural y las sociedades urbanas articuladas en torno al dinero, no se libró de romantizar la comunidad frente a la sociedad en su conocida obra Comunidad y Sociedad. Por otra parte esta dialéctica entre el campo y la ciudad está atravesada por metáforas muy potentes, imágenes recogidas en la literatura, la filosofía y las ciencias sociales, desde los tiempos de la Grecia y la Roma clásicas hasta nuestros días. ¿Quién no recuerda aquello de Qué descansada vida... o Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, o muchas otras obras por lo general desfavorables al mundo rural que nos ofrecen una visión miserabilista del campesinado a quien se culpa del atraso social, al tiempo que se subraya su conservadurismo político?3.

En fin, con la finalidad de no incurrir en un fuerte subjetivismo, puesto que, como ya señalé, este estudio se centra en la comunidad formada por la aldea en la que me crié, he intentado aplicar las enseñanzas de Norbert Elias cuando propone a los investigadores que se muevan a la vez en torno al compromiso y al distanciamiento, entre la implicación y la reflexividad distanciada. Pero además Norbert Elias consigue ir más allá de la separación entre individuo y sociedad al elaborar el concepto de configuración social. Las sociedades, y también las comunidades, están formadas por individuos que poseen características propias, pero esos sujetos individuales se forman gracias a una red de interacciones que tienen lugar en el interior de una configuración social específica, en este caso en una comunidad de pequeños propietarios rurales4.

¿Cómo estudiar una pequeña comunidad rural para conocer su modo de vida y los cambios que se produjeron en ella a lo largo de casi un siglo? Decidí aplicar como metodología la historia oral, hacer entrevistas focalizadas a varones y mujeres de cuatro generaciones distintas que habían vivido en A Ulfe. Paso por tanto a situar esta pequeña comunidad, y a presentar algunos de sus rasgos principales. A Ulfe pertenece a la parroquia de Vilaúxe y está ubicada en el Ayuntamiento de Chantada, en la provincia de Lugo. Etimológicamente su nombre evoca para mí un mundo de leyendas celtas. No en vano en torno a esta aldea hay otras pequeñas aldeas con nombres tan expresivos como Brandián.

A Ulfe, en la voz de los entrevistados, sobre todo de los que tienen más de setenta años, es un lugar muy mimoso, es decir, es un lugar abrigado, agradable para vivir, con buen clima, con buenas aguas, con tierras fértiles, con muchos y variados árboles frutales. Se refieren también a que A Ulfe fue en un principio una única casa que se dividió dando lugar en la postguerra a cuatro casas distintas, a la que se sumó la casa-escuela. Estas casas se conocen por los apodos de cada una de las familias. En la época de la postguerra en la casa de Nelos vivían la señora María y el señor Manuel y sus hijos Carmiña, Jesús, Pepe, Camilo, Julio, Josefina y Dina. En la casa del Ovella vivían la señora Purificación y el señor José, y sus hijos Manolo —casado con Camila—, Soledad, Caridad, y Maruja, y sus nietas Rosita, Josefina, Mary y Pepito En la casa del Loureiro vivían la señora Teresa y el señor Camilo, y sus hijos Pedro, casado con Gloria, Rogelio, Antonio, Pepe. Luciano, y su nieto Andrés. En la casa del tío Valente vivían el señor Valente, Valentín, casado con Dolores y su hija María. En la casa-escuela vivían la maestra, doña Julia, su marido Pepe y su hija Julita.

La casa del Nelos, del Ovella y del Loureiro eran casas de labradores medianos si se los compara con la media de las propiedades gallegas de aquella época, pues cada una de estas casas tenía cinco o seis vacas —entonces la riqueza de una casa se medía por las cabezas de ganado que tenía—, pero la casa del Ovella poseía más tierras, además de tener una yunta de bueyes, algo que era especialmente valorado cuando la mecanización aún no había llegado al mundo rural gallego. Los bueyes sin duda ayudaban a realizar las faenas del campo, al tiempo que eran un signo de estatus social. La casa del tío Valente tenía una propiedad más pequeña, con dos vacas. Las casas de A Ulfe, además de ganado, poseían tierras, prados y fincas bien delimitadas por muros de piedra, tierras en las que sembraban todo lo que era necesario para la subsistencia: patatas, centeno, maíz, algo de trigo, forraje, y huertas bien trabajadas. Tenían también hórreos de piedra para guardar el maíz y hornos para cocer el pan y hacer los asados y los dulces para las fiestas. En esta “aldea perdida” fue donde viví hasta los diez años, cuando me trasladé a Chantada, villa del Concejo y Partido judicial para estudiar el bachillerato.

A comienzos de los años noventa del siglo XX, cuando el mundo rural y su importante civilización estaban desapareciendo, comencé a hacer entrevistas a mujeres y hombres que vivían en la comarca de Chantada con el fin de revitalizar la memoria del modo de vida de las gentes que habitaban en el corazón de Galicia5. Pero más tarde, como ya señalé, me centré en los relatos de vida de algunos de los habitantes de A Ulfe pues pensé que tenía interés que se conociese el funcionamiento y las transformaciones de una comunidad rural gallega desde la guerra civil hasta principios del siglo XXI, cuando muchas aldeas gallegas empezaron a quedar vacías formando parte integrante de lo que hoy se denomina la España vaciada. Por otra parte A Ulfe era una comunidad prototípica de una zona en la que la población está diseminada en pequeños pueblecitos de cuatro, cinco, seis o siete casas en la que no abundan los labradores ricos pues, como señalan los entrevistados, en la parroquia había tan solo tres casas que tenían quince cabezas de ganado cada una. En la parroquia de Vilaúxe había también labradores pobres y muy pobres que no tenían vacas y que dependían de la ayuda que les prestaban los vecinos y de algún monte comunal para criar un cerdo y algunas gallinas.

Con este libro no pretendo tanto volver a mis raíces, aunque siempre es una satisfacción inmensa estar de nuevo con amigos, gozar de su generosidad, de su cuidado, y recordar su especial sensibilidad y sentido del humor, cuanto dar a conocer su voz, una voz que a menudo no se escucha, para poder así conocer, a través de materiales de primera mano algunos cambios que acontecieron en las comunidades rurales del interior de Galicia, microsociedades que se están quedando sin gente. La Voz de Galicia anunciaba y sigue anunciando la venta de aldeas a bajo precio en la provincia de Lugo, lugares también actualmente vacíos muy semejantes al de A Ulfe. ¿Cómo vivieron y viven esos cambios los que los sufrieron? ¿Pueden sus narraciones ayudarnos a entender mejor lo que está pasando en la actualidad? Conocer sus puntos de vista me parece importante, aunque, como decía Émile Durkheim, los sujetos sociales, sus sistemas de creencias y valores así como sus prácticas están conformados por la sociedad en la que viven, de ahí que lo que dicen tenga que ser confrontado, contrastado e inscrito en un marco socio-histórico más amplio.

Conviene por tanto poner en cuestión la creencia ingenua, de naturaleza positivista, según la cual basta con transmitir los testimonios recogidos para conocer la realidad social. Como veremos en este libro hablan personas de carne y hueso que recurren a su memoria selectiva y que no siempre coinciden en lo que dicen, lo que no es óbice para que en muchas cuestiones relevantes existan regularidades discursivas. En fin, a modo de una sinfonía musical que es el producto de la conjunción de varios instrumentos, la unidad de este estudio sociológico se produce a través de un sujeto colectivo, A Ulfe, el pueblecito en el que la memoria y los relatos individuales cobran sentido.

Los que hemos vivido nuestra infancia en pequeñas aldeas, y hemos gozado de una posición social que nos permitió no trabajar en el campo y evitar así los trabajos más duros del mundo rural, tendemos a romantizar el modo de vida rural, tendemos a una visión que, según Raymond Williams, se condensa en una estructura romántica de sentimiento,que se expresa en la defensa de la naturaleza frente a la industria, de la poesía frente al comercio, y que nos llevaría a creer que existe una Galicia profunda y mágica. A evitar esta romantización nos ayuda recuperar el punto de vista de los que vivieron la complejidad y la dureza de la vida campesina, con sus dimensiones positivas y negativas. Pero además, al recurrir a la historia, al circunscribir esta investigación a un determinado periodo histórico, en el que se inscriben los testimonios de sujetos que pertenecen a cuatro generaciones diferentes, se evita también atribuir a la civilización rural rasgos intemporales que se tienden a consolidar cuando se carece de perspectiva suficiente. No cabe duda de que el campo, y concretamente el mundo rural gallego, sufrió muchos cambios a lo largo de los siglos, y que posiblemente esos cambios son aún más llamativos y acelerados desde los años cincuenta del siglo XX, cuando se pusieron en marcha los Planes de desarrollo, se intensificó la emigración, empezó a generalizarse la educación obligatoria, y cuando las comunicaciones y los desplazamientos se hicieron más fáciles, la luz eléctrica llegó a todas las aldeas, y con ella la radio y la televisión y, en fin, cuando la lógica capitalista empezó a desplegarse en el medio rural.

En los años cincuenta dominaba aún en las zonas rurales gallegas del interior un capitalismo poco desarrollado que extraía del ámbito local, de las pequeñas explotaciones agrícolas, a través de las ferias y mercados comarcales, una plusvalía que no precisaba fuertes inversiones ya que se basaba predominantemente en productos alimenticios tales como la leche, la carne o el vino, y en materias primas como la madera. La tala de robles, y de castaños sobre todo, así como la presencia de coches y tractores de segunda mano, convertidos pronto en chatarra, supuso en los años setenta un cambio de fisonomía del mundo rural al tiempo que mostraba la decadencia que afectaba a la cultura campesina. El problema se acentuaba si se tiene en cuenta que la desaparición del mundo rural estaba convirtiendo a algunas villas, y sobre todo a las ciudades, en amasijos de cemento surcados por automóviles, de modo que ya no sabemos tampoco cuál será el futuro del mundo urbano.

En el verano de 1991, cuando comencé este trabajo en la comarca de Chantada pude observar sobre el terreno toda una serie de cambios que me parecían significativos. En A Ulfe, en donde habían vivido más de treinta personas cuando yo era niña, únicamente quedaba un matrimonio ya de edad, la señora Camila y el señor Manolo. Por otra parte a un tío paterno mío, el hermano mayor de mi padre, que tenía entonces ochenta años, le preocupaba particularmente, incluso más que su propia muerte, que en su casa ya no viviera nadie, que permaneciese cerrada, y terminara derrumbándose, sin que ninguno de sus hijos volviera a trabajar las tierras. El fuerte incremento de suicidios de viejos en el mundo rural a lo largo de los años ochenta no llegó a conmover a la opinión pública. Al mismo tiempo que el modo de vida tradicional desaparecía surgían nuevas prácticas que contribuían a minar el terreno: las cunetas de las carreteras por las que corría el agua de lluvia ya no las limpiaban los camineros sino unas máquinas de la Diputación que se servían de herbicidas, y de productos químicos tóxicos para librarlas de la maleza. Estos productos, al tiempo que quemaban todo lo que encontraban a su paso, contaminaban los acuíferos y contribuían a romper la cadena biológica. Los herbicidas también se utilizaban en la casa de mi abuelo paterno para no tener que sacar artesanalmente las malas hierbas del maíz, algo que también sucedía en la ribera, pues tampoco se sachaban las viñas para acabar con las malas hierbas.

Este uso incontrolado e irresponsable de pesticidas y otros productos químicos importados no solo golpearon muy duramente la diversidad de las especies animales y vegetales que habían pervivido en Galicia, afectaron también a la salud de los propios gallegos, como ponen bien de manifiesto las estadísticas de cáncer de colon y otras enfermedades. En las aldeas empezaron a proliferar los tractores, sin duda excesivos, en parte como consecuencia de una vieja cantinela repetida con insistencia prácticamente por todas las fuerzas del espectro político: el atraso histórico de Galicia, es decir, la propia pervivencia del mundo rural. La retórica del atraso histórico contribuyó a endeudar a los labradores y a enriquecer aún más a Bancos y Cajas de ahorros. Muchas casas se especializaron en tener ganaderías, explotaciones extensivas de vacas de leche, y la mayoría de sus propietarios parecían bastante satisfechos pese a que se habían endeudado pues tenían que pagar créditos blandos para comprar maquinaria o para construir establos. Todavía no había llegado la regulación de la leche, las famosas cuotas impuestas por la Comunidad Europea que favorecieron claramente a las grandes explotaciones en detrimento de las pequeñas.

Cuando regresé a Chantada en otoño del año 2002 percibí que la situación en el campo se había degradado más fuertemente. A Ulfe, al igual que otras muchas pequeñas comunidades rurales de la zona, estaba ya abandonada, ya no vivía nadie en ella. El problema de las llamadas vacas locas había supuesto un duro golpe para el mercado de la carde de vacuno y de la leche, y sigue siendo todavía en la actualidad objeto de una gran preocupación, al mismo tiempo que sus efectos sobre la salud, continúan siendo un enigma.

La vida de las aldeas y de la villa de Chantada estaban y siguen estando, aunque ahora ya menos, íntimamente unidas ya que funcionaban a modo de vasos comunicantes. Chantada era en los años setenta una villa próspera, activa, formada por un centro histórico de casas de piedra, donde además de los juzgados, del ayuntamiento, de la iglesia, de la cárcel, del registro de la propiedad, de los Bancos, entre los que destacaba la Banca Soto que era de Chantada, había varios médicos, abogados, un colegio de monjas, una academia, farmacias, cafés, tabernas, fondas, hornos de leña, un cine, al que se sumó pronto otro, una biblioteca municipal, una pista de baile, un matadero de vacuno, un tostadero de café, herrerías, sastrerías, carpinterías, ferreterías, tiendas de electrodomésticos, tiendas de alimentación, etc. En aquellos años había comenzado a despuntar un próspero comercio de tejidos que en los años setenta era conocido en toda la provincia de Lugo y que ya contaba con alguna boutique. Pero Chantada seguía viviendo sobre todo de su entorno rural, de las dos ferias mensuales que se celebraban, y siguen celebrándose, los días 5 y el 21 de cada mes, y sobre todo de las ferias que tenían lugar durante otoño y el invierno que eran importantes mercados de ganado, especialmente vacuno, pero también de cerdos, cabritos, gallinas, conejos... En ellas se vendían además jamones, quesos, mantequilla, miel y muchos otros productos estacionales. La fruta de la ribera, además de madurar pronto, era muy apreciada, lo mismo que sus hortalizas, que abastecían a los habitantes de la villa y también a las fondas y a las casas de comidas. Durante los días de feria Chantada estaba ocupada por flotas de autobuses que venían de toda la comarca, de Lalín, Rodeiro, Palas de Rey, Monterroso, Monforte de Lemos, e incluso de Ourense. En esos días la villa se llenaba de labradores, desde el campo de la feria, donde tenía lugar la compraventa de ganado y donde se comía pulpo á feira, carne ó caldeiro, pan de Cea, y se bebía el vino de la ribera, hasta las casas de comidas y los cafés. Ente los cafés destacaban el Capitol, los Ángeles, y el Servando. Esta relación tan estrecha de la villa con las pequeñas poblaciones rurales que la circundaban se reflejaba bien en la existencia de LARSA, una central lechera que fue la empresa de lácteos más importante de Chantada a lo largo de décadas, en un matadero que exportaba la famosa ternera de la zona, y un poco más tarde también en una Cooperativa Vinícola... Chantada era, y continua siendo en parte, debido a su estratégico emplazamiento en el Centro de Galicia, un enclave de comunicaciones importante. Varios autobuses diarios unían la villa con Lugo, Ourense, Monforte de Lemos, Santiago de Compostela, A Coruña, Vigo, y por Chantada pasaba el Alsa que iba a París y a Bruselas siguiendo la ruta de la cornisa cantábrica.

Uno de los signos más visibles de este acelerado cambio fue la cantidad de Bancos que se asentaron en Chantada a partir de los años setenta para gestionar sobre todo el dinero que los emigrantes mandaban desde Suiza, Francia, Alemania, Inglaterra, y también de América. Al mismo tiempo se producía un crecimiento del número de bares, abiertos muchas veces por los propios emigrantes que retornaban. Fueron años de “desarrollo”, y por lo tanto de un crecimiento exponencial de coches privados y del despegue de la construcción. Se construyeron casas más modernas para los chantadinos y para los que venían de las aldeas próximas a vivir a la villa. El boom de la construcción se produjo sin que existiese previamente una planificación, sin que se hubiese elaborado un plan de población bien pensado, algo que todavía en la actualidad no se ha subsanado. Todo ello llevó a que no se respetase bien la zona histórica de Chantada, algo que es evidente todavía ahora en uno de los centros neurálgicos de la villa, la plazuela, en la que estaban ubicados los cafés y las fondas más importantes y tenían su parada los autobuses de línea. En la plazuela se expresan bien los efectos negativos de los intereses particularistas en juego y la falta de cuidado del bien común. Desde el momento en el que en la postguerra se abrió la emigración, fueron muchos los jóvenes que abandonaron las zonas rurales para irse a América, y más tarde para irse a Europa y a otras grandes ciudades españolas en busca de trabajo. Tampoco faltaron los que se vinieron del campo a Chantada a trabajar en comercios, en bancos, o en la construcción... Los menos hicieron estudios universitarios y buscaron acomodo en otras profesiones y en otros lugares.

Regresé a Chantada a pasar los veranos a finales de la década del año 2010 cuando ya el mundo rural estaba en plena decadencia en buena medida debido a los efectos de la crisis del 2008 que afectó profundamente al campo a través de la puesta en marcha de políticas neoliberales, globalizadoras, que dejaron especialmente a los jóvenes sin trabajo y desarticularon las pequeñas explotaciones rurales de tipo familiar obligándolos a buscarse la vida en otros lugares. En un campo, en el que ya no hay lugar para las pequeñas explotaciones agrícolas, dominan los prados y los bosques abandonados. Una de las cosas que me llamó la atención en Chantada fue que la plaza del mercado, la plaza de abastos, un edificio de piedra que se encuentra ubicado en el centro de la villa, estaba casi vacía con muy pocos puestos de venta. La mayoría de los productos alimenticios se compraban en los supermercados, aunque todavía se podían comprar algunos productos locales los días de feria. Buena parte de los objetos y productos que antes se vendían en las pequeñas tiendas pasaron a venderse en los supermercados chinos de todo a cien. A todo esto se suma la desidia y la ineficacia de las políticas municipales, autonómicas, estatales y de la Comunidad Europea que no apoyan suficientemente la producción de calidad ni su distribución. Otro signo de decadencia es la disminución de la actividad comercial pues a la despoblación de las aldeas del municipio se suma la mayor facilidad de desplazarse a las capitales próximas como Ourense que se encuentra a 39 kilómetros de Chantada. La vitalidad de las ferias también ha decrecido. En el casco histórico hay casas que se están derrumbando y en la parte nueva muchos pisos vacíos que compran sobre todo los habitantes de las aldeas para cuando sean viejos. Los dos cines han desaparecido y la mayoría de los cafés emblemáticos como el antiguo Capitol y el Servando también. La población envejece, y harían falta más proyectos colectivos y un cambio de políticas que hasta el momento contribuyen al enriquecimiento de unos pocos y al empobrecimiento de la mayoría.

Chantada, en los años ochenta, tampoco se libró del problema de la droga, que hizo estragos entre algunos jóvenes de la pequeña burguesía, y sobre todo de los que vivían en una barriada pobre. Al mismo tiempo comenzó a haber algunos robos y atracos en el medio rural, en los que casi siempre las víctimas eran personas mayores que vivían solas. A los coches viejos abandonados y a los electrodomésticos inservibles, se sumaban los plásticos. La villa, como bien señala alguno de los entrevistados, no logró entonces consolidarse como una villa con industria pese a que empezó a funcionar un polígono industrial. No contó con ayudas suficientes por parte del ayuntamiento ni de sus habitantes con más recursos, ni tampoco contó con la ayuda de algunos de sus políticos conocidos, frente a otras villas, como por ejemplo Lalín, una villa próxima en alza impulsada por Cuiña, uno de los más importantes caciques gallegos. Chantada tampoco logró convertirse en un centro turístico, aunque se estén dando pasos en esa dirección con la celebración de la feria anual del vino, la promoción de los caldos de uva mencía y de godello de la Ribeira Sacra, con la puesta en marcha de algunas casas de turismo rural y con el funcionamiento de un catamarán que recorre el Miño en el verano desde Belesar a los Peares. En todo caso en los meses de verano de julio y agosto la villa se llena de gente, pues vienen a ella tanto propios como foráneos. En las últimas décadas, con la llegada de la democracia, los habitantes de las zonas rurales vieron reconocidos algunos derechos de ciudadanía, tienen cobertura sanitaria con la Seguridad Social, y los más viejos tienen derecho a cobrar una pequeña pensión de jubilación.

En la actualidad en el año 2020, el año marcado por la brutal epidemia de la Covid-19, se han producido nuevos cambios y algunos de los rasgos apuntados se han acentuado. El mundo rural ha visto agravada su decadencia mientras que Chantada está intentando mejorar su imagen en íntima relación con el fuerte tirón publicitario que los medios de comunicación han promovido en torno a la Ribeira Sacra. Uno de los éxitos del Ayuntamiento ha sido recurrir a los fondos europeos para desarrollar un frondoso y bello paseo fluvial en torno al río Asma. Se les conceden premios a los jardineros de la villa y se cuida más el casco histórico, en donde se han ampliado zonas peatonales, como por ejemplo la hermosa plaza del Cantón, aunque, sin embargo, sigue habiendo muchas casas vacías y alguna en estado de deterioro grave como, por ejemplo, el antiguo edificio de la Banca Soto. La plazuela permanece marcada por el deterioro que se pone de manifiesto en una gigantesca casa de pisos abandonada, en solares asilvestrados, entre ellos el del antiguo café Capitol que ha sido derribado, o alguna casa en estado ruinoso.

El polígono industrial también se ha activado más y hay algunas industrias importantes como Daveiga, que fabrica galletas mariñeiras que se han hecho famosas, Naiciña que elabora diferentes productos a partir de las castañas, la fábrica de Hijos de Rivera que es el centro más importante de Galicia en la producción de sidra, etc. Por su parte los vinos de la Ribeira Sacra han cosechado premios internacionales y se han abierto nuevas bodegas. Y, además del clásico Hotel Mogay, funcionan nuevas casas rurales debido al crecimiento de la demanda generado por el turismo al que contribuye el paso por Chantada de los peregrinos del camino de invierno hacia Santiago. Se han abierto nuevos bares y numerosas tiendas de moda, a la vez que desaparecen los antiguos comercios. Y se ha producido la apertura de varios centros de venta y reparación de material informático...

En fin, espero que las voces recogidas en este libro permitan a los lectores acercarse a experiencias de personas que contribuyeron a producir riqueza material y cultural y a hacer la historia. Su modo de vida no se puede explicar solo por la posición que ocupan en el sistema de producción, es preciso saber también cómo fueron socializados y seguir sus trayectorias para saber cómo piensan, cómo perciben el mundo, cómo sienten, cómo afrontaron y afrontan el momento histórico que les tocó vivir y cómo ven el futuro. Sus relatos de vida constituyen el grueso de este libro y lo más valioso de él. He añadido unas reflexiones finales para participar en esta tarea colectiva y para subrayar algunas dimensiones de esta civilización rica y compleja, muy difícil de caracterizar, pues no se debe al azar que Theodor Shanin haya titulado su libro sobre el campesinado la clase incómoda.

Para terminar me gustaría expresar la gran satisfacción que supuso para mí poder realizar este libro, a lo que se suma pensar que era una persona bien situada por mi origen y por mi trayectoria vital y profesional para realizarlo. En todo caso es una manera de intentar saldar una deuda de gratitud con una comunidad que en buena medida me ayudó a ser lo que soy. Les dejo en compañía de estas personas tan próximas y tan queridas para mí. De estos importantes testimonios, cuatro provienen de la casa del Nelos (Camilo, Julio, Josefina y Camilo sobrino), cuatro de la casa del Ovella (Camila, Rosita, Mary y Pepe) dos de la casa del Loureiro (Pedro y Andrés) y uno de la casa del tío Valente (María). El orden en el que aparecen los relatos está en función de la edad de los entrevistados. Comienzan los que tenían en el momento en el que se hicieron las entrevistas alrededor de ochenta años y finalizan los más jóvenes que tenían entonces en torno a cuarenta y cinco años y que son los últimos que se criaron en A Ulfe. En medio están otras dos generaciones. Estos testimonios, fruto de la generosidad incondicional de un grupo de mujeres y de hombres, nos hablan de un mundo en buena medida perdido, un mundo que permanecerá vivo mientras siga entre nosotros su memoria. Una de las funciones más potentes de la sociología consiste en dar vida a la vida de las gentes, ponerse al servicio de una sociedad que tiene mucho que decir a la hora de cimentar un futuro mejor, basado en el respeto y la solidaridad.

1Cf. Mijail BAJTIN, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Alianza, Madrid, 1995.

2 Cf. Raymond WILLIAMS,El campo y la ciudad, Paidós, Buenos Aires, 2001.

3 Cf. Claude GRIGNON y Jean-Claude PASSERON, Lo culto y lo popular. Miserabilismo y populismo en sociología y en literatura, La Piqueta, Madrid, 1992.

4Cf. Norbert ELIAS, Compromiso y distanciamiento, Península, Barcelona, 1990, y también Norbert ELIAS, Conocimiento y poder, La Piqueta, Madrid, 1994.

5La mayor parte de esas entrevistas no llegaron a publicarse. Publiqué una historia de vida titulada: ¿Adiós al campesinado? Conversación con un viejo campesino gallego. Cf. Julia VARELA, Archipiélago 44, 2000, págs. 82-88.

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TIEMPOS DE AUTARQUÍA

Camila (1927)

En mi casa fuimos once hermanos vivos. Ahora viven Dorinda, que es la que está en la casa de mis padres, en Sequeiras; Lola que vive en Diamondi, en la comarca de Lemos; Rosita que está en Santiago da Riba, casada con Camilo, hijo del tío Manuel y de la tía María; mi hermano Pepe, que está casado con María del Valentín y de la Dolores, y que ahora viven en la Lagoa... Muchos de estos once hermanos ya murieron, entre ellos murió mi hermano más joven, y también mi hermana mayor que tenía dos años más que yo. Así que ahora estoy yo en primera línea de fuego.

Cuando éramos niños pequeños teníamos que ir a la escuela a Líncora, que está cerca de Camporramiro, porque no había escuela en nuestra parroquia. Teníamos una maestra, la Camiñas, que no valía nada. Y habíamos tenido otro maestro que llegaba a la escuela y se ponía a dormir. La Camiñas llegaba y se ponía a hacer punto, y no hacía otra cosa. Así que a leer y a escribir aprendimos malamente, aunque en nuestra casa cualquiera podía escribir unas letras. En la escuela todo eran trabajos manuales: venga de calcetar y calcetar. ¡No aprendíamos nada! Cuando nos llamaba la maestra para dar la lección nos poníamos todos alrededor de su mesa y el que leía, leía, y el que no, no leía. Y para escribir ponía una muestra en el encerado, pero no miraba si lo habías hecho bien o mal. Hay que decir también que éramos muchos. Más tarde hicieron otra escuela en Cabreiros. Cuando nosotros íbamos a ella, iban todos los niños y niñas de la parroquia. Después nos dividieron en tres escuelas, Cabreiros, Sequeiras y Vilar. Ahora todas aquellas casitas-escuela quedaron abandonadas. La escuela, cuando yo era niña, no servía de mucho. Y los niños iban a la escuela cuando podían. No era como ahora, y como cuando yo tuve a mis hijos, que iban todos los días a la escuela. Los niños, por aquel entonces, no iban mucho a la escuela, pues tenían que cuidar las vacas o hacer otra labor, pero a la escuela no iban mucho. Entonces no se le daba ninguna importancia.

En la escuela estábamos todos mezclados, niños y niñas, todos juntos en un local enorme. El cura venía con frecuencia para ver si aprendíamos bien el catecismo. Los maestros entonces castigaban mucho, pegaban con varas, y nos ponían de rodillas con los brazos en cruz y libros en las manos. Y ahora no se castiga nada. Así que veremos qué es lo que pasa. A los niños habría que darles una educación suficiente. ¡El que no va educado desde el principio nunca vale para nada! Hay que ponerlos en el camino por donde tienen que ir, porque si los dejas sueltos, ¿a dónde van? Tenemos que aprender a ser personas. Hay que ponerles una responsabilidad porque ellos son pequeños y no la tienen.