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Un espectador privilegiado, cuatro parejas, siete modelos a elegir y una idea bajo sospecha: la monogamia tradicional. Una invitación a repensar las relaciones sexo-afectivas, donde conceptos como la fidelidad, la exclusividad y la pareja parecen desfasados y piden a gritos una revolución. "¿Abrimos la pareja?" es una pregunta que flota, más que nunca, en el ambiente, como solución a la crisis de nuestra sexualidad occidental. ¿Te atreves a cuestionarte tu relación de pareja? ¿Y a probar un giro radical?
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Seitenzahl: 542
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Publicado por:
www.novacasaeditorial.com
© 2023, Jordi Clotas
© 2023, de esta edición: Nova Casa Editorial
Editor
Joan Adell i Lavé
Coordinación
M&C
Portada
Yamuna Duarte
Maquetación
M&C
Corrección
Nova Casa Editorial
Impresión
Masquelibros
Primera edición: 2023
ISBN: 978-84-1127-976-5
DL: B 4119-2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).
JORDI CLOTAS
A Yol Benages,curiosa empedernida, exploradora infatigable.
Agradecimientos
Prólogo: El Enigma
Cena para ocho, o el enrevesado universo de la pareja actual
De la monogamia tradicionala la pareja abierta
Cómo interpretar un sismograma emocional
Dejen salir antes de entrar
Hay una gotera en la habitación
Abrir la pareja
Epílogo: el sexo que nos viene (¿Utopía o distopía?)
Nota final
Anexo. Herramientas: Qué leer
Agradecimientos
Es difícil construir una biografía sexual y rescatar para la memoria a quienes, consciente o inconscientemente, la han ido configurando. Por suerte, la Vida y el Azar se fueron confabulando para cruzar en mi camino a muchos de los referentes de la revoltosa sexualidad de nuestro tiempo. No están todos los que han sido, pero son todos los que están. A todos ellos, recordados e involuntariamente olvidados cuando escribo estas líneas, mi agradecimiento.
En primer lugar, gracias a mi querida Valérie Tasso, la inteligencia creativa puesta al servicio del oficio sexológico, por aceptar mi invitación a escribir el prólogo de este libro. Y una vez asegurada su presencia en este capítulo de agradecimientos, y por riguroso orden alfabético, mi especial reconocimiento a:
Adolf Tobeña, por tu incansable investigación de estudios serios y datos fiables para convertir el ruidoso paraíso naif de la sexualidad, pleno de “gurús” verborreicos, en un purgatorio de realismo con un mínimo de certezas.
Amarna Miller, por tu papel en la versión cinematográfica de mi Guerra de Sexos, el Bad Sometimes de Lara Tinelli. Nos quedó pendiente un debate feminista con presencia masculina.
Conrad Son, por tu incansable capacidad de trabajo y por los buenos tiempos de PrimPorn, Galaxy Awards y Amantres.
Efigenio Amezúa, por tus inolvidables “amezuadas”. Nunca la discrepancia ha sido tan entrañable y productiva.
Erika Lust, por elevar el porno a la dignidad de espectáculo descargado de sospecha y demonización gratuita.
Eva Moreno, porque al galope sobre tu, ya mítico, concepto de Tapersex demostraste que el negocio del sexo no estaba reñido con la elegancia y la clase, y porque supiste devolver al placer femenino sensaciones durante mucho tiempo olvidadas.
Evita de Luna, porque eres amor en un universo de lobos.
Inés Tantra, por descubrirme el erotismo sin urgencias.
Jaume Florenza, por incorporar la sexualidad a tus intereses meta-físicos, por tu ejemplar generosidad y entrega y por tu paciente implicación en todos y cada uno de mis proyectos y vivencias desde hace décadas.
Josep Lapidario, por enseñarme, desde tu serena lucidez, que el BDSM y la sensibilidad no son incompatibles.
Lara Tinelli, por nuestra hermandad de mayo.
Marcos Sanz, por restaurar mi idilio con la fascinación por la intelectualidad apasionada y militante, al más puro estilo de Onfray y Bauman.
María de la Pau Janer, por renovar, durante mil y una noches, nuestra mirada sobre una sexualidad desprovista de tapujos y tabúes.
Marina Castro, por hacer de Código Swinger libro de sobremesa de tantos asistentes a tus talleres.
Marina Martori, por incluir mis fotografías en un libro fascinante.
Mistress Minerva, por recordar a diario la débil frontera entre dolor y placer, y convertir esa paradoja en arte.
Noemí Casquet, por ese proyecto de erotismo y Harley-Davidson que se quedó en el tintero y que algún día retomaremos.
Nuria Capitán, por tu insaciable creatividad y capacidad de sorprender.
Pepe Cera, por ser memoria viva de los tiempos en los que el sexo en España cambiaría definitivamente y por tu irremplazable militancia a favor de las sexualidades liberadas. Me encantó verte representado en la serie La Veneno por Juan Muñoz, de Cruz y Raya.
Pere Estupinyà, por demostrarnos que ser científico y hacer inmersión y trabajo de campo en el, a veces frívolo, universo de la sexualidad no son cosas incompatibles. Seguimos teniendo una cita (intelectual, por supuesto) pendiente.
Raúl Escalona, por construir, desde Love Stop, un escaparate para el Erotismo Barcelonés de los últimos años. Gracias por haber estado siempre ahí desde el entusiasmo.
Roberto Valtueña, por seguir demostrando que aún es posible una pornografía de autor como la de los 70, inteligente y artesanal. Aprendí mucho de ti, hermano.
Roser Amills, por fascinarnos durante mil y una noches con un incomparable conocimiento de la historia del sexo. No dejes de ser nunca el indómito e incorregible cascabel ni pierdas tu sonrisa permanente de feminidad canalla y aventurera.
Tatiana Aponte, por haberte convertido en musa de la sexualidad puertorriqueña más abierta y liberada.
Venus O’Hara, por compartir alguna de las mil y una noches por la presentación conjunta de nuestros libros, un ya lejano Sant Jordi en Love Stop. No dejes nunca de seducirnos.
Y, para acabar, a mi familia de SexNFilms: Ana, Conchi, David, Flor, Idoia, Manuel, Norma, Tati, por sacar lo mejor de mí en los fértiles debates de los miércoles.
Ólvega, Soria, septiembre de 2022
Prólogo: El Enigma
Casting y making of: lo que hay detrás de un prólogo…
A las personas que nunca han tenido que escribir un prólogo, que sepan, porque no suelen ser conscientes de ello, de la enorme responsabilidad que representa esta tarea. Se supone que un autor con el que congenias, porque piensa igual que tú, porque es tu amigo, porque hay una admiración mutua y un largo etcétera, te pide unas palabras “amables” de introducción a su libro (suele ser así), y cierto juicio en concordancia con lo que ha escrito. Es una tarea que pesa, que me pesa —quizá por eso ninguno de mis libros tiene prólogo— como el cuerpo dormido sobre el mío de un amante después de una noche de pasión (o de un crimen, ¡qué más da! Los kilos siguen siendo los mismos…). Pero cuando Jordi Clotas me pidió ser el sicario que introduce su obra, analiza la situación, establece la estrategia y “dispara” para que llegue directamente a la mente del/a lector/a, no supe decirle que no. Querido Eros (como el dios de la cohesión entre todos nosotros), ¡te maldigo porque soy, en el fondo, una cobarde y lo sabes!1
Escribir un prólogo cuesta muchísimo más trabajo que redactar un artículo de seis páginas para una revista. Sin embargo, después de mi “sí, quiero, Jordi”, pensé: lo bueno y gratificante de escribir un prólogo sobre su libro es que sé pertinentemente que le puedo mandar al reverendo carajo (como dicen los buenos de los porteños…) a poco que me apetezca. Sí, me gusta el humor inglés y los elaboradísimos insultos argentinos. Soy francesa. Lo sé, nadie es perfecto… Y sé, sobre todo, que Jordi y yo seremos, luego, capaces de entablar un diálogo sobre nuestras diferencias y hasta de cambiar de opinión. Que no es poco. Y es maravilloso. Hoy en día, los bla bla bla, el “yo opinoque” y el estar más pendiente de nuestro propio discurso en lugar de lo que se está comunicando al “otro” es el pan nuestro de cada día. Y por cierto, es uno de los grandes problemas de las parejas, pero no quiero hacer spoilers del libro. Eso sí, de lo que se suele olvidar la gente es que la última palabra no necesariamente da la razón, no; solo demuestra quién es más pesado.
Un sicario capaz de meterte con una precisión sin igual, entre ceja y ceja, conceptos complejos de manera asequible
Pues bien. Al final, el sicario intelectual, en este caso y a través de este libro, resultó ser, nada más y nada menos, que el propio Jordi Clotas. Y le agradezco de todo corazón que me haya encomendado la tarea de prologar este increíble libro. Porque es lo que es: increíble. No solo porque puede ir perfectamente dirigido a profesionales/estudiantes de la Sexología, sino que es, sobre todo, un libro que toda pareja, solteros/as, divorciados/as y curiosos/as deberían leer a poco que se precien como seres sexuados que son. Jordi Clotas tiene un talento especial para transmitir de manera sencilla conceptos primarios2.
Pero veo que me voy, como buena novata que soy en prólogos. Lo he empezado por el final. Pido de antemano perdón al lector y a Jordi.
El enigma de la pareja
Para los que ya me conocéis, sabéis que las palabras nunca me resultan inocentes. Y para Jordi, tampoco. Lo he repetido muchísimas veces y lo seguiré haciendo. Soy sexóloga, que no “erósofa” como se describe Jordi. Una palabra preciosa, por cierto, que significaría literalmente “el que tiene/pretende tener sabiduría sobre el erotismo”. Yo no la tengo. Jordi querido, tienes una ventaja… Eres filósofo y yo no. Y sé que si bien las preguntas liberan, las respuestas alienan. Sigo aprendiendo cada día, en consulta, de las parejas que “creen” en mí y, a buen seguro, aprenderé de ti.
Me fascinan las parejas. Hasta tal punto que muchos compañeros míos (psicólogos, sexólogos, psiquiatras, etc.) me suelen derivar todos los problemas de parejas que tienen que abordar porque les suele resultar tremendamente engorroso, difícil y complejo hacer terapia con ellas. Y añadiré más: no les apetece. “Demasiado trabajo, demasiados conflictos, Valérie… Encárgate tú”. Eso suele ser el argumento principal. Pero ya lo habréis adivinado: a mí (y a Jordi), me va la caña.
Me fascinan las parejas porque son un enigma, como anuncia el título. Y lo que me suele maravillar de esta estructura social que es LA pareja, es que es una auténtica filigrana. Que no se caiga la Tour Eiffel me parece increíble, pero que no se haga pedazos una pareja, y más en los tiempos actuales, convulsos, que nos han tocado vivir, ya es un auténtico milagro. En definitiva, la pareja es un enigma. Por eso mismo he dedicado parte de mi vida en estudiarla. Y por eso mismo suelo escribir “críticas” sobre películas eróticas que hablen de la pareja.
La pareja no se gestiona como una empresa (aunque lo parezca)
El amor (incluso en tiempos de cólera) no se gestiona como una empresa, como una startup. Aunque, desgraciadamente, nos parezca que así sea (con Tinder y otras apps que describe Jordi en su libro). Si se hiper-racionalizan las relaciones afectivas en la búsqueda de maximizar un “beneficio” en cada una de ellas, desarticulamos en el fondo la propia posibilidad del amor. Eso pasa, por ejemplo, en lo que llegué a llamar “la gestión de la promiscuidad”. La gestión del Otro (aquel o aquella en discordancia) que, tarde o temprano, aparecerá. No se trata de “abrir la pareja”… Depende, como podréis leer en las páginas del libro de Jordi Clotas, de la pareja y del terapeuta. Esa introducción del “Otro” es un “phármakon”, es decir, siguiendo el sentido griego, un remedio, por supuesto, pero también un “veneno”. Esas dos acepciones tiene ese término.
El libro de Jordi Clotas
Ahora sí, me toca hablar de la estructura del libro de Jordi… ¡Perdón por la demora! Lo que me encanta del libro de Jordi Clotas es que lo salpica con la historia de cuatro parejas en diferentes fases de “enamoramiento”, de “permeabilidad”, de “apertura de la pareja” con conceptos primarios, recuadros sobre términos nuevos, ciencia, filosofía, derecho, comunicación… E incluso de su propia experiencia personal (me da igual si es verdad o no) al final de su libro. En resumen, se trata de una obra muy completa que me ha ayudado incluso a mí a poner palabras donde no pensaba yo que existían (o no se podían decir), y a evitar ciertos eufemismos (en estos tiempos de cis hetero blanca, Jordi querido, también me pasa… no te vayas a creer).
Para acabar este pesadito prólogo mío, me quiero despedir con dos maravillosas frases que Jordi dice en su libro y que me parecen absolutamente elocuentes:
“De nada sirve el oficio de sexólogo si el individuo es el único protagonista del relato y la pareja, una mera anécdota, lugar de encuentro casual entre amantes que siempre parecen ir de paso, sin voluntad de quedarse y no dejar claro qué buscan.”
La otra es:
“Lo malo no es que no sepamos estar solos. Lo malo es que cada vez sabemos menos estar acompañados.”
¡Olé y mil gracias, querido, por estas palabras y por confiar en mí!
Siempre tuya (No. No somos “amantes”… Todavía).
Valérie Tasso
A 31 de octubre de 2022 (con retraso, siempre…).
1N. del A.: Antiguamente, la tarea de la sabiduría era el resolver enigmas. Véase la muerte de Homero o la Esfinge de Tebas, entre muchos otros ejemplos.
2N. del A.: Los conceptos llamados “primarios” son todos aquellos que manejamos y entendemos, pero que, a la hora de darles una definición, nos resultan sumamente difíciles de explicar. Algunos ejemplos: el Erotismo, el Deseo, el Amor, el Bien, el Mal, la Justicia, la Verdad, etc. Entre muchos otros ejemplos.
Cena para ocho, o el enrevesado universo de la pareja actual
Emma y Martín
—¿No te arreglas?
—¿Es que no voy bien así? Hace mucho calor.
—Por favor, Martín. Invita Narci, así que iremos a alguno de sus restaurantes de lujo. Hoy toca impresionar a su última conquista. No puedes ir hecho un pordiosero.
—¡Uf, qué pereza! Espero que al menos valga la pena. Por cierto, ¿quién es ella esta vez?
—Ni idea, pero te puedes imaginar… Solo sé que se llama Débora y que la conoció en su gimnasio para niños pijos. Dice que, esta vez sí, ha encontrado por fin al amor de su vida.
—¡Por dios, Emma! ¡Como si no le conocieras! Narci es un monógamo sucesivo vocacional.
Emma y Martín son supervivientes a un año de noviazgo, ocho de matrimonio y cuatro de paternidad. Ni tan mal. Su matrimonio empieza a tener denominación de origen y etiqueta de reserva. Cuando piensan en ello, sienten una extraña mezcla de orgullo y vértigo. Pero son tiempos extraños. La monogamia parece haber pasado de moda. Ahora lo que se estila es lo que aquí llamamos MRAM, los Modelos Relacionales Alternativos a la Monogamia. Y es que, ya desde los tiempos de Eva y Adán, no hay mejor alimento para el Deseo que lo prohibido. Así que nada nuevo. Nos sigue entusiasmando todo lo transgresor, en especial el sueño lúbrico de una sexualidad sin coartadas morales, libertina y promiscua. Pero la Moral Sexual Cultural disfruta haciéndonos sentir mal, y nos despierta de malas maneras, justo cuando ese sueño empieza a ponerse interesante. “¿Qué estabais soñando, pervertidos?” es solo una de entre esas tantas preguntas comprometidas que nos ponen a la defensiva y nos obligan a ser creativos en la invención de enrevesadas respuestas. Al final, acabamos convertidos en especialistas en idear coartadas éticas para justificar lo que, en realidad, desde siempre se ha justificado solo: nos encanta la novedad, la variedad y la sorpresa, y en especial cuando se trata de una sexualidad algo canalla. Asumámoslo, y todo será más fácil.
Monógamos imperfectos
Somos, por si no os habíais dado cuenta aún, monógamos imperfectos. La fascinación por la variedad y la monogamia no casan bien. Nos aburren los relatos costumbristas y su insufrible monotonía, cuando la vida entra en bucle y los días discurren lentos y previsibles en nuestros paseos por un siempre mismo cuerpo. Siendo así, es razonable la sospecha de que la promiscuidad nos venga de serie. ¿No bastaría entonces con apelar al sentido común y dejarnos de monsergas? Pues parece ser que no, porque si no no se explica cómo nos hemos convertido en esos simios sofisticados que se ponen tan trascendentales cada vez que se les pregunta por sus deseos. Preferimos enredarnos en argumentaciones balsámicas que mitiguen el sentimiento de culpa cuando nos damos cuenta de que somos tan débiles ante la llamada de la carne. Nietzsche, el mejor de los abogados de Dionisos, se pondría de los nervios. “¿Cómo qué 'débiles'?”. “¿A qué viene esa obsesión por inventarnos etiquetas que disculpen al Deseo cada vez que decide soltarse el pelo y a la Fantasía cuando se pone a campar a sus anchas?”, se preguntaría el Filósofo de los filósofos, el azote de la Moral. Pero somos así de complicados. Que si el Poliamor, que si la Anarquía Relacional, que si las triejas (o sea, las parejas de tres), que si lo kinky, que si lo slattern… Humanos, demasiado humanos.
Al final, como en el carnaval, nos disfrazamos para permitirnosser sin tapujos ni coartadas. En lugar de presentarnos como honestos promiscuos, preferimos escondernos detrás de máscaras y asistir a la fiesta vestidos de etiqueta, de cualquiera de esas llamativas nuevas comunidades que, a modo de contraseña, se convierten en fórmula de acceso a la bacanal y dan legitimidad a nuestra participación en alguna de las celebraciones de la Gran Orgía del Mundo sin acabarnos de sentir mal del todo. Hemos aprendido que la mejor manera de no juzgarse perverso o amoral es disfrazarnos de seres sexuales no-normativos, apuntarnos a alguna de esas nuevas tendencias de moda y hablar desde una u otra de aquellas etiqueta. “Mira, es que soy poliamoroso y, por tanto…” bla, bla, bla. Al final, quizá sería tan sencillo como decirse: “oye, ¿a ti no te cansa este menú?”. El menú al que nos referimos, por supuesto, es el del Pequeño Restaurante de la Monogamia, un clásico entre los clásicos, el Old Style de mesas con reserva perpetua para los siempre mismos dos comensales. “Donde comen dos… los terceros pasan hambre” es su célebre lema. Pero la verdad es que nos cansamos de comer siempre lo mismo y con el mismo. Lo de menos son los motivos, que no faltan seguramente, pero un día el comensal de siempre no vuelve nunca más, y todo son lamentos. “La monogamia es una imposición cultural”, deja escrito a modo de despedida sobre la bandeja del maître.
—Buenas noches, Damián. Tenemos mesa reservada.
—¿Cuántos serán?
—En principio, ocho. ¿Habéis hablado con Lara y Héctor? Habíamos quedado a las nueve.
—Ahí llegan Alba y Andrés. ¡Vaya! ¡Se han puesto tremendos desde el verano pasado! ¡Qué cambiazo, chicos!
—Hola, grupo. ¿Cómo estáis? ¿Y tu “media naranja”, Narci?
—Estará al caer, espero. La puntualidad no es precisamente su fuerte… Por cierto, ¿dónde están Lara y Héctor?
—Relájate, Narci. Podemos tomar algo mientras tanto. Ya llegarán.
—¿Les sirvo en la mesa? Les he reservado la redonda grande, en mitad de la sala. Esta noche no hay muchas reservas.
—Gracias, Damián. Ponnos lo de siempre.
—Por supuesto, don Narciso.
—¿“Don Narciso”? Ja, ja, ja, ja. Pareces sacado de la saga de El Padrino.
—Ahí llega Débora. ¡Vaya tipazo! ¿No os parece?
La Pareja Champán: Narci y Débora
Alba y Andrés no le quitan el ojo a Débora. Las nuevas parejas de nuestras amistades lucen casi siempre una peculiar aura de morbosa sacralidad prohibitiva. Nos encanta el juicio estético y ético del recién llegado, y usurpar en nuestro imaginario el lugar del que acaba de estrenar algo. Con el paso del tiempo, esa sensación de novedad se desvanece. Afloran las carencias del invitado y somos crueles fiscales de sus defectos. Es nuestra manera de mitigar la envidia ante lo novedoso. Confirmar que no es oro todo lo que reluce y que en todas las parejas cuecen habas, tiene algo de balsámico. “Era demasiado perfecto para ser verdad”.
Pero, por ahora, Débora aún encarna todo lo que se espera de esa imagen de perfecta amante que luce: novedad, exuberancia, voluptuosidad… Alba y Andrés esperan que se siente y se colocan lo más cerca posible. Les excita la idea de lo proscrito, y además Débora parece caída de un calendario Pirelli de los de antes, o de una portada de Playboy. Les encaja a la perfección para añadir un morboso episodio más a una nueva vida conyugal que sus compañeros de mesa descubrirán esa misma noche, antes de que irrumpa el drama. Cada movimiento de Débora parece perfectamente ensayado, puesto al servicio de una seducción 24/7. Su descarado narcisismo está a la altura del de su macho 3-pro: protector, proveedor y… ¿progenitor?
—Hemos decidido tener un hijo pronto. De hecho, queremos tener tres o cuatro.
—¡Vaya, Narci! ¡No me digas que nuestro donjuán por fin ha madurado!
—Ya ves, Martín, lo que son las cosas. Con ella me siento tan… distinto.
—Amo a Narci con toda mi alma. Ya no confiaba en encontrar al hombre de mi vida y, un día, cuando menos lo esperaba…
—Vale, vale, vale, que estamos en horario infantil. ¡Dejad los besuqueos para los postres!
—Ahí vienen Lara y Héctor. ¡Por fin! Ya estamos todos. ¿Os ha pillado la operación retorno playera? ¡No os ha dado ni tiempo de cambiaros! ¡Vaya pintas! ¡Sentaos, va! ¿Qué queréis tomar?
El (presunto) “fraude” de Eros
¡Ay, Narci! Le pasa un poco como a mí: está ya un poco harto de que acusen a Eros de ser un timador. De un tiempo a acá, parece que nos ha dado por la crítica fácil del Amor Romántico. ¡Ya sabemos que la fase de enamoramiento dura lo que dura! Pero, ¿sabéis qué? Es una de las pocas experiencias, en nuestra existencia prosaica, por la que vale la pena pasar si uno quiere sentir que realmente ha vivido. Y si puede ser más de una vez, pues tanto mejor. La sensación de amar y ser amado con locura no tiene parangón con ningún otro hito de nuestras memorias. “Ya, pero… ¿y lo que se sufre cuando se acaba?”. Buen intento, amigo lector, pero entonces mejor no probar nada que te guste en exceso. Mejor una vida gris y sin riesgos para no sufrir el síndrome de abstinencia de su posible irrepetibilidad. ¡Menuda estupidez! El amor duele, está claro. Lo cuenta Eva Illouz en un maravilloso libro que titula, sin complejos, ¿Por qué duele el amor?1Pero también es desagradable la resaca después de una fiesta salvaje, y su recuerdo perdura en el tiempo sin que nos arrepintamos para nada de haber asistido a ella. Acordarse solo de un mal final es una forma malintencionada de evaluar lo vivido. Como todo en la vida, el amor va de luces y de sombras, de blancos éxtasis y negras decepciones. Y en mitad de todo ello, infinidad de grises claroscuros.
Cuenta Platón que Eros, dios de la Atracción Sexual y el Amor, era el vástago de Poros(Abundancia) y Penia (Pobreza). Sagaz metáfora, que anticipa cómo poco a poco los amantes podrían ir perdiendo la subvención del padre despilfarrador para caer desconsolados, acabada la época de vacas gordas del romanticismo, en los brazos de una madre austera, realista a rabiar, maestra en el arte del desengaño. Penia es como una inoportuna representación de la Piedad, puro consuelo del desierto del desamor o de lo que aquí, más adelante, llamaré la sin-pasión. De todo a poco (o nada), un día al enamoramiento se le acaba la batería y nadie nos enseña dónde encontrar un cargador y un enchufe para la pasión. Y entonces empieza el juego de las paradojas. Buscamos a aquel perfecto amante de apenas meses atrás y, en su lugar, encontramos un cuerpo despojado ya de magia y vida. Y lo peor es que esa decepción, aunque mutua, llega de forma sincopada. Siempre hay uno que despierta antes y empieza a poner las cosas difíciles. Se arroja a los pies de la realidad y empieza, desde un duelo callado, a cuestionar la fortaleza de aquel vínculo que se prometía eterno, inoxidable. Cambia su mirada. Son momentos complicados, en los que, el aún-enamorado, no entiende qué está pasando. Durante un tiempo, albergará la esperanza de pensar que no ocurre nada; de que el otro “estará pasando un mal momento”, y de que todo volverá a su cauce junto a la felicidad y las perdices. Pero eso no suele ocurrir, y entonces descubrimos la cruda verdad: la pasión no se regala.
Conviene saber: la selección natural acaba cargando a nuestra especie con infinidad de neuroquímicos que, en el momento de la ruptura de la pareja, nos dejan no tanto una sensación de vacío como de “mono”. Emociones, instintos y motivaciones se ven de repente desprovistas de las drogas que las alimentaban, produciendo auténticos cortocircuitos en el cerebro y en el cuerpo hasta que se reponen, con el tiempo, los circuitos neuronales.
La fase de enamoramiento es como esas promociones en las que, provisionalmente, las cosas se visten de gratis hasta que, una vez te han enganchado, ya no puedes escapar de ellas. “Pasión gratis para mantener viva la relación amorosa”. El Placer es la droga del Deseo, y la Pasión Romántica, su camello predilecto. Tras el subidón, llega el mono. Cuando la droga del enamoramiento empieza a perder su efecto y exige sacrificio y esfuerzo de mantenimiento, arranca un proceso de desgaste de la pareja que solo algunas parecen saber reconocer, pero pocas gestionar, sobre todo cuando se es joven y se tiene la sangre caliente. El desengaño acaba entonces siendo incluso balsámico, porque las rupturas por desgaste parecen romper menos, y más ahora que Tinder o Grindr, entre otros, son proveedores de infinitas alternativas a ese desengaño. ¿Y a partir de ese momento, qué? El sexo casual es un analgésico de vida corta, poco eficaz, excepto cuando de lo que se trata es de olvidar durante un rato fracasos y frustraciones. Podemos lanzarnos a follar, sí, como si no hubiese un mañana. Pero, nos guste o no, ese mañana vendrá, preguntando impertinente por el ayer y con la mirada crítica puesta en un hoy devaluado, contra todo pronóstico, en tiempo récord. ¿Y entonces? Pues entonces toca ponerse a trabajar. No nos queda otra. Hay que dar las gracias a la etapa de enamoramiento por habernos mostrado cuánto somos capaces de amar, y que ese amor existe, que no es un cuento chino, sino una maravillosa experiencia de placer, pasión y deseo a la que debemos aspirar como meta.
Pero no. En lugar de mostrar nuestro agradecimiento por ese regalo, preferimos lanzarnos a una crítica voraz contra el romanticismo como estafa. “Eros es un timador”, denunciamos desde el más agrio de los resentimientos. ¡Qué tontos somos! ¡Cuánto daño ha hecho el Estado del (presunto) Bienestar y la estúpida pedagogía de la sobreprotección! Decía mi abuelo, sabio analista de la cotidianidad, que cada vez que escuchaba la palabra “gratis” se echaba rápidamente la mano a la cartera. Nuestra generación de mimados y malcriados consumidores de todo ha convertido el regalo en exigencia de derecho adquirido. Así que a Eros se lo lleva al juzgado por habernos inoculado el veneno de una experiencia única, la de la pasión absoluta, sin habernos advertido que al cabo de un tiempo el mantenimiento de esa pasión se la tenía que trabajar cada cual. ¡Mira por dónde!
Ese, y no otro, es el absurdo argumento por el que se condena a Eros, en uno de los tantos mantras sin fundamento de nuestra época, por un falso delito de publicidad engañosa. Pero lo que Eros nos quiere mostrar con el enamoramiento es la descomunal dimensión de nuestra capacidad de amar, el enorme poder amatorio que atesoramos. Nos muestra el qué —esas vastas extensiones de nuestra capacidad de dar y recibir amor y placer—, pero el cómo ya es cosa nuestra. Eros nos deja pistas, sugiere caminos, insinúa límites, sugiere transgresiones… pero no va a hacer el trabajo por ti. Bastante tiene con lo suyo, que es continuar mostrando a través de los siglos el poder de amar que ofrece la experiencia humana. Así que no te queda otra que echar toda la carne al asador si quieres intentar el regreso a ese paraíso perdido que Eros un día te mostró y al que ahora condenas como “espejismo”. ¡Ponte las pilas! Desempolva la Fantasía, la Imaginación, y eso que el filósofo José Antonio Marina llama “Inteligencia Creadora”. Para Marina, esta inteligencia creadora es una poderosa conjunción de tenacidad, retórica interior, memoria, razonamiento, invención de fines, imaginación… Invita así a un juego libre de las facultades que nos permita ver salidas cuando todos los indicios parecen obstinarse en demostrarnos que no hay ninguna. Inteligencia es saber pensar, pero también tener ganas o aplomo para lanzarse a ello, propone desafiante. Muchos años antes, Freud llama precisamente “Eros” a este impulso de la inteligencia creadora, consistente en las puras ganas de construir. El amor crea, el desamor destruye. Trasladado este impulso erotizante global a la relación de pareja, en forma de inteligencia sexual, no es ni más ni menos que la consumación del reto de escribir un guion único a dos voces, agitando la realidad y desbordándola, recreándola. ¡Menuda aventura!
Narci no desfallece. Pese a acumular incontables tropiezos sentimentales, sigue obsesionado por la búsqueda de esa excepción que cree por fin haber encontrado, tras vagar por decenas de cuerpos y de compromisos rotos. Quizá Débora no se imagine con la cabeza sentada en largas tardes de domingo, cambiando pañales, con bata de boatiné y buscando histérica un chupete extraviado. Quizá le parezca inaceptable verse convertida inesperadamente en diosa doméstica sin devotos, y esa antigua Afrodita no tarde en empadronarse en la nostalgia mientras espera en vano el retorno de aquel ausente Adonis que, no hace tanto, fue su Narci. Quizá deba asumir que la monogamia no está hecha para quienes se han acostumbrado a que se lo den todo hecho. Pero hoy, en este preciso instante, en un restaurante de lujo y siendo el centro de la envidiosa mirada de todos, Narci y Débora disfrutan de esa abundancia con la que Eros les muestra su Edén. Son una pareja “champán”, todo glamur, espuma, exuberancia y cosquilleo. Hablaremos de esa tipología de pareja unas páginas más adelante, y de los riesgos de esperar que ese estado se eternice sin hacer nada por conservarlo. En cualquier caso, Eros no les está timando. Les ha mostrado el lugar al que, cuando la fiesta del enamoramiento se acabe, deberán luchar por regresar a reconstruir sensaciones.
Fantasmas
Conviene saber: la fase de enamoramiento transforma nuestra mente hasta trastornar nuestra manera de percibir las cosas. El mundo del enamorado es un escenario de pura alteración provocada neuroquímicamente.
Asumo, como defiende Freud, que nos enamoramos de un fantasma, una criatura diseñada por nuestra imaginación, cruelmente cargada de expectativas jalonadas por una borrachera de hormonas. De repente parece cumplirse la promesa del mirlo blanco y surgir, de entre las neblinas de los desengaños, ese amado que atesoraría, como en un sortilegio, todos y cada uno de los requisitos que un día soñamos. Pero, como ahora ya sabemos, los amantes perfectos no son sino los “monstruos” del Doctor Deseo y su inseparable Doctora Pasiones, la pareja de confianza de Eros en su papel de guía por un paraíso idílico de estancia limitada. Para que ese paraíso pueda apreciarse en toda su intensidad, Eros hace uso de peculiares filtros. Nos encantan los filtros de amor en ojos ajenos, incluso en los propios. Lo vemos en nuestras redes sociales, cuando manipulamos nuestra imagen no solo en las fotografías que colgamos, sino también en los textos con los que nos disfrazamos de bellos, sensibles y cultos seres ante nuestra más o menos nutrida legión de seducidos seguidores.
Pero antes de la existencia de Internet, el enamoramiento ya era el más radical de los filtros jamás inventado. Es el mismo con el que nuestro Don Quijote instala a la más bella de las damas, su Dulcinea del Toboso, en el cuerpo y la mente de una sencilla aldeana, más bien poco agraciada. A través de ese mismo filtro, unos siglos más tarde, Narci cree ver en Débora a aquella madre abnegada capaz de renunciar a su egolatría para convertirse en todo un ejemplo de crianza para sus vástagos de diseño. Pero también ve a una amante insaciable capaz de suministrarle todo el placer al que puede aspirar un ser humano. ¿Y Débora? ¿Qué ve? No duda de que ha encontrado en la figura de Narci al hombre de su vida, a aquel que la amará hasta el fin de sus días. ¿Incondicionalmente? No sería la primera que cae en esa tramposa fe de la religión de Eros. Poco imagina que el trono en el que se sienta hoy, ha sido el púlpito desde el que las candidatas que la han precedido encumbraron en su día a Narci como su mayúsculo Hombre, antonomástico amante perfecto… antes de caer en un súbito olvido sin despedida. Todas aquellas creyeron eternizarse tras un filtro que, una vez desintegrado, las convirtió en lo que nunca habían dejado de ser, figuras fantasmagóricas que, cuando estuvieron, nunca existieron en la realidad, y cuando empezaron a existir realmente, dejaron de estar. ¿Paradojas? Quizá, porque el amor no está exento de ellas. Pero, sobre todo, abandono, error de cálculo, absoluta falta de comprensión del juego de Eros. Y entonces, a falta de autocrítica, resentimiento y acusaciones a Eros de ser un farsante y un estafador.
Conviene saber: el enamoramiento se nutre de una hormona llamada feniletilamina (PEA). Esa llamada “molécula del enamoramiento” es la que coloniza el cerebro y nos sorprende con una interpretación del mundo y de nosotros mismos eufóricamente inédita.
En fin, cosas del Amor Romántico en plena ebriedad emocional. La Pasión desbordada es una gran manipuladora que habla de siempres, nuncas, todos y nadas con una ligereza insultante. Pero ese viejo perro que es el Deseo, gran maestro de espejismos y verdades provisionales camino de la mentira de ocasión, olvida a veces advertirnos de las fechas de caducidad de ese ensueño. Oculta la corta duración de los efectos de sus drogas de amplio espectro, esas que son capaces de distorsionar la realidad e, incluso, a nosotros mismos. Nos enamoramos de un fantasma, sí, sin saber que, durante un tiempo, también nosotros mismos somos fantasmas, sueño, mera aspiración realizada durante una época que siempre se nos antoja demasiado corta. “Estoy que no me reconozco”, solemos decir con el corazón henchido de ilusorios propósitos. Nadie nos advierte de que ese otro a quien he convertido de hoy para mañana en “nuestro mundo”, ese que hoy “lo es todo”, podría irse empequeñeciendo tarde o temprano si no pongo todo mi arsenal de recursos a fabricar pasión. El deseo exige dedicación, tiempo y espacio de alimento de la pasión. Lo saben bien las crisis, cuando en la pareja aparecen las primeras fisuras. Se empieza a reclamar de forma individual lo que precisamente deberían haber compartido (“quizá deberíamos darnos un tiempo —separados, por supuesto—”) y a reivindicar el reparto de las tierras que un día dejaron de abonar (“necesito mi espacio”). Tiempo, espacio y deseo se confabulan en las crisis cuando aparecen las tan temidas terapias de choque, prólogo a las rupturas definitivas, que se resumen en una tópica propuesta de huida lenta y silenciosa hacia la disolución del vínculo: “quizá deberíamos separarnos un tiempo, volver a echarnos de menos”. Ese momento de exigencia de libertad, el del Yo parándole los pies al Nosotros, es el caldo de cultivo ideal para la aparición de terceros en discordia.
No. La pasión no sabe independizarse de los amantes después de la fase de enamoramiento. O se la alimenta a diario, o muere de inanición. Por enigmáticas razones, al Amor Romántico se le olvida comentárnoslo cada vez que se cruza en nuestras complejas y sofisticadas existencias de exploradores del placer y el afecto.
Conviene saber: nos cuenta Helen Fisher2 que el amor, más que sentimiento, es impulso y motivación. Según algunos estudios científicos recientes, activa hasta doce áreas cerebrales, de las que conviene destacar el núcleo caudado y la ATV, el Área Tegmental Ventral. Esas áreas se confabulan para liberar hormonas esenciales para el enamoramiento, desde la dopamina hasta la oxitocina, pasando por la vasopresina, la serotonina o la noradrenalina entre tantas otras. Amar es dejarse llevar por esa cascada hormonal, relacionada con las conductas placenteras y la euforia, que pone en jaque las áreas intelectuales del cerebro.
Alba y Andrés, o la apuesta multivarietal
—Tenemos algo que explicaros. ¿Preparados?
—¿No me digas que estás embarazada, Alba? ¡Enhorabuena, Andrés!
—No, no, no. No es eso. Es otra cosa. A ver… ¿No nos veis distintos?
—Sí… Bueno… Estáis como más… ¿sexis?
—Hemos decidido abrir la pareja.
—¿Cómo?
—Lo que oís. Nos hemos convertido en pareja abierta.
“Pareja abierta”… Alba y Andrés, o el vino joven que, cansado de ser monovarietal, decide experimentar nuevas mezclas tras la “fase Champán” y el avinagramiento en las bodegas de la desatención de un caldo demasiado conocido. En la era de los amores líquidos, a cualquier monógamo tradicional abrir la pareja se le antoja el principio del fin, una forma de anticipar lo que, desde el momento que se plantea relajar los acuerdos, se precipita hacia un inevitable desenlace fatal. “¡Uf! No les doy ni unos meses”, sentencian desde su celda los monógamos vocacionales, los que han acostumbrado tanto su olfato al olor a cerrado, que han acabado por asociarlo al aroma particular de su hogar y de sus pieles. Posiblemente, les cuesta asumir otras formas distintas a las de la monogamia embalsamada, la pareja zombi, el matrimonio prometeico (el del continuo “tenemos que…”, en el que todo son obligaciones) o la taxidermia del deseo (la tópica reducción del amor a un extenso inventario de “todo lo que hemos vivido juntos”). A la generación anterior a la nuestra, el “qué dirán”, los hijos, la mortífera combinación de responsabilidad-compromiso sin libertad, el miedo a los peligros de la exploración de nuevos modelos relacionales o el temor de Dios… quizá les bastaran para no dar un paso adelante, o el tan temido paso atrás. Pero ¿y hoy?
Al otro extremo de los devotos de la casta monogamia, se congrega la cultura del consumo a granel de los vínculos emocionales y sexo-afectivos, los de la era Tinder y las parejas Kleenex (Villegas/Mayor, 20173). El estoicismo, el sacrificio, el compromiso, la duración, la empatía, la lealtad, la fidelidad… Infinidad de valores en quiebra se apiñan en el museo de las emociones añejas, a la espera de su cierre definitivo por falta de público. Las calles corean a los nuevos ídolos del individualismo narcisista, y hoy el otro se desgasta y se consume a una velocidad vertiginosa. La libertad que daba sentido al compromiso se pervierte en sobredosis, y cualquier obstáculo a la consumación de mi deseo, es una amenaza. Aquella resistencia íntima (Esquirol, 20154), desde la que aprendíamos a renegociar con nosotros mismos desde la mirada del amante, hoy se nos antoja coacción. No es de extrañar la imparable evolución del Sex Tech (las tecnologías del placer en solitario, con juguetes sexuales cada vez más evolucionados), o la sofisticación de las antiguas muñecas hinchables a Sex Dolls, inquietantes amantes robotizadas cada vez más realistas y con todo lujo de detalles, diseñadas a la carta.
Ampliando vocabulario: el Sex Tech es la aplicación de la tecnología al placer sexual. Diluye cada vez más la estrecha frontera entre sexo real y virtual y tiene como objetivo la exploración de innovadoras formas de intimidad, cuyo alcance y consecuencias, en los procesos de socialización e interacción humana, es hoy por hoy aún difícil de prever.
Desde las ingenuas y conmovedoras No es bueno que el hombre esté solo (Pedro Olea, 1973) o Tamaño Natural (Luis García Berlanga, 1974) hasta las más recientes Air Doll (Hirokazu Kore-eda, 2009), la fantasía de la pareja sin derecho a réplica, pura sumisión al servicio del narcisismo de sus compradores, se ha ido alimentando en el Cine como premonición del sexo que nos viene. El consumo de la pareja artificial sobre la exigencia del “sí a todo” ha dejado de ser patrimonio exclusivo del universo masculino, como muestra el inquietante episodio Be Right Back (2013) de la serie británica Black Mirror. Her (Spike Jonze, 2013), vendría a rizar el rizo de una distopía de relaciones sexo-afectivas en la que el otro quedaría descorporeizado, convertido en un espíritu atrapado en un dispositivo móvil o en un ordenador de sobremesa. Muerto el perro de la socialización, se acabó la rabia de la mirada crítica. El paso siguiente hacia el hikikomori (lo que en Japón, el psicólogo Tamaki Saito y el psiquiatra Tsukaba Tamaki, vienen definiendo desde finales del siglo pasado como “aislamiento social agudo”) podría ser solo cuestión de tiempo. Son ya centenares de miles de seres humanos los que apuestan por ver en el prójimo una amenaza y deciden refugiarse en sus casas sin el más mínimo contacto con sus coetáneos. Sex Tech y Sex Dolls vendrían a ser probablemente expresiones de esa misma huida de la relación con cualquiera que invada, para cuestionarla, nuestra más o menos frágil visión de las cosas.
Ampliando vocabulario: el digisexual es un ser humano que, cada vez más, tiende a tener relaciones sexuales casi exclusivamente con máquinas. Su crecimiento, según el profesor universitario canadiense Neil McArthur, será cada vez más relevante, llegando a multiplicar por siete el mercado del Sex Tech hacia 2050.
Siempre he pensado que la cultura japonesa contemporánea es un preludio, respecto al sexo, de lo que nos viene a los europeos. Si eso es cierto, atención a un dato apabullante: en 2015, el 40,7 % de las mujeres y el 50,8 % de los hombres entre los 18 y los 39 años eran solteros. Algo nos hace sospechar que el tradicional modelo monogámico podría empezar a estar siendo abducido por un espectacular avance de la aparatología al servicio del autoplacer. ¿Vamos hacia un onanismo universal como forma de evitación de la fricción y la mirada crítica del otro? La de Japón es una sociedad en la que la expresión pública de las emociones es casi pornográfica. Sin embargo, desde las diferentes manifestaciones de la estética hentai más sexual (el cómic japonés hipererotizado), la cultura nipona parece sugerir un universo de flagrantes contradicciones, en el que las perversiones se alimentan de una realidad represiva que, a su vez, se convierte en coartada estética para convertir el sexo “real” en un juego de imitación de lo fantasioso. Basta con darse un paseo por el Salón del Manga de Barcelona para saber de qué estoy hablando. Allí, las legiones de fans del hentai (cuya traducción más precisa a nuestro idioma sería la de “perversión”, pero también nos remitiría a una transformación bizarra de nuestra apariencia) sacan a pasear, sin ningún tipo de inhibición, sus deseos más ocultos. Esos deseos parecen sugerir una sexualidad sublimada, gamificada, cuyo pretexto es la réplica de sus referentes hentai. Del mismo modo, las adolescentes japonesas expresarían su sexualidad “lolítica”5 con el pretexto de imitar a sus heroínas del hentai, como un divertimento en el que, por fin, sus deseos encontrarían cauce para manifestarse. Toda suerte de parafilias y peculiaridades tienen cabida en el arte del hentai, creado por una sociedad aparentemente incapaz de expresar su sexualidad sin mediaciones artísticas, carente del punto de honestidad que haría que la sexualidad más perversa tuviese un espacio normalizado en el que desarrollarse o, al menos, debatirse. ¿Y qué tiene que ver esto con el tema que nos ocupa? Es sencillo: viene a recordarnos que una sociedad que no expresa directa y claramente qué es lo que desean sus integrantes, es una sociedad que corre el riesgo de caer enferma. El corsé de la monogamia, impuesto por una Moral Sexual Cultural que ignora el deseo de aquellos que la componen, tarde o temprano, acaba por asomarse a la bancarrota.
La monogamia tradicional sería, a juzgar por las elevadas cifras de fracaso matrimonial, uno de los grandes temas de nuestra la sexualidad contemporánea. Es un error de cálculo ignorar y desatender nuestra necesidad de exploración. En cierto modo, tomar conciencia de que al Deseo se lo está reprimiendo institucionalmente, legitima para muchos el derecho a relativizar nuestros compromisos para con nada ni nadie. A partir de ahí, lo más probable es que empiecen a proliferar las reacciones desproporcionadas, viscerales, de rebelde rechazo. Reclamamos nuestro derecho a cambiar sin previo aviso, a ser cada día distintos. Las mejores promesas son esas que no hay que cumplir, canta el Sabina más cínico. Los sacrificios, para los mártires. Se imponen los contratos emocionales por obras y servicios. Finiquitada la pasión, el amor que queda deja de ser ya incondicional, y a falta de excitantes estímulos diarios, nos cuesta bien poco largarnos con nuestro deseo a otra parte. “No podemos quedarnos estancados”, reza el epitafio con el que enterramos cada nuevo cadáver emocional en nuestras volátiles memorias. Monogamias sucesivas. A rey muerto, rey puesto.
¿Hay que evolucionar sin pausa y romper con todo aquello que se nos antoje obsoleto si no queremos privarnos de ese aluvión de oportunidades que me reclaman en cada esquina? Esa parece la proclama fast food desde la que parecemos vivirnos hoy. Nos lo recuerda a cada minuto la publicidad. “No consumes productos. Consumes sensaciones, experiencias… ¡Vida!”. Y me lo cuenta, cada vez que lo abro, mi Tinder, que me pregunta por qué debería comprometerme con nadie si me están esperando millares de candidatos al otro lado de la pantalla, a un simple match de distancia. Cambio, cambio y más cambio. Todo parece tener permiso para caducar repentina e inesperadamente, sin previo aviso. Y es entonces cuando el amor se convierte en pura paradoja: para enamorarnos el uno del otro, ¿estamos obligados a dejar de ser de continuo ese uno y ese otro, convirtiéndonos en un torbellino de devenires que, muy à la page con las recomendaciones de los manuales de autoayuda al uso, se limiten a “fluir”?
En tal caso, se estila entonces un cambio constante, pura sorpresa permanente. Ya no se trata tanto del modelo clásico de convivencia (“tu presencia me transforma, me hace ser menos yo para ser más nosotros gracias a ti”, lo que algunos, muy fans de los Walter Riso y compañía, interpretan hoy como “dependencia emocional” y “amor tóxico”), sino pura connivencia con las proclamas de moda (el nosotros se alimentaría precisamente de nuestra capacidad para dejar de ser tú y yo, en esa confabulación por la que cada día estamos obligados a ser distintos que ayer). Luego nos sorprendemos con frases del tipo: “tengo la sensación de que no te conozco”, o “llegó un momento que no sabía a quién tenía a mi lado”. Y entonces ya no es solo que nos enamoremos de un fantasma, sino que nos hacemos adictos a la incertidumbre, a ese espejismo de identidad Snapchat desde la cual construir una pareja estable es casi una quimera. “Para quererte tienes que dejar de ser tú”. Y es así que nos obsesionamos con la espera de un cambio (¿de quién?, ¿hacia qué?) y nos aburrimos cuando esos cambios no llegan. Más abono para la entrada de terceros en escena, como bálsamo para dinamizar ese cambio que se empeña en resistirse por miedo a la desintegración de una identidad en jaque permanente. No es de extrañar que, al final, se apiñen a diario en los precipicios miles de parejas esperando el inevitable salto al vacío. Pura profecía autocumplida. ¿Para qué cultivar nada dentro, si la solución parece estar siempre fuera?
Pero las cosas no son tan fáciles. Está inscrito en la caprichosa humanidad contemporánea el quererlo todo, y ya. Puestos a escoger, mejor jugar a rojo y a negro al mismo tiempo, apostar sobre seguro, ganar sin riesgos. Así que no es casual que, pese a este escenario de apocalipsis relacional, la convivencia en pareja siga llevándose la palma y sigamos asistiendo a diario a bodas y “adioses a la soltería”. Y es que, en el fondo, nos pirra la seguridad, ese saber que cuando las cosas se pongan feas tendremos un techo, un resguardo físico y emocional, en algún lugar del mundo. Con el paso de los años, y varias relaciones rotas arrastradas por la memoria, concluimos que no es cómodo pasarnos la vida de hotel en hotel cuando el equipaje abulta demasiado. Entrados en la edad adulta, la cantidad de cosas que queremos conservar se ha hecho poco manejable. No parece demasiado inteligente instalarnos en el universo emocional del otro cargados de un pasado que poco o nada le aporta. Hasta los corazones más hospitalarios tienen una capacidad limitada para almacenar los trastos emocionales de su nueva pareja cuando estos ocupan demasiado espacio, porque acaban por invadir la casa y convierten al recién llegado en un inquilino incómodo, cuando no impertinente. Disonancias de los pasados ajenos que nos toca compartir, a veces sin haberlo decidido.
Mochilas que arrastramos todos. Siempre nos quedará, de acuerdo, la opción de abandonarlo todo, echar la vida río abajo hacia el mar del Olvido. Pero por lo general, no somos tan desapegados, en especial cuando aparecen la primera arruga y la primera cana. No es fácil hacer añicos una relación de años. Nos vertebramos, casi sin quererlo, alrededor de la presencia del amado, y la sensación de “hogar” no se consigue de la noche al día. Por eso las rupturas de pareja de largo recorrido suelen ser tan traumáticas. El que toma la decisión se embriaga de expectativa a fuerza de chutes de endorfinas que parecen mitigar, a ratos, el dolor por aquello que deja atrás. Al que se encuentra de repente con la casa vacía le sobreviene una parálisis de sentido difícil de manejar, en especial cuando reclama una segunda oportunidad que le es negada. El amante Frankenstein, construido con lo mejor de cada una de nuestras relaciones anteriores, sería la solución definitiva. Pero, para ello, tendría que ser algo más que una quimera, un engendro que nuestra imaginación parece tentada a construir hacia el otoño de la vida. Es más realista pensar en buscarse un amante.
La infidelidad ocasional, el consumo de prostitución o las dobles vidas son la forma no ética de resolver esa exigencia de costumbre y novedad, de entraña y bisutería, de historia y ficción, como dos caras de una frágil moneda de curso no legal. Un amante puede ser una pieza perfecta para ese equilibrio de novedad y tradición… mientras se conforme con su papel de tercero en la historia. Pero, en cuanto la pasión inicial de los adúlteros se fugue junto al morbo y la adrenalina de la furtividad, y a la que el tercero empiece a exigir compensaciones a esa magia que se ha ido extinguiendo (dígase “seguridad”, “hijos”, “garantías”, “futuro”, “significación”, “relevancia”…), poco tardará el infiel en conocer la asfixiante estrechez que separa la espada y la pared. Y es que, insisto: lo queremos todo, y ya. Alba y Andrés deciden resolverlo abriendo la pareja. Lara y Héctor, en cambio, se aferran a las promesas del primer día: contigo, “pan y cebolla”. Y ya sabemos qué ocurre cuando cortamos cebollas, ¿verdad?
Parejas avinagradas: Lara y Héctor
—Nosotros también queríamos comunicaros algo, y preferiríamos que lo supierais por nosotros ya, antes de que os llegue la noticia por otro lado. Lara y yo nos separamos.
—(…)
—¡Hostia! ¿Qué dices, Héctor? Será una broma, ¿no?
—Lamento estropear vuestra celebración de enamorados y parejas esnob, pero esto es lo que hay. Ha sido de acuerdo mutuo.
—Pero, ¿qué ha pasado? ¡No me lo puedo creer! ¿Es algo definitivo? ¿Seguro que no tiene arreglo?
—No insistáis, por favor. La situación ya es bastante difícil como para ir dando demasiadas explicaciones.
—De acuerdo, disculpa. Pero es que… no sé… En fin, vosotros sabréis mejor que nadie cómo habréis llegado a este punto. Lo sentimos. ¿Podemos hacer algo por vosotros?
—No, os lo agradecemos, pero la decisión está tomada. Y ahora, si no os importa, os dejo. No quiero aguaros más la fiesta. Espero que lo entendáis. ¿Vienes o te quedas, Lara?
—Ve tú, Héctor. Ya pediré un taxi.
—Como prefieras. Buenas noches. Ya nos veremos.
Las rupturas de pareja, por previsibles que sean, siempre dejan tras de sí una estela de tragedia más o menos evitable. Cuando, además, nos pillan por sorpresa, añaden un agrio sabor a vulnerabilidad e incertidumbre. Somos una amplia mayoría los que vivimos en pareja o aspiramos a tenerla, así que esas noticias suelen tocarnos de cerca y abrir una extraña brecha en el ambiente. Ocurre como en las guerras: nunca sabes cuándo va a caer el de al lado, o cuándo vas a ser tú quien caiga abatido. De repente, ya nadie se siente a salvo. La atmósfera se torna densa, y los presentes no se atreven a mirarse a los ojos sin evitar un estúpido gesto de desconcierto que, en el fondo, no oculta más que ese miedo que nos atenaza cuando el desamor golpea tan cerca. Pura cuestión estadística como la certeza de que un día u otro nos iremos al otro barrio. Muerte y ruptura de pareja comparten por ello esas más o menos largas etapas de duelo que despiertan hacia los afectados una ambigua sensación de empatía al principio y rechazo a la larga. Y es que las rupturas sentimentales tienen algo de contagioso, y despliegan a nuestro alrededor una espontánea sensación de riesgo de crisis. Contienen una carga vírica que se multiplica a medida que la estadística las normaliza. Convierte los adioses en monstruos tangibles, próximos; en algo más probable, como un anticipo de reacción en cadena donde se masca la inseguridad de la ya mentada complejidad de lo humano.
Lo de Lara y Héctor, por ejemplo, se venía venir. Ella había insistido demasiadas ocasiones en que las cosas no iban bien, en que faltaba la chispa, y en que urgía romper rutinas. Poco a poco, esas rutinas se convirtieron en aburrimiento, el aburrimiento en tedio, el tedio en recriminación, la recriminación en rabia y la rabia en necesidad de huida. De poco sirvieron las señales. A Héctor le creía bastar con ser buen padre, buen trabajador, buen esposo y buena persona. Amigo y cuidador de primera, sí. Pero resulta que Lara añoraba ya hacía demasiado tiempo al buen amante. Buscaba mil maneras de estimular la relación. Anhelaba la risa, la complicidad, la seducción, el juego. Echaba de menos su juventud. Cuando sintió que le quedaban pocas balas en la recámara, encontró consuelo en un compañero de trabajo que supo escuchar —o, por lo menos, fingir que lo hacía— sus necesidades, y decir la palabra precisa en el momento adecuado; darse cuenta de sus cambios de peinado, de su nueva blusa, del despampanante escote, del cambio de su color de pintalabios, de esos kilos de menos… Hablaban de todo, hasta llegar a la confidencia. Y un día cambiaron la oficina por una cafetería, y más tarde la cafetería por el restaurante, y, al final, el restaurante por la habitación del hotel. Fue solo una vez, pero a Lara le bastó para activar todas las alarmas y renunciar a su puesto de trabajo. No pudo ni quiso ocultarle lo ocurrido a Héctor, quien, tras varios días de silencio, se propuso perdonar y olvidar. Intentó entonces convertirse en quien no era: un amante anquilosado, con sonrisa encartonada que se esforzaba en simular jovialidad, espontaneidad, fogosidad, y cualquier sucedáneo de pasión que remitiera a un pasado cada vez más lejano como garantía de un futuro improbable. “Podemos volver a intentarlo”. Y con ese objetivo, fingió todo lo que pudo estarse convirtiendo en quien Lara deseaba. Pero bastaba el más mínimo error de ella para vomitar el resentimiento que le había envenenado las entrañas. Un día, después de un agitado episodio de la serie El Juego de las Llaves, se atrevió a preguntarle a Lara si le gustaría vivir una experiencia como la de las parejas protagonistas y tener sexo con otros. Lara sonrió. No supo ver que se trataba de una peligrosa pregunta-trampa. Bastó un: “¿Por qué no?” para que todo el edificio de la relación se resquebrajara y quedara hecho añicos. Héctor se sentó en el borde de la cama en silencio, de espaldas a ella. Al cabo de una eternidad, sin mediar palabra, Héctor se vistió, se lanzó escaleras abajo hacia ningún lugar y no volvieron a encontrarse hasta hoy. Lara no hizo nada por impedir su partida. Sabía perfectamente que el adiós era simple cuestión de tiempo. No era difícil adivinar que la próxima vez que se hablaran o se vieran sería para acordar los términos de su ruptura.
—¿Quieres que te acerquemos a casa, Lara?
—No, gracias. Necesito respirar.
Almas hipocondríacas
De regreso a casa, Emma se muestra distante, muda, dispersa. Se le amotinan los pensamientos obsesivos y entra en bucle. Está a punto de descubrir que en una pareja estable, sin altibajos, llega un momento en que hay tantos motivos para continuar como para lanzarlo todo por la borda. Razones sobran tantas como faltan. Basta con hacer un balance malintencionado, entre el crédito y el débito emocional, y los números de la pareja entran en negativo, teñidos de un color rojizo que habla no tanto de la pasión como de su ausencia. “Ya no es como antes” es un mantra que sacude su mente como un lánguido martirio que invade, adversativo, los mejores momentos de su relación. Es incapaz de agarrarse a nada sin matizarlo con un tóxico “ya, pero…”.
Consejo de amigo: en épocas de fragilidad en la relación, aléjate de las atmósferas envenenadas de las parejas que entran en crisis. Atrapado en su juego, no tardarás en inventar síntomas de malestar emocional de los que no aceptarás ser responsable, ni siquiera cómplice. De repente, todo parecerá ir mal, y nada de lo que haga tu amante será digno de tu aprecio. Esperarás el más mínimo error para jugar al juego de la profecía autocumplida. Puestos a exonerar al otro del mal ambiente que se va creando, entonces quizá te autoinculpes por un instante de esa debilitación del vínculo… pero lo más probable es que acabes cargando en el otro toda la responsabilidad de ese desasosiego. Ante la más mínima duda acerca de si tienes o no algo que ver en todo ello, y siendo inevitable juez y parte, acabarás probablemente saliendo al paso con un veredicto favorable. El filósofo francés Pascal Bruckner (1995) llama a este subterfugio de la responsabilidad, con lucidísimo acierto, La tentación de la inocencia6.
Pero todo eso no es más que trampa y autoengaño. La razón es más sencilla. Y es que ver que, de la noche al día, a la amistad de turno se le abre todo un universo de oportunidades de cambio e invitación al casi olvidado placer de explorar otros cuerpos y otras vidas, es algo que cuesta de asimilar, que nos interpela, invitándonos a un peligroso giro en el relato. “¿Qué hubiese sido de mi vida si no me hubiese atado a mi pareja?“. “¿Qué queda de mí más allá de nosotros?”. Volver a empezar siempre es una opción, pero ¿cuándo expira el plazo para dar un postrero golpe de timón a nuestra biografía? “O lo hago ahora o sé que no lo haré ya nunca”, cuentan algunos relatos de ruptura, escritos principalmente con voz femenina. El fantasma de la libertad absoluta es alargado. ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por inventar una nueva vida? ¿Cuál es el precio de pensarse otro? ¿Basta con saber de lo que huimos, o no estaría de más saber hacia dónde queremos ir antes de poner patas arriba toda una historia escrita a dos voces? “¿Por qué no?”, respondió Lara, asumiendo el riesgo de convertir esa posibilidad en epitafio de una relación llena, también, de buenos momentos. “¡Porque no!”. Punto y final. Esa fue la —acertada o no— respuesta de Héctor.
—Estás muy callada, Emma.
—Sí, lo sé.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy removida, extraña. Lara y Héctor… ¡Uf! Si alguna pareja era incapaz de imaginarme rota, era la suya. ¿Qué ha podido pasar? No lo entiendo.
—No lo sé, pero, en cualquier caso, ese no es nuestro problema.
¿Estás seguro, Martín?
Satis-ficciones
La frase “ya no es como al principio” supone un hito único en todas las relaciones de pareja. Marca el fin de la etapa de enamoramiento, el despertar del sueño dogmático de la pasión romántica. Creo que nadie debería construir planes de futuro con su amante sin haber escuchado o pronunciado ese lamento al menos en un par de ocasiones. Mi padre solía advertirme: “Desconfía de la gente que cae bien a todo el mundo. Ten por seguro que es un farsante”. No hay relación duradera sin al menos un par de serios toques de atención. La primera vez podemos alegar confusión, errores de interpretación, algún malentendido, no haber querido decir o hacer tal o cual cosa… y acabar reduciendo el episodio crítico a mera anécdota ornitológica de golondrinas que no hacen verano. La segunda vez, la cosa ya es más seria. Aviso para navegantes aspirantes a náufrago. El baño de realidad empieza a calar, y las excusas pierden poder de convicción. Con la mosca detrás de la oreja, empezamos entonces a mirar desde la razón. Fiscalizamos la relación. Aun así, existen verdaderos especialistas en salir indemnes a esa mirada que los escudriña en busca de fisuras. Son hábiles escapistas, fascinantes vendedores de humo con el verbo afilado, capaces de montar un drama cada vez que sospechan de su conducta. “¿De verdad piensas de mí que soy capaz de…?”. Incluso cuando los pillan con las manos en la masa, son solventes embaucadores con un hábil manejo del arte de mantener con respiración asistida la imagen que vendieron en la fase de enamoramiento. Muchas relaciones tóxicas extraen fascinantes titulares de este tipo de personajes de vodevil. Algunos llegan a convertirse en entrañables estafadores, expertos en camelar a la realidad y decorarla al gusto. Esos timadores del romanticismo perenne han alimentado el mito de los grandes seductores y su indomable poder para hacer sentir especial a cualquiera, empezando por ellos mismos. Por tanto, que ya no sea como al principio, más que como drama, debería vivirse como un alivio cuando la alcoba se llena de inseguridades, susceptibilidades y opacidad. No está de más subir todos esos malestares al estrado, preferentemente junto a su causante, y empezar a construir desde esa nueva realidad asumida.
—No estamos bien. Nos hemos dado cuenta de que la relación ha cambiado. Ya no es como al principio.
—Me alegro por vosotros.