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Cuando Tara empezó a recibir amenazas, Clint supo que debía protegerla, pero ella parecía empeñada en no hacer caso de sus advertencias… y en hacerle hervir la sangre de deseo. Tara era una mujer independiente e irresponsable que no dejaba que nadie se acercara demasiado a ella. ¿Qué podía hacer un texano como él? Por de pronto, ocupar el sofá de su casa, aunque prefería su cama y, mientras estaba encerrado con la bella Tara, quizá consiguiera encontrar la llave de su corazón.
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Seitenzahl: 173
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Laura Wright
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Encerrados con el deseo, n.º 1445 - julio 2024
Título original: LOCKED UP WITH A LAWMAN
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c a r acteres, l u g ares, y s i t uaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741652
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Clint Andover se despertó de un sobresalto con el cuerpo empapado en sudor.
Se secó la cara con la mano y sacudió la cabeza para apartar las horribles imágenes de su cerebro.
Habían pasado tres años. Tiempo más que suficiente para olvidar.
Miró a su alrededor. En el dormitorio de acero y cristal no ardía ningún fuego ni había humo. Había sido una pesadilla, como de costumbre. Aunque la gran cicatriz que le cruzaba el pecho le recordaba que no siempre había sido un sueño.
Se pasó una mano por su pelo oscuro, escuchando los acelerados latidos de su corazón. Latidos de miedo… y tristeza.
Igual que cada noche, después de que la pesadilla lo despertara, no intentó volver a dormirse. Sabía que era inútil. En vez de eso, apartó las sábanas empapadas de sudor, se levantó de la cama y fue a su despacho en la segunda planta, donde lo aguardaba la promesa del consuelo.
El líquido ambarino de la licorera pareció hacerle un guiño.
La pálida luz de la aurora iluminaba la habitación, pero Clint no necesitaba ver para guiarse. Aquél era su ritual nocturno.
Tomó un trago de whisky y se dejó caer en una silla junto al escritorio. Echó un vistazo a su alrededor y soltó un resoplido burlón. Era el director general de la mayor empresa de seguridad de Texas, tenía los más sofisticados sistemas de defensa al alcance de las manos, pero, irónicamente, no podía emplear ninguno contra las imágenes de aquella noche.
La noche que sobrevivió.
La noche que murió.
Apretó la mandíbula y apuró el líquido que quedaba en el vaso, contemplando la posibilidad de servirse otro.
¿No tenía lo que se merecía al ser acosado por esas pesadillas? ¿No era lo más justo?
Se hincó los dedos en el pecho y sintió el dolor mientras penetraban la carne.
Se acabó el whisky. Necesitaba un café.
Tenía trabajo que hacer. Trabajo que le permitía alejarse de sus divagaciones. El trabajo del Texas Cattleman's Club.
Había una mujer sin nombre y sin recuerdos y un loco intentando llegar hasta ella y su hija pequeña. Y Clint había jurado protegerlas a las dos.
Se levantó y miró los altos ventanales de su despacho. Fuera, el amanecer emergía tranquilamente por el horizonte. Igual que cada mañana.
Había llegado al hospital.
Y más temprano de lo habitual, pensó Tara al ver entrar en el ascensor al nuevo ginecólogo con el ceño fruncido que solía reservar para cualquiera que no hubiese ido a la facultad de Medicina.
Pero aquella mañana no había nadie cerca para responder con una mirada aprensiva o una sonrisa forzada la seca valoración del doctor Belden.
El ascensor estaba vacío, y Tara sintió la irresistible necesidad de aprovecharse de la situación, dejar a un lado su informe matinal y acompañarlo en la subida a la cuarta planta. Fuera impropio o no, tenía unas cuantas preguntas que hacerle al nuevo médico. Dos preguntas que llevaban agitándose en su cerebro desde que le presentaron a aquel hombre.
Quería saber por qué sentía un escalofrío en la columna cada vez que lo veía. Y quería saber quién se creía que era al tratar a las enfermeras con tanta indiferencia. Después de todo, el personal de enfermería del Royal Hospital era la gente más atenta y trabajadora que Tara había conocido, y no podía soportar que alguien no les mostrara el respeto que se merecían.
Pero aquel día no iba a tener la oportunidad de enfrentarse al doctor Belden, porque las puertas del ascensor se cerraron con demasiada rapidez.
Tara soltó un suspiro y volvió al trabajo. Pero mientras tenía la vista fija en el informe, su mente volvió al doctor. Normalmente, ella no era una persona desconfiada, pero la actitud de aquel hombre la escamaba.
Tal vez sus dudas no tuvieran nada que ver con él y sí con todo lo que rodeaba a su paciente, Jane Doe. En realidad, Jane Doe no era el verdadero nombre de la mujer, pero después de haber despertado de un coma sin recordar nada, los hombres del Texas Cattleman's Club la habían bautizado así.
El Texas Cattleman's Club.
Un estremecimiento completamente distinto recorrió a Tara al pensar en ese grupo de hombres ricos, atractivos y altruistas. Adorados por las mujeres y respetados por los hombres, no había nada que el grupo no hiciera por la ciudad de Royal y por sus habitantes o recién llegados.
Y así lo habían demostrado con Jane Doe.
Pobre mujer, pensó Tara mientras sacaba otra ficha de la carpeta. Unas semanas antes, al entrar en un restaurante de Royal con un bebé en brazos y una bolsa al hombro, Jane se había desmayado. Por suerte, varios miembros del club estaban presentes y se habían hecho cargo de la situación, asumiendo la responsabilidad de Jane y el bebé.
Tara no podía evitar admirar a esos hombres y sus compromisos, pero eso era todo lo que se permitía sentir. No iba a perder la cabeza por ellos, como otras mujeres a las que conocía. De ningún modo. Su madre le había inculcado demasiado sentido común para hacer un ridículo semejante.
–La vida es para trabajar –le había estado repitiendo la vieja irlandesa hasta el día de su muerte.
La vida era para trabajar, no para divertirse, coquetear ni ninguna otra tontería…
–Hoy no vas a darme ningún problema, ¿verdad, Tara?
Tara dio un respingo. No era normal que algo la sobresaltara, pero aquella voz de barítono siempre tenía ese efecto en ella.
Y era algo que odiaba.
Obligándose a respirar con normalidad, se dio la vuelta para encararse al hombre que se dirigía hacia ella. El responsable de la seguridad de Royal y miembro del afamado Texas Cattleman's Club, y uno de los hombres más arrebatadoramente sexys que Tara había visto en su vida.
Y también el primero al que había besado.
Clint Andover había cambiado mucho desde el instituto. De joven había sido muy guapo, con unos ojos azules y una sonrisa letales. Pero de adulto era aún mejor. Alto, moreno y robusto. Un hombre temido y deseado, de recia mandíbula y músculos endurecidos. Clint Andover atraía a todas las mujeres, y sus ojos azules hacían que a cualquier mujer se le acelerara el corazón.
Pero había algo más que una poderosa sexualidad en aquellos ojos. Había también dolor; un dolor que reflejaba la culpa y la muerte que escondía su interior.
Lo cual no era extraño, pensó Tara tristemente mientras intentaba serenarse. Como casi todo Royal sabía, el pasado de Clint había sido difícil y traumático.
–¿Darle problemas a un hombre yo? –bromeó ella–. No parece muy propio de mí.
–¿Desde cuándo?
–Desde siempre.
–No lo creo –dijo él. Se detuvo rígidamente junto al puesto de las enfermeras y le asintió de un modo casi imperceptible a la mujer que atendía llamadas telefónicas tras el mostrador.
–No finjas que me conoces tanto, Andover –respondió ella despreocupadamente.
Igual que hacía con todas las demás, Clint le clavó la mirada de sus penetrantes ojos azules.
–Tengo una memoria excepcional, Tara. Y recuerdo que te conozco bastante bien.
Tara se quedó helada y sintió que le costaba respirar. Pero no había la menor sensualidad en las palabras de Clint. No, Clint se estaba limitando únicamente a corroborar un hecho incuestionable, sin ninguna emoción al respecto.
Respiró hondo e intentó que sus frenéticos latidos se calmaran. Le iría bien adoptar el tipo de control que exhibía Clint, pensó. El tipo de control del que ella siempre se había enorgullecido. Pero no era tarea fácil. En presencia de Clint, no era más que una mujer de carne y hueso.
Con muchos recuerdos.
Recuerdos de un joven Clint Andover abrazándola en el cenador del Royalty Park, haciéndole cosquillas en la nariz con la loción de su padre mientras su boca reclamaba la suya…
–Eso fue hace cien años –dijo con una risita forzada.
Él dio un paso hacia ella.
–Como ya te he dicho, tengo una memoria excepcional. Y ya por aquel entonces me dabas problemas.
Tara se separó del puesto de las enfermeras y bajó la voz.
–Un beso de adolescente no es ningún problema.
–Lo fue para mí –replicó él con rotundidad.
A Tara se le secó la garganta. No porque Clint hablara como si quisiera tener más problemas de ese tipo, sino porque, que Dios la ayudara, ella sí quería.
Estaban llevando sus bromas habituales a un terreno peligroso. Tenía que recuperar el control cuanto antes.
–Bueno, a mí me parece que hasta hoy nos ha ido bastante bien permanecer alejados el uno del otro –dijo con voz cortante–. ¿Cuál es el problema ahora?
–Ayer mencionaste algo de sacar a Jane del hospital.
Tara asintió.
–Odia estar aquí, Clint.
–Odia su situación en general.
–Sí, y su situación se agrava por estar en el hospital.
–Es el lugar más seguro para ella.
–¿El más seguro? –repitió Tara con el ceño fruncido–. ¿Qué quieres decir con…?
Él levantó una mano para interrumpirla.
–Nada. Sólo estoy sugiriendo que si necesita atención médica…
–Yo soy enfermera –le recordó ella.
–Sí, ya lo sé. Pero lo que importa es que Jane está bajo mi responsabilidad, y si yo creo que debe permanecer aquí…
–Mientras esté en mi planta, es responsabilidad mía –lo cortó Tara, con más dureza de la que pretendía.
–La obstinación no es ninguna virtud, enfermera Roberts.
–Ni tampoco la intimidación, señor Andover.
Clint respiró hondo y la miró con el ceño fruncido.
–Problemas –murmuró.
Tara no se movió de su sitio, a pesar de que el calor que irradiaba el musculoso cuerpo de Clint era casi insoportable. Aquella palabra que había pronunciado con demasiada severidad… Problemas. Nunca la habían acusado de crear problemas. Y menos tres veces seguidas.
Ella era una persona resuelta, pragmática y precavida. Unos rasgos en los que siempre había confiado. Pero, ¿problemática? Jamás.
A ninguna otra persona le hubiera tolerado un insulto semejante. Pero con Clint era distinto. Se negaba a pensar el porqué, pero así era. Cuando la miraba de aquella manera, tan cercano a ella, ninguna palabra que saliera de sus labios podía interpretarse como un insulto. Al contrario. Más bien la excitaba.
Frustrada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos y sensaciones, se volvió hacia el mostrador y agarró sus informes.
–Tengo trabajo que hacer.
–Yo también –dijo él.
–Entonces será mejor que lo hagamos. Que tenga un buen día, señor Andover.
Se dispuso a alejarse, pero él la agarró del brazo.
–Aún tenemos que resolver el asunto de Jane Doe.
–Voy a llevármela a mi casa mañana –declaró ella.
–Maldita sea, Tara…
–Su estado de salud es excelente. Lo que necesita es un lugar donde pueda descansar, recuperar la memoria y ver a Autumn. Y yo puedo llevársela.
Clint se cruzó de brazos y la miró severamente.
–David y Marissa pueden traer a la niña aquí.
Ella lo ignoró y pasó a su lado.
–Tengo pacientes que atender.
–No me estás escuchando –la acusó él.
–Por supuesto que no –dijo ella, alejándose por el pasillo.
–No te atrevas a llevártela, Tara.
Pero Tara no le hizo caso y siguió alejándose del hombre que durante demasiados años había sido dueño de su corazón.
Sus pacientes eran lo más importante en su vida y siempre hacía lo que fuera mejor para ellos, aunque eso significara incurrir en la cólera del peligroso, amedrentador… y deseable Clint Andover.
–¡Se la ha llevado a su casa! –exclamó Clint, mirando furioso a sus colegas del Texas Cattleman's Club antes de dejarse caer en uno de los sillones de cuero de la sala de reuniones–. Y después de que yo le diera instrucciones expresas de…
–¿Le diste a una mujer instrucciones? –le preguntó Ryan Evans, levantando la mirada de la mesa de billar, donde mantenía una partida con David Sorrenson.
–Sí.
–¿Y de verdad creíste que te obedecería? –le preguntó Alex Kent con una sonrisa, sirviéndose un brandy.
Clint frunció el ceño.
–No veo por qué no.
–Acepta este consejo de un hombre felizmente casado que quiere seguir como está –dijo David–. Nunca le des instrucciones a una mujer.
–«Felizmente» y «casado» en la misma frase –murmuró Ryan sacudiendo la cabeza–. ¿Qué te ha pasado?
–Paciencia, Evans –respondió David. Se volvió hacia la mesa y con un golpe certero envió una bola al agujero–. Tu hora se acerca.
–Imposible –dijo Ryan, errando en su jugada.
David se echó a reír.
–Parece que tu confianza está disminuyendo, amigo.
–Eres un cretino –masculló Ryan, con los ojos ardiendo de irritación.
–¿Podemos hablar con seriedad, caballeros? –pidió Clint, mirándolos a todos uno por uno–. Esto es un problema.
Alex se sentó en un sillón junto a él.
–¿Esta enfermera sabe lo de nuestro allanamiento de morada?
–¿Te refieres a la habitación de Jane en el hospital? –preguntó Clint. Alex asintió–. No.
–¿Y lo de Autumn? –preguntó David.
Clint negó con la cabeza.
–Sólo sabe lo que sabe todo el mundo. Que Jane se desmayó en el restaurante y que esa Autumn es su hija.
David se encogió de hombros.
–Tal vez deberías contarle el resto.
–No creo que sea buena idea.
–Cuanta menos gente en Royal conozca los peligros de la situación, mejor –corroboró Alex.
–Estoy de acuerdo –dijo Clint–. Pero sin revelar esa información, no podré conseguir que Tara devuelva a Jane al hospital.
–Bueno, en ese caso tendrás que vigilar a nuestra Jane Doe en la casa de la enfermera –sugirió Alex, removiendo el contenido de su vaso.
Una ola de calor se arremolinó en el pecho de Clint al pensar en compartir el mismo espacio con Tara Roberts, pero se apresuró a sofocarla. Sí, se había sentido atraído por la hermosa enfermera rubia desde el instituto, pero ahora se trataba de un asunto de trabajo. Y él nunca mezclaba el trabajo con el placer.
–¿Vigilar a Jane en casa de la enfermera Roberts? –sacudió la cabeza–. Es mucho más fácil decirlo que hacerlo.
–¿Por qué? –preguntó Alex.
–Tara es muy cabezota…
–¿Cabezota? –interrumpió David con una sonrisa irónica–. Suena interesante.
–No es lo que parece, Sorrenson –le espetó Clint–. Tara y yo somos… buenos, sólo somos viejos amigos.
–¿En serio? –preguntó Ryan alzando un ceja.
–Nos conocemos desde el instituto.
–¿El primer escarceo, quizá? –sugirió Ryan, y se echó a reír cuando Clint puso una mueca de desprecio–. Parece algo serio.
–¿Qué estás diciendo? –preguntó Clint fríamente–. ¿Cómo te puede parecer algo serio si yo no he dicho nada?
Ryan sostuvo el taco con la mano derecha y apuntó a su amigo con la tiza que tenía en la izquierda.
–Por eso mismo parece algo serio.
–¿Estamos hablando de amor, Andover? –preguntó David con una amplia sonrisa.
Clint sintió un nudo en el pecho, y por un momento las imágenes de aquella noche, de Emily, del fuego y la muerte amenazaron con ahogarlo. No quería que nadie volviera a relacionarlo nunca más con la palabra «amor».
–Sólo he amado a una mujer en mi vida –declaró en voz baja y amenazadora.
Los demás hombres se pusieron serios al instante. David y Ryan volvieron a su partida, y Alex apuró su brandy.
Clint se levantó y atravesó la alfombra oriental.
–Entre Tara y yo no hay nada y nunca lo habrá. Lo nuestro es únicamente una batalla de autoridad, nada más. Y ya es hora de que yo asuma el control de la situación.
Alex asintió seriamente.
–¿Qué piensas hacer?
–Jane Doe puede quedarse en mi casa. Maldita sea, las dos pueden quedarse ahí si eso es lo que quieren. Pero nuestra misteriosa mujer estará bajo mi supervisión las veinticuatro horas del día.
–Será un combate encarnizado –dijo Ryan.
–Puede ser –respondió Clint–. Pero es un combate que tengo intención de ganar.
–Gracias, Tara –dijo Jane con una sonrisa, acurrucada en el sofá y envuelta en un edredón mientras saboreaba el té de jazmín con miel–. No sabes cuánto lo aprecio.
–De nada –respondió Tara, devolviéndole la sonrisa.
–No sé por qué, pero en ese hospital me sentía como en una prisión.
–A veces yo me siento igual.
Jane miró el fuego que ardía en la chimenea y suspiró.
–Tu casa es muy cómoda y acogedora y…
–¿Y qué? –le preguntó Tara amablemente cuando Jane se interrumpió.
La pequeña y bonita mujer negó con la cabeza. Una expresión melancólica ensombreció sus ojos violetas.
–¿Y está cerca de Autumn? –se aventuró Tara.
–Sí.
Tara le dedicó una sonrisa compasiva. Ella no tenía hermanos ni hijos, pero cada día añoraba más a su madre, por lo que, en cierto modo, comprendía la nostalgia de Jane.
–Debes de echarla mucho de menos.
–Muchísimo. Es como si me faltara una parte de mí.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Mientras cuidaba de ella en el hospital, Tara no había querido preguntarle por qué Autumn se quedaba en el rancho Sorrenson. No era asunto suyo, pero no podía evitar sentir curiosidad. Al fin y al cabo, aunque el hospital no era el mejor lugar para el bebé, estaba mucho más cerca para Jane que el rancho.
Tal vez a medida que se fuera ganando la confianza de Jane, ésta compartiera más información con ella. Pero de momento, Tara sólo sería una amiga que la escuchara y la consolara.
–Mañana tengo el día libre –dijo Tara, recostándose en el sillón–. ¿Qué te parece si vamos a ver a los Sorrenson?
Los ojos de Jane se iluminaron como dos estrellas y a punto estuvo de derramar el té.
–¿Sería posible?
–Por supuesto.
–Me encantaría.
Tara se levantó y miró a la joven con severidad… Una expresión que reservaba para las pacientes más testaduras y encantadoras.
–Muy bien, pero si quieres tener fuerzas para jugar con tu hija, necesitas descansar todo lo que puedas.
–Eso quiere decir que tengo que subir a tu habitación y dormir un poco, ¿verdad? –dijo Jane con una sonrisa.
–En efecto –respondió Tara, riendo.
El timbre de la puerta sonó mientras Tara ayudaba a su invitada a levantarse del sofá.
–¿Esperas a alguien? –preguntó Jane.
Casi todos los conocidos de Tara estaban trabajando esa noche en el hospital. Y tenía muy pocos amigos. Sin embargo, había una persona que tenía un motivo para visitarla…
–No estoy segura, pero creo que podría ser un hombre demasiado fisgón e irritante el que está ahí fuera –dijo con una mueca.
–Clint, ¿verdad? El que me estaba vigilando en el hospital.
–El mismo.
Jane esbozó una sonrisa.
–¿Ese guardaespaldas tan alto y atractivo?
Tara sintió que se ruborizaba.
–Bueno, no sé si es tan atractivo…
El timbre volvió a sonar.
–Estoy muy cansada –dijo Jane con un brillo malicioso en los ojos–. Me voy a dormir. No te preocupes, puedo subir sola.
–¿Estás segura? –le preguntó Tara, reprimiendo el impulso de pedirle que se quedara.
–Completamente –respondió Jane de muy buen humor.
Tara vio cómo subía las escaleras y entonces se dirigió hacia la puerta.
–No es tan atractivo –murmuró.
–Oh, vamos, no pretendas engañarte a ti misma –le dijo Jane riendo desde el rellano, antes de entrar en su dormitorio.
Tara puso una mueca y abrió la puerta justo cuando el timbre sonaba por tercera vez.
Clint Andover estaba esperando, con el ceño fruncido y los ojos tan oscuros como el jersey azul marino que llevaba.
–Así que estás en casa…
–Sí.
–No se puede confiar en ti –espetó él, entrando sin ser invitado.
–Hola a ti también –dijo ella. Se había quedado atónita por su descaro, y al mismo tiempo intrigada por el fuerte olor a bosque que desprendía.
–No me gusta que desafíen mis órdenes, Tara.
Ella lo siguió al salón, intentando no fijarse en su figura alta y fuerte y en su duro trasero. Pero no le resultó fácil.
–En ese caso, tal vez deberías dejar de darme órdenes.
–Tara…
–No acepto órdenes tuyas, Clint Andover.