10,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 10,99 €
A un lado de la carretera suma al peculiar universo de Paul Pen un nuevo thriller dramático que se adentra en los más oscuros abismos del alma humana. Una novela absorbente, adictiva y de profundo impacto emocional, de la que ningún lector logrará salir ileso. En un área de servicio en mitad de la nada, en el Hotel Restaurante Plácido, el escritor en ciernes Lucas Falena quiere escribir su primera gran novela de true crime. Allí, en una de las habitaciones que la familia propietaria usaba como residencia, ha tenido lugar el crimen del que habla todo el país. Inmerso en el mismo universo sobre el que está escribiendo, el autor entabla relación con los protagonistas del suceso. Sobre todo, con Coral, una de las víctimas del crimen, una niña tan singular como misteriosa. Tan enigmática y deslumbrante como lo sería un arcoíris nocturno. Lo que no sabe el escritor es que su presencia en ese lugar y su peculiar relación con Coral acabarán convirtiéndolo en otro protagonista más del trágico crimen acontecido a un lado de la carretera. Una tragedia que lo obligará a escribir sobre las más terribles y oscuras profundidades del alma humana.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 509
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
A un lado de la carretera
© Paul Pen, 2024
Representado por la Agencia Literaria Dos Passos
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
ISBN: 9788410021365
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
1
2
3
4
Coral en la carretera
5
6
7
Paredes enfermas
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
Un pasado nada plácido
20
21
22
23
24
25
26
27
28
La telaraña
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
El chantaje
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61
El hombre del saco
62
63
64
65
66
La cara de la arpía
67
Dos gatitos
68
69
Epílogo
Para Palmira,
por hacer realidad muchos de los sueños de este escritor
por
LUCAS FALENA
La primera vez que vi a Coral fue en el mismo salón en el que había ocurrido todo. Sentada en un sofá nuevo, con los pies subidos al asiento y las piernas flexionadas, se las cubrió con el camisón tapando las heridas de sus rodillas. Me preguntó si era policía o periodista.
—No, tranquila —respondí—, nada de eso.
Señalé mi ropa como si el atuendo me distanciara de cualquier profesional serio o representante de un cuerpo oficial: una camiseta blanca, pantalones vaqueros, zapatillas deportivas. También mostré las manos, en las que solo llevaba un móvil.
—Eres periodista. —Su voz no fue más que un susurro espirado al cuello redondo del camisón—. Grabas y apuntas en ese aparato.
Señaló el teléfono en mi mano como si fuera un objeto ajeno a su vida.
—No, de verdad que no. Soy escritor. Pero grabo para luego acordarme bien de lo que me dicen.
—Sabía que ibas a grabarme.
Estiró el bajo del camisón hasta los dedos de los pies, el cuello de la prenda lo subió hasta la frente, desapareciendo como una tortuga dentro de su caparazón. Me quedé hablando con una coronilla de pelo negro.
—Pero no soy periodista, ni trabajo para ningún medio. Solo quiero novelizar un suceso.
Lamenté enseguida describir como suceso, uno más, algo que para ella era una tragedia familiar de tal magnitud. Una horrible realidad de la que intentaba refugiarse bajo un caparazón de tela.
Acomodé los pies sin saber cómo continuar la conversación. Bajo las suelas de mis zapatillas crepitó lo que parecía arena de playa. Le pregunté a Coral si había estado en la playa hacía poco. El bulto de tela de su nariz bajo el camisón se movió a un lado y a otro.
—No he ido nunca.
—Pero si está muy cerca. —Pensaba, de verdad, que me estaba mintiendo—. Son diez minutos en coche.
—No he estado nunca —repitió debajo del camisón.
—Coral, así no puedo verte.
La abertura del cuello de la prenda se cerró por completo sobre la coronilla de pelo, lo estaría estrujando desde dentro con una mano. La tela del camisón, de un verde casi militar, tenía manchas resecas de pasta de dientes, alguna salsa. De varias costuras salían hilos largos, sueltos. En la parte baja había agujeros de polilla. Aunque Coral era una adolescente de trece años, sentí que dialogaba con una niña más pequeña.
—¿Te parece bien si me siento en el sofá y hablamos como si fuéramos amigos?
—No eres mi amigo.
—Pero puedo serlo si tú quieres.
Poco a poco, el cuello de su camisón se fue abriendo, como el iris de un ojo curioso. Primero mostró la frente. Después descubrió su mirada, que mantuvo desviada al suelo. La prenda se deslizó hasta la punta de su nariz y quedó atrapada entre sus labios. Mordió la tela unos segundos antes de permitir que el cuello del camisón descendiera al lugar que le correspondía. Sin levantar los ojos, su mirada paseando entre las manchas del suelo de terrazo como si fuera pelusa, me dijo:
—Nunca he tenido un amigo.
Dejé el móvil sobre la barra. Vacié el sobre de azúcar en la taza de café. Esperé a que se disolviera antes de pasarlo todo a un vaso con hielo, derramando la mitad del líquido sobre el mostrador. Intenté secarlo con unas servilletas de papel en las que ponía GRACIAS POR SU VISITA.Al verme acumular bolas marrones de un papel muy poco permeable, Ángela, al otro lado de la barra, me ayudó con una bayeta.
—¿Ha querido hablar?
—Nada, muy poco. —La conversación con Coral había sido mucho más corta de lo que esperaba, aunque quizá no estaba del todo mal para un primer encuentro—. Y eso que ella es la más habladora de las dos, ¿no?
—Ninguna de mis sobrinas ha sido habladora nunca. —Ángela escurrió la bayeta en el fregadero y reparó en mi vaso de café medio vacío—. Espera.
Me lo rellenó con leche de una jarrita metálica. Al retirarla, puso un trapo en la punta para que no goteara.
—Tu hermana ¿cómo está? —Me senté en un taburete—. Lo siento mucho, es horrible lo que ha pasado.
—No lo sientas tanto, que Bárbara sigue viva. —Dejó caer la jarrita en el fregadero y se secó las manos en un trapo que se colgó del hombro—. Esta no se va a morir tan fácilmente.
Abrió una vitrina de raciones ubicada sobre el mostrador y las reordenó. Colocó cada plato de tal manera que el sello estampado en la vajilla quedara hacia fuera, a la vista del cliente. Era un logotipo sencillo en forma de óvalo en el que aparecía escrita en grande, en el centro, la palabra PLÁCIDO. Alrededor, siguiendo la curvatura del óvalo, ponía, repetido dos veces, HOTEL RESTAURANTE. Dos estrellas en cada extremo informaban de la calificación del alojamiento. La recepción del hotel era la misma barra en la que yo tomaba el café. Sobre la caja registradora en la que Ángela cobraba en ese momento cafés y pinchos de tortilla a unos camioneros, había veinticuatro ganchos para las llaves de veinticuatro habitaciones. La llave que no colgaba del gancho número 13 la tenía yo en el bolsillo.
—¿Sigue en la uci? —pregunté.
A través de la puerta abatible de la cocina, Sagrario accedió al mostrador a tiempo de oír mi pregunta, ante la que dejó escapar un bufido de fastidio. Apoyó sobre la barra la bandeja que traía, obligándome a mover mi vaso, para que supiera que molestaba. A Ángela la regañó solo con la mirada. Después, se dispuso a abastecer la misma vitrina que había ordenado su hermana, rellenándola con los platitos que traía en la bandeja, nuevas raciones de jamón, boquerones y ensalada campera. Zanjó nuestra conversación interponiendo a propósito su vasta anatomía entre nosotros. Cuando terminó su labor y regresó a la cocina, Ángela se acercó para decirme lo que yo ya sabía: que a su hermana no le hacía ninguna gracia saber a lo que había venido yo al hotel. Ángela, Sagrario y Bárbara, la tercera hermana que luchaba por su vida en la uci, eran las dueñas, por herencia, del Hotel Restaurante Plácido.
—Mucha suerte tuviste tú ayer de que estuviera yo cuando llegaste. —Ángela señaló las llaves que colgaban sobre la caja. Tan solo faltaban la mía y las de las habitaciones 22, 23 y 24—. Sagra ya ha dicho que aquí no duerme nadie más de momento. Lo que menos necesitamos es más gente merodeando y haciendo preguntas.
Dirigió la mirada a la zona de comedor, a una mesa ocupada con cámaras de televisión, micrófonos y portapapeles. En la mesa de al lado, operadores y reporteros de cadenas diferentes almorzaban en grupo. Habían estado toda la mañana recogiendo declaraciones de las dueñas, de varios clientes, grabando planos recurso del lugar. A Coral la habían respetado y no la habían grabado por ser menor.
Le agradecí a Ángela que a mí sí me hubiera dejado hablar con ella.
—Eso no lo digas muy alto. —Se llevó el índice a la boca y dirigió el pulgar a la puerta abatible de la cocina—. Además, ha sido la niña la que ha querido hablar contigo. Te vio llegar anoche, cuando aparcaste ahí fuera.
Yo desconocía ese dato. Por la mañana había preguntado a Ángela si habría posibilidad de saludar a Coral, sin esperar una respuesta favorable, pero sorprendentemente había accedido.
—A ellas les gusta espiar desde la ventana, saber quién entra y quién sale del restaurante, quién se queda a dormir —continuó ella—. Después me preguntó quién eras y le conté lo que tú me habías contado. Me dijo que parecías diferente. Que no parecías de la carretera. Y que le apetecía hablar contigo.
Me costó imaginar a Coral diciendo eso para luego mostrarse tan tímida cuando había subido.
—Aunque también te digo que si te he dejado subir no es por ti —aclaró—. Es porque sé que a ella le vendrá bien hablar con alguien. Y si es con alguien tan majo y tan sonriente como tú, pues mucho mejor.
Respondí a su comentario con una sonrisa.
—¿Lo ves? —confirmó ella.
—Las niñas no han hablado con mucha gente en su vida, ¿verdad?
La puerta abatible volvió a abrirse. Antes de que apareciera su hermana, Ángela procedió a cobrar una cuenta que tenía en la mano, tecleando en la pantalla de la caja como si no estuviera hablando conmigo. Me dirigió una mirada fugaz. Entendí la indicación. Cogí el móvil, el vaso con lo que quedaba del café y escapé de la barra y de Sagrario.
Me senté en la zona de comedor, un gran espacio con una veintena de mesas y sillas. El Hotel Restaurante Plácido era el único lugar, en sesenta kilómetros de autopista, en el que se podía comer y dormir a un lado de la carretera.
A esas horas, varios viajeros, solitarios o en familia, ocupaban mesas dispersas. Otros se habían sentado en taburetes en la barra o permanecían de pie junto a ella. Todos aprovechaban para picar algo rápido en lo que sería una parada corta de sus viajes por carretera. De las de ir al baño y poco más. Todavía no era la hora de comer ni de pedir el menú del día que se anunciaba con grandes letras pintadas en la cristalera de entrada. Desde dentro, yo las leía al revés. También leía al revés local climatizado, habitaciones, cafetería. Sobre el rugido intermitente de los coches que pasaban por la carretera, se oían las fanfarrias de las máquinas tragaperras, el tintineo de alguna cucharilla en vasos y tazas, el vaivén de la puerta abatible de la cocina. Podía escuchar también las conversaciones susurradas de los clientes, que conversaban a un volumen menor del que sería habitual en un establecimiento así. En vez de hablar en alto sobre el precio de la gasolina, el calor bochornoso que estaba haciendo en ese mes de julio o los kilómetros que les quedaban por recorrer, bajaban sus voces para comentar entre sorbos y mordiscos lo que había ocurrido en ese lugar apenas unas noches antes. Mencionarían a las mujeres que los estaban atendiendo, protagonistas de la tragedia, sin usar sus nombres, aunque, como yo, los conocerían perfectamente de haberlos oído sin parar en las noticias. A Ángela se referirían como «la de las canas y la coleta», «la que parece más simpática» o «la que está en la barra». A Sagrario la llamarían «la grandona», «la que está en la cocina», o «la de la mala cara». Apelativos con los que disimularían estar hablando de ellas, aunque allí todos sabíamos, incluso las propias hermanas, cuál era el único tema que ocupaba las conversaciones. Ellas mismas. Y la otra hermana. Y la madre. Y el padrastro. Y el cuchillo. Y la chiquilla. Y la otra pobre, cómo habría llegado a hacer algo así.
Dos personas uniformadas aparecieron al otro lado de la cristalera de las letras volteadas. La pareja de guardiaciviles accedió al restaurante por una entrada flanqueada con varias máquinas expendedoras: de tabaco, de latas de frutos secos, de latas de aceitunas, de chicles, de sorpresas para niños. La mujer saludó a la clientela de un lado de la estancia elevando la barbilla y su compañero saludó a la clientela de este lado del comedor alzando una mano con la que después se mesó la perilla. Su mirada se posó en la mía y una extraña sensación de culpabilidad, como si estuviera haciendo algo malo, me llevó a esquivarla dando un último sorbo a mi café con hielo, que ya era pura agua. La presencia de los agentes originó nuevos bisbiseos, más silencios, miradas disimuladas. Una de las reporteras se levantó de su mesa y se acercó a ellos, obteniendo una negativa con escuetas sacudidas de cabeza.
Los agentes preguntaron a Ángela algo a lo que ella respondió encogiéndose de hombros, apenada. La guardiacivil le apretó la mano, gesto que ella agradeció con un hondo suspiro. Después procedió a prepararles lo que ya sabía que querían sin necesidad de que se lo pidieran, porque sería lo que pedirían siempre. Los ojos del agente volvieron a recaer en mí, aunque esta vez él mismo los apartó antes de que lo hiciera yo. Identifiqué otras miradas de soslayo entre la clientela, que se decían cosas murmurando por un lado de la boca al tiempo que analizaban los movimientos de la pareja de agentes, de Ángela, de Sagrario. Señalaban con disimulo a la cristalera —hacia el exterior del restaurante— o a la pared trasera —hacia el aparcamiento y las habitaciones—, reconstruyendo en sus conversaciones los posibles movimientos de la protagonista de la huida. Una mujer mayor a la que su marido había dejado sola para ir al baño, apuraba intranquila una infusión, inspeccionando el espacio entero con cierto temor, como si en ese lugar pudiera volver a ocurrir algo terrible en cualquier momento. En la mesa había apoyada una caña de pescar, también unas botas de goma verde en la silla. Cuando su marido, con peto vaquero, regresó a la mesa, oí que le decía:
—Menos mal que has vuelto.
Lo terrible que había ocurrido en el Hotel Restaurante Plácido lo relataban en el diario que colgaba de una varilla portaperiódicos en una de las paredes del propio establecimiento. La imagen de portada era una fotografía de la fachada exterior. Se me ocurrió pensar que quizá en esa fotografía podía verse el interior del establecimiento y, colgado en la pared, el periódico del día anterior, que ya tendría también en portada una imagen de la fachada porque ya hablaba del suceso. Me recordó a esas ilustraciones que se contienen a sí mismas en un túnel infinito de repeticiones: el de un ojo en el que se refleja un rostro en cuyo ojo se refleja un rostro en cuyo ojo se refleja un rostro. Apunté el enrevesado pensamiento en la aplicación de notas del móvil. Quizá me serviría luego, cuando escribiera, o quizá era solo un desvarío. Anoté también cortas descripciones de los clientes —a la mujer mayor de la infusión le temblaban las manos al llevarse la taza a los labios—, de los guardiaciviles —la perilla de él, el andar rígido, militar, de ella— y también recogí detalles concretos del local, como el hecho de que en los aseos pusiera servicios y no baños, que la puerta de entrada no se cerrara del todo a no ser que se la empujara, o que la televisión sintonizara una cadena local y no nacional con el volumen al mínimo. Eran el tipo de descripciones pormenorizadas que solo se podían conseguir estando presente en el lugar, razón por la que me había trasladado hasta allí. Ni la más creativa de las imaginaciones puede llegar a inventar según qué detalles.
Saqué de la mochila la grabadora que no había querido utilizar con Coral por si le hacía pensar que era periodista, ya que tenía un aspecto mucho más profesional que el de un móvil. Esta disponía de dos micros, pantalla, botones físicos. La apoyé en la mesa y le di a grabar. Dejé que el aparato registrara el sonido ambiente de una media mañana en el Hotel Restaurante Plácido apenas seis días después del crimen. El aparato grabó el silbido del calentador de la leche, las ruedas de un carrito portabandejas, el encendido de un secador de manos en los servicios. También, de fondo, grabó el sonido que siempre asociaré a mi estancia en ese lugar: el del particular oleaje de los coches al pasar por la carretera.
Un calor de asfalto recalentado, arcén polvoriento y matorral seco me envolvió nada más salir del restaurante. Un toldo recorría la fachada entera, ofreciendo sombra a una hilera de mesas exteriores en las que nadie había osado sentarse. Sorteando sillas, aproveché esos últimos metros de refugio a la sombra antes de salir a la zona de aparcamiento. Allí, al descubierto, el sol me quemó en la nuca y los antebrazos. También quemaba, al tocarla, la barandilla metálica de la escalera que subía y se extendía a lo largo del pasillo exterior de la primera planta. A ese pasillo daban las doce puertas y doce ventanas de las habitaciones superiores. Debajo, las puertas de las otras doce habitaciones salían directamente al nivel del aparcamiento.
Mi habitación se encontraba en uno de los extremos de ese pasillo, el más cercano al edificio del restaurante. La número 13. En el extremo opuesto estaban las habitaciones 22, 23 y 24. Parecían tres habitaciones distintas, pero realmente estaban comunicadas por dentro para dar forma a una vivienda de varias estancias. La casa de Bárbara y sus dos hijas. Allí se encontraba el salón donde había hablado con Coral esa mañana, el mismo donde se había producido el crimen. Una tristeza poderosa, tan seca como los cardos ya muertos en las cunetas de la carretera de enfrente, me invadió al imaginarla allí en ese momento, sola, con su camisón manchado. Perdida en el silencio de un hogar que se le había quedado vacío en mitad de la noche.
En extremos opuestos del mismo pasillo en forma de U, mi puerta quedaba, por tanto, enfrentada a la de Coral, aunque separadas por todo el espacio vacío del extenso aparcamiento. Al meter la llave de mi habitación, quizá sugestionado por lo que me acababa de contar Ángela de que a las niñas les gustaba espiar, sentí la mirada de Coral a mis espaldas. Me volteé. El reflejo del sol en el marco de aluminio de sus ventanas me impidió ver nada.
Esperaba encontrar mi habitación arreglada, pero aún olía a mi ducha matutina, al gel y al champú de cortesía que había usado. La toalla mojada seguía tirada en el bidé, tan enredada como lo estaba la sábana sobre el colchón. Había sido muy ingenuo de confiar en que habría servicio de limpieza en el hotel siendo yo el único huésped. Si Sagrario había decidido que nadie más iba a alojarse allí hasta nuevo aviso, probablemente había dado días libres a la chica que se encargaba de la limpieza. La prensa ya la había mencionado en varias ocasiones, se llamaba Miriam.
Abrí las ventanas para airear. Colgué toallas, estiré la sábana, tiré la botella de agua vacía a la basura del baño, donde seguían los sobres usados de gel y champú. También dejé el mando a distancia encima del televisor, uno de tubo catódico que podía estar cumpliendo treinta años. Encendí el ventilador de pie, la única forma de refrescar una habitación que carecía de aire acondicionado.
Me senté a la mesa redonda que iba a usar como escritorio. De la mochila, saqué el ordenador portátil, la grabadora, el móvil y varias carpetas de documentación con mucho de lo publicado en papel sobre el crimen. Acompañado por el sonido del cíclico vaivén del ventilador, releí esos artículos de prensa escrita, también los de prensa digital. Escuché varias veces la corta grabación de mi primer encuentro con Coral. Cuando quise darme cuenta, me había saltado por mucho la hora de comer. Y aunque tenía hambre, la excitación en mi estómago logró anularla.
Porque me sentía preparado para empezar a escribir.
Antes de hacerlo, bajé la persiana, buscando oscuridad total. Quería imitar el ambiente nocturno que me disponía a describir. Tras desenrollarse con un estruendo, una hilera de puntos de luz solar continuó brillando entre dos de las lamas superiores. Para completar aún más la sensación de inmersión, me puse unos auriculares conectados a la grabadora. Reproduje el sonido ambiente que acababa de grabar en el comedor, dispuesto a oírlo en bucle el tiempo que fuera necesario.
Sentado al ordenador en una de sus habitaciones, comencé a escribir el primer capítulo de mi novela sobre lo ocurrido en el Hotel Restaurante Plácido.
Por la noche, a partir de una hora, no pasaban muchos coches por la carretera.
A Coral solía gustarle el silencio de la madrugada, poder oír los grillos y los crujidos metálicos del cartel que anunciaba la llegada al Hotel Restaurante Plácido. El poste sobre el que lo habían levantado, en mitad del aparcamiento, era tan alto que rechinaba con la más leve de las brisas nocturnas. Pero esa madrugada, Coral no quería oír grillos ni crujidos metálicos. Lo único que quería oír era un motor acercándose. Nunca lo había deseado con tantas ganas. A Coral, de trece años, la había tirado al suelo su propia hermana, Perla, un año mayor. Lo primero que había impactado contra el suelo había sido su cadera. Después, las manos, que intentaron evitar males mayores, pero resbalaron con la sangre derramada sobre el terrazo y no lograron evitar que la cara golpeara el suelo. Ese suelo era el de su casa, un peculiar hogar conformado por tres habitaciones contiguas de un hotel de carretera. Su madre, Bárbara, lo había heredado junto a otras dos hermanas, Sagrario y Ángela.
Coral deslizó las manos por la densidad pegajosa de la sangre. Intentaba huir del espeso líquido caliente, quería encontrar en el suelo alguna parte seca, pero no la halló. O es que apenas se desplazó. Parte de la sangre era suya, pero la mayoría emanaba del cuerpo de su madre, también en el suelo, ella de espaldas y con la herida de su abdomen abierta como un grifo oscuro.
—Ma…
El padrastro de las hermanas, Servando, era la tercera persona que se desangraba en esos momentos en el salón. Él empapaba la tela y el relleno de gomaespuma del sofá en el que dormía borracho cuando empezó a recibir las cuchilladas. Las dos que alcanzaron su cuello fueron las definitivas. Sobre su propia sangre en el suelo quedaron estampadas huellas de las zapatillas de la hijastra que acababa de matarlo, quien después atacó a su madre con ese mismo cuchillo, abriéndole un grifo oscuro en el abdomen, para terminar clavándoselo a su hermana pequeña en la ingle. A Coral, tirada en el suelo, esa ingle le latía con rabia. Usó cada latido del pulso doloroso como segundero para medir el tiempo que pasaba esperando oír un motor.
Once.
Doce.
Trece.
Pensó en su corazón como en un reloj que podía pararse para siempre si no aparecía ningún coche. O un camión. O una moto. Un tractor. Alguien, quien fuera, cuya presencia la motivara lo suficiente para hacer el esfuerzo más grande de su vida, el de levantarse del suelo. Porque a ella, cada vez más, lo que de verdad le apetecía era no hacer nada. Dejar que el reloj se parara. Experimentar la paz que debe de suponer el final definitivo del tiempo.
Sus manos, reptando como lombrices en un charco sangriento, desdibujaron las huellas estampadas en el suelo por su hermana, que había escapado por la puerta número 23 del Hotel Restaurante Plácido, una puerta que pertenecía al salón de su casa. La brisa que se colaba ahora a través de la rendija abierta en esa puerta era un aire limpio que no olía a sangre, ni a sudor, ni a tripa rota. Coral pensó en la recompensa que supondría conseguir levantarse y respirar ese aire, abandonar el hedor, escapar por las escaleras como había hecho su hermana. Pero si quería eso, necesitaba anclar de una vez, como fuera, sus manos viscosas que no paraban de resbalar. Conseguir arrastrarse con los codos. Hincar una rodilla. Caminar. El problema era que el reloj de su corazón se empeñaba en ir más lento, tentándola de nuevo con el final del tiempo. Si el aire fresco del exterior resultaba apetecible, también lo era, mucho más, la idea de desvanecerse. Transformarse en piedra y dejar de existir. Convertirse en suelo. La sensación de ser pisada ya la conocía. Coral tragó sangre, o a lo mejor la escupió, porque el sabor se le quedó en la boca. Después tosió diminutas perlas rojas que se unieron al inmenso charco que la rodeaba y supo que no iba a aguantar. A lo mejor tampoco quería aguantar. Saliva caliente se le desbordó por las comisuras cuando murmuró algo.
—Mamá…
Coral oyó entonces un tenue zumbido en algún lugar.
Un mosquito. Un mosquito que podría darse un festín en aquel salón lleno de sangre. Un mosquito que debía ser enorme, gigante, porque su zumbido era cada vez más intenso. A lo mejor es que no era un mosquito. Quizá era un aspirador. El de la chica de la limpieza. Que recorría todas las mañanas el hotel entero, de habitación en habitación. Pero por qué habría venido Miriam a limpiar el hotel a estas horas. Eso no tenía ningún sentido. El cerebro confundido de Coral no la dejaba pensar con claridad. A no ser que lo que estaba oyendo fuera realmente… el rugir de un motor. La descarga de euforia alimentó la capacidad deductiva de Coral. Y entendió que era un motor. Un coche. Y estaba en esa carretera, sin duda. Lo oía desde la izquierda, o sea, que venía por el mismo carril en el que se encontraba el hotel. Y como Coral ahora medía el tiempo en latidos de corazón, calculó que quedarían unos cien latidos para que lo alcanzara.
Imaginó al coche avanzando por la carretera, sus faros iluminando la nada que lo rodeaba. Quien condujera habría visto ya el enorme cartel que crujía en lo alto del poste, aunque, desde que se habían fundido dos de las luces que lo iluminaban, no resultaba fácil leer sus letras. La O y la E apenas se veían. Años antes, una gasolinera aledaña servía combustible y vendía ultramarinos las veinticuatro horas del día, dándole al lugar una sensación de siempre abierto, como toda área de servicio que se precie. Pero eso era antes, cuando la carretera nacional era la única opción para realizar el trayecto. Después llegó la autopista de peaje y empezó a reducirse el número de vehículos que utilizaban la gasolinera. El dueño, a quien ya de por sí se le acercaba la jubilación, acabó por echar el cierre. Un domingo, colgó los surtidores por última vez y las luces de la gasolinera se apagaron para siempre. A partir de entonces, el Hotel Restaurante Plácido se quedó a solas en aquella oscuridad en mitad de la nada, iluminando la noche con su cartel o con las luces que encendieran los huéspedes de sus veinticuatro habitaciones.
Coral oyó acercarse el motor y retorció los dedos sobre el suelo.
—Mamá es…
Se empujó con los antebrazos. Sintió haber superado una prueba olímpica cuando logró sostenerse con codos y rodillas. Contó nuevos latidos de su corazón.
Ochenta y tres.
Ochenta y dos.
Ochenta y uno.
Se dio cuenta de que ya no los contaba en orden ascendente, sino descendente. Una cuenta atrás. De ella dependía que fueran los últimos ochenta latidos antes de estar muerta o los ochenta latidos en los que conseguía salvarse. Sus rodillas abrieron canales en la sangre al gatear hasta la puerta. Cuando la agarró para abrirla, para escapar del hedor, se dio cuenta de que su hermana había dejado sus zapatillas en el umbral. Justo antes de salir. Y le invadió un nuevo pánico. El de pensar que si paraba ese coche que se acercaba por la carretera, todo el mundo iba a querer saber qué había pasado dentro de esa casa. Entender qué había ocurrido para que ella hubiera tenido que arrastrarse hasta la carretera, gateando escaleras abajo, herida de muerte por su propia hermana. Una hermana que había dejado sus zapatillas en el umbral para marcharse de allí descalza, sin dejar huellas sangrientas que ayudaran a localizarla. Solo alguien que de verdad quiere desaparecer para siempre tomaría una precaución así. Si Coral corría a pedir ayuda en ese momento, todos los secretos que escondieran esas paredes acabarían saliendo a la luz. Con la puerta aún en la mano, a Coral volvió a tentarla la paz eterna, la del corazón parado, en la que no existiría más dolor ni más sufrimiento. Si se rendía ante ella, si se convertía en suelo, Miriam los encontraría a todos muertos en el salón, con su aspirador en la mano, pero eso ocurriría en una realidad en la que Coral ya no existiría.
Mientras Coral seguía valorando si salir o no, notó en sus rodillas una rugosidad diferente. La del pasillo exterior. Porque en realidad ya había salido y se las raspaba contra el hormigón, levantándose la piel. En el suelo pintó dos surcos sangrientos y estampó manos rojas iridiscentes antes de alcanzar la barandilla de la escalera. A ella se agarró para ponerse en pie, aunque tan solo consiguió una posición encorvada en la que todo su peso se apoyaba en la propia barandilla y en el pie cuya ingle no estaba herida. El otro lo sentía frío, si es que acaso lo sentía. Su mente, que contaba de forma descendente los latidos, quiso a la vez contar los escalones que iba bajando.
Ochentaidoce.
Setentaitrece.
Sesentaiquince.
Sobre la cuenta confundida de su cerebro seguía oyendo el ruido del motor. Mucho más cerca.
Coral cayó al suelo del aparcamiento en cuanto perdió el agarre de la barandilla. Ya podía ver el brillo lejano de las luces largas, la intensidad de sus faros haciendo brillar a los insectos y las partículas de polvo que la rodeaban. El coche iba a pasar frente al hotel en breve, pero si ella seguía en el suelo, gateando o arrastrándose como una lombriz, no llegaría a tiempo de que el conductor la viera. Tenía que levantarse. Caminar. Saltar a la pata coja si su pie de hielo no le servía.
—Mamá está…
Coral sorbió saliva caliente. Se sujetó a sus propias rodillas hasta que consiguió incorporarse. No sentía una de las piernas, pero podía usarla como un bastón de carne con el que al menos mantenerse en pie. Iluminada por la luz blanca del cartel y la única farola del aparcamiento que seguía funcionando, su figura proyectó una sombra diagonal sobre el suelo del aparcamiento, junto a las líneas blancas despintadas, casi borradas, que incitaban a todo visitante a aparcar mal. Entre muchos de esos coches, siempre mal aparcados, había jugado de niña Coral, sentada en el bordillo haciendo polvitos. Era un juego que consistía en filtrar con las manos la arena del suelo, como amasándola, hasta quedarse con la más fina.
Esa madrugada, la arenilla del aparcamiento quedó adherida a sus plantas sangrientas, que dejaron apenas dos huellas marcadas sobre el asfalto, las de los dos únicos pasos que Coral pudo dar antes de volver a desplomarse. El brillo de los faros del coche alcanzaba ya el tramo de carretera frente a ella. En apenas unos latidos, el conductor pasaría de largo. No iba a poder verla. Y Coral se moriría allí mismo. Su cuerpo sería el primero que encontraría alguna de sus tías cuando viniera a abrir el negocio al amanecer. Después subirían asustadas a la casa para descubrir los cuerpos también desangrados de Bárbara y Servando.
Y para encontrar vacía, por primera vez en muchos años, la cama de Perla.
Imaginándose tan muerta como su madre y como Servando, Coral decidió que, en realidad, ella no se quería morir. Ni quería que se acabara el tiempo ni los latidos. Ni terminar su vida sobre el suelo de un aparcamiento. Por eso clavó los codos en el asfalto y deslizó con ellos todo su cuerpo. Usó pies, rodillas, manos, convertida en un animal cuyo único instinto era el de avanzar. Arrastrarse. Solo eso. Se deslizó, gateó y reptó. Y avanzó. Y siguió avanzando. Y le pincharon los cardos de la cuneta, pero no se detuvo. El quitamiedos tampoco logró pararla. Y llegó. De alguna manera llegó porque de pronto se vio en mitad de la carretera. Ya no solo oía el rugir del motor, sino que lo sentía vibrar en el asfalto caliente sobre el que tenía sus palmas. Vio también dos faros que la deslumbraron. Y supo que tenía que gritar. Aunque sintiera que no tenía boca porque ya casi era de piedra, Coral tenía que alertar al conductor. Desechó el pánico que la tenía enmudecida desde que Perla había salido de su habitación en mitad de la noche e invocó un grito con el que necesitaba imponerse al sonido de las ruedas, del motor, de la brisa y de los grillos para conseguir que el coche frenara a tiempo y no la arrollara. Que no la convirtiera, al final de su calvario, en ese suelo en el que se había sentido tan tentada de convertirse.
Coral sabía que del grito que profiriera frente al coche dependía su vida.
Así que Coral gritó.
El chillido retumbó en todo el aparcamiento, aunque no despertó a nadie porque no había nadie hospedado esa noche en el hotel. El grito reverberó en la cristalera del restaurante, que promocionaba su menú diario y su climatización. Calló a los grillos. Asustó a conejos y zorros que hacían su vida en el campo. Incluso Perla, allá donde hubiera huido, escucharía probablemente el grito de su hermana. Pero, sobre todo, el grito asustó a la mujer que conducía el utilitario, enfrentada de pronto a una aparición fantasmagórica frente a sus faros. El material del que están hechas las películas de terror, la imagen de una chica empapada en sangre apareciendo en mitad de la nada. Salvo que en aquella aparición fantasmagórica, la conductora del utilitario reconoció detalles muy de este mundo: el cuello de una camiseta dado de sí por algún fuerte tirón, las rodillas desolladas de quien se ha arrastrado por el suelo y, sobre todo, en los ojos, una mirada de terror abismal. Un terror que no era solo el miedo a ser atropellada, sino algo mucho más profundo. Algo que esa chica —¿o era una niña?— trataba de exorcizar en un alarido afónico que encogió la piel de la conductora. Ella ya había iniciado la frenada antes del grito, pero el sobrecogimiento la llevó a hundir más el pedal, hasta el fondo, su cuerpo lanzado contra un cinturón de seguridad que le dejaría un oscurísimo hematoma en el pecho. El coche giró sobre sí mismo, sorteando el cuerpo desplomado sobre el asfalto.
Sobre el asfalto, Coral olió gasolina, alquitrán y goma quemada. Saboreó sus propias lágrimas. Oyó abrirse una puerta, desabrocharse un cinturón. También el pitido que alertaba de que los faros se quedaban encendidos. Oyó unos pasos que se acercaron a ella. Y cuando sintió la piel cálida de los brazos que la incorporaron, como en una Piedad de carretera secundaria, Coral terminó de decir lo que llevaba intentando decir desde que Perla la dejara sola, tirada en el suelo.
—Mamá está muerta.
Mis dedos quedaron flotando en el aire al terminar de escribir esa frase. Al imaginar, casi experimentar, el dolor, la desesperación y el desamparo de Coral, que acababa de quedarse sola en el mundo y sentía que se desangraba en los brazos de una desconocida. Fue la conductora del coche quien reveló a la prensa la frase que Coral había pronunciado desplomada en la carretera, así que eso había ocurrido de verdad. Y la escena del crimen que yo acababa de describir era la que se trabajaba en esos momentos, basada en la información que había trascendido a los medios.
Repasé lo escrito. Dudé, como siempre, de varias frases. Las escribí de mil maneras para, en varias ocasiones, acabar dejándolas como estaban al principio. Intenté mejorar algunas metáforas, matizar esos pensamientos que le había imaginado a Coral. Eran pensamientos y sensaciones que quizá no había tenido, pero que podría haber tenido. Si iba a novelar el suceso, debía permitirme ciertas licencias, como cualquier reconstrucción. Los detalles concretos que había incluido eran todos reales. Coral de verdad me había contado que hacía polvitos de pequeña en el aparcamiento, que de verdad tenía las rayas mal pintadas. Las zapatillas de Perla de verdad se encontraron en el umbral de la puerta y de verdad las rodillas de Coral pintaron surcos de sangre en el pasillo exterior en su camino hasta las escaleras. Las mismas escaleras de la barandilla ardiente que yo había usado hacía unas horas para llegar a mi habitación. También era verdad que el dueño de la gasolinera vecina estaba a punto de jubilarse cuando decidió echar el cierre.
Releyendo el texto sentí que la decisión de haberme trasladado al hotel para escribir había sido la correcta. Solo así podía haber añadido detalles que había observado recientemente o describir ciertas cosas con la fidelidad de haberlas experimentado: la noche anterior yo mismo había oído desde mi habitación cómo crujía el cartel del hotel, había visto el efecto que creaban sobre las letras sus dos luces fundidas. Sabía exactamente lo que ponía en la cristalera de entrada al restaurante. Con lo que no había contado era con el impacto emocional de escribir sobre una persona a la que ya conocía. Al seguir el caso en las noticias, Coral era solo la víctima principal de un suceso más, otra de esas cosas horribles que pasan de vez en cuando. Pero imaginarla huyendo de la habitación, a gatas, tras haber visto de cerca la piel herida de sus rodillas —y de haberla visto esconderse en su camisón como se refugiaría un animal indefenso en su caparazón— era una experiencia para la que no me había preparado.
Con los dedos aún en el aire, abrí mucho los ojos para que la corriente del ventilador terminara de secarlos. Antes de devolver los dedos al teclado, la sacudida de hambre que antes había ignorado regresó con intensidad. La hilera de puntos luminosos de la persiana había desaparecido. Había escrito durante horas.
Abrí la puerta de la habitación, las bisagras rechinaron como si estuvieran embrujadas. Aunque encontré el paisaje azul oscuro de un anochecer reciente, el aire seguía siendo tan cálido como si fuera de día. Cenar en el comedor me entretendría demasiado y quería seguir escribiendo cuanto antes, así que opté por dirigirme a las máquinas de venta automática que había visto en la planta inferior, prácticamente debajo de mi habitación. Bajé las escaleras, en las que no quedaba rastro de las huellas sangrientas de Coral. Atravesé el mismo aparcamiento de las rayas mal pintadas. A la luz de la farola mi figura proyectó una sombra diagonal similar a la que habría proyectado la de Coral en su terrible madrugada.
La máquina expendedora brillaba con intensidad en el crepúsculo, atrayéndome hacia ella como a un mosquito. Asomado al interior de la máquina, elegí como sucedáneo de cena un sándwich de envase plástico triangular, a los que solo recurría en momentos desesperados. Un poco de cafeína tampoco me iría mal si pensaba seguir escribiendo, así que saqué un café ya preparado, de los que se toman fríos. En cuanto lo recogí de la climatizada bandeja inferior, el calor ambiental cubrió el envase de gotas de condensación. Pagué acercando el móvil al lector sin contacto, momento en que oí a mi espalda un estruendo que me asustó.
Me volteé hacia el ruido. Sagrario usaba los contenedores de basura. El estruendo provenía del montón de botellas que había lanzado al reciclador de vidrio. La peste de la descomposición acelerada de la basura en verano llegaba hasta donde me encontraba. Sagrario repartió varias bolsas de basura respetando la clasificación de los contenedores. Al de cartón tiró varias cajas de leche para hostelería. En el naranja introdujo botellas llenas de aceite. No reparó en mí hasta que se dio la vuelta para regresar al restaurante. Se quedó allí parada, mirándome, los dos separados por la anchura de la calle de acceso al aparcamiento. En su mirada entendí que un saludo por mi parte no sería bien recibido, así que bajé la cabeza y di un primer paso de regreso a mi habitación.
—Buitre.
Me costaba creer que acabara de increparme de esa forma, pero la palabra había sonado alta y clara.
—Rata —añadió.
Tuve que tragar saliva antes de poder contestar.
—No soy periodista, ¿eh?
Un ligero temblor en mi voz restó firmeza a la respuesta.
Ella cruzó la calle para acercarse a mí.
—Escarbas entre la carne muerta como un carroñero.
—Investigo y escribo una novela sobre un crimen real. Lo han hecho muchos escritores.
Sagrario emitió un ronquido de desprecio.
—Venir a alojarte a donde acaba de morir gente… Hay que tener valor.
—Es un hotel, ¿no?
—No te hagas el listo conmigo. Que te echo a la mínima.
—Tu hermana…
—Yo no soy mi hermana. No te confundas.
Limitarme a rebatir su acusaciones me había colocado en una posición defensiva que no me convenía, así que traté de recuperar el control de la conversación lanzándole yo una pregunta.
—¿Por qué no te gusta que esté aquí?
Ella se cruzó de brazos y permaneció en silencio, dejando claro lo inútil que era preguntarle nada.
—¿Me dejarías hablar con Coral?
Sagrario dio una vuelta más al remango de su camisa blanca.
—¿Por qué crees que Perla ha hecho lo que ha hecho?
Negó con la cabeza en señal de incredulidad.
—El que no era periodista…
—No lo soy.
—Entonces eres un buitre.
—Soy escritor.
Sagrario encontró una hebra de plátano en su antebrazo, se le habría quedado pegada de alguna de las basuras. La separó de su piel con una cara de asco que bien podría estar dirigida a mí. Desechó el desperdicio en el suelo antes de volver a mirarme.
—Buitre.
Se encaminó al restaurante dando por finalizada la conversación. El brillo de la máquina expendedora perfiló en la oscuridad su pícnica anatomía, de hombros anchos, articulaciones romas.
—Podrías al menos cambiarle el camisón a Coral —solté de pronto—. Que lo tiene manchadísimo.
Sagrario se detuvo. Permaneció de espaldas. Ambos nos dimos cuenta de que yo acababa de confesar por error que había visto a Coral. Deseé no haber metido en problemas a Ángela. Una de las manos de Sagrario se cerró en un puño. La elevó a la altura de su oreja derecha. Intuí que lo que iba a hacer era mostrarme su dedo mayor para mandarme a la mierda, y luego quizá soltarme la hostia que contenía su nombre. Sin embargo, tras unos segundos, recogió el puño como si hubiera recapacitado y decidido que no valía la pena reaccionar. Que su espalda y su indiferencia eran la mejor respuesta para el animal carroñero que ella veía en mí. Siguió caminando hasta la entrada del comedor.
Desde allí, empujando la puerta, volvió a enfilarme durante un instante.
Después miró a los contenedores, como si toda esa basura y yo fuéramos la misma cosa.
De regreso a mi habitación, vi algo bajo la puerta, en el suelo. Temí que fuera una cucaracha —como la que había visto la noche anterior al bajar del coche— y pegué un salto hacia el escritorio. Dejé el sándwich y el café junto al ordenador dando tiempo al insecto para escapar y permitirme cerrar la puerta.
Encendí la lámpara de la mesita de noche, una que tenía un agujero triangular en la pantalla y proyectaba el polígono por toda la pared. La luz principal de la habitación eran tres bombillas en el techo de una deprimente luz blanca que iba a evitar encender todo lo posible. Prefería la acogedora luz naranja de esa lámpara rota aunque su agujero en la pantalla deslumbrara desde ciertos ángulos.
La cucaracha seguía en el mismo sitio, pero, a la luz, distinguí que, en realidad, no era una cucaracha. Era algo mucho más fino y no tenía patas ni antenas. El supuesto insecto parecía más bien algo hecho con papel.
Lo recogí del suelo y me senté en la cama, junto a la lámpara de la mesita.
Lo que tenía entre los dedos era, en efecto, algo elaborado con papel. Como una manualidad. Sobre una cartulina rectangular, más pequeña que una tarjeta de crédito, se encontraba pegada otra cartulina, esta recortada con una forma curva. Encima de esta, había grapada una tercera cartulina con la misma forma pero algo más fina, para que la inferior generara el efecto de un borde. Todo estaba decorado con purpurina y una imitación de brillantes en forma de diminutas pegatinas.
Reconocí una letra «S». O también podía ser un «5». Casi con total seguridad, el papel no había estado ahí cuando salí de la habitación para bajar a las máquinas expendedoras, así que alguien lo había metido por debajo de mi puerta mientras hablaba con Sagrario.
Me asomé a la puerta y miré a las ventanas de Coral. Había una encendida, la de la habitación que contenía la cocina. Esa noche cenaba con ella su tía Ángela, aunque era Sagrario quien iba a quedarse a pasar la noche con la niña. Valoré si Coral habría burlado la vigilancia de su tía unos segundos para salir y dejarme esa letra por debajo de la puerta, o si su tía se lo habría permitido. Valoré incluso que no hubiera sido Coral quien la había dejado. Salí al pasillo exterior para comprobar el resto de ventanas del hotel. Todas apagadas. Ahí no había nadie más. Además, los colores de las cartulinas, la purpurina, los brillantes, toda la idea de la manualidad en general hacía pensar en el trabajo infantil y femenino de una chica.
Entré a la habitación y cerré la puerta con llave. Jugueteé con la cartulina entre los dedos mientras cenaba. Probablemente era un regalo que Coral me hacía tras habernos conocido esa mañana. Un detalle cortés con el que quería demostrarme que a lo mejor, de verdad, podíamos llegar a ser amigos. Era una ofrenda un tanto infantil para una chica de trece años, pero también en nuestra conversación ella me había parecido más pequeña de lo que era. Lo que no entendía era por qué me regalaría una «S» o un «5». Quizá no fuera ninguno de los dos, sino la representación de un gusano o una serpiente.
Terminé de cenar y metí la manualidad en una carpeta de las de documentación. Ya le preguntaría directamente a Coral cuando tuviéramos una nueva oportunidad de hablar. Retiré de la mesa el envoltorio del sándwich, restos de migas, el vaso de cartón vacío.
Abrí el ordenador.
El cursor parpadeaba junto al punto final de la frase que había pronunciado Coral en los brazos de la desconocida que la recogió en la carretera: «Mamá está muerta». Introduje un salto de página para cambiar de capítulo. En este, aunque iba a retomar la historia apenas unos minutos después de ese momento, iba a cambiar de punto de vista. Necesitaba la mirada de otro personaje que contara, desde fuera, lo que se encontró esa noche al llegar al hotel. Y elegí la mirada de la guardiacivil a la que yo había visto esa misma mañana en el comedor, la de la rígida postura y el andar militar —ella y su compañero se encontraban muy cerca del hotel cuando saltó el aviso y habían sido los primeros en llegar a la escena del crimen—. Disponía, además, de varias declaraciones suyas en medios a partir de las cuales novelizar el capítulo.
Nada más bajar del coche patrulla, la agente de la Guardia Civil apretó la mano de Coral en el asfalto y le prometió que estaba a salvo. No le preguntó nada sobre lo ocurrido. Solo le pidió su nombre. Y lo usó para repetirle con total seguridad que iba a ponerse bien.
—Coral, vas a ponerte bien.
Le dijo que enseguida llegaría la asistencia sanitaria que necesitaba. Apenas un minuto después, el aullar y el brillo de una sirena en la noche anunciaron a la ambulancia. De un frenazo, el vehículo se detuvo junto a la víctima. La guardiacivil separó a la conductora del utilitario, que todavía arrullaba a Coral como si fuera su propia hija.
—Vuelva al coche —le dijo—. Y retírelo al arcén. Deje trabajar a los paramédicos.
Otros dos turismos frenaron en la carretera activando sus luces de emergencia. La agente dejó a su compañero al cargo de lo que pudiera liarse allí fuera. Ella atravesó el aparcamiento, sacudiendo mosquitos de su cara. Localizó la única puerta abierta en el primer piso. La experiencia le decía que ahí ya había pasado todo lo que tenía que pasar: en escenas del crimen culminadas existía una escalofriante quietud fácilmente identificable con algunos años de trabajo a las espaldas. Aun así, empuñó el arma mientras subía las escaleras, esa misma experiencia recomendaba también no confiar nunca del todo en ninguna intuición. El terrible aspecto del pasillo exterior, manchado con trazos de sangre dibujados por manos y rodillas, sirvió de macabro anuncio a lo que encontró al acceder a la vivienda y encender la luz. Un líquido que corre por el interior de venas y arterias no debería estar empapando sofás, goteando desde una silla, secándose al aire como si fuera pintura fresca. Enseguida localizó los dos cuerpos de los que emanaba la sangre: una mujer en el suelo y un hombre en el sofá. Las heridas en ambos eran de arma blanca, la de ella en el abdomen, y la de él, en el cuello. La cara tatuada del hombre confirmó a simple vista a la agente que se trataba del padrastro de las niñas: Servando. El cadáver de la mujer sería, salvo sorpresa mayúscula, el de Bárbara. De las dos hijas, a quien la ambulancia atendía en la carretera era a Coral, así que la única que podía seguir con vida allí dentro era la otra. La agente la llamó por su nombre:
—¿Perla? Perla, ¿estás aquí?
La agente se adentró en el salón. Un sonido adhesivo acompañó cada uno de sus pasos, el de la suela de sus zapatos despegándose de la sangre.
—¿Estás bien? Somos la Guardia Civil. No tengas miedo.
En estado de alerta, la agente aguzó el oído en busca de la más leve respuesta. Observando el estampado de sangre en el suelo, pudo visualizar la pelea y los forcejeos que lo habrían causado. Se adivinaban pies arrastrándose, cuerpos rodando, caderas apoyándose, codos clavándose. Había huellas de zapatillas, de botas, de pies descalzos. Cuatro personas enzarzadas como gatos callejeros. La agente imaginó el eco de los gritos que habrían acontecido ahí minutos antes. Casi pudo oír la sorpresa en las gargantas, el miedo en las voces, las amenazas, los insultos, las súplicas.
—¿Perla?
Nada.
Ni las más mínima reacción.
Hasta que sí oyó algo. Como un susurro. Más bien una respiración dolorosa.
—Perla, ¿dónde estás?
Se oyó un estertor de agonía. La agente decidió dejar de lado su avance precavido y sigiloso. Debía encontrar cuanto antes a esa joven que agonizaba en algún rincón de la casa.
Antes de que pudiera dar la primera zancada, algo atrapó su tobillo.
Una mano.
Había cazado su pierna desde el suelo. La agente vio los dedos que la apretaban sin entender qué era esa araña sangrienta que parecía comerse su tobillo. Siguió el brazo al que pertenecía, una tensa estaca de músculo congestionado, hasta acabar en el cuerpo de la mujer a sus pies. Desde el suelo le imploraba, con los ojos muy abiertos, un rostro desfigurado por la agonía. La mujer intentó decir algo, pero las palabras quedaron reducidas a un gorjeo de sangre que la atragantó.
La agente se acuclilló junto a la víctima. Le levantó la cabeza.
—Eres Bárbara.
La cara agónica asintió levemente. La agente comunicó a su compañero que había otra persona viva en el interior de la vivienda. Que era la madre de las niñas. Y que necesitaba ayuda urgente.
—Me… muero…
—No, Bárbara. No te mueres. Vienen enseguida a ayudarte.
Los ojos parpadearon lentamente.
—Bárbara, ¿dónde está tu hija? Dime por favor dónde está tu hija.
La mano en su tobillo apretó tan fuerte que dolió.
—Bárbara. ¿Dónde está Perla?
A Bárbara los ojos se le cerraron. La guardiacivil le sacudió la cara.
—Bárbara, no te me duermas —pronunciaba su nombre insistentemente para mantener su atención en este plano de realidad—. Necesito saber dónde está Perla.
—Ella… ha… —murmuró con los ojos cerrados—… Perla…
La agente dio una bofetada a Bárbara para que reaccionara. Los ojos se le abrieron demasiado, de manera antinatural, como los de una muñeca antigua. No articuló palabra. La agente dejó descansar su cabeza en el suelo y desabrochó los dedos que estrangulaban su tobillo.
—Enseguida te ayudan, Bárbara.
La agente miró la herida sangrante en su estómago. El corte profundo de un cuchillo ancho. No pintaba nada bien.
—Solo tienes que aguantar un poco más, Bárbara —le dijo antes de levantarse—. Yo necesito encontrar a tu hija.
En el salón había una mesa redonda de comedor, el sofá de tres plazas con el cuerpo de Servando, un mueble destartalado, grande, colocado contra una pared, y una televisión plana de más de sesenta pulgadas. Un lujo tecnológico completamente fuera de lugar en una vivienda de mobiliario anticuado y nula decoración. Las paredes vacías tan solo mostraban regiones más claras dejadas por antiguos cuadros, clavos al aire que no sujetaban nada y manchas de humedad en las cornisas superiores. La agente barrió con la mirada la estancia buscando el arma del crimen. No la encontró. Un tabique mal construido separaba este salón de la mitad posterior de la habitación original, que hacía las veces de dormitorio. La cama de matrimonio y el contenido sobre las mesitas —un cenicero lleno de colillas, vasos vacíos, unas cuantas latas de cerveza aplastadas— revelaron a la agente que se trataba del cuarto de la pareja.
—¿Perla?
La agente miró debajo de la cama. Tan solo encontró polvo, tapones de botellas y pelusas. Abrió el armario. De la barra colgaban un montón de perchas vacías. Varias prendas se apilaban sobre dos sillas en una esquina de la habitación. Ningún textil de aquel cuarto —ni las sábanas, ni la ropa, ni las cortinas— olía a limpio. Las cortinas eran pequeñas, del tamaño justo para cubrir una estrecha ventana que correspondería al baño en la original habitación hotelera. Daba a la parte posterior de la construcción, un abandonado solar de piedras, cascotes y hierbas secas que se achicharraban cada día con el sol de la mañana. La agente, en plena madrugada, tan solo vio oscuridad. Calibró el tamaño de la ventana valorando si Perla podría haber salido por ella. Sí, era suficientemente grande incluso para un adulto. Lo que no parecía tan fácil de sortear era la caída desde esa altura. No mataría a nadie, pero tampoco daban muchas ganas de arriesgarse a saltar y fracturarse las piernas con un mal aterrizaje. En la pared exterior no había ninguna tubería, saliente o cornisa que pudiera servir de asistencia para bajar.
La agente regresó al salón. A su derecha vio el acceso a la cocina y el baño, ubicados en lo que habría sido otra habitación de hotel. A su izquierda, una tercera habitación se había dividido en dos dormitorios. Las puertas de ambos estaban entornadas.
—Perla, voy hacia los dormitorios. Contéstame si me oyes.
El primer cuarto que abrió, el posterior, tenía una cama individual deshecha, pegada a la pared. Sin cabecero ni mesilla. Un flexo barato descansaba directamente en el suelo. Un burro hacía las veces de armario, con camisetas, pantalones colgados. Algún vestido. En el suelo, tres pares de calzado. También había un mueble estantería medio vacío, con libros dispersos, juegos de mesa, alguna muñeca, algún peluche. Un aparato de música antiguo. Las paredes presentaban el mismo aspecto descuidado del salón, aunque el tramo a lo largo de la cama estaba lleno de pegatinas. Eran estrellas, corazones, sirenas. Además, había dos decoraciones grandes. Una era el letrero, probablemente robado por su madre o por su padrastro, de alguna calle que se llamaba como la niña a la que pertenecía la habitación. Una chapa grande de color azul oscuro con letras blancas que escribían: Calle Coral. La otra decoración, pegada sobre un pequeño escritorio, era el póster turístico de una playa. La ventana era una ventana estrecha como la del otro dormitorio, que daba al mismo solar trasero. Tampoco por ahí saltaría nadie.
La agente se desplazó al otro cuarto, la mitad delantera de la habitación original de hotel. Su ventana, grande, era la que daba al pasillo exterior. La persiana estaba completamente bajada. Del exterior llegó el sonido de otra sirena acercándose al hotel. El olor de la sangre y de los cuerpos abiertos en el salón inundaba toda la vivienda, pero aun así resultaba identificable en el cuarto el aroma a medicamento, a encierro. Según contaría la guardiacivil más tarde a un periodista —solicitando un off the record que el medio acabó quebrantando—, todo en aquella habitación resultaba deprimente y siniestro. Dijo que hasta las paredes parecían enfermas, como si estuvieran revestidas de piel infectada. La cama, vacía y con la sábana tan enredada que una de las esquinas tocaba el suelo, era más grande que la de la otra habitación. También disponía de mesitas, dos, pero ambas estaban ocupadas casi en su totalidad por cajas y botes de medicamentos, además de jeringas, sondas, gasas. Una caja con un centenar de guantes azules de nitrilo aparecía caída en el suelo, como si acabara de usarse. En un rincón había unas muletas, en otro, una silla de ruedas plegada. No se había hecho ningún esfuerzo por aligerar el ambiente de la estancia, embellecerlo de alguna manera. Nada en ese lugar permitiría olvidar a la niña enferma que durmiera ahí, ni durante un segundo, el hecho de que estaba enferma. Era como la habitación de hospital más desordenada y triste del mundo. En una de las paredes había un letrero igual al de la habitación de su hermana. Calle Perla.
—¿Perla? —preguntó la agente.
Se hacía extraño pronunciar un nombre tan bonito en aquel tétrico escenario. Y más cuando empezaba a ser evidente que la niña no estaba allí. La agente oyó pasos trotando por la escalera exterior. A los paramédicos que entraron en el salón les indicó dónde se encontraba Bárbara.