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En 1922, E. M. Forster publicó Alejandría, libro en el que describe la ciudad en la que estuvo destinado como voluntario de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial. La obra se compone de dos partes: una historia y una guía. En la primera, el autor nos cuenta la historia de la ciudad, desde su fundación por Alejandro Magno, pasando por las numerosas invasiones (romana, árabe, turca), hasta el periodo moderno con Napoléon, que bajo los auspicios de Mehemet Alí inicia la construcción de la ciudad moderna, y la anexión colonial británica de Egipto en 1882. En la segunda, nos describe los paseos por los barrios, los museos y las excursiones que pueden hacerse por ella. Ambas partes están interrelacionadas, pues en ello «estriba la utilidad principal del libro», ya que, según Forster, ayuda al lector a enlazar el presente con el pasado. El libro va acompañado de mapas y planos que completan las explicaciones del autor. «La presente guía es algo más que una simple obra de culto literaria dedicada a esa ciudad extraña y evocadora a la que llamamos Alejandría: a su modo es una pequeña obra de arte, pues contiene ejemplos de la mejor prosa de Forster, además de toques acertados que sólo podían surgir de la pluma de un novelista de gran talento como él», señala el escritor Lawrence Durrell en la introducción a esta edición.
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Portada
Alejandría
Historia y guía
Alejandría
Historia y guía
e. m. forster
Introducción de Laurence Durrell
Traducción de Jordi Beltrán Ferrer
Título original: Alexandria
by E. M. Forster
© The Provost and Scholars of King's College, Cambridge, 1922
© de la introducción: Lawrence Durrell, 1982
Reproducido con permiso de Curtis Brown Group Ltd, Londres
en representación de The Beneficiaries of the Literary Estate
of Lawrence Durrell
© de la traducción y revisión: Jordi Beltrán Ferrer, 1984, 2016
© de esta edición: Gatopardo ediciones, 2016
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: noviembre de 2016
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta:
Hotel Majestic, Alejandría, 1915.
Fotografía de la Colonia americana de Jerusalén, entre 1934 y 1938.
Imagen de interior:
Place Mohammed Ali, Alejandría, alrededor de 1910,
de autor desconocido.
Imagen de la solapa:
E. M. Forster alrededor de 1940, de autor desconocido.
eISBN: 978-84-17109-14-1
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Place Mohammed Ali, Alejandría, alrededor de 1910.
Índice
Portada
Introducción a la nueva edición
Lawrence Durrell
Introducción de E. M. Forster a la edición de 1961
Prólogo
Fuentes
primera parte
Historia
Sección I. Periodo grecoegipcio
La tierra y las aguas
Faros, Rhakotis, Canope
Alejandro Magno (331 a.C.)
El proyecto de fundación
Los tres primeros Ptolomeos
La ciudad ptolemaica
Los otros Ptolomeos (221-51 a.C.)
Cleopatra (51-30 a.C.)
Cultura Ptolemaica
I. Literatura
II. Erudición
III. Arte
IV. Filosofía
V. Ciencia
Sección II. Periodo cristiano
El dominio de Roma (30 a.C.- 313 d.C.)
La comunidad cristiana
Arrio y Atanasio (siglo IV d.C.)
El dominio de los monjes (siglos IV y V)
La conquista árabe (año 641)
Sección III. La ciudad espiritual
Introducción
Los judíos
El Neoplatonismo
El Cristianismo
I. Introducción
II. El Gnosticismo (conocimiento esotérico)
III. LA Ortodoxia (primitiva)
IV. El Arrianismo
V. El Monofisismo («una sola naturaleza»)
VI. EL Monotelismo («una sola voluntad»)
VII. Conclusión: El Islam
Sección IV. Periodo árabe
La ciudad árabe (siglosVII-XVI)
La ciudad turca (siglos XVI-XVII)
Sección V. Periodo moderno
Napoleón (1798-1801)
Mehemet Alí (1805-1848)
La ciudad moderna
El bombardeo de Alejandría (1882)
Conclusión
«EL DioS Abandona a Antonio»
seguda parte
Guía
Sección I. De la plaza a la Rue Rosette
La plaza
La rue rosette
El museo Grecorromano
I. Introducción
II. Vestíbulo
Sección II. De la plaza a Ras-el-Tin
Las tumbas de Anfuchi
El puerto prehistórico
Fuerte de Kait Bey («El Faro»)
Sección III. De la plaza a los barrios del sur
Columna de Pompeyo y templo de Serapis
Catacumbas de Kom el-Shugafa
Sección IV. De la plaza a Nuzha
Sección V. De la plaza a Ramleh
Sección VI. De la plaza a Mex
Sección VII. Abukir y Rosetta
Abukir
Rosetta
Sección VIII. El desierto libio
Abusir
San Menas
Wadi Natrum
Apéndices
Apéndice I. Las comunidades religiosas modernas
Apéndice II.LA muerte Cleopatra
Apéndice III. Los Evangelios anticanónicos de Egipto
Apéndice IV. El Credo de Nicea
Edward Morgan Forster
Presentación
Otros títulos publicados en Gatopardo
Índice de mapas y planos
Plano de Alejandría
Árbol genealógico de los Ptolomeos
El mundo según Eratóstenes (250 a. C.)
El mundo según Claudio Ptolomeo (100 d. C.)
Alejandría. Vista de Pierre Belon (1554)
Mapa histórico de Alejandría
Plano del Museo Grecorromano
Las tumbas de Anfuchi
El puerto prehistórico
Plano de Kait Bey I
Plano de Kait Bey II
Columna de Pompeyo
Kom el-Shugafa
Alrededores de Alejandría
Abukir y distrito
Abusir y distrito
San Menas. Plano I. El grupo del Santuario
San Menas. Plano II. Los Baños Sagrados
Los monasterios de Natrum I. Iglesia de San Bishoy
Los monasterios de Natrum II.
Convento de los Sirios - Iglesia de la Virgen
Si un hombre va en peregrinación por Alejandría
por la mañana, Dios hará para él una corona de oro,
engastada con perlas, perfumada con almizcle
y alcanfor y reluciente de Oriente a Occidente.
ibn dukmak
A cualquier visión hay que aplicar un ojo adaptado
a lo que debe verse.
plotino
AG. H. L.
Introducción a la nueva edición
Lawrence Durrell
La presente guía es algo más que una simple obra de devoción literaria dedicada a esa ciudad extraña y evocadora a la que llamamos Alejandría: a su modo es una pequeña obra de arte, pues contiene ejemplos de la mejor prosa de Forster, además de toques acertados que sólo podían surgir de la pluma de un novelista de gran talento como él. Uno se da cuenta de que el autor, atrapado aquí durante la Primera Guerra Mundial, debió de sentirse profundamente feliz, quizá profundamente enamorado, puesto que su joie de vivre se percibe en cada una de las afectuosas líneas que escribió, y apenas hay un solo aspecto de los numerosos estados anímicos y matices cromáticos de la ciudad que no fuera captado por su mirada observadora y su pluma exigente. Paradójicamente, si es ésta la palabra idónea, en todo el libro prevalece un sentimiento de soledad, la soledad de un hombre cultivado que habla consigo mismo, que pasea en solitario. («La mejor forma de ver la ciudad es paseando por ella sin rumbo fijo», nos aconseja, lo que es perfectamente cierto.) Una vez superada la primera sensación de extrañamiento, la mente se relaja al descubrir Alejandría, la ciudad de ensueño, puntal y refuerzo del puerto mediterráneo, pequeño y más bien vulgar, que se muestra ante los ojos de los no iniciados. Incluso hoy en día desempeña, con cierta indiferencia, el papel de segunda capital de Egipto, único alivio para quienes residen en El Cairo, ese espejo ustorio transformado en ciudad y aprisionado entre desiertos. Alejandría se abre ante un mar soñador, y sus olas homéricas se forman y rompen impulsadas por las frescas brisas procedentes de Rodas y el Egeo. Desembarcar en ella es como dar un salto en el vacío porque enseguida percibes, no sólo la ciudad llena de resonancias griegas que se alza ante ti, sino también su telón de fondo de desiertos que se extienden hacia el corazón de África. Es un lugar para separaciones dramáticas, decisiones irrevocables, últimos pensamientos; todo el mundo se siente incitado hacia lo extremo, hacia el límite de su capacidad de resistencia. Las personas se convierten en monjes o monjas, en seres voluptuosos o solitarios, sin previo aviso. Aquí las personas que sencillamente desaparecen son tantas como las que mueren abiertamente. La ciudad no hace nada. No oyes nada salvo el ruido del mar y los ecos de una historia extraordinaria.
A Forster y sus congéneres solíamos considerarlos como estilistas de la «edad de plata». Era fácil seguir su linaje desde Swift. Era un linaje que significaba lucidez, transparencia y fineza. Tenía mordacidad pese a ser elegante sin esfuerzo. Uno piensa en Strachey, en Norman Douglas —especialmente en este último, que prestó a Capri el mismo servicio que Forster rindió a Alejandría al escribir esta guía—, ¡aunque aquélla comienza con un estudio geológico de la mismísima tierra! Sabe Dios qué resultados daría un estudio parecido en el caso de Alejandría, en una tierra tan repleta de preciosas reliquias históricas.
Yo llegué en 1941, veintitrés años después de escribir Forster este libro y ocho de morir Constantino Kavafis, el gran amigo poeta de Forster. Como por arte de magia, no alcancé a detectar ningún cambio. Durante dos años pude pasearme por las páginas de esta guía, utilizándola tan piadosamente como merece que se la utilice y tomando prestados muchos de sus destellos de sabiduría para engrosar con ellos las notas para el libro que yo mismo confiaba en escribir algún día. Por lo que pude ver, el único cambio verdadero era la silla vacía en el café favorito del poeta; sin embargo, el círculo de amistades permanecía intacto, hombres como Malanos y Petrides, que más adelante escribirían libros sobre su singular amigo. También ellos habían vislumbrado la ciudad fantasma que yacía debajo de la ciudad cotidiana. No obstante, para la mayoría de la gente, Alejandría era una ciudad de mala muerte sin otros atractivos que bonitas playas para bañarse y numerosos restaurantes franceses. «¡No hay nada que merezca verse!», repetían incesantemente; y también esto era cierto. La Columna de Pompeyo era una calamidad estética, el antiguo emplazamiento del Faro no podía visitarse y la tumba de Alejandro había desaparecido bajo un millar de conjeturas. Sin embargo, para muchos de nuestros marineros seguía siendo Eunostos, el «puerto del buen regreso», como lo había sido en tiempos de Homero.
El autor nos proporciona una crónica del proceso que culminó con la publicación de este libro, un proceso un tanto complejo; lo publicó un impresor que carecía de los canales de distribución habituales. Como consecuencia de ello, era difícil de obtener, e incluso la segunda edición, que apareció en 1938, no se encontraba en las librerías. Valiéndome de una serie de triquiñuelas, me las ingenié, a pesar de todo, para hacerme con un ejemplar. Durante años lo llevé conmigo y escribí en él numerosas anotaciones sobre el terreno. Era un compañero de valor incalculable, tan valioso como The Modern Egyptians, de Lane, lo fue en El Cairo. Al empaquetarlos para su envío a una universidad americana, observé en ellos leves manchas de sudor, señal inconfundible del ardor con que los leí y releí.
Pero, por supuesto, la Alejandría clásica nunca está en entredicho, salvo como eco histórico. ¿Cómo podría estarlo? Con la llegada de Amr y su caballería árabe, la famosa ciudad resplandeciente se sumió en el olvido; las dunas de arena la invadieron y acabaron cubriéndola. Entre Amr y Napoleón mediaban casi mil años de silencio y abandono. Había sido una especie de artefacto, surgido del capricho del Alejandro adolescente, que no se había quedado para presenciar cómo la construían, pero cuyo cuerpo había sido traído de nuevo a la ciudad para ser enterrado en su centro, transformándose así en su dios tutelar. El despacho que Amr envió al califa de Arabia alude, con hermosa concisión, a la conquista de la ciudad. «He tomado una ciudad de la que sólo puedo decir que contiene 4.000 palacios, 4.000 baños, 400 teatros, 1.200 verduleros y 40.000 judíos.» Cuando Forster desembarcó en 1915 no quedaba, para recibirle, ni rastro de esta compleja belleza, pero la pequeña ciudad que repartía sus favores entre griegos, franceses, italianos, británicos y otras naciones mercantiles soportaba muy bien la comparación con una pequeña localidad de veraneo francesa como Saint Tropez o con una levantina como Beirut. Había en ella buenas escuelas aparte del Gimnasio griego; había incluso una escuela privada británica que tenía mucho que ver con el excelente inglés que se hablaba en la ciudad.
Es desalentador seguir la historia hasta 1977, fecha de mi última visita a la ciudad, ya que gran parte de lo que quedaba ha desaparecido junto con la población extranjera dedicada al comercio. ¡Se consideraba normal que un commerçant alejandrino hablase cinco idiomas! Esta gente ha desaparecido y el puerto es ahora un simple cementerio sin ninguna señal de vida y movimiento que lo anime. El largo flirteo de Nasser con el comunismo había surtido el inevitable efecto embotador. La indumentaria azul, al estilo chino, de las universitarias resulta bastante atractiva al principio, pero pronto aburre. Distraído, desanimado, el moderno comerciante atiende hoy a sus quehaceres sin gran entusiasmo. Los cafés siguen ostentando sus nombres inmortales: Pastroudis, Baudrot; pero no hay clientes y, por ende, en ellos no brillan las luces ni suena la música. Ya no quedan carteles y anuncios extranjeros, todo está en árabe; en nuestros tiempos, los carteles de cine se imprimían en varios idiomas con subtítulos en árabe, por así decirlo. Hoy impera una uniformidad plúmbea. Es exasperante comprobar que ahora todos los medicamentos de las farmacias se conocen por sus nombres árabes. ¡Pruebe a obtener aspirinas o pastillas para la garganta y ya verá!
Durante una semana me alojé en la vieja y conocida habitación del Cecil, despojado ahora de todas sus galas, que resonaba como un granero vacío cuando el viento marítimo se colaba por debajo de las puertas y las ventanas; reflexioné sobre el exilio en general y sobre el mío propio en particular. Cuando llegué aquí no había motivos para suponer que la guerra terminaría algún día, que algún día yo abandonaría Egipto. Fue una suerte para mí ser un hombre que, por su origen y herencia, no tenía raíces, un hombre nacido en las colonias. Llama la atención que Forster, hombre de sólidas raíces inglesas, respondiera a su propio exilio de un modo tan positivo, echando raíces nuevas en este suelo desconocido. Nosotros hemos salido ganando.
El piso antiguo que Kavafis ocupara en otro tiempo es ahora una pequeña pensión como las que salen en muchas novelas sobre Oriente Medio, modesta y un tanto sórdida. Pero sus libros y sus muebles se han salvado y los conservan muy bien en un pequeño museo, creado especialmente a tal efecto, en el último piso del Consulado griego. Para visitarlo hay que tomar el pequeño tranvía traqueteante y ruidoso de antaño, con su festón de pasajeros colgantes que desaparecen cuando asoma algún revisor. Resulta maravilloso, la pequeña habitación de Kavafis reproducida en el espacioso edificio consular. Aquí puedes sentarte ante el escritorio sobre el cual su mano escribió aquellos famosos poemas: «Ítaca», «Esperando a los bárbaros», «El dios abandona a Antonio», o el mejor de todos, «La Ciudad», que constituye su verdadero monumento a la moderna Alejandría. Puedes curiosear entre sus libros; uno tiene la sensación de que no poseía muchos. Y todo ello lo haces sentado en las sillas y sofás, bastante incómodos, de estilo neobizantino, que a la sazón estaban de moda en las casas de la clase media. Es una lástima que el único busto del poeta sea anodino. Pero, en general, es un tributo digno al gran alejandrino.
Así pues, Alejandría ha caído una vez más en el olvido, y el lector me perdonará si digo que la ciudad actual me deprime de manera indecible, sobre todo cuando pienso en los tesoros de El Cairo o en el tremendo estallido de vegetación y monumentos antiguos que dan resonancia al Alto Egipto. Quizá alguna feliz circunstancia vendrá a renovar otra vez el manantial secreto y lo hará atractivo para una nueva generación de poetas. Apolonio, Teócrito, Kavafis te animan a creer en semejante futuro a pesar de lo que hoy se muestra ante tus ojos.
Introducción de E. M. Forster a la edición de 1961
Se han hecho ya dos ediciones de este libro. He aquí la tercera y con ella la oportunidad de que yo les cuente un cuento insignificante pero complejo.
El texto de la primera edición (el que aquí se reproduce) lo escribí durante la Primera Guerra Mundial cuando me destinaron a Alejandría tras alistarme voluntariamente en la Cruz Roja. Llegué en el otoño de 1915, presa de un ligero espíritu heroico. Se cernía sobre nosotros la amenaza de una invasión turca y, pese a no ser militar, podía encontrarme en la línea de fuego. Pasó la amenaza y mi estado anímico cambió. Lo que antes era un puesto avanzado pasó a ser algo que se parecía sospechosamente a un refugio para cobardes. Me vi atrapado durante más de tres años, visitando hospitales, recogiendo datos y escribiendo informes. «Es usted una persona de una perseverancia extraordinaria», me dijo una vez con sarcasmo un detestable coronel de la Cruz Roja. Tenía razón. Y no me atreví a replicarle que, para construir un mundo, las personas perseverantes son tan necesarias como los arribistas.
También yo llevaba una especie de uniforme de oficial, aunque me permitían quitármelo de vez en cuando. Y así fue como percibí la magia, la antigüedad y la complejidad de la ciudad, y decidí escribir sobre ella. Se me ocurrió hacer una guía. Siempre he respetado las guías —especialmente las primeras Baedeker y Murray— y procuré que en la mía hubiera también un poco de historia; para ello utilicé una técnica que explico en el prólogo. Me alentaron mis amigos, entre los cuales había a la sazón ingleses, griegos, americanos, franceses, italianos, noruegos, sirios, egipcios, pues me había introducido un poco en la vida levantina. Y no paraba de tener visiones mientras iba de un lado a otro en tranvía o a pie, o me bañaba en el mar delicioso. Por ejemplo, multiplicaba por cuatro la altura del fuerte de Kait Bey y, de esta manera, me hacía una idea de cómo era el Faro o Pharos que se alzaba en el mismo sitio. En el cruce de las dos calles principales erigía yo la tumba de Alejandro Magno. Con la imaginación seguía a Alejandro hasta Siwa, el oasis de Júpiter Amón, donde le saludaron como Hijo de Dios. Y también seguía a los monjes hasta el desolado Wadi Natrum, donde salieron para asesinar a Hipatia.
Todo lo cual estaba muy bien; pero ¿cómo lograría que me publicasen el libro?
Tuve entonces un asombroso golpe de buena suerte.
Hay, o, mejor dicho, había en la Rue Chérif Pacha (si así se llama todavía)un comercio de aspecto modesto. Era una papelería. Pero, en realidad, era la sucursal en Alejandría de una importante imprenta londinense: Whitehead Morris, de Tower Hill. El gerente local, míster Mann, oyó hablar de mi proyecto y le pareció interesante, aunque se apartaba de su línea de trabajo. Hubo numerosos retrasos y algunas discrepancias, pero finalmente el libro salió después de la guerra, cuando yo había regresado ya a Inglaterra, en 1922.
Poco después de su publicación ocurrió una catástrofe. Un incendio en el almacén destruyó casi toda la edición; por eso son tan raros los ejemplares de ella.
Fue un desastre lamentable y, después de unos años, cuando pasé por Alejandría procedente de África del Sur, me extravié al salir de la nueva estación del ferrocarril. ¡Qué experiencia más humillante para el autor de una guía! ¡Perderme en mi propia ciudad! Pensé entonces que era necesaria una nueva edición, aunque no se oía a nadie pidiéndola a gritos, ni yo podía encargarme de prepararla. Pero en un aspecto no había cambiado Alejandría: seguía siendo la ciudad de los amigos que estaban dispuestos a dejar desinteresadamente su propio trabajo para hacer algo por los demás. Actualizaron la parte del libro dedicada a la «guía», para lo cual visitaron todos los sitios y objetos que en ella se mencionan, y corrigieron los disparates más graves que yo había cometido en la parte «histórica». Esta edición se publicó en 1938, también bajo los auspicios de la sucursal alejandrina de la firma Whitehead Morris. No se vendió bien, quizá porque la Segunda Guerra Mundial estalló al año siguiente. Resulta difícil encontrar ejemplares. Los amigos en cuestión sugirieron que se hiciera una nueva edición (local) y señalaron la necesidad de modificar algunas cosas, ya que, de lo contrario, el libro podía ofender el espíritu nacional de los egipcios. Tenían toda la razón. Cuesta encontrar un espíritu nacional que no se sienta ofendido por el libro. La única que no debería ofenderse es la propia Alejandría, que en sus dos mil años de existencia nunca se ha tomado demasiado en serio el espíritu nacional de unos u otros.
Y esto me lleva a Kavafis. Una de las grandes alegrías de aquellos años fue mi amistad con el gran poeta griego que de un modo tan profundo transmite la civilización de su ciudad elegida. C. P. Kavafis no era entonces muy conocido y la traducción de «El dios abandona a Antonio», obra de nuestro amigo George Valassopoulo, representa su primera aparición en inglés. Desde entonces se ha traducido toda su obra y se le han tributado numerosos elogios: por ejemplo, los de alguien que se enamoró más tarde de Alejandría, Lawrence Durrell. La segunda edición de este libro se la dediqué a Kavafis después de su muerte.
La primera edición iba dedicada a G. H. Ludolf, una de las muchas personas que me ayudaron.
La presente edición aparece por gentileza de Walter & Whitehead, Ltd., representantes de Whitehead Morris.
Finalmente, deseo señalar que esta guía no es mi único tributo a Alejandría. Existe también Pharos and Pharillon, un volumen de ensayos publicado en 1923 por las editoriales A. Knopf, en Estados Unidos, y por Hogarth Press, en Inglaterra, respectivamente.
E. M. Forster
Cambridge, Inglaterra, 1960
Prólogo
Este libro está estructurado en dos partes: una Historia y una Guía.
La «Historia» intenta (a modo de procesión de hechos históricos) poner en orden lo sucedido en Alejandría durante los dos mil doscientos cincuenta años de su existencia. Empezando por la figura heroica de Alejandro Magno, pasa luego revista a la dinastía de los Ptolomeos y, en especial, a la vida del último de sus miembros: Cleopatra; a ello le sigue una descripción de la literatura y la ciencia ptolemaicas, con la que se cierra este periodo espléndido al que he denominado «grecoegipcio». El segundo periodo, llamado «cristiano», se inicia con la dominación romana, y estudia las vicisitudes del cristianismo, primero como perseguido y luego como perseguidor: todo se echa a perder cuando, en el año 641, el patriarca Ciro entrega Alejandría a los árabes. Viene a continuación un interludio —«La ciudad espiritual»— en el que se medita sobre la filosofía y la religión alejandrinas, tanto paganas como cristianas: me pareció mejor separar estos temas, en parte porque interrumpen el desarrollo histórico principal, en parte porque no interesan a muchos lectores. La historia se reanuda con el periodo árabe, que no tiene ninguna importancia, si bien dura más de mil años, de Amr a Napoleón. Con Napoleón empieza el «periodo moderno», cuyo rasgo principal es la construcción, bajo los auspicios de Mehemet Alí, de la ciudad que vemos ahora: la procesión concluye, del mejor modo posible, con una crónica de los acontecimientos de 1882 y conjeturas sobre las realizaciones municipales futuras.
La «Historia» se divide en secciones cortas y, al final de cada una de ellas, se remite al lector a la segunda parte, es decir, a la «Guía». En estas remisiones estriba la utilidad principal del libro, así que ruego al lector que las tenga especialmente en cuenta: pueden ayudarle a enlazar el presente con el pasado. Supongamos, por ejemplo, que ha leído cosas sobre el Faro en la parte histórica: al final de la sección se le remitirá al fuerte de Kait Bey, donde se alzaba el Faro, a Abusir, donde hay una reproducción en miniatura del mismo, y a la sala numismática del museo, donde aparece en las monedas de Domiciano y Adriano. O supongamos que la trágica suerte de Hipatia le ha conmovido: al final se le remitirá al Caesareum, escenario del asesinato de Hipatia, y a Wadi Natrum, donde solían residir los monjes que la asesinaron. O las victorias británicas de 1801: el libro le remitirá al territorio que cruzaron nuestras tropas, al monumento a Abercrombie en Sidi Gaber, y a la lápida sepulcral que hay en el patio del Patriarcado griego. Las «vistas» de Alejandría no son interesantes en sí mismas, pero nos fascinan cuando nos acercamos a ellas desde el pasado, y esto es lo que he procurado hacer al desdoblar el libro en una «Historia» y una «Guía».
La «Guía» no necesita introducción. La he escrito de modo que resulte práctica y pueda usarse sobre el terreno. La acompañan diversos mapas y planos. La ciudad se divide en secciones, y el visitante partirá siempre de la plaza. Otras secciones se ocupan de las afueras y de la región circundante hasta Rosetta en el este y Abusir en el oeste. Al transcribir los nombres arábigos, he preferido el sistema francés: hay tres sistemas ingleses, cada uno de ellos respaldado por un departamento gubernamental que rivaliza con los otros, de modo que el sistema francés me parece más fiable, y si no me atengo escrupulosamente a él, no hago otra cosa que seguir, si bien a cierta distancia, el ejemplo del municipio de Alejandría. Aquí y allí se ha colado en la guía un poco de historia, especialmente en el caso de Abukir, cuyos avatares, pese a depender de Alejandría, presentan rasgos propios.
Fuentes
Que yo sepa, no existe ninguna obra monográfica sobre Alejandría, y si bien este libro no pretende aportar datos originales, sí contiene gran cantidad de información que hasta ahora se hallaba dispersa. He consultado las siguientes obras, entre otras (las señaladas con un asterisco se han publicado en Alejandría):
A. HISTORIA:
Periodo ptolemaico: Bouché-Leclercq, Histoire des Lagides. Obra erudita y deliciosa en cuatro volúmenes.
Literatura ptolemaica: A. Couat, La Poésie Alexandrine; bien escrita. Theocritus, traducción de A. Lang.
Periodo cristiano: no existe ninguna obra satisfactoria. S. Sharpe, History of Egypt until the Arab Conquest, puede consultarse el volumen 2; también Gibbon, capítulos 21 y 47. Mrs. Butcher, The Story of the Church in Egypt contiene mucha información, aunque carece de sentido crítico y es difusa.
Conquista árabe: A. J. Butler, The Arab Conquest of Egypt. Monografía muy meritoria, brillantemente escrita, que reconstruye el episodio de la conquista con gran riqueza de detalles.
Pensamiento judío: E. Herriot, Philon le Juif.
Neoplatonismo: diversas obras. Hay una lúcida introducción a Plotino en S. McKenna, Translation of the Enneads, volumen 1; se sigue trabajando en esta admirable traducción. Porphyry’s Letter to Marcella (traducción de A. Gardner) también es interesante.
Teología cristiana: véase «Periodo cristiano». A los Padres de la Iglesia se les puede leer en la Ante-Nicene Christian Library.
Periodo árabe: demasiado oscuro para poseer historia.
Guerras napoleónicas: Mahan, The Influence of Sea Power upon the French Revolution, capítulos 9 y 10. R. T. Wilson, History of the British Expedition to Egypt. Véase también Abukir.
Historia moderna en general: D. A. Cameron, Egypt in the Nineteenth Century. Libro bien escrito del ex cónsul general en Alejandría; contiene una buena descripción de Mehemet Alí. También son útiles las obras de lord Cromer, W. S. Blunt y sir V. Chirol.
Sucesos de 1882: C. Royle, The Egyptian Campaigns.
Cabe citar aquí una o dos novelas y obras de teatro que tratan de la historia. La vida de Cleopatra ha inspirado dos tragedias nobles: Antonio y Cleopatra, de Shakespeare, y All for Love, de Dryden. La obra maestra de Dryden debería ser más conocida; es muy conmovedora, está admirablemente construida y contiene algunas escenas magníficas. Una novela de Pierre Louÿs, Aphrodite, también trata de este periodo, pero con un perfumado estilo parisino. Anatole France, en Thaïs, describe la vida en el siglo iv d.C.; los detalles son tan vívidos como exactos y componen una obra de arte perfecta. Para los inicios del siglo v, debemos destacar Hypatia, de Charles Kingsley, vigorosa narración acerca de la contienda final entre el paganismo y el cristianismo; Kingsley siempre es ameno, pero su cerebro poco dado a sutilezas era incapaz de comprender Alejandría. Dos buenas novelas de Marmaduke Pickthall, Said the Fisherman y Children of the Nile, tratan ligeramente acontecimientos del periodo moderno.
B. GUÍA:
*E. Breccia, Alexandrea ad Aegyptum. En francés: se anuncia una traducción inglesa. Trata principalmente de las antigüedades clásicas. Dos secciones: la primera sobre los restos de la ciudad y sus alrededores; la segunda, sobre el Museo Grecorromano, cuyo distinguido conservador es el profesor Breccia. Estoy en deuda con este libro excelente y erudito, especialmente con las secciones siguientes: Museo Grecorromano, catacumbas de Anfuchi y Kom el-Shugafa, Serapeum, Abusir.
Puerto prehistórico: *G. Jondet, Les Ports submergés de l’ancienne Îsle de Pharos. Monografía del descubridor. Magníficos mapas.
Faros y fuerte de Kait Bey: H. Thiersch, Pharos: Antike, Islam und Occident. Monografía clásica, si bien con los defectos, además de los méritos, propios de la erudición alemana.
Canope y Abukir: *J. Faivre, Canopus, Menouthis, Aboukir.Publicada en francés e inglés. *R. D. Downes, A History of Canopus. Estos excelentes opúsculos se complementan entre sí, ocupándose el primero de los datos aportados por la literatura y el segundo, de la tipografía.
Rosetta: *Max Herz Bey, Les Mosquées de Rosette (varios artículos en los Comptes Rendus del Comité de Conservation des Monuments Arabes).
San Menas: *C. M. Kaufmann, La découverte des sanctuaires de Ménas. Por el excavador.
Monasterios de Natrum: A. J. Butler, The Ancient Coptic Churches of Egypt.
De entre los numerosos amigos que me han ayudado, quisiera expresar mi agradecimiento especial a los siguientes: George Antonius por su ayuda con respecto a unos edificios interesantes pero poco conocidos: las mezquitas de Alejandría; M. S. Briggs por su ayuda en la sección dedicada a Rosetta; doctor A. J. Butler por permitirme reproducir dos planos de las iglesias de Natrum; C. P. Kavafis por permitirme publicar uno de sus poemas, y G. Valassopoulo por la traducción del mismo; el reverendo R. D. Downes por su ayuda en Abukir; R. A. Furness por la traducción de los versos de Calímaco y otros poetas griegos; G. Jondet, director de Puertos y Faros, por acompañarme a ver su fascinante descubrimiento, el puerto prehistórico, y por poner a mi disposición su incomparable colección de mapas y vistas, de los cuales he reproducido dos; y, sobre todo, G. H. Ludolf, a cuya sugerencia se debe el presente libro, que sin su ayuda nunca se habría completado. Jamás olvidaré la amabilidad de la que he sido objeto en Alejandría, y en modo alguno apruebo el juicio de mi predecesor, el poeta Gelal ed Din ben Mokram, que dijo la siguiente monstruosidad:
El visitante de Alejandría nada recibe a guisa de hospitalidad.
Excepto un poco de agua y una crónica de la Columna de Pompeyo.
Los que desean tratarle muy bien llegan al extremo de ofrecerle un poco de aire fresco
y de decirle dónde está el Faro.
También le instruyen acerca del mar y sus olas,
añadiendo una descripción de las grandes naves griegas.
No hace falta que el visitante aspire a recibir un poco de pan, pues a una solicitud de esta clase no hay respuesta alguna.
Circunstancias ajenas a mi voluntad han demorado la publicación del libro, pero, con la ayuda de varios amigos, he procurado actualizar la «Guía» en la medida de lo posible.
primera parte
Historia
Plano de Alejandría
Sección I
Periodo grecoegipcio
La tierra y las aguas
La situación de Alejandría es curiosísima. Para comprenderla debemos remontarnos a miles de años atrás. Hace siglos, antes de que hubiera civilización en Egipto, o de que se formara el delta del Nilo, todo el territorio situado al sur, hasta El Cairo, yacía bajo el mar. Las costas de este mar eran un desierto de piedra caliza. El litoral era generalmente uniforme, si bien en el ángulo noroeste sobresalía de la masa principal un promontorio extraordinario. Medía a lo sumo un kilómetro y medio de anchura, pero muchos de longitud. Su base no está lejos del moderno Bahig. Alejandría se alza en la mitad de dicho promontorio, cuyo extremo es el cabo de Abukir. A ambos lados había aguas profundas y saladas.
Transcurrieron los siglos y el Nilo, que brotaba de su grieta más arriba de El Cairo, siguió arrastrando consigo los lodos del Alto Egipto y depositándolos tan pronto como su corriente perdía fuerza. En el ángulo del noroeste, los lodos se encontraban con el obstáculo del citado promontorio y se acumulaban junto a él. Era un refugio, no sólo del mar exterior, sino también del viento predominante. Aparecieron tierras de aluvión; se formó el lago Mariut, inmenso y poco profundo; y la corriente del Nilo, incapaz de escapar a través de la barrera de piedra caliza, dio la vuelta al cabo de Abukir y penetró en el mar exterior a través de lo que en tiempos históricos se conocía como «boca canópica».
Esto viene a explicar una característica del paisaje alejandrino: la larga y estrecha cadena de cerros que por el norte linda con el mar y por el sur con un lago y campos llanos. Pero no explica por qué Alejandría tiene puerto.
Al norte del promontorio, y más o menos paralela a él, se extiende una segunda cordillera de piedra caliza. Es mucho más corta que el promontorio, así como mucho más baja, y con frecuencia se presenta en forma de arrecifes situados debajo de la superficie del mar. Diríase que carece de importancia. Pero sin ella no existiría puerto (y, por consiguiente, tampoco ciudad), ya que amortigua la fuerza de las olas. Empieza en Agame y continúa en forma de una serie de rocas que van de una parte a otra de la entrada del puerto moderno. Reaparece después para formar el promontorio de Ras-el-Tin, cuyo contorno recuerda la cabeza de un martillo, se transforma luego en una segunda serie de rocas que cierran la entrada del puerto oriental y hace su última aparición en el promontorio de Silsileh, tras lo cual se une al promontorio grande.
Éstos son los principales rasgos de su ubicación; una cadena de cerros de piedra caliza, con puertos a uno de sus lados, y terrenos de aluvión en el otro. Es un emplazamiento único en Egipto y los alejandrinos nunca han sido verdaderamente egipcios.
Faros, Rhakotis, Canope
¿Quién fue el primero en establecerse en esta singular extensión de costa? Al parecer, existieron tres centros primitivos.
i. Homero (Odisea, Canto IV) dice:
Una isla hay allí que rodean las olas sin cuento:
Faros lleva por nombre y está frente a Egipto, a distancia tal
que en una jornada salvara un bajel si por suerte
a soplarle de popa viniese la brisa silbante.1
1. Homero: Odisea. Traducción de José Manuel Pabón. Editorial Gredos, Madrid, 1982
La isla de Homero es ahora el promontorio de Ras-el-Tin; el lodo ha cegado el canal intermedio. No hay en su suelo rastros de ningún asentamiento primitivo, pero al norte y al oeste se ha encontrado en el mar la obra de albañilería de un puerto prehistórico. Homero nos cuenta seguidamente que Menelao se topó con una calma chicha en Faros al volver de Troya y que no pudo escapar hasta que hubo atrapado a Proteo, el rey divino de la isla, y exigido un viento favorable. Se ha hallado una leyenda parecida en un antiguo papiro egipcio. En ella al rey se le llama el «Prouti» o «Pharao». Probablemente, «Prouti» es el origen del «Proteo» de Homero y «Pharao» lo es de su «Faros». Es significativo que nosotros atisbemos por vez primera la costa a través de los ojos de un navegante griego.
ii. Pero nuestro estudio histórico debe empezar con Rhakotis. Era ésta una pequeña ciudad egipcia construida en la elevación donde ahora se encuentra la Columna de Pompeyo, y existía ya en el año 1300 a.C., pues se han hallado aquí estatuas de aquella época. Sus habitantes vigilaban la costa y pastoreaban cabras. Su dios principal era Osiris. Rhakotis jamás tuvo importancia intrínseca, pero es importante como elemento de la gran ciudad griega que se edificó a su alrededor. Era un pequeño pedazo de Egipto. Compárese con los poblados y barrios árabes que se encuentran hoy incrustados en la trama de la ciudad moderna, Mazarita o Kom-el-Dik. Rhakotis era como uno de ellos. Como es natural, el elemento nativo y conservador se aglutinó en ella, y la ciudad pasó a ser el escenario de la gran creación religiosa de Alejandría: el culto de Serapis.
iii. En el extremo de la cadena de cerros de piedra caliza, donde el Nilo penetraba antes en el mar, había otro asentamiento primitivo. También aparece en la leyenda griega. En tiempos históricos se lo conocía por Canope.
Alejandro Magno (331 a.C.)
Pocas ciudades han irrumpido en la historia de forma tan magnífica como Alejandría. Fue fundada por Alejandro Magno.
Al llegar aquí, Alejandro contaba solamente veinticinco años. Es preciso hacer un repaso de su vida. Era macedonio y había empezado destruyendo la civilización de las ciudades de la antigua Grecia. Sin embargo, no odiaba a los griegos; al contrario, los admiraba inmensamente, deseaba que le tratasen como si él lo fuera, y su siguiente hazaña fue dirigir una cruzada contra el enemigo tradicional de Grecia, Persia, y derrotarla en dos batallas tremendas: una en los Dardanelos y otra en Asia Menor. Después de conquistar Siria, Egipto cayó en sus manos, y cayó gustosamente, pues también Egipto odiaba a los persas. Alejandro se dirigió a Menfis (cerca de El Cairo moderno). Luego bajó por el Nilo hasta la costa y ordenó a su arquitecto Dinócrates que construyese una magnífica ciudad griega alrededor del núcleo de Rhakotis. No se trataba de un simple gesto de idealismo, sino que era más bien una feliz combinación de idealismo y espíritu práctico. Alejandro necesitaba una capital para su nuevo reino egipcio, y esa capital tenía que estar en la costa, porque de ese modo sería más fuerte su vinculación con Macedonia. Aquí estaba el lugar más idóneo: un puerto espléndido, un clima perfecto, agua dulce, canteras de piedra caliza y fácil acceso al Nilo. Aquí perpetuaría Alejandro lo mejor del helenismo y crearía una metrópoli para aquella Grecia más grande que no debía consistir en ciudades-estado, sino en reinos, e incluir la totalidad del mundo habitado.
Y fundó Alejandría.
Después de impartir sus órdenes, el joven Alejandro se apresuró a seguir su camino. No llegó a ver ni un solo edificio. Lo que hizo seguidamente fue visitar el templo de Amón en el oasis de Siwa, donde los sacerdotes le recibieron como a un dios, y en lo sucesivo mostró menos simpatías por los griegos. Se transformó en un personaje oriental, casi cosmopolita, y aunque volvió a combatir a Persia, lo hizo con otro espíritu. Ahora deseaba armonizar el mundo, no helenizarlo, y seguramente veía en Alejandría una creación de su inmadurez. Pero, después de todo, volvería a ella. Murió ocho años después, una vez conquistada Persia, y su cuerpo, tras diversas vicisitudes, fue llevado a Menfis para ser enterrado allí. El sumo sacerdote se negó a recibirlo. «¡No lo coloquéis aquí —exclamó—, sino en la ciudad que ha construido en Rhakotis, pues, dondequiera que yazca su cuerpo, la ciudad estará intranquila, turbada por guerras y batallas!» Así que volvió a bajar por el Nilo, envuelto en oro, dentro de un sarcófago de cristal, y fue enterrado en el centro de Alejandría, junto a su gran encrucijada, para que fuera héroe cívico y dios tutelar de la ciudad.
El proyecto de fundación
(Véase Mapa histórico de Alejandría)
Antes de proceder a la disección del proyecto de Alejandro, debemos tener presentes tres diferencias que se daban en la configuración del terreno en aquellos tiempos.
i. Como ya hemos señalado, Ras-el-Tin era a la sazón una isla. Alejandro pensaba construir en ella, pero descartó la idea porque el lugar era demasiado estrecho. Edificó un templo a su difunto amigo Hefestión y nada más.
ii. En aquel tiempo, el lago Mariut era mucho más profundo que ahora y comunicaba directamente con el Nilo. Por lo tanto, era una vía de navegación casi tan importante como el mar, y un puerto lacustre formaba parte del proyecto de Alejandro.
iii. Había entonces comunicación directa por mar o canales entre el Mediterráneo y el Mar Rojo. Los antiguos egipcios habían abierto un canal desde el Nilo, en Menfis, hasta los lagos de agua salada que empiezan junto a la moderna Ismailía. Así pues, Alejandría era lo que hoy en día es Puerto Saíd: puerta marítima de la India y del remoto Oriente.
La ciudad era rectangular y llenaba la franja que se extiende entre el lago y el mar; su trazado era rigurosamente rectilíneo. Parte de su calle principal (la Canópica) existe todavía bajo el nombre de Rue Rosette. Iba casi en línea recta de este a oeste, lo cual era una mala dirección porque quedaba aislada del fresco viento del norte, que es el verdadero dios tutelar de Alejandría, aunque, debido a su emplazamiento, no podía hacerse otra cosa. Por el oeste terminaba en el mar; por el este seguía hasta Canope (Abukir). Era la carretera natural a lo largo de la punta de piedra caliza, que sin duda existía desde mucho antes de la llegada de Alejandro.
Cruzando la calle Canópica, y siguiendo la línea de la actual Rue Nebi Daniel, se encontraba la segunda arteria principal, la calle del Soma. Empezaba en el puerto lacustre y subía hacia el norte en dirección al mar. En el cruce con la calle Canópica se alzaba el Soma o tumba de Alejandro, cerca de la actual mezquita. Había otras calles paralelas a estas dos, calles que dividían la ciudad en manzanas de edificios de una exactitud norteamericana. No debía de ser pintoresco, pero los griegos no deseaban pintoresquismo. Les gustaba trazar sus ciudades uniformemente —como acababan de hacer con Rodas y Halicarnaso—, y el único elemento natural que utilizaban era el mar. Las manzanas de edificios estaban rotuladas según las letras del alfabeto griego.
La zona situada frente al mar tendría un destino magnífico. Aquí citaremos sólo una característica: el dique Heptastadion (siete estadios de longitud), que se construyó para conectar la isla de Faros con el continente. Dos eran sus funciones: agrandaba la extensión de la ciudad y rompía la fuerza de las corrientes a la vez que creaba un puerto doble: el Gran Puerto al este y el Eunostos («Buen regreso») al oeste. En el periodo árabe, el Heptastadion quedó obstruido por los sedimentos y se convirtió en el istmo que lleva a Ras-el-Tin.
No se sabe con certeza qué dirección seguían las murallas. Quizá por el este iban desde el promontorio de Silsileh hasta el lago, mientras que por el oeste comprendían desde la moderna Gabbari hasta el lago. Acompañó a la construcción de sus cimientos uno de los habituales hechos prodigiosos. No había tiza suficiente para señalar el trazado, de modo que hubo que sustituirla por harina, que se comieron unos pájaros surgidos del lago. Los griegos interpretaron el prodigio como satisfactorio: es muy posible que para los egipcios simbolizara el advenimiento del extranjero hambriento. No se nos dice con qué se sustituyó la harina, pero de una manera u otra se construyeron las murallas, en las que había torres separadas unas de otras por poca distancia.
Los tres primeros Ptolomeos
(Véase Árbol genealógico)
Ptolomeo I, Sóter, años 323-285.
Ptolomeo II, Filadelfo, años 285-247.
Ptolomeo III, Evergetes, años 247-222.