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Amante rebelde Cuando Constantine Karantinos se enteró de que tenía un heredero, hizo todo lo que estaba en sus manos para reclamarlo. Apenas recordaba haberse acostado con Laura, al fin y al cabo no era más que una insignificante camarera…Quizá volver a acostarse con ella le refrescara la memoria… Una vez en Grecia, resuelta a mantener su independencia como ama de llaves, durante el día Laura insistió en cocinar y limpiar. Sin embargo, por la noche Constantino le exigió cumplir con su deber en la cama. Pasión en la Toscana Ricardo Castellari siempre ha visto a Angie como su callada secretaria… hasta que ella se pone un vestido rojo de seda que le marca todas las curvas. ¡A partir de ese momento, Ricardo no puede apartar los ojos de ella! Angie no puede negarse a una noche de exquisito placer con Ricardo. Pero, cuando regresa a la oficina, se siente avergonzada. Intenta dejar el trabajo. Sin embargo, Ricardo tiene otra idea en mente… Antes de dejar su empleo, Angie deberá dedicarle unos días más como su amante…
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Seitenzahl: 373
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 242- febrero 2022
© 2009 Sharon Kendrick
Amante rebelde
Título original: Constantine’s Defiant Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2009 Sharon Kendrick
Pasión en la Toscana
Título original: The Italian Billionaire’s Secretary Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009 y 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1105-491-1
Créditos
Amante rebelde
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Pasión en la Toscana
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
FUE oír su nombre en la radio y todos sus sentidos empezaron a gritar. Laura no tenía tiempo para los periódicos, incluso si su dislexia no le hubiera dificultado tanto la lectura, pero se mantenía al día de la actualidad escuchando las noticias de la mañana en la radio. Normalmente le prestaba sólo relativa atención, y desde luego no le interesaba en absoluto nada relacionado con las finanzas internacionales.
Pero Karantinos no era un nombre frecuente. Y era griego.
Laura estaba preparando el pan, echando un puñado de semillas sobre la masa antes de meter la última bandeja en el horno. Pero de repente se quedó inmóvil y escuchó con atención, como un animalito que se veía de repente atrapado y asustado en medio de un territorio hostil.
–El multimillonario griego Constantine Karantinos ha anunciado los mayores beneficios de la historia de la naviera propiedad de su familia –estaba diciendo la voz de la radio–. El playboy Karantinos se encuentra en estos momentos en Londres para ofrecer una fiesta en el hotel Granchester, donde se rumorea que anunciará su compromiso con la modelo sueca Ingrid Johansson.
Laura tuvo que sujetarse a la mesa para no caerse, sin poder creer lo que estaba oyendo, con el corazón latiendo dolorosamente. Porque continuaba llevando a Constantine en el corazón, recordándolo tal y como era cuando lo conoció, como si el tiempo no hubiera pasado. Unos recuerdos agridulces de un hombre que todavía era capaz de afectarla profundamente cada vez que pensaba en él. Pero el tiempo nunca se detenía, y eso ella lo sabía mejor que nadie.
Pero, ¿qué esperaba? ¿Que un hombre como Constantine continuara soltero eternamente? En realidad, lo que debería sorprenderle es que no se hubiera casado antes.
Oyó ruidos en el piso de arriba y se apresuró a recoger la cocina antes de subir a despertar a su hijo. Con frecuencia se repetía lo afortunada que era de poder vivir encima de la panadería, y aunque ocuparse de la misma no era el sueño de su vida, al menos le daba unos modestos ingresos con los que complementar sus ocasionales trabajos de camarera. Pero sobre todo les proporcionaba un lugar donde vivir, lo que significaba una cierta seguridad para Alex, y eso era para Laura lo más importante.
Su hermana Sarah ya se había levantado.
–Buenos días, Laura –murmuró Sarah bostezando al salir de una de las tres pequeñas habitaciones del pequeño apartamento que compartían, pasándose los dedos por el pelo. Al ver la cara de su hermana mayor parpadeó y frunció el ceño– ¿Qué demonios ha pasado? ¿No me digas que se ha vuelto a estropear el horno?
Laura negó con la cabeza, y después señaló hacia el dormitorio de su hijo.
–¿Se ha levantado? –preguntó gesticulando sin voz.
Sarah negó con la cabeza.
–Aún no.
Laura miró el reloj de pared y vio que todavía podía permitir diez minutos más de descanso a su hijo antes de llamarlo para que se preparara para ir al colegio. Sujetando a su hermana del brazo, la llevó al pequeño salón del apartamento y cerró la puerta.
–Constantine Karantinos está en Londres –empezó, susurrando las palabras.
Su hermana arqueó las cejas.
–¿Y?
Laura hizo un esfuerzo para controlar el temblor de sus manos.
–Va a dar una fiesta, y dicen que va a comprometerse, con una modelo sueca.
Sarah se encogió de hombros.
–¿Qué quieres que diga? ¿Que es una sorpresa inesperada?
–No, pero…
–Pero ¿qué, Laura? –preguntó Sarah con impaciencia–. No entiendo por qué eres incapaz de aceptar que el cerdo con el que te acostaste hace nueve años no tiene conciencia. Y que después de acostarse contigo no volvió a pensar en ti –su hermana lanzó los brazos al aire–. ¡Ni siquiera se quiso poner nunca al teléfono para hablar contigo! –le recordó furiosa subiendo la voz–. ¡Tú eras lo bastante buena para compartir su lecho, pero no para que te reconozca como la madre de su hijo!
Laura dirigió una mirada preocupada a la puerta cerrada, preguntándose si Alex se habría despertado y les estaría oyendo.
–¡Shh! No quiero que Alex lo oiga.
–¿Por qué no? ¿Por qué no puede saber que su padre es uno de los hombres más ricos del planeta mientras su madre se está dejando la piel en una panadería para mantenerlo?
–Porque no quiero… –Laura se interrumpió.
¿Qué era exactamente lo que no quería?, se preguntó. No quería hacer daño a su querido hijo porque era deber de toda madre proteger a sus hijos. Sin embargo cada vez le resultaba más difícil hacerlo. Hacía menos de un mes que Alex había vuelto a casa con un moretón en la mejilla, y cuando ella le preguntó qué había pasado, el niño se puso a la defensiva y no le respondió. Más tarde descubrió que había tenido una pelea durante el recreo. Y poco después, cuando fue al colegio a hablar con la directora, se enteró del verdadero motivo.
Entonces supo que los niños se metían con Alex porque era «diferente». Porque su piel morena, sus ojos negros y su alta estatura le hacían parecer mayor y más fuerte que el resto de los niños de su clase. Porque las niñas de su clase, incluso a la tierna edad de seis y siete años, habían estado siguiendo a su hijo como perritos falderos. De tal palo tal astilla, había pensado ella recordando al padre de su hijo.
De regreso a casa, Laura había sentido una conflictiva mezcla de emociones. Por un lado quería preguntar a su hijo por qué no se había defendido, pero eso habría ido contra todo lo que ella le había inculcado: a ser amable, a razonar y no a pelear. Si hubiera podido habría llevado al niño a otro colegio, pero era un lujo que no se podía permitir. La escuela pública más próxima estaba a bastantes kilómetros de allí, y además de que Laura no tenía coche, el servicio de autobuses no era muy fiable.
Además, últimamente su hijo cada vez le preguntaba más por su aspecto, tan distinto al de los demás niños de su entorno. Era un niño inteligente y no tardaría en pedir información sobre el padre que no había conocido nunca. Si al menos Constantine hablara con ella, aunque sólo fuera una vez. Si pudiera reconocer a su hijo y dedicarle algo de su tiempo, era lo único que ella quería. Que su querido hijo supiera de dónde venía.
Distraída, preparó el desayuno de Alex y lo acompañó hasta el colegio. Aunque estaban cerca de las vacaciones estivales, últimamente no había parado de llover, y aquella mañana la lluvia continuaba cayendo persistentemente. Laura se estremeció un poco e intentó hablar animadamente con su hijo, pero sentía un fuerte peso en el pecho que casi le impedía hablar.
Alex levantó la cabeza y miró a su madre con sus ojos negros:
–¿Pasa algo, mamá? –preguntó.
«Tu padre está a punto de casarse con otra mujer y seguramente tendrá hijos con ella».
Recordándose lo ridículo que era sentir celos en aquellas circunstancias, Laura despidió a su hijo con un fuerte abrazo.
–No pasa nada, cariño –le sonrió ella, y lo observó meterse por el patio del colegio rezando para que el pequeño discurso de la directora sobre acoso escolar hubiera tenido algún efecto en los salvajes que se habían metido con él.
De vuelta en la panadería, colgó el impermeable mojado en la trastienda e hizo una mueca al ver la cara pálida que la miraba desde el diminuto espejo colocado en la parte posterior de la puerta. La expresión de sus ojos grises era de inquietud. Con el ceño fruncido, buscó un cepillo y se recogió el pelo rubio y liso en una trenza sobre la cabeza.
Poniéndose la bata salió a la panadería donde su hermana ya estaba encendiendo las luces. Sólo faltaban cinco minutos para abrir y atender a clientes deseosos de adquirir pan y bollería recién hecha. Laura sabía lo afortunada que era por tener la vida que tenía, y lo afortunada que era con su hermana, que quería a Alex tanto como ella.
Las dos jóvenes quedaron huérfanas cuando Sarah aún estaba en el colegio. Su madre viuda murió repentinamente una noche mientras dormía y Laura se vio obligada a posponer sus planes de recorrer el mundo para asegurarse de que su hermana pudiera continuar con sus estudios. Pero entonces el destino le hizo olvidarse definitivamente de ellos, porque Laura descubrió poco después que estaba embarazada de Alex.
Su situación económica era difícil, pero al menos tenían la pequeña panadería y el apartamento de la planta superior donde habían pasado buena parte de su infancia. Dado que las dos hermanas siempre habían ayudado a su madre en la panadería, Laura sugirió modernizarla y continuar con el modesto negocio familiar, mientras Sarah dividía su tiempo entre sus estudios y ayudar a su hermana.
Hasta ahora las cosas habían funcionado bien, y aunque los beneficios no eran excesivos, les permitían mantenerse. Pero últimamente Sarah había empezado a hablar de lo mucho que le gustaría poder estudiar Bellas Artes en Londres, y Laura era consciente de que no podía continuar utilizando a su hermana menor como niñera de su hijo. Sarah tenía que hacer su vida.
–Todavía pareces enfadada –comentó Sarah al verla entrar, mientras pasaba un trapo por la encimera.
Laura miró las bandejas de pasteles y tartas bajo la vitrina.
–No enfadada –respondió–. Es que me estoy dando cuenta de que no puedo seguir escondiendo la cabeza en la arena.
Sarah parpadeó.
–¿De qué estás hablando?
Laura tragó saliva.
«Dilo», pensó. «Venga, dilo en voz alta, así las palabras cobrarán vida y te verás obligada a hacerlo. Lucha por tu hijo».
–De que tengo que ver a Constantine y decirle que tiene un hijo.
Sarah entrecerró los ojos.
–Pero ¿por qué? ¿Porque por fin va a sentar la cabeza? ¿Crees que cuando te vea pasará de la modelo sueca y se pondrá de rodillas para pedirte que te cases con él?
Laura sabía que Sarah hablaba con una dureza sólo permitida a las hermanas, pero también que sus palabras eran verdad. Tenía que olvidarse de todo tipo de noción romántica con el griego multimillonario. Además, ahora Constantine ni siquiera se molestaría en mirarla. A los veintiséis años, tras años de duro trabajo y sin cuidarse, Laura se sentía como si tuviera diez años más. E incluso si todavía su corazón seguía latiendo fieramente por el padre de su hijo tenía que hacer un esfuerzo para apagar completamente unas llamas que eran inútiles y vanas.
–Claro que no –respondió ella amargamente–. Pero se lo debo a Alex. Constantine tiene que saber que tiene un hijo.
–En eso estoy de acuerdo, pero ¿no te olvidas de algo? –dijo Sarah con paciencia–. La última vez que intentaste ponerte en contacto con él no conseguiste nada. ¿Por qué crees que lo conseguirás ahora? ¿Qué ha cambiado?
Laura caminó despacio hacia la puerta de la panadería. No estaba segura de qué había cambiado; quizá se había dado cuenta de que el tiempo pasaba muy deprisa, y de que aquélla podía ser su última oportunidad. Lo que sí sabía era que ahora ya no estaba dispuesta a aceptar que el círculo que rodeaba al magnate griego le impidiera ponerse en contacto con él. Se lo debía a su hijo.
–¿Qué ha cambiado? –Laura repitió lentamente las palabras de Sarah–. Supongo que yo he cambiado, y esta vez hablaré con él. Esta vez lo miraré a los ojos y le diré que tiene un hijo.
–¡Oh, Laura, volverá a pasar lo mismo de siempre! –exclamó Sarah–. No permitirán que te acerques a un kilómetro de él.
Laura quedó pensativa un momento y por fin dijo:
–Buscaré otra forma de hacerlo.
–¿Cómo?
–En la radio han dicho que va a dar una gran fiesta en Londres –dijo ella pensando rápidamente, tratando de poner sus pensamientos en orden–. En un hotel.
–¿Y?
Laura tragó saliva.
–¿Y en qué sector se da la mayor rotación de personal del mundo? ¡En la hostelería! –dijo triunfal–. Piénsalo, Sarah. Seguro que necesitan un montón de personal extra para esa noche, ¿no crees?
–Un momento… –Sarah abrió desmesuradamente los ojos–. ¿No estarás diciendo que quieres…?
Laura asintió, viendo sus planes cada vez más claros.
–Llevo años trabajando como camarera en el hotel del pueblo. Seguro que puedo conseguir una buena referencia.
–Vale. Imagina que te contratan para ese día –dijo Sarah–. ¿Después qué? ¿Qué harás, plantarte delante de Constantine con el uniforme, en medio de su elegante fiesta, y anunciar delante de todo el mundo, además de su futura esposa, que tiene un hijo de siete años?
Laura sacudió la cabeza, tratando de no asustarse ante la audacia de su plan.
–Intentaré ser un poco más sutil –dijo ella–. Pero no pienso irme hasta que se lo haya dicho.
Laura estiró el brazo y dio la vuelta al letrero de la tienda, de «cerrado» a «abierto». Afuera ya había un pequeño grupo de clientes esperando y, en cuanto ella abrió la puerta, entraron en la tienda sacudiendo los paraguas y los anoraks.
Mientras atendía a los clientes con su mejor sonrisa, Laura se dio cuenta de la ironía de su plan. Después de todo, cuando conoció a Constantine Karantinos ella estaba trabajando como camarera, y cayó en sus brazos con una facilidad increíble.
Después, al volver la vista atrás, se preguntó cómo pudo comportarse de una forma tan impropia de ella. Y sin embargo, ocurrió en un maravilloso verano libre de preocupaciones, antes de la muerte de su madre, cuando ella se sentía como si tuviera el mundo a sus pies y ahorraba dinero para viajar por el mundo.
Había sido una ingenua en todos los sentidos, pero unos meses trabajando como camarera en la pequeña ciudad de la costa de Inglaterra con una importante afluencia de veraneantes acaudalados le habían enseñado a tratar a los clientes que regularmente pasaban por allí a bordo de sus yates y atracaban unos días en el puerto deportivo.
Constantine fue uno de ellos, aunque muy distinto a todos los demás. Con su estatura, el resto de los hombres a su lado parecían insignificantes. El día que Laura lo vio por primera vez lo llevaba grabado en su mente para siempre: con todo el aspecto de un dios griego, la silueta de su cuerpo fuerte y musculoso se recortaba ante el sol del atardecer, y su belleza bronceada y morena sugería una tentadora imagen de fuerza y peligro.
Recordaba lo anchos que eran sus hombros, lo sedosa que era su piel morena, lo marcados que estaban los músculos. Y recordaba sus ojos, negros como el ébano y brillantes como el sol de la mañana sobre el mar. ¿Cómo resistirse a un hombre que era como todas sus fantasías hechas realidad, un hombre que la hizo sentir mujer por primera y única vez en su vida?
Laura recordaba despertar en sus brazos a la mañana siguiente y encontrarlo observándola. Y también cómo lo miró ella, buscando en su expresión alguna pista sobre lo que sentía, sobre ella, sobre ellos, sobre el futuro.
Pero en las profundidades de aquellos ojos negros no había nada.
Laura tragó saliva.
Nada en absoluto.
SÍ, VLASSIS –masculló Constantine con impaciencia, mirando a uno de sus ayudantes que se había asomado por la puerta y lo miraba con la expresión que solía adoptar cuando iba a darle una noticia que a su jefe no le iba a gustar–. ¿Qué ocurre?
–Es sobre la fiesta, señor –dijo Vlassis.
Constantine suspiró. ¿Por qué había accedido a dar aquella espantosa fiesta?, se preguntaba una y otra vez, aunque en el fondo lo sabía perfectamente. Porque hacía tiempo que oía comentarios del todo Londres que esperaba poder disfrutar de la legendaria fortuna de los Karantinos. La gente siempre trataba de arremolinarse a su alrededor, y probablemente pensaban que eso les daría la oportunidad de codearse con él. Además, siempre era interesante ver a amigos y enemigos en el mismo lugar, unidos por las emociones gemelas de amor y odio, cuyos límites se solapaban tantas veces.
–¿Qué pasa con la fiesta? Y por favor, no me molestes con tonterías, Vlassis.
Vlassis arrugó el ceño, como si la sugerencia de que él fuera capaz de molestar a su jefe con una tontería le resultara infinitamente ofensiva.
–Lo sé, señor, pero acabo de recibir un mensaje de la señorita Johansson.
Ante la mención de Ingrid, Constantine se recostó en el sillón y unió las puntas de los dedos en gesto pensativo. Conocía muy bien lo que publicaba la prensa. Era lo que publicaban siempre que salía con la misma mujer más de una vez. Que estaba a punto de casarse, como habían hecho la mayoría de sus coetáneos.
Quizá uno de los mejores argumentos a favor del matrimonio sería tener una esposa que se ocupara de la vida social propia de su posición y le dejara a él libre para ocuparse de sus negocios.
–¿Y? –preguntó–. ¿Qué ha dicho la señorita Johansson?
–Me ha encargado que le diga que no llegará hasta tarde.
–¿Ha dicho por qué?
–Algo sobre que la sesión de fotos se va a alargar más de lo previsto.
–Oh.
Constantine alzó sus potentes brazos por encima de la cabeza y se estiró. Después, bajó lentamente las manos y apoyó las palmas sobre el escritorio. El suave repiqueteo de los dedos sobre la superficie lisa era el único indicio externo de que estaba irritado.
La sangre fría de Ingrid fue una de las primeras cosas que le atrajo de ella, además de su regia belleza nórdica. Con una licenciatura en políticas, Ingrid hablaba cinco idiomas con increíble fluidez y, con su más de metro ochenta de estatura, era una de las pocas mujeres que podían mirarlo a los ojos sin alzar la vista. Los labios de Constantine se curvaron en una sonrisa. Además de ser una de las pocas rubias naturales que conocía.
Cuando se conocieron, la reticencia de la modelo a comprometerse y la dificultad para concertar citas con ella lograron despertar su interés e intrigarle, seguramente porque no le había pasado nunca con ninguna mujer. La mayoría de las mujeres lo perseguían con la pasión de un cazador tras una valiosa presa.
Pero con el paso de los meses, Constantine se había dado cuenta de que la actitud de Ingrid era parte de un plan. Consciente de que su belleza podía conseguirle todos los hombres que quisiera, Ingrid no tardó en calcular los beneficios a largo plazo de hacerse la difícil con un hombre como él. Probablemente se dio cuenta de que Constantine nunca había tenido que esforzarse demasiado con las mujeres, por lo que decidió ponérselo más complicado. Y durante un tiempo funcionó y logró despertar su interés. Constantine se dejó llevar.
Ingrid sabía lo que quería, casarse con un hombre muy rico, y también que ya era hora de que Constantine eligiera esposa. ¿Y qué mejor esposa para un hombre como él que una con pocas exigencias emocionales? Incluso a su padre le parecía bien, y aunque nunca había tenido una relación muy estrecha con él, esta vez Constantine no rechazó sus consejos.
–¿Por qué demonios no te casas con ella y me das un nieto de una vez? –le había preguntado su padre.
Buena pregunta. La fortuna de los Karantinos necesitaba un heredero.
Sin embargo, la idea de casarse con Ingrid no le resultaba en absoluto agradable, aunque no sabía muy bien por qué.
¿Cuánto hacía que no se veían? Constantine trató de recordar las últimas semanas, cuando había estado totalmente ocupado con el trabajo. Entonces se dio cuenta de que hacía meses que Ingrid no compartía su cama. Sus caminos parecían cruzarse sobre el Atlántico mientras sus respectivas carreras profesionales continuaban su trayectoria ascendente. Constantine sonrió ligeramente.
–¿A qué hora llegará? –preguntó.
–Dice que espera estar aquí antes de medianoche –dijo Vlassis.
–Esperemos –masculló Constantine irritado antes de devolver de nuevo su atención al montón de documentos que tenía sobre la mesa.
Como era habitual, el trabajo le proporcionaba un agradable refugio que le hacía olvidarse del tema de las relaciones sentimentales. Porque Constantine había aprendido la lección desde muy joven: las relaciones sentimentales no traían más que dolor y complicaciones.
Sobre las seis de la tarde salió del despacho y se dirigió al Granchester, en cuya suite del ático se alojaba siempre que pasaba por Londres. Después de ducharse, se puso el esmoquin para la cena, un par de gemelos de oro y bajó al vestíbulo.
Automáticamente buscó con los ojos a sus hombres de seguridad, que se mezclaban discretamente con la clientela del hotel. Sabía que su jefe de seguridad no podría evitar la presencia de los paparazzi en la entrada principal, pero al menos evitaría que entraran en el edificio para acosar a los ricos y famosos invitados a la fiesta.
Ignorando las miradas de las mujeres que seguían sus pasos con ojos hambrientos, Constantine entró en el salón de baile y miró a su alrededor. El Granchester siempre destacaba por su elegancia, pero aquella noche el hotel se había superado a sí mismo. Ramos de flores decoraban profusamente el salón, que estaba iluminado por unas gigantescas y elegantes lámparas de araña que colgaban del techo.
Una suave voz interrumpió sus pensamientos.
–¿Desea… desea beber algo, señor?
Durante un fugaz momento, la voz pareció despertar en su mente un recuerdo lejano, tan ligero como el aliento en un claro día de verano. Pero al instante desapareció, y Constantine se volvió y se encontró con una camarera de veintitantos años que lo miraba nerviosa a la vez que se mordisqueaba el labio inferior. Los ojos masculinos la recorrieron rápidamente. Algo en su lenguaje corporal lo hizo detenerse y frunció el ceño.
–Sí. Tráigame un vaso de agua, por favor.
–Enseguida, señor.
Milagrosamente Laura logró hablar sin que le temblara la voz, aunque por dentro sintió el profundo dolor del rechazo. ¡El padre de su hijo ni siquiera la había reconocido!
¿Qué había esperado? ¿Que la mirara a los ojos y le dijera que eran unos ojos que le recordaban las nubes grises que se cernían sobre su isla griega cuando se avecinaba una tormenta? Eso fue lo que le había dicho años atrás cuando la sedujo para meterla en su cama.
Aquél fue su momento de decirle que tenía un hijo precioso, ahora que todavía no había aparecido la modelo de la que hablaban todos los periódicos. La impresión de volver a verlo, unido al dolor de comprobar con su propios ojos que ella ni siquiera ocupaba un lugar en sus recuerdos, le hizo perder la oportunidad.
Laura ocultó los dedos temblorosos en el delantal blanco y le dio la espalda, pero el impacto emocional de volver a ver a Constantine fue tan fuerte que por un momento pensó que iba a vomitar.
Pero no podía permitírselo. Tenía que mantenerse alerta, elegir el momento para decirle lo que para él sería una noticia inesperada, y no iba a ser fácil. Conseguir un puesto de camarera en la fiesta de Constantine Karantinos había sido sencillo. Lo difícil era lo que le quedaba por conseguir.
–¿Qué demonios crees que estás haciendo? –le preguntó en tono severo una mujer de edad madura cuando Laura se acercó a la barra a pedir una botella de agua.
Laura sonrió nerviosa a la directora de catering.
–Sólo le he dicho al caballero si deseaba beber algo…
–¿Caballero? ¿Caballero? ¿Es que no sabes quién es? –siseó la mujer–. ¡Es el anfitrión de la fiesta! ¡El que te está pagando el sueldo! Es un magnate multimillonario griego famoso en todo el mundo, y si alguien le va a ofrecer algo de beber, ésa seré yo. ¿Entendido? Yo me ocupo. ¿Qué ha pedido?
–Agua.
–¿Con gas o sin gas?
–No… lo ha dicho.
La mujer clavó los ojos en ella.
–Querrás decir que no se lo has preguntado.
–Yo… yo… No, lo siento, me temo que no.
Laura tuvo la sensación de que iba a ser despedida en aquel mismo momento, pero entonces hubo cierto tumulto en el otro extremo del salón, cuando llegó el arpista con una serie de exigencias y la directora miró a Laura con severidad.
–Haz lo que tienes que hacer. Ofrécele de las dos, con gas y sin gas, y después te esfumas. No creo que te resulte muy difícil –le espetó antes de alejarse con pasos apresurados hacia el músico recién llegado.
Laura intentó ignorar las mordaces palabras de la mujer y se dirigió con el agua hacia Constantine. Pero por dentro estaba temblando, en parte de incredulidad por haber podido hablar con él, y en parte por la compleja mezcla de sensaciones de verlo otra vez, así como la inconfundible reacción de su cuerpo al ver al padre biológico de su hijo. Algo que no había tenido en cuenta. La sensación de familiaridad, a pesar de que aquel hombre era prácticamente un desconocido.
Porque aquél era Alex de mayor, o mejor dicho, una versión de lo que Alex podría ser en el futuro. Fuerte, poderoso, Próspero. ¿Y no era eso lo que quería cada madre para su hijo?
Sin embargo, el Alex que había dejado en casa al cuidado de su hermana Sarah parecía ir en una dirección totalmente opuesta: acosado en el colegio y viviendo una vida en la que cada penique era importante, ¿cómo podría conseguir realizar su verdadero potencial? ¿Qué clase de futuro le estaba ofreciendo ella?
Por eso, cualquier duda que tuviera sobre lo que estaba a punto de hacer se desvaneció. Porque se lo debía a su hijo.
¿Qué más daba si la reacción de Constantine le había herido en su orgullo de mujer, o si los últimos y románticos recuerdos de los momentos que pasó con Constantine se habían hecho añicos? Lo estaba haciendo por Alex, no por ella. Se lo debía a su hijo.
Pero cuando Laura se acercó de nuevo a él, no pudo evitar reaccionar a distintos niveles y sintió el temblor de su corazón. Los ojos masculinos seguían siendo tan negros como entonces, y los labios un estudio en sensualidad. Era un hombre en todo el sentido de la palabra: pasión y deseo primitivo bajo una sofisticada imagen exterior.
–Su agua, señor –dijo ella tratando de esbozar una sonrisa y rezando para sus adentros para obtener otra en respuesta.
¿No le había dicho en una ocasión que su sonrisa era como el sol al amanecer? ¿Y la voz? ¿No decían que la voz siempre podía despertar el recuerdo, que la gente cambiaba con el tiempo, pero sus voces no?
Por eso pronunció la frase más larga que pudo decir bajo las circunstancias.
–No sabía si la quería con gas o sin gas, señor, así que le he traído de las dos. Las dos son de… de los Cotswolds –añadió tras echar un rápido vistazo a la etiqueta, y en ese momento recordó algo que había escuchado en un programa de la radio–. Se filtra a través de las rocas calizas oolíticas de los Cotswolds, y no encontrará agua más pura en ningún otro sitio.
–Qué fascinante –respondió Constantine con sarcasmo, tomando uno de los vasos de la bandeja y preguntándose por qué sus palabras sonaban como un anuncio de la marca–. Gracias –dijo con un breve movimiento de cabeza.
Y dándole la espalda se alejó sin más, dejando a Laura con el corazón temblando de rabia y frustración.
Pero, ¿qué había esperado? ¿Que él continuara manteniendo una conversación superficial para darle la oportunidad de decirle que tenía un hijo?
No, la sonrisa no había surtido efecto, ni tampoco su voz. Los ojos negros no se habían abierto desmesuradamente al reconocerla, ni tampoco había sacudido la cabeza para decirle, en un tono de incredulidad y admiración: «Vaya, tú eres la jovencita inglesa virgen con la que tuve la mejor experiencia sexual de mi vida. ¿Sabes que no pasa un día sin que piense en ti?»
Laura se mordió el labio. Las fantasías nunca salían como uno planeaba, y además eran peligrosas. Tampoco debía permitirse regodearse en ellas sólo porque nunca logró olvidar aquella noche. Iba a tener que elegir el momento con cuidado, porque no pensaba salir del hotel sin que Constantine Karantinos conociera toda la verdad.
La velada pasó en un remolino de actividad, pero al menos estar ocupada le evitaba angustiarse demasiado ante las tareas que le esperaba.
Primero hubo una cena para trescientos invitados, durante la que la silla junto a la de Constantine permaneció vacía. Debía ser para su novia, pensó Laura. Pero, ¿dónde estaba? ¿Por qué no se pegaba como una lapa al apuesto griego que hablaba con la mujer que habían sentado a su lado? Laura se fijó mejor en la mujer, que llevaba una diadema de diamantes en la cabeza, y entonces la reconoció. ¡Pero si era una princesa! Una princesa cuyo divorcio había llenado páginas y más páginas de los periódicos las últimas semanas y muchos minutos en los programas de televisión.
Laura pasó a su lado con una bandeja de bombones justo cuando la princesa estaba invitando a Constantine a pasar unos días en su yate, pero éste se limitó a encogerse de hombros y murmurar algo del trabajo.
La luz de las lámparas se reflejaba en las joyas que colgaban de los cuellos de todas las invitadas, y todo el salón brillaba con sus destellos. Al fondo, el arpista interpretaba sus suaves y lánguidas melodías.
No sólo era un mundo totalmente diferente al suyo, pensó Laura mientras devolvía otra bandeja de comida prácticamente intacta a la cocina. Era más bien un universo totalmente ajeno. Pensó en lo que tenía que ahorrar para ofrecer a su hijo unas buenas navidades, y se estremeció al pensar en el coste de aquella fiesta. Sólo el presupuesto en vino tenía que ser más de lo que ella ganaba en todo un año. Y Constantine era quien lo pagaba. Para él, no sería más que una gota en el océano.
Los invitados se habían trasladado al salón de baile, donde el arpista había sido reemplazado por una orquesta y la gente empezaba a bailar al son de músicas más modernas.
Pero los minutos pasaban sin que Laura lograra acercarse a Constantine, y mucho menos hablar con él.
Hubo un momento en el que se hizo un breve silencio entre todos los presentes antes de que un murmullo colectivo resonara por todo el salón, e incluso la gente que bailaba en la pista se detuviera y se fuera haciendo a un lado y otro para abrir paso a la mujer que avanzaba con todo el garbo y la sensualidad de alguien acostumbrada a ser el centro de todas las miradas. La melena larga y rubia platino que le caía sobre la espalda le garantizaba la inmediata atención de todo el mundo, así como los profundos ojos azules de mirada transparente y el contoneo firme y seguro de sus caderas perfectas.
La recién llegada llevaba una espectacular estola de piel blanca sobre un vestido plateado y con su más de metro ochenta de estatura dominaba todo el salón. Y sólo había uno entre los presentes lo bastante hombre para no quedar empequeñecido por su impresionante estatura, el hombre hacia el que ella se dirigía con rumbo certero.
–Es Ingrid Johansson –oyó Laura decir a alguien–. ¿Verdad que es preciosa?
Los dedos de Laura sujetaron compulsivamente el delantal mientras contemplaba a la diosa escandinava acercarse a Constantine y colocarle con gesto posesivo una mano en el brazo antes de besarle en ambas mejillas.
Constantine era consciente de que todo el mundo los estaba observando.
–Desde luego ha sido una entrada espectacular –murmuró él, aunque para sus adentros lo que sintió fue un profundo desprecio.
–¿Tú crees? –Ingrid lo miró a los ojos con expresión entre divertida y burlona–. ¿Tenemos que quedarnos aquí, querido? Estoy agotada.
–No –dijo Constantine–. No tenemos que quedarnos. Si lo prefieres podemos subir a mi suite.
Ante el horror de Laura, la pareja empezó a caminar hacia la puerta, y ella sintió un sudor frío en el cuerpo.
¿Y ahora qué?
Laura vio a algunos de los hombres de seguridad echar a caminar tras ellos, y oyó el murmullo decepcionado de muchos de los invitados al darse cuenta de que las principales atracciones de la noche se retiraban. Constantine no tardaría en quedar tras la misma barrera de protección que tan efectivamente lo había apartado de ella todos aquellos años…
Entonces ella se dio cuenta de algo, algo horrible. ¿Y si lo que le impidió ponerse en contacto con él no fue su cuerpo de seguridad sino él mismo? ¿Y si él estaba al corriente de sus intentos de hablar con él? ¿Y si el padre de su hijo había leído la carta que le envió hablándole de Alex y su decisión había sido ignorarlo?
¿Y si simplemente había decidido no hacer nada por él?
Un sudor frío empapó repentinamente su piel, pero Laura sabía que era una posibilidad que debía aceptar. Si ése era el caso, ahora sería el momento de averiguarlo. Si Constantine decidía de nuevo ignorar la existencia de su hijo… Bueno, al menos que lo hiciera delante de ella, cuando ella pudiera ver la expresión de su rostro.
Laura se acercó a la barra y pidió una botella del champán más caro y dos copas.
–Póngalo en la cuenta del señor Karantinos –dijo ella y se alejó con paso rápido y la bandeja firmemente sujeta antes de que el camarero tuviera tiempo de reaccionar y darse cuenta de que aquella petición correspondía al servicio de habitaciones.
Laura avanzó con pasos seguros y silenciosos por el vestíbulo de mármol, pero los espejos del ascensor la hicieron enfrentarse a la realidad de su aspecto y entonces se estremeció. Con el pelo recogido en un moño y una ridícula cofia en la cabeza, su aspecto no tenía nada que ver con el de la modelo sueca. Llevaba un vestido negro de líneas rectas que le caía hasta las rodillas y sobre él un delantal blanco a juego con la cofia.
Parecía salida de un tiempo pasado, cuando la gente que trabajaba en hostelería eran, más que trabajadores, criados. Laura estaba acostumbrada a llevar uniforme en la panadería, pero no a tener el aspecto de una mujer fantasma y anticuada perteneciente a otro siglo. Una mujer que ahora tenía que plantarse delante de una de las bellezas más famosas del mundo que compartía la cama con el padre de su hijo.
El ascensor se detuvo silencioso en la última planta del hotel y sus puertas se abrieron para hacer realidad uno de los peores temores de Laura. Delante de la puerta de la suite había dos gigantes de pelo negro, ojos penetrantes y aspecto amenazador haciendo guardia. Sin pensarlo demasiado y con una sonrisa de oreja a oreja que trataba de ocultar los nervios que le atenazaban el estómago, Laura echó a caminar hacia ellos.
Uno de los guardaespaldas levantó una ceja al verla dirigirse hacia ellos.
–¿Dónde crees que vas? –dijo con acento griego y cara de pocos amigos.
Laura sonrió con todo el encanto de que era capaz, a pesar de la gota de sudor que descendía lentamente por su espalda.
–Traigo champán para el señor Karantinos.
–Nos ha dicho que no desea ser molestado.
Armándose de valor, Laura esbozó una sonrisa de complicidad e incluso logró guiñar un ojo con picardía.
–Creo que está a punto de anunciar su compromiso –susurró en tono confidencial.
El otro guardaespaldas se encogió de hombros y señaló la puerta con la cabeza.
–Venga, pasa.
Golpeando la puerta con los nudillos, Laura oyó voces apagadas en el interior, pero sabía que no podía echarse atrás. Tenía que llegar hasta el final.
Apartando de su mente la insoportable imagen de Constantine empezando a hacer el amor con la modelo, Laura empujó la puerta. Lo que vio ante ella se clavó en su retina como una incomprensible escena en una obra de teatro surrealista.
Allí estaba Constantine, mirando con dureza a la modelo. Y frente a él la belleza escandinava lo miraba con expresión de incredulidad. La hermosa mujer rubia se había despojado de la elegante estola de piel y el vestido que la cubría no era más que una fina tela plateada que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel revelando las marcas de los pezones bajo el suave tejido.
Cuando ella entró, los dos se volvieron a mirarla.
–¿Qué demonio hace usted aquí? –quiso saber Constantine, y frunció el ceño al ver la bandeja que llevaba con el champán y las dos copas–. No puede entrar así en mi suite –masculló–, y no he pedido champán.
Ni siquiera él era tan insensible como para celebrar con champán acabar de romper con su novia, aunque Ingrid continuaba mirándolo como si no lo creyera.
Dejando la bandeja en una mesa, Laura lo miró.
–Necesito hablar contigo –dijo con voz baja y temblorosa dirigiéndose a él. Acto seguido miró fugazmente a la modelo–. A solas, si es posible.
–¿Quién demonios es esta mujer? –preguntó Ingrid furiosa.
Constantine no tenía ni idea, y por momentos se preguntó si no sería una trampa tendida por algunos de sus amigos, o quizá posibles secuestradores.
Pero entonces la recordó del salón de baile del hotel poco antes del inicio de la fiesta y se dio cuenta de que la expresión de la mujer era diferente. De hecho, nunca había visto a una mujer con aquella expresión y eso le hizo estudiarla con más detenimiento.
La camarera, con el pelo rubio recogido en un moño sobre la nuca, tenía las mejillas pálidas, pero los ojos grises eran enormes, y parecía estar haciendo un gran esfuerzo para controlar su respiración.
–¿Quién eres? –quiso saber–. ¿Y qué quieres?
–Ya te lo he dicho –respondió Laura sin alzar la voz–. Tengo que hablar contigo. A solas, si es posible.
Los ojos de Constantine se entrecerraron. Algo en su interior le urgió a escuchar a aquella mujer, y le dijo que debían hacerlo en privado. Por eso se volvió hacia la modelo y cruzó mentalmente los dedos para que no le hiciera el tipo de escena tan propio de algunas mujeres que se sentían despechadas cuando un hombre ponía fin a su relación sentimental.
–Creo que será mejor que te vayas, Ingrid –dijo–. Mi chófer te llevará donde desees.
Laura vio la cara desencajada de la modelo al ser rechazada por Constantine y se sintió llena de remordimientos y vergüenza.
Aquello era terrible, y todo por su culpa.
–Oye, creo que será mejor que… vuelva en otro momento.
–Tú no vas a ningún sitio –le espetó Constantine mirándola con dureza–. Ingrid ya se iba.
La modelo apretó los labios furiosa.
–¡Cerdo! –le insultó, y salió de la habitación con la cabeza alta y sin decir nada más.
Cuando se quedaron solos se hizo un silencio. Laura, con el corazón latiendo aceleradamente de miedo e incredulidad, alzó las manos en un gesto de disculpa.
–Lo siento…
–Cállate –le ordenó él con los puños apretados–. Y no me vengas con tonterías. Ya es un poco tarde para eso. ¿Crees que puedes meterte aquí con veladas amenazas y después comportarte como una persona responsable y preocupada por el desastre que ha creado?
Nerviosa, Laura se clavó los dientes en el labio inferior. Probablemente se lo merecía, y de la misma manera debía aguantarlo. Quizá si le dejara desahogar su rabia, después podrían sentarse y hablar con tranquilidad.
Los ojos negros del hombre se clavaron en ella como dos potentes rayos láser.
–¿Quién eres? –volvió a preguntar él furioso–. ¿Y a qué has venido?
Ignorando el dolor que le producía ver que continuaba sin reconocerla, Laura lo intentó de nuevo.
–Yo…
Apenas podía formar las palabras que quería decir al hombre que la observaba con ojos implacables, pero entonces la cara de Alex se dibujó ante ella y de repente las cosas se le pusieron mucho más fáciles. Respiró profundamente.
–Siento que tenga que ser así, pero he venido a decirte que hace siete años tuve un hijo. Tu hijo –le temblaba la voz, pero continuó y terminó de decir lo que quería decir–. Tienes un hijo, Constantine, y yo soy su madre.
CONSTANTINE miraba a la camarera que temblaba visiblemente delante de él y que acaba de hacer una afirmación tan ridícula. Que era la madre de su hijo. De no ser una mentira tan injuriosa, resultaría casi gracioso.
–Eso es imposible –le espetó–. Yo ni siquiera te conozco.
Para Laura fue como si le hubiera clavado un cuchillo en el corazón, pero hizo un esfuerzo para que su dolor no se reflejara en su rostro.
–¿Entonces por qué no has llamado a tus guardaespaldas y les has ordenado que me echaran de aquí sin contemplaciones? –le desafió ella.
–Porque tengo curiosidad.
–O porque sabes que en el fondo puedo estar diciendo la verdad.
–En este caso no –dijo él curvando los labios en una cruel sonrisa–. No está entre mis hobbies acostarme con camareras.
Aquello también le dolió. Claro que le dolió, hasta lo más hondo de su ser, pero sin duda ésa había sido su intención. Laura reprimió el deseo de responder a la burla.
–Quizá ahora no, pero te aseguro que no siempre ha sido así.
Algo en la serenidad y la certeza de las palabras femeninas, en la forma en que la mujer se mantenía frente a él a pesar del uniforme barato y el gesto humilde, hizo a Constantine plantearse la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad. La miró a los ojos, como buscando en ellos algún indicio que lo ayudara a entender la situación, pero lo único que vio fue la atormentada angustia que brillaba en los profundos ojos grises, y de repente sintió que el corazón le daba un vuelco. Ojos como nubes de tormenta.
Nubes de tormenta.
Otro recuerdo se removió en los lugares más recónditos de su mente.
–Suéltate el pelo –le ordenó en voz baja.
–Pero…
–He dicho que te sueltes el pelo.
Obligada por el tono ronco de su voz y debilitada por el desdén de sus ojos, Laura levantó los brazos y se llevó las manos a la cabeza. Primero se quitó la cofia, que dejó caer al suelo sin preocuparse de cómo quedara. Ella desde luego ya no volvería a necesitarla. Después, con dedos temblorosos, se quitó las horquillas y por fin la goma que le recogía el pelo.
Con alivio, sacudió la cabeza para soltarse la melena rizada, apenas consciente de la repentina exclamación de Constantine.