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Once años después del regreso del circo, Sara y su amiga Camila viven emocionantes aventuras al ingresar a un mundo ideal desbordante de magia, donde pueden volar, atravesar puertas encantadas y descubrir la procedencia del fantástico anillo mágico de las gemelas trapecistas, que conocimos junto a Miguel y sus amigos. Esta novela completa la maravillosa trilogía iniciada con El anillo mágico y su continuación, El regreso del circo. Tres historias con unidad argumental, pero que pueden ser leídas en forma independiente. Aunque escrita para niños y adolescentes, Alfredo Gaete Briseño logra encantar también a los lectores adultos, sorprendiéndolos con situaciones y emociones que han olvidado en el ir y venir de sus vidas.
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Al recordar, no dejaba de golpear su mente la idea de que, junto a sus amigos, jamás habían logrado resolver el secreto del anillo mágico.
Nunca hubiera imaginado que aquella incógnita se develaría a través de su pequeña hermana. Tampoco, que las aventuras experimentadas por ella superarían con creces las propias.
Sara cumplió, precisamente ese año, los once, en circunstancias de que Miguel ya con veinticinco se encontraba estudiando en la capital el tercer año de un magister.
Aunque desde los dieciocho había vivido en la ciudad, para seguir la carrera de arquitectura, pasaba todas las vacaciones en casa de sus padres, donde aprovechaba de jugar con la pequeña y contarle entretenidas historias relacionadas con la época en que su edad era similar a la de ella.
La niña lo escuchaba extasiada, mientras en su cabeza se formaba el deseo de alguna vez tener la suerte de hacer travesuras similares y vivir las aventuras que él con tantas ganas le narraba.
Por supuesto, Miguel le contó sobre el circo, las gemelas y el anillo, lo que producía en Sara una gran curiosidad. Con frecuencia lo molestaba diciéndole que era el colmo no haber intentado saber más, ignorante de lo que a ella le deparaba el devenir.
En aquellas extensas caminatas, lo que más llamaba su atención era el paso por la feria de los sábados, y en medio del trajín de mucha gente desconocida, la enorme cantidad de niños y niñas que parecían olvidados por sus padres, pues debían salir a trabajar y mendigar. Unos tiraban de un carretón con cosas que a ella le parecían desperdicios; otros, acarreaban sacos, cajas y bolsas para ganar algunas propinas; había también quienes pedían limosna con una de sus manos abierta dirigida hacia los diversos transeúntes, de los cuales la mayoría apenas los cotizaba… Al regresar a su casa, le costaba dejar atrás aquellos recuerdos que le dejaban una pena que no lograba dimensionar. Aun así, no perdía la alegría, pues tenía motivos de sobra para ser feliz.
Un sábado, sintió la necesidad de conocer más sobre ellos, y como su papá ese día debía trabajar, decidió escabullirse para ir sola a la feria. A solo una cuadra de su casa, en una angosta calle flanqueada por pequeños locales comerciales, las aceras estaban llenas de puestos ofreciendo frutas, vegetales, huevos, pescados y todo lo que se nos ocurra que se pueda comer. Sabía que no se perdería, pues además de estar muy cerca de su casa, había recorrido tantas veces esas calles con su papá, que las conocía de memoria. Solo pensaba en aquellos niños, ignorante de que una inesperada sorpresa la esperaba un poco más allá…
Cuando llegó a la feria, de inmediato dirigió sus grandes ojos negros hacia los niños y niñas que mal arropados circulaban alrededor. Se detuvo ante el primer local. Advirtió que en esa parte la vereda, a diferencia del resto, se veía limpia de cáscaras, como si recién alguien hubiera pasado una escoba. Hacia el interior, ocurría lo mismo. Además, la mercadería lucía como si la hubieran limpiado una por una: las zanahorias parecían recién cosechadas, las manzanas eran muy grandes y rojas, la variedad de lechugas pintadas de intensos colores verdes… Tras la llamativa exhibición, una viejecita sentada sobre un cajón de madera observaba con fruición a la gente. De pronto, se dio cuenta de que había puesto su mirada en ella. Ante la insistencia, no pudo evitar que sus pupilas se clavaran en los ojos vidriosos de la anciana y luego en el movimiento estereotipado de su mano derecha. Sobresaltada, cayó en la cuenta de que parecía indicarle que se acercara. Luego de dudar unos segundos, decidió hacerlo. Caminó con lentitud, hasta llegar a su lado. La mujer sonreía. Se puso de pie. Algo encorvada, era apenas más alta que Sara. Sin pronunciar una sola palabra, sus calmados pies la llevaron hacia el interior. La curiosidad de Sara, la obligó a seguirla, aumentada porque el lugar era mucho más espacioso que lo sugerido desde afuera. Al fondo había una puerta abierta. La anciana desapareció por ahí. Sara, sin medir consecuencias, continuó tras ella. Ante la realidad en que se encontró, sus ojos se abrieron en forma desmedida. Si se hubiera podido mirar en un espejo, habría notado que parecían a punto de saltar de sus cuencas. El sorprendente entorno estaba conformado por un enorme parque de diversiones. Pasados algunos segundos recordó haber atravesado aquel umbral y asustada se giró en su busca. Nuevamente quedó anonadada: había desaparecido. En su lugar, los multicolores corceles de un tiovivo subían y bajaban mientras giraban alrededor de un centro que parecía faro. Regresó a la posición anterior y sus ojos enfrentaron a la anciana. Su asombro aumentó al ver que vestía coloridas ropas. Llevó sus manos a la cara en señal de sorpresa y, al hacerlo, no pasó desapercibido un cambio en las mangas de su blusa. Se miró el resto del cuerpo y, más impresionada aún, comprobó que también habían adquirido encendidos tonos. Bajó las manos y acarició la falda. Su tela era muy suave, a diferencia de la azul de jeans que poco antes llevaba.
La viejita permanecía al frente, pero en ella se había producido un cambio inaudito: la piel de su rostro se había estirado, igual que la de sus manos.
―Ven, sígueme. ―La voz de la anciana… más bien de la joven mujer que ahora tenía por compañera, sonaba tan tranquila como la de la viejita en la feria, aunque en vez de gastada, agradable, incluso melodiosa.
―¿Qué ocurrió con nuestras ropas… y con toda nuestra apariencia?
La mujer… muchacha, ahora, porque continuaba rejuveneciendo, continuó su caminata como si no hubiera escuchado.
Sara la alcanzó, pero no insistió pues la distrajo el comportamiento de quienes iban y venían cerca de ellas. Se detenían, hacían una graciosa venia que parecía muy natural, y continuaban su camino.
Al cabo de una cuadra, la adelantó y se detuvo ante ella.
―¿Por qué nos saludan con tanta amabilidad?
―Tu nombre es Sara. ―La esquivó sin detenerse.
La niña la alcanzó de nuevo.
―Y eso, ¿qué tiene que ver?
―Donde estamos es un nombre sagrado.
―¿Mi nombre, sagrado?
―Indirectamente, sí.
Ahora la ex anciana caminaba rápido, con largos pasos y ella casi corría a su lado.
―¿A qué te refieres?
―Tu nombre proviene del hebreo y significa princesa.
―¿Princesa…? ―Sara reflexionó sobre aquello durante unos segundos, nunca se le había ocurrido pensar en qué significaba―. Y eso, ¿qué tiene que ver?
―Las princesas son veneradas, casi como diosas.
―¿Y cómo saben mi nombre?
―Imagino que desde que cruzamos el portal, te habrás dado cuenta de que estamos en un lugar especial… mágico.
―¿Portal? ¿Te refieres a la puerta al fondo del local…? ¿Mágico? Sí, claro que todo ha sido muy extraño, pero ¿mágico?
La muchacha no respondió. Sus pasos habían aumentado de longitud, a Sara le costaba cada vez más seguirla. De pronto, se cercioró de que sus pies se habían separado unos centímetros del suelo; sin embargo, no crecía más que ella. Bajó la mirada hacia los suyos y se dio cuenta de que también se habían elevado y continuaban haciéndolo.
―¿A dónde me llevas?
―¿Yo? ¿A ti? A ninguna parte. ―Aunque apenas separadas, no la tocaba―. Eres tú la que ha decidido seguirme. Y ya que es así, aprovechemos el momento para apreciar las maravillas que nos ofrece nuestra magnífica realidad… ―La pausa fue breve―. ¿Te das cuenta de que avanzas con rapidez, como si corrieras, y no te cansas?
―¡Parece mentira, estamos volando! ¡Como Mary Poppins!
―Exacto, es maravilloso poder volar de pie, ¿no te parece?
―¿A dónde vamos?
―Yo, a mi casa… ¿y tú?
De nuevo Sara se desconcertó. Ignorante respecto a lo que debía responder, le costó sacar algunas palabras.
―¿A… tu casa? ―Observó que reía.
―Sí, eso dije, a mi casa, y mira, hemos llegado. Puedes entrar si quieres. ―Aumentó su velocidad.
―Pero no veo… no veo nada que se parezca a una ca… ―Cerró la boca de sopetón. Apenas pudo creer lo que sus atónitos ojos observaban: la muchacha disminuía de tamaño ante el grueso tronco de un árbol y, sin aminorar la velocidad, ingresó por un agujero que había en la corteza.
Sara tomó consciencia de que, aunque fuera algo rezagada, su velocidad tampoco disminuía, y ante el inminente choque de su cuerpo contra el tronco, cerró con fuerza los ojos.
Algo más compuesta, percibió en su estómago que descendía con extrema suavidad. Apenas creyendo lo que ocurría, percibió que la nube se disipaba para dar paso a una claridad que en segundos se hizo absoluta. Incapaz de precisar dónde estaba, los acontecimientos recientes le indicaban, aunque le parecía imposible, que había ingresado al árbol, a su tronco que estaba hueco, y a diferencia del aspecto exterior, era enorme. Mientras su sentido común también se negaba a aceptar la realidad que enfrentaba, sintió que sus pies se posaban con delicadeza sobre terreno firme. Con los ojos muy abiertos recorrió su alrededor, aún más desconcertada por esa amplitud que estaba curiosamente vacía. Se detuvo al enfocar, en un rincón, a una niña que parecía de su misma edad. Se preguntó dónde estaría la muchacha ex vieja.
―Lo que ves no tiene nada de particular. En este mundo, las dimensiones varían según las necesidades.
Sara se mantuvo en silencio, aunque no porque quisiera, sino por la impresión que la embargaba.
―Ven, acércate. Imagino que te caerá bien algo de beber. Ven, siéntate.
―¿Esta mesa estaba aquí? Porque no la había visto.
Aquello hizo mucha gracia a la niña que venía conociendo y le sonreía con simpatía.
―¡Por supuesto que no! Acá todo sucede según las necesidades. ¿Para qué querríamos una mesa cuando no la fuéramos a ocupar?
―Bueno, por eso muchas las hacen plegables…
―¡Qué pérdida de tiempo! Si no la vas a ocupar, mejor que no exista, ¿no te parece?
―Y eso, ¿es posible?
―Lo has visto con tus propios ojos, y por si no les crees, pronto lo verás de nuevo. Por ahora, siéntate.
―Esas dos sillas tampoco estaban.
―Porque nadie las necesitaba, y ya que eres tan observadora… ―El gesto que apareció en su rostro, esta vez tenía una evidente expresión de ironía―. Ya que eres tan observadora, digo, podrás tomar una rica taza repleta del mejor té que, por supuesto, tampoco estaba. ―Hizo otra pausa para entretenerse con la expresión que mostraba el rostro de Sara. ―También sería absurdo tener enormes muebles para guardar cosas que solo se utilizan a ratos.
El colorido contenido de la taza humeaba, sin duda estaba caliente. Las preguntas se arremolinaban en la cabeza de Sara: ¿Dónde está el hervidor?, ¿en qué momento sirvió el té…?
―No te rompas la cabeza buscando lo que no existe.
―¿Lees el pensamiento?
―Tal vez, pero ¿qué importa?
―No me gustaría que alguien leyera mis pensamientos.
―¿Por qué? ¿Tienes algo importante que ocultar?
―No, en realidad no, menos en estos momentos en que no sé ni qué pensar.
―Ven, siéntate de una vez y prueba qué exquisito es este té que te espera.
Aunque no estaba entre sus costumbres y jamás la había entusiasmado su sabor, obedeció. Con cautela tomó la taza por su oreja. La sintió muy liviana, como si estuviera vacía, aunque el aroma que provenía del líquido en su interior era exquisito. La tentó para acercar los labios e ingerir un corto trago.
―Mmm, en realidad está delicioso. ¿Estás segura de que es té?
―Te lo dije, es el mejor té que podrías probar.
Bebió otro trago, y uno más. De pronto, se le hizo consciente la idea de que conversaba con una desconocida.
―Y tú, ¿quién eres?
La niña se largó a reír otra vez.
―Soy yo.
―Sí, ya sé que eres tú, pero ¿quién eres? ―Vio que sonreía con picardía, y era muy parecida a la muchacha ex vieja. Tal vez fuera su hija, aunque se veía bastante joven como para ser mamá de alguien de alrededor de once años. Su curiosidad la venció.
―¿Eres hija de…? ―Cayó en la cuenta de que nunca le había dicho su nombre. Sus ojos buscaron desorbitados alrededor―. ¿Dónde está ella? No me dijo que tuviera una hija ni que tuviera mi edad―. Su cerebro se negaba a aceptar lo que sus ojos le venían diciendo desde hacía rato.
―Soy yo, Sara. Entre todo lo que pensaste quisiste que yo fuera un poco más como tú. Me estabas sintiendo tu amiga y en tu mundo se piensa que los amigos deben tener edades similares; ¿qué haría allá una señorita mayor, como me veías, siendo amiga de una niñita como tú? Se supondría que yo debiera cuidar de ti y, por ejemplo, llevarte lo más pronto posible donde tu mamá.