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Sabía que ella debería haber sido suya para siempre Hacía ya cuatro años que Ava había abandonado a Jared para casarse con otro hombre. Ahora ella había regresado y Jared estaba empeñado en averiguar el verdadero motivo por el que se había marchado. Su reencuentro se hizo aún más increíble cuando Jared descubrió su secreto: ¡tenía una hija suya! Ava sabía que Jared no era de los que perdonaban y olvidaban, pero también sabía que no estaba dispuesto a volver a perder a la pequeña. A pesar de sus deseos de escapar, no podía dejar de recordar todas las noches maravillosas que había compartido con él. ¿Conseguiría hacer que se olvidara de su orgullo y admitiera que ella era la mujer de sus sueños?
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Seitenzahl: 180
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Laura Wright
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cara a cara, n.º 1327 - septiembre 2016
Título original: Redwolf’s Woman
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8739-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
–Ha vuelto.
Al oír las palabras de Rita, Ava Thompson sintió que el corazón le daba un vuelco.
–¿Quién?
–Jared Redwolf –respondió Rita con una sonrisa.
Desde lo alto de su pedestal enmoquetado de blanco en la trastienda de Benton’s Bridal and Formalwear, Ava se tambaleó hacia los lados y soltó un aullido cuando la señora Benton la pinchó accidentalmente con un alfiler.
–Estate quieta –le dijo la anciana señora.
Sin apenas oír la suave reprimenda, Ava miró a su hermana con sus grandes ojos verdes.
–¿Qué quieres decir con que «ha vuelto»? ¿Ha vuelto adónde?
–Aquí, a Paradise –dijo Rita con calma, retocándose sus largos rizos castaños frente al gran espejo de cuerpo entero–. Cuando fui por café, lo vi entrar en el restaurante… ¿Y quién puede culparlo? –añadió con una maliciosa sonrisa–. ¿Sabías que hoy sirven empanada con patatas fritas y refresco de cereza por sólo dos con noventa y cinco?
–Esas empanadas están hechas con carne de caballo –declaró la señora Benton mientras sujetaba el dobladillo del imponente vestido que su hermana menor había diseñado para que llegara hasta el tobillo.
–¿Carne de caballo? –Rita se echó a reír–. Eso no es cierto.
La señora Benton negó tristemente con la cabeza.
–Y pensar que vivimos en un país de ganado…
No estaban engañando a nadie con su tranquila discusión sobre las empanadas de caballo y los refrescos de cereza, pensó Ava al ver las miradas furtivas que se intercambiaron las otras dos. Desde el momento en que Rita mencionó a Jared Redwolf, Ava había sentido los dos pares de ojos fijos en ella, observándola como dos conspiradoras, esperando ver su reacción a las noticias y preguntándose si su vida estaría pasando ante ella.
Una vida que todo el mundo en Paradise conocía. Una vida que Ava había abandonado cuatro años atrás.
Una vida en la que había pensado cada día en su pequeño apartamento de Manhattan.
El anticuado aparato de aire acondicionado renqueaba y vibraba mientras el asfixiante calor de Texas invadía lentamente la habitación. Ava miró a su hermana en el espejo.
–Creía que habías dicho que iba a estar en Dallas las dos semanas, Rita. «Lo sé de buena tinta», dijiste. «Te lo juro, no te tropezarás con él».
Rita se encogió de hombros.
–Eh, ¿qué puedo decirte, hermana mayor? Eso fue lo que dijo Pat Murphy en la oficina de correos –esbozó una sonrisa y se puso un velo de novia sobre el rostro–. Tal vez haya oído que has vuelto al pueblo para mi boda y ha cambiado de opinión.
La señora Benton respiró hondo y miró expectante a Ava.
–Ni hablar –dijo Ava mirando a una y otra mujer–. Él me desprecia.
–Desprecio es una palabra muy fuerte –dijo Rita.
–Creo que deberíamos dejar de hablar de ese hombre por un momento –le dijo la señora Benton a Rita–. No para de moverse, y necesito sujetarle el dobladillo aquí. No quiero ser yo quien tenga la culpa de que tu dama de honor se tropiece con su vestido en el pasillo de la iglesia.
–¿Qué tal si le echamos la culpa a un dios cheyenne de metro noventa y sonrisa letal? –sugirió Rita sin dejar de sonreír.
–Es medio cheyenne, tan sólo –dijo Ava con una mueca de exasperación.
–Y menuda mitad… –dijo la señora Benton con un suspiro.
Nada había cambiado, pensó Ava. Las mujeres de Paradise seguían babeando por Jared Redwolf. Pero, ¿seguían temiendo demostrarlo?, se preguntó. Ahora que él era millonario y un genio de las finanzas con clientes famosos, ¿estarían dispuestas las mujeres del pueblo a pasar por alto su herencia india?
El olor de un viejo ramo de novia que colgaba del techo impregnaba el cada más húmedo ambiente. La voz de Johnny Mathis canturreando una lastimera canción de amor salía por una pequeña radio en un rincón. Y Ava sentía que se estaba sofocando dentro del bonito vestido de satén.
Jared estaba en el restaurante. Tan cerca que casi podía sentir su presencia y respirar su embriagadora fragancia a sol y sudor. Quería verlo, pero sabía lo peligroso que podría ser eso. Él tendría muchas preguntas y querría respuestas. Oh, Dios, ¿y si ya sabía que ella estaba en el pueblo?
Unas gotas de sudor le resbalaron por el cuello. Tenía que salir de la tienda. No podía arriesgarse a encontrarse con él, en todo caso aún no. No hasta que estuviera lista para hablarle de…
Tragó saliva y miró a la señora Benton.
–Lo siento mucho, señora Benton, pero tendré que volver más tarde.
–¿Qué? –la anciana frunció el ceño–. ¿Por qué?
–Tengo que ir a casa de Rita.
–¿Por qué? –se apresuró a preguntar su hermana.
–Necesito comprobar…
La campanilla situada sobre la puerta de la tienda repicó alegremente, interrumpiendo la falsa explicación de Ava. Levantó la mirada hacia el espejo para ver quién había entrado. A través de la rendija entre las cortinas, vio a un hombre caminando por el local como si fuera el dueño de la tienda.
Ava se quedó petrificada, pero su corazón empezó a latirle violentamente. Diez segundos más y hubiera escapado de él.
Jared Redwolf.
Sin pensar, se quitó la goma con la que se había sujetado su pelo largo y rubio toda la mañana.
Jared estaba allí. Aunque para Ava nunca se había ido del todo, siempre había estado presente en sus pensamientos durante los cuatro años que ella había pasado lejos de Paradise.
El tiempo pareció detenerse. Se llevó una mano a la boca y exhaló, jurando que aún podía sentir la presión de sus labios en los suyos mientras sus palmas callosas le recorrían la espalda desnuda.
Intentó tragar y respirar con normalidad, pero le supuso un tremendo esfuerzo. Después de todo, hacía mucho tiempo que no lo veía cara a cara, y no se había imaginado así el reencuentro.
–Enseguida salgo –dijo la señora Benton en voz alta, sin levantar la mirada mientras colocaba otro alfiler. Sin duda quería acabar el vestido de Ava antes de que ésta se fuera.
Pero Ava no iba a ir a ninguna parte en esos momentos. Estaba clavada en el pedestal, viendo cómo Jared se detenía a contemplar una muestra de corbatas. Se sentía segura para observarlo porque sabía que él no la había visto a través de las cortinas.
Segura, sí, pero no precisamente cómoda.
De espaldas a él, miraba fijamente al espejo, siguiendo a Jared con la mirada como un animal hambriento. Como el primer día que lo había visto conduciendo al ganado en el rancho de su padre… Músculos fornidos cubiertos de sudor, a lomos de un palomino salvaje que él mismo había domado.
La había dejado sin respiración.
Y ahora en la tienda parecía incluso más atractivo de lo que ella recordaba, si tal cosa era posible. Vestido más como un vaquero que como un multimillonario hombre de negocios, con su camisa azul, sus vaqueros desgastados y sus botas, podría ser perfectamente el hombre más guapo de Texas. O del mundo… Medía más de un metro noventa, su cuerpo era robusto sin un gramo de grasa. Su espeso pelo negro le llegaba por los hombros, sus pómulos eran prominentes y sus ojos de color gris acerado encantaban, hechizaban y aterrorizaban a la vez a quien estuvieran mirando.
Pero aún no la había visto a ella.
–He venido a devolver el esmoquin, señora Benton –dijo él.
Rita ahogó un gemido al oír aquella voz; una voz tan seductora como Ava recordaba. Y lo mismo hizo la señora Benton, antes de recuperar rápidamente la compostura.
–Puedes traerlo aquí, Jared. Estamos todas muy decentes.
–No –susurró Ava llena de pánico.
Rita le dio un apretón tranquilizador en la mano, pero el gesto ayudó muy poco. Ava sentía que el pecho iba a estallarse. No podía verlo en aquel momento, ni nunca.
Buscó con la mirada algún sitio para esconderse, pero no había tiempo. Jared estaba entrando.
Todo su cuerpo se tensó.
«Ahora no. Así no».
Las blancas cortinas se separaron y Jared Redwolf entró en la sala circular con una bolsa negra colgada al hombro. A Ava se le hizo un nudo en la garganta al verlo, tan moreno y varonil, rodeado de la pura y blanca feminidad de los vestidos de novia. ¿Qué pensaría cuando la viera?, se preguntó, temiendo ahogarse por la aprensión. ¿Qué diría?
El único signo de que Jared Redwolf no era un cheyenne de pura raza eran sus generosos labios, pero cuando su mirada se posó en Ava, aquellos labios se contrajeron peligrosamente.
La señora Benton se aclaró la garganta.
–Me llevaré el esmoquin y te traeré la factura, Jared. Enseguida vuelvo, chicas.
Ava apenas la oyó marcharse. No podía apartar la mirada del hombre que había gobernado sus hormonas desde la pubertad. Lo miró fijamente, en silencio, mientras el único sonido de la habitación procedía de la radio, que en ese momento anunciaba la hora y el tiempo.
Las diez de la mañana, y un calor infernal.
Ava sintió que otra gota de sudor le resbalaba por la nuca y se deslizaba como una serpiente por su espalda.
Se dijo a sí mismo que era el calor, no su reacción al ver a Jared, quien la miraba echando fuego por los ojos y con la mandíbula contraída.
Finalmente, hizo acopio de valor y habló:
–Hola, Jared.
Pero él no dijo nada; siguió mirándola como si ella fuera una aparición… muy mal recibida, por cierto. Ava se sintió como un animal enjaulado en su bonito traje de satén rosado.
Fue el turno de Rita de carraspear.
–Jared, has vuelto pronto de Dallas, ¿no?
–Parece que demasiado pronto –dijo él, con un tono casi venenoso.
A Ava se le hizo un doloroso nudo en el estómago, pero entendía el enfado de Jared, por lo que intentó una vez más iniciar una conversación educada.
–Jared, escucha, yo…
–Por cierto, Rita –interrumpió él, ignorando a Ava–. Enhorabuena por tu boda.
Rita sonrió sin entusiasmo y miró a su hermana.
–Gracias.
–Me gustaría regalaros algo a ti y a tu novio, pero…
–Te habríamos invitado, Jared, pero no sabía que estabas en el pueblo –explicó torpemente Rita–. Sin embargo, ahora que has vuelto, serás más que bienvenido.
Ava se quedó boquiabierta. Aquello no podía estar sucediendo.
–Aprecio tu invitación –dijo él–. Pero creo que no –su penetrante mirada volvió a Ava.
–A Sakir y a mí nos encantaría que vinieras –insistió Rita.
Él negó con la cabeza.
–Gracias, pero no puedo. Tengo mucho trabajo pendiente, y un cliente viene a verme esta noche.
–Sólo serán unas horas.
Ava le puso a su hermana una mano en el hombro.
–Si él no quiere venir, déjalo. No lo presiones.
La humedad en el ambiente no fue nada comparada con la tensión que se respiró entre Jared y ella. Ava sintió aquella convulsión tan familiar en el estómago; ésa que esperaba no volver a sentir.
Jared podía sacarla de quicio con aquella mirada suya. Siempre había podido.
–¿A qué hora has dicho que es la ceremonia? –le preguntó a Rita, pero si apartar la mirada de Ava.
–A las dos en punto.
Él asintió.
–Tal vez me pase por allí.
Rita juntó las manos y los miró a los dos.
–Puedes pasarte por casa y recoger una invitación, si quieres.
A Ava se le secó la garganta. ¿A qué estaba jugando su hermana? Jared no podía ir a casa.
–Puedes enviársela, hermanita. Estoy segura de que el cartero no la perderá –respiró hondo y añadió–: Si se la mandas hoy, le llegará…
–Me pasaré a recoger la invitación –declaró Jared con firmeza.
En aquel momento se oyó el ruido metálico de la vieja caja registradora de la señora Benton.
–Dadme un minuto más, chicas –gritó desde el mostrador.
Pero Ava no tenía más minutos que dar.
–Tengo que irme –dijo. Unos años antes, se habría quedado hasta el final de esa tortura. Unos años antes había sido una idiota, pero ya no. No iba a permitir que esas tres personas acabaran con la poca seguridad que había conseguido tener en sí misma–. Te veré en casa, Rita –sin mirar a Jared, bajó del pedestal, agarró su bolso y salió de la sala justo cuando entraba la señora Benton.
–Pero el vestido… –empezó a decir la anciana, pero Ava no la escuchó. Necesitaba aire, necesitaba…
Tan obsesionada estaba por escapar, que soltó un grito ahogado cuando oyó la profunda voz tras ella:
–¿Otra vez huyendo?
A medio camino de la salida, a medio camino de la salvación, se quedó helada. Aquella vez cargada de sarcasmo le había dicho una vez lo hermosa que era.
–Siempre se te dio bien escapar, Ava.
Lentamente se dio la vuelta y lo miró.
–No me has dirigido la palabra ahí dentro. Creía que no te importaba si me iba… ni siquiera si te darías cuenta.
Los ojos de Jared se oscurecieron y su mandíbula se tensó.
–Me he dado cuenta.
Ella no supo si se refería a ese momento o a lo ocurrido cuatro años antes.
–¿Qué puedo hacer por ti, Jared?
–Absolutamente nada.
–Entonces me voy.
–¿Ha venido tu marido a la boda?
El pulso se le aceleró al recordar la mentira que había estado obligada a contar antes de abandonar Paradise.
–Ya no estamos juntos –dijo tranquilamente.
–¿También escapaste de él?
Ava respiró hondo. Jared tenía derecho a estar enfadado con ella, pero todo tenía un límite. La vida en Nueva York, una hija y un lucrativo trabajo como diseñadora de interiores la habían cambiado. Ya no era un pelele en manos de su padre, de Jared… de nadie.
Dio un paso hacia él.
–Comprendo que estés enfadado conmigo, pero no hay razón para ser tan cruel.
–No estoy enfadado contigo, Ava –le clavó su mirada–. Para enfadarte con alguien tienes que preocuparte de verdad por esa persona.
Ava sintió el picor de las lágrimas que amenazaban con afluir. Se dio cuenta de que a lo largo de los años había alimentado la fantasía de volver a verlo. Y aquello estaba tan lejos de esa fantasía que casi resultaba cómico. Jared y ella nunca volverían a estar juntos. Él la despreciaba, y ninguna explicación ni disculpa supondrían mucha diferencia. Aquel hombre se había vuelto frío y distante.
Pero ya no se trataba tan sólo de sus sentimientos y su corazón. Ahora tenía algo más que proteger.
–Mira, está claro que no quieres verme ni hablar conmigo. Vamos a fingir que esto no ha pasado y que no nos hemos vuelto a encontrar. Sólo estaré aquí un par de semanas, así que no será muy difícil evitarnos mutuamente.
–¿Me estás diciendo que no vaya a la boda de tu hermana?
Ava tragó saliva con dificultad.
–No te lo estoy diciendo. Sólo te lo estoy pidiendo.
Él asintió rígidamente.
–En ese caso no iré.
Ava dudó por un momento y entonces se giró para marcharse. Pero él ya estaba tras ella, con su enorme mano cubriéndole la suya sobre el pomo de la puerta. Ava se quedó sin aire al sentir su tacto. El olor a piel y calor masculino emanaba de él, intensificando la sensación de alarma. Era como si el tiempo no hubiera pasado, pensó Ava mirando aquellos dedos bronceados entrelazados con los suyos.
–¿Ava? –dijo él. Retiró la mano y ella alzó la vista.
–¿Sí? –estaba tan cerca que podía sentir la sólida pared de músculo rozándole el hombro. Aquella combinación de calor y fuerza la había marcado demasiadas veces.
Él pasó la mirada desde su cuello hasta su boca, y luego la subió hasta sus ojos.
–Apártate de la puerta –le dijo con una ceja arqueada–. Esta vez quiero ser yo quien se marche primero.
Jared condujo su camioneta por el polvoriento camino como un loco. Aunque era precisamente eso, ¿no? Un loco. Acababa de enfrentarse a la única mujer a la que no podía olvidar… la mujer que lo había traicionado.
Esa belleza salvaje… así la había llamado tiempo atrás. Y a los veintiséis años no había cambiado mucho, tan sólo se había redondeado lo justo en las partes adecuadas. Unos pechos erguidos, unas caderas maravillosas, un cuello blanco y esbelto que siempre lo habían vuelto loco. Las pecas que le cubrían la nariz seguían siendo visibles, aunque muchas ya habían desaparecido. Su pelo dorado estaba más largo y brillante de lo que él recordaba, pero seguía despidiendo la fresca fragancia de una mañana de verano.
Maldito fuera si no había tenido que haber un supremo esfuerzo de voluntad para no acariciárselo cuando estuvo a su lado en la puerta.
Sabía que estaría allí para la boda de su hermana, pero la idea de que Ava Thompson volviera a Paradise era algo en lo que no había querido pensar… En lo que ni siquiera podía pensar si quería sobrevivir a sus días y sus noches.
El primer año que siguió a su marcha había sido un infierno, recordó al sentir un dolor tan punzante como las espinas de los cactus que bordeaban el camino. Aquella fatídica mañana en la que Ben Thompson le había dicho que lo sabía todo acerca de él y de su hija, y que ésta se había ido a Nueva York para casarse con otro hombre y que no iba a volver. Jared era entonces un pobre ranchero de veinticuatro años, que trabajaba duro para abrirse camino en los negocios, y que lo único que quería era a Ava, unos pocos acres de tierra y un futuro económico. Pero por mucho que luchara, no iba a conseguirla a ella.
Quería a otro hombre.
Y a él no lo había querido.
Ni tampoco lo había querido su padre. Tan sólo una semana después, Ben Thompson los había despedido a él y a su abuela del rancho.
Soltó una palabrota y giró bruscamente a la derecha, hacia su camino de entrada, y a punto estuvo de echar abajo las puertas de hierro. Bueno, ahora lo tenía todo. Gracias a la ayuda de un cliente extremadamente fiel, que siempre había creído en el talento de Jared, se había convertido en un hombre rico y respetable en muy poco tiempo. Los ricos y famosos acudían a él cuando querían asesoramiento financiero. Sí, lo tenía todo.
O casi.
Por culpa de su horrible historia romántica y su intensa dedicación al trabajo, no había estado con muchas mujeres. Pero las pocas que habían llegado a su cama habían comprendido que unas cuantas noches de pasión eran lo único que él podía ofrecer.
Ahora era más rico de lo que nunca había imaginado, mientras que Ben Thompson luchaba por mantener en pie su rancho. Ese pensamiento lo hacía sonreír.
La casa que se levantaba ante él, sin embargo, le hacía fruncir el ceño. La enorme construcción de tres plantas debería ser un símbolo de su trabajo y éxito, pero cada vez que atravesaba las puertas y recorría el camino de grava, la casa le recordaba a Ava. La había hecho pintar del color de sus ojos, de ese verde tan suave. Cielos, tenía unos ojos en los que un hombre podría perderse durante días.
Apretó los dientes mientras contemplaba el lugar. Cuando ella lo abandonó cuatro años antes, una parte de él murió. Pero otra parte había permanecido viva para dedicarse por entero al trabajo. Trabajó muy duro y sin descanso para sacarse a Ava de la cabeza. Y, más tarde, para impedir que volviera a invadir sus pensamientos.
Había creado aquel lugar para que pareciera alegre y hogareño. Y quizá lo era para su abuela, pero desde luego no para él. Era como si lo hubiera construido como una oda para Ava… con la esperanza de que algún día regresara y se quedara a vivir con él. Pero eso era una tontería, y la casa se había convertido simplemente en el lugar donde descansar por la noche.
Pisó el freno, levantando una nube de polvo al detenerse. La fachada blanca y verde parecía burlarse de él a la luz de la tarde. Sólo podía ver a Ava, sólo podía pensar en ella. Maldijo en voz alta. Tiempo atrás, Ben Thompson le había dejado claro que su hija estaba fuera de su alcance. ¿Por qué demonios no lo había escuchado?
Ben Thompson.
Durante mucho tiempo había querido vengarse de ese hombre, y si los rumores que circulaban sobre su ruina eran ciertos, parecía que la venganza estaba muy próxima.
–¿Vas a salir de la camioneta?
Jared miró hacia el porche, donde su abuela, Muna, estaba sentada junto a una mesita con té, libros, hierbas y sus cartas adivinatorias. Era su abuela materna y él era lo único que le quedaba de familia. Era una cheyenne de pura raza, con un rostro cubierto de arrugas, unas trenzas que le llegaban hasta la cintura, muy delgada pero nada frágil. A sus ochenta y cuatro años era como una mora agridulce. Dulce como nadie, pero terriblemente mordaz cuando tenía que serlo.
Jared recordó las historias que le contaba cuando él era niño. Había sido la chamán de la tribu, la mujer a la que acudían en busca de respuestas para los sueños, las visiones y el futuro. Algunos la llamaban «La que habla», y otros, «La que ve».
Pero ahora era algo más, notó Jared. Su abuela se levantó y empezó a barrer el porche.
–¿Qué ha pasado en el pueblo, Jared?