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El verano ha regresado, y con él, Miguel, Horacio, Delia y Camila aguardan con ansias la llegada del circo y el reencuentro con las gemelas acróbatas. En esta ocasión, sin embargo, todo será diferente. Tras dos años de espera, mucho han cambiado sus intereses desde que se conocieran en El anillo mágico. Adentrándose en la adolescencia, las vacaciones de los amigos no transcurren en escapadas de casa para hacer travesuras, sino entre fiestas, viajes a la playa y fogatas nocturnas, durante las cuales tendrán sus primeros escarceos con el amor, los celos y las relaciones de pareja, un paso necesario para iniciar su camino hacia la madurez.
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quienes me han motivado
para escribir El anillo mágico,
El regreso del circo, y continuar en la divertida senda de la literatura infantil.
A las cinco y treinta llegó con su amigo íntimo, Horacio, a la entrada de la explanada donde había funcionado el circo por algo más de tres meses. Vieron que todos sus elementos habían sido recogidos y los motores rugían, mientras los vehículos se ubicaban en una columna que avanzaba con lentitud hacia la salida. Corrieron y se plantaron ante la camioneta de Gonzalo, el papá de las gemelas, que, arrastrando uno de los carros, lideraba la caravana, la cual, aunque colorida, estaba bastante venida a menos.
Lo vieron bajar y dirigirse con rápidos pasos hacia ellos.
Aunque no era temprano, Miguel observaba el exterior, aún vestido con su pijama de pantalón corto a rayas grises y azules; con el pelo ensortijado y los ojos lagañosos, le parecía percibir aquel pedazo de pasado casi en vivo.
En las imágenes que corrían por su mente como una película a todo color, ahora, a la distancia, no lo encontraba tosco ni intimidante. Aquel hombre alto, grueso, con su pelo oscuro desordenado, mostraba en su ancha cara una cálida expresión liderada por una graciosa sonrisa. Evocó su voz grave y cantarina que, sin duda, jugaba a su favor a la hora de explayarse en algún tema; la había conocido advirtiendo, aunque nunca con enojo; preocupada, pero reservada a la vez; acogedora, sobre todo durante los últimos días antes de partir… Esta última forma fue la que llegó desde aquel pasado a los oídos de su mente: “Queridos muchachos, qué alegría verlos por aquí, sois increíbles, continuáis sorprendiéndome…”. Lo recordó moviendo con fluidez sus enormes y gruesas manos. Agregó que esperaba volver a verlos pronto y que, si les tocaba encontrar la carpa instalada por ahí, no dudaran en acercarse a saludar y ojalá a presenciar la función que estuvieran ofreciendo, porque siempre habría para ellos un rincón en su corazón, el de sus hijas y, por supuesto, el de todos quienes componían el circo.
Los pensamientos de Miguel reprodujeron a las gemelas bajando de la camioneta para correr hacia ellos con los brazos extendidos y estrecharlos con efusividad. Una reacción de aprecio que quedó grabada en su memoria, convencido de que sería para siempre.
En los ojos de Sofía, cuyo brillo resaltaba su intenso color azul, aparecieron algunas lágrimas. La enfocó con detención. Su hermosura y aquella notable expresión de cariño continuaban conmoviéndolo. Limpió su rostro con el dorso de la mano, mientras les pedían que las despidieran de Camila y Delia.
También recordó que Horacio había tomado la mano de Alicia. Imaginó que él agradecía que las dos niñas no hubieran ido a despedirse.
Luego de subir al vehículo y cerrar la puerta, bajaron el vidrio. La caravana se puso en marcha otra vez y ellas movían sus manos en señal de despedida; desde el interior surgieron promesas de volver a verlos pronto.
La caravana salió del recinto y avanzó por la calle hasta doblar en la esquina, y se fue perdiendo hasta desaparecer por completo.
“Hace casi dos años”. Le parecía increíble cómo había corrido el tiempo. Nunca supieron por qué en la temporada siguiente el circo no apareció y comentaban que al pasar por el lugar donde se instalaba, la explanada les parecía extremadamente desierta.
Pero a fines de 1964, aparecieron volantes pegados en los postes y algunos muros. Mostraban una imagen de las gemelas montadas en sus trapecios como número principal, y bajo esta, con grandes letras rojas, una leyenda prometiendo que el circo pronto llegaría.
Sus ojos se pusieron vidriosos y sintió un agua gruesa acumularse en la nariz. Debió ir al baño por papel higiénico para sonarse. Después, regresó ante la ventana y esperó. Según la información que había corrido de boca en boca, suponía que, en cualquier momento, la caravana cruzaría frente a sus ojos. Y así fue. Escuchó el barullo que se acercaba y pronto apareció una camioneta verde, su pick-up cerrado con un sportwagon decorado con figuras de diversos colores, guiando la larga columna de vehículos. El corazón de Miguel comenzó a latir a toda velocidad. El convoy, haciendo mucho ruido con música estridente y sonoros platillos, pasó frente a la ventana con lentitud y pronto desapareció de su vista. De inmediato corrió al baño, esta vez para vestirse e ir a la casa de Horacio, quien vivía a una distancia de dos calles que subían por el cerro.
Apenas llegó, se colgó del timbre.
Pronto, la puerta se abrió con violencia.
―¿Qué pasa que tocas de esa manera? Menos mal que mi vieja no está.
Se veían muy diferentes a esos niños que casi dos años antes se sorprendían con la hermosura de las gemelas, su atractiva actividad y la aparición de aquel mágico anillo que les parecía indescifrable. Aparte de crecer en estatura, sus rasgos estaban cambiados: las mandíbulas se habían quebrado dándoles un aspecto más varonil y un vello oscuro dibujado sobre los labios prometía convertirse en bigote.
Miguel zamarreó la cabeza mientras hablaba, el encrespado pelo se agitaba llevando el compás bajo el potente sol de inicios del verano; sus brillantes ojos cafés habían tomado un color pardo casi verde.
―¡Llegaron, ya llegaron!
―Ya, está bien, pero cálmate. ¿Los viste?
―Sí, los vi pasar, justo frente a mi casa, estaba en la ventana de mi dormitorio mirando hacia afuera y de repente aparecieron.
―Y a ellas, ¿las viste?
―¡No, cómo las iba a ver! Supongo que habrán ido con su papá en la cabina de la camioneta… Fue impresionante, todo se veía como nuevo, relucía. Era un circo completamente renovado: elegante, lleno de colorido… En el costado del carro que arrastraba, estaban pintadas ellas sobre sus columpios… Iban sosteniendo entre las dos, adivina qué.
―Supongo que el anillo, igual que en los afiches.
―¡Sí, exacto, el anillo!
―Migue, ¿crees que se acuerden de nosotros?
―¡Pero por supuesto!, cómo no se van a acordar.
―Ha pasado mucho tiempo.
―No importa, te apuesto a que se acuerdan. ¿Acaso tú las olvidaste?
―No podría…
―¿Ves?
―De acuerdo, tienes razón, tenemos que ir a verlas.
―Y avisarles a las chiquillas.
―¿Tú crees? ¿Cómo lo va a tomar la Cami?
―¿Y qué si le importa? ―Miguel se largó a reír―. Claro que le va a importar, y le hará bien, capaz que deje de hacerse la interesante, especialmente contigo.
―No se trata de eso…
―¿Para qué la defiendes? Claro, porque los dos siguen comportándose como cabros chicos. Han pasado casi dos años y todavía ninguno reconoce lo que siente por el otro, y eso que ya tienen catorce… No te voy a decir lo que parecen. Está bueno que de una vez por todas le digas que te gusta, pero claro, como no te atreves… Estoy seguro de que anda detrás de ti… porque es así desde siempre. Parece que todos nos damos cuenta, menos ustedes dos.
―No lo sé, a veces se hace tan la interesante.
―Porque es mujer, así son todas. Así que digámosles que nos acompañen. De seguro dirán al tiro que sí.
―Mira, Cami, todo está nuevito, no cabe duda de que les ha ido bien.
―Sí, Delia, yo digo lo mismo. Y muy bien.
Miguel y Horacio se giraron a mirarlas. A Camila su pelo negro le había crecido y lo mantenía sobre los hombros, con una chasquilla que le daba un toque de coquetería.
Delia, en cambio, continuaba usándolo más largo, destacando su gran cantidad de rizos. Aunque era castaño, bajo el sol tomaba una apariencia algo rubia. Los ojos pardos también respondían a la acción del sol, tomando una tonalidad amarillenta.
La carpa que comenzaban a alzar, a diferencia de la principal, listada rojo con blanco, recostada en su sitio esperando a ser levantada, era color beige y se veía impecable.
―Nada que ver con la del comedor de antes. Esta es mucho más elegante. Y la carpa principal también es igual de nueva, y se ve muy linda.
―Sí, las dos están preciosas, se nota que son nuevas.
―Y miren el colorido de los carros, los camiones y las camionetas, parecen recién pintados.
―Sí, y son últimos modelos.
―Qué buena.
―¡Vamos! ―Horacio echó a caminar.
Camila lo siguió y se puso a su lado.
―Te ves muy interesado en entrar pronto.
No respondió, se limitó a esbozar una sonrisa impregnada de socarronería.
Miguel y Delia los vieron adelantarse.
―Quién diría que este con el tiempo se pondría tan patudo.
―Sí, es bien lanzado, pero me gusta que sea así.
De pronto ella apuntó con su dedo índice.
―¡Mira allá! Esas niñas son iguales…
Miguel se detuvo.
―¡Sí, por supuesto, son ellas!
Cambiaron de rumbo y avanzaron en diagonal, alejándose de Horacio y Camila, que ignorantes de su descubrimiento, continuaron en busca del carro de las gemelas.
―¿Serán ellas? Son altas y tienen el pelo muy corto.
―Sí, serán altas y con el pelo corto, pero son ellas. En realidad, están bien altas. ¡Apúrate, Delia! Todavía no nos han visto.
A medida que se acercaban, Miguel notó que estaban muy diferentes. Lucían unos bluyines iguales, muy ajustados, y unas coloridas blusas con blanco, azul y amarillo, que haciendo juego con los ojos, se ajustaban al cuerpo, permitiendo que exhibieran los contornos de su paso púber hacia la edad adulta. Quiso comentar que se veían muy lindas, pero alcanzó a darse cuenta de que iba con Delia, no con Horacio. Por ello mantuvo la boca cerrada y se puso rojo.
Cuando llegaron hasta donde estaban, se habían agachado y tiraban de una cuerda, mientras un joven martillaba sobre una gruesa estaca para tensar el viento de la carpa.
―Hola.
Giraron sus cabezas y los ojos enfocaron a la pareja que las observaba. Con un atlético movimiento se enderezaron y quedaron frente a ellos.
―¡No lo puedo creer! ¡Miguel…! ―Sofía se lanzó hacia él, abrazándolo.
―Ya, hermana, deja que también lo salude.
―Está bien. ―Separándose, se acercó a Delia. Se abrazaron con afecto, aunque no tanto como lo hicieran con Miguel.
Alicia imitó a la otra gemela, luego también saludó a Delia.
Sofía aprovechó para acercarse de nuevo a Miguel.
―Qué bueno que estén acá… Mira, déjame presentarte a… ―Giró la cara hacia el muchacho que martillaba una segunda estaca―. ¡Juan!
Él llevó la mirada hacia ella.
―¡Ven, párate!
Se puso de pie con un salto que acusó su gran elasticidad.
Delia notó de inmediato su excelente estado físico. Le pareció obvio que trabajaría en el circo.
―Ven, Juan, déjame presentarte a mis amigos.
Alicia se acercó de nuevo a Miguel.
―¿Y Horacio…? ¿Y Camila?
Miguel soltó una carcajada.
―Horacio y la Cami, ya vendrán, los muy pavos andan por allá buscándolas, creen que están en su carro.
―No, imposible, con todo el quehacer que hay por aquí… Ven, Juan, acércate más, si no comen, déjame presentarte a mis amigos: él es Miguel y ella Delia.
―Hola.
Era un muchacho algo mayor que ellos, Delia calculó que tendría quince años, tal vez dieciséis; así y todo, a primera vista parecía tímido.
Para Miguel no pasó desapercibido que Sofía, al acercarlo a ellos, le había tomado la mano y demorado un buen rato en soltarla, lo que le pareció innecesario. Notó una molestia desconocida en su estómago.
Aparecieron Camila y Horacio. Él de inmediato se acercó a Alicia, lo que a Camila no le hizo gracia. Desde una distancia pequeña, pero que a ella le parecía enorme, apreció la efusividad con que se saludaron.
Al separarse, Horacio dirigió la mirada hacia Sofía.
―¡Hola! ―Se acercó y la abrazó con afabilidad.
Camila notó la diferencia entre aquel saludo y el anterior; molesta, se aproximó para saludar a Alicia y se dieron un rápido beso en la mejilla.
―Hola.
―Hola.
Durante un rato, todos quedaron en silencio. Sofía lo interrumpió.
―Creo que en la tarde tendremos un tiempo libre. Entonces podrían venir y salimos a dar una vuelta, ¿les parece? Así podremos conversar y contarnos qué ha sido de cada uno de nosotros.
Miguel realizó un contundente movimiento afirmativo con la cabeza. Horacio lo imitó.
―Excelente idea.
―Y ustedes, ¿pueden también?
Delia echó una rápida mirada hacia donde estaba Juan y la devolvió a Sofía.
―Por mi parte, está bien. ¿Ya, Cami?
―Sí, de acuerdo… ¿A qué hora?
Miguel sonrió.
―Por supuesto que aquí estaremos… ¿Les parece a las tres?
Alicia le devolvió la sonrisa.
―Sí, es una buena hora. Los estaremos esperando.
Horacio también sonreía y el semblante de Delia se veía despejado; Camila, en cambio, permaneció seria.
Sofía mantenía su expresión.
―Nosotras ahora tenemos que terminar de ayudar en esto. ―Se agachó, dándoles la espalda. Su hermana y Juan la imitaron.
Miguel echó a andar seguido de muy cerca por Delia. Poco más atrás avanzaban Camila y Horacio.
―¿Tenemos que venir? ―La voz de Camila sonaba como si le costara dejarla salir.
―¡Por supuesto! ¿Por qué dijiste que sí, si no querías?
―No, si yo digo, nomás, porque como habíamos quedado de salir en bici. El día está buenísimo para ir a dar una vuelta a la playa.
―Pero podemos venir en bici.
―¿Crees que ellas tengan?
―No sé, tal vez, tendríamos que haberles preguntado.
Delia, por su parte, tuvo deseos de girarse para mirar hacia atrás, pero temió que fuera una conducta demasiado evidente y no se atrevió. Reflexionó en cómo había cambiado su vida de un momento a otro, de manera tan inesperada. Siempre le había gustado un poco Miguel, pero no tanto como para hacérselo saber ni demostrar demasiado interés; no obstante, en el lugar que menos había esperado, apareció Juan, cuyo físico llamó de inmediato su atención, al igual que su timidez, lo que, junto a verse mayor, le gustó; de seguro tendría una manera de pensar que lo haría interesante. Por otra parte, venía a romper la monotonía de estar viendo siempre a las mismas personas.
Horacio también permanecía en silencio. Tenía presente el rostro de Alicia con su pelo oscuro tan corto que lo había sorprendido, el cual contrastaba con el potente azul de sus ojos, que se veían enormes. No podía negar que era aún más linda de lo que recordaba, y su atracción aumentaba al percibir que se había convertido en lo que solo supo definir como “toda una mujer”. Miró de reojo a Camila, quien continuaba caminando a su derecha. También le gustaba mucho, como siempre, pero nunca se había animado a decírselo y ahora, que había pensado en hacerlo, se encontraba frente a una difícil disyuntiva. Se preguntaba si realmente era posible que pudieran gustarle dos niñas a la vez o decididamente debía optar por una, lo que no quería hacer. Se sentía atrapado por las circunstancias y lamentó que ambas fueran parte del mismo grupo de amigos; eso, claro, dificultaba las cosas. Solo resultaba posible estar con ambas si estaba dispuesto a callar ante las dos sus intenciones amatorias.
Camila lo observaba por el rabillo del ojo, tratando de que no se diera cuenta. Le molestaba la sonrisa socarrona que llevaba, quizás qué estaría tramando en su mente. Debió reconocer que sentía una mezcla de irritación y pérdida de seguridad en sí misma que la desequilibraba. Sus celos eran mucho más furiosos de lo que hubiera podido imaginar y sintió miedo de que la traicionaran; tenía unas ganas locas de darle un beso, pero debía controlarse para no actuar de manera desenfrenada. Al mismo tiempo quería pegarle un buen par de patadas en las canillas, lo que pensó le ayudaba a contenerse para no hacer algo de lo cual después pudiera arrepentirse.
Pasaron por el lugar donde antes estaba el matorral que durante tanto tiempo había sido su punto de encuentro.
Camila miró la casa que había sido de la vieja Ester cuando se aprovechaban de su ancianidad y, sin saber, del principio de alzhéimer que la aquejaba. Desde hacía un par de meses estaba vacía. La habían recogido en una ambulancia y después no supieron más de ella. Decían que había muerto y un día el lugar apareció con un letrero “Se vende” en una de las ventanas. El alto pasto del antejardín, con su tonalidad amarillenta, tenía aspecto de maleza. Desde hacía cerca de un mes, había escuchado decir varias veces que estaba vendida, pero aún nadie la ocupaba.
En casi dos años, todo había cambiado mucho. Ellos eran bastante mayores y, salvo que hicieran algún desarreglo o flojearan en sus estudios, sus padres los dejaban juntarse en sus casas. En la suya, sobre el techo del garaje que estaba adosado a uno de los muros laterales, debajo de unas parras que habían crecido en forma salvaje con gruesos brazos de los que nacía un centenar de ramas que en la época daba unos racimos de pequeñas uvas negras que nadie comía, salvo ellos cuando comenzaban a convertirse en pasas, se juntaban a conversar y aprovechaban de fumar a escondidas.
Horacio se detuvo.
―¿Vamos a tu casa?
―Sí, podría ser… Todavía es temprano como para ir a almorzar.
―¡Sí, vamos al club!
Camila y Delia permanecían calladas. Ellos las miraron preguntándoles con la expresión de sus ojos.
A Delia no le atraía la idea. Lamentó que Juan no estuviera presente.
―Prefiero irme a mi casa, así tendré más facilidades para que me dejen ir a juntarme con ustedes después de almuerzo y otra vez en la noche.
Camila hubiera querido ir para pasar más tiempo con Horacio, pero no lo haría sola.
―Yo haré lo mismo que la Delia. Mejor juntémonos más rato.