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Bianca 3053 Invitó a su enemiga a su jet privado… ¡Y a su cama! El multimillonario Mateo Marin no quería saber nada de la arqueóloga Evelyn Edwards, la bella ayudante de su difunto padre. Y menos cuando siempre anteponían el trabajo a la felicidad de la familia. Así que, cuando Evie se coló en su fiesta de cumpleaños, él se mostró indignado, al mismo tiempo que se sintió atraído por ella, de un modo inexplicable. Para Evie, su reputación a nivel profesional era muy importante y necesitaba que Mateo le ayudara a salvarla. No obstante, embarcarse con él en una misión alrededor del mundo era más de lo que la inocente Evie hubiera esperado. Desde España a Shangái, cada ciudad les ofrecía una aventura distinta. Sin embargo, había algo constante: ¡la embriagadora atracción que había entre ellos!
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Seitenzahl: 177
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Pippa Roscoe
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor pirata, n.º 3053 - diciembre 2023
Título original: His Jet-Set Nights with the Innocent
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411804646
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
PARA muchos fue una sorpresa que Evie Edwards no odiara la sala que le habían asignado para sus clases. En un extremo del campus de Londres, junto a las escaleras traseras del edificio más pequeño, en un pasillo con pocas luces en funcionamiento, había una puerta que parecía la entrada a un almacén, con un cartel que indicaba: Aula 4.
Aunque se consideraba que aquella sala era un aula, no lo parecía. Había sillas de plástico negro colocadas en filas, formando un semicírculo y una pizarra que parecía más la de una sala de juntas que la de una clase. El tema era que Evie tampoco parecía formar parte del Departamento de Arqueología de la University of South-East de Londres.
A los veinticinco años se le podía confundir con una estudiante de postgrado o con una ayudante de cátedra algo que a Evie no le gustaba demasiado. Ella nunca había encajado del todo, después de terminar Bachillerato con dieciséis años y la carrera con dieciocho. A los diecinueve años comenzó el doctorado y, a los veintiuno terminó la tesis doctoral.
Y con un cociente intelectual superior a ciento sesenta, o bien no estaba a la altura de las expectativas o bien confundía a los que tenían expectativas más bajas. Sus padres adoptivos Carol y Alan, pensaban que era más bien lo primero, aunque casi todo el mundo se inclinaba por lo segundo.
«No importa lo que piensen al principio, lo que importa es lo que piensen al final».
Las palabras del profesor Marin resonaron en su cabeza provocando que experimentara cierto dolor al recordar su pérdida, justo cuando un grupo de estudiantes entró en el aula. Evie trató de disimular su tristeza, consciente de que aquella clase, la primera del primer curso, sería su única oportunidad para captar la atención de sus estudiantes. Se colocó en el centro de la habitación y percibió el nerviosismo que muestran todos los estudiantes el primer día de curso. Contó cuántos alumnos tenía y esperó unos minutos para ver cuántos llegaban tarde a causa de haber tenido que buscar el aula 4.
–Buenos días –dijo con voz animada cuando la puerta se cerró–. Bienvenidos al grado de Arqueología –Evie observó el rostro de los estudiantes un instante–. La Arqueología es el estudio del pasado, pero gracias a la investigación de los restos materiales que se han encontrado a lo largo de la historia podemos conocer lo que significa ser humano. En vuestro primer año el temario será…
Evie continuó con la bienvenida y con los detalles sobre el contenido que les daría durante el curso. Aquello era su especialidad y se sentiría contenta allí. Era agradable, a pesar de que había cierta sensación de decepción que enturbiaba el ambiente.
Mientras hablaba, ignoró el hecho de que se abriera y cerrara la puerta. Quizá fuera el rector que había ido para comunicarle que habían rechazado su propuesta académica. Una vez más, había estado todo el verano preparándola y sabía que era excelente, pero el rector podía estar influenciado por la reputación que ella se había ganado durante sus cuatro años de carrera. Una reputación que había sido bastante pobre a juzgar por su edad y género, pero que se había visto irrevocablemente dañada por su trabajo con el profesor Marin y su área de investigación. No obstante, ella no hubiera cambiado el tiempo que había pasado trabajando con el profesor por nada del mundo.
Así que, mientras los estudiantes salían del aula, ella recogió su material y se preparó para enfrentarse a la condescendencia de su jefe. No obstante, al darse la vuelta, se sorprendió tanto que estuvo a punto de dejar caer todo al suelo. En lugar del rector de la universidad, se encontró a una bella mujer de cabello rubio.
–Alteza –Evie saludó a la Reina de Iondorra haciendo una reverencia.
–Profesora Edwards –dijo la reina con una amplia sonrisa–. Me alegro de conocerla al fin.
Evie asintió. Estaba tan sorprendida por la aparición de la gobernadora de aquel pequeño reino europeo como si hubiese visto a Cleopatra salir de un libro de Historia.
La reina Sofia de Iondorra señaló hacia la primera fila de asientos y esperó a que Evie se sentara antes de acomodarse a su lado.
–Así que ¿es aquí donde ubican a una profesora destacada cuya tesis se centraba en la historia de Iondorra del siglo XVIII? –preguntó ella, mirando a su alrededor y mostrándose insatisfecha.
Alarmada por la idea de que la reina se lo tomara como algo en contra de Iondorra, en lugar de algo contra ella, Evie se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que a ella le gustaba enseñar en aquel aula, algo a lo que la reina contestó con un simple movimiento de la mano.
–Siento la pérdida del profesor Marin –dijo la reina Sofia–. Sé que no pudimos hacer un reconocimiento público de sus teorías, pero eran de gran interés para mi familia.
Evie bajó la vista. No estaba segura de si a ella le correspondía recibir las condolencias como si fuera un miembro de la familia. Él había sido familia para ella. No legalmente, pero el profesor la había comprendido y aceptado, de una manera que ni siquiera Carol y Alan lo habían hecho. Y cada vez que ella recibía condolencias, no podía evitar recordar la silueta del hijo que apenas había conseguido llegar a la tumba donde habían enterrado al profesor Marin. El hijo que llevaba tres años sin hablar con su padre. No obstante, antes de dejarse llevar por el resentimiento familiar, ella centró su atención de nuevo en la reina.
–Profesora Edwards, me gustaría hablar con usted de un tema muy importante. Un asunto que requiere total discreción y, por ese motivo, antes de continuar, me gustaría que firmara un acuerdo de confidencialidad. La reina Sofia gesticuló con la mano y un hombre apareció entre las sombras con unos documentos y un bolígrafo.
–Personalmente, detesto estas cosas y lo comprendería si no quisiera…
–No tiene que darme ninguna explicación, firmaré el acuerdo de confidencialidad sin problema.
Evie no se percató de que la asistente de la reina se había sonrojado cuando ella la había interrumpido y se inclinó sobre el documento para firmar el acuerdo. Evie no sabía qué era lo que estaba sucediendo, pero había algo especial en aquella mujer a la que se le había conocido como la princesa viuda, antes de que encontrara el amor verdadero con un multimillonario griego. Theo Tersi se había convertido en consorte de la reina cuando su padre, el rey Frederick dejó el cargo y la princesa Sofia había subido al trono.
La asistente de la reina recogió el documento y firmó como testigo. Después le entregó a Evie lo que parecía una tesis. Evie frunció el ceño y miró la cubierta antes de acariciar la insignia que estaba grabada en el papel rojo.
–Me temo que no tenemos mucho tiempo, así que iré al grano –explicó la reina Sofia–. Hay un artículo que saldrá a la venta en una subasta de Shanghái dentro de tres días. Un artículo que el vendedor dice que perteneció a la pirata Loriella Desaparecer.
Evie miró a la reina.
–¿Loriella?
Junto con Gráinne Mhaol, Mary Read y Ann Bonny, Loriella Desaparecer fue una de las piratas más renombradas del siglo XVIII.
–Sí –confirmó la reina–. Mi padre… él tiene…
Evie esperó a que la reina se serenara, percibiendo un estado emocional que probablemente pocas personas percibían.
–No se ha hecho público todavía, pero mi padre sufre un estadio temprano de demencia desde hace algún tiempo y, en general, lo lleva bastante bien. Empezó tras el nacimiento de nuestra hija hace cinco años, pero… ese artículo de subasta tiene algo que ha llamado su atención y ha insistido en que debemos conseguirlo.
–¿Y por qué está tan interesado en ese artículo en particular? –preguntó Evie.
–Mi padre está convencido de que es el octante que la Corona Inglesa regaló a la princesa Isabella antes de sus viajes.
Evie recordó todo lo que sabía sobre los equipos de navegación del siglo XVIII que se inventaron años antes de que Isabella navegara hasta Indonesia y, al mismo tiempo, recordó su propia historia personal. Durante años el profesor Marin había trabajado sobre la teoría de que la princesa de Iondorra no había fallecido durante el viaje en barco que la habría llevado hasta su prometido holandés en Indonesia, sino que se había convertido en una de las piratas más famosas de aquella época. Y Evie lo había ayudado. Ambos habían buscado información por todo el mundo, siguiendo el rastro de la princesa Pirata.
Por ello se habían convertido en el hazmerreír del mundo académico, y empeoró cuando su trabajo fue rechazado por Iondorra. Evie no podía culparlos por reírse, porque era algo estrambótico y que parecía sacado de una película. No obstante, ella confiaba en el profesor Marin y creía el resultado de la investigación. Simplemente no habían encontrado pruebas concretas. Aunque si la reina había ido a verla, y se tomaba tan en serio la venta del octante, entonces quizá…
–Por razones obvias no podemos comprarlo nosotros, así que, nos gustaría que asistieras a la subasta de Shanghái para valorar el artículo y, si te parece auténtico, queremos que lo compres en la subasta. El rector de la universidad sabe que necesito tus servicios y está de acuerdo en que te vayas. Por supuesto, nosotros pagaremos todos los gastos.
Evie se sintió confusa. La reina le había ofrecido una cantidad que no podía rechazar, pero sabía que retomar la investigación que había realizado con el profesor Marin podría suponer el fin de su carrera.
–He de advertirte que, si consigues encontrar una relación entre Isabella y Loriella, Iondorra no lo reconocerá. Pronto tendremos que contar la noticia sobre el estado de salud de mi padre. Hablar sobre Princesas Piratas sería…
–Devastador –concluyó Evie–. Lo comprendo –miró a su alrededor en el aula en la que había pasado los últimos dos años, desde la muerte del profesor Marin. No había hecho trabajo de campo ni ninguna investigación. Nadie quería arriesgar invirtiendo su dinero en una chica sin experiencia vital y que tenía la cabeza en las nubes más que en el pasado. Solo la idea de abandonar su puesto como profesora en USEL era una tentación. Sin embargo, la reina también era una representante del palacio, y se había negado a validar las teorías del profesor Marin, o de darle acceso a los artículos y artefactos que podrían ayudarlo.
Cuando Evie miró a la reina Sofia bajo la apariencia elegante vio a una hija preocupada, que trataba de lidiar con la posible pérdida de su padre. Una hija que quería ayudar a que su padre encontrara paz; a que encontrara la verdad.
–Su padre, ¿necesita que lo haga?
–Nunca lo había visto tan obsesionado con algo –admitió la reina con lágrimas en los ojos.
–No siempre es importante que el mundo conozca nuestra historia. A veces basta con que la conozca uno de nosotros –comentó Evie.
–¿Son palabras del profesor Marin? –preguntó la reina Sofia con una sonrisa.
Evie asintió, preguntándose quién quedaría más impactado por aquella verdad, si resultaba que el artículo que iba a subastarse había pertenecido de verdad a Isabella.
–Estaré encantada de ir a Shanghái –decidió Evie.
Al ver la expresión de alivio que puso la reina, Evie supo que había tomado la decisión correcta. Y si el objeto de la subasta relacionaba a la pirata Loriella con la princesa Isabella, entonces, quizá pudiera demostrar que el profesor Marin estaba en lo cierto.
–No obstante, antes de ir a Shanghái necesito ir a España –añadió Evie.
–¿A España?
–Para algo que ayudará a la hora de ver la autenticidad el octante –explicó Evie, pensando en el viejo cuaderno del profesor Marin. En ese momento, recordó una silueta oscura alejándose de ella en el cementerio.
–¡Feliz cumpleaños!
Mateo Marin se retiró el teléfono de la oreja mientras su madre gritaba ilusionada. Después apretó el botón del altavoz y dejó el teléfono sobre el escritorio.
Agarró la presentación de la primera reunión de la tarde, bebió un sorbo de café y se forzó a tragar el líquido amargo mientras escuchaba que su madre le preguntaba qué iba a hacer para celebrar su cumpleaños.
–Henri vendrá a comer y a tomar una copa.
–¡Mateo! ¿Eso es todo lo que vas a hacer? ¿Cómo vas a conocer a alguien si lo único que haces es sentarte a beber whisky con ese niño?
Mateo no tenía intención de contarle a su madre que había conocido a muchas mujeres, pero a ninguna con la que pasar más de un par de noches agradables.
–Henri ya no es un niño –contestó Mateo.
–Para mí siempre seréis niños, Mateo –contestó su madre–. Ya está bien. Ya es hora de que sientes la cabeza. ¿Cuándo vas a hacerme feliz?
Mateo arrugó el vaso de papel y lo mantuvo apretando el puño.
–¿No te hago feliz tal y como soy? –preguntó con cierto tono de mofa que ocultaba la amargura que sentía.
–Por supuesto que sí, hijo mío.
Apenas percibió las palabras de su madre. Solo podía oír su llanto en una esquina de la cocina cuando él tenía diez años y acababan de regresar a España desde Inglaterra. Recordaba que se había sentido incapaz de hacer nada y que durante los años no había parado de intentar complacer a su madre, pero ¿sentar la cabeza? No. Eso no sucedería nunca.
–¿Mateo? ¿Vas a venir a cenar el viernes?
–Por supuesto, mamá –contestó, lanzando el vaso a la papelera. Unas gotas de café cayeron sobre el papel–. Ahora tengo que irme a una reunión.
–¿Estás trabajando el día de tu cumpleaños?
–Mamá, es día laborable. ¿Dónde iba a estar si no?
–Conociendo a la mujer que me hará abuela.
–Adiós, mamá –dijo él, y colgó la llamada antes de que ella añadiera algo más.
Mateo miró la agenda para recodar las reuniones de aquella tarde. Siempre se aseguraba de que sus cumpleaños fueran así. Después de todo, no era más que un día cualquiera del año.
Sonó el teléfono y contestó sin mirar quién llamaba.
–Mamá, si es tan importante para ti, iré a la calle, agarraré a la primera mujer que encuentre y te daré tantos nietos como quieras…
–Bueno, es una idea inquietante –contestó una voz masculina que, definitivamente, no era la madre de Mateo.
–¡Cielos! ¡Henri!
–¿Qué? Vaya forma de contestar el teléfono.
–No he mirado quién era.
–A mí me da igual, mon ami. Solo quería asegurarme de que lo de esta noche sigue en pie. ¿A qué hora crees que llegarás a casa?
–Ahora sí que pareces mi madre .
–Y tú pareces un niño. Siempre estás de mal humor el día de tu cumpleaños.
«Tú también lo estarías si durante la mayor parte de tu vida, tu cumpleaños significara disgustar a tu madre o sentirte olvidado por tu padre».
Mateo no contestó y miró el reloj.
–Sabes por qué, así que deja de quejarte. Volveré a las siete. Tú, yo, una botella de whisky y una baraja de cartas. Perfecto –comentó antes de colgar.
Tenía cinco minutos antes de…
Llamaron a la puerta y, al instante, el asistente suplente entró en el despacho con cara de horror. Mateo contuvo un quejido. Le gustaba tener mucho trabajo el día de su cumpleaños para mantenerse distraído, pero aquello se le estaba yendo de las manos.
–¿Sí? –preguntó Mateo.
–Hay una mujer esperando fuera. Lleva bastante tiempo –contestó el joven.
–¿Quién es? ¿Y cuánto tiempo lleva esperando?
–Se llama Edwards y lleva esperando más de una hora.
–¿Una hora? –preguntó Mateo. Había querido darle una oportunidad al joven asistente, pero era evidente que estaba abrumado–. Estoy a punto de entrar en una reunión tras otra durante el resto de la tarde. ¿No puede venir en otro momento?
–Dice que no puede porque mañana se marcha a Shanghái.
–Dile que intentaré hacer un hueco para recibirla, pero que no puedo garantizárselo. ¿Te ha dicho de qué se trata? –preguntó justo cuando el asistente estaba a punto de marcharse.
El asistente levantó la cabeza.
–Solo ha dicho que era un asunto personal.
Mateo frunció el ceño. No podía imaginar de qué se trataba.
Se despidió del asistente, agarró la carpeta del caso Lexicon y salió del despacho por la otra puerta, para dirigirse a la sala de reuniones de la planta baja.
Evie se cruzó de piernas y se estiró la falda blanca que se había puesto para parecer más profesional. Sin embargo, cuatro horas y media de espera habían hecho que empezara a sentirse lo contrario. La sala de espera estaba cerca de la mesa del asistente, y a ella podía oír cómo contestaba las llamadas de teléfono y cómo suspiraba. Mucho.
Había llegado a aquel edificio lo más pronto posible después de que aterrizara su vuelo procedente de Londres. El edificio llevaba el nombre del hijo del profesor Marin, pero su diseño moderno no encajaba en el mundo que ella había compartido con el padre de Mateo. Ella había deseado que él le hubiera contestado el teléfono en alguna de las múltiples llamadas que había realizado, o que hubiera contestado a alguno de los correos electrónicos que le había enviado durante las últimas veinticuatro horas, y así no tendría que haber ido en persona.
Evie miró la foto de Mateo que aparecía en la portada de una revista. Después abrió la primera página del artículo y vio otra foto suya, con expresión medio arrogante. Evie se sorprendió al sentir que se sonrojaba. Después notó un cosquilleo en el estómago y recordó lo dolido que había estado el profesor a causa de que Mateo no formara parte de su vida. El hecho de que su hijo hubiese rechazado toda clase de comunicación con él, había destrozado al profesor Marin, a pesar de que nunca había culpabilizado a su hijo por ello.
Al mirar otra foto del artículo, se quedó boquiabierta. Se titulaba La Biblioteca y en ella aparecían varios objetos colocados en una estantería de madera. Una lupa, un reloj, una caja de madera, una brújula. Parecía que los hubieran colocado allí sin pensar. Cosas que querían preservar, pero fácilmente accesibles. Cosas que hacían que ella se preguntara por su importancia. Cosas del pasado, para el futuro. Igual que el objeto que se veía en una esquina de uno de los estantes.
El cuaderno del profesor.
Su imagen le resultaba tan familiar que ella estuvo a punto de acariciarlo sobre el papel de la revista. Oyó que el asistente suspiraba y miró el reloj. Al ver que casi eran las seis de la tarde, frunció el ceño y se levantó para dirigirse al escritorio del joven asistente.
–¿Todavía está aquí? –preguntó el chico horrorizado.
–Por supuesto. Dije que esperaría –contestó Evie.
–Pero el señor Marin se ha marchado.
–¿Marchado? ¿Se ha ido? –repitió ella–. Pero necesito verlo. Es un asunto urgente.
–Yo… Yo… –tartamudeó el asistente.
Evie no pudo evitar sentir lástima por el hombre que, evidentemente, estaba aterrorizado por su jefe. Sabía que no podría conseguir que le diera la dirección de su casa, pero necesitaba conseguir el cuaderno antes de viajar hasta Shanghái.
–¿Podría…? Lo siento –dijo ella, fingiendo encontrarse mal y pasándose la mano por la frente–. Me marcharé, no quiero ser una carga, pero me siento un poco… ¿Podría prepararme una taza de té? Después me marcharé.
–Por supuesto, por supuesto, lo siento, señorita Edwards –el asistente se apresuró a salir de la sala.
Evie miró hacia el pasillo y, con el corazón acelerado, se acercó a la mesa y ojeó el montó de papeles. Estaba a punto de abrir uno de los cajones cuando vio un post-it sobre lo que parecía un contrato con una empresa llamada Lexicon.
Enviar a M.M, Villa Rubia, Sant Vicenc de Montalt. Sin pensarlo dos veces, tomó el papel, agarró su bolso del sofá y corrió al ascensor, confiando en que llegara antes de que regresara el asistente.
Cuando se cerraron las puertas y comenzó a bajar, Evie suspiró. Todavía tenía que enfrentarse a Mateo Marin y convencerlo para que le entregara el cuaderno de su padre. Lo conseguiría. Tenía que conseguirlo.