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La casamentera iba a encontrar pareja. Quizá Maggie Conner no tuviera demasiada experiencia con los hombres... pero eso no significaba que no pudiera encontrarles pareja a sus clientes. Lo único que necesitaba era el hombre adecuado... El problema era que encontró al hombre equivocado: Nick Kaplan, un tipo duro y musculoso y con una sonrisa peligrosamente seductora. Además de ser la tentación personificada, ¡Nick Kaplan era el nuevo compañero de piso de Maggie! Así que, ¿por qué no emparejarlo con otra? Bueno, la primera razón para no hacerlo era que, cuanto más tiempo pasaban juntos, más deseaba Maggie quedárselo para ella...
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Seitenzahl: 202
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Laura Wright
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Amores salvajes, n.º 1221 - agosto 2014
Título original: Hearts Are Wild
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4683-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
¿Cansada de besar ranas? Encuentra a tu príncipe hoy y sé feliz el resto de tu vida.
Maggie Conner tachó el noveno eslogan garabateado en su libreta amarilla. Eran las diez y media de la mañana y ya estaba sudando. Junio en Santa Flora era un mes paradisiaco, de días con veintidós grados y brisas oceánicas que hacían suspirar a cualquiera, de modo que el calor que recorría sus venas no podía deberse al clima.
Tras años de largas jornadas laborales sin vacaciones en diversos puestos de trabajo, Maggie había ahorrado dinero suficiente para abrir su propia agencia de contactos. Había colgado el letrero en uno de los principales paseos que recorrían aquella pequeña comunidad costera de California que tanto le gustaba y por fin iba a seguir adelante con el legado de su familia.
Aunque todavía faltaban cuatro semanas para la apertura oficial de Contactos Maggie, el letrero llevaba varios días colgado y el boca a boca parecía estar funcionando. Ya se habían apuntado varias personas por adelantado. Claro que todas eran mujeres, pensó Maggie mientras se apartaba de la cara un mechón suelto de su larga y negra melena. Pero los hombres irían detrás. Al menos, rezaba por que así fuera.
Se recostó sobre el asiento y miró la fotografía que colgaba sobre la puerta. La fotografía que le recordaría en todo momento que siempre era posible encontrar el amor, sobre todo si se contaba con la ayuda de un miembro de la familia Conner.
En la fotografía, en blanco y negro, el Jardín Botánico de Santa Flora servía como telón de fondo a tres personas vestidas a la moda de los años cuarenta. Un hombre y una mujer se miraban a los ojos agarrados de la mano con una sonrisa luminosa dibujada en sus rostros. Y detrás de la feliz pareja se encontraba la abuela de Maggie, con no más de treinta años, radiante como una madre que acabara de tener un bebé. Había sido el primer «caso» de la abuela.
Aunque esta ya se había jubilado, cada vez que Maggie miraba la fotografía sentía aún el orgullo de su abuela por haber unido a aquellas dos personas.
Durante la mayor parte de sus veinticinco años, Maggie había deseado sentir ese orgullo, capturar la felicidad que refulgía en los ojos titilantes de su abuela. Y estaba convencida de que retomar el legado de su familia le haría sentir esa felicidad por primera vez.
—Pero antes —se dijo con la mirada puesta en el eslogan número diez— tendrás que conseguir clientes.
¡Tenemos chicas perfectas!, decía el siguiente eslogan.
Maggie se mordió el labio inferior. Estaba claro que ese debía de pertenecer a una ocurrencia de las cuatro de la mañana.
No dejes escapar a tu media naranja, decía el último.
Resopló. Luego, repasó el lápiz sobre el eslogan hasta tacharlo por completo. La campanilla de la puerta sonó justo mientras arrancaba la hoja del cuaderno y la arrugaba para lanzarla contra una pared de la habitación.
—¡Qué horror! —exclamó con voz derrotada—. Jamás conseguiré dar con el eslogan perfecto para la agencia.
—¿Qué tal «Cuidado: curvas peligrosas. Retroceda mientras esté a tiempo»?
Maggie se giró hacia aquella voz desconocida de barítono. Y alzó la mirada hacia el par de ojos verdes más atractivos que jamás había visto. Por un instante, se quedó hipnotizada por aquel hombre. Notó que el pulso se le aceleraba mientras contemplaba sus ojos profundos y traviesos, misteriosos como pozos de esmeralda, y los segundos pasaban a golpe de palpitaciones ansiosas.
Tragó saliva y retiró la mirada, tratando de recuperar el control del que tanto se había enorgullecido siempre. Desde que había comprendido que los hombres de su familia nunca permanecían mucho tiempo con sus mujeres, había aprendido a no sentirse afectada por la presencia de estos.
Y había aprendido a hacerlo con matrícula de honor, pensó Maggie mientras se acariciaba un rizo del cuello. Hacía años que el corazón no se le disparaba ante un hombre atractivo. Por otra parte, tampoco se había encontrado con muchos hombres con unos ojos como los de este.
—Perdón, señor —dijo mientras se ponía de pie, de nuevo mirándolo a la cara—. Estaba...
Dejó la disculpa a medio terminar y pestañeó. Varias veces, de hecho. Quizá fuera hora de ir al oculista, porque solo un segundo antes, con el sol entrando de espaldas a él, Maggie habría jurado que aquel hombre era moreno, elegante y de facciones delicadas. Pero no era así. Ni mucho menos.
Sí, era alto y tenía un cuerpo potente y bien musculado, a juzgar por lo que podía intuir bajo toda aquella ropa de cuero y dril. Pero, pensó mientras reparaba en el casco que llevaba debajo de un hombre, a no ser que la Harley Davidson que sin duda estaría esperándolo aparcada afuera se llamase «Delicadeza», no tenía mucho de refinado. El adjetivo que mejor lo describía era «duro». Un hombre atractivo y duro, de los que aparecían en las películas de acción y aventuras.
Maggie deslizó la mirada por su rostro, de facciones marcadas y angulosas. Llevaba el pelo recogido en una larga, tupida y suelta coleta morena. Tenía manos grandes y callosas y barba de un par de días sin afeitar.
Si aquel hombre buscaba pareja, no iba a ser una empresa fácil. Las mujeres de Santa Flora eran muy particulares y querían hombres educados y con estilo. En las conversaciones que había mantenido con ellas, Maggie había descubierto que sus clientes femeninas buscaban relaciones duraderas, matrimonio y tener hijos. No recorrer la autopista de la costa del Pacífico sobre la moto del hermano gemelo de Russell Crowe.
Lo que no significaba que se negara a intentar encontrarle pareja. Le encantaban los desafíos. ¿Y quién sabía? Quizá hubiera por ahí una chica mala para aquel chico malo.
—Bienvenido a Contactos Maggie, señor —dijo por fin, esbozando la más profesional de sus sonrisas.
—Gracias —respondió el hombre. El corazón de Maggie realizó un salto mortal. Si la mirada era profunda, más aún lo era la voz—. No pretendía asustarte al entrar —añadió con aquella voz rugosa, que la envolvió como un pijama de franela en una noche lluviosa.
—No importa —acertó a contestar ella—. Solo estaba haciendo algo de papeleo. Preparándome para el gran estreno.
Maggie rodeó la mesa de trabajo y se acercó al hombre en un gesto de cordialidad. Pero estar tan cerca de él no la ayudaba lo más mínimo a mantener la calma. Más bien le costaba respirar, como si acabase de subir diez pisos por las escaleras a toda velocidad.
¡Sí que era alto! Apenas le llegaba a los hombros. Parecía la versión moderna de los antiguos guerreros, con su camiseta blanca y su chaqueta de cuero, los brazos con los músculos marcados y salpicados de vello.
Si sus clientas reaccionaban ante él igual que Maggie, tal vez no costara tanto encontrarle pareja como había pensado en un principio.
—No abrimos hasta dentro de cuatro semanas todavía, señor. Pero si quiere ir rellenando un formulario, anoto su nombre en la lista. Pondremos una hora para grabar un vídeo cuando le venga...
—No he venido a conseguir una cita —interrumpió él tras soltar una risotada que llenó toda la sala.
La sonrisa de Maggie se desvaneció al ver a su primer posible cliente masculino escaparse del anzuelo.
—Ya sé que recurrir a una agencia de contactos se hace un poco raro al principio, pero si quiere...
—De verdad —atajó él—. No estoy buscando pareja ni nadie que me la encuentre. Soy Nick Kaplan.
Se quedó mirándola como si esperara que Maggie reconociera aquel nombre. Que lo conociera a él. Trató de hacer memoria. ¿Sería un conocido de algún amigo?
—Vengo de parte de su abuela —añadió él.
—¿De mi abuela? —Maggie frunció el ceño.
Un mes atrás, Kitty Conner había recogido sus bártulos y se había mudado a una residencia de jubilados para estar con sus amigos. Y aunque Maggie le había asegurado que no necesitaba espacio para la intimidad, Kitty le había dicho que lo tendría de todos modos. No era un secreto que Kitty quería que su nieta encontrara a un hombre. Y había decidido que marcharse sería una buena táctica para contribuir a conseguirlo. Para ayudarla con los gastos, su abuela se había ofrecido a encontrar una compañera de piso adecuada para Maggie. Alguien de su edad y con la misma energía que ella. Y parecía ser que había elegido a una chica de fuera. Que iba a mudarse ese mismo fin de semana.
Podía ser que don Harley Davidson hubiese ido a ayudar con la mudanza, pensó Maggie. ¿Pero y si era el hermano de su compañera de piso? Se le hizo un nudo en el estómago. En tal caso, ese pedazo de hombretón se presentaría por su casa de tanto en tanto.
—No había nadie en su casa —dijo él, interrumpiendo los tentadores pensamientos de Maggie—. Así que me ha dado la dirección de la agencia.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó ella. ¡Dios!, ¿habría sonado a qué favor puedo hacerle?
—Podía pasarme las llaves, para empezar —contestó él con una chispa divertida en la mirada.
Estaba claro: era el novio o el hermano de su compañera de piso. La sorprendió desear que ojalá se tratase del hermano.
—Las llaves, por supuesto —Maggie agarró el bolso de encima de la mesa, sacó tres bolsitas de plástico y le ofreció un juego de llaves—. ¿La va a llevar a casa ahora?
—¿Cómo dice?
—Si ya está en Santa Flora o llega el fin de semana como tenía previsto.
—¿Quién?
—La mujer que va a alquilar una habitación en mi casa —contestó impacientada Maggie.
—No entiendo. No hay ninguna... —dejó la frase a medias, arrugó la frente. Lentamente, una sonrisa surcó sus labios—. Permíteme que vuelva a presentarme: soy Nick Kaplan, tu nuevo compañero de piso —añadió en tono divertido al tiempo que extendía una mano.
Maggie se quedó paralizada, incapaz de articular una sola palabra. ¿Su compañero de piso? ¿De qué estaba hablando? No lo diría en serio. Levantó la cabeza, aguzó la vista. El caso era que sí parecía hablar en serio.
—Señor Kaplan —arrancó Maggie con serenidad—, es evidente que ha habido un error.
—No hay ningún error —Nick sacó un puñado de papeles del bolsillo trasero.
—Pues un malentendido.
—No lo creo.
—¿Qué es esto? —preguntó Maggie cuando Nick le entregó los papeles.
—Una copia del contrato firmado de alquiler.
Maggie agarró el contrato con manos temblorosas y leyó que su habitación estaba alquilada a una persona tranquila, responsable, no fumadora... Contuvo la respiración al ver marcada la casilla «Hombre». Luego, se fijó en la firma al final de la página. Kitty Conner. No. No podía ser. Maggie levantó la cabeza y se sintió como un globo al que acabaran de vaciarle todo el aire.
—Soy tranquilo, no fumo —continuó Nick—. Y está claro que soy un hombre.
Tragó saliva. No cabía la menor duda de que era un hombre, pensó Maggie, nerviosa. Un hombre de tomo y lomo, de hecho. Para quien le gustase esa clase de hombre y, que Dios la ayudara, daba la impresión de que era el caso de ella. Era una situación horrible, aparte de muy embarazosa. ¿Cómo podía haberle alquilado su abuela la habitación a ese hombre sin decírselo?
Aunque daba igual. Tendría que deshacer lo que su abuela había hecho. Una cosa era que Nick visitara a su hermana de vez en cuando y otra distinta que viviera allí, y durmiera... y se duchara...
—Lo siento mucho, señor Kaplan, pero no puede vivir en mi casa.
Nick se apoyó contra la mesa, se cruzó de brazos y sonrió:
—¿Es que tienes un cadáver enterrado en el patio o algo así?
—¡Claro que no!
—Lo decía de broma, Maggie —Nick siguió sonriendo—. Mira, entiendo que pienses que se trata de un error. Pero en ese caso, es tu error o el de tu abuela, no el mío.
Su cuerpo olía a cuero, sol y aire salado. Maggie tuvo unas ganas nada decorosas de agarrar las solapas de aquella chaqueta y hundir la cara en el pecho de Nick, aspirarlo. Pero ella no hacía esas cosas. Ni siquiera tenía esa clase de pensamientos. Le devolvió el contrato.
—De verdad que lo siento, pero no puedo vivir con... —Maggie lo miró de arriba abajo—. Con un hombre.
—¿Por qué no? —preguntó con aire divertido y una sonrisa devastadora.
¿Por qué no?, ¿por qué no? Se estrujó la cabeza en busca de la respuesta adecuada. A ser posible, una respuesta que no diera a entender que estaba en tratamiento médico: «no me fío de mí estando con un hombre como tú alrededor. Eres una amenaza a mi autonomía. Desde que has entrado se me están revolucionando hormonas que ni siquiera sabía que tenía». Sí, esa explicación sería estupenda.
—No te conozco —contestó por fin.
—Tengo treinta años, dirijo una empresa de construcción. Me encantan las motos y Louis Armstrong.
—Vamos, que eres inofensivo —Maggie lo miró a los ojos.
—Yo no he dicho eso —contestó Nick con una sonrisa diabólica.
—En serio, te pido disculpas, pero creo que es mejor que busques otro sitio.
—Imposible —replicó él tajantemente—. Es verano. Santa Flora está atestada de turistas. No quedan apartamentos, no hay hoteles, no hay nada.
—Podrías alojarte fuera de la ciudad —sugirió ella.
—No, no puedo. Tengo que estar aquí. Empiezo a trabajar el lunes y necesito estar cerca de la obra.
—¿Y no podrías arreglarte con una caravana?
—Ese es mi único medio de transporte —respondió Nick, apuntando hacia el roble del aparcamiento sobre el que había apoyado su moto.
—¿Y en casa de algún amigo? —insistió ella—. ¿Algún familiar quizá?
—No.
Maggie apoyó las manos sobre las caderas. Se miraron a los ojos. Parecían dos pistoleros a punto de desafiarse.
El reloj de la abuela sonó. Las once.
—Tengo una cita con un cliente —dijo ella sin desviar la mirada todavía.
—Y yo tengo un contrato de alquiler firmado.
La repateaban los hombres que afirmaban cosas evidentes. Su abuela iba a oírla. La campanita de la entrada tintineó y las clientas entraron con paso decidido, todas rubias y con grandes curvas de silicona.
Maggie recurrió a una sonrisa profesional para pedir a Nick que la disculpara un segundo antes de saludar a las dos mujeres y acompañarlas a la sala de vídeo. Nick no se había movido un centímetro cuando volvió. Lo que no la sorprendió.
—Quizá puedas volver esta tarde —arrancó Maggie.
—Seguro, ningún problema. Si me das las llaves, me voy acomodando y vuelvo a eso de las...
—No me refería a eso.
—Maggie, no me voy a ir a ningún otro sitio —Nick dejó el casco de la moto sobre la mesa—. El lunes empiezo el proyecto más importante de mi carrera y no voy a complicarme la vida mientras solucionas tus miedos a compartir piso.
Maggie oyó unas risillas procedentes de la sala de vídeo. Las clientas debían de estar impacientándose. Tenía que ponerse a trabajar. Alzó la barbilla y aceptó el reto.
De acuerdo. Si se iba a portar como una mula testaruda, como a una mula lo trataría.
Media hora después, cargado el ambiente de perfume caro, Nick deseó haber hecho lo que Maggie le había pedido: marcharse y volver más tarde. Esa vena cabezona que a veces lo traicionaba lo había llevado a participar en un circo, obligado a trabajar a las órdenes de una atractiva domadora.
En vista de que aún no había recibido el trípode, Maggie le había colocado la cámara de vídeo sobre el hombro y le había dicho que se estuviera quieto mientras entrevistaba a aquellas gemelas salidas de Los vigilantes de la playa.
Era evidente que lo consideraba simple mano de obra. Desde que le había clavado aquellos ojos azules, había intuido de sobra la imagen que se había formado de él. Estaba acostumbrado a ese tipo de miradas. Miradas que significaban: «apuesto a que tiene todo el cerebro en los bíceps».
Doña Bibliotecaria estaba muy equivocada. Porque Maggie Conner parecía una bibliotecaria con aquella ropa tan sencilla, sin florituras, unos pantalones color canela y una blusa azul. Aunque su actitud dominante y su rugosa voz insinuaban algo mucho más interesante. Por no hablar de su cuerpo. Pequeño pero lleno de curvas.
Y si algo le gustaba a Nick Kaplan eran las curvas peligrosas. En moto o sin ella.
Aunque esa carretera estaba cortada.
Tenía la certeza de que aquella preciosa morena era una de esas chicas con un decálogo de reglas sobre ataduras, hogares fijos, compromisos y todo eso. ¡Si hasta dirigía una agencia de contactos! Y él no se mezclaba con mujeres que creían en el amor, por muy atraído que se sintiera. Y menos en esos momentos.
Tres semanas atrás se le había presentado la oportunidad de su vida: había cerrado el contrato que lo había llevado a Santa Flora. El contrato que podía catapultarlo a las grandes esferas del mundo de la construcción. No necesitaba distracciones. Lo único que necesitaba era una habitación.
—Me gusta la comida mexicana y tomar el sol en la playa —dijo a la cámara una de las gemelas.
—¿Y qué tipo de hombre buscas, Heather? —preguntó Maggie. Estaba sentada justo debajo de la cámara, de modo que Heather parecía estar hablando directamente al objetivo.
—Me gustan los hombres dulces y sensibles —dijo esta, casi ronroneando—. Un hombre al que le guste volver a casa cada noche junto a una buena mujer.
Si no hubiese estado sujetando la cámara, Nick se habría llevado las manos a la cabeza. Su renuente compañera de piso estaba pescando en un estanque de patos encerrados. Un estanque en el que él jamás se bañaría. Valoraba demasiado su libertad. Cuando se sabía de primera mano lo que era sentirse atrapado y retenido, nada ni nadie podía ser estímulo suficiente para dejar que le cortaran a uno las alas.
—Tiene que ser muy inteligente —continuó Heather.
—Y divertido —añadió la segunda rubia.
Nick tosió para disimular una risotada.
Maggie giró el cuello y le lanzó una mirada de advertencia, a la que Nick respondió guiñándole un ojo. Aunque volvió a dirigirse a las clientas de inmediato, a Nick le dio tiempo de verla ruborizarse y grabar a fuego aquella imagen en su memoria: el cabello recogido en un moño, labios carnosos color rosa pálido y grandes ojos brillantes del azul del cielo de Montana al amanecer.
Recordaba bien ese cielo. Un par de años atrás, había viajado a Iowa por motivos de trabajo y había parado la moto a un lado de la carretera para contemplarlo durante cerca de una hora. Jamás había visto algo tan hermoso.
—Y, por supuesto, debe tener buen gusto vistiendo —prosiguió Heather.
Nick se mordió la lengua. Era absurdo. Las parejas no se conocían así. Con cintas de vídeo y una lista de cualidades, como si se tratara de la lista de la compra. La química era la química. Hombre y mujer. El fuego, la pasión... ahí estaba la clave. Y no había manera de averiguar si esa chispa existía hasta estar cara a cara. Pero, bueno, no era asunto suyo. Lo único que quería era conseguir las llaves y dormir bien un par de noche.
—Me encanta leer —dijo Heather—. Así que sería genial que a él también le gustara.
Se le hizo como si hubiera pasado una semana entera hasta que Maggie les dio las gracias a las gemelas y las acompañó a la salida. Pero no perdió un segundo en volver a la sala de vídeo y reprenderlo.
—¿Qué pasa? —exclamó, mirándolo como si sus ojos fueran dos granadas a las que les hubieran quitado las anillas de seguridad.
—¿Qué pasa con qué? —contestó Nick mientras sacaba la cinta de vídeo de la cámara y se la entregaba—. ¿Qué es lo que hecho?
—Te estabas riendo de mis clientas.
—No es verdad —respondió él, sofocando una risa—. Y, ahora, ¿podemos hablar de las llaves?
—Vamos, hombre, ¿de verdad piensas que me voy a creer que tus tosecitas eran algún síntoma preliminar de una bronquitis? —insistió Maggie.
—A ver, corazón, simplemente me ha parecido que los requisitos que debía tener su hombre perfecto eran graciosos —Nick guardó la cámara de vídeo en la funda—. Iban con una lista, como si fueran al mercado.
—Todos buscamos cosas en otras personas. Puede que no la hayas escrito, pero está en tu cabeza.
—Yo no tengo listas —contestó él—. Solo una condición.
—¿Ah, sí?, ¿y se puede saber cuál es? —dijo Maggie en tono burlón—. ¿Qué sepa ir en moto y lleve botas de cuero?
—Eso son dos condiciones —replicó sonriente.
—Ya cambiarás de opinión. Los encuentros casuales son cada vez más difíciles en los tiempos que corren —Maggie se encogió de hombros—. Y nadie quiere quedarse solo.
—Por lo que a mí respecta, estoy muy a gusto a mi aire.
Maggie sintió un agotamiento como si tuviera que escalar una colina que ya había subido mil veces. Solteros, ligones, moteros de mal asiento. Todos querían libertad. No tenían ni idea de que ser amados por la mujer adecuada tiraba por tierra su concepto de felicidad. ¿Pero cómo iba a convencer a toda la población masculina de Santa Flora si ni siquiera era capaz de convencer a uno?
—Tengo una idea —dijo Nick—. ¿Qué tal si charlamos del tema esta noche en casa?
—¿En la tuya o en la mía?
—En la nuestra.
—No te vas a dar por vencido, ¿no? —Maggie suspiró.
—Cuando quiero algo, Maggie, llego muy lejos para conseguirlo —Nick se plantó ante ella, con sus ciento noventa centímetros de pie y el aroma a cuero y virilidad que emanaba de su cuerpo—. Pero cuando necesito algo, soy capaz de casi cualquier cosa.
Se estremeció al oír el tono de su voz y el pulso comenzó a agitársele a ritmo de samba mientras Nick escudriñaba su cara.
Luchar por lo que se quiere. Sin duda, eso sí lo tenían en común. Ella quería que la gente encontrara el amor y era capaz de hacer horas extraordinarias para conseguir una buena pareja para sus clientes. Pero necesitaba que su agencia funcionara y casi estaba dispuesta a vender su alma para lograrlo.
Mientras se pasaba la cinta de vídeo de una mano a otra, Maggie empezó a concebir una idea. Sus dos primeras campañas para atraer la atención de los hombres a Contactos Maggie no habían resultado. De modo que sabía que ofrecer matrículas gratuitas y gastos compartidos en la primera cita no iba a hacerlos que se agolparan a la puerta de la agencia. Lo que necesitaba era una historia con final feliz de propaganda.
Sabía que era una locura. Pero necesitaba a toda costa tener ingresos, pues solo la factura de la luz era más alta que el Aneto. Y sería la fórmula perfecta para ganarse a los escépticos. Y, en concreto, para darle a un escéptico en particular lo que más necesitaba.
Maggie sintió un calambreo burbujeante en el estómago al imaginar el eslogan: «Hasta los escépticos pueden ver la luz. Deje que Contacto Maggie prenda la cerilla de su amor».
—¿Y si pusiera a tu disposición los servicios de mi agencia, Nick? —le propuso de pronto, confiada.
—¿Perdón?
—¿Y si te encuentro el amor de tu vida?
—Imposible.
Le encantaba esa palabra.
—En realidad no estás tan seguro, ¿verdad que no? —lo provocó.
—Maggie, ahórrate tus esfuerzos para los tipos tristones que busquen tu ayuda.
—Nadie resiste el poder del amor, Nick —dijo Maggie al tiempo que le agarraba un brazo.
Nick miró hacia la mano con que Maggie lo estaba sujetando. Luego, le clavó la mirada en los ojos con un brillo oscuro y misterioso, como un bosque al atardecer.
—Yo resisto todo.
Era puro músculo, fuerza en bruto. Y calor. Maggie lo sentía bajo la palma de la mano. Demasiado calor.
—¿Te atreves a poner a prueba tu corazón a cambio de seis meses en Casa Conner? —le preguntó finalmente tras retirar la mano de su brazo.
—Me he perdido —contestó él con el ceño fruncido.
—Dame un mes para encontrarte el amor de tu vida —dijo Maggie mientras sacaba del bolsillo un juego de llaves— y yo te doy esto.