Aguas turbias - Sharon Kendrick - E-Book
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Aguas turbias E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

La atracción fue instantánea, poderosa, irresistible. No pudieron hacer nada excepto entregarse a la pasión... Sabrina era una chica normal y corriente que se convirtió en la amante de Guy, un playboy multimillonario. Durante una noche apasionada, Sabrina olvidó la monotonía de su vida y el dolor de haber perdido a su prometido. Después, para no tener que volver a la realidad, aceptó la invitación de Guy: Pasaría una temporada con él en su lujoso apartamento de Londres... solo como amigos, por supuesto...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sharon Kendrick

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Aguas turbias, n.º 1224- agosto 2021

Título original: The Unlikely Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-848-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SABRINA miró y volvió a mirar. Le latía el corazón e intentó convencerse de que no podía ser. No podía ser él.

Estaba muy cerca del agua, lo suficiente como para que pudiera distinguir los simétricos rasgos de su rostro. Pómulos altos y nariz griega, su boca fuerte y sensual, que parecía haber besado a un montón de mujeres.

Tan solo los ojos no eran igual de bonitos, demasiado fríos para ser perfectos. Desde aquella distancia, vio el brillo que reflejaban, una energía vital mezclada con un irresistible peligro.

«Dios mío, pero ¿en qué estoy pensando?», se dijo Sabrina. No era de esas mujeres que se quedaban anonadadas ante un extraño. Además, estaba sola en un país extranjero. Venecia era la ciudad más bonita del mundo, pero ella había ido sola.

Sola. Eso era algo que debía asumir. Sin poder resistirlo, volvió a mirarlo.

Guy sintió que alguien lo estaba observando. Paseó la mirada por los alrededores hasta que sus ojos grises vieron a una mujer en una góndola que iba hacia donde él estaba. «Madonna», pensó.

El sol de marzo reflejó en su pelo pelirrojo tirando a rubio, que llevaba suelto sobre los hombros. Tenía una piel tan pálida que parecía translúcida. «Seguro que es inglesa», pensó. Se le ocurrió seguirla, invitarla a un café, pero desechó la idea con una sonrisa.

Era una locura ligar con una extraña y él, más que nadie, sabía que las locuras tienen sus consecuencias. ¿Acaso no se había pasado la vida pidiendo perdón por la desesperación de su padre? Había que controlar los impulsos. Con decisión, dejó de mirarla.

Sabrina sintió una gran pena. «Mírame», pensó. En aquel momento, el gondolero cambió el rumbo y él quedó fuera del alcance de su mirada.

Metió la guía en el bolso y se puso en pie. El gondolero le empezó a hablar en italiano y ella no le comprendía nada. En ese instante oyó un grito de alerta a su espalda. Supo inmediatamente que se trataba del hombre moreno. De repente, se vio empapada de arriba abajo.

Al abrir los ojos, el gondolero estaba gritando al conductor de una lancha rápida y el hombre moreno estaba a su lado.

Estaba en la orilla, justo a su lado, tendiéndole la mano. A pesar de la dureza de su mirada, la aceptó gustosa.

—No sé por qué la gente se pone a conducir si no sabe —comentó con una bonita voz. Miró con mala cara a la lancha y luego a la mujer que le estaba clavando las uñas en la palma de la mano—. Es usted inglesa, ¿verdad?

De cerca, era incluso más guapo.

—Sí, sí, soy inglesa —contestó muerta de frío—. ¿Cómo lo sabe?

—Porque las mujeres pálidas, con pecas y pelirrojas suelen serlo —contestó asegurándose de que estaba en tierra firme—. Está calada —Sabrina se miró y vio que era cierto. Tenía la camiseta mojada y los pezones en punta por el frío. Además, le castañeteaban los dientes—. Debe de estar muerta de frío —se abstuvo de hacer un comentario sobre los concursos de camisetas mojadas. No se podía decir algo así a una desconocida.

—Dios mío, se me ha caído el bolso —dijo Sabrina de repente.

—¿Dónde?

—Al agua. ¡Y tengo la cartera dentro!

El hombre se acercó al canal, pero el agua estaba oscura.

—¡No! —exclamó Sabrina pensando que se iba a tirar.

—¿No qué?

—No se tire por él.

—No iba a hacerlo, princesa. No soy tan héroe —contestó con una sonrisa—. Tendría que cambiarse de ropa cuanto antes, de lo contrario puede pillar una neumonía —Aquel comentario tan íntimo hizo que Sabrina se quedara sin palabras—. ¿Dónde está su hotel?

—A varios kilómetros de aquí —contestó. Los hoteles de los alrededores de la Plaza de San Marcos eran solo para millonarios.

Si el gondolero no hubiera estado coqueteando con ella, se habría dado cuenta de que se acercaba la lancha y la podría haber avisado. Por lo menos, podría haberla llevado a su hotel a que se cambiara, antes de desaparecer como lo había hecho. Así que solo quedaba él para hacerse cargo de la situación.

Ya había hecho lo que había ido a hacer a Venecia, comprar un maravilloso cuadro para un cliente.

Había planeado un día tranquilo, no se le había ocurrido tener que hacer de caballero, pero era un hombre muy responsable. La miró y el corazón se le volvió a acelerar. Era realmente guapa…

—Si quiere puede venir a mi hotel. Está aquí al lado.

—¿A su hotel? —repitió Sabrina tragando saliva y recordando cómo lo había mirado. Suponía que no se había dado cuenta, pero ¿y si no había sido así? ¿Y si se había imaginado que era de esas que ligan en mitad de la calle y se van con cualquiera?—. No nos conocemos de nada… ¡y no tengo la costumbre de ir al hotel de un hombre que no conozco!

Le estaba intentando hacer un favor. ¿Se había creído que le estaba haciendo una proposición indecente?

—Bueno, eso se puede arreglar si me presento —dijo sonriendo en vez de largarse y dejarla allí—. Me llamo Guy Masters —dijo tendiéndole la mano.

Sabrina sintió un golpe en el pecho, como si hubiera estado toda la vida esperando aquello. Sintió la calidez de su mano entre sus helados dedos, su mirada gris que recorría su rostro y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Sabrina Cooper —acertó a decir.

—Bueno, está usted a salvo conmigo, Sabrina Cooper —la aseguró—. La otra opción es que se cruce media Venecia con esa pinta. Depende de usted. Yo solo me estoy ofreciendo a ayudarla. Usted verá.

Guy no le quitó la mirada de la cara porque, en realidad, lo que no quería era que sus ojos fueran a parar a aquella camiseta mojada. Aunque los pechos que se adivinaban no eran grandes sino pequeños y perfectamente abarcables. Desde luego, no estaría a salvo si volvía a su hotel sola con aquel aspecto.

Sabrina dudó. Un hombre con la pinta de Guy Masters no tenía por qué tener razones ocultas.

—¿Por qué es usted tan…?

—¿Caballeroso? Porque usted es inglesa y yo, también. Además, tengo muy desarrollado el sentido de la responsabilidad —contestó encogiéndose de hombros. Usted tiene frío, está mojada y ha perdido el bolso. ¿Qué quiere que haga? ¿Quitarme la ropa para taparla?

Sabrina miró aquel torso mientras se imaginaba cómo podría ser de turbadora semejante escena. ¿Qué le estaba ocurriendo? Había ido a Venecia intentando entender la tragedia que le había cambiado la vida. Dar sentido a las cosas no incluía sentirse atraída por hombres con un peligroso aire de inaccesibilidad.

—Eh, no —contestó—. No es necesario. Acepto su oferta para ir a ducharme. Se lo agradezco mucho. Gracias.

—Por aquí —le indicó él mientras se adentraban en las callejuelas acompañados por el sonido del agua.

Sabrina iba andando con el incómodo peso de los vaqueros en los muslos.

—No sé cómo voy a hacer para secar la ropa —comentó.

—No se preocupe. Seguro que en el hotel se les ocurre algo —contestó él. «Los hoteles como el Palazzo Regina siempre tienen recursos», pensó amargamente. Siempre estaban dispuestos a contentar a sus huéspedes, pidieran lo que pidieran. Guy se había dado cuenta de que, en esta vida, cada uno tiene lo que paga y, cuanto más paga, más impresionado se queda todo el mundo.

Sabrina se dio cuenta de que la gente los miraba con curiosidad y no supo si era porque ella estaba calada o por lo guapo que era él. Se sentía irremediablemente atraída hacia él mientras caminaban uno al lado del otro. Sentía el corazón que le latía a toda velocidad.

—¿Cuánto dinero llevaba en el bolso? —preguntó Guy.

—Poco. La mayoría lo tengo en el hotel, con los billetes de avión.

—Menos mal que no los llevaba encima.

—Pues sí —contestó lentamente haciendo que él sonriera.

—Hemos llegado —anunció él parando ante un imponente edificio.

—¿Aquí? —preguntó Sabrina. Aquel hombre iba vestido con vaqueros y camiseta. Parecía un turista cualquiera. No podía ser—. ¿Este es su hotel?

—¿Se cree que no sé cuál es mi hotel? —bromeó detectando la incredulidad en su voz.

—¡Pero si parece un palacio! —exclamó Sabrina comparándolo con la pequeña pensión en la que ella se alojaba.

—Sí, creo que lo era antes —contestó—. Hace mucho tiempo.

—¿Cuándo?

—En el siglo XIV.

—Madre mía y, ¿usted puede pagar esto? —le preguntó sin pode evitarlo.

—Tengo esa suerte —contestó tan tranquilo—. Me lo paga la empresa. Vamos. Ha comenzado a tiritar de nuevo.

Entraron en el maravilloso hotel y el recepcionista, que era tan guapo que podría haber sido un actor, se dirigió a Guy.

—Señor, espero que haya tenido una buena mañana.

—Accidentada, más bien —murmuró—. Necesito mi llave, por favor, Luigi.

—Claro. Haré que alguien…

—No, no te molestes.

Sabrina se miró en el espejo y vio lo mojada que estaba.

El agua estaba más sucia de lo que cabía esperar porque tenía toda la camiseta llena de barro. Para colmo, se le había pegado y los pechos quedaban perfectamente marcados, al igual que el sujetador, lo que resultaba de lo más vergonzoso. Los pezones los sentía duros y erguidos por un hombre a quien acababa de conocer…

Se apresuró a cruzarse de brazos.

—El recepcionista me ha mirado raro —comentó.

—Bueno, debe admitir que está usted espectacular —murmuró Guy. Parecía una magnífica ninfa recién salida del agua.

—Ya. Espectacularmente mojada.

—Esta es mi suite.

¿Suite?

Sabrina volvió a pensar en su habitación de la pensión, donde nunca había nadie para ayudarla. Como la noche anterior, que se había encontrado con que salía un hilillo de agua anaranjada del grifo. Había conseguido escribirle una nota al director con ayuda del diccionario para que arreglaran el agua caliente. ¿Y si llegaba empapada con agua sucia del canal y se encontraba que no lo habían arreglado?

Menos mal que había aparecido el caballero Guy Masters. Mientras abría la puerta de su suite, sintió una mezcla de nervios y emoción.

Él la dejó pasar primero y Sabrina tuvo que reprimir un silbido de admiración al entrar en un salón de techos altísimos. Sabía que existían sitios así, pero nunca había estado en ellos.

La habitación estaba decorada con muebles antiguos y caros, imaginó.

Miró a su alrededor. No había mucha luz porque las contraventanas estaban cerradas, pero eso hacía que el contenido de la habitación brillara todavía más.

Había alfombras de seda de vivos colores sobre el suelo de mármol. Las sillas y las mesas eran de estilizadas patas. Había un sofá en tonos carmesí y dorados. Se giró y vio un cuadro de un dux sobre una pared también color carmesí.

—Qué bonito es —dijo—. Es precioso.

Guy observó el placer que le estaba produciendo ver aquello. A pesar de estar hecha un asco, había algo elegante en ella.

—¿De verdad? —preguntó sin mirar el cuadro.

Se dio cuenta de que la penumbra había creado un ambiente demasiado íntimo, así que se acercó a una de las ventanas para abrir la contraventana para dejar entrar la luz del Gran Canal.

«Menuda vista», pensó Sabrina, sintiéndose completamente fuera de lugar.

Recordó bruscamente que no había ido a disfrutar de la vista sino a ducharse y nada más.

Carraspeó.

—¿Dónde está…?

Guy se dio la vuelta y vio que se había puesto un poco roja, tenía dos coloretes que le hacían parecer una muñeca de porcelana.

—Sí, el baño es esa puerta de ahí —la indicó—. Tómese el tiempo que quiera. Deme la ropa mojada y haré que se la lleven y que la sequen.

—Gracias.

Sabrina cerró la puerta y se sintió en la gloria al quitarse la ropa calada que olía a peste.

Dejó los vaqueros y la camiseta, pero el sujetador y las braguitas también estaban mojadas. ¿Debía arriesgarse a…?

«¿A qué?», se preguntó a sí misma con impaciencia. No podía quedarse con la ropa interior mojada. Además, aquellas braguitas de algodón no eran como para que se volviera loco y se abalanzara sobre ella.

Con la puerta a modo de escudo protector, lo llamó.

—¿Guy?

—Déjalo ahí —le indicó con voz apagada. Ella obedeció y se apresuró a volver a cerrar con llave y a meterse bajo la ducha, que tenía un potente chorro de agua.

Guy agarró la ropa con cuidado, como si se tratara de una serpiente venenosa.

¿Por qué se había quitado absolutamente todo?, pensó incómodo mientras se preguntaba por qué algunas mujeres llevaban bragas que parecían una armadura.

No sabía casi nada de Sabrina Cooper y no la iba a volver a ver, pero lo que estaba claro era que no había ido a Venecia a seducir a un hombre.

¡A no ser que estuviera buscando a uno que se sintiera atraído por una mujer desaliñada!

Sonrió y se fue hacia el teléfono.

—Pronto —saludó. Rápidamente pasó al inglés porque, aunque hablaba bastante bien italiano, ¡no quería que hubiera malentendidos con la ropa interior de una mujer!—. ¿Cuánto tiempo tardarían en secar una ropa?

—Un par de horas, señor.

Guy frunció el ceño. ¿Tanto? ¿Y qué iban a hacer mientras? Su tiempo libre era precioso. Se le ocurrían un millón de cosas más apetecibles que sentarse a hablar con alguien con quien no tenía nada en común, salvo la nacionalidad.

¡Qué faena!

—A ver si puede ser en la mitad de tiempo, ¿de acuerdo? Y suban café a mi habitación.

El camarero que subió el café se llevó la ropa. En ese momento, Guy dejó de oír la ducha y se acercó a la puerta del baño.

—Me temo que van a tardar una hora en devolverle la ropa —le dijo.

—¿Una hora? —repitió Sabrina molesta. ¿Y qué iba a hacer durante ese tiempo? ¿Quedarse en el baño envuelta en una toalla?

Guy estuvo tentado de decirle que la idea le hacía a él todavía menos gracia, pero, al fin y al cabo, nadie le había obligado a invitarla, así que no podía quejarse.

—Puede ponerse el albornoz que hay colgado detrás de la puerta —la sugirió—. Han traído café.

Sabrina se enfundó el albornoz, que era tan suave y esponjoso como cabía esperar en un sitio así. Al ponérselo sobre los hombros llenos de pecas, percibió el aroma varonil que desprendía.

Se dio cuenta de que se lo había puesto él antes. Una punzada de deseo la golpeó por dentro. El cuerpo desnudo de Guy, tan desnudo como el suyo en aquellos momentos. Se preguntó si no se estaría volviendo loca.

¿Cómo era posible que un perfecto desconocido, por muy guapo que fuera, que lo era, tuviera semejante efecto sobre ella? Se sentía como una marioneta, manipulada por una fuerza invisible. ¿Acaso la muerte de su prometido la había convertido en eso… en una depredadora?

Guy la miró cuando salió del baño. Sintió que el pulso se le aceleraba. Tal vez lo del albornoz no hubiera sido una buena idea. Aquella mujer estaba tremendamente sensual con la prenda, que le quedaba grande. A él le quedaba por la rodilla, pero a ella casi le cubría los tobillos.

—¿Quiere una taza de café?

—Estupendo —contestó tartamudeando sintiéndose intimidada. Se sentó en el borde de un sofá en el otro extremo de la habitación, repitiéndose a sí misma que no tenía nada de qué preocuparse. La situación era rara, pero se fiaba de aquel hombre. Los hombres como Guy Masters no se atreverían a ligar con una desconocida, aunque aquel brillo hambriento de sus ojos…

Guy sirvió el café y decidió que era mejor hablar de algo.

—¿Es la primera vez que viene a Venecia?

—Es la primera vez que salgo al extranjero —admitió.

—¡No lo dice en serio!

—Sí. Es la primera vez que salgo de Inglaterra —contestó. Michael no ganaba mucho y ella, tampoco. Ahorrar para comprarse una casa les había parecido más importante que viajar. Seguramente, un hombre como Guy Masters no lo entendería.

—¿Y ha venido sola?

—Sí.

La miró con curiosidad.

—Muy osado por su parte, ¿no? La primera que sale al extranjero y lo hace sola.

—Nunca antes había hecho nada osado —contestó mirándose los dedos, que tenían sujeta la taza de café.

—¿Nunca? —sonrió.

—No, así que decidí hacerlo —contestó sin devolverle la sonrisa y sentándose más cómodamente.

Guy bebió un poco de café mientras pensaba que ojalá se sentara quietecita y dejara de moverse como si tuviera hormigas en las braguitas.

¡Pero si no llevaba!

Dios mío. Sintió una punzada de deseo, tan inesperada como inapropiada, así que dio un gran trago de café. Casi se alegró de quemarse los labios. Miró el reloj disimuladamente. Solo cuarenta y cinco minutos más. Tal vez algo menos, con un poco de suerte. Si seguían así, no se iba a poder mover.

—¿Y por qué eligió Venecia? —preguntó un poco desesperado.

—Pues porque es una de las ciudades más bonitas del mundo y porque… tenía… tenía que…

—¿Qué? —preguntó intrigado.

«Huir», pensó. Pero no le podía decir eso porque luego le preguntaría que de qué huía y, entonces, le tendría que contar la terrible historia, la historia que estaba harta de contar y de vivir. Había ido a Italia para escapar de las garras de la muerte.

—Tenía que ver la Plaza de San Marcos —contestó sonriendo abiertamente—. Era un sueño que siempre había tenido. Como montar en góndola.

—¿Y bañarse en el Gran Canal?

—No, eso no —contestó, riéndose.

Guy pensó que la risa le iluminaba el rostro.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Solo un par de días. ¿Y usted?

Guy sintió un repentino martilleo en las sienes. Venecia le estaba pareciendo una ciudad cada vez más atractiva.

—Yo, también —contestó volviendo a mirar el reloj.

La habitación le parecía pequeña de repente. Demasiado íntima. Sabrina volvió a moverse en el sillón.

—¿Cuántos años tiene? —le preguntó Guy mientras ella cruzaba las piernas.

Lo suficientemente mayor como para darse cuenta de que aquel hombre no estaba indiferente ante su presencia. Lo veía en sus ojos.

—Veintisiete —contestó.

—Parece más joven.

—Eso dicen —dijo enarcando las cejas—. ¿Y usted?

—Treinta y dos.

—Parece mayor.

Sus ojos se encontraron mientras algo primitivo flotaba en el ambiente.

—Lo sé —murmuró.

Sus palabras la acariciaron y Sabrina lo miró y recorrió cada uno de los maravillosos rasgos de su cara como queriendo memorizarlos. «Nunca te olvidaré. Jamás», pensó con tristeza.

Se quedaron sentados en silencio mientras se terminaban el café. El camarero llamó a la puerta y dejó la ropa, perfectamente planchada.

—Aquí tiene —dijo Guy dándole los vaqueros, la camiseta y la ropa interior.

Sabrina lo agarró, consciente de que sus dedos habían tocado su sujetador.

—Voy a vestirme.

Si le parecía guapa antes, cuando salió del baño, se quedó sin palabras. Guy no sabía qué había hecho la plancha con la ropa, pero le quedaba de maravilla.

—Tome —dijo rebuscando en el bolsillo y dándole dinero.

—¿Qué? —dijo ella alarmada.

—Se le ha caído el bolso al agua, ¿no? Y tendrá que volver a casa.

—No puedo aceptarlo.

—Pues tómelo como un préstamo. Puede devolvérmelo mañana.

—De acuerdo, gracias —contestó metiéndose los billetes en el bolsillo trasero del pantalón.

La acompañó al vestíbulo convencido de que no volvería a verla en la vida.

Y preguntándose por qué aquel pensamiento le producía ese sentimiento de angustia.