Amor y Pedagogía - Miguel de Unamuno - E-Book

Amor y Pedagogía E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Publicada en 1902, la novela "Amor y Pedagogía" supone dentro del contexto de la obra de Miguel de Unamuno el abandono de las técnicas y procedimientos utilizados cinco años antes en 'Paz en la guerra', su primera novela, para adoptar conceptos estéticos nuevos. En este relato satírico de un experimento fallido, lo que busca Unamuno es ' la salvación personal, liberarse, como hombre de creencias exclusivamente racionalizadoras y dogmáticas, de doctrinas intelectuales que sólo intentan ordenar y clasificar el mundo.'

El autor, no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos, adopta el cómodo artificio de ponerlos en boca de personajes grotescos y absurdos, soltando así en broma lo que piensa en serio. El propósito de la obra es claro: ridiculizar la pedagogía que se presenta como científica y que pretende organizar la vida entera, en todos sus aspectos, de un modo racionalista.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Miguel de Unamuno

Amor y Pedagogí­a

Tabla de contenidos

AMOR Y PEDAGOGÍA

PRÓLOGO

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

EPILOGO

APUNTES PARA UN TRATADO DE COCOTOLOGÍA

Prolegómenos

Historia de la Cocotología

Razón de Método

Etimología

Definición

Importancia de nuestra Ciencia

Lugar que ocupa entre las demás ciencias y sus relaciones con éstas

División

Embriología

Anatomía

Origen y fin de la Pajarita

AMOR Y PEDAGOGÍA

PRÓLOGO

Hay quien cree, y pudiera ser con fundamento, que esta obra es una lamentable, lamentabilísima equivocación de su autor.
El capricho o la impaciencia, tan mal consejero el uno como la otra, han debido de dictarle esta novela o lo que fuere, pues no nos atrevemos a clasificarla. No se sabe bien qué es lo que en ella se ha propuesto el autor y tal es la raíz de los más de sus defectos. Diríase que perturbado tal vez por malas lecturas y obsesionado por ciertos deseos poco meditados, se ha propuesto ser extravagante a toda costa, decir cosas raras, y lo que es aún peor, desahogar bilis y malos humores. Late en el fondo de esta obra, en efecto, cierto espíritu agresivo y descontentadizo.
Es la presente novela una mezcla absurda de bufonadas, chocarrerías y disparates, con alguna que otra delicadeza anegada en un flujo de conceptismo. Diríase que el autor, no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos, adopta el cómodo artificio de ponerlos en boca de personajes grotescos y absurdos, soltando así en broma lo que acaso piensa en serio. Es, de todos modos, un procedimiento nada recomendable, aunque muy socorrido.
A muchos parecerá esta novela un ataque, no a las ridiculeces a que lleva la ciencia mal entendida y la manía pedagógica sacada de su justo punto, sino un ataque a la ciencia y a la pedagogía mismas, y preciso es confesar que si no ha sido tal la intención del autor —pues nos resistimos a creerlo en un hombre de ciencia y pedagogo— nada ha hecho por lo menos para mostrárnoslo.
Parece fatalmente arrastrado por el funesto prurito de perturbar al lector más que de divertirle y sobre todo de burlarse de los que no comprenden la burla. No sabemos bien por qué un hombre serio en su conducta, que ocupa una posición y que ni hace ni dice nada que se salga de los términos corrientes y ordinarios, padece de una morbosa manía contra las personas graves y aborrece tanto a los que no se salen nunca de su papel y adoptan siempre un continente severo.
Acostumbra decir que todo hombre grave es por debajo tonto de capirote, y no tiene razón en esto. Esta su manía de atribuir más a tontería que a maldad las mezquindades humanas acusa una cualidad de que debe curarse. Parece imposible que un hombre que lee, según nuestros informes, con alguna asiduidad los Evangelios no haya meditado más en el versículo 22 del capítulo V del Evangelio de San Mateo.
Mas repetimos que el defecto más grave que a esta obra puede señalársele es que no se sabe a punto fijo qué es lo que en ella se propone su autor, pues nos resistimos a creer que no se proponga más de hacer reír a unos y escandalizar a otros.
Perjudícale en gran manera la aversión que al dictado de sabio tiene y el empeño ridículo que pone en que no se lo apliquen. No acertamos a explicarnos por qué le molesta tanto ese tan honroso nombre, como no acertamos a explicarnos el que escribiendo con tanta frecuencia y siendo profesor de literatura griega ponga tanto cuidado en no escribir nunca de semejante literatura. ¿Será que la conoce mal y teme mostrar su flaqueza en aquello de que oficialmente es maestro? No sabremos decirlo.
Otra manía tiene que le daña también mucho, y es la manía contra la literatura española. Tan mal la conoce o con tal suma de prejuicios la estudia —si es que la estudia—que suele decir que es la literatura española el más claro espejo de la vulgaridad y la ramplonería y que el espíritu que en ella se refleja es un espíritu ahíto del más embrutecedor sentido común. Y a la vez que siente aversión hacia la literatura española siéntela, y no menor, hacia la francesa, y cuando el espíritu de una y otra se fusionan, surge algo que para él se simboliza en Moratín. Cuando de Moratín habla —le hemos oído hablar de él varias veces —pierde los estribos y no reconoce mesura alguna.
«Moratín es un abismo de vulgaridad y de insignificancia —le hemos oído decir— sus obras son el más insípido manjar que puede darse; ni tiene sentimiento, ni imaginación, ni inteligencia; es frío, no ha ideado ni una sola metáfora nueva, no piensa más que con el pensamiento de todo el mundo; es sencillamente un caso de imbecilidad por sentido común.» No sabemos que haya escritor a quien aborrezca más que a éste no siendo a Jenofonte. ¿Qué le habrá hecho Jenofonte?
Sí, esta es la cuestión: ¿qué le habrá hecho Jenofonte? Y puede ampliarse preguntando qué le habrán hecho Moratín y qué la literatura española y la francesa, y hasta el mismo espíritu español qué es lo que le habrá hecho. Porque lo primero que de un escritor debe exigirse es que tenga respeto a su público y le trate lealmente, y la verdad, a las veces se exterioriza de tal modo en sus escritos el autor de esta novela, que nos parece no llega su respeto al público que le lee al punto que debiera llegar, y esto es imperdonable. El público tiene ante todos los demás y sobre todos los demás el indisputable derecho de saber cuándo se le habla en broma y cuándo en serio, si bien es cierto que le divierte el que se le hable con cierta seriedad fingida o con cierta fingida broma, según los casos. Ocasiones hay en que un lector suspicaz pudiera creer que no se propone nuestro autor otra cosa sino que sus lectores digan: «Esto ya pasa de la raya... este hombre quiere tomarnos el pelo.» Y tal propósito, si le hubiere, es en verdad intolerable.
Todas estas y otras aberraciones de su espíritu, que por no recargar este juicio pasamos en silencio, le han llevado al señor Unamuno a producir una obra como esta, que es, lo repetimos, una lamentable, lamentabilísima equivocación.
Obsérvese en primer lugar que los caracteres están desdibujados, que son muñecos que el autor pasea por el escenario mientras él habla. El don Avito nos hace sufrir una decepción, pues cuando todo hace suponer que impondrá un severo régimen pedagógico a su hijo, nos encontramos con que es un pobre imbécil que le tupe de cosas de libros, pero dejándole hacer, y que se entrega al don Fulgencio, sin advertir las mixtificaciones de éste. De Marina más vale no hablar; el autor no sabe hacer mujeres, no lo ha sabido nunca.
De buena gana nos detendríamos en analizar al don Fulgencio, que es acaso la clave de la novela, pero el autor mismo nos lo ha descubierto, descubriendo a la par otras cosas que mejor estarían ocultas, cuando en la última entrevista que el grotesco filósofo tiene con Apolodoro le habla del erostratismo.
Poco hemos de decir del estilo. No más sino que peca de seco y a las veces de descuidado, y que eso de escribir el relato en presente siempre no pasa de ser un artificio que afortunadamente no tendrá éxito. Lo que sí hemos de hacer notar es que después de las prédicas del autor por esas revistas y periódicos en pro de la reforma o revolución de la lengua castellana, escribe ésta lo más llana y lisamente posible, y si no la hace más castiza es porque no puede. En el fondo hay que reconocer que no tiene el sentido de la lengua, efecto sin duda de lo escaso y turbio que es su sentido estético. Diríase que considera a la lengua como un mero instrumento, sin otro valor propio que el de su utilidad, y que como el personaje de esta su novela, echa de menos la expresión algébrica. Vése su preocupación por dar a cada vocablo un sentido bien determinado y concreto, huyendo de toda sinonimia, de hacer una lengua precisa, suene como sonare. Realmente hay que hacerle la justicia de reconocer que cuando resulta oscuro no es por defecto de expresión ni de lenguaje, sino por cierto retorcimiento conceptista y por un vituperable empeño de decir cosas que se salgan de lo vulgar.
A pesar de todo lo que acabamos de decir, parécenos que es esta una obra digna de detenida atención y que hay en ella elementos y partes que la hacen recomendable. Y no precisamente por lo que el autor ha querido poner en ella, sino por lo que a pesar suyo no ha podido dejar de poner. Es casi seguro que lo valioso de esta novela es lo que en ella tiene por poco menos que desdeñable su autor, siendo en cambio de lamentar la inclusión de todo aquello otro en que parece haberse esmerado más éste.
Antójasenos que por debajo de todas las bufonadas y chocarrerías, no siempre del mejor gusto, se delata el culto que, mal que le pese, rinde a la ciencia y a la pedagogía el autor de esta obra. Si de tal modo se revuelve contra el intelectualismo es porque le padece como pocos españoles puedan padecerlo. Llegamos a sospechar que empeñado en corregirse se burla de sí mismo.
Mas es éste un terreno delicadísimo y en él no queremos entrar.
Antes de terminar este prólogo, cúmplenos hacer una manifestación, para satisfacer con ella un deseo del autor. Cuando éste se dispuso a dar al público su obra, a pesar de los consejos que de ello pretendían disuadirle, preocupóse ante todo del tamaño y forma que había de dar al libro, pues nos manifiesta que da gran importancia a este punto.
Dice, en efecto, que hallándose el verano pasado en Bilbao, su pueblo nativo, y en una librería donde tiene consignados ejemplares de su novela Paz en la Guerray de sus Tres Ensayos, le manifestó el librero que cuando volviese a publicar otro libro se cuidara mucho de su volumen y condiciones materiales, procurando que, a poder ser, tengan sus obras todas un mismo tamaño. A cuyo respecto le contó el librero lo que con uno de sus clientes le había ocurrido.
Fue el caso que un sujeto le había pedido en varias ocasiones las obras completas de Galdós, Pereda, Valera, Palacio Valdés y otros escritores de fama y éxito, y se las había servido. Pidióle luego las de Picón, y cuando llegaron éstas torció el cliente el gesto y les puso mala cara porque no eran todas de un mismo volumen, sino unas más largas y otras más anchas.
—¿Y cómo voy a encuadernar como «Obras completas de D. Jacinto Octavio Picón» si presentan tanta diversidad de tamaños?
El librero, como se trataba de un buen cliente, se ofreció en su obsequio a quedarse con ellas, y así se acordó, no llevándose el cliente más que dos o tres, las que más le interesaban, o sean las iguales en tamaño y forma. Y comentando luego el sucedido, decía el librero al señor Unamuno que procurara que sus libros todos fueran uniformes, pues así los vendería mejor.
Porque es indudable que hay quienes compran los libros para leerlos, y son los menos, y hay quienes los compran para formar con ellos biblioteca, y son los más. Y en una biblioteca está feo que los libros de un autor, que han de aparecer juntos, no puedan alinearse en perfecta formación y sin ningún saliente, ni hacia arriba ni hacia adelante.
Mas como por ahora no publica el señor Unamuno más que para lectores y no para bibliófilos, parécenos de poca importancia sus escrúpulos, y que debe dejar esas importantes consideraciones para cuando dé a la estampa su colección de «Obras completas», que nos complacemos en creer no ha de tardar mucho en hacerlo. Entonces publicará para las bibliotecas: por ahora debe contentarse con publicar para los lectores.
El mismo autor está conforme con estas consideraciones y le es indiferente, por ahora, el tamaño y demás condiciones materiales en que ha de aparecer su libro. Tal vez influya en esto, como en su estilo, cierto desdén, no bien justificado sin duda, hacia las formas exteriores.
Hechas tales manifestaciones, invitamos al lector a que entre en la lectura de una obra de la que ha de sacar algún deleite y creemos que también algún provecho.

I

Hipótesis más o menos plausibles, pero nada más que hipótesis al cabo, es todo lo que se nos ofrece respecto al cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué ha nacido Avito Carrascal. Hombre del porvenir, jamás habla de su pasado, y pues él no lo hace de propia cuenta, respetaremos su secreto. Sus razones tendrá cuando así lo ha olvidado.
Preséntasenos en el escenario de nuestra historia como joven entusiasta de todo progreso y enamorado de la sociología. Vive en casa de huéspedes, ayudando con sus sabias disertaciones de sobremesa, y aun de entre platos, la digestión de sus compañeros de alojamiento.
Vive Carrascal de sus rentas y ha llevado a cima, a la chita callando, sin que nadie de ello se percate, un hercúleo trabajo, cual es el de enderezar con la reflexión todo instinto y hacer que sea en él todo científico. Anda por mecánica, digiere por química y se hace cortar el traje por geometría proyectiva. Es lo que él dice a menudo: «sólo la ciencia es maestra de la vida» y piensa luego: «¿no es la vida maestra de la ciencia?» Mas su fuerte está en la pedagogía sociológica:
—Será la flor de nuestro siglo —dice de sobremesa, mientras casca unas nueces, a Sinforiano, su admirador; —nadie sabe lo que con ella podrá hacerse...
—Hay quien cree que llegará a hacerse hombres en retorta, por síntesis químico-orgánica—se atreve a insinuar Sinforiano, que está matriculado en ciencias naturales.
—No digo que no, porque el hombre que ha hecho los dioses a su imagen y semejanza, es capaz de todo: pero lo indudable es que llegará a hacerse genios mediante la pedagogía sociológica, y el día en que todos los hombres sean genios... —engúllese una nuez.
—¡Pero qué teorías, don Avito! —prorrumpe. sin poder contenerse, el matriculado en ciencias naturales.
—-¿Usted sabe, Sinforiano amigo, cómo hacen su reina las abejas?
—No, todavía no hemos llegado a eso...
Entonces no sé si debo... porque el método...
—¡Oh, sí, sí, don Avito, sí! ¡qué teorías! ¡qué teorías!
Pues es el caso que cogen un huevecillo cualquiera de hembra, uno cualquiera, uno como los demás, fíjese bien en esto, Sinforiano, un vulgar huevecillo de hembra, y mediante un trato especial y régimen de distinción, alimentando a la larva con pasta real o regia, mediante una acertada pedagogía abejil, ó, si hemos de hablar técnicamente, melisagogía,sacan de él la reina...
—¡Qué teorías! ¡oh, qué teorías!
—No, amigo Sinforiano, no; son hechos. Y lo que hacen las abejas con sus larvas, ¿por qué no hemos de hacer con nuestros hijos los hombres? Tómese un niño, un niño cualquiera, con tal que sea niño y no niña...
—Me permite usted, don Avito —y ante el silencio del teorizante, prosigue Sinforiano:—¿por qué ha de ser precisamente niño?
—¿Y por qué ha de salir la reina precisamente de hembra? En la especie humana el genio ha de ser por fuerza masculino.
—¡Qué teorías!
—Tómese un niño cualquiera, digo, tómesele desde su estado embrionario, aplíquesele la pedagogía sociológica y saldrá un genio. El genio se, hace, diga el refrán lo que quiera; sí, se hace... se hace... y ¿qué no se hace? Y lo demostraré...
Y ante el silencio de Sinforiano, que mira y calla, añade Carrascal rompiendo una nuez:
—¿Que cómo lo demostraré? ¿Cómo? ¡Pues... con hechos!
—¡Oh, los hechos! —suspira Sinforiano.
—¡Los hechos...! —repercute Carrascal, y quedan ambos mirando a la patrona, que pasa con un flan para el Delegado, que come aparte, en su cuarto.
—¿Están buenas las nueces? —les pregunta doña Tomasa.
—El hecho es que las más de ellas están huecas —contesta Carrascal.
—No puede ser, don Avito, porque son recientes y de veinticuatro perras celemín...
—No puede ser, señora doña Tomasa, ¡pero es! —responde con energía Carrascal.
Y así que ha despejado el campo doña Tomasa, yéndose envuelta en su prosaico vaho de cocina, Avito continúa:
—Con hechos, sí, amigo Sinforiano, ¡con hechos!
—¡Oh, los hechos!
—Tiempo hace que maduro un vasto plan para llevar a la práctica mis teorías, aplicando mi pedagogía sociológica in tabula rasa...
—¿Se va a hacer maestro?
—Algo más hondo.
—¿Más hondo?
—¡Más hondo, sí, voy a hacerme padre!
«¿Se hace uno padre o le hacen tal?» piensa el matriculado en ciencias naturales, traduciéndolo en esta frase: —Qué teorías, don Avito, ¡oh, qué teorías!
Y se levantan de la mesa, para madurar su plan el uno, para estudiar el otro la lección del día siguiente. Porque Sinforiano, como buen chico, que es, se lleva siempre una lección por delante y unas cuantas por detrás.
Medita, en efecto. Carrascal buscar mujer a él y a su obra adecuada, y con ella casarse para tener de ella un hijo en quien implantar su sistema de pedagogía sociológica y hacerle genio. Por amor a la pedagogía va a casarse deductivamente. Porque es de saber, antes de proseguir nuestro relato, que los matrimonios pueden ser inductivos o deductivos. Ocurre, en efecto, con harta frecuencia, que rodando por el mundo se encuentra el hombre con un gentil cuerpecito femenino que con sus aires y andares le hiere las cuerdas del meollo del espinazo, con unos ojos y una boca que se le meten al corazón, se enamora, pierde pie, y una vez en la resaca no halla mejor medio de salir a flote que no sea haciendo suyo el garboso cuerpecito con el contenido espiritual que tenga, si es que le tiene. He aquí un matrimonio inductivo. En otros casos acontece que al llegar a cierta edad experimenta el hombre un inexplicable vacío, que algo le falta, y sintiendo que no está bien que esté el hombre solo, se echa a buscar viviente vaso en que verter aquella redundancia de vida que por sensación de carencia se le revela. Busca mujer entonces y con ella se casa en matrimonio deductivo. Todo lo cual equivale a decir que, o la, precede la novia a la idea de casarse, conduciéndonos aquélla a ésta, o ya el propósito del casorio nos lleva a la novia. Y el matrimonio del futuro padre del genio tiene que ser, ¡claro está!, deductivo.
Y como un hombre moderno, por mucho que en la pedagogía sociológica crea, no puede dejar de creer en la ley de la herencia, cavila noche y día Avito acerca del temperamento, idiosincrasia y carácter que su colaboradora ha de tener. Porque eso de que el huevecillo del futuro genio haya de ser un huevecillo como los demás, está bien en teoría, como postulado y punto de arranque de nuestra pedagogía, para los matriculados en ciencias, pero... ¿hemos de despreciar el instinto? A buscar, pues, novia.
Sentado ante su mesa, bien arrebujadas las piernas en una manta que imita una piel, y en largas horas de meditación fecunda, ha trazado Avito en unas cuantas cuartillas los caracteres antropológicos, fisiológicos, psíquicos y sociológicos que la futura madre del futuro genio ha de tener. Y tales caracteres en ninguna encarnan mejor que en Leoncia Carbajosa, sólida muchacha dólico-rubia, de color sano, amplias caderas, turgente y levantado pecho, mirar tranquilo, buen apetito y mejores fuerzas digestivas, instrucción variada, pensar libre de nieblas místicas, voz de contralto y regular dote. Avito ha puesto sus ojos en los de ella, por si éstos le dicen algo; pero Leoncia, a fuer de futura madre de genio futuro, no responde más que con la boca, y eso cuando se la pregunta.
Decidido a la conquista de Leoncia, pónese Avito a redactar con tiento y medida eso que se llama carta de declaración. La cual no cabe sea, ¡naturalmente! centón de esas encendidas frases que el amoroso instinto dicta, sino reposados argumentos que de la científica teoría del matrimonio derivan. Y del matrimonio mirado a luz sociológica. Doce horas, en seis noches consecutivas, le cuesta el documento. Y no es la cosa para menos, porque cuando al rodar de los años se estudie al genio obtenido por pedagogía, pieza de escogido estudio habrá de ser, sin duda, la Carta Magnaque de preludio le sirve. Escríbela, por lo tanto, Avito para la posteridad, a través de Leoncia, la dólico-rubia de anchas caderas. Es todo un informe amoroso; allí, con la precisa hoja de parra, las ineludibles necesidades orgánicas, allí psicología del amor sexual al alcance de las Leoncias Carbajosas y de la posteridad a que resumen con el genio de la especie y demás metafísicas, allí la ley de Malthus, allí la tendencia sociológica a la monogamia, y allí, en fin, el problema de la prole. Cuajado todo ello en un sutil tejido en que se le suelta a la imaginación su parte, haciéndole ver, cual tentador señuelo, allá, en gloriosa lontananza, al espléndido genio. Lee y relee el expediente, corrigiéndolo a cada lectura, se lo recita tomándose de posteridad, y cuando lo ha visto bueno saca de él copia y se guarda la pieza original esperando coyuntura propicia de que a la interesada se le traslade. Quiere antes prepararla para que sea menos brusca la emoción que le cause y el efecto útil mayor.
Dirígese Avito a casa de Leoncia a iniciar el advenimiento del genio.
***
—No hagas caso, Leoncia, esas son cosas de mi hermano, y a un hombre que como mi hermano tiene cosas, se le oye como quien oye llover...
—Es que como empiezo a padecer de reuma, me gusta poco el oir llover...
—¡Don Avito Carrascal! —anuncia la criada en este punto.
—¿Le conoces? —pregunta Leoncia a Marina.
—De oídas tan sólo...
—Pues merece que te le presente.
Y así que al entrar don Avito ha saludado a Leoncia, ésta:
—Avito Carrascal, mi buen amigo... Marina del Valle, mi casi hermana...
—¿Del Valle? —mormojea Avito mientras acariciando en el bolsillo el amoroso informe, se dice: «¿pero qué es esto? ¿qué es esto que me pasa? ¿qué me pasa? ¿dónde he tratado yo mucho a esta muchacha? ¡pero si no la he visto hasta hoy! ¿qué es esto?»
—¡Hermoso día! —exclama Leoncia.
—Es que estamos ya en primavera. Leoncia —dice Marina.
—¡Exactísima observación! Ayer equinoccio... Sin embargo, la savia de los vegetales...—y se detiene Avito al ver que los tersos ojazos de Marina se orientan a los suyos y que desplegando la boca se pone a oírle con todo el cuerpo y con el alma entera.
«Pero ¿qué tendré hoy —se dice el futuro padre del genio,—qué me pasará que no acierto a ligar dos ideas? ¿Se me rebelará la bestia?» Marina, en tanto, parece esperar lo de la savia de los vegetales; vésele el ritmo del pecho, y en sus cabellos de azabache se tiende a descansar la luz cernida por los visillos.
—La savia de los vegetales —prosigue Carrascal—hace tiempo que ha dado botones de flores... —¿Le gustan a usted las flores? —le pregunta Leoncia.
—¿Cómo estudiar botánica sin ellas? Marina, apartando sus ojos de Avito, los vuelve sonrientes a Leoncia y al hombre luego, como quien dice: ¡tiene gracia! Y al observarlo Carrascal oye una voz que en su interior le dice: «¡alma primitiva, protoplasmática, virginal! ¡corazón inconsciente!» a la vez que su corazón, consciente y todo, empieza a acelerar su martilleo.
—Usted debe de saber muchas cosas, señor Carrascal.
—¿Por qué, mi señora doña Marina?
—Porque mi hermano cuando hay algo así, muy enrevesado, dice: ¡a Carrascal con eso!
—¿Su hermano?
—Sí, Fructuoso del Valle.
«¡Pobre muchacha! —piensa Avito—tan hermosa y en poder aún de ese...» y dice:
—Oh, no, es favor que don Fructuoso quiere hacerme y que tal vez me hace, porque eso de saber muchas cosas...—y se atasca.
«¿Qué cosas sabes tú, Avito Carrascal, qué cosas sabes frente a esos tersos ojazos candidos que empiezan a decirte lo que no se sabe ni se sabrá jamás?»
Leoncia barrunta algo y hasta adivina qué. No es este Avito el Avito de otras veces, dueño siempre de sí y de su palabra, en el decir afluente y preciso, firme y exacto en el pensar. Tiene en la punta de la lengua esta pregunta: «pero ¿qué le pasa a usted hoy, Avito?»; mas coligiendo que no de paso sino de queda es lo que Avito siente, tira a abreviar la visita.
«Y ¿qué me hago de la exposición matrimoniesca? —piensa Avito.—A preparar su recepción vine... ¡habrá que pensarlo más despacio...!»
Se levanta para retirarse y las dos mujeres se levantan también. Y como si una planta frondosa y aromática se desplegase de pronto siente Avito en el ámbito del alma perfumada frescura. Le da la mano... y esto ¿qué es? ¿cómo se llama? ¡sí! ¿cómo se llama?
«¿Es que me he vuelto tonto? —dícese Avito ya en la calle; —¡buena manera de preparar a la futura madre del genio! ¿qué pensará de mí?» Y llegado a casa: «¿Qué es lo que me ha pasado? ¿cómo se llama? sí, ¿cómo se llama? porque aquí está el nudo de la cuestión, en cómo se llame. Durmamos, durmiendo es como se digieren estas impresiones... ¡Tengo para mí que ha entrado en juego el Inconsciente... démosle su parte... a dormir!» Mete el amoroso informe bajo la almohada y se acuesta. Al despertar sabe ya de cierto que está enamorado de Marina; háselo dicho el sueño.
Desde las excelsas cimas de la deducción se ha despeñado a los profundos abismos inductivos.
***
Y se abre la única batalla que hasta hoy ha empeñado Avito en su conciencia. Es en ésta un terremoto; agítansele ondulantes las oscuras entrañas espirituales; el elemento plutoniano del alma amenaza destruir la secular labor de la neptuniana ciencia, tal como así lo concibe, en geológica metáfora, el mismo Carrascal, escenario trágico del combate. «Ha entrado en juego el Inconsciente», se dice a cada paso.
Leoncia, la deductiva, la dólico-rubia de sano color, anchas caderas, turgente y levantado pecho, mirar tranquilo y buen apetito, de una parte, de la parte de encima, en las aguas de la ciencia envuelta, y de otra parte Marina, la inductiva, por misteriosa ley de contraste braqui-morena, sueño hecho carne, con algo de viviente arbusto en su encarnadura y de arbusto revestido de fragantes flores, surgiendo esplendorosa de entre los fuegos del instinto, cual retama en un volcán.