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Cuanto más cerca estaba de él… más grietas aparecían en la armadura tras la que se escondía. El playboy más deseado de Italia, Gianluca Benedetti, no reconocía a Ava Lord, aquella preciosa dama de honor que le había robado el aliento siete años antes, pero le bastó con mirar esas curvas una vez para identificar a la joven que había estado en su cama tanto tiempo atrás. Un beso furtivo desató el frenesí de los medios y Gianluca no tuvo más remedio que llevársela a la costa de Amalfi para ahogar el escándalo. Asimilar esa pasión reencontrada era difícil y Ava se dio cuenta del peligro que corría si abría su corazón…
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Seitenzahl: 188
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Lucy Ellis
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Placer peligroso, n.º 2304 - abril 2014
Título original: A Dangerous Solace
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4306-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Gianluca Benedetti examinó aquel traje sin forma y después miró a la mujer que lo llevaba puesto. Sin el sombrero de ala ancha y con el pelo suelto tal vez hubiera tenido cierto potencial. Había materia prima. Era alta, tenía unas piernas bonitas y había un entusiasmo en ella que parecía querer esconder.
Se fijó en sus zapatos. No encajaban con la imagen que daba. Eran unos zapatos de tacón bajo muy elegantes, descubiertos en la parte de atrás y sujetos con una tira de cuero rojo. Un complicado nudo de flores rojas de seda le tapaba los dedos de los pies. Era un calzado femenino y exquisito. La mujer que los llevaba, en cambio, no era ninguna de esas cosas.
–¡Devuélvame mi dinero!
Su voz era clara, afilada. Estaba muy enfadada. Por su acento Gianluca sabía que era australiana.
El hombre le estaba dando evasivas. En la concurrida calle comercial, la gente empezaba a mirarla al pasar por su lado. Estaba delante del quiosco; una bomba de relojería a punto de estallar.
El pie que temblaba de pura indecisión sobre el pavimento dio un golpe en el suelo de repente.
–No me voy a ninguna parte hasta que me devuelvan el dinero. Avisé a la empresa con cuarenta y ocho horas de antelación. En la página web dice claramente que se devuelve el dinero si se avisa con veinticuatro horas de antelación.
Gianluca cerró el estado de los mercados europeos, se guardó el teléfono y se alejó de la puerta de su cafetería favorita de Roma.
Su abuela siciliana le había enseñado que siempre debía ser amable con las mujeres.
–Signora, ¿puedo ayudarla en algo?
Ella ni siquiera se molestó en darse la vuelta.
–No soy signora. Soy signorina. Y no. No puede ayudarme. Soy perfectamente capaz de ayudarme a mí misma. Ya puede buscar a otra turista idiota a la que ofrecer sus servicios.
Gianluca se acercó más. Llevaba una fragancia muy sutil, floral, algo demasiado femenino para una mujer tan agresiva.
–¿Mis servicios?
–Gigoló. Escort. Acompañante de mujeres. Váyase. No quiero.
Gianluca se quedó inmóvil. ¿Le había tomado por un gigoló?
La miró de arriba abajo. Ni siquiera se había dado la vuelta para mirarlo. El sentido común le decía que debía encogerse de hombros sin más y seguir su camino.
–Bueno, signorina... A lo mejor debería recordar lo que es ser mujer.
–¿Disculpe?
Se dio la vuelta por fin y ladeó un poco la cabeza para mirarlo. A Gianluca se le borraron todos los prejuicios nada más ver su rostro.
Esa ropa informe, su tono de voz... La había tomado por alguien mayor, sin atractivo... Pero tenía una piel de porcelana, unos pómulos exquisitos y los labios más irresistibles que había visto jamás. ¿Por qué llevaba esas gafas de pasta blanca tan horribles?
–¡Eres tú!
Gianluca arqueó una ceja.
–¿Nos conocemos?
Le había ocurrido alguna vez a lo largo de los años. Su pasado como jugador de fútbol le había proporcionado cierta fama más allá de los circuitos habituales de la alta sociedad de Roma.
La joven cascarrabias dio un paso atrás.
–No –dijo rápidamente.
Gianluca se dio cuenta de que miraba a su alrededor como si quisiera escapar. Un músculo palpitaba en la base de su garganta. De repente emitió un sonido de auténtico pánico.
Cuando la miró a los ojos, algo ocurrió entre ellos. Una descarga de pura sexualidad les recorrió por dentro. Dio un paso hacia delante, pero ella permaneció quieta. Levantó la barbilla y abrió los ojos, como si esperara algo, algo de él, algo que no era capaz de identificar.
Gianluca supo que era el momento de poner fin a todo aquello. ¿Cómo se le había ocurrido pararse en mitad de la calle para ayudar a una desconocida furiosa? Tenía una reunión a la que asistir al otro lado de la ciudad. Hizo lo que tendría que haber hecho cinco minutos antes, al salir de la cafetería.
–Bueno, que disfrute de su estancia en Roma, signorina.
Avanzó unos metros, pero entonces se dio la vuelta. Ella seguía allí, envuelta en esa horrorosa chaqueta, con esos pantalones tan poco favorecedores... Y sin embargo...
Gianluca se estaba fijando en otras cosas, en su nariz, ligeramente enrojecida, en la expresión agitada de su rostro. Había estado llorando.
Algo vibró en su interior. Un recuerdo.
Él no era de los que se dejaban conmover por el llanto de una mujer. Esa era la mejor herramienta de manipulación del sexo femenino. Había aprendido muy bien la lección con su madre y sus hermanas. Sin embargo, en vez de alejarse por fin, fue hacia el quiosco y leyó el letrero. Se trataba de Fenice Tours, una filial de la agencia de viajes con la que Benedetti International hacía negocios. Sacó el teléfono móvil, tecleó el número y le dijo al empleado del quiosco que tenía sesenta segundos para devolverle el dinero del billete a la turista si no quería que le cerraran el negocio. Tras haber dado unas cuantas instrucciones, le entregó el teléfono. El quiosquero lo aceptó con una mirada escéptica, pero su expresión no tardó en cambiar. Al otro lado de la línea, la voz furiosa del jefe era como el zumbido de un molesto moscardón.
–Mi scusi, principe. Fue un malentendido –dijo el empleado, tartamudeando.
Gianluca se encogió de hombros.
–Discúlpese con la señorita, no conmigo.
–Sí, sí. Scusa tanto, signora.
Apretando los dientes, la joven aceptó el dinero. Sorprendentemente, ni siquiera se molestó en contarlo. Se lo guardó todo en el bolso sin decir ni una palabra.
–Grazie –dijo, como si le arrancaran las palabras.
No había motivo para quedarse más tiempo. Gianluca estaba junto a la acera, abriendo la puerta de su lujoso deportivo, pero algo le hizo mirar atrás.
Ella le había seguido y le observaba con atención. Su expresión casi era cómica. Se debatía entre la curiosidad, el resentimiento y algo más...Y fue esa emoción inidentificable lo que le impidió subir al vehículo.
–Disculpe –su voz sonaba rígida–. Siento curiosidad.
Gianluca podía sentir su mirada. Escudriñaba su rostro como si buscara algo.
–¿Hubiera podido cerrar el negocio de verdad? –levantó un poco la barbilla. Un hoyuelo apareció en su mejilla.
La mecha de la sospecha se encendió de repente. ¿Dónde había visto ese gesto antes?
Gianluca esbozó una sonrisa tensa, una que no le llegaba a los ojos.
–Signorina, estamos en Roma. Yo soy un Benedetti. Todo es posible –dijo y subió al coche.
¿Qué era lo que había visto en su rostro? No era sorpresa, ni respeto, sino ira.
Aunque la razón le dijera otra cosa, Gianluca giró el volante y dio media vuelta.
Ava seguía junto a la acera cuando el flamante deportivo se perdió entre el tráfico. La conmoción reverberaba por todo su cuerpo.
Benedetti.
Se suponía que las cosas no tenían que ser así. Eso era lo único en lo que podía pensar.
Ya le había ocurrido algunas veces a lo largo de los años, pero siempre había sido una falsa alarma. Eran momentos en los que una voz profunda y un acento italiano la invitaban a darse la vuelta. Sus sentidos se agudizaban, pero la realidad siempre se imponía. Y estaba claro que la realidad acababa de darle una bofetada. Todo cayó sobre ella como una avalancha de nieve, el recuerdo de esa muñeca bronceada, sobre el contacto de una rugiente Ducati, sus brazos alrededor de aquella cintura musculosa, dos jóvenes que escapaban de una boda en la que no tenían interés alguno, aquella noche de verano, siete años antes...
Se recordaba a sí misma, al día siguiente, a primera hora de la mañana, tumbaba sobre la hierba del monte Palatino, con el vestido arrugado alrededor de la cintura. Él estaba sobre ella. El peso de su cuerpo duro y musculoso era algo que jamás había podido olvidar. Y habían repetido una hora más tarde, en una cama que había pertenecido a un rey, en un palacio de cuento de hadas, una y otra vez, hasta el amanecer. Jamás había olvidado aquel día, sus halagos, sus caricias... A media mañana, bajo el resplandor de un sol brillante, se había escabullido del palacio, como Cenicienta, sin que nadie la viera. Y también se había dejado los zapatos.
Descalza, con su vaporoso vestido azul subido hasta las rodillas, había echado a correr. Tenía el cuerpo dolorido. Estaba feliz y triste al mismo tiempo. En algún momento había parado un taxi y se había alejado de allí como alma que lleva el diablo, sabiendo que aquello no iba a volver a pasar. Había sido un momento único, fuera del tiempo y del espacio.
Al día siguiente había regresado a Sídney, dando por hecho que jamás volvería a verle.
Ava se alejó de la acera. Esos recuerdos de adolescencia no iban a arruinarle el plan. Hasta ese momento lo había manejado todo muy bien, demasiado bien, tal vez. ¿No se suponía que debía tener el corazón roto? Todas las mujeres lo habrían tenido en un momento como ese. Su novio de toda la vida la había dejado justo cuando esperaba una propuesta de matrimonio, y había ido a buscarle a una ciudad extranjera. Lo que le había pasado era suficiente para poner a prueba los nervios de cualquier mujer, pero ella estaba hecha de otra pasta.
Y era precisamente por eso que iba de camino hacia las escaleras de la Plaza de España, para unirse a una visita turística por emplazamientos de relevancia literaria.
Ava se bajó el sombrero hasta taparse bien la cabeza. Definitivamente no iba a dejar que esa aparición del pasado se interpusiera en su camino.
¿Qué importancia tenía que tuviera el vestido guardado en un rincón del armario? ¿Qué importancia tenía que estuviera en Roma? Era una ciudad como otra cualquiera.
Lo tenía todo bajo control. ¿Qué era lo que buscaba? Consultó el mapa. La Piazza di Spagna.
Ignorando los latidos desbocados de su corazón, siguió adelante. No iba a buscar la dirección del Palazzo Benedetti en la guía. Podía fingir que la idea no se le había pasado por la cabeza. Tenía que recoger ese coche de alquiler al día siguiente y dirigirse al norte lo antes posible.
Miró a su alrededor, confundida. Había entrado en una plaza que no reconocía. ¿Dónde estaba?
–Estás loco –murmuró Gianluca entre dientes.
Estaba parado en un extremo de la pequeña plaza. La había seguido. Había cambiado de sentido lo antes posible y había ido tras esos zapatos rojos. ¿Pero qué estaba haciendo? Gianluca Benedetti no perseguía a las mujeres, y mucho menos a esa clase de mujer que llevaba pantalones de hombre y una blusa de seda abotonada hasta la barbilla. No era su tipo y, sin embargo, allí estaba. Podía verla, andando de un lado a otro sobre los adoquines. Tenía algo entre las manos. Parecía un mapa, por la manera en que lo sujetaba.
De repente le sonó el teléfono.
–¿Dónde estás? –le preguntó Gemma. Sonaba ligeramente exasperada.
«Persigo a una turista».
–Estoy en un atasco.
Miró el reloj. Llegaba muy tarde. ¿Qué estaba haciendo allí?
–¿Qué les digo a los clientes?
–Que esperen un poco. Voy de camino.
Se guardó el móvil y tomó una decisión. Mientras cruzaba la plaza, se preguntaba qué estaba a punto de hacer. Ella caminaba hacia atrás. Trataba de averiguar el nombre de la plaza leyéndolo en la placa que estaba en la pared. Podría haberle dicho que no se molestara. Era el nombre del edificio.
Tropezó con él.
–Oh, lo siento –dijo con educación, dándose la vuelta.
Sus miradas se encontraron. Durante una fracción de segundo, Gianluca se preguntó si llevaba lentillas de color, pero el resto de su atuendo le hizo descartar la idea.
El color de sus ojos era natural, verde como el mar, uno de esos colores que cambiaba con la luz. Esos ojos, esos labios, un cuerpo suave y delicioso que le había sido arrebatado cuando más lo necesitaba... El resto de sus facciones se dibujó de repente alrededor de esos ojos inusuales.
–¡Tú!
La joven retrocedió, horrorizada. Lo agarró del brazo, como para no dejarle ir.
La última vez que la había visto prácticamente había escapado de su cama. Era tal la prisa que había tenido que se había dejado los zapatos. Un resentimiento inesperado rebotó como una bala perdida por todo el cuerpo de Gianluca. ¿Qué estaba haciendo en Roma? ¿Qué estaba haciendo en su vida de nuevo? Entrecerró los párpados y le clavó la mirada.
–¿Me estás siguiendo? –le preguntó ella en un tono acusador.
–Sí. Parece que está perdida, signorina –le dijo, mirándola de arriba abajo–. Y como ya nos conocemos bien...
Su expresión de terror no hacía más que aumentar. Gianluca sintió una gran satisfacción.
–Déjame ayudarte un poco más –añadió, tuteándola.
Ella alzó la barbilla y se puso erguida.
–¿Te dedicas a esto? ¿A seguir a mujeres por la ciudad, obligándolas a aceptar tu ayuda?
–Parece que tú eres la excepción que confirma la regla. Normalmente dejo que se las arreglen solas.
–¿A ti te parece que no soy capaz de arreglármelas yo solita?
–No. Me parece que estás perdida.
Ella frunció los labios y miró el mapa. No sabía qué hacer. La indecisión estaba escrita en su rostro.
Gianluca sabía que cualquier hombre sensato se hubiera alejado en ese momento. Sabía exactamente quién era ella. Siete años antes se había hecho muchas ilusiones románticas con ella, pero todas se habían desvanecido a la luz del día. Además, había cambiado mucho. No era una mujer a la que mereciera la pena mirar dos veces.
Pero allí estaba él de todos modos, y era incapaz de dejar de mirarla.
–Ya es demasiado tarde –murmuró ella–. Me he perdido el comienzo de la visita –añadió, como si fuera culpa suya.
Gianluca esperó.
–Se suponía que nos íbamos a reunir en las escaleras de la Plaza de España –añadió ella con reticencia.
–Ya veo –Gianluca decidió ir al grano–. Eso está por aquí –dijo, señalando–. Gira a la izquierda y después a la derecha.
Ava trataba de seguir sus instrucciones y no tenía más remedio que mirarlo. Se puso esas horribles gafas de sol, aunque el cielo estaba nublado.
Sintiéndose más segura detrás de las lentes oscuras, levantó el rostro con un gesto desafiante.
–Supongo que debería darte las gracias.
–No hace falta.
Aunque sabía que lo que estaba a punto de hacer le acarrearía innumerables complicaciones, Gianluca se sacó una tarjeta de la chaqueta, le agarró una mano y se la puso sobre la palma.
Ella se soltó con brusquedad y le clavó la mirada.
–Si cambias de idea respecto a lo de darme las gracias, estaré en Rico’s Bar esta noche alrededor de las once. Es una fiesta privada, pero dejaré tu nombre en la puerta. Que disfrutes de la visita.
–Ni siquiera sabes mi nombre –le gritó ella cuando ya se marchaba.
Gianluca sintió un nudo en el estómago. Si lo hubiera sabido siete años antes, aquel día singular habría caído en el olvido. Otra chica más, otra noche más. Pero no había sido una noche más.
Aquel día estaba grabado con fuego en su mente, en su memoria, y la mujer que tenía delante era el mayor de sus recuerdos. Apretó los puños.
La miró con desdén.
–¿Qué te parece Strawberries? –le dijo.
Ella se bajó las gafas de sol y lo miró por encima de ellas. Podía ser una oponente formidable. De eso no había duda.
Gianluca subió al coche y arrancó. Sus nudillos estaban más blancos que nunca sobre el volante, pero eso no demostraba nada.
Ava se obligó a bloquear todos los pensamientos y siguió sus instrucciones. Era la primera vez que veía las escaleras de la Plaza de España en siete años. A pesar de la multitud, logró encontrar a su grupo y se sumó a ellos.
Él la había seguido.
«Sí, pero le gustan las mujeres. Ese es su modus operandi. Ve a una chica. Y toma lo que quiere... Te ha visto a ti. Te quiere a ti».
Ava trató de concentrarse en lo que decía el guía acerca de la muerte de Keats, pero solo podía pensar en ese local al que la había invitado. Se moría por ir, para volver a verle de nuevo.
Cerró los ojos y tomó una decisión. Ella no era de las que se acostaban con cualquiera, pero los tipos como Benedetti no querían más que aventuras, una noche, unas pocas horas, pura diversión para él.
«Te gustó. Te vio. Te desea».
No tenía ningún motivo para exponerse y salir herida.
«No es que tengas nada que perder. Eres una mujer soltera y estás en Roma».
Durante una fracción de segundo su fuerza de voluntad se resquebrajó. Más allá de la multitud y del ruido del tráfico estaba la ciudad propiamente dicha, grabada en su mente gracias a innumerables películas de Hollywood como Bella Italia, donde a las chicas les pasaban cosas maravillosas si tiraban monedas a una fuente. Y a veces esas cosas sí pasaban, pero ella había leído mal las señales.
Siempre lo hacía mal. Pero no estaba dispuesta a cometer el mismo error otra vez.
Las emociones se desbordaron inesperadamente, bloqueándole la garganta. Le costaba respirar. Había vuelto a llorar esa mañana, y ella nunca lloraba. Ni siquiera lo había hecho con la llamada de Bernard, tres días antes. Estaba en el aeropuerto de Sídney y su vuelo salía una hora después. La había llamado antes de partir para decirle que no iría a Roma.
Había encontrado a otra chica y con ella sí tenía la pasión que nunca había sentido a su lado. Eso le había dicho.
Había sido un golpe bajo, impropio de Bernard. Nunca se había mostrado muy atento a sus sentimientos, pero hasta ese momento Ava había creído que ambos compartían el peso de la culpa por el sexo insulso que tenían.
Se había equivocado, no obstante. Al parecer, toda la culpa era de ella.
–¿Pasión? –le había gritado por el teléfono–. Podríamos haber tenido pasión. ¡En Roma!
Llevaba dos días en Roma. Había pasado dos noches encerrada en el hotel, haciendo uso del servicio de habitaciones y enganchándose a una telenovela italiana. Sin embargo, poco a poco una idea empezaba a tomar forma. Había escogido Roma por motivos que nada tenían que ver con Bernard. Sospechaba que había una añoranza en su interior. Anhelaba una vida distinta, romántica. Pero era inútil. Eso solo existía en las películas, no en la vida real, y mucho menos en la suya. Esa lección la había aprendido pronto en la vida, con la ruptura del matrimonio de sus padres. Su madre, enferma mental y pensionista, les había sacado adelante haciendo un gran esfuerzo.
Ava había aprendido entonces que una mujer solo podía sobrevivir siendo económicamente independiente. Y había trabajado duro para lograr sus objetivos. Sin embargo, su vida social se había quedado en el camino y había terminado cometiendo dos errores estúpidos. El primero de ellos había tenido lugar siete años antes, y el segundo había sido convencerse a sí misma para casarse con un hombre al que no amaba. Bernard no era el hombre adecuado para ella, pero tampoco lo era un jugador de fútbol que pensaba que podía llevarse a cualquier chica a la cama para luego deshacerse de ella como si fuera un juguete roto.
Abrió el puño. Sobre la palma de la mano tenía la tarjeta que él le había dado. Llevaba media hora con ella. La miró con atención y leyó el nombre y los números de contacto. Un recuerdo se le clavó entre las costillas como un estilete. Todos esos números... Había tecleado esos números antes, pero ninguno de ellos le había llevado hasta él.
Sacudiendo la cabeza, Ava se apartó del grupo. Iba a volver al hotel.
Todo era un desastre y era culpa de él, no de Bernard.
¿Cómo había podido salir con Bernard durante dos años? ¿Cómo se le había ocurrido preparar unas vacaciones románticas con la esperanza de obtener una propuesta de matrimonio? Los billetes de avión, el hotel de lujo, la visita a La Toscana... Todo había sido una locura.
¿Cómo había sido capaz de preparar un escenario romántico para un hombre al que no amaba en una de las ciudades más hermosas del mundo? El corazón de Ava empezó a latir sin ton ni son, porque la respuesta a esa pregunta estaba en su mano.
¿Qué estaba haciendo en Roma de nuevo?
Esa era la pregunta del millón y Gianluca no podía dejar de pensar en ello. La fiesta estaba en su apogeo. Era una reunión de bienvenida para su primo Marco y su recién estrenada esposa. Pero Gianluca no hacía más que escudriñar la plaza en busca de cierta mujer morena.
No había podido sacársela de la cabeza en todo el día. No era aquella jovencita que se había tumbado con él sobre la hierba tantos años antes la que lo atormentaba, sino esa mujer furiosa que parecía estar en contra del mundo. Había olvidado cómo ser mujer, y parecía que lo había hecho a propósito.
Sonrió ligeramente. Se preguntó si sería difícil recordarle cómo ser mujer. Teniendo en cuenta la química que había entre ellos, no tendría que ser difícil. La rabia era un afrodisiaco poderoso.
La sonrisa se le borró de la cara. Sus padres llevaban esa clase de relación, volátil, voluble, pasional. Su madre, como buena siciliana, desplegaba todo su talento dramático y su padre se dedicaba al sabotaje. Le racionaba el dinero, le negaba las joyas de la familia, le impedía alojarse en los numerosos palacios que la familia tenía por todo el país.
El matrimonio era muy recomendable.