Al otro lado del velo - Luís Miguel Sánchez Tostado - E-Book

Al otro lado del velo E-Book

Luís Miguel Sánchez Tostado

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¿FUE LA MUERTE DEL GRAN HOUDINI UN ASESINATO? ¿POR QUÉ SE QUISO IMPLICAR A SIR ARTHUR CONAN DOYLE? ¿Fueron los espiritistas una secta de embaucadores o los herederos de la Tercera Revelación? ¿Sabía Conan Doyle quién fue Jack el Destripador? Al otro lado del velo es una singularísima novela de detectives donde el conocido creador de Sherlock Holmes tratará de resolver la misteriosa muerte de su antiguo amigo, el famoso ilusionista Harry Houdini. Un thriller con dos protagonistas fascinantes, salpicado de magia, espionaje, espiritismo y suspense. Una pugna entre titanes donde lo esencial es invisible a los ojos. «Palabra a palabra, línea a línea, esta absorbente novela se convierte en una poderosa máquina del tiempo que nos transporta a una época tan oscura como fascinante». Rosa Ribas, escritora

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Ähnliche


Índice de contenido
NOTA DEL AUTOR
1. UNA SILLA PARA SIR ARTHUR
2. LA CONFERENCIA
3. EL TAXISTA
4. UN DON SOBRENATURAL
5. EL MUSEO MÁS FELIZ
6. LA ESCRITORA TÍMIDA
7. EL ENCUENTRO
8. THE CRIMES CLUB
9. LA BIBLIOTECA
10. LA CARTA
11. POMPA Y CIRCUNSTANCIA
12. METASOMOSCOPIA
13. LA NOTICIA
14. EL CASO HOUDINI
15. LOS HILOS
16. EL CÁNCER DE LA SUPERSTICIÓN
17. EL INTRUSO
18. LA MALDICIÓN DE WALTER
19. MARGARET
20. EL SÓTANO DE LOS HOUDINI
21. 280 BROADWAY
22. EL MOMENTO
EPÍLOGO

Título: Al otro lado del velo

© 2024 Luis Miguel Sánchez Tostado

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: septiembre 2024

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2024: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Calle Muntaner, 423, planta 2

08021 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

Este libro ha sido patrocinado por el Ayuntamiento de Tomelloso.

El jurado, presidido por Inés María Losa Lara, y compuesto por Sergio Vera Valencia, Rosa Ribas, Jota Linares y Eva Olaya Martín, con Victoria Bolós Montero como secretaria, concedió por unanimidad a Al otro lado del velo, de Luis Miguel Sánchez Tostado, el XXVI Premio Francisco García Pavón de novela policíaca, convocado por el Ayuntamiento de Tomelloso.

«La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que la mente del hombre pueda inventar».

Sir Arthur Conan Doyle

«Mi mente es la llave que me libera».

Harry Houdini

NOTA DEL AUTOR

¿Murió el Gran Houdini de apendicitis o fue la tapadera para ocultar su asesinato? ¿Por qué se quiso implicar a sir Arthur Conan Doyle? ¿Son los espiritistas una secta de embaucadores o los herederos de la Tercera Revelación donde entes incorpóreos preparan nuestro tránsito al más allá? ¿Supo Conan Doyle quién fue Jack el Destripador? ¿Por qué su creador odiaba a Sherlock Holmes?

La literatura británica situó a sus autores entre los de mayor éxito de ventas en el mundo. Ahí están para probarlo William Shakespeare, Daniel Defoe, Jane Austen, Charles Dickens, Lewis Carroll, J. R. R. Tolkien, Rudyard Kipling, Oscar Wilde, Virginia Woolf, Agatha Christie, George Orwell o, más recientemente J. K. Rowling. Independientemente de sus estilos narrativos, las obras de estos autores forman parte esencial de la literatura universal y siguen inspirando a generaciones enteras. A este selecto grupo perteneció Conan Doyle, de cuya obra Las aventuras de Sherlock Holmes, un compendio de doce relatos, se han vendido más de sesenta millones de copias en todo el mundo.

Arthur Conan Doyle y el ilusionista Harry Houdini fueron celebridades muy influyentes en su tiempo, y ambos, pese a sus orígenes humildes, alcanzaron la cima del éxito gracias a su enorme talento. Houdini asombró al mundo con sus prodigiosos escapes y sus desafíos imposibles. No pocos estaban convencidos de sus poderes sobrenaturales. Conan Doyle, por su parte, se convirtió en uno de los literatos mejor pagados de su generación e hizo fortuna con la saga del famoso inquilino del 221B de Baker Street. Mago y escritor entablaron una gran amistad, sin embargo, el espiritismo de Doyle chocó con el escepticismo del ilusionista y con sus campañas contra médiums y videntes, hasta el punto de aborrecerse mutuamente y entablar una virulenta batalla mediática que tuvo una amplia repercusión.

Pese a sus amargos desencuentros, la inesperada muerte del escapista el 31 de octubre de 1926 sacudirá la conciencia del autor británico quien, ya anciano, en plena decadencia literaria y denostado por la crítica ante su ingenua obcecación espiritista, viajará a Nueva York, donde retomará el viejo método deductivo de Holmes que le conducirá a descubrir la verdad en torno a la muerte de su antiguo amigo.

Aunque el propósito de esta novela no es ser fiel, al pie de la letra, a la verdad histórica, sí pretende serlo con las biografías de los protagonistas, ya que buena parte de los acontecimientos narrados están inspirados en hechos reales. Otros, en cambio, aun siendo especulativos, tal vez no anden lejos de lo verosímil, pues todavía persisten interrogantes sobre las circunstancias que rodearon el final del legendario escapista y su enigmática doble vida.

La historia se desarrolla en los seis años que median desde que se forja la amistad entre Houdini y Doyle, en 1920, hasta la muerte del mago, si bien los frecuentes flashbacks nos conducirán a tiempos pretéritos y a situaciones futuras narradas en tercera persona por Alfred Herbert Wood, el secretario personal de Conan Doyle.

Un reto fascinante ha sido conjugar el aporte histórico-biográfico procedente de la vida real de ambos personajes, ambientados con precisión en el tiempo y en el espacio, con la intriga inquietante del thriller, y la especial singularidad de que será el propio autor de Sherlock Holmes, no su detective de ficción, quien tratará de resolver la misteriosa muerte de Houdini, cuya verdadera causa, transcurrido casi un siglo, todavía es un enigma.

Durante el siglo XIX y principios del XX, el movimiento espiritista tuvo una gran expansión tanto en Europa como en Estados Unidos. El espiritismo se convirtió en una religión alternativa, una suerte de refugio para la élite intelectual, un sistema de creencias de salón que permitía hacer algo hasta entonces anatemizado: discutir sobre el mundo espiritual desde el positivismo. Supuso un desafío a la dicotomía tradicional entre el racionalismo de la Ilustración y las religiones, concibiendo la reencarnación como un camino de perfección y progreso. Sus avanzados planteamientos para la época irían parejos a los avances de la ciencia y la industria. Allan Kardec, principal referente ideológico, abogaba por la reforma social; los grupos espíritas luchaban por la igualdad, y las mujeres médiums, que eran mayoría, desafiaron los roles de género gozando de mayor protagonismo en aquella sociedad patriarcal. El fenómeno se hizo popular, sobre todo tras la Primera Guerra Mundial y la pandemia de 1918, porque los médiums, a través de sus místicas epifanías con el más allá, ofrecían consuelo en épocas donde la muerte bajaba a la tierra a vendimiar. Respondían a viejas cuestiones espirituales, partiendo de un moderno planteamiento compatible con la ciencia, al menos en apariencia. Pero los casos de fraude abundaban y muchos médiums, sabedores de su ascendencia sobre las personas más sugestionables —que no eran necesariamente las menos instruidas—, adquirieron el rol manipulativo tradicional de los gurús y los clérigos. Conocedores de que la ciencia no responde a cuestiones metafísicas, médiums, sacerdotes, astrólogos, echadores de cartas, consultores de cenizas, magos, adivinos y charlatanes en general, a cambio de alcanzar mejor vida, buscaban la mediación con lo trascendente para captar adeptos, condicionar decisiones y hacerse con notoriedad y fortuna. La implantación de nuevas técnicas adivinatorias, pero, sobre todo, la lacra del fraude de los fenómenos paranormales y la determinación del espiritismo como pseudociencia, por no cumplir los requisitos básicos de la metodología científica, fueron determinantes para que el fenómeno se desinflara a mediados del siglo xx.

Al otro lado del velo es una apasionante historia de detectives que va más allá de la tradicional novela-problema. En el propósito de la obra está jugar con la capacidad deductiva de un lector, que se adentrará en las intrigas de la trama de una forma distinta: desde las sombras de la decadencia de personajes reales, y la descarnada pugna entre el razonamiento racionalista, no siempre infalible, y la trascendencia espiritual, consecuencia inevitable de nuestra resistencia a morir sin más, de ser tan frágiles y finitos. La necesidad, en definitiva, de aferrarnos a lo eterno.

Luis Miguel Sánchez Tostado

Jaén, 7 de julio de 2024

1. UNA SILLA PARA SIR ARTHUR

Londres, 7 de julio de 1930

Al ocaso, con el púrpura menguante sobre la campiña de Sussex, pidió que lo levantaran de la cama y lo sentaran junto al ventanal. A lo lejos, una tormenta eléctrica cabalgaba hacia el horizonte encendiendo mantos de luz entre las nubes. Guiado por el presagio de los pájaros en vuelo, barrió con la mirada la rosaleda de Windlesham Manor y se detuvo, como ausente, en los dedos finísimos y transparentes de la lluvia sobre los cristales. Tal vez evocó los días soleados de su infancia, en los que nada se había fracturado aún. Antes de que el mundo se deshiciera como una acuarela bajo el agua, de que sus recuerdos se extinguieran como los bordes de un cuadro inacabado, buscó la mano de su amada. «Mi querida Jean…», siseó. Fue como si respirase la palabra en vez de pronunciarla. La esposa se aferró a su brazo enteco. «Eres maravillosa», le dio tiempo a musitar en el misterioso interregno que separa la vida de la muerte. Le siguió una sibilancia de voces llorosas.

El corazón de sir Arthur Conan Doyle dejó de latir a los 71 años. A decir de muchos, fue en aquel preciso instante, con tres décadas de retraso, cuando terminó la era victoriana. El día 13 de julio, a menos de una semana del finamiento de sir Arthur, diez mil personas asistieron al Royal Albert Hall de Londres con la esperanza de recibir el mensaje prometido desde el más allá.

Su ausencia pendía sobre todos como una opresora sombra. Sir Arthur había sido deportista, aventurero, periodista, corresponsal de guerra, político, médico y uno de los literatos que menos murió al morir. Fue, sin duda, el escritor más leído y mejor pagado de su tiempo, conocido mundialmente como el creador de Sherlock Holmes, el detective que desató el furor de los lectores con su fina intuición para resolver intrincados crímenes. Los nostálgicos de la sociedad victoriana, la que ponderó en cada británico la arrogancia del Imperio y de la que sir Arthur fue uno de sus máximos valedores, aún seguían afectados por su irreparable pérdida. ¿O no fue del todo irreparable? Digo esto porque Doyle, que había sido un acérrimo defensor de la doctrina espírita y el esoterismo, que llegó a convertirse en un reconocido profeta del mensaje vital, que recorrió medio mundo divulgando la nueva revelación, prometió en vida regresar portando mensajes del otro lado.

Damas encopetadas y bigotudos caballeros de bombín acudieron intrigados a lo que prometía ser la constatación de cuanto, en vida, divulgó el autor escocés: la existencia de una dimensión de tránsito en la que vagan espíritus que aún no tuvieron acceso al empíreo divino, por lo que pueden comunicarse con nosotros. Algunas damas impresionables se llevaron la mano a la boca cuando vieron en el entarimado una silla para sir Arthur con su nombre escrito.

Los bloques de terracota del Royal Albert Hall, nuestro más emblemático teatro, han acogido desde 1871 a los mejores actores y a los más consagrados artistas. Pocas veces el acero forjado de sus vitrales vibró tan alto al albergar tan numerosa multitud como en la sesión organizada por la Asociación Espiritista Marylebone. Junto a la silla vacía, la triste viuda del escritor permanecía acompañada de sus hijos Denis, Adrian y Lena. También Mary, primogénita de sir Arthur, de su primer matrimonio, asistía sin saber muy bien si se encontraría con algún mensaje de su padre o de su madre, Lousie Hawkins, a quien la tuberculosis quitó la vida en 1906.

Cuando se apagaron las luces, el silencio y la expectación se hicieron dueños del patio de butacas. Estelle Roberts, la médium favorita del escritor, subió al escenario y evocó su recuerdo con sentimiento. Tras los himnos y las lecturas sagradas, Estelle convocó su presencia una y otra vez hasta que pareció caer en trance. Con palabras guturales, casi ininteligibles, musitó nombres y describió a los espíritus que visualizaba, tratando de identificar entre ellos a su antiguo amigo. Una intensa presencia parecía flotar en el aire. Cuando el público se removía y los más impacientes abandonaban sus butacas, la médium gritó:

—¡Aquí está! ¡Lo veo, lo estoy viendo! Su tránsito ha sido apacible.

Un escalofrío estremeció a los circunstantes y se oyeron algunos gritos ahogados. Algo rígida, Estelle se levantó de la silla y, como un autómata, dio unos pasos hasta Jean quien, emocionada, a duras penas contuvo las lágrimas.

—Tengo un mensaje de su esposo. Dice que alguien de la familia entró esta mañana en la cabaña de Crowborough. ¿Es eso cierto?

Entre lágrimas, la viuda asintió.

—He sido yo. ¿Puede preguntarle si sabe por qué lo hice?

Estelle respiró profundamente y le sostuvo la mirada. Se aproximó aún más a Jean y le cogió la mano. Su voz tonante adquirió una inquietante gravedad.

—Dile a Mary que…

En ese momento, como si la ocasión estuviera medida, el organista interpretó los acordes del himno espiritista, lo que impidió que se oyera la voz de la médium, que tuvo que transmitir a Jean el mensaje al oído.

Se desataron murmullos, seguidos del revuelo de un público dividido entre espiritistas seguidores de Conan Doyle que batían palmas y lanzaban vítores, y contrariados detractores que abandonaron el edificio sin haber presenciado el esperado discurso de sir Arthur desde el más allá.

La viuda, a la que minutos antes se veía perdida en el desconsuelo, salió junto a sus hijos más calmada, con una expresión plácida. Jamás reveló el contenido del mensaje que le transmitió la médium, pero declaró a la revista Time: «Aunque no he hablado con Arthur desde que falleció, estoy segura de que nos enviará un mensaje, eso sí, a su debido tiempo y a su manera».

Cuatro años más tarde, el 28 de abril de 1934, se organizó una nueva sesión espiritista en The Aeolian Hall de Londres, en la populosa New Bond Street. Más de medio millar de espiritistas asistieron a una sesión en la que el médium letón Noah Zerdin contactó con unos cuarenta entes espirituales. En aquella ocasión, se aseguraron de grabar las voces de los muertos en veintiséis discos de acetato. En la penumbra, Zerdin entró en trance y, entre los espíritus contactados, al fin apareció el del añorado Conan Doyle. Sobrecogidos, los asistentes pudieron escuchar al difunto escritor escocés en una entrecortada y espeluznante psicofonía de cincuenta segundos. El fonógrafo registró sus palabras para la posteridad:

Dios… gracias a Dios… la gran ayuda divina a cada cualidad… y también cuida de mis hijos y mi buena esposa Jean… Dios ayude a nuestro movimiento hacia adelante, más allá... El adelante… y adelante es el deseo de Arthur Conan Doyle

Tan insólito documento sonoro fue impreso en vinilo por The Gramophone Company y la voz fue comparada con el discurso que sir Arthur había grabado en el Small Queen´s Hall de Londres el 14 de mayo de 1930. Las voces eran similares y muchos se marcharon convencidos de que habían sido testigos del primer mensaje del espíritu de sir Arthur Conan Doyle.

Me asaltó la duda de si Doyle grabó en vida aquel mensaje para fortalecer el movimiento espiritista tras su muerte o si se trató de un simple montaje. El caso es que, aún en su obcecación espiritista en los atardeceres de su vejez, sir Arthur mantuvo hasta el final su honestidad, por lo que deduje que se trataba de un simple imitador conchabado con el médium.

Mi nombre es Alfred Herbert Wood, aunque pueden llamarme Woodie, como con afecto hacía sir Arthur, a quien serví durante más de treinta años. Nos conocimos en Portsmouth, donde abrió una consulta médica. En aquella base naval de la costa sur de Inglaterra se forjó nuestra amistad, en torno al deporte, porque —aunque yo era más joven— ambos compartimos equipo de críquet, el Hampshire Rovers. También coincidimos en la francmasonería, no solo por el librepensamiento y la filantropía de la orden secreta, sino por compartir peto fraternal con influyentes celebridades del mundo de la política y las artes.

Arthur tenía 26 años cuando contrajo matrimonio con Touie, sobrenombre de Louise Hawkins, hermana de uno de sus pacientes, con la que tuvo dos hijos: Mary Louise y Kingsley. El hijo se fue con Dios en 1918, cuando servía a su país en la Gran Guerra, suceso por el que su padre se volcó con más ahínco en el espiritismo, llegando a convencerse de que Kingsley le hablaba desde el otro lado.

Aunque Doyle se especializó en Oftalmología, pronto descubrió que la literatura era su verdadera pasión y, en cuanto despuntaron sus primeras obras, abandonó la consulta médica para dedicarse por completo a las letras. Al principio, las entregas de Sherlock Holmes tuvieron una modesta acogida. Su gran oportunidad llegó el 30 de agosto de 1889, cuando Joseph Marshall Stoddart, editor de Lippincott’s Monthly Magazine, con sede en Filadelfia, convocó en el lujoso hotel Langham de Londres a Oscar Wilde, por entonces un autor consagrado, y a Arthur Conan Doyle, a los que hizo una tentadora oferta. De aquella cena salió el compromiso de publicación de las dos novelas más importantes de finales del XIX: El retrato de Dorian Gray, de Wilde, y El signo de los cuatro, de Doyle, segunda de las cuatro novelas protagonizadas por Holmes, que se convertiría en el famoso inquilino del 221B de Baker Street y que haría rico a mi patrón.

Tal fue la acogida de Sherlock Holmes que sus obras se representaron en teatro y llegó a enamorar al celuloide, tanto al cine mudo como al sonoro. Muy pronto, sir Arthur se consagró como escritor de éxito y se convirtió en una personalidad influyente aclamada por la crítica. No obstante, desarrolló contra Sherlock una profunda aversión por razones que más adelante comentaré.

Creo que fue en 1900 o en 1901, cuando Arthur me sorprendió con una propuesta inesperada. Los detalles precisos de la conversación ahora no me vienen al recuerdo porque la memoria es un amigo del que más vale no fiarse, y más a mi edad. El caso es que estaba desbordado de trabajo y necesitaba un secretario de confianza que atendiera la correspondencia, gestionara su agenda y supervisara los negocios en sus frecuentes ausencias. Funciones que más tarde se ampliaron a corrector de textos y a consultor de los casos que tuvo a bien compartir conmigo, incluso en noches de tabaco y tertulia sin minutero sobre temas literarios, a la luz argentina de la luna. Y no es casual, según las descripciones físicas del doctor Watson: complexión fuerte, mandíbula cuadrada, grueso bigote, veterano de guerra, inteligente sin ser brillante y entusiasta del deporte, que no pocos exégetas de la popular saga hayan visto en este servidor la matriz con la que sir Arthur modeló la personalidad del ayudante de Sherlock Holmes. Pese a la evidencia, jamás me lo refirió.

En cuanto a la oferta, no pude negarme. A fin de cuentas yo era joven, soltero y sin más compromiso que mis alumnos en la Grammar School. Doyle precisaba un experto en Gramática para la correspondencia y la revisión de sus textos, pero estoy convencido de que fueron mis hábitos refinados, mi pasión por el críquet y el golf y mi intensa actividad social lo que determinó su oferta. Tal vez se vio reflejado en mí, como si mi vida hubiera sido la que a él le hubiera gustado gozar durante su sacrificada juventud. Pertenecer al elitista Royal Albert Yacht Club, participar en sus regatas, ser miembro del Marylebone Cricket Club, haber jugado con los Hampshire Rovers, además de ser francmasón en la Logia de Phoenix n.º 257, de la que fui Venerable Maestro, junto a mi compromiso con el Gran Capítulo Provincial de Hants fueron sin duda aspectos determinantes para su elección.

Así pues, renuncié a mi plaza en la Portsmouth Grammar School y me marché decidido a servirle con lealtad, labor que desarrollé cuanto mejor supe hasta el otoño de 1930, cuando el gran Arthur Conan Doyle pasó a mejor vida. Imaginé que aceptar la secretaría de uno de los personajes más reconocidos y controvertidos del Reino Unido habría de conducirme a innúmeras experiencias, algunas verdaderamente insólitas, sobre todo en los últimos años de su errática decadencia. Y así fue.

Ahora, regresemos al principio de esta historia, cuando el estudio del crimen formaba parte sustancial de la vida de Doyle, antes de que el espiritismo lo arrasara todo.

2. LA CONFERENCIA

Glasgow, 1920

Las zapatas friccionaron las bandas de rodadura y las barras de acoplamiento ralentizaron su vaivén. Cuando las ruedas de la locomotora se detuvieron en la Estación Central de Glasgow, el ilustre pasajero asomó por la puerta del primer vagón y la multitud, enardecida, le tributó un cálido aplauso. Tras el silbido, el gigante de hierro suspiró en blanco y la nube de vapor se proyectó sobre el gentío que se arremolinaba en el andén.

Con los pies en el estribo y aferrado al pasamanos, el caballero pinzó el ala de su canotier a modo de saludo y aguardó paciente las indicaciones posando a estampa quieta para el retrato. Tras los fogonazos de magnesio, pisó el apeadero, se destocó ante las damas que acompañaban a los respetables de bombín y chaqué, y saludó gentilmente a los miembros del concejo que acudieron a recibirlo. Dos policías abrieron pasillo entre la concurrencia y el séquito de bienvenida abandonó la terminal seguido por un buen número de incondicionales. Tras recorrer un breve trayecto, se adentraron en el emblemático hotel Central, en el 99 de Gordon Street, un soberbio edificio estilo reina Ana adosado a la estación ferroviaria.

A sus 52 años, sir Arthur Conan Doyle lucía el donaire meditativo y flemático de los eruditos británicos, con su bigote handlebar de picos rizados, su impecable terno a medida y un bastón de empuñadura labrada. Sus ojos zarcos se apretaban en una mirada rapaz, propia de quien lo observa todo sin perder detalle.

La sala de conferencias habilitada en el hotel Central superó su aforo, y tras las presentaciones de rigor, el doctor Doyle departió durante más de una hora sobre sus experiencias en la guerra de Sudán y en la de los bóeres, colonos de origen neerlandés a los que los ingleses se enfrentaron con el fin de controlar un territorio rico en diamantes, hierro y oro. El gobierno trató de acallar las críticas sobre las atrocidades cometidas en los infrahumanos campos de concentración británicos, en los que perdieron la vida setenta y cinco mil bóeres y nativos negros, la mayoría mujeres, ancianos y niños.

Estas cuestiones aún coleaban en los mentideros, y Doyle, que permanecía fortificado en sus antiguas costumbres, pese a su defensa de los derechos humanos, sentía gran apego al honor victoriano y a la grandeza del Imperio. A su regreso de Sudáfrica, su obra La guerra de los bóeres contribuyó a limpiar la imagen de la Corona y, en correspondencia, el rey Eduardo VII le nombró caballero de la Orden del Imperio Británico. Además de sir, también fue titulado viceteniente del condado de Surrey.

Pero sigamos con la conferencia de Glasgow. Tras su exposición, se abrió un turno de preguntas en el que ocurrió lo que él temía: al público le importaban un comino las guerras coloniales y la política exterior. Aquel día, el verdadero interés pasaba otra vez por el famoso detective y los rumores que señalaban su inminente final.

Un caballero espigado con aires de mundo se levantó con el índice señalando al techo.

—Bienvenido a Glasgow, sir Arthur. Me llamo Norman Magnus, del clan MacLeod. Le felicito por su magnífica exposición sobre las campañas británicas de ultramar, pero creo hablar por la mayoría de la concurrencia al preguntarle por la continuidad de la saga Holmes. ¿Seguiremos disfrutando de sus aventuras?

En el Reino Unido, la relación de amor-odio entre el autor y su personaje más famoso era un secreto a voces. De la mano de Sherlock, Doyle saltó a la fama y se convirtió en uno de los escritores mejor remunerados del momento. Pese a lograr uno de los personajes de ficción más admirados y rentables de la literatura universal, el autor sentía cierto resentimiento hacia el excéntrico detective de la pipa y gorra deerstalker, a quien responsabilizó de que la mayor parte de su fecunda producción literaria, de la que se sentía especialmente orgulloso, se mantuviera en un inmerecido segundo plano.

—Creo que sería mejor centrarnos en los bóeres y… —masculló Doyle.

—Sir Arthur —atajó un corresponsal del Daily Mail—, ¿es cierto que su querida madre impidió su primer intento de liquidar a Sherlock Holmes? Después, en 1893, usted acabó con Holmes y el malvado Moriarty en El problema final. ¿Por qué ese interés en acabar con un personaje tan querido por los lectores?

—Bueno —carraspeó—, yo amo a todos mis personajes, y en especial a Holmes, que se empeñó en mejorar sustancialmente mi economía —rio—. De hecho, lo resucité en 1903 en La aventura de la casa vacía.

—Supongo que algo tendrá que ver que miles de lectores cancelaran la suscripción a la revista donde se publicaban las entregas. ¿Fue presionado por la editorial para resucitarlo? —porfió el reportero.

Sir Arthur recordaba con pesadumbre las consecuencias de acabar con Sherlock en 1893. Tal vez no llegó a calibrar la magnitud del fenómeno ni hasta qué punto el famoso detective había echado raíces en la sociedad británica, porque las presiones no llegaron solo por parte de la editorial, también recibía cientos de cartas de lectores, algunas con amenazas de muerte contra él y su familia si no retomaba sus historias.

—Aunque parezca un contrasentido, y lo digo con cierto resquemor, Sherlock Holmes acaparó por completo la atención de los lectores, que perdieron totalmente el interés por otras obras mías —continuó algo afectado—. Me hizo su esclavo y hasta se apropió de mi tiempo para escribir sobre otros asuntos que me interesaban más. Mi trayectoria literaria es muy amplia e incluye textos de terror, ciencia ficción, novela histórica, teatro, ensayo político, crónicas y hasta poesía, pero la fascinación por Holmes relegó al ostracismo el resto de mis obras, que son, a juicio mío, mucho más valiosas. Por eso a veces me enfado con él, pero no llega la sangre al río —ironizó sonriente.

Los asistentes, encantados con el incentivo de que su héroe se hubiera convertido en el protagonista del debate, se mostraron participativos. Una anciana encopetada, que sostenía en sus brazos un pequeño terrier irlandés, se levantó sonriente.

—Buenos días, sir Arthur. Me llamo Aurore Denson. Soy una ferviente admiradora de las intrigas detectivescas de Holmes y Watson. Siempre me he preguntado qué hay de Holmes en usted y cuánto del doctor Doyle en Holmes. Con todos mis respetos, pienso que siempre le resultará imposible desprenderse de Sherlock, sencillamente porque eso significaría renunciar a usted mismo, a su propia esencia.

Sir Arthur sonrió a la distinguida dama.

—¿Se da cuenta, señora Denson, de que acaba de emplear el método deductivo de Holmes?

El doctor Doyle resaltó la importancia de la observación, la lógica deductiva y la evidencia científica para localizar aspectos que, siendo baladíes para la mayoría de las personas, pueden ser clave en la resolución de un crimen. Señaló la similitud entre la medicina y la investigación criminal; ambas, dijo, razonan hacia atrás buscando un síntoma o un axioma. Ambas intentan alcanzar la causa desconocida del mal: una enfermedad o un culpable, un germen o un criminal. La clave del éxito, insistió, se encuentra en la capacidad de identificar y analizar diminutos pormenores mediante la percepción, porque la intuición humana es el detector de peligro más preciso. Y a la intuición le concedía cierto poder telepático, invocador en determinadas situaciones, como cuando pensamos en una persona y, de repente, aparece o contacta con nosotros, como consecuencia de que nuestra actitud determina la marcha de nuestra vida y establece pautas en nuestro destino. Aseguraba que esto se debe a nuestra conexión emocional, mental o espiritual con esa persona. En estos casos, nuestra mente actúa como un emisor telegráfico que hará que el receptor contacte con nosotros.

Humildemente, yo no comparto esta idea, porque, si establecemos una correlación entre las personas que conocemos y el número de veces que pensamos en ellas, es imposible que las dos variables no coincidan alguna vez. Asociamos la casualidad con lo espiritual y no reparamos en todas y cada una de las veces que pensamos en esa persona y en realidad no aparece.

Respecto a la capacidad resolutiva en lo criminal, Doyle confesó que, cuando leía novelas de detectives, le molestaba que lograran resolver los casos más por casualidad que cercando al criminal mediante el empleo de la deducción y la ciencia. En ocasiones, y esto le irritaba sobremanera, los escritores ni se molestaban en explicar cómo el detective descubría la verdad. Lo comentaba en nuestras tertulias a la hora del té, tardes larguísimas incendiadas de oro y literatura. Se planteó entonces introducir el método científico en el trabajo del detective. Esa fue la premisa que lo impulsó a escribir. De ahí la fascinación que producía la mente privilegiada de Sherlock Holmes, que terminó siendo un modelo para la Policía de la época, y no solo en el Reino Unido. Países como Francia, Egipto o China adoptaron el sistema de Holmes en sus escuelas de detención.

—Tuve un excelente maestro en la universidad de Edimburgo —continuó Doyle—. El profesor Joseph Bell tenía, y aún tiene pese a su edad, un talento especial para el razonamiento deductivo. Con solo mirar a un paciente era capaz de realizar un diagnóstico de la enfermedad, y a menudo deducía su nacionalidad, su profesión, incluso el itinerario que había recorrido hasta llegar a la consulta. Las uñas, las callosidades de las manos, los puños de una camisa, las mangas de un abrigo, las rodilleras del pantalón, las suelas de los zapatos, la expresión de la cara o una mirada inoportuna puede aportar más información de lo que podría pensarse. El método deductivo de Bell está en el detective Holmes, porque el buen investigador, como el buen policía, no debe dejar cabos sin atar. Hacerlo, y es algo que hemos visto a lo largo de la Historia, es el preludio del desastre.

—Lo que dice es fascinante, sir Arthur —replicó la anciana—, pero el detective Holmes no tendría esas facultades si usted no gozara también de ellas. Sería todo un detalle por su parte que nos ilustrara sobre la técnica deductiva con un ejemplo en vivo. —La señora Denson sonrió expectante acariciando a su terrier.

La propuesta cogió por sorpresa al doctor Doyle, que miró a su alrededor buscando algún recurso ilustrativo.

—¿Me podrían facilitar de la guardarropía alguna prenda tomada al azar, por favor?

El director general del hotel, que hasta ese momento había ejercido de anfitrión, hizo una señal al conserje, que entró en el guardarropa y apareció con un sombrero que depositó en la mesa del conferenciante.

—¿Será capaz de averiguar quién es el propietario de ese sombrero? —preguntó entusiasmada la señora Denson.

Doyle se levantó y entregó el chapeo a la anciana.

—¿Por qué no prueba usted? Obsérvelo con atención y díganos qué ve —la invitó el conferenciante.

Sorprendida, entregó el perrito a su joven criada y examinó el sombrero por todos sus lados.

—Pues… no sé… es… es un sombrero de fieltro de ala ancha, algo sucio y un poco manchado. El forro es de seda roja. Lleva adherida una etiqueta donde se lee: «L & Co. Hatters-London. Founded 1676».

—¿Ve algo más?

—Pues la verdad es que no. —La anciana se encogió de hombros y devolvió la pieza a Doyle antes de tomar asiento.

Se hizo un silencio expectante. Tras un resignado «veamos», sir Arthur examinó la copa, el pellizco, la banda, las alas y el interior. Elevó una ceja y miró al público.

—El propietario es un hombre inteligente y avispado. Hasta hace tres años gozaba de una economía desahogada, pero en estos momentos atraviesa una mala racha. Su esposa ya no lo… —se contuvo reparando en que el propietario estaba presente— …digamos que su relación con ella no pasa por su mejor momento, aunque solventa las apariencias con cierta dignidad. Es de mediana edad, las canas pueblan su cabello, estuvo en la peluquería hará unos tres días, se cortó el pelo a navaja y utiliza fijador. En su casa no dispone de instalación de gas.

Estupefactos, los asistentes se miraron los unos a los otros. Habían quedado perplejos por el ingenio y la agudeza del ponente.

—¿Cómo es posible inferir tanta información de un sombrero? ¿Ha utilizado la clarividencia? —preguntó el periodista del Daily Mail—. ¿Por qué lo considera inteligente?

El doctor Doyle se colocó el sombrero en la cabeza y se le hundió hasta la nariz.

—Nada de clarividencia. Solo es una cuestión de capacidad cúbica. Un hombre con un cerebro tan grande debe de tener algo dentro —arguyó con sorna arrancando las risas de la concurrencia.

—¿Y su declive económico? —se interesó el bigotudo brigadier de la primera fila.

—Este sombrero tiene tres años. Las alas planas y curvadas por los bordes se pusieron de moda entonces. Es una pieza de la mejor calidad. Fíjense en la cinta de seda con remates y en la excelente tela del forro. Está fabricado por la prestigiosa casa Lock and Company Hatters, en el 6 de Saint James’s Street, cuyos precios no son precisamente populares. Si el propietario se podía permitir un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha adquirido otro, es evidente que ha sufrido un revés económico. Hay fragmentos de cabello gris cortado a navaja adheridos al forro por el fijador.

—¿Y lo de su esposa? —se interesó la señora Denson, algo ruborizada por la indiscreción.

—Este sombrero no ha sido cepillado en semanas. Si su consorte le permite salir con él en semejante estado, es un indicio de que ha perdido su afecto.

—¿Cómo sabe que su casa carece de instalación de gas? —retomó el reportero.

—¿Ven estas pequeñas manchas de sebo en las alas? Una o dos podrían ser casuales, pero tiene no menos de cinco, lo que me lleva a pensar que su propietario debe de estar en contacto frecuente con sebo derretido. Probablemente sube las escaleras por la noche con el sombrero en la mano y una vela goteante en la otra. Un aplique de gas nunca provocaría manchas de sebo.

Tras los murmullos de fascinación, los asistentes se arrancaron en un entregado aplauso. El director general dio por concluido el acto y agradeció la presencia de sir Arthur y de la distinguida concurrencia. El público fue abandonando la sala tras los saludos de rigor y el personal del hotel se dispuso a recoger el mobiliario. Mientras se despedía del director, el doctor Doyle reparó en que un tipo solitario continuaba en su butaca y lo miraba fijamente. Era un hombre corpulento de cabello canoso y cara de pocos amigos que tamborileaba los dedos sobre su pierna. Cuando todos los asistentes se marcharon, aquel individuo se levantó y se aproximó a sir Arthur. Le dedicó una mirada sombría antes de recoger su sombrero de la mesa y ajustárselo. Salió de la sala sin pronunciar palabra.

—¿Quién es? —se interesó Doyle.

—El detective John Pyper, de la Policía de Glasgow.

3. EL TAXISTA

Dover, 1997

Los imponentes acantilados de Dover mostraban al mundo sus entrañas de caliza de Creta. Desde aquel bello enclave se dominaba el estrecho de Calais, la reserva de Samphire Hoe y, a poniente, la East Wear Bay. Una abrupta escarpadura vertical, nívea como un iceberg, delimitaba el vacío y a sus pies rompían espumas claras de aguas turquesas. Como cometas, las gaviotas se balanceaban en el aire dorado de noviembre.

La anciana apretó contra su pecho la pequeña urna funeraria, respiró hondo y miró a su alrededor, girando la cabeza para abarcar el mar de punta a punta. A su lado, el viejo Alfred, sentado en una roca con las manos sobre sus rodillas, se perdía en añoranzas de otros tiempos.

Los ojos de Jeanie, octogenarios y opacos, contrastaban con su pecho constelado de condecoraciones, entre las que destacaban la de Ayudante de Campo Honorario de la reina y la de Dama de la Orden del Imperio Británico. Aunque le quedaba algo grande por la mengua natural de los años, Jeanie se había empeñado en acudir ataviada con su antiguo uniforme de comandante, con fajín, guantes blancos, gorra de plato con la insignia de la Royal Air Force y el cordón dorado de edecán sobre el pecho. La ocasión, dijo, lo merecía. Alfred, más pragmático, vestía una levita sobria con lazo a juego, camisa blanca y pantalones negros, sin más pretensión. El anciano perdió la mirada en su pasado.

—Cuánto añoro aquellos años —musitó con un deje de melancolía.

—Buenos tiempos, sí. Fuimos afortunados —respondió Jeanie con la mirada perdida en la línea del horizonte, donde el cielo se funde con el mar.

El viejo Woodie se llevó un pitillo a la boca y fumó recuerdos tras una honda calada. Se sonrió cuando recordó un polvoriento episodio.

—¿Te conté lo que nos pasó en París?

—A ver, cuenta. —A Jeanie se le iluminó la cara intuyendo alguna anécdota divertida.

—Si la memoria no me falla, fue en 1911. La editorial francesa que tradujo su obra El crimen del Congo belga le propuso impartir una conferencia sobre las violaciones de los derechos humanos perpetrados por Leopoldo II de Bélgica, de cara a promocionar el lanzamiento del ensayo. Ese día llegamos a la estación de París y cogimos un taxi.

***

París, 1911

París resplandecía bulliciosa aquella mañana festiva. Guirnaldas y banderolas tricolores colgaban de balcones y centros oficiales. Por la rue de Saint Pères, el Renault Type petardeó y se detuvo en la intersección con la calle Perronet. El mostachudo chauffeur se apeó, se colocó unos guantes, abrió la portezuela del motor y desenroscó la bujía.

—¡Merde!

—Los coches de caballos no tenían problemas de bujías —bromeó sir Arthur tras la ventanilla.

—Ninguno de los veintidós caballos de mi Renault se caga por las calles, monsieur —replicó el cochero mientras miraba a contraluz el electrodo de la bujía, que volvió a enroscar en la culata tras limpiarla de carbonilla.

—Nos apeamos aquí. Estamos cerca de nuestro destino. ¿Qué le debo?

—Rien, monsieur Doyle. Solo una entrada para su conferencia de mañana.

—¿Cómo me ha reconocido? —se extrañó.

Sir Arthur estaba seguro de que en ningún momento le había dicho su nombre al cochero, pues habíamos tomado el primer vehículo de alquiler que encontramos al salir de la Gare du Nord. Allí, el conductor cargó las maletas en el compartimento del techo sin cruzar con él más palabras que la dirección de nuestro destino.

El chófer le abrió la puerta y bajó las maletas del portaequipajes.

—Muy sencillo. Lleva una pequeña mancha de torta de acelgas, postre típico de Niza, en la pernera derecha del pantalón, su corte de pelo sigue el estilo de Marsella, sus zapatos tienen restos de arcilla de la ribera del Ródano, en Lyon, y la solapa de su abrigo está arrugada, señal de que ha estado sometido al acoso de los reporteros parisinos. Según la prensa, estas ciudades formaban parte de la gira del escritor sir Arthur Conan Doyle, por lo que sería mucha casualidad que usted fuese otra persona.

Impresionado, sir Arthur no daba crédito a que un humilde taxista se aplicara con tanta pericia en el razonamiento deductivo.

—Caramba, es usted más intuitivo que Sherlock Holmes.

—Es posible, monsieur —repuso el chauffeur dando vueltas a la manivela para arrancar el motor—, pero hay un detalle más que no he mencionado: su maleta está etiquetada con su nombre.

Mientras reíamos la ocurrencia del francés, sir Arthur le ofreció su tarjeta de visita.

—¿Le gustan las novelas policiacas? —Sir Arthur quiso salir de dudas.

—¿Policiacas? No son de mi gusto, señor. Prefiero la trascendencia poética de Bécquer, Rimbaud o Rubén Darío, pero con mucho gusto asistiré a su conferencia. Me interesa conocer más sobre la masacre del Congo.

Contrariado, Doyle se quedó pensativo. Aquel taxista inquieto, leído y sensible era el arquetipo de lector al que siempre quiso dirigirse, pero no era él quien decidía las tendencias del mercado literario, sino las editoriales con su afán por obtener beneficios. Volvió a maldecir a Holmes por eclipsar su auténtico talento literario. Nunca llegó a aceptar que sus ensayos políticos, sus obras de teatro o sus novelas históricas fueran ensombrecidas por un detective repelente que encandilaba a un público mediocre. Había abordado todos los géneros literarios con igual maestría: el profesor Challenger, en la aventura y la ciencia ficción o sir Nigel y el brigadier Gerard en la novela histórica, pero Sherlock Holmes los engulló a todos. Sus seguidores, obcecados con el crimen y las peripecias deductivas, obviaban la variedad y calidad de los otros géneros del doctor Doyle, incluso su faceta lírica. Sus antologías poéticas no las publicaría hasta los años veinte, precisamente por el hostigamiento del malcriado Sherlock, cómplice de sus editores, que insistían en dirigirse a las masas y no estaban nada interesados en publicar obras que él consideraba excelentes, pero que estaban destinadas a un puñado de excéntricos interesados en temáticas menos frívolas que las intrigas detectivescas. La cuestión es que, al final, siempre aparecía el petulante Holmes, observándole desde la penumbra con su pipa y su Stradivarius, como el sayón que acecha desde el patíbulo con su media sonrisa de sempiterno engreído. Suspiró y se consoló con la idea de que valemos más por nuestras aspiraciones que por nuestras obras.

4. UN DON SOBRENATURAL

Crowborough, 1920

El invierno esperaba oculto como un gazapo. Un martes, cuando el sol oblicuo apuntaba por el costado de la tarde, sir Arthur en persona me recogió en la estación de Crowborough and Jarvis Brook. Noté la impaciencia en sus ojos zarcos.

—«Woodie, habla de una maldita vez» —pensó—. ¿Y bien? —fue lo que en realidad dijo.

—Ese hombre es de todo menos normal —lancé como un anatema inexorable tras mi regreso de Edimburgo—. Nadie se explica cómo puede desafiar tantas veces a la muerte y salir airoso. Lo conocen como el «rey de las esposas» y no precisamente por haberse casado muchas veces, sino por su habilidad para librarse de grilletes, candados y ataduras de toda especie. Se liberó de una camisa de fuerza reforzada con cadenas mientras permanecía suspendido por los pies en la cornisa de un rascacielos. Consigue escapar de barriles encadenados, de baúles sellados, de jaulas, incluso de cárceles, aun estando completamente desnudo. En una ocasión, logró salir de un bidón metálico lleno de leche totalmente clausurado con seis candados. En otra, permaneció hora y media en el interior de un ataúd metálico sumergido en el fondo de la piscina del hotel Shelton de Nueva York. Nadie entiende cómo es posible.

Medió un silencio que sir Arthur aprovechó para perderse en cavilaciones mientras el chófer ponía rumbo a su residencia en Windlesham. El Lorraine-Dietrich petardeaba y la grava crujía bajo las ruedas. Cuando el automóvil pasó ante la iglesia de Todos los Santos, reanudó la conversación.

—Creo saber cómo lo hace —soltó inopinadamente.

—Nadie lo sabe —repliqué contrariado—. El público revisa los candados y las cerraduras. Un médico se asegura de que no porte en su cuerpo llaves ni ganzúas, y todo se hace ante la presencia de los periodistas y de un juez. Una vez agujerearon el cauce congelado del río Detroit y lo arrojaron al interior del agua helada, completamente inmovilizado con grilletes y cadenas atadas al cuerpo. El «Clavado de la muerte», lo llamó. Pasó un buen rato y no había rastro de él. Todos creían que había muerto, pero emergió ocho minutos después, ante el asombro de miles de personas. El público se estremece con sus arriesgados desafíos, unos gritan, otros rezan y, al fin, suspiran aliviados cuando lo ven aparecer tras unos angustiosos momentos. Es una celebridad mundial y las entradas a sus espectáculos se agotan con meses de antelación.

Aquel prodigio humano no era otro que Harry Houdini, el mejor escapista de todos los tiempos, el vivo paradigma del sueño americano. Su verdadero nombre era Erik Weisz y procedía de una humilde familia judía de origen austrohúngaro que emigró a Estados Unidos cuando el pequeño Erik tenía cuatro años. Su padre, Samuel Weisz, aceptó un puesto de rabino en una nueva congregación hebrea en el estado de Wisconsin. En Appleton no encontraron la Tierra Prometida ni calles empedradas de oro, y en casa había pocas bambalinas, pero no faltaban las menorás de siete brazos para iluminar la estancia ni tampoco la fe. Todos los miembros de la familia debieron contribuir para paliar la miseria.

Erik vendía periódicos y trabajaba de limpiabotas con solo ocho años, hasta que un día quedó fascinado al presenciar el número del doctor Lynn, un mago ambulante. Un año después, pasaba la gorra tras unos números de trapecio y contorsionismo en un pequeño circo de barrio, anunciándose como Erik, el Príncipe del Aire. Ya entonces se interesaba por la magia. En plena adolescencia, se marchó con un circo en busca de fortuna y empezó a actuar en espectáculos ambulantes, pero fracasó y regresó con su familia, que por aquel entonces había fijado su residencia en Nueva York. Allí trabajó en empleos ocasionales mientras estudiaba magia e ilusionismo. Un libro de memorias de Jean Eugène Robert-Houdin, considerado el padre de la magia moderna, cambió su vida, hasta el punto de que terminaría adoptando su apellido en su nombre artístico, añadiendo una «i» al final: Houdini. Aunque trabajó como trapecista y mago chistoso, fueron las prácticas de escapismo las que lo catapultaron a la fama gracias a un severo entrenamiento físico y a su habilidad para diseñar estrategias publicitarias, con las que consiguió cotas de popularidad que ningún mago había alcanzado nunca. Acompañado de periodistas, solía presentarse en cualquier ciudad ante el jefe de Policía o el alcaide de la cárcel, retando a escapar de toda sumisión y aseguramiento. Los desafíos eran publicados por la prensa y, ante las presiones, las instituciones aceptaban, pero él lograba superar todas las pruebas por difíciles que fueran, por lo que su popularidad se propagó como el fuego en la hojarasca.

Sir Arthur tuvo oportunidad de ver un par de proyecciones de sus películas: Houdini defeats Hackenschmidt, en 1905, y The master mystery, en 1918. Eran filmes de cine mudo donde Houdini, héroe de la trama, hacía algunas proezas. Pero Doyle quería información de primera mano y desconfiaba de los montajes del celuloide.

—En una ocasión pensaron que si lo enterraban vivo a tres metros bajo tierra no podría liberarse —continué mi relato sin encubrir mi asombro—, pero salió arrastrándose como un gusano dejándose las uñas y la ropa en el intento. También consiguió volar en un aeroplano manteniéndose de pie sobre una de las alas. Me han llegado a contar que un día se lanzó desde el piso setenta del Empire State sin ninguna sujeción. En su caída rebotó en una cama elástica que lo impulsó cincuenta metros hacia arriba para acabar desapareciendo por el aire mientras saludaba a la concurrencia. Se ríe de la muerte.

—¿Es verdad que atraviesa los muros? —se interesó sir Arthur, fascinado.

—Fue impresionante. Durante una de las actuaciones que tuve ocasión de presenciar, unos albañiles iban levantando un muro de ladrillo en el escenario mientras él hacía otros números. La obra estaba siendo supervisada por técnicos y por varios espectadores que salieron voluntarios. Logró atravesar el tabique sin derribar un solo ladrillo. En otro de sus números, fue esposado y encadenado, y, posteriormente, encerrado en un baúl asegurado con cadenas y candados, pero en un santiamén lo vimos libre y la que apareció encadenada en el baúl era su ayudante. Pero hay más…

—¿Más?

Saqué del bolsillo un ejemplar del New York Times y le mostré la noticia: «Houdini hace desaparecer un elefante ante miles de personas». Sus cejas se catapultaron a medida que iba leyendo la crónica.