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Alicia es una niña de nueve años en cuya vida destaca el interés y cariño por la naturaleza, en particular los gatos. A través de las siguientes páginas, la acompañaremos en sus divertidas aventuras y aprenderemos o recordaremos algunos de los milagros que a diario nos ofrece nuestra sorprendente naturaleza, todo en un marco real y al mismo tiempo empapado de magia. En esta ocasión, Alfredo Gaete Briseño nos ofrece una novela dirigida a niñas y niños, también a adultos que desean recordar pasajes de su infancia.
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Seitenzahl: 144
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Dedico esta historia a mis nieto y nietas,
en particular a Alicia, quien ha sido muy valiente
al prestar su nombre para bautizar a la protagonista.
Además, la influencia de ella y su hermana, cuando tenían esa edad, ha sido muy valiosa para dar un marco de credibilidad a esta historia de ficción.
CAPÍTULO I El cuento de la muñeca
CAPÍTULO II Año 2051: Una mirada desde aquí
CAPÍTULO III 2017: ¿Podrán hablar los animales?
CAPÍTULO IV Una comunicación incipiente
CAPÍTULO V La importancia de tener cola
CAPÍTULO VI Una pasada peligrosa por el bosque
CAPÍTULO VII Comunicándose
CAPÍTULO VIII Una conversación singular
CAPÍTULO IX Un baño gatuno
CAPÍTULO X ¿Por qué puedo conversar con Rayitas?
CAPÍTULO XI En el jardín con su hermana
CAPÍTULO XII ¿Por qué peleamos?
CAPÍTULO XIII La importancia de un buen libro
CAPÍTULO XIV Crecer atenta contra la creatividad
CAPÍTULO XV Un encuentro efímero
CAPÍTULO XVI Algo más sobre gatos
CAPÍTULO XVII Accidente involuntario
CAPÍTULO XVIII En el bosque con Rayitas
CAPÍTULO XIX También fui niña
CAPÍTULO XX Una aventura en balsa
CAPÍTULO XXI Un regreso conflictivo
CAPÍTULO XXII Una confesión provocadora
CAPÍTULO XXIII ¿Podrá hablar la Delfín?
CAPÍTULO XXIV ¿Realmente pueden hablar los gatos?
CAPÍTULO XXV Año 2051: Un último mensaje… por ahora.
Pasaba tardes completas viéndolos bajar desde las repisas adosadas a la pared: muñecas, soldados, un perro peluche, un conejo, un loro, una jirafa... y todos, en su imaginación, adquirían movimiento.
Eran muy lindos, porque como no los usaba, estaban limpios, ordenados y con todas sus partes ubicadas donde correspondía.
Una tarde, entrada la noche, descubrió entre ellos una muñeca chica y delgada, sucia, con su pelo muy desordenado; sin embargo, lo que más le impresionó fue que le faltaban los brazos. La miró con cariño y se acercó, mientras se preguntaba cómo habría llegado hasta allí y a ese lamentable estado. Sintió más que nunca no tener manos para tomarla y acariciarla. Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Más tarde, al acostarse, cuando su mamá la dejó sola y arropada, dirigió sus chispeantes ojos hacia la recién aparecida, pensando en su tristeza; nadie mejor que ella podía comprenderla. Sin embargo, notó una importante diferencia: contrario a ella, querida y mimada, aquel juguete parecía haber sido muy maltratado. Volvió a preguntarse cómo había llegado hasta ahí.
Entonces entró su hermano, apenas dos años mayor, preguntando por la muñeca. Sus ojos buscaron durante algunos segundos y se detuvieron en la repisa. ¡Ahí estaba! Luego de mirarla durante breves instantes, lo hizo con su hermana. Su algarabía se frenó como detenida por un rayo.
La niña lo observó desolada, él sintió mucha vergüenza.
—No es mía.
La pequeña no habló, sin sacarle los ojos de encima durante un rato; luego se miró, después a la muñeca, y otra vez a él.
Se acercó a ella, con la intención de componer la situación.
—Hermanita, la he rescatado de las manos de un ogro malo. —Estaba apenas convencido de lo que decía.
La niña le miraba sin modular palabra, lo que hacía que el ambiente estuviera muy tenso.
—La he traído para que la cuides. —Estaba dispuesto a perder el trofeo que había conseguido en uno de sus juegos con el vecino—. Tú serás la mamá y como ninguna tiene brazos... —Se le enrojecieron las mejillas, poniéndose peor que antes—. Bajó la cabeza y avergonzado salió del cuarto.
La niña volvió su mirada al nuevo juguete y le sonrió.
—No te preocupes, las personas como tú y yo somos especiales; hemos tenido la suerte de ser diferentes.
La muñeca levantó los párpados, que hasta entonces había mantenido cerrados, mostrando unos hermosos ojos azules.
—¡Son iguales a los míos! —Rio con ganas.
La muñeca sonrió, moviendo la cabeza como si tratara de acomodar su desordenado pelo.
La niña suspiró y con alguna dificultad se deslizó cama abajo. Se acercó a la repisa, mirándola de frente.
La muñeca arqueó aún más sus labios.
La niña volvió a reír.
—Se supone que no puedes hacer eso.
—Pero me has dicho que somos diferentes a los demás.
—Es cierto, ninguna de las dos tiene brazos, pero se supone que no puedes hacer movimientos por tu propia cuenta, menos hablar.
—¿Te parece…? Se elevó con lentitud un par de centímetros y avanzó hasta posarse sobre el hombro de la niña, invitándola a volver a la cama.
Con cierta dificultad, equilibrándola junto a su cuello, obedeció y luego de sentarse en el borde, levantó las piernas y se introdujo entre las sábanas.
La muñeca cayó tendida a su lado, de inmediato se paró, se acercó a su mejilla y le dio un beso.
—El amor y la fe, todo lo pueden; mañana, cuando abras los ojos, si lo deseas con todas tus fuerzas, podrás cogerme y acariciarme. No tengo brazos, pero sí puedo hacer una magia y dártelos a ti, para que me acaricies y me quieras mucho. Le dio otro beso y voló a la repisa en que antes estaba, donde se sentó a esperar.
La niña, cansada y emocionada, fue pronto vencida por el sueño.
Al día siguiente despertó asustada; se miró los brazos y las manos, y al comprobar que estaban en su lugar, se puso a llorar. De pronto se acordó de la muñeca. Miró hacia la repisa, pero no estaba; con mucha tristeza bajó la cabeza y sus ojos se clavaron en el suelo. Allí, tirada, descuartizada, había una muñeca que nunca había visto más que en su sueño. Saltó de la cama y corrió a recogerla.
—Te prometo que jamás te abandonaré, aunque para protegerte tenga que dar mis dos brazos.
Hoy tengo casi treinta y nueve años, entonces tenía apenas nueve. Mi abuelo cumplió hace medio año los cien; ¡uf!, ¡qué harto! Pero durante los últimos treinta y dos, la ciencia ha avanzado mucho y la gente puede vivir bastante más que antes y, sin duda, en mucho mejores condiciones.
Tenía una vida muy linda, mi papá y mi mamá eran académicos; bueno… lo siguen siendo. Mi hermana es bióloga y yo, además de académica, con un abuelo como el que tengo… ¡adivinen!
En aquella época soñaba con ser una youtuber y viajar por el mundo en busca de contenido audiovisual para mi propio canal dentro de la web de videos YouTube. Ja, ja, pero la vida me llevó por caminos bastante diferentes, aunque igual he podido viajar harto, y en mis tiempos libres —que no son muchos—, me distraigo con eso de buscar y mostrar contenido en diferentes canales a través de la universidad donde hago clases e investigación.
Ahora último, eso sí, he tenido más contacto con esta entretenida actividad, pues decidí contar un poco sobre lo que fue mi vida de niña… Pero mejor volvamos a esa vieja mañana en que luego de despertar leí un cuento de mi abuelo y después me quedé un rato en la cama reflexionando sobre la creatividad…
“Como importancia de tan noble regalo del cielo, pensemos en su relación con la naturaleza. Por ejemplo, imaginen el césped de un extenso jardín: ¿sabían que, para que tome un color verde intenso, necesita muchos microbios y gran cantidad de nitrógeno…? —Había paseado la mirada sobre su cabeza y las de sus compañeros, sonriendo al observar que lograba una atención total a sus palabras—. ¿Y qué más…? ¡Agua, por supuesto! Cuando entra en contacto con la tierra, los microbios de las raíces y compost natural desprenden nitrógeno que lo alimenta, poniéndolo más tupido y vibrante de lo habitual. Después, el sol permite que, como las plantas, inicie la fotosíntesis. Así, el proceso se completa y nos regala poder disfrutar de su hermosura en las tardes de verano…”.
Regresó al presente y se dio cuenta de que no era buena idea quedarse de pie ahí, pues estaba húmedo y tenía un poco de frío. Aunque entrada la primavera, el ambiente estaba fresco, pues en aquella época las horas de calor eran pocas. “¿Qué puedo hacer para entretenerme?”. Pensó en algunas posibilidades: averiguar dónde andaría su pequeño gato Rayitas, dar una vuelta en bicicleta, visitar a una de las amiguitas que vivían en el condominio… pero se decidió por otra, entusiasmada con la idea de dialogar con la naturaleza: buscaría conversación con algún habitante del jardín.
Luego de exhibir una amplia sonrisa, caminó hasta la enorme mata de hortensias, ubicada a un costado de la casa; era tan alta que la superaba casi dos veces en tamaño. Admiró sus grandes hojas verdes e inmensos botones que con generosidad iniciaban su período de floración. Algunos pétalos comenzaban a tomar un hermoso color rosa…
De pronto, sus ojos enfocaron un pequeño escarabajo que parecía descansar tomando un agradable baño de sol. Lo miró con curiosidad. De casi cinco milímetros de largo, su forma semiesférica era de un color rojo muy brillante con puntitos negros. Movía con nerviosismo las antenas, mientras sus cortas patas permanecían inmóviles.
Con sumo cuidado, para no asustarlo, estiró su dedo meñique hasta casi tocarlo; satisfecha, vio que no lo había espantado y, muy por el contrario, avanzaba y se encaramaba, continuando como si subiera por una rama. Lo dejó con cariño sobre la palma de su otra mano y fue a sentarse en una silla de la terraza. Con el codo apoyado en la cubierta de la mesa, fijó la mirada en su pequeño tesoro.
—Qué bella eres.
La chinita abrió sus alas y con un fuerte impulso voló a posarse en el mantel de fondo verde, estampado con coloridas flores, que la cubría.
—¡Crees que es parte del jardín, jajaja! ¡Qué distraída eres! Porque es un mantel, nomás, mi mamá lo deja puesto para que la mesa se vea más bonita… Ah, ojalá me pudieras entender… Pero yo hablo y hablo, y tú nada.
El insecto se mantuvo quieto durante algunos segundos, pero de repente desplegó las alas y no demoró en desaparecer de su vista.
Se puso de pie y regresó a la planta, a ver si encontraba otra igual, u otro insecto con quien conversar. Sus ojos, saltones, enfocaron una laboriosa abeja que apenas rozando los pétalos vibraba y parecía flotar en el aire. De inmediato su mente generó una idea: recordó a su hermana mayor, a quien había visto con su amiga que vivía en la casa vecina, cazar a varias que mantenían cautivas en una botella transparente de bebida. Su boca dibujó una nueva gran sonrisa, se giró y corrió al interior en busca de un envase.
No demoró en salir, botella en mano y la sonrisa aún más amplia, mostrando sus pequeños dientes blancos.
Al acercarse a las hortensias, con felicidad observó que la abeja no solo continuaba con su diligente actividad, sino que habían llegado varias más, al menos una docena. Sus cuerpos encendidos debido a la acción del sol zumbaban, y al igual que su compañera, se posaban apenas sobre las flores.
Se acercó lo más que pudo y llevó la boca de la botella hacia una que en ese momento trabajaba sobre una de las flores que hacía poco habían abierto, pero el insecto desvió con destreza unos centímetros su posición. En vista de aquel fracaso, repitió el intento y el resultado fue similar, esta vez se posó aleteando sobre otra flor, ubicada al lado de la anterior. Alicia miró la botella: continuaba vacía. Malhumorada, observó a las otras abejas, que habían aumentado en número, algunas muy cerca de la que intentaba atrapar. Las imaginó riendo de ella. Arrugó el ceño y, sin medir consecuencias, arremetió contra el insecto. Su vehemencia no solo impidió que diera con su objetivo, sino que la espantó, y no solo a esa, pues la botella agredió también a varias.
De pronto, tal como había visto en las tiras cómicas de la televisión, las obreras revolotearon, parecieron replegarse, y luego de unos segundos, se dirigieron hacia ella como un puñado de municiones.
No demoró en comprender que estaba en peligro, lanzó la botella a donde fuera que cayera y arrancó despavorida.
—¡Socorro! ¡Socorro! —Entró a la casa y con rapidez llegó a la escala que conducía a la segunda planta. Las abejas la habían alcanzado y las sentía sobre la cabeza, junto a la cara y enredadas en su pelo; le pareció que rugían—. ¡Socorro, socorro!
—¿Qué pasa? —Su mamá, asustada, bajaba rauda por la escala para saber por qué gritaba enloquecida—. ¡Pero qué es esto! ¡Qué hacen estos bichos adentro de la casa! —Aleteaba con los brazos, intentando espantar a las abejas, que se veían furiosas.
Alicia se escurrió entre ella y la pared, escalera arriba, y se encerró en el baño con la respiración agitada.
Su mamá, mientras tanto, gritaba con la misma fuerza que lo hiciera antes su pequeña hija, mientras los insectos voladores la atacaban, decididos a mantenerse en pie de guerra.
Al ver que no podría con estos, también arrancó al baño y con rapidez cerró la puerta. Su respiración no la dejaba inspirar el aire necesario para tranquilizarse, mucho menos hablar. Sus ojos amenazaban con escapar de las órbitas. Su hija no dejaba de mirarla, asustada y sorprendida.
La mamá, cuando logró calmarse, la quedó mirando con una divertida expresión que combinaba la gracia y la furia.
—¿Me puedes decir qué pasó allá abajo?
—Estaba tratando de cazar abejas.
—Así que cazadora, ¿ah?
—Sí, pero no pude cazar ninguna.
—No, claro, si me doy cuenta de eso… Y ahora, ¿qué haremos para salir de aquí? ¿Cómo podremos saber si se fueron?
—No lo sé, pero yo me quedaré aquí adentro hasta el día de mi muerte.
—Claro, además del susto que me diste con tus gritos y la persecución de las abejas, que por milagro no nos picaron, ahora tendré que salir a investigar.
—Sí, a ti te toca, porque tú eres grande… Además, eres mi mamá.
Desde las afueras del baño les llegó la voz del papá.
—¿Qué pasa que esta casa está repleta de abejas?
La palidez abandonó el rostro de Alicia y su expresión fue reemplazada por otra de felicidad.
—¡Qué bueno que llegaste! ¿Puedes sacar esos bichos feos? —La puerta cerrada atenuaba algo su chillona voz.
El papá corrió a abrir una ventana y con una toalla que encontró secando junto al tubo de la salamandra, logró conducirlas hasta que salió la última. Con rapidez cerró y fue hasta el baño, donde su mujer y su hija permanecían encerradas. Apenas abrió la puerta, sus ojos buscaron a Alicia.
—¡Pero ¿qué haces encerrada aquí, gritando a todo pulmón?!
La mamá, sin poder contenerse, se puso por delante.
—¡Yo también estoy aterrada!
—¡Y estas abejas, ¿son obra de ustedes?!
—Sí, de tu hija, que cree que está cazando elefantes en África.
Alicia lanzó una fuerte carcajada.
Su mamá volvió a fulminarla con la mirada, pero pronto su expresión cambió y también rio.
—¿Pudiste espantarlas?
—O sea, más que espantarlas tuve que tranquilizarlas, parecían invadidas por una corriente eléctrica…
—La verdad, no le encuentro la gracia.
—Aunque estaban furiosas, pude con ellas; aquí está el súper papá…
Alicia se escurrió por debajo del brazo de la mamá y quiso correr escala abajo.
—¡Señorita…!