En la torre de marfil - Lucy Ellis - E-Book
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En la torre de marfil E-Book

Lucy Ellis

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Beschreibung

Cuando la pureza converge con la pasión... La niñera Maisy Edmonds montó en cólera cuando un desconocido intentó llevarse al pequeño huérfano que tenía a su cargo, además de robarle unos besos demasiado escandalosos y explícitos. ¿Podía el famoso magnate de los negocios Alexei Ranaevksy ser de verdad el padrino del niño? Cuando se vio obligada a instalarse en la mansión que Ranaevsky tenía en Italia, la única intención de Maisy era proteger al pequeño Kostya... y nada más. La infancia de pesadilla que Alexei vivió le impedía formar vínculos emocionales con nadie. Sin embargo, la seductora dulzura de Maisy iba a cambiar aquello…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Lucy Ellis. Todos los derechos reservados.

EN LA TORRE DE MARFIL, N.º 2158 - mayo 2012

Título original: Innocent in the Ivory Tower

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0092-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ALEXEI Ranaevsky atravesó la luminosa sala de juntas para recoger el periódico que uno de sus empleados se había dejado sobre la mesa.

Había dejado muy claro que no quería ver nada relacionado con la tragedia de los Kulikov, pero, tras el mazado inicial que le había producido la noticia, se sentía más inclinado a lo que solo podía describirse como el circo que se había creado en torno a los tristes acontecimientos. Su máxima preocupación en aquellos momentos era desmantelar ese circo.

Ya tendría tiempo más tarde de llorar la pérdida de su amigo más íntimo.

La noticia había pasado ya a la tercera página. Había una fotografía de Leo y Anais en una carrera celebrada en Dubai. Leo reía, con la cabeza echada hacia atrás y el brazo rodeando la esbelta cintura de Anais. Una pareja perfecta. A su lado, estaba precisamente lo que Alexei no quería ver: una fotografía del amasijo de hierros en el que se había convertido el coche. El Aston Martin de 1967, el que Leo más apreciaba. La destrucción del vehículo era tal que los cuerpos de Leo y Anais no habían tenido oportunidad alguna.

El breve comentario que había bajo la fotografía hacía referencia a la belleza de Anais y al trabajo de Leo para las Naciones Unidas. Alexei lo leyó rápidamente y contuvo el aliento.

Konstantine Kulikov.

Kostya.

Aquel nombre hizo que la pesadilla en la que llevaba viviendo unos días se convirtiera en algo inmediato, real. Al menos, no había ninguna fotografía del niño. Leo había sido muy protector sobre la vida privada de su familia. Anais y él habían sido personajes muy populares para la prensa, pero su vida familiar había quedado completamente ajena para quien no perteneciera a su círculo. Aquello era algo que Alexei admiraba, dado que era una regla que él tenía también para su propia vida. Una cosa era la imagen pública del hombre y otra era la familya, la vida más íntima, una vida de la que Leo había formado parte.

–¡Alexei!

Él levantó la cabeza. Sus ojos no expresaban emoción alguna.

Durante un segundo, no pudo recordar el nombre de ella.

–Tara –dijo por fin.

Ella no pareció darse cuenta del tiempo que él tardó en responder. Su hermoso rostro le estaba reportando varios millones de dólares al año por anuncios de belleza en lugar de una carrera de actriz que no había conseguido despegar.

–Todo el mundo te está esperando, cariño –dijo mientras se acercaba a él y le quitaba el periódico de las manos–. No tienes que mirar esa basura. Tienes que recobrar la compostura y poner un rostro firme a esta debacle.

Todo lo que ella decía tenía sentido, pero algo, un mecanismo importante entre su cerebro y sus sentimientos, había saltado. Muchos dirían que él no tenía sentimientos, al menos no sentimientos reales. Ciertamente no había llorado por Leo y Anais. Sin embargo, estaba surgiendo en él algo que su cerebro no iba a ser capaz de controlar. Algo que tenía su origen en el nombre de aquel niño escrito con tinta de periódico.

Kostya.

Huérfano.

Solo.

La debacle de Tara.

–Que esperen –replicó él fríamente–. ¿Y qué diablos es lo que llevas puesto? No estamos en un cóctel. Es una reunión familiar.

Tara soltó una carcajada.

–¿Familiar? Por favor, esas personas no son familia tuya –comentó mientras extendía la mano y rodeaba con ella la cintura de Alexei–. Tú tienes tanto sentimiento familiar como un gato, Alexei –afirmó mientras le ofrecía unos jugosos y rojos labios. Al mismo tiempo, la mano viajaba hacia la parte delantera del pantalón que él llevaba puesto–. Un gato montés, grande y salvaje –añadió. La mano se acomodó a lo que allí encontró–. ¿Hoy no te apetece jugar, cariño?

Su cuerpo había empezado a responder, pero el sexo no estaba en su agenda para aquel día. No había estado en la agenda desde el lunes, cuando Carlo, su mano derecha, le había dado la noticia a primera hora de la mañana. Recordó que se encendió la luz y que Carlo decía en voz baja los detalles de lo ocurrido. Se había sentido muy solo en aquella cama tan grande a pesar de que Tara había estado a su lado, perdida para el mundo bajo el velo de las pastillas que tomaba para dormir. Un cuerpo.

Había estado solo.

«No quiero volver a tener relaciones sexuales con esta mujer».

Le agarró el brazo y suave pero firmemente la giró hacia la puerta.

–Ve tú –le dijo al oído–. Vete con ellos. No bebas demasiado y toma –añadió, entregándole el periódico–. Deshazte de él.

Tara tenía los años suficientes para saber que estaba experimentando en sus carnes el rechazo de Alexei. No había esperado sentirlo nunca o, al menos, no tan pronto.

–Danni tenía razón. Eres un perfecto canalla.

Alexei no tenía ni idea de quién era Danni ni le importaba. Solo quería que Tara se marchara de la sala. Y de su vida.

Quería deshacerse de muchas personas.

Quería recuperar el control.

Controlar la situación y, principalmente, a sí mismo.

–¿Cómo diablos vas a poder tú cuidar de un niño? –le gritó Tara mientras se dirigía hacia la puerta.

Control. Alexei se giró para contemplar la costa de Florida a través de los amplios ventanales. Empezaría haciendo lo que tenía quehacer. Hablaría con los que le esperaban en el exterior. Hablaría con Carlo. Y, sobre todo, hablaría con Kostya, un niño de dos años. Sin embargo, primero tenía que atravesar el Atlántico para poder hacerlo.

–El búho y el gatito se fueron a navegar en un precioso barco verde –canturreaba Maisy con el cuerpo arqueado sobre el niño que yacía tumbado en la cuna.

Ella llevaba cantando ya un rato, después de haber estado leyendo media hora, por lo que tenía la garganta seca y la voz sonaba algo ronca. Sin embargo, merecía la pena verlo así, tan tranquilo.

Se incorporó y examinó la habitación para comprobar que todo estaba en su lugar. Efectivamente, la habitación infantil seguía siendo un lugar seguro para el pequeño. Desgraciadamente, en el exterior todo había cambiado. Para siempre.

Salió de puntillas y cerró la puerta. El escucha bebés estaba encendido y sabía por experiencia que el niño dormiría hasta después de medianoche. Era su oportunidad de comer algo y dormir un poco. No había dormido mucho en los últimos días.

Dos plantas más abajo, en la cocina, Valerie, el ama de llaves de los Kulikov, le había dejado un plato de macarrones con queso en el frigorífico. Maisy se lo agradeció profundamente mientras lo metía en el microondas.

Aquella semana, Valerie había sido un regalo de Dios. Cuando llegó la noticia del accidente, Maisy estaba en su habitación, haciendo las maletas para unas vacaciones que debía empezar el martes siguiente. Recordaba haber colgado el teléfono y haber tenido que sentarse durante unos minutos sin que pudiera ocurrírsele qué era lo que iba a hacer a continuación. Entonces, llamó a Valerie y la vida recuperó el movimiento.

Las dos mujeres habían esperado que las familias de Leo y Anais se presentaran en la casa, pero la vivienda, en una tranquila plaza de Londres, había permanecido vacía. Valerie trabajaba sus horas y regresaba a su casa por las noches mientras que Maisy cuidaba del pequeño y esperaba temblorosa la súplica que aún no había escuchado. Quiero a mi mamá

Los reporteros llevaban dos días frente a la casa. Valerie tenía echadas las cortinas y Maisy solo había sacado a Kostya una vez al parque privado que había al otro lado de la calle. Llevaba trabajando para los Kulikov desde que nació Kostya y vivía en la casa con ellos. Leo y Anais viajaban mucho y Maisy estaba acostumbrada a estar sola con Kostya durante semanas. Sin embargo, aquella noche, la casa estaba demasiado silenciosa, demasiado vacía. Maisy se sobresaltó con el sonido del microondas. Sacó los macarrones con manos temblorosas.

«Venga», se dijo mientras llevaba la comida a la mesa. No se molestó en encender las luces. Aquella penumbra le resultaba reconfortante.

Debería tener hambre. Debería comer algo para tener fuerza, pero no hacía más que revolver la comida. Aún podía ver a Anais en la cocina hacía una semana, riéndose con un dibujo que Kostya había hecho sobre el suelo. Era una jirafa con la cabeza de su mamá. Anais medía casi un metro ochenta y tenía unas piernas larguísimas, que habían sido el centro de su carrera como modelo. Resultaba evidente cómo su hijo la había visto desde su corta estatura.

Maisy recordaba perfectamente la primera vez que vio a Anais. Maisy había sido la empollona bajita y regordeta a la que la directora había elegido para que explicara a la delgada y altísima Anais Parker-Stone las reglas de St. Bernice. Anais no había sabido entonces que Maisy estudiaba en aquel exclusivo colegio femenino gracias a un programa del gobierno para personas sin recursos. Cuando lo descubrió, la actitud de Anais no había cambiado. Si Maisy había sido arrinconada por su humilde origen, Anais lo había sido por su altura.

Durante dos años, las dos chicas habían sido muy amigas hasta que Anais dejó el colegio a los dieciséis para comenzar su carrera de modelo en Nueva York. Dos años más tarde, era famosa en todo el mundo.

A medida que Maisy fue madurando, fue perdiendo kilos, ganando cintura y más longitud en las piernas. Sus curvas se convirtieron en uno de sus mejores rasgos. Se marchó a la universidad, pero lo dejó al poco de empezar. Su único contacto con Anais había sido a través de las revistas en las que Anais aparecía. Cuando Maisy se encontró con ella en Harrods, Anais se puso muy contenta al verla. La había abrazado y se había puesto a saltar como una adolescente. Como una adolescente embarazada. Tres meses después, Maisy estaba en Lantern Square con un niño recién nacido en brazos y una Anais completamente abrumada, que no dejaba de llorar y amenazaba con matarse y que trataba de escapar de la casa en cuanto podía. Nadie le había explicado nunca que la maternidad no era algo temporal, sino que era algo para toda la vida.

Desgraciadamente, había resultado ser una vida muy corta. Maisy suspiró y dejó de fingir que iba a comer. Apartó el plato. Había llorado por su amiga. Había llorado por el pequeño Kostya. Había creído que aquellas lágrimas terminarían por secarse. Parecían haberlo hecho en aquel mismo instante.

Tenía una serie de consideraciones más urgentes.

Cualquier día, un abogado de los Kulikov, aunque más probablemente de los Parker-Stone, se presentaría en la casa. Alguien se llevaría a Kostya. Maisy no sabía nada de los Kulikov, aparte de que Leo era hijo único y que sus padres habían muerto. Sin embargo, recordaba a Arabella Parker-Stone, que había visto a su nieto en una ocasión, unos pocos días después del nacimiento del niño. Había sido una breve visita, en la que se produjeron duras palabras entre Anais y ella.

–La odio, la odio –había sollozado Anais después contra un cojín mientras Maisy tenía a Kostya en brazos.

Arabella había disgustado a todo el mundo. Sin embargo, la cabeza le había empezado a fallar y, en aquellos momentos, se encontraba en una residencia. Evidentemente, Kostya no iba a ir a vivir con su abuela.

Maisy no sabía si iba a poder entregarle a Kostya a un desconocido. El día anterior se le había pasado por la cabeza secuestrar al pequeño. Le había parecido algo posible, pero, ¿cómo iba a conseguir salir adelante? No tenía trabajo y lo único que sabía hacer era cuidar de los enfermos, los ancianos y los niños. Su vocación era amar al niño que dormía dos pisos más arriba. Kostya se había convertido en su familia. Era suyo. De algún modo, encontraría la manera de quedarse con él. Seguramente, quien se hiciera cargo de él necesitaría una niñera… ¿Acaso no sería cruel separarlos?

Respiró profundamente y se apartó el cabello del rostro. Volvió a acercar el plato y, tras apoyar la cabeza sobre una mano, comió un poco de pasta.

Un movimiento, y no un sonido, la sacó de sus tristes pensamientos. Algo se movió a un lado y la hizo levantar la cabeza.

Había alguien en la casa.

Se quedó completamente inmóvil escuchando atentamente.

En aquel momento, dos hombres entraron en la cocina. Mientras ella trataba de sobreponerse, tres más bajaron rápidamente por las escaleras y otros dos entraron por la puerta del jardín. El hecho de que todos fueran ataviados con trajes no reconfortó en modo alguno a Maisy. La cuchara se le cayó de la mano y se levantó precipitadamente.

El más bajo de los hombres se dirigió hacia ella y le dijo:

–Ponga las manos detrás de la cabeza. Al suelo.

Un hombre más corpulento, más alto, más esbelto y más joven apartó al primero y le dijo algo bruscamente en un idioma extranjero.

Maisy contemplaba la escena boquiabierta. El shock de lo ocurrido le impedía reaccionar o gritar.

–Inglés, Alexei Fedorovich –dijo otro de los hombres, de una altura y una corpulencia casi aterradoras.

«Dios santo, es la mafia rusa».

Aquel pensamiento histérico coincidió con el movimiento que el hombre más joven hizo hacia ella. El cuerpo de Maisy reaccionó por fin para protegerse. Agarró la silla y se la arrojó con todas sus fuerzas. Entonces, gritó.

Capítulo 2

ALEXEI –dijo una voz a su lado–, tal vez deberíamos esperar.

Alexei ni siquiera miró a Carlo Santini. Él no esperaba.

La vio inmediatamente, una figura inclinada sobre un plato de pasta, sentada en la oscuridad. Ella pareció presentir su presencia porque levantó la cabeza. Durante un instante, él se había visto abrumado por la vulnerabilidad que suavizaba los rasgos de aquella mujer mientras trababa de comprender qué era lo que ellos hacían allí. También le había dado la impresión de fragilidad y feminidad, a pesar de la ropa que llevaba puesta.

En el momento que más de sus hombres se habían presentado en la cocina, ella había reaccionado inesperadamente. Aquellos hombres lo protegían a él, pero ella no podía saberlo.

Después de arrojar una silla, se había metido debajo de la mesa. Alexei lanzó una maldición y apartó la mesa para sacarla y tomarla entre sus brazos. Ella demostró su terror comenzando a dar patadas y a revolverse contra él. Mejor con él que con un miembro de su equipo de seguridad, que se sentiría menos inclinado a ser amable con ella.

–No voy a hacerle daño –dijo–. Cálmese. Nadie desea hacerle daño.

Maisy levantó la cabeza y lo miró. Tenía los ojos azules, con largas pestañas. Eran muy hermosos. Sus pómulos eran afilados, muy propios de un hombre de origen eslavo. Evidentemente, llevaba varios días sin afeitarse, pero olía bien. El aroma de su colonia se mezclaba con otro olor más cálido, más masculino, más atrayente. Poco a poco, sintió menos deseos de luchar porque su sentido común le decía que, efectivamente, aquel hombre no quería hacerle daño. Además, sus sentidos estaban comenzando a verse sobrecargados con otros mensajes.

Alexei notó el cambio que se producía en ella. Esperaba a que él reaccionara de algún modo. De mala gana, la soltó.

–Habla con ella –dijo a uno de los que le acompañaban.

Maisy miró al otro hombre. Era más bajo, de más edad e iba impecablemente vestido. El hombre dio un paso al frente e inclinó la cabeza a modo de saludo.

–Buenas noches, signorina. Me disculpo por la intrusión. Mi nombre es Carlo. Trabajo para Alexei Ranaevsky.

Maisy giró la cabeza para mirar al más joven. El pulso comenzó a latirle alocadamente.

–Necesito saber dónde está el niño –afirmó.

Maisy sintió que su alocado pulso se detenía en seco. Sintió que el vello se le ponía de punta.

Al ver que ella no contestaba, Alexei perdió la paciencia.

–Voy a llevarme al hijo de Leonid Kulikov. Necesito que me muestre dónde está.

–No –replicó ella.

–¿No? ¿No? –repitió él con incredulidad.

–No voy a dejar que se acerque usted al hijo de los Kulikov. ¿Quién diablos se cree usted que es?

Aquella gatita parecía capaz de arañar. Muy a su pesar, Alexei sintió que su libido comenzaba a despertar.

–Soy Alexei Ranaevsky, su tutor legal.

La mirada de Maisy recorrió involuntariamente el ancho torso y hombros de Alexei Ranaevsky. Entonces, se prendió en su rostro. Tenía el cabello oscuro, rizado y muy corto. Su imagen era lo más cercano a la perfección que Maisy había podido contemplar nunca.

A pesar de que debería haberse sentido aliviada, se le hizo un nudo en el estómago.

Aparentemente, Alexei había dicho todo lo que iba a decirle porque se dio la vuelta y se dirigió a la escalera.

–¡Espere! –le gritó Maisy con ansiedad, pero no consiguió detenerlo.

Subió las escaleras corriendo detrás de él mientras le decía que no debía despertar a Kostya, pero él la ignoró completamente. Cuando él llegó a la planta en la que se encontraba la habitación del niño, ella se lanzó sobre él para detenerlo.

–Por favor, deténgase.

Alexei se detuvo al sentir que los brazos de aquella mujer le rodeaban la cintura y lo agarraban de la chaqueta. Ella tenía la respiración muy acelerada y algunos de los rizos de su cabello se habían soltado. Con aquel rubor que le cubría las mejillas, resultaba mucho más misteriosa de lo que le había parecido a primera vista. También, parecía estar muy preocupada.

–No voy a permitir que usted vea a Kostya hasta que me diga lo que está pasando.

–Ya sabe todo lo que tiene que saber –replicó él con una voz más fría aún que sus ojos–. Soy su tutor legal. Apártese.

–¿O qué? ¿Hará que me aparte uno de sus matones? –le desafió Maisy. Se sentía furiosa por la actitud engreída de aquel hombre. Aquella no era su casa. Kostya no era su hijo. Y ella, ciertamente, no era un felpudo para que él pudiera pisarla.

–¿Cocina usted aquí? ¿Limpia? –le espetó él–. Porque, francamente, yo no explico mis actos a los sirvientes.

–Soy la niñera –replicó ella.

Él lanzó una maldición y la miró con suspicacia.

–¿Por qué diablos no lo ha dicho antes?

–No estaba segura de lo que estaba pasando. Quiero que me explique exactamente qué es lo que tiene intención de hacer –afirmó ella, irguiéndose todo lo que pudo para sacarle el máximo partido a su metro sesenta y cinco.

Sin embargo, él no parecía dispuesto a explicarle nada. Parecía más inclinado a zarandearla. De hecho, parecía como si no se pudiera creer que estuviera hablando con ella. Entonces, el llanto de un niño rompió el silencio.

–Konstantine.

–Kostya.

Los dos hablaron a la vez. Maisy lo desafió a apartarla, pero él dudó. No estaba seguro de lo que hacer con un niño de dos años que había empezado a llorar. Maisy aprovechó la oportunidad y entró en la habitación primero, aunque él la seguía muy de cerca. Entonces, dudó y se dio la vuelta. Su nariz rozó el amplio torso de él. El enorme cuerpo de Alexei se tensó y ella se acobardó. Tenía que dejar de tener contacto físico con él. Aquel hombre iba a pensar que le ocurría algo. A pesar de que dio rápidamente un paso atrás, un escalofrío le recorrió el cuerpo.

–Escuche –dijo mientras trataba de recuperar la compostura–. Quédese aquí. Si ve a un extraño, se va a asustar.

–Está bien.

Maisy entró en la habitación, que estaba iluminada muy débilmente con una luz de acompañamiento que había cerca de la cuna. Kostya estaba de pie, con el rostro húmedo y enrojecido. Estaba llorando, pero dejó de hacerlo cuando vio lo que quería. Extendió los bracitos hacia Maisy. Ella se acercó rápidamente a la cuna.

–¡Maisy! –dijo claramente.

Ella lo sacó de la cuna con dificultad. Era un niño muy grande para su edad. Se sentó en el sillón y acunó al pequeño entre sus brazos.

Alexei entreabrió la puerta y los observó desde el umbral. No había esperado sentirse conmovido en modo alguno por ver a una mujer con un niño en brazos. Ella parecía sentirse cómoda con la situación de un modo que él sabía que jamás lo estaría con un niño tan pequeño. Suponía que el instinto maternal era algo innato para algunas mujeres, porque ciertamente no lo había sido para ninguna de las que él había conocido.

Este hecho era algo que él tenía en común con todas ellas. Nunca había sentido interés alguno por los hijos de sus amigos. De hecho, era el padrino de Konstantin y solo lo había visto en una ocasión: en el día de su bautismo en la iglesia ortodoxa rusa de Londres.

–No sabía que sería tan… pequeño –dijo en voz muy baja para no asustar al niño.

Maisy acarició la cabeza de Kostya cuando el niño se giró para ver quién había hablado. Maisy se dio cuenta de que aquella voz se parecía mucho a la de su padre. Tal vez era algo más profunda, pero con el mismo modo de pronunciar las palabras, lo que denotaba que el inglés no era su idioma materno.

–Papá –susurró el niño.

–No, no es papá –dijo Maisy, con un nudo en la garganta.

Alexei se acercó muy lentamente y se agachó al lado del sillón para que ni su altura ni su corpulencia asustaran al pequeño.

–Hola, Kostya. Soy tu padrino, Alexei Ranaevsky.

De repente, aquellas palabras hicieron recordar a Maisy. El padrino de Kostya. ¿Cómo había podido olvidarse? El día del bautizo de Kostya, ella había estado en cama con fiebre, pero la au pair le había descrito con todo detalle a Alexei Ranaevsky.

–Usted le dormirá y yo la esperaré fuera.

Aquella orden iba acompañada de una voz aterciopelada. A pesar de todo, Maisy se preguntó si Alexei Ranaevsky alguna vez pedía permiso para algo.

Cuando salió de la habitación, la casa parecía estar de nuevo vacía. El personal de seguridad de Alexei Ranaevsky parecía haberse evaporado, aunque ella dudaba que estuvieran muy lejos. Se detuvo en lo alto de la escalera para escuchar.

–Estoy aquí –dijo una voz desde el otro lado del pasillo.

Maisy siguió la voz hasta llegar a su propio dormitorio. Dudó antes de entrar. Alexei estaba junto a la ventana y parecía llenar la habitación con su presencia. En medio de aquella decoración tan femenina, parecía estar completamente fuera de lugar.

–Siéntese –le ordenó él.

–Preferiría permanecer de pie.

–He dicho que se siente.

Maisy se sentó en su cama.

Alexei se frotó la barbilla y se preguntó por qué, después de cuatro días de abstinencia y de un total desinterés en el sexo por primera vez en su vida adulta, su libido parecía haberse despertado en todo su apogeo en el momento en el que su cuerpo había entrado en contacto con el de ella.

Aquella mujer no parecía tener cintura bajo aquel enorme jersey de lana, pero Alexei recordó que sí tenía. Del mismo modo, sabía que sus senos serían suaves y redondos y que sus caderas y trasero se mostrarían rotundos entre sus manos. Tenía el cabello mucho más largo de lo que parecía dado que lo llevaba recogido. Era largo y rizado. Hundiría las manos en aquella melena cuando ella estuviera de rodillas ante él…