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Se volvió adicta a sus caricias y le entregó su corazón Cuando Rose Harkness, la dueña de la agencia matrimonial Cita con el Destino, se acercó a un equipo de hockey famoso para hacerles una arriesgada propuesta, sabía que estaba poniendo a prueba su capacidad para manejar a los hombres… No tardaría mucho en darse cuenta de que el que más le gustaba del equipo, su dueño, Yuri Kuragin, era un hombre completamente imposible de manejar. El ser rico y guapo le había dado a Yuri los privilegios de una estrella del rock en lo que respectaba a las mujeres, pero Rose se negó a convertirse en una seguidora más a pesar de que su cuerpo se moría por sus expertas caricias.
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Seitenzahl: 206
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Lucy Ellis. Todos los derechos reservados.
AMOR EN MOSCÚ, N.º 2205 - Enero 2013
Título original: The Man She Shouldn’t Crave
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2594-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Había viajado hasta Toronto para encontrar a un hombre, pero no podía ser aquel.
¡Maldición! Aquel no, por favor.
Aun así, Rose fue incapaz de no quedarse mirándolo atontada, al igual que todas las demás mujeres que había en la habitación.
Se trataba de un individuo alto y fuerte, de pómulos marcados, nariz larga y recta, boca de labios voluminosos y ojos profundos del color de la noche. La expresión de aburrimiento que lucía no hacía sino ensalzar su belleza masculina. Era innegable que la genética le había favorecido. Medía más de metro noventa y llevaba un traje oscuro de corte caro que marcaba su cuerpo musculoso y que hizo que Rose se fijara en lo diferente que era un cuerpo masculino de un cuerpo femenino.
Tampoco hacía falta que nadie se lo recordara, pero aquel hombre parecía estar allí para ello.
Los demás hombres, todos ataviados de traje, que había a su alrededor también eran muy guapos. Uno de ellos sonreía a las cámaras mientras que otro parecía más tímido y, en general, hablaban entre ellos.
Rose se dio cuenta de que se estaba sonrojado y se dijo que no era el mejor momento para tener un ataque de nervios. Sabía en lo que se estaba metiendo desde el momento en el que había visto en la prensa que los Lobos iban a estar en Toronto. Era una noticia tan importante que resaltaba en la sección de deportes. Todas las mujeres hablaban de lo mismo y no precisamente porque su sección preferida del periódico fuera la de deportes, sino porque aquel equipo era digno de mención por la belleza de sus miembros. A todas las mujeres del mundo les interesaba un hombre guapo con un cuerpo increíble.
Y eso a los Lobos les sobraba. Todos ellos tenían ojos melancólicos, pómulos altos y su acento ruso les hacía todavía más atractivos si cabía.
Rose solía creer que sabía perfectamente lo que les interesaba a las mujeres. Le gustaba pensar que era toda una experta. Ella, y el banco que le había concedido la hipoteca, dependían de ello.
Quería demostrarle al mundo, o quizá solamente a la ciudad de Toronto, que sabía lo que las mujeres buscaban en un hombre y cómo conseguirlo.
Lo único malo era que no había reparado en aquel hombre. Estaba hablando en voz baja con el tipo que tenía al lado, pero no paraba de pasear la mirada por la habitación. Estaba aburrido y de mal humor.
«A punto de estallar», decidió Rose abanicándose con el programa que le había entregado la chica de la puerta.
Por lo visto, todos los periodistas de la ciudad se habían dado cita allí para ver qué tenían que decir aquellos deportistas, que parecían incómodos vestidos de traje. La selección rusa de hockey sobre hielo era la mejor del mundo y aquel equipo siberiano tenía todo el glamour de su propietario, Yuri Kuragin, un hombre muy rico e igualmente famoso. A su lado se encontraba el antiguo seleccionador nacional, pero no los jugadores gemelos que quería fichar un equipo canadiense. De los Lobos habían salido las mejores estrellas rusas de aquel deporte.
Aquello a Rose le importaba bien poco, al igual que a todas las demás periodistas presentes en la sala. Lo que les importaba a ellas era que aquellos hombres eran realmente guapos. Aquella rueda de prensa no tenía nada que ver con el deporte y todo que ver con el sexo porque el sexo era lo que más vendía.
Las mujeres estaban locas por ellos y los hombres querían parecerse a ellos. Rose estaba especialmente interesada en que un par de aquellos jugadores le dieran publicidad a su agencia matrimonial. Sería una publicidad maravillosa y debía conseguirla gratis, pues no tenía dinero para pagarla. Así que había decidido utilizar todos sus encantos, que no le faltaban.
Por eso mismo, no le había pedido a la dirección del equipo directamente lo que quería y había decidido apañárselas ella solita. Ahora que lo tenía delante, sin embargo, comprendía que el señor Yuri Kuragin no era un hombre fácil de manejar.
Rose nunca había visto a un hombre que necesitara menos los servicios de una agencia matrimonial, pues tenía el cuerpo de un deportista y todo en él hablaba de autoridad y de poder. No hacía falta que nadie le dijera quién era. Sí, estaba claro que aquel era el tipo que le iba a acarrear problemas.
Pero su padre no la había educado para tirar la toalla. Por eso estaba allí, en mitad de todos los medios de comunicación de Toronto, en el hotel Dorrington, nerviosa a más no poder.
Al señor Kuragin le estaban haciendo preguntas en ruso y en inglés y, aunque Rose no entendía mucho de lo que le estaban diciendo, oía todo lo que estaban hablando. Como quería verlo bien, se puso de lado e intentó hacerse un hueco entre los periodistas.
–Perdón, lo siento, solo un segundo... perdón.
Aquello no era estrictamente necesario. De hecho, le venía mejor permanecer en la total invisibilidad, pero no había podido evitar la tentación de verlo bien de cerca.
Qué buena vista tenía ahora.
Aunque, por otra parte, no le iba a servir de nada, pues era imposible acercarse realmente a aquel hombre.
De repente, se dio cuenta de que el señor Kuragin había dejado de hablar y la estaba mirando. Sus ojos, profundos e intensos, estaban clavados en ella.
Rose sintió que se le paraba la respiración.
El señor Kuragin se había girado completamente hacia ella. Fue entonces cuando Rose comprendió lo que había sucedido. Al abrirse paso entre los periodistas, había avanzado hacia él, había sido solo un paso, pero más que suficiente para que reparara en ella.
También más que suficiente para pisarle el zapato por detrás a la mujer que tenía delante de ella, que se giró y le dijo algo en tono grosero. Entonces, el coordinador de la rueda de prensa la miró.
–¿En inglés? –le preguntó.
Acto seguido, le entregaron un micrófono. Rose se quedó mirándolo y bajó los ojos. Cuando volvió a levantar la mirada, se encontró de nuevo con los ojos de él, que la estaba mirando de una manera inequívoca.
¿Por qué la miraba así?
«Le tengo que hacer una pregunta. Quiere que le haga una pregunta», se dijo.
Rose sentía la garganta constreñida y reseca. Aun así, se pasó la lengua por el labio inferior y consiguió que le saliera la voz.
–¿Está usted casado? –le preguntó con su acento de Texas.
AYuri no le gustaban demasiado los medios de comunicación, pero sabía cómo seguirles el juego. Sabía que, de vez en cuando, había que comparecer ante ellos, sabía que la publicidad siempre le iba bien y, sobre todo, sabía cómo no decirles nada.
A veces, conseguía frenar un poco el impacto de las constantes declaraciones de su última novia, que iba por ahí hablando de las supuestas orgías que se organizaban en su yate. Lo último que se había inventado era que en la fiesta de su veintiocho cumpleaños había actuado una bailarina que se había desnudado dentro de una bañera de champán. Aunque era cierto, no le hacía ninguna gracia ver su vida publicada a todo color en las portadas de las revistas y saber que constituía un entretenimiento para las masas.
Lo único bueno de estar tan expuesto a la opinión pública era que el equipo se beneficiaba de ello y Yuri estaba dispuesto, de vez en cuando, a realizar aquel sacrificio por el entrenador y por los chicos.
Solo iba a ser una pequeña rueda de prensa antes del partido, pero él estaba pensando en otra cosa. Se había pasado la mañana con sus abogados para sacar a dos de sus mejores jugadores del calabozo. En aquellos momentos, los tenía custodiados en la habitación del hotel porque no se fiaba de ellos y no quería dejarlos solos. Pero era solo cuestión de tiempo que la historia saliera a la luz.
Y, de repente, la había visto.
Aquella chica lo había mirado con descaro y en sus ojos Yuri había visto lo que quería, pues estaban abiertos de par en par. Yuri había visto una cama deshecha y una mujer desnuda tumbada en ella, caliente y húmeda, esperándolo.
Sí, esperándolo a él.
Aquello había sido más que suficiente para que dejara de pensar en el equipo.
Ojos grandes y azules, mejillas sonrosadas y labios carnosos y sonrosados que parecían estar siempre sonrientes. Había catalogado todos sus atributos y se había encontrado sonriéndole también, lo que le había gustado, pues, hasta aquel momento, no había tenido ni un solo motivo para sonreír aquel día.
Las cosas acababan de cambiar.
Yuri se irguió un poco en su butaca y echó los hombros hacia atrás adrede. Pensó que aquella mujer era un ángel y le hizo gracia su propia susceptibilidad. Su físico le recordaba al de las vírgenes del Renacimiento.
Sí, era una chica realmente guapa.
Consciente de que tenía toda su atención, de que la rueda de prensa ya no importaba absolutamente nada, Yuri le había pedido que le hiciera una pregunta. Al ver que se quedaba en blanco, se le había pasado por la cabeza redirigirla a otra persona, pero, entonces, la diosa morena se había mojado los labios, había abierto la boca y le había preguntado lo único que todo el mundo sabía.
Todo el mundo sabía que estaba soltero.
La novia de la fiesta de la bailarina desnuda en la bañera de champán se había encargado de que todo el mundo se enterara.
Mientras todos los presentes se reían, la chica lo volvió a mirar.
Ser tan rico y tan guapo le había dado a Yuri los privilegios de las estrellas del rock en cuanto a mujeres se refería. A decir verdad, ya no se dejaba llevar con tanta facilidad, pero ella no tenía por qué saberlo. Por un instante, jugueteó con la fantasía de hacer que se la llevaran a su suite. Una vez allí, la pondría de rodillas, deslizaría sus manos entre sus cabellos y la obligaría a...
Había perdido la cabeza.
Le hicieron otra pregunta. En aquella ocasión, se trataba de algo que tenía que ver con la selección nacional. Podía contestar a aquel tipo de preguntas con los ojos cerrados. Menos mal porque la morena de ojos azules estaba avanzando hacia la primera fila y Yuri no podía fijarse en otra cosa.
Era directa, de eso no cabía ninguna duda. Yuri observó cómo un miembro de su equipo de seguridad intentaba interceptarla y cómo ella se le encaraba.
Cuando uno de los mejores reporteros del Moscow Times le hizo una pregunta sobre los rumores según los cuales Sasha Rykov iba a fichar por un equipo canadiense, Yuri volvió a centrarse en la rueda de prensa y se dijo que era una suerte que le preguntaran por Rykov. Mientras consiguiera que los periodistas se centraran en aquel asunto, no repararían en la ausencia de dos de sus mejores jugadores.
El entrenador, Anatole Medvedev, respondió a la siguiente pregunta y, un rato después, la rueda de prensa había terminado. Había llegado el momento de saludar a los patrocinadores. Había muchos periodistas en la sala todavía y Yuri se dijo que debía tener mucho cuidado con los chicos. Algunos eran muy jóvenes y todavía no sabían lo peligrosos que resultaban los periodistas. Lo último que le interesaba en aquellos momentos era una filtración a la prensa.
La morena de ojos azules se había evaporado y con ella su fantasía sexual.
Rose estaba algo nerviosa después del encuentro que había tenido con el jefe de los Lobos, pero no se amedrentó. Miró a su alrededor consciente de que, cuanto antes lo hiciera, mejor. Lo único que necesitaba era dos voluntarios.
Pensó que todavía estaba a tiempo de irse, de volver a su casa y de olvidarse de la publicidad. Le resultaba incómodo que alguien pudiera considerar su comportamiento poco ético, pero debía hacerlo. No solo por su empresa, sino también por el albergue para mujeres en el que ayudaba como voluntaria y en el que esperaba dejar algo más que su consejo profesional. Si su empresa, Cita con el Destino, tenía tanto éxito como ella esperaba, a final de año, cuando venciera el alquiler del edificio en el que se encontraba el albergue, podrían mudarse a un sitio más grande y mejor.
Era imposible conseguir por medios normales y éticos que aquellos jugadores la ayudaran. Lo había intentado y no le habían hecho ni caso.
Además, lo que iba a hacer también tenía una repercusión personal importante, pues iba a afianzar su autoestima. Si era capaz de hacerlo, si era capaz de conseguir que todo el equipo ruso de hockey sobre hielo la ayudara gracias a sus encantos, podría cerrar por fin aquel asunto del pasado. Ya estaba harta de seguir siendo aquella chica humillada que había huido de Houston hacía dos años.
Había visto a un par de miembros del equipo que no hablaban con nadie. Se estaban tomando una copa de vino. Era evidente que no hablaban inglés, así que no le servían. Lo que Rose estaba buscando era un par de hombres seguros de sí mismos, algo arrogantes incluso. Sí, ese era el perfil de hombres que necesitaba para vender su idea.
Era absurdo, pero así era la naturaleza humana. Una siempre quiere lo que no puede tener. Un hombre que tiene el mundo a sus pies, que puede tener a cualquier mujer que quiera y que puede dejarla en cualquier momento no es un hombre con el que mantener una relación seria y duradera. Desde luego, no era el tipo de hombre que Rose quería para ella, pero era perfecto para sus fines publicitarios.
Rose se dio cuenta de que acababa de describir a Yuri Kuragin, pero no pensaba acercarse a él. Se consideraba una mujer segura de sí misma, pero también muy realista.
Su plan consistía en conseguir que un par de aquellos jugadores concertara una cita con dos chicas, mandar a un cámara con ellos y pedirle un favor a un productor de televisión local que era amigo de una amiga y que le había asegurado que, si conseguía captar aquellas imágenes, se las emitiría.
Ahora, lo único que le quedaba hacer era encontrar a esos dos especímenes fotogénicos y echar el anzuelo para ver si lo mordían. La competencia no era poca, pues había muchas mujeres guapas, pero Rose sabía que atraer la atención de un hombre requiere más confianza que belleza.
Se colocó frente a un jugador moreno al que había visto antes, el que estaba sonriéndole a los periodistas.
–¡Oh, Dios mío, no se mueva! –exclamó poniendo cara de pánico, mirándolo a los ojos y cayendo de rodillas al suelo–. ¡Se me ha caído una lentilla! –sollozó.
El deportista se apresuró arrodillarse también y a mirar por el suelo, pero en lo que más se fijó fue en el escote de la morena que tenía delante. Al cabo de unos minutos de buscar y no encontrar nada, ambos se pusieron de pie de nuevo.
–Rose.
–Sasha.
Rose sabía que había un par de mujeres mirándolos disimuladamente. Eso le hizo estar segura de que había elegido bien. Le dio las gracias mirándolo a los ojos porque sabía que a los hombres les gustaban las mujeres seguras, comentó algo de lo borroso que veía y le preguntó si le estaba gustando Toronto.
No tardó más que unos minutos en tener sus rasgos generales: entusiasta, algo simplón y menos seguro con las mujeres de lo que daba a entender su físico, pero tenía cara de ángel. A Rose no le costó demasiado escribirle su número de teléfono móvil en la palma de la mano. No le pareció lo suficientemente listo como para decírselo de viva voz. Lo más seguro era que no se acordara.
Si le hubiera dado una tarjeta de visita, tal vez, habría sido demasiado serio y, seguramente, la hubiera tirado a la basura. Todo formaba parte de su plan. Seguro que se acordaban de la chica que les escribía su teléfono con bolígrafo en la palma de la mano.
Nadie confiaba en que una jovencita pudiera montar su primera empresa basándose en algo tan pobre como concertar citas, pero Rose sabía que su juventud era una ventaja. Aquellos hombres no la veían como una amenaza, sino como una chica graciosa que no les podía hacer ningún daño. Llevaba haciendo aquello desde los ocho años y se consideraba toda una experta. Esa era su arma secreta.
No en vano había conseguido encontrarle esposa a su padre y a dos de sus cuatro hermanos. Además, varias de sus amigas se habían casado con hombres que Rose les había presentado.
Ahora que la cita era para ella estaba algo nerviosa, pero se obligó a sonreír a pesar de que le molestaban los tacones y de que el traje de lana le estaba dando bastante calor. Cada vez que se acercaba una cara nueva, sentía que el corazón comenzaba a latirle aceleradamente.
Aquel día todo era para Cita con el Destino, pero en los días previos, mientras confeccionaba su plan, algo había ido tomando forma paralelamente. Y ahora estaba muy presente. Para ser sincera consigo misma, lo que estaba haciendo era mucho más que montar una empresa. El plan que había elegido era muy temerario. Precisamente por eso, era lo que tenía que hacer. Se había pasado cuatro años siendo prudente, bajo la atenta mirada de la ambiciosa familia de su prometido, y ¿adónde le había llevado aquello? ¿De qué le servían sus dotes de celestina si seguía estando soltera con veintiséis años?
No, la próxima iba a ser ella, por la empresa y, sobre todo, por sí misma y no iba a dejar que las dudas la desviaran de su camino.
De momento, iba bien. A ver si, con un poco de suerte, alguno de los chicos a los que les había entregado su teléfono la llamaba aquel mismo día. Entonces, podría poner en marcha su plan.
Yuri estaba observando a la morena de ojos azules. Cada vez que la miraba, la veía con un jugador diferente. ¿Qué demonios se proponía?
Se estaba despidiendo del director de uno de los patrocinadores del equipo cuando oyó un leve: «Eh...». Aun a sabiendas de que no debería hacerlo, se giró y le hizo un gesto a su agente de seguridad, que estaba impidiendo el paso de la morena.
La chica le dedicó una gran sonrisa y Yuri se fijó en que, cuando sonreía, se le dibujaban dos hoyuelos a ambos lados de la boca. No se lo esperaba. Lo que sí se había esperado era que se aproximara a él.
Ahora la veía por primera vez de pies a cabeza. Llevaba una chaqueta de lana azul y negra y una falda a juego que le llegaba por la rodilla. Unas medias negras cubrían sus piernas largas y bien formadas, rematadas por zapatos azules. Yuri sabía que aquella combinación era propia de la moda retro que se llevaba.
Tenía el pelo negro y lo llevaba severamente recogido, apartado de la cara, lo que hacía que toda la atención se fuera a sus ojos, enormes, a su boca lujuriosa, a su nariz levemente respingona y a sus mejillas redondas, al igual que el mentón, anunciadoras de las curvas que había un poco más abajo.
Desde luego, aquella mujer tenía buenas curvas, era toda una mujer.
–No ha contestado mi pregunta –le dijo alegremente.
Yuri se sintió morir.
–Seguramente, no estoy tan soltero como tú querrías, detka –contestó.
La morena se acercó a él.
–Supongo que no quieres hablar ahora –le dijo.
De cerca, no parecía tan segura de sí misma como al principio. Yuri la miró y vio que apartaba la mirada tímidamente, pero su experiencia con las mujeres le indicó que era un gesto calculado. La morena volvió a mirarlo y, con un brillo de determinación en los ojos, se sacó un bolígrafo dorado del bolso.
–¿Te puedo dar mi teléfono móvil?
Yuri chasqueó la lengua y se dio la vuelta, a pesar de que no le apetecía. Desde luego, era guapa e insistente.
Para su sorpresa, sintió su mano sobre el brazo. Si se hubiera tratado de un hombre, sus guardaespaldas le hubieran saltado encima. Sin embargo, con las mujeres, que lo asediaban constantemente, se comportaban de forma diferente. Cuando aquello sucedía, Yuri se mostraba muy educado, pero distante, pues le gustaba ser él el depredador.
–Por favor –le dijo la morena como si no se estuviera dirigiendo al hombre con el que todo el mundo quería hablar aquel día, sino a un simple transeúnte que se hubiera encontrado en la calle.
Acto seguido, lo tomó de la mano y Yuri la dejó hacer, pues sentía curiosidad.
–Prométame que no se lo va a lavar –le dijo mientras le apuntaba varios números en la palma de la mano.
Yuri la dejó hacer.
–Me llamo Rose Harkness –se presentó con dulzura y repentina sinceridad–. Tengo una propuesta de negocios que hacerle. Llámeme.
¿Propuesta de negocios? ¿Ahora lo llamaban así?
Yuri ni se molestó en mirar el número, pero sí se fijó en el trasero que se alejaba. Un año atrás, posiblemente, hubiera aceptado su oferta e incluso ahora se sentía tentado de aceptarla, pues aquella mujer lo tenía todo: era guapa, tenía un buen cuerpo y estaba soltera. Pero ya no tenía aventuras de una noche y no iba a permitir que aquella morena hiciera estragos entre sus chicos, así que se encogió de hombros, le guiñó el ojo y se alejó.
Una vez en el ascensor, habló con el entrenador y el jefe de seguridad.
–Que echen a esa mujer del hotel. Trama algo.
«Todo ha ido bien», pensó Rose.
Había conseguido hablar a pesar de que las cuerdas vocales le habían fallado cuando Yuri Kuragin la había mirado. Aquel hombre salía con supermodelos y actrices, mujeres que no se tenían que preocupar de sus pesos. Se había sentido tan desbordada que ni siquiera sabía cómo había reaccionado. Aun así, había conseguido darle su teléfono y no daba la impresión de que a él le hubiera parecido mal.
Los jugadores habían sido fáciles. Un par de ellos se habían mostrado algo sorprendidos, pero, en general, habían sido receptivos. Parecían buenos chicos.
Yuri Kuragin era diferente. Se había acercado a él muy segura, pero había bastado con que la mirara una sola vez para que la seguridad la abandonara. Kuragin no iba a prestarse a participar en Cita con el Destino. Rose lo sabía y, aun así, se había acercado a él. Lo había hecho porque era una mujer de sangre caliente y no había podido resistirse.
Se había dejado llevar y, tal vez, no hubiera sido una decisión muy inteligente. Había estado muy cerca de estropearlo todo y sabía perfectamente por qué: las malditas hormonas.
Claro que, por otro lado, comportarse de manera temeraria tenía un atractivo fuera de lo común. Se había acercado a los jugadores por motivos profesionales, pero se había acercado al gran jefe porque podía, porque la nueva Rose era atrevida y valiente.
Cómodamente sentada en el bar del hotel, colocó el teléfono móvil sobre la mesa, donde lo tuviera bien a la vista. Por si algún jugador la llamaba cuando todavía estuviera en el hotel. Ojalá. Entonces, podrían mantener la conversación en terreno neutral. Pidió un refresco y se entretuvo haciendo anotaciones sobre cómo le iba a vender Cita con el Destino al primero que la llamara.
Al cabo de unos minutos, se encontró haciendo dibujitos con el bolígrafo y recordando la sonrisa de Yuri Kuragin. Le había sonreído como si fuera la única mujer en la habitación. Medía por lo menos un metro noventa, pues apenas le llegaba a la barbilla y eso que ella llevaba tacones. Cuando lo había agarrado del brazo, se había dado cuenta de lo fuerte que era. Sus brazos debían de ser el doble que los suyos. Por no hablar de la palma de la mano, grande y curtida. Los callos no encajaban muy bien con la imagen que ella tenía de él, de millonario ligón que salía con modelos, normalmente del tipo rubia escandinava. Aquel cuerpo musculoso no lo debía de tener de estar sentado detrás de una mesa ni de estar tumbado todo el día en la cubierta de un yate y tampoco parecía que lo hubiera adquirido en el gimnasio. Parecía de esos hombres que ejercitan su cuerpo en su vida cotidiana.
Rose se acodó sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre las manos. Tenía todo el tiempo del mundo por delante para recordar aquel cuerpo...
–Perdone, señorita.