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El célebre visionario y curandero de los oglalas lakotas Alce Negro (1863-1950) conoció al distinguido poeta, escritor y crítico John G. Neihardt en 1930 en la reserva de Pine Ridge, en Dakota del Sur, y le pidió que compartiera su historia con el mundo. Sus desgarradoras visiones sobre la relación entre el ser humano y la tierra han convertido este libro en un clásico que atraviesa múltiples géneros. Ya sea como un conmovedor retrato de la vida lakota, como la historia de una de las naciones de nativos americanos, o como un testamento espiritual perdurable, Alce Negro habla es un documento inolvidable. Esta edición incluye una introducción del historiador Philip J. Deloria, anotaciones del reconocido erudito de los lakotas Raymond J. DeMallie, tres ensayos de Neihardt, textos de Alexis Petri y Lori Utecht, y un conjunto de apéndices, mapas y fotografías. Alce Negro habla explora el misticismo, el contexto y la historia de una de las múltiples comunidades de nativos americanos que habitaban el continente antes de la llegada de los europeos, sus tradiciones y su modo de vivir y pensar, lo que lo convierte en un testimonio histórico y sociológico único sobre estas sociedades que fueron diezmadas y desplazadas de su propia tierra.
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Lo que hay de bueno en este libro se restituye a los Seis Antepasados y a los grandes hombres de mi pueblo
Alce Negro
El mundo de los lakotas
ca. 1860-1890
La gran región de las Black Hills
ca. 1880-1890
Reserva de Pine Ridge
ca. 1930
Prólogo
Vine Deloria Jr.
El siglo XX ha producido un mundo de visiones contrapuestas, sentimientos desbordados y sucesos imprevisibles; y las oportunidades de aprehender la esencia de la vida se han ido desvaneciendo a medida que el ritmo de la actividad aumentaba. Los medios electrónicos nos arrastran a una infinidad de experiencias que hubieran desconcertado a generaciones anteriores y estas parecen producir en nosotros un extraño aislamiento de la corriente de la historia humana. Nuestros héroes pasan a ser gradualmente simples personajes, son consumidos y olvidados. Y, de este modo, buscamos ávidamente nuevas vías para expresar nuestra humanidad. La reflexión es la más difícil de entre todas nuestras actividades, porque ya no podemos establecer prioridades relativas debido a la multitud de sensaciones que nos devoran. Es en épocas como esta cuando las expresiones clásicas de las verdades eternas parecen iluminarnos y cuando la sabiduría destaca entre la acumulación reinante de evidencias y lugares comunes.
Fue una suerte que, en los años treinta, cuando la nación se lanzaba hacia nuevas formas de industrialismo, un poeta de Nebraska llamado Neihardt se desplazase en dirección norte, a la reserva de los sioux oglalas, en busca de materiales para su obra épica, ya clásica, sobre la historia del Oeste. Que sus conversaciones, y posterior amistad, crearan un documento religioso también clásico, quizás el único de este siglo, es, esto sí, un testimonio de la fuerza regeneradora de nuestra especie. Alce Negro habla fue publicado originariamente en 1932, cuando la gente todavía creía que el progreso y la cadena de montaje eran sinónimos, y que la Depresión no había sido sino una breve intromisión en la marcha irrefrenable hacia el milenio. Su elocuente mensaje se perdió en la confusión de los tiempos. No fue rechazado, pero tampoco fue tomado en cuenta, ni remotamente, con la veneración de la que ahora es objeto. La acogida reflejó, de hecho, esa actitud extremadamente romántica, más bien simplista, que señala que todas las religiones tienen alguna validez si nos impiden caer en actos de bestialidad; y que incluso las expresiones más primitivas de verdadera religiosidad representan un esfuerzo por ponerse en contacto con la realidad más completa de la civilización occidental.
Alce Negro habla no repitió el destino de muchas otras obras contemporáneas que cayeron en el olvido. En los años treinta, cuarenta y cincuenta atrajo un flujo continuado de lectores afectos y sirvió de expresión fidedigna de la esencia que sirve de base a las creencias religiosas de los indios de las llanuras. Lejos de las planicies del norte, aparte de la tribu sioux y la clase intelectual del oeste, había poca gente que conociera el libro o prestara atención a su mensaje. Pero las crisis se sucedieron y, mientras comprendíamos las implicaciones del shock futuro, de la primavera silenciosa y de la verde América, la gente se puso a buscar una expresión universal de las verdades más generales, más cósmicas, que el industrialismo y el progreso habían pasado por alto o bien habían ahogado. En los años sesenta, el interés empezó a centrarse en los indios y en algunas de las realidades espirituales que parecían representar. Sin tomar en cuenta la otra literatura de este campo, las tesis eruditas con todo tipo de inflexiones y matizaciones, Alce Negro habla sobresalía claramente respecto a toda la literatura que trataba sobre la religión de los indios.
Hoy el libro es de lectura corriente para millones de personas. Algunas de ellas no tienen una idea clara sobre la tribu de Alce Negro o los sioux oglalas; otras, por decirlo de algún modo, ni siquiera tienen demasiada simpatía por los indios. El marco espiritual de las ceremonias de la pipa y la historia de la vida y las visiones de Alce Negro son de sobra conocidas, y las especulaciones que se realizan sobre la naturaleza y la esencia de la religión de los indios de las llanuras se sirven de este libro como criterio con el cual juzgar otros libros y demás ensayos interpretativos. Si algún gran clásico religioso ha aparecido en este siglo o en este continente, ha de ser juzgado, ciertamente, en compañía de Alce Negro habla y soportar la crítica que tal comparación impondría inevitablemente.
El aspecto más importante del libro, no obstante, no es su efecto sobre la población no india que deseaba conocer algo de las creencias de los indios de las llanuras, sino el influjo ejercido sobre la generación actual de jóvenes indios que han tenido que esforzarse duramente para encontrar unas raíces propias dentro de la estructura de la realidad universal. Para ellos, el libro se ha convertido en una biblia norteamericana de todas las tribus. Acuden a él en busca de dirección espiritual, identidad sociológica, visión política y reafirmación de la esencia continua de la vida tribal india, también ahora gravemente afectada por causa de los mismos medios electrónicos que están disolviendo otras comunidades americanas.
Alce Negro compartió sus visiones con John Neihardt porque quería transmitir a las generaciones futuras parte de la realidad de la vida de los oglalas y, nos imaginamos, también compartir con un alma afín la enorme responsabilidad inscrita en las visiones que estaban aún por cumplirse. Alce Negro se habría sorprendido mucho de la popularidad que el libro tiene hoy y no podría evitar sentirse complacido por ello. Si el viejo círculo del campamento, el círculo sagrado de los lakotas, y los viejos tiempos han sido bruscamente destruidos por las máquinas de una era científica, y si no pueden, por tanto, existir en el sentido tradicional, la universalidad de las imágenes y sueños debe dar fe de la aparición de un nuevo círculo sagrado, un nuevo aro de intensa comunidad entre los indios que deje atrás a la magnificencia de los tiempos pasados. Ha sido tal la influencia de este libro que uno no puede asistir hoy en día a una conferencia sobre la religión de los indios o escuchar a una serie de conferenciantes indios sin traer a la memoria las partes concretas del libro que se encuentran detrás de los esfuerzos actuales por incentivar y clarificar esas creencias que son «auténticamente indias».
Aun contando con el éxito que el libro tiene, el futuro se presenta inabarcable con respecto a sus logros actuales. No hemos conocido todavía a esa generación de teólogos que siempre acompaña al nacimiento de las grandes tradiciones religiosas. La generación actual de estudiantes universitarios indios bien pudiera ser el heraldo de esta nueva era. Tanto el cristianismo como el budismo necesitaron quinientos años para llegar a expresar adecuadamente en sistemas teológicos y filosóficos la visión de la esencia universal que sus fundadores promulgaron y en la cual vivieron. Alce Negro habla y When the Tree Flowered [Cuando el árbol floreció], de Neihardt, y The Sacred Pipe [La pipa sagrada], de Joseph Epes Brown, las obras señeras de la tradición teológica de Alce Negro, prometen convertirse en el canon o, al menos, en el núcleo central de un canon teológico del indio norteamericano que algún día constituirá un desafío tanto para las tradiciones orientales como para las occidentales en su modo de ver el mundo. De hecho, en las visiones de Alce Negro tenemos, ciertamente, una relación natural con el resto del cosmos desprovista del paradigma judiciario pero que incluye el tema del sacrificio, tan importante para todas las religiones, de un modo coherente y comprensible.
El debate en la actualidad se centra en la cuestión de las intrusiones literarias de Neihardt en el sistema de creencias de Alce Negro; algunos investigadores han señalado que el libro es más reflejo de Neihardt que de Alce Negro. Ciertamente resulta difícil descubrir si estamos hablando de Alce Negro o de John Neihardt: si la visión ha de ser interpretada de algún otro modo, o si el enorme entusiasmo que el libro proyecta no es sino el optimismo de dos poetas perdidos en el mundo moderno empeñados en transformar toda monotonía en un mundo idealizado. ¿Acaso importa? La naturaleza de las grandes doctrinas religiosas es que incluyen a todo aquel que las comprende, y las personalidades se tornan indistinguibles de la verdad trascendente que expresan. Que así sea con este Alce Negro habla. El que nos hable con un lenguaje simple y convincente acerca de una parte de la experiencia humana y nos anime a poner de relieve lo mejor que tenemos en nosotros es suficiente. Alce Negro y John Neihardt asentirían probablemente con la cabeza ante una frase así y proseguirían con su conversación. Es buena, dirían. Con eso basta.
Prefacio
a la edición de 1932
La primera vez que fui a hablar con Alce Negro sobre los sioux oglalas lo encontré sentado, solo, bajo un techo hecho de ramas de pino cerca de su cabaña situada en una colina pelada a unos tres kilómetros al oeste de la oficina postal de Manderson.
Me habían dicho que Alce Negro era familia del gran jefe Caballo Loco y que lo había conocido íntimamente; así que fui a verle, acompañado de mi hijo y de un intérprete, sin más esperanza que la de conversar un rato con quien había conocido, en profundidad, a tan insigne personaje. No estaba muy seguro ni siquiera de poder llegar a hablar con él, pues, de camino, el intérprete me dijo que había llevado esa misma mañana allí a una escritora sin ningún tipo de éxito. «Puedo ver que eres una mujer muy hermosa —remarcó el anciano— y percibo también tu bondad; mas no deseo contarte esas cosas».
A mí Alce Negro no me dedicó ningún cumplido, pero estuvo hablando toda aquella tarde de agosto, a excepción de cuando se quedaba en silencio —lo cual era frecuente— meditabundo, sentado con los codos apoyados en las rodillas, mirando el suelo con ojos medio ciegos.
Y no es que hablara precisamente de asuntos terrenales, más bien al contrario, hablaba de cosas que le parecían sagradas y «de la oscuridad en los ojos de los hombres». Aunque yo estaba familiarizado con la conciencia india debido a más de treinta años de contacto personal con ellos, el mundo interior[1] de Alce Negro, revelado con imperfecciones, a fogonazos, durante aquel día, se me asemejó extraño y a su vez maravilloso.
También me impresionó el alcance de las experiencias por las que tuvo que pasar en todos aquellos años. Además de haber vivido, como toda su gente, en los viejos tiempos de plenitud y también en los años trágicos y heroicos de su derrota final y posterior degradación, Alce Negro, desde su primera juventud, había vivido en un mundo de valores superiores[2] a los de la mera supervivencia, y aquellos años los había dedicado apasionada y devotamente a esos valores que él mismo había concebido. Como cazador, guerrero, chamán practicante y visionario, Alce Negro parecía representar la conciencia de los indios de las llanuras con mayor exactitud que a nadie que hubiera conocido antes; cuando conocí ya en profundidad todo su mundo interior, supe que estaba en lo cierto.[3]
Al año siguiente repetí la visita, con más tiempo, a casa de Alce Negro, en compañía de mis hijas, Enid y Hilda, para que pudiera relatarme la historia de su vida y así cumplir con un deber que él mismo pensaba que le correspondía.[4] La naturaleza de dicho deber tal como él lo concebía resultará evidente para aquellos lectores que se acerquen no con el ánimo condescendiente de la persona civilizada que pueda llegar a sentir, en mayor o en menor medida, curiosidad por la mentalidad «salvaje» sino para aquellos que alberguen la humilde voluntad de entender, sin más, a otro ser humano y tal vez incluso aprender de él, en un mundo en el que el conocimiento cada vez es más complicado. Para lectores así la conciencia de Alce Negro ofrece motivos para la reflexión profunda, en especial teniendo en cuenta el actual estado de los valores humanos según los ha tratado nuestra civilización.
Pero incluso aquellos que tan solo desean un mero entretenimiento no deben hacer oídos sordos a las enseñanzas de Alce Negro. A él le ha tocado ser testigo y parte implicada en sucesos de máxima trascendencia, tanto en el plano físico como en el espiritual, y los narra con una sencillez poco afectada hasta el punto de convertirlos en una agradable lectura. Si tal vez podamos coincidir en que en ocasiones su percepción y su carácter lírico se acercan a lo sublime, habrá que dar por supuesto también que en esas ocasiones su sentido del humor es lo suficientemente vivo como para poder mantenerse en contacto con sus lectores.
En su vida cotidiana, íntima, familiar, se podría describir justamente a Alce Negro como un santo en el sentido profundo del término, como una extraña especie de genio. Los miembros de su familia y sus amigos así lo consideran, y la devoción mostrada por aquellos que lo conocen bien es impactante. Aun siendo un hombre profundamente melancólico, siempre se muestra afable en el contacto humano e irradia una sensación de amabilidad incluso en los momentos en que se queda pensativo con un gesto angustiado en el rostro; un gesto, por otra parte, que despierta todo el amor, al menos, de este hombre blanco. Ansía, eso sí, que llegue el momento en el que pueda entrar en el «mundo del más allá»,[5] pero, sin embargo, durante nuestras prolongadas visitas a él y a sus amigos, nunca tardaba en lograr que mis hijas sonrieran y siempre se acordaba de algún chiste o alguna historia graciosa para levantar nuestros ánimos en los momentos más sombríos. De hecho, enseguida estaba dispuesto a jugar con alegría infantil a alguna competición de puntería con la lanza o a bailar con nosotros toda la noche bajo las estrellas siguiendo el ritmo de los tambores y cantando hermosas y extrañas melodías que conocía de sus años mozos.
Cuando conocí a Alce Negro estaba ya casi ciego.[6] Ahora la ceguera es total, hecho del cual me informó sin darle apenas importancia y sin ningún sentimiento aparente de tristeza. ¿Pensará acaso que así se ha liberado ya «de la oscuridad de los ojos» y está un poco más cerca del mundo real de sus visiones?
Alce Negro es analfabeto,[7] pero los lectores más atentos me concederán que no por ello es un hombre menos educado en el sentido más vital del término, un sentido que parece ir perdiéndose en esta época excesivamente progresista. Pues ¿cómo podríamos describir a un hombre educado, aparte de decir que en su conciencia la experiencia racial ha sido recapitulada hasta lograr construir una personalidad apabullante? Y sin duda en Alce Negro podemos hallar la cultura de un pueblo en todo su esplendor.
Creo que este libro le puede resultar atractivo no solo a personas que tengan un interés relativo sobre otros seres humanos, sino que debiera ser tenido en cuenta, sobre todo, por estudiantes de ciencias sociales, de la historia de la religión y por investigadores de las facultades psíquicas. También quienes pudieran estar interesados en el significado de algunas visiones, en especial en la Gran Visión, verán recompensados sus esfuerzos por la lectura de este libro.
Querría mostrar mi agradecimiento a aquellos amigos que me ayudaron, de muy diferentes maneras, entre los sioux oglalas, por su amabilidad, aunque muchos de ellos nunca lleguen a saberlo. En especial estoy en deuda con Benjamin,[8] hijo de Alce Negro, por sus servicios eficientes y concienzudos como intérprete durante tantos días y con mi hija, Enid, por sus registros como taquígrafa de todas las conversaciones que han dado lugar a este libro, que es un verdadero acto de amor. Los funcionarios gubernamentales también se han comportado con generosidad ofreciéndome su ayuda, por lo que quiero mostrar mi agradecimiento al secretario de Interior, Ray Lyman Wilbur; al secretario del Consejo de Comisarios Indios, Malcolm McDowell; a Flora Warren Seymour, miembro de dicho consejo; y a B. G. [W. B.] Courtright, agente al cargo de Pine Ridge.
JOHN G. NEIHARDT
Branson (Misuri)
[1]Neihardt utiliza la expresión «mundo interior» solo en este prefacio. Fue él, al fin, quien conceptualizó las creencias y prácticas tradicionales de temática religiosa de Alce Negro como «todo un sistema de conocimientos representados en su visión», conocimientos que guardó para sí después de aceptar la religión del hombre blanco y entrar a formar parte de la Iglesia católica. Sixth Grandfather, p. 28.
[2]La exploración de dichos «valores superiores» fue un motivo central en la biografía de Neihardt, Poetic Values: Their Reality and Our Need of Them.
[3]Para el relato de Neihardt sobre su primer encuentro con Alce Negro, escrito poco después de que tuviera lugar, Sixth Grandfather, pp. 27-28.
[4]H. Neihardt, Black Elk and Flaming Rainbow: Personal Memories of the Lakota Holy Man and John Neihardt, para una memoria íntima de la relación entre Neihardt y Alce Negro. Para las entrevistas de 1931, Sixth Grandfather, pp. 101-296.
[5]La expresión «mundo del más allá» solo aparece en una ocasión en la transcripción de las conversaciones entre Neihardt y Alce Negro (Sixth Grandfather, p. 220). «Mundo del más allá» es una expresión acuñada por Neihardt; en la transcripción Alce Negro utiliza dos veces «mundo espiritual» y nueve veces la expresión «otro mundo». Véanse las divagaciones realizadas por Neihardt sobre ese «mundo del más allá» respecto a las dimensiones fundamentales más allá del tiempo y el espacio, caracterizadas no tanto por las palabras sino más bien por las imágenes (Poetic Values, p. 111). En su poema, «The Ghostly Brother», basado en un sueño de su infancia, Neihardt es llamado «a través de los muros que van más allá de los sentidos» (Collected Poems, p. 164).
[6]La ceguera de Alce Negro, según testimonios orales, se debía a su ejercicio como chamán. Como demostración de su poder, en ocasiones escondía cargas de pólvora en alguna hoguera, lo que le permitía provocar pequeñas explosiones aparentemente espontáneas; en una de aquellas ocasiones, la pólvora le explotó en la cara (Sixth Grandfather, pp. 13-14).
[7]Neihardt probablemente desconocía que Alce Negro estaba alfabetizado en su lengua nativa. No solo había leído partes de la Biblia en dakota, sino que a partir de 1888, cuando empezó a viajar con el espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill por Inglaterra, escribió cartas en lakota que fueron publicadas en publicaciones parroquiales. Sixth Grandfather, pp. 8-10, 17-21.
[8]Para la transcripción de la charla ofrecida por Benjamin Alce Negro en 1969, H. Neihardt y Utrecht, Black Elk Lives, pp. 3-22.
Prefacio
a la edición de 1961
Conocí a Alce Negro en el mes de agosto de 1930. Trabajaba yo entonces en «The Song of the Messiah» [El canto del Mesías], que significó el quinto y último poema narrativo de mi Cycle of the West [Ciclo del Oeste]. Dicho canto versa sobre lo que los blancos denominan «la locura del Mesías», es decir, el gran sueño mesiánico que sacudió a los desesperados indios a mediados de 1880 y que terminó con la matanza de Wounded Knee, en Dakota del Sur, el 29 de diciembre de 1890.
Había ido con mi hijo Sigurd a la reserva de Pine Ridge en busca de algún hechicero ya veterano que hubiera intervenido en el movimiento mesiánico, y al que se le pudiera convencer para entrevistarle sobre el significado espiritual más profundo de aquella época. Yo conocía a muchos sioux oglalas desde hacía ya algún tiempo y tenía excelentes amigos entre los «pelos largos»[9] de mayor edad. No es que careciera de información respecto a mi tema de estudio. Estaba al corriente de los hechos gracias a documentos y a ancianos supervivientes de aquel periodo, los cuales compartieron conmigo tanto sus mayores esperanzas como su trágico desengaño. Por ello, lo que necesitaba era más la experiencia de un contacto íntimo que lo que pudiera llegar a sonsacar a través de algún que otro relato. (Quienes hayan leído «El canto del Mesías» comprenderán a qué me refiero).
El señor W. B. Courtright, entonces jefe de agentes en la reserva citada, era seguidor de mi trabajo, en especial del Song of the Indian Wars [Canto de las guerras indias]. Por él me enteré de que un viejo sioux, llamado Alce Negro, vivía en las yermas colinas, a unos treinta kilómetros al este de la agencia, cerca del puesto que servía tanto de abacería como de estafeta llamado Manderson. Me dijeron que Alce Negro era una «especie de predicador», es decir, un wichasha wakon[10] (hombre santo, sacerdote), y que había tenido cierta notoriedad en todo aquel asunto mesiánico. Además, era primo segundo de Caballo Loco, héroe y principal protagonista de mi Song of the Indian Wars, por lo que había conocido muy bien al famoso jefe indio.
Mi hijo y yo fuimos en automóvil hasta Manderson a probar suerte con aquel anciano. Halcón Volador,[11] un intérprete al que conocía de alguna que otra vez, vivía allí. Se mostró dispuesto a conducirnos hasta la morada de Alce Negro, situada unos tres kilómetros más hacia el oeste. Por el camino, Halcón Volador me comentó que tal vez el anciano se negara a hablar conmigo. Quise saber por qué, y le dije que conocía a los indios desde hacía muchos años y que jamás se habían resistido a entablar conversación.
—Ese viejo es algo raro —me respondió Halcón Volador—. La semana pasada vino a verle una señora desde Lincoln (Nebraska). Quería escribir un artículo sobre Caballo Loco, que fue primo segundo de Alce Negro. La llevé hasta él, pero no quiso decir ni palabra. Está casi ciego. Estuvo tratando de mirarla, entrecerrando los ojos, durante un buen rato, y luego le dijo: «Puedo ver que eres hermosa y percibo también tu bondad; mas no deseo contarte esas cosas». Tal vez con usted sí que hable, pero yo lo dudo…
Empecé a dudarlo yo también, pues sabía, ante todo, que los conocimientos de un hombre santo se consideran sagrados. No obstante, tenía ganas de verlo, aun cuando solo fuera porque era pariente de Caballo Loco. Quizá tuviera, por ser hombre, más éxito que la dama que me había precedido.
Una carretera sin salida se deslizaba entre las colinas, desnudas y amarillas, hacia la vivienda de Alce Negro: una cabaña de troncos, de una sola habitación, en cuya techumbre de tierra medraban los hierbajos. Dos «pelos largos» ancianos, que ocupaban construcciones similares próximas a la carretera, nos escoltaron montados en caballos, curiosos por averiguar de qué se trataba. Poco más que los cambios climáticos —aparte de la salida y el ocaso del sol, con la aparición de la luna y las estrellas— acontecía en la región, y poco más podían hacer aquellos hombres que reflexionar sobre el ayer y quedar a la espera de la muerte.
Alce Negro se hallaba bajo un sombrajo hecho con ramas de pino cuando llegamos. Era mediodía. Cuando partimos al anochecer, Halcón Volador dijo:
—Es curioso. El viejo parecía saber que ustedes vendrían.
Mi hijo comentó que tenía la misma impresión. Y yo, después de trabar amistad con el anciano durante varios años, estaba seguro de que lo sabía, pues, ciertamente, tenía poderes paranormales.
Después de estrecharle la mano, le expliqué a Alce Negro que tenía mucha amistad con los omahas y con muchos sioux también, y que me había trasladado hasta allí con ánimo de conocerle y charlar de los tiempos pretéritos.
—¡Ajá! —profirió, indicio de que mi propósito no le disgustaba.
Me había pertrechado de muchos paquetes de cigarrillos. Los distribuí, atendiendo en especial a nuestros espontáneos contertulios, que se habían acurrucado junto a sus caballos, a respetuosa distancia. Nos daban la espalda en señal de que no deseaban entrometerse, aun dispuestos a figurar en la reunión. Nos sentamos en el suelo y fumamos en silencio.
Alce Negro, con los ojos velados fijos en el suelo, parecía habernos olvidado. Iba yo a decir cualquier cosa para romper el hielo cuando se volvió hacia Halcón Volador y le dijo en sioux, pues ignoraba el inglés:
—Puedo sentir el deseo que tiene este hombre aquí sentado a mi lado por saber de las cosas del otro mundo. Le han enviado para que aprenda lo que sé. Voy a enseñarle.
Volvió a callar durante unos minutos. Le dijo algo finalmente a su nieto, que se hallaba cerca de nosotros, y el niño se fue corriendo cuesta arriba hacia una cabaña que había en la cima de la colina. Regresó con un ornamento sagrado que, tal como supe más tarde, había pertenecido al padre del anciano (también hombre santo), y que uno y otro habían usado durante muchos años en sus ceremonias religiosas.[12] Consistía en una estrella de cuero, teñida de azul; de su centro pendían una tira de piel del pecho de un bisonte y una pluma remera de águila. El conjunto se colgaba del cuello por medio de una correhuela de cuero. Alce Negro nos lo mostró:
—He aquí el Lucero del Alba. El que lo contemple siempre podrá ver más allá, porque será sabio.
Luego levantó la pluma y dijo:
—Esto significa Wakon Tonka[13] (el Gran Misterioso), y también que nuestros pensamientos deben volar tan alto como las águilas.
Entonces, mostrándonos la tira de piel de bisonte, aclaró:
—Esto simboliza todas las cosas buenas de este mundo: comida y refugio.
Me entregó el ornamento y me ordenó:
—Amigo mío, todo eso te deseo. Póntelo alrededor del cuello.
Le di las gracias y obedecí. Nos quedamos un rato en silencio, fumando, Alce Negro con la cabeza gacha, mirando al suelo.
Finalmente empezó a describir una visión que había tenido cuando era joven. Cuando se refería, siempre de manera velada, a su facultad de vidente, tenía, según supe posteriormente, el solo fin de avivar mi curiosidad, ya que él no podía tratar de materia tan sagrada libremente ante aquella concurrencia. Fue como entrever, como percibir vagamente un paisaje, extraño y hermoso, al fulgor inesperado de breves destellos.
A menudo interrumpía los prolongados silencios de aquel hombre anciano con referencias a los tiempos pasados, anteriores al comienzo de los días funestos y a la expoliación de la tierra por parte de los blancos. Cité grandes combates y los momentos cumbre de la historia sioux. Me contestaba cordial; pero resultaba cada vez más evidente que su interés primordial se centraba en «las cosas del otro mundo».
El sol iba a ponerse cuando Alce Negro me dijo:
—Tienes mucho que aprender. Lo que yo sé me fue otorgado para que lo compartiera con los hombres, y es la verdad y la belleza. Pronto yaceré bajo la hierba y todo se perderá. Te enviaron a ti para que lo salves. Debes volver para que yo pueda enseñarte.
—Volveré, Alce Negro —prometí—. ¿Cuándo quieres que vuelva?
—En primavera, cuando la hierba llegue a esta altura —dijo, señalando un palmo.
Durante el invierno escribí a Alce Negro. Nos sirvió de intermediario su hijo Ben, que había estudiado un año o dos en Carlisle.[14] Así se concertó una larga visita para la primavera siguiente.
En los primeros días de mayo de 1931, acompañado de mi hija mayor, Enid, que ejerció como mi secretaria durante varios años, y de mi segunda hija, Hilda, volví al hogar de Alce Negro, para que me contase su vida en cumplimiento de un deber que, decía, pesaba sobre él. Su principal intención era «salvar su Gran Visión en beneficio de los hombres».
Efectuaron preparativos de todo tipo para recibirnos. Muchos pinos jóvenes, traídos desde una distancia considerable, rodeaban la cabaña de troncos y un tipi sagrado, decorado con símbolos espirituales, había sido erigido para servirnos de vivienda.
Las conversaciones empezaban cada día después del desayuno, y se prolongaban con frecuencia hasta altas horas de la noche. Había de vez en cuando breves intervalos de descanso, cuando el anciano, sin decir nada o sin excusarse por ello, se tumbaba en el suelo, reposaba la cabeza sobre el brazo y se dormía de modo casi instantáneo. Unos pocos minutos después se despertaba, visiblemente repuesto de la fatiga, y proseguía su relato como si no lo hubiera interrumpido. Casi siempre estaban presentes algunos «pelos largos» amigos de Alce Negro, algunos mucho mayores que él y, si se terciaba, colaboraban en la narración con sus propios recuerdos.
Ben, hijo del anciano, fue nuestro intérprete durante toda la visita y mi hija Enid, diestra taquígrafa, nos proporcionó una memoria fidedigna de lo contado y de las conversaciones allí mantenidas.[15] Sus voluminosas notas, más la transcripción de las mismas, se conservan junto a otros documentos míos en las Colecciones de Manuscritos Históricos del Oeste, en la Universidad de Misuri.
John G. Neihardt
Columbia (Misuri),
1 de diciembre de 1960
[9]Hacia finales del siglo XIX y principios del XX, cortarse el cabello, junto con el cambio de vestuario hacia una moda de cariz euroamericano, era una práctica simbólica que dejaba entrever la aceptación de los hombres lakotas de la manera de vivir del hombre blanco. Cuando los niños ingresaban en la escuela, les cortaban las trenzas, los pelaban y les prohibían vestir con mantas y bombachos. Hacia 1930, solo unos pocos hombres se negaban ya a cortarse el pelo. Les llamaban «los pelos largos», término que se refería no solo a la cuestión capilar sino a la manera de vivir según los parámetros tradicionales lakotas.
[10]Wicháša wakhą´, «hombre santo». La caracterización de Alce Negro como «una especie de predicador» tenía la probable intención de designar su papel como catequista en la Iglesia católica romana, no su identidad como hombre santo tradicional en la cultura lakota, pero en la época Neihardt tal vez era incapaz de entender semejante distinción.
[11]En Sixth Grandfather, pp. 26-27, yo mismo tracé la hipótesis de que el intérprete era Emil Miedo del Halcón. Dicha identificación hoy parece ser un error. Todo indica que el intérprete fue Halcón Volador (1852-1931), que era diez años mayor que Alce Negro. Para la biografía de Halcón Volador, McCreight, Firewater and Forked Tongues: A Sioux Chief Interprets U.S. History.
[12]Neihardt escribió que había sido utilizado por Alce Negro «durante mucho tiempo en danzas del sol en las que él oficiaba como sacerdote» (Sixth Grandfather, p. 28). Dicho ornamento sagrado es un círculo con muescas triangulares recortadas en su perímetro. Estaba hecho de una talega de cuero crudo (es decir, como una caja de forma rectangular); la parte delantera estaba pintada de azul oscuro, mientras la parte de atrás mostraba parte del dibujo original de la talega. Una pluma del ala de color oscuro de un águila moteada estaba suspendida en el centro, junto a un mechón de pelo de búfalo cosido con hilo para formar un colgante.
[13]Wakhą thąka, «lo grande y sagrado».
[14]Carlisle Indian Industrial School, en Carlisle (Pensilvania), internado para
estudiantes indios fundado en 1879. Prucha, The Great Father, vol. 2, pp. 694-700.
Benjamin Alce Negro estudió allí entre los años 1915 y 1917 (Sixth Grandfather, pp. 23-24).
[15]La transcripción completa del registro taquigráfico está publicada en Sixth Grandfather.
Prefacio
a la edición de 1972
Mi objetivo en esta vida ha sido el de traducir la historia de este venerable anciano, no solo ciñéndome a los hechos —pues no eran los hechos lo más importante en esta misión— sino intentando recrear en inglés la estructura y el sabor de su narrativa. Dicha tarea ha resultado complicada y agotadora, y ha requerido siempre de un esfuerzo constante, paciente y de un cuestionamiento cuidadoso y sistemático del intérprete.
Siempre he sentido que para mí era una obligación casi sagrada el respetar la manera de expresarse del anciano y todo aquello que quería decir. Y estoy seguro de que para ello hicimos uso a veces entre nosotros de medios de comunicación poco ordinarios.
Durante los últimos cuarenta años he intentado trasladar el mensaje de Alce Negro al mundo de los blancos, tal como él deseaba que se hiciera. El libro ha tenido un recorrido excepcional; y lo sigue teniendo. Publicado por vez primera en 1932, tuvo una acogida entusiasta por parte de la crítica literaria que, a pesar de no tener conocimientos del mundo indio, lo consideró un libro de peculiar belleza.
El público general, que tampoco tenía demasiados conocimientos del mundo indio, acogió el libro con bastante indiferencia. En menos de dos años, el editor saldó la tirada a 45 céntimos el ejemplar y el libro cayó en el olvido. Pasó toda una generación, pero la historia lo hizo revivir.
De algún modo, un ejemplar del libro llegó hasta Zúrich (Suiza) y allí fue muy bien recibido por un grupo de académicos alemanes, entre los que se encontraba el difunto Carl Jung, el famoso psicólogo y filósofo.
Las noticias de dicho hallazgo llegaron hasta los Estados Unidos, donde el libro volvió a ser valorado y apreciado. Los pocos ejemplares que quedaban solo podían ser encontrados en tiendas de bibliófilo y a precios muy elevados.
En 1961, Alce Negro habla fue reeditado en formato bolsillo y tuvo una acogida entusiasta, especialmente entre la gente joven. En palabras del Christian Herald, se convirtió en «un clásico para la juventud actual». En 1971, como resultado de la entrevista llevada a cabo por Dick Cavett al autor, el libro alcanzó de manera inmediata una popularidad insospechada.
De hecho, Alce Negro habla sigue conquistando lectores a lo largo y ancho de los Estados Unidos y también en Europa, habiendo sido traducido a ocho idiomas.
El deseo del viejo profeta de que su mensaje se expandiera por el mundo ha sido cumplido.
Aquellos que estén familiarizados con el libro se acordarán de la oración del anciano en la cima del Harney Peak cuando, sollozando bajo la lluvia, llamaba desesperado a los Antepasados del Universo diciéndoles: «Así me podéis ver, un pobre viejo como yo, que ha fracasado y no ha podido hacer nada».
Tal vez este mensaje aquí transcrito, que se ha expandido por el mundo, ha evitado que fracasara.
John G. Neihardt
Columbia (Misuri),
noviembre de 1971
Introducción
Philip J. Deloria
Leí por primera vez Alce Negro habla a principios de la década de los setenta. Aún conservo aquel ejemplar (publicado por Pocket Books en 1972) y lo tengo aquí al lado, mientras escribo, con su encuadernación deshecha, su cubierta desgastada y sus páginas sueltas. ¿Por qué cogí el libro aquella primera vez? Cuestiones de familia, eso seguro, pues mi abuelo conoció a Alce Negro y mi padre lo tenía muy presente. Pero también tuvo que ver mucho la forma en que Simon and Schuster (de la que Pocket Books era un sello) presentó el libro, como una lectura imprescindible para aventureros y aspirantes a místicos. Aquella categoría se expandió fácilmente hasta incluir a aquellas jóvenes almas inquietas como yo mismo que se hallaban contemplando con toda solemnidad el sentido de la vida por vez primera. La gran visión de Alce Negro y sus otras experiencias espirituales —narradas magistralmente «a través» del poeta laureado de Nebraska John G. Neihardt— debían ser tomadas como manual y como ejemplo de una vida trascendente, más rica, más comprometida.
La cubierta del libro lucía una extraña composición que ribeteaba la cara morena, sabia y triste de un anciano nativo americano. Incorpórea y enmarcada por un círculo marrón sobre fondo negro, la cara levitaba por encima de un joven con el torso desnudo y los brazos abiertos en actitud de oración. El joven parecía emerger de un círculo azul superpuesto al marrón y conectado a este por dos bandas con «diseño indio». Sus brazos reflejan las líneas del círculo marrón y consiguen un efecto potente: transmiten la relación entre la experiencia sagrada de un joven y la sabiduría espiritual de un anciano. Para aquellos versados en estos asuntos, la complicada imagen tiene un extraño punto de realismo. Pues el hombre es Alce Negro, con su rostro envejecido, y el «diseño indio» está basado en una fotografía tomada por Joseph Epes Brown en 1947.
La cubierta me ofreció otras pistas interpretativas. En lugar del subtítulo formal («La verdadera historia de un chamán de los sioux oglalas»), la edición de Pocket Books luce esta descripción: «El legendario “libro de visiones” de un nativo americano». En la solapa interior se va aún más allá: «Un libro de leyenda, una visión tan personal que supera con creces cualquier viaje de LSD». ¡Un viaje de LSD! ¿No era eso justo lo que yo andaba buscando? En efecto, yo, como muchos otros, leí por primera vez Alce Negro habla como modelo para una búsqueda de significados ulteriores a través del poder espiritual del mundo natural. Al mismo tiempo, sin embargo, la edición situaba explícitamente las propias posibilidades de Alce Negro en el pasado. En la contracubierta, los lectores podían encontrar palabras y frases familiares que definían la esencia misma del indio en extinción: «dolor», «tal vez no vuelva a llamar nunca», «cielo vacío», «la muerte de su pueblo», «la gran historia de los sioux toca a su fin», «el aro sagrado de la vida está roto» y demás. El libro insiste necesariamente en que, si la visión de Alce Negro ya no era válida para los nativos americanos, podía no obstante seguir viva «para todos los hombres». ¡Y era mejor que un viaje de LSD! La cubierta capturaba las tensiones clave que todavía hoy siguen atrayendo a los lectores hacia el libro: la disposición de Neihardt de creer tanto en el poder de la visión de Alce Negro como en su final y, por tanto, en el final trágico del pueblo indio y de su vida.
Los lectores más experimentados de Alce Negro habla enseguida apreciarán que este pequeño análisis no aporta nada nuevo. El libro ha vendido más ejemplares que ningún otro título dedicado a los estudios nativos americanos y ha generado cantidades ingentes de comentarios críticos inteligentes. Lo que importa aquí es la forma en la que el libro me habló a mí —cruda y poderosamente— sobre las posibilidades de una visión mística de la vida espiritual.
En 1979 mi padre, Vine Deloria Jr., redactó la introducción de una nueva edición de Bison Books en la que adoptaba un enfoque distinto, calificando célebremente a Alce Negrohabla como la «biblia de todas las tribus» y como un clásico religioso norteamericano que capturaba el poder espiritual del continente. Hablaba de una «tradición teológica de Alce Negro» y lo situaba en el contexto de otras contribuciones históricas al pensamiento religioso mundial. Donde una vez un «nosotros» americano leyó el libro por las posibilidades que ofrecía en cuanto a exploración personal, ahora un «nosotros» tribal tal vez lo abrace como un significante general de las prácticas indias; incluso aunque la especificidad histórica de su(s) autor(es) diera paso a una exigencia de verdad trascendental. Leí aquella edición mientras estudiaba un curso de religiones nativas americanas en la Universidad de Colorado y pude confirmar que las proclamas panindias y universalistas de mi padre agradaban a mis compañeros. A mi padre se le daban bien ese tipo de cosas —las provocaciones a gran escala— y la asociación de «biblia» con «todas las tribus» era un buen método para ir aplanando el terreno. No obstante, había protestas calladas: jóvenes de tribus que no eran de las llanuras y que preferían la velocidad relativa de la búsqueda de la visión a las ceremonias más lentas y más duraderas de sus propias tribus; la reticencia a aceptar la historia de una vida particular como clave para tan extenso significado; y la incertidumbre inherente a la relación narradora entre Alce Negro y John Neihardt. Durante aquella lectura me vi más atraído por los intersticios raros de la historia: ya no tanto por las imágenes cautivadoras de la visión como por el tiempo que pasó Alce Negro en Europa, solo y con Buffalo Bill. Para mí (y quizá para otros lectores como yo) el libro había cambiado de carácter. Y eso me incomodaba un poco.
Aquella incomodidad estallaría en 1984 con la publicación de The Sixth Grandfather: Black Elk’s Teachings as Given to John G. Neihardt [El Sexto Antepasado: las enseñanzas de Alce Negro ofrecidas a John G. Neihardt], de Raymond DeMallie, que recopilaba las notas taquigrafiadas originales y que dejaba al descubierto, por fin, la pátina literaria introducida por John Neihardt. Leí The Sixth Grandfather en un tren que iba desde Colorado a California, y me sentí desilusionado unas veces (respecto a mis primeras lecturas místicas) pero fascinado otras (respecto al enfoque histórico de la segunda). Para muchos lectores de Alce Negro, el libro de DeMallie engendró al tiempo una crisis de confianza en el texto («¿me estás diciendo que Neihardt, la quintaesencia del poeta honorable, reescribió algunas de las cosas que dijo Alce Negro?») y una nueva curiosidad respecto al resbaladizo terreno de la traducción entre texto oral, notas transcritas y expresión literaria. En efecto, la cubierta del libro captura e incluso celebra esa incertidumbre, pues presenta una fotografía a color voluntariamente borrosa de Alce Negro. Ataviado con un tocado, camisa y corbata, aparece encajonado en la esquina inferior izquierda mientras mira hacia arriba, más allá del observador. The Sixth Grandfather, como algunos críticos han señalado, sentó las bases para una crisis de significado posestructuralista en relación con un libro que había servido de texto fundacional. Le surgieron entonces múltiples lecturas: con o sin DeMallie, antes o después de él. Y se hacía cada vez más difícil de encontrar la que fuera correcta.
En 1989 y en 1990 utilicé en mis clases la edición de 1988 de Bison Books, que lucía una pintura de Frank Howell —Cuerno de Alce y hierbas— en su cubierta. Aquel pastiche de Howell —hermoso y a su vez representativo de los excesos de los «ochenteros» de lo que se conoce como «estilo Santa Fe»— contribuyó a redefinir el libro una vez más como una especie de droga iniciática para aficionados a la mística New Age, una audiencia global incluso mayor de los vástagos de los lectores de la edición de Pocket Books. Para mí, Alce Negro había vuelto, por así decirlo, al punto de partida, pero ahora yo cargaba con otra clase de bagaje lector. Quizá no era más sabio, pero al menos sí más experimentado que la primera vez y, por tanto, confiaba menos en una lectura apasionada. Sin caer en el cinismo posmoderno, sí que me sentía muy escéptico respecto al origen y las implicaciones políticas de este y otros textos similares. Francamente, estaba cansado del libro, que para entonces ya había generado una enorme cantidad de literatura crítica y adquirido un público amplio versado en la cuestión. Alce Negro habla era propiedad de todos, y los significados íntimos y trascendentales que me acompañaron en lecturas pasadas estaban, pensaba yo, heridos de muerte. Tristemente, el libro había perdido gran parte de su riqueza.
Y tampoco es que no hubiera nada más que leer. Durante aquellos años salió a la luz mucha literatura nativa americana de calidad: ficciones deslumbrantes y también libros maravillosos de no ficción, obras nuevas y obras rescatadas de los archivos. Atrapados por Louise Erdrich, Sherman Alexie, Leslie Marmon Silko y otros escritores nativos americanos, muchos lectores tenían pocos incentivos para revisitar Alce Negro habla. Y así, cuando en el 2000 salió la edición de Bison Books apenas reparé en ello y, a pesar de que Ray DeMallie es el principal estudioso de Alce Negro, tampoco le presté mucha atención cuando en 2008 salió su fabulosa edición anotada en SUNY Press.
Poco tiempo después, sin embargo, encontré en una librería de viejo una edición de Bison Books de 1961. La compré sin pensármelo y descubrí que mi lectura había cambiado y madurado otra vez, todavía más. Tenía claro que Alce Negro habla nunca podría ser la clase de libro que alguna vez fue para mí: un recuento literario inocente, curioso y de gran riqueza de las reminiscencias de la vida lakota. Aquellos días habían pasado. La cubierta de 1961, por ejemplo, tiene un aire de primitivismo pictográfico que evoca sentimientos de inocencia con su fondo blanco salpicado de lo que parecen ser citas visuales en miniatura de las ilustraciones de Oso Erecto que acompañan al texto original. Mi yo del pasado quizá habría aceptado sin más aquellas imágenes. Pero esa ya no es la naturaleza de este libro, pues su historia crítica crea un bagaje de conocimientos que insiste en el escrutinio minucioso. Me vi comparando los dibujos de la cubierta con las imágenes de Oso Erecto y pude entender que gran parte de los dibujos de la cubierta habían sido inventados o tomados de otras fuentes. Puede que este dato no sea extraordinario, pero pone de manifiesto las formas en las que este libro —nacido para ser inestable en sus significados— siempre exige un interrogatorio complejo.
Al mismo tiempo, no obstante, cuando volví a enfrascarme en su lectura una vez más, me despedí de todo aquello. Pues hay algo en Alce Negro habla —sus historias, su vocabulario, su sintaxis— que resulta convincente y apasionante de un modo único. Su lectura no es como la de ningún otro relato de naturaleza oral en los que algún indio le va narrando historias a un recopilador blanco. Ni tampoco es como la poesía de Neihardt, con sus pareados épicos, sus rimas limpias y un claro impulso narrativo. Lo que encumbra a Alce Negro habla es exactamente aquello que no podemos acabar de saber y que por eso nos hace darle vueltas constantemente: la estética combinada y la relación espiritual entre Alce Negro y John Neihardt que asoma entre los huecos del significado y las palabras y las frases entretejidas de narrador, traductores y autor. ¿El contenido espiritual del libro es trascendental? Puede que sí. No soy quién para decirlo. Sin duda los lectores, yo incluido, han encontrado trascendencia real en la fuerza de las palabras que pueblan sus páginas.
He perdido la cuenta del número de veces que he leído Alce Negro habla, y este mismo hecho da fe de la fuerza del libro. Esta vez, me descubrí entretenido con las pequeñas cosas que asoman en los descansos entre la gran visión, las batallas, las descripciones de ceremonias y los episodios del Salvaje Oeste, pues son dulces testimonios de una vida vivida presente en las historias fascinantes y en la belleza literaria del libro: los erizos llorando en el frío invierno, la confesión veraz de lo costoso que puede hacerse el tener que lamentarse y gemir, los momentos en los que era difícil encender un fuego con madera mojada, los niños ayudando a ancianas a cruzar el All-Gone-Tree Creek con cuerdas de cuero sin curtir, el chico que, por algún motivo, escaló el mástil de la bandera del fuerte y cortó la punta, los besos en la pesca, el misterio de los labios siempre cortados de Watanye, la mujer a la que mató la rama de un árbol que cayó sobre su tipi, el nerviosismo de un joven guerrero intentando trenzar una pluma en su pelo mientras agarra a su caballo, una pierna rota y la piel arrancada adherida a una pistola que se había congelado en unas manos sin guantes.
Alce Negro habla ha sido presentado, prologado, anotado y explicado muchas veces a lo largo de los años y ya albergo pocas esperanzas respecto a la importancia de mis propias experiencias con el libro. Y, sin embargo, siempre he tenido la sensación de que otros han estado ahí conmigo, leyendo y quién sabe si experimentando el libro de formas similares, quizás hasta reflejando mi propio ciclo de fascinación, agotamiento y regreso. Para mí, las lecciones del libro siguen ganando en claridad con el paso del tiempo y con cada nueva edición y cada nueva lectura: está imbuido de un poder real que lo vuelve fundamentalmente misterioso; está imbuido de una complejidad histórica profunda que lo convierte en un puzle para la contemplación; y está imbuido de una belleza estética que logra que leer Alce Negro habla sea un acto de placer atemporal. Todas estas cosas son regalos, y debemos aceptarlas, al fin, como tales.
La ofrenda de la pipa
Alce Negro habla:
Amigo mío, cumpliendo tu deseo, te contaré la historia de mi vida. Si fuera solo la historia de mi vida creo que no la contaría, pues ¿qué es un hombre para que le dé tanta importancia a sus inviernos, por mucho que le encorven como una recia nevada? Muchos otros vivieron y muchos vivirán esa misma historia para acabar siendo no más que hierba en las colinas.
Lo que es sagrado, lo que es bueno de la narración, es la historia de toda vida, la de nosotros, los bípedos, compartiéndola con los cuadrúpedos y los seres alados y todas las cosas vegetales; pues son hijos de una sola madre y su padre es un solo Espíritu.
Por tanto, no se trata del relato de un gran cazador, o de un gran guerrero, o de un gran viajero, aun cuando cobré muchas piezas en el pasado y luché por mi pueblo en mi juventud y en mis años adultos, y he recorrido grandes distancias y conocido tierras lejanas y hombres extraños. También lo hicieron otros, y mejor que yo. Recordaré esas cosas de paso, y a menudo parecerán convertirse en la esencia misma de la narración, como en el momento en que las viví con toda su dicha y toda su amargura. Pero ahora que puedo vislumbrarlas como desde una cumbre solitaria, sé que fueron la historia de una visión portentosa que le fue concedida a un hombre demasiado endeble como para darle buen uso; la de un árbol sagrado que debió prosperar en el corazón de un pueblo con flores y alegres pájaros, y que ahora se ha marchitado; y la del sueño de unas gentes que perecieron en la nieve ensangrentada.
Pero si aquella visión fue entonces, y ahora sé que así fue, verdadera y portentosa, aún debe conservar su verdad y su poder, porque se trata de cosas del espíritu, y es en la oscuridad de sus propios ojos donde los hombres se extravían.
Sé por ello que es bueno lo que voy a hacer; y como nada bueno puede hacer un hombre solo, presentaré ante todo una ofrenda y enviaré una voz al Espíritu del Mundo[16] para que me ayude a ser veraz. Mira, lleno esta pipa de corteza de sauce rojo; pero, antes de que la consumamos, debes comprender cómo se fabricó y qué significa. Estas cuatro cintas que cuelgan de su cañón son las cuatro regiones del universo. La negra representa el oeste, donde habitan los seres del trueno,[17] que nos envían la lluvia; la blanca, el norte, de donde proviene el vasto viento blanco purificador; la roja, el este, donde brota la luz y donde el lucero del alba mora para conceder sabiduría a los humanos; y la amarilla, el sur, del que proceden el estío y la facultad de crecer.[18]
Pero estos cuatro espíritus son, en definitiva, un solo Espíritu, y esta pluma de águila simboliza a Aquel que es como un padre, y también los pensamientos humanos que deben remontarse como las águilas. ¿Acaso no es el firmamento padre, y la tierra madre, y no son hijos suyos todas las cosas vivientes dotadas de pies, de alas o de raíces? Y este cuero en la boquilla, el cual ha de ser de piel de bisonte, representa la tierra, de la que procedemos y en cuyos pechos mamamos como recién nacidos durante toda nuestra existencia, en compañía de todos los animales y aves y árboles y hierbas. Y porque significa eso, y mucho más de lo que un hombre pueda llegar a entender, la pipa es sagrada.[19]
Hay una historia sobre cómo recibimos la pipa. Dicen que hace muchos años dos exploradores iban en busca de bisontes; y cuando llegaron a lo alto de una montaña y miraron hacia el norte, divisaron algo en lontananza, y cuando aquello se acercó exclamaron: «¡Es una mujer!». Y lo era. Entonces uno de ellos, un insensato, tuvo malos pensamientos y así lo expresó; pero su compañero le dijo: «Es una mujer sagrada; aparta de ti los malos pensamientos». Cuando esta se acercó aún más a ellos, vieron que llevaba un hermoso vestido de ante blanco, que era joven y muy hermosa y que lucía una larguísima melena. Y ella podía leer sus pensamientos, así que dijo con una voz que parecía que cantara: «Sé que no me conocéis, pero si queréis llevar a cabo lo que estabais pensando, venid a mí». Y el insensato se adelantó; pero en cuanto estuvo ante ella, descendió una nube blanca y los cubrió a los dos. Y la joven hermosa surgió de la nube, y cuando se disipó el vapor, el insensato se había convertido en un esqueleto cubierto de gusanos.
Entonces la mujer habló al hombre prudente: «Ve a tu casa y di a tu pueblo que he llegado, y que se erigirá un enorme tipi para mí en el centro de la nación». Y el hombre, que estaba aterrado, corrió y lo anunció a su gente, la cual hizo al punto lo ordenado; y allí, en torno del tipi, aguardaron a la mujer sagrada. Y llegó algo después, bellísima, y mientras entraba en el tipi iba cantando:
Con aliento visible camino.
Una voz emito al caminar.
De manera sagrada camino.
Con huellas visibles camino.
De manera sagrada camino.
Y mientras cantaba, brotaba de su boca una nube blanca de agradable olor. Entregó algo al jefe, y era una pipa con una cría de bisonte tallada en un lado para denotar la tierra que nos sustenta y alimenta y, colgadas del cañón, doce plumas de águila, símbolo del firmamento y de las doce lunas, atadas con unas hierbas que no se podían partir. «Mirad —dijo—. Con ella os multiplicaréis y llegaréis a ser una magnífica nación. Solo daréis al mundo cosas buenas. Solo las manos del virtuoso la atenderán y el malvado ni siquiera conocerá su existencia». Luego se puso a cantar de nuevo y abandonó el tipi; y en tanto que el pueblo contemplaba su partida, se convirtió de pronto en un bisonte blanco que se alejó al galope, resoplando, y no tardó en desaparecer.[20]
Esto se cuenta, y desconozco si algo así aconteció en realidad; pero si reflexionas sobre ello, comprenderás que es verdad.
Enciendo, pues, la pipa, y tras brindarla a los poderes que son un Poder,[21] y una vez haya lanzado mi voz a ellos, debemos fumar juntos. Ofreciendo en primer lugar la boquilla a Aquel que está en lo alto —así—, alzo mi voz:
¡Eh, eh! ¡Eh, eh! ¡Eh, eh! ¡Eh, eh!
Antepasado, Gran Espíritu, siempre fuiste y nadie fue antes que tú. A nadie se puede rezar aparte de ti.[22] Tú mismo, todo lo que ves, cada cosa, fue hecha por ti. Tú alzaste las naciones de estrellas en el universo entero.[23] Tú alzaste las cuatro regiones de la tierra. Ante Ti se alzó el día, y en aquel día, todo. Antepasado, Gran Espíritu, inclínate hacia la tierra para escuchar la voz que te envío. Atendedme, allá donde el sol se pone; ¡atendedme, seres del trueno! ¡Atendedme, allá donde el Gigante Blanco[24] vive en su esplendor! ¡Allá donde el sol brilla sin pausa, donde aparecen el lucero del alba y el día, atendedme! ¡Atendedme, allí donde vive el verano! ¡Tú, águila poderosa, atiéndeme allá en las profundidades del cielo! ¡Y tú, Madre Tierra, Madre única, tú que eres piadosa con tus hijos!
¡Oídme, cuatro regiones del mundo! ¡Soy de vuestra familia! ¡Dadme vigor para recorrer la blanda tierra, generadora de todo lo que existe! Dadme ojos para ver y fuerza para entender, a fin de que sea como vosotros. Solo con vuestro poder puedo enfrentarme a los vientos.
Gran Espíritu, Gran Espíritu, Antepasado mío, los rostros de las cosas vivas son iguales en toda la tierra. Todas brotaron, con ternura, del suelo. Mira la faz de estas incontables criaturas, con sus hijos en los brazos, para que puedan enfrentarse con los vientos e ir por el buen camino hasta el día del sosiego.
Esta es mi oración. ¡Escúchame! Débil es la voz que te envío, pero con toda sinceridad la envío. ¡Escúchame![25] He dicho. Hetchetu aloh![26]
Ahora, amigo mío, fumemos juntos para que únicamente exista lo bueno entre nosotros.[27]
[16]La expresión de Neihardt «Espíritu del Mundo» corresponde a lo que Alce Negro designa como «Gran Espíritu» (Wakhą thąka, «lo grande y sagrado»), la concepción tradicional lakota de todo lo que es sagrado, potente y misterioso. Los lakotas también utilizan dicha palabra para designar «lo cristiano». Walker, Lakota Belief and Ritual, pp. 68-80.
[17]Los seres del trueno (Wakįyą) son encarnaciones del poder del Oeste, manifiestos en la violencia y la capacidad destructiva de las tormentas de rayos y truenos. Se los simboliza como aves gigantescas cuyas alas extendidas son nubes negras y que lanzan relámpagos por los ojos. Walker, Lakota Belief and Ritual, pp. 119-120, 155-157, 278-280.
[18]Los cuatro puntos cardinales (las cuatro regiones) están personificados en vientos, cada uno designado por un simbolismo complejo de colores, animales o pájaros, de diferentes propiedades (Walker, Lakota Belief and Ritual, pp. 124-127). Hay otras dos direcciones reconocidas, arriba y abajo, aparte de los cuatro vientos, sumando un total de seis direcciones, incluidas en las acciones rituales, como la ofrenda de la pipa, a las cuales llamar para reunir a todas las potencias del universo.
[19]Estos seis primeros párrafos son autoría de Neihardt, en los que expresa, a su entender, qué es lo que impulsa a Alce Negro a contar la historia de su vida.
[20]Sixth Grandfather, pp. 283-285. Una versión más detallada de esta historia, según la cuenta Alce Negro, se encuentra en Brown, The Sacred Pipe, pp. 3-9. Para otros relatos de esa misma historia, Hombre Solo (teton de la reserva de Standing Rock) en Densmore, Teton Sioux Music, pp. 63-67; Finger y Thomas Tyon (oglalas) en Walker, Lakota Belief and Ritual, pp. 109-112, 148-150.
[21] La expresión «los poderes que son un Poder» es obra de Neihardt.
[22]«Gran Espíritu, siempre fuiste y nadie fue antes que tú». Compárese con la oración en la ceremonia hųká (de adopción): Tuwá thókeca kephíca šni Wakhą´ thą´- ka, niyé thokéya nicágˇa, «Nadie más puede ser nombrado [No puede haber nadie más]. Gran Espíritu, tú fuiste el primero que existió» (Curtis, The North American Indian, pp. 3, 77, 151). Estas son expresiones rituales lakotas dirigidas a cada uno de los poderes a los que se apela. Aquí, las palabras de Neihardt tratan de ofrecer una visión monoteísta. Véase Sixth Grandfather, p. 91.
[23]La palabra lakota traducida por «nación» es oyáte, «pueblo»; en un sentido social se utiliza no solo para seres humanos sino también para animales (por ejemplo, la nación de cuadrúpedos, la nación de búfalos); aves (la nación alada); fenómenos celestes (estrellas) y cualquier otro tipo de organismo viviente. Aquí «alzar» significa «crear».
[24]El Gigante Blanco es Wazíya, el espíritu del Norte. Es una figura contraria, que se envuelve en sus ropajes durante el verano y se los quita en invierno, agitándolos, para producir nieve. Walker, Lakota Belief and Ritual, pp. 120-121.
[25]Oración tradicional lakota que Oso Erecto le contó a Neihardt que la escuchó por vez primera cuando tenía veinte años (Sixth Grandfather, p. 285).
[26]Héchetu yeló!, «¡Que así sea!».
[27]Los lakotas creían que cuando los hombres se fumaban una pipa conjuntamente «la influencia de esta, supuestamente, los unía para siempre en relación amistosa» (Walker, Lakota Belief and Ritual, p. 90).