Andanzas y visiones españolas - Miguel de Unamuno - E-Book

Andanzas y visiones españolas E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Andanzas y visiones españolas es un libro de viajes de Miguel de Unamuno. En él, el autor recorre las emociones que le provoca tanto el paisaje real como el imaginario, en un rasgo típico de la Generación del 98.-

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Seitenzahl: 385

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Miguel de Unamuno

Andanzas y visiones españolas

 

Saga

Andanzas y visiones españolas

 

Copyright © 1922, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598339

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Quiero aquí, a modo de dedicatoria, consagrar un recuerdo a mis compañeros en las excursiones de que hablo, los señores Maurice Legendre, Jacques Chevalier, J. E. Crawford Flitch, Eudoxio de Castro, Francisco Antón, Tomás Elorrieta, Gumersindo y Jesús Solís, Juan Sureda y Pilar M. de Sureda, Gabriel Alomar, Enrique Nogueras, Agustín del Cañizo y Antonio Trías.

PRÓLOGO

En 1911 publiqué en la biblioteca Renacimiento un tomo titulado: Por tierras de Portugal y de España. Constituíanlo veintiséis relatos de excursiones por ciudades y campos de la Península Ibérica y las islas Canarias. Y ahora recojo, lector amigo —¿pues qué más fina amistad que leerle a uno?—, en este volumen que tienes entre tus manos —o sobre la mesa— y a la vista, relatos de otras nuevas excursiones por ciudades y campos también de España.

Los he ordenado por orden cronológico, ya que estos relatos fueron apareciendo en diarios de América —en La Nación, de Buenos Aires, casi todos— o de España —en El Imparcial, de Madrid— a medida que hacía las excursiones y recibía las visiones de que en ellos se habla.

El que siguiendo mi producción literaria se haya fijado en mis novelas, excepción hecha de la primera de ellas en tiempo, de Paz en la guerra, habrá podido observar que rehuyo en ellas las descripciones de paisajes y hasta el situarlas en época y lugar determinados, en darles color temporal y local. Ni en Amor y Pedagogía, ni en Niebla, ni en Abel Sánchez, ni en mis Tres novelas ejemplares, ni en La tía Tula hay apenas paisajes ni indicaciones geográficas y cronológicas. Y ello obedece al propósito de dar a mis novelas la mayor intensidad y el mayor carácter dramáticos posibles, reduciéndolas, en cuanto quepa, a diálogos y relato de acción y de sentimientos—en forma de monólogos esto— y ahorrando lo que en la dramaturgia se llama acotacíones.

Fácil me hubíera sido distríbuir entre mis novelas las descrípciones de tierras y de villas, de montañas, valles y poblados, que aquí recojo, pero no lo he hecho por darles lijereza y a la vez densidad. El que lee una novela, como el que presencia la representación de un drama, está pendiente del progreso del argumento, del juego de las accíones y pasiones de los personajes, y se halla muy propenso a saltar las descripciones de paisajes por muy hermosos que en sí sean, como no sea que el campo llegue a ser un verdadero personaje de la acción o de la pasión, lo que ocurre pocas veces. Y, en cambio, el que gusta del paisaje literarío, va a buscarlo en sí y por sí. Y a esta demanda de la afición estética es a lo que quiere responder la oferta de este libro, lector amigo.

Miguel de Unamuno.

 

Salamanca, noviembre de 1920.

RECUERDO DE LA GRANJA DE MORERUELA

No lejos de Benavente, en la Granja de Moreruela, provincia de Zamora, resisten acabar de caer las espléndidas ruinas del primer monasterio de Cistercienses en España. Allá me fuí el último Domingo de Resurrección, y allí recordé una vez más el virgiliano etiam ruinae periere: ¡hasta las ruinas perecieron! ¡Qué majestad la de aquella columnata de la girola que se abre hoy al sol, al viento y a las lluvias! ¡Qué encanto el de aquel ábside! ¡Y qué intensa melancolía la de aquella nave tupida hoy de escombros sobre que brota la verde maleza! Y todo ello se alza, añorando siglos que fueron, y quién sabe si siglos por venir, en un valle de sosiego y de olvido del mundo.

Al ir allá, en auto, desde Benavente, bordeábamos tranquilas charcas cubiertas de la blanca floración de las hierbas acuáticas, y al llamar yo la atención sobre ello a mis amigos, exclamó uno de éstos: “¡Hasta el agua estancada cría flores!” A lo que pensé calladamente: no; sólo el agua estancada florece, y no la que en el caz de un molino hace andar la rueda que nos da la harina. La industria pide agua corriente, pero a la poesía le basta la que está quieta.

Y añorando yo, como las ruinas del monasterio de Cistercienses de la Granja de Moreruela, tiempos que se ´cumplieron, me dije por dentro:

En una celda solo, como en arca

de paz, libre de menester y cargo,

el poema escribir largo, muy largo,

que cielo y muerte, tierra y vida abarca.

Después, en el verdor de la comarca

la vista apacentar; sin el amargo

pasto del mundo, a la hora del letargo

ver cómo visten la dormida charca

en flor las ovas. Lejos del torrente

raudo del caz que hace rodar la rueda

que muele el trigo, soñar lentamente

vida eternal en la que el alma pueda

ser pura flor. ¡Oh, reposo viviente;

florece sólo el agua que está queda!

¡Soñar así, lentamente, a la hora de la siesta, descansando la mirada en las charcas floridas! Y escribir un libro muy largo, muy largo. Un poema, y si no una historia. Una historia como aquella dulcísima y apacible Historia de la Orden de San Jerónimo, que en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial escribió el padre jerónimo fray José de Sigüenza, y es una maravilla de lengua y, a trechos, de poesía. (Bien haya la “Nueva Biblioteca de Autores Españoles” por habérnosla vuelto a dar.) ¿Hay en castellano acaso pasaje de más honda y poética hermosura que el de la muerte de fray Bernardo de Aguilar, profeso del convento de la Murta de Barcelona, que murió tañendo en el monacordio y cantando el salmo Super flumina Babilonis? “No parecía voz humana, porque penetrava las entrañas con el sentimiento que dava a la letra; llegó assi con sus versos hasta el que dize: Quomodo contabimus canticum Domini in terra aliena. Dixolo una vez, tornolo a repetir la segunda, y a la tercera alçó lo ojos al cielo, y dando un suspiro de lo profundo del pecho, puestas las manos en la tecla, pasó de esta vida a la eterna, porque cantasse el cantar del Señor en la tierra de los vivientes.” (Libro IV, cap. XXVII.)

¿Encierro el del monasterio? Sí; “encerravase cada uno en su celdilla o covachuela —dos dice el padre Sigüenza— y desde aquel lugar tan estrecho passeava con el alma la anchura de las moradas del cielo.” Y yo me digo del que otra vida lleva:

Alza al correr tan grande polvareda

que le ciega los ojos, ni le cabe

pararse en firme hasta que al cabo acabe

donde nunca pensara, pues la rueda

de la fortuna es la que le envereda,

no a ella él; desque perdió la llave

del gobierno de sí mismo no sabe

adónde corre a ir a dar de queda.

¡Cuánto mejor desde abrigado encierro

libre de polvo y sin temor de yerro

irreparable pasear la cumbre

de la alta serranía de los astros

a busca en ella de divinos rastros

de la increada y creadora lumbre!

Allí es la quietud del lago del alma, y sin esa quietud no florece el lago. Oigamos de nuevo a nuestro padre Sigüenza, cuando nos dice que “andan estas almas senzillas (digámoslo ansí) como çabullidas en Dios y en sí mismas, puestas en una quietud soberana, donde no llega turbación de malicia”. Esto, a propósito del siervo de Dios fray Juan de Carrión, llamado el Simple. Y me digo:

Déjame que en tu seno me zambulla

donde no hay tempestades; como esponja

habrá en Ti de empaparse mi alma, monja

que en el cuerpo su celda se encapulla.

Mientras Satán sobre este mar aúlla

al husmo de almas con que henchir su lonja,

más dulce aquí que jugo de toronja

me es tu agua, Señor. Ni me aturulla

el vaivén de su mundo, ya que dentro

vivo de mi vivienda en tu bautismo;

sólo perdido en Ti es como me encuentro;

no me poseo sino aquí, en tu abismo,

que envolviéndome todo, eres mi centro,

pues eres Tú más yo que soy yo mismo.

Sí, Dios es mi yo infinito y eterno, y en El y por El soy, vivo y me muero. Mejor que buscarse a sí es buscar a Dios en sí mismo. Y cuando andamos dentro nuestro a la busca de Dios, ¿no es acaso que nos anda Dios buscando? Pues que le buscas, alma, es que El te busca y le encontraste.

“Si me buscas es porque me encontraste

—mi Dios me dice—. Yo soy tu vacío;

mientras no llegue al mar no pára el río

ni hay otra muerte que a su afán le baste.

Aunque esa busca tu razón desgaste,

ni un punto la abandones, hijo mío,

pues que soy Yo quien con mi mano guío

tus pasos en el coso por que entraste.

Detrás de ti te llevo a darme cara,

y eres tú quien te tapas para verme;

pero sigue, que el río al cabo pára;

cuando te vuelvas, ya de vida inerme,

hacia lo que antes de ser tú pasara,

descubrirás lo que en tu vela hoy duerme.”

Sí; caminamos de espalda al sol, es nuestro cuerpo mismo el que nos impide verlo, y apenas sabemos de él sino por nuestra propia sombra, que donde hay sombra hay luz. Detrás nuestro va nuestro Dios empujándonos, y al morir, volviéndonos al pasado, hemos de verle la cara, que nos alumbra desde más allá de nuestro nacimiento. Esta nuestra eternidad duerme en nuestra vigilia.

¡Qué bien en una celda como las que en un tiempo formaron la colmena mística de la Granja de Moreruela, meditando o fantaseando estos consuelos de esperanza allá, en aquel siglo xiii , oliente a San Francisco! ¡Pero en aquel siglo xiii, en aquella poética Edad Media, mocedad del cristianismo!

Hoy la Granja son ruinas. Lo único que permanece igual es el verde florido valle, el convento de las resignadas encinas que abrigan a los pajarillos, que sin cesar cantan la gloria del Señor, y cantándola le buscan y le encuentran.

 

Salamanca-VI-11.

DE VUELTA DE LA CUMBRE

Un en un tiempo famoso profesor de Filosofía, de cuyo nombre no quiero ahora aquí hacer mención, solía empezar su curso con esta pregunta: ¿qué venimos a hacer? Y acabábase el curso sin que ni él ni sus discípulos supieran lo que habían hecho ni si es que habían hecho algo. Así yo también, al tomar hoy la pluma, en esta mañana del día primero de agosto, me pregunto filosóficamente: ¿qué vengo a hacer?

La tarea parece fácil. He estado hace pocos días en los altos de la sierra de Gredos, espinazo de Castilla; he acampado dos noches a dos mil quinientos metros de altura sobre la tierra y bajo el cielo; he trepado el montón de piedras que sustenta el risco Almanzor; he descansado al pie de un ventisquero contemplando el imponente espectáculo del anfiteatro que ciñe a la laguna grande de Gredos, y viendo el Ameal de Pablo levantarse como el ara gigante de Castilla, he convivido un momento con el pastor de las cimas y he recorrido, al bajar, las tierras teresianas, pasando mi fatiga del viaje por entre los nogales de Becedas, donde durante unos meses trató a la santa —a Santa Teresa de Jesús, ¡claro está!— una curandera. Traigo el alma llena de la visión de las cimas de silencio y de paz y de olvido, y, sin embargo, nada se me ocurre, lector, decirte de ello.

Algunos relatos de viajes y excursiones llevo escritos ya, pero he de dejar tal vez en el silencio en que los recojí los sentimientos más hondos que de esas escapadas a la libertad del campo he logrado. No he escrito ni creo escribiré jamás mis impresiones de Granada, y en Granada pasé una de mis quincenas más repletas de vida. Mientras viva reposará en el lecho de mi alma, por debajo de la corriente de las impresiones huideras, aquella santa caída de tarde que a principios del dulce mes de setiembre gocé en el Albaicín, todo blanco de recuerdos. Fué un como baño en algo etéreo. Las lágrimas me subían a los ojos y no eran lágrimas de pesar ni de alegría; éranlo de plenitud de vida silenciosa y oculta.

Pero, ¿quién cuenta todo esto? El público, oh lector, quiere cosas concretas, noticias, datos, informaciones. Y yo cada día odio más la información y me interesa menos la noticia. Uno de los mayores encantos allá en las alturas de Gredos, era carecer de diarios, no recibir cartas. Hablábamos a la caída de la tarde, descansando al pie de un ventisquero, de cosas impertinentes a aquella grandiosidad que nos rodeaba, y al mentar uno de nosotros a Maura, un pastor que nos oía hubo de preguntarnos: ¿pero no han matado a ese señor? Sorprendidos por la pregunta y recelando no tuviese noticias más frescas que nosotros, le interrogamos y resultó que se refería al atentado de que dicho señor fué objeto en Barcelona hace más de un año. “Hace tres días que lo he leído en un periódico” —añadió el pastor. Y al despedirnos de él para bajar a los valles en que habitan los hombres con sus mujeres, encontramos la explicación del caso, pues nos pidió los periódicos en que habíamos llevado envuelta nuestra merienda. Era lo que leía, y la noticia del atentado a Maura le llegó por un número de periódico que dejaron allá entre los riscos unos excursionistas. ¡Feliz mortal! Había de estallar una revolución a sus pies sin que él se enterase.

El cuerpo se limpia y restaura con el aire sutil de aquellas alturas y aumenta el número de glóbulos rojos, según nos dijo un catedrático de Medicina, pero el alma también se limpia y restaura con el silencio de las cumbres. ¡Qué silenciosa oración allá, en la cumbre, al pie del Almanzor, llenando la vista con la visión dantesca del anfiteatro rocoso! Dábamos una voz y el eco la repetía dos veces entre las soledades.

Pero hubo que bajar; hubo que bajar a estos valles y llanuras en que viven los hombres en sus pueblos, alimentándose de sus miserias y, sobre todo, de su incurable ramplonería. Bajé, llegué a mi casa y me encontré con el primer volumen de las obras completas de Gustavo Flaubert, que desde París me envía un amigo, rabioso flaubertiano. Contiene este primer volumen la correspondencia del gran hombre desde 1830 a 1850, es decir, desde sus nueve hasta sus veintinueve años. ¡Pobre Flaubert! ¡Qué aguda, qué dolorosamente sintió la estupidez humana! ¡Cómo se dolió el burgués, el buen burgués satisfecho de sí mismo, que cada mañana, mientras toma su café con leche y su pan con manteca, se informa de las noticias de la víspera! El y Máximo Du Camp, bajando el Nilo, divertíanse en representar el viejo señor inepto, rentero, considerado en buena posición y de cierta edad, y se preguntaban uno a otro si habría sociedad en los pueblos por que pasaban o algún círculo en que se leyese diarios, si se dejaba sentir el movimiento ferroviario, si avanzaban las doctrinas socialistas, si había buen vino, si eran amables las damas, etc., etc. Y este hombre, en cuya alma repercutió más que en la de ningún otro la incurable tontería humana, acabó escribiendo aquel inmenso libro que se llama Bouvard et Pecuchet, la más amarga rechifla del progresismo.

¿Hay algo, en efecto, más ridículo que el progresismo? Un buen señor que no puede o no quiere o cree que no quiere creer en otra vida y se consuela pensando —¿pero es que piensa?— que el progreso traerá la felicidad... ¿a quién? Y luego es tan vulgar... ¡tan vulgar!...

¡Oh, en aquellas cumbres de Gredos, viendo la puesta del sol, la última novedad, la verdadera última novedad! “Nada hay nuevo bajo el sol”, dijo Salomón, una especie de catedrático coronado y harto de leer libros. Pero el pastor de Gredos, si supiese expresarse, diría: “todo es nuevo bajo el sol”. Todo es nuevo, sí, y cada sol es un sol nuevo.

En aquellas cumbres no recibe uno preguntas, quejas, amonestaciones, reproches. ¡Qué lejos allí del buen señor que no quiere que le digan sino lo que él piensa! ¡Qué lejos, lector amigo, de esos lectores irritables y descontentadizos, que burlándose acaso de los dogmas llevan enquistado en su mollera un dogma formidable!

¿Cómo podría uno soportar esta terca lucha de un día tras otro y un mes y otro mes y uno y otro año, si no hiciera de cuando en cuando una escapada a las cumbres libres o a los abiertos campos? ¿Cómo aguantar a todos esos señores que nos vienen dando consejos o disparándonos insultos, si no se recrease uno charlando con cabreros, mendigos, gañanes y toda laya de gente sencilla y a la buena de Dios?

Y luego en estas ascensiones a las cumbres, en estas escapadas por los campos, se desnuda uno del decorum, de ese horrendo y estúpido decorum, y se pone uno el alma en mangas de camisa. Hace años ya, en un estudio que me dedicó C. O. Bunge, decía que flaqueo en el sentimiento del decorum. Y así es, me carga eso que los antiguos romanos llamaban decorum y que no se traduce del todo por nuestro correspondiente decoro. Nada hay más revolucionario que el ponerse el más alto magistrado de una nación a bailar el bolero tocando las castañuelos. Mi mayor odio es al frac y al sombrero de copa, y no sé cómo Sarmiento, a quien le valió el dictado de loco su poco respeto al decoro convencional, sentía tal superstición por aquella prenda. El decoro es la seriedad de los que están vacíos por dentro.

Y en estas correrías por campos y montes, ¡qué alivio, qué hondo sentimiento de libertad radical cuando dejando todo decoro se pone uno a hacer y decir chiquilladas! Se cuenta cuentos ambiguos o grotescos o simplemente sin sentido, se chapuza uno en la infancia. ¡Oh, estas sumersiones en la remota infancia! No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez. Trece volúmenes llevo ya publicados, pero de todos ellos no pienso volver a leer sino uno, el de mis Recuerdos de niñez y de mocedad, donde, en días de serenidad ya algo lejana, traté de fijar no mi alma de niño, sino el alma de la niñez. Acaso si a su título sencillo le hubiese añadido esto: “ensayo de psicología de la infancia”, habría tenido algún mayor éxito ese mi pobre y más desventurado libro. Pero eso era profanarlo. Nada de psicologiquerías; nada de sociologiquerías, y eso que hay allí hasta asomos de sociología infantil.

¡La sociología! ¿Hay algo más horrendo, más grotesco, más bufo que eso que suelen llamar sociología? Hay en ella “Californias de grotesco”, que diría Flaubert. Todas las ramplonerías progreseras, todos los lugares comunes modernos, parece se han refugiado en esa flamante sociología. Desde allí arriba, desde los canchales de la cumbre de Gredos, contemplábamos con unos prismáticos los pueblecillos del valle del Tiétar, Madrigal, Villanueva de la Vera... Unas montañas nos tapaban a Yuste, donde fué a morir, hastiado de los hombres, nuestro emperador. No se veía a los hombres en aquellos pequeños hormigueros.

Y héteme otra vez aquí después de haberme dado cuerda al corazón con el aire libre de las cumbres, héteme otra vez aquí, en la ciudad, en el vaho de la ramplonería humana, teniendo que soportar el que al lado mío se hable de nuestras diferencias con Francia a propósito de lo de Marruecos o de las cojidas de Vicente Pastor. Otra vez a oír comentar durante veinticuatro horas las noticias del día. Me ocurre lo que a Flaubert: “siento un disgusto profundo de lo diario, es decir, de lo efímero, de lo pasajero, de lo que es importante hoy y no lo será ya mañana”.

“¡Sea usted más objetivo!”, me dijo una vez un redomado pedante, y añadió: “¡Exponga usted menos ideas y cuente más cosas!” Y yo me quedé pensando: ¿Qué entenderá por cosas este mentecato, y en qué las distinguirá de las ideas? Sí, ya sé; lo que hace falta es decir algo que pueda luego el lector repetirlo, atribuyéndoselo o no. Es lo que me decía un ingenuo: “Mire usted, yo voy al teatro porque alguna frase, algún pensamiento se me queda y puedo repetirlo luego, y en último caso cabe contar el argumento a los amigos; ¿pero a un concierto?, no se me pega la música...” Y, sin embargo, este ingenuo va al concierto, pero es para que le vean en él y decir que ha estado. Pero tú, lector, me complazco en creer que no me pides noticias. Hay otros que te informarán mejor que yo de lo que pasa por el mundo. Y entretanto, acaso no te enteres de lo que pasa en ti mismo. Por mi parte, si alguna vez he logrado llevarte o siquiera acercarte a ti mismo, me doy por pagado.

Vives acaso, lector mío, en un tráfago mundano, entre negocios o entre diversiones. Escápate cuando puedas a la cumbre, ve a pasar unos días al pie del Aconcagua, donde más alto puedas. Deja de pisar el asfalto de los bulevares. Aprende a desdeñar eso que llamamos civilización, y que rara vez es tal, y a extraer de ella lo que de cultura encierre. Deja la civilización con el ferrocarril, el teléfono, el water-closet y llévate la cultura en el alma. La civilización no es más que una cáscara para proteger las pulpas, el meollo, que es la cultura. Todo ese formidable aparato de invenciones mecánicas acaba en producir una poesía. Cuando haya surgido el poema de la ingeniería moderna puede muy bien hundirse ésta.

Y otra gran lección nos da la cumbre, y es enseñarnos a pasarnos sin comodidades. Nada denuncia tanto la ordinariez de espíritu, la ramplonería y plebeyez de alma como el apego a la comodidad. El señor que no sabe viajar sin almohada y baño es un mentecato. El desprecio a la comodidad es aún una de las evidentes superioridades de los pueblos de casta ibérica. En ninguna parte estalla tan a las claras la ramplonería humana como en la mesa del comedor de un gran hotel.

Allí arriba hay que comer poco y frío, y mojarlo en agua, con agua cristalina del deshielo de los ventisqueros. Si a alguien se le ocurriese allí, en la cumbre, brindar con champaña, se le vendría encima el desprecio silencioso de los riscos. El brindar con champaña es el acto más sociológico, quiero decir, más grotesco que ha podido inventar el hombre enamorado del progreso. Y si el que brinda lo hace estando vestido de frac, ¡qué enormidad de grotesquez! ¿Has visto, lector, nada más bufo que un señor de frac, con su blanca pechera reluciente y acaso un anillo en un dedo, con una copa de champaña en la diestra y brindando?

A eso llaman, creo, vida de sociedad. Y eso pide, claro está, la fotografía para que lo eternice. Y es que hay pocas cosas más sociológicas que la eternización fotográfica. Es lo que se llama ilustración. Porque ilustrar hoy quiere decir añadir fotografías.

Figúrate, lector, que esta divagación fuese ilustrada con vistas de Gredos, la subida por la barranca, ventisquero, el pico de Almanzor, el Ameal de Pablo, la choza de un pastor, la laguna vista desde arriba, etcétera. ¡Cuánto no ganaría esto para los que quieren cosas! Y el recurso es excelente. Sé de un cronista a quien no le interesan ni los paisajes ni los monumentos arquitectónicos; llega a una ciudad, compra una colección de vistas de ella, se encierra en el hotel, donde se cuida, ante todo, del menú, y se pone, con una guía al lado, a escribir su viaje. Así es como ha sido tantas veces descubierta esta Salamanca en que vivo, lucho y rabio.

Basta ya. Dentro de unos días me voy con unos amigos franceses a pasar algunos en el Santuario de la Peña de Francia, en la sierra de este nombre, entre esta provincia y la de Cáceres. Allí volveré a vivir vida libre.

 

Salamanca, agosto 1911.

EL SILENCIO DE LA CIMA

Unos días en la cumbre silenciosa, en el Santuario de Nuestra Señora de la Peña de Francia, teniendo a un lado, al norte, la llanada de Salamanca, como un mar de cálidos matices sembrados de islas de verdura, los manchones de los encinares, y de otro lado, al sur, las abruptas sierras de las Hurdes, y detrás la sábana de Extremadura. Y al pie los pueblecillos de la sierra de Francia, agazapados entre castañares, enviando al cielo limpio el humo de sus hogares, viviendo su vida recojida. Y allí arriba, en la soledad de la cumbre, entre los enhiestos y duros peñascos, un silencio divino, un silencio recreador. Silencio sobre todo.

He vivido unos días de silencio, de augusto silencio. Ni chirriar de cigarras, ni gorjear de pájaros, ni balar de ovejas, y, sobre todo, nada del rumor enloqueciente de las atareadas o alborotadas muchedumbres humanas. A ratos el canto dulce del armonio que en el coro del Santuario tocaba algún dominico de los que allí arriba, en aquel verdadero sanatorio, se reponen del rudo invierno de Salamanca.

Subí y permanecí allí con dos amigos franceses enamorados de esta nuestra inalterable y casi desconocida España: ésta, la de los rincones adonde aun no llegan ni el tren ni el automóvil; ésta, que conserva en el alma toda la recia primitividad del granito sobre que descansa y sueña. ¡Qué sabrosas conversaciones con ellos, allí arriba, en el seno del silencio, tendidos sobre la cumbre! ¿Creéis acaso que dos hombres puedan de veras entenderse, no digo ya comprenderse, cuando se hablan entre el rumor, que de todas partes les llega, de la muchedumbre, entre el zumbido del enjambre humano atareado o alborotado? ¿Creéis que pueden acaso llegar a comunión dos almas cuando las rodea el eco del mar humano? En la ciudad cabe hablar de negocios, de política candente, de sociología, de modas; pero ¿de las cosas eternas? (Ahora, en este momento, mientras escribo esto, me llega al oído el grito de un vendedor ambulante que pregona su mercancía, y no es posible que este grito no se cuele, de un modo o de otro, en lo que voy escribiendo.)

¡Vivir unos días en el silencio y del silencio, nosotros, los que de ordinario vivimos en el barullo y del barullo! Parecía que oíamos todo lo que la tierra calla, mientras nosotros, sus hijos, damos voces para atur(dirnos con ellas y no oír la voz del silencio divino. Porque los hombres gritan para no oírse, para no oírse cada uno a sí mismo, para no oírse los unos a los otros.

Y el silencio casaba con la majestad de la montaña, una montaña desnuda, un levantamiento de las desnudas entrañas de la tierra, despojadas de su verdor, que dejaron al pie como se deja un vestido, para alzarse hacia el sol desnudo. La verdura al pie, en el llano, como la vestidura de que se despoja un mártir para mejor gozar de su martirio. Y el sol desnudo y silencioso besando con sus rayos a la roca desnuda y silenciosa.

Allí, a solas con la montaña, volvía mi vista espiritual de las cumbres de aquélla a las cumbres de mi alma, y de las llanuras que a nuestros pies se tendían a las llanuras de mi espíritu. Y era forzosamente un examen de conciencia. El sol de la cumbre nos ilumina los más escondidos repliegues del corazón. Había subido, además, con una recojida angustia, con una punzante preocupación de origen familiar; zobre mis esperanzas de padre se cernía una nubecilla que mi aprensión convirtiera en nubarrón.

¿Por qué no había yo de callar una temporada, una larga temporada? ¿Por qué no había de interrumpir mi comunicación con el público hasta que un largo, un muy largo silencio me retemplara la fibra y me hiciera acaso descubrir simpatías que hoy se me escapan? ¿Por qué este hablar —o escribir, que es lo mismo— continuo y precipitado, al correr de la pluma, sin filtrar mis palabras, dejando que salgan todas, así las más limpias como las más turbias? ¿Por qué este pensar escribiendo, y, lo que es peor, este pensar para escribir?

Y no es eso, no. Dios me libre, no es temor a los puntos flacos que puede uno así mostrar a los despechados o doloridos, a los que buscan por dónde zaherir a quien alguna vez les hirió con sus juicios. He aprendido a llevar como trofeos, más aún que las simpatías que en algunos haya podido despertar, las antipatías que en otros he provocado. Encuentro justo que haya quienes finjan desdén hacia quien tanto ha desdeñado y desdeña. No olvido —y tampoco pido perdón por la arrogancia— lo que el iracundo florentino Filippo Argenti dijo al Dante cuando le encontró en el infierno, y fué que ciñéndole con los brazos le besó en la cara y le dijo:

“Alma sdegnosa, benedetta colei che in te s’incinse”: alma desdeñosa, bendita la que de ti quedó encinta. Y acaso un día, cuando visite yo a mi vez el infierno, me encuentre allí con más de un Filippo Argenti que me bendiga por el desdén.

Recojerse una temporada, sí, y callar, callar, envolviéndose como en mortaja de resurrección en el silencio, pero no por mezquinos móviles de defensa y de ataque, no, sino a busca de alguno de nuestros otros yos, de alguno de aquellos que he ido dejando en las encrucijadas del camino de la vida. Pues a cada cruce de dos caminos que en la vida se nos presenta, cuando tenemos que escojer entre una u otra resolución que ha de afectar a nuestro porvenir todo, renunciamos a uno para ser otro. Llevamos cada uno varios hombres posibles, una multiplicidad de destinos, y según realizamos algo perdemos posibilidades. Y luego suspiramos exclamando: “¡Oh, si entonces hubiera hecho otra cosa!”

Allí, en la cima, envuelto en el silencio, soñaba en todos los que, habiendo podido ser, no he sido para poder ser el que soy; soñaba en todas las posibilidades que he dejado perder desde aquella infantil atracción al claustro, y luego, antes de llegar a los veinte, aquella propuesta de ser llevado lejos, muy lejos de la patria, allende el mar, a trabajar en luengas tierras. Empieza el silencio rodeándole a uno de remordimientos que de él brotan, pero acaba corroborándole en el inevitable destino. Y da fuerzas, da fuerzas como una sumersión en la fuente de la vida.

Está aquello como estaba hace un siglo, hace dos, hace cuatro, hace veinte. Es la imagen viva de lo inalterable. A lo sumo se ve un momento allá, a lo lejos, sobre el vasto piélago de tierra, el penacho de humo de la locomotora, y se piensa un instante, quieto sobre la cima, en los que van y vienen por los valles de agitación y de ruido. ¿Y todo ello para qué?

Porque la radical venidad de los paraqués humanos en ningún sitio se siente con más íntima fuerza que en estas cimas del silencio. Es como contemplar los vuelos de una mosca dentro de una botella.

En el interior del convento y en el del Santuario de la Peña de Francia están los muros, ya cerca del techo, y los techos llenos de manchas negras, unas más espesas, otras más claras. Son apelmazadas muchedumbres de mosquitos —no cínifes, sino pequeñitas moscas— por cientos, por miles, y en conjunto por millones, que se están allí, quietos, inmóviles, sin buscar alimento, haciendo... ¿qué? Se diría que, desengañados de la vanidad del mundo, se reunen a dormir su vida en vez de suicidarse. Y aunque no se les ve alimentarse ni cabe tomen alimento de los pelados muros, crían sangre según los novicios nos dijeron. ¿Qué hacen, pues, allí? ¿Cuál es la utilidad de esos pequeños insectos ociosos? He aquí algo en que no nos habríamos fijado en el valle, entre el barullo, y sobre que disertamos allí arriba, en la cima, entre el silencio.

Y luego, tendidos en la cumbre, bajo el sol, que en tales alturas acaricia sin herir, a contemplar los pueblecillos, a hacer geografía. Este de aquí, de la derecha, este testudo de rojos tejados, como la testudo que uniendo sus escudos sobre sus cabezas formaban los legionarios romanos: esa masa roja, coronada por la torre de la iglesia, y que humea entre el verdor de los castaños, es La Alberca. Ahí abajo, entre el cascajo de las laderas, corre el río Francia. Más allá, aquellas ruinas de un antiguo castillo y aquella torre que parecen apacentar otro grupo de rojos tejados, es San Martín del Castañar. Más a la derecha, sobre aquella loma verde, se hunde entre el verdor Sequeros. Más lejos, a la derecha, sobre otra loma, pero más escueto y descampado, se levanta Miranda. Y allá, en el fondo, al pie del macizo contrafuerte de la vasta montaña, con velas de nieve en su cima, que nos cierra el horizonte, blanquea a ratos la ciudad de Béjar, mi vieja conocida. Y aun se alcanza a ver, asomando sobre esta montaña, los picos de Gredos, en donde no ha muchos días soñé en la España inmortal. Y más acá, al pie mismo de nosotros, como bajo la protección de la Peña, la Nava, Cereceda, el Cabaco, otros pueblecillos. Y aquí mismo, casi a nuestra mano, este pequeñito poblado del Casarito, cuatro o cinco casas escondidas entre robles y castaños que dan la sensación de una paz perpetua.

Es un acontecimiento cuanto rompe la solemne monotonía de la quietud y del silencio. Uno que sube por el pedregoso y empinado sendero. Y es el cabrero que viene a traer leche, o uno que viene en busca de la nieve aquí durante el invierno almacenada para que refresquen sus bebidas los hijos del llano, o es el que trae el correo; acaso uno que viene de promesa o en busca de unos días de paz y de salud. Si acaso se tocó a misa en el Santuario, se aguarda al que sube. Y el que sube trae ecos del mundo; trae acaso noticias de los afanes y los fracasos, de las venturas y desventuras de los de abajo. Y se le aguarda viéndole subir.

Otras veces es otra aparición, pero aérea y silenciosa. La de algún buitre o algún águila, que con sus vastas alas extendidas parece bogar, sin esfuerzo alguno, por los azules espacios. ¡Qué diferencia de este solemne vuelo a los turbulentos afanes de nuestros aviadores humanos! Mis amigos, los franceses, recitaban aquella imponente poesía de Leconte de Lisle al cóndor, y yo me acordaba de mi Obermann, de mi íntimo Obermann, de este libro formidable, casi único en la literatura francesa, que fué el alimento de las profundas nostalgias de mi juventud y aun de mi edad madura; de este Obermann, de aquel desdichado y oscuro Senancour, de que he hecho casi un breviario. En este libro sin par se nos revela toda la tragedia de la montaña. Y recorría con la memoria sus pasajes más trágicos, aquel en que, en la paz de la noche y en la cima, interrogaba a su destino incierto, a su corazón agitado, ya esta naturaleza inconcebible que, conteniéndolo todo, parece no contener, sin embargo, lo que nuestros deseos buscan. “¿Qué soy, pues?”, se preguntaba Obermann, y se decía: “¡Qué triste mezcla de afecto universal y de indiferencia hacia todos los objetos de la vida positiva!” Contemplando al buitre recordé cuando Obermann vió aparecer un punto negro en los abismos, a sus pies, que se elevó rápidamente, “vino derecho a mí —nos dice—; era la poderosa águila de los Alpes; sus alas estaban húmedas y feroces sus ojos; buscaba una presa, pero a la vista de un hombre echó a huir con un grito siniestro, desapareció precisamente en las nubes. Repitióse veinte veces el grito, pero en sonidos secos, sin prolongamiento alguno, semejantes a otros tantos gritos aislados en el silencio universal. Después volvió a entrar todo en una calma absoluta, como si hubiese dejado de existir el sonido mismo y se hubiera borrado del universo la propiedad de los cuerpos sonoros”. Y agrega en seguida Obermann aquellas palabras insustituíbles, donde dice: “Jamás ha sido conocido el silencio en los valles tumultuosos; no es sino en las cimas frías donde reina esta inmovilidad, esta solemne permanencia que no expresará lengua alguna, que la imaginación no ha de alcanzar. Sin los recuerdos traídos de las llanuras no podría creer el hombre que hubiese fuera de él movimiento alguno en la Naturaleza; seríale inexplicable el curso de los astros, y todo, hasta las variaciones de los vapores, pareceríale subsistir en el cambio mismo. Pareciéndole continuo cada momento presente, tendría la seguridad, sin tener el sentimiento, de la sucesión de las cosas, y las perpetuas mudanzas del universo serían para su pensamiento un misterio impenetrable.” Lo he sentido, lo he sentido así en la cima de la Peña de Francia, en el reino del silencio; he sentido la inmovilidad en medio de las mudanzas, la eternidad debajo del tiempo, he tocado el fondo del mar de la vida.

¿Pero lo veis? ¿Cómo hasta en la cima, en el sacro imperio del silencio santo, no he olvidado los libros, que me persiguen adondequiera que vaya? Porque el Obermann no es sino un libro, aunque a mi sentir uno de los más grandes que se hayan jamás escrito. Aunque no, no, no; el Obermann no es un libro: es un alma, un alma vasta y eterna como la de la montaña. El Obermann se puede leer en la cima del silencio, donde no hay tratado alguno de sociología que resista la lectura.

Se lleva a las alturas el corazón y la cabeza hechos en los valles y llanos, y allí arriba, en la cumbre, hablamos de nuestras preocupaciones, de literatura, de filosofía, de poesía, de religión, del inmortal anhelo de inmortalidad sobre todo, pero no de sociología.

Hablamos también de esa América y de la suerte singular que en ella corre la literatura francesa, siendo admirados ciertos escritores que apenas cuentan en su propia patria y pasando inadvertidos no pocos de más hondo valer. Y aquí, en España, ocurre con la literatura francesa algo parecido.

Pero no es de esto de lo que debo ahora tratar. Se despega de la cima.

 

Salamanca, agosto de 1911.

CIUDAD, CAMPOS, PAISAJES Y RECUERDOS

Así es, Rebechi amigo —pues a darle este título su carta me autoriza—, así es: el recuerdo del campo y la esperanza de volver a él es una de las cosas que más y mejor sostienen en medio del tráfago de las ciudades. ¿Hay acaso placer mayor que, sentado en las largas noches de invierno junto a la leña que arde y zumba en la chimenea, soñar en un paisaje favorito? ¿Hay algo como, viendo el fuego de las lenguas de llama, recordar el de las lenguas de agua en la rompiente de las olas? Las dos cosas que más se parecen son el juego de las crestas de la ola marina, empenachadas de espuma, y el fuego de las crestas de la llama del hogar.

Lo comprendo, ¿qué lo comprendo? No, lo he sentido; he sentido al retirarme al reposo y silencio del lecho, después de un día de duro trabajo y de agitación ciudadana, y allí, en el silencio y el reposo, entre cobijas, soñar, con un libro de viajes en la mano, montañas, valles, ríos, mares y cielos libres.

Aun hay más, y es que durante el verano y en las siempre breves vacaciones de que durante el curso puedo tener, salgo a hacer repuesto de paisaje, a almacenar en mi magín y en mi corazón visiones de llanura, de sierra o de marina para irme luego de ellas nutriendo en mi retiro. Así como también llevo al campo el recuerdo de las espléndidas visiones de esta dorada ciudad de Salamanca, cantada por mí hace algunos años.

El follaje de estas pardas encinas de Castilla, de estos árboles solemnes que brotan de la roca misma, de las entrañas de la tierra, es inmoble al viento, es apretado y denso y es perenne. No cae en invierno como cae el follaje más blando y más movedizo de los robles. La encina parece un árbol férreo, ni el vendaval la dobla o la sacude, como hace estremecer al chopo la más lijera brisa. Y denso, inmoble y perenne es también el follaje de piedra de estos viejos monumentos salmantinos. Las piedras doradas por soles de siglos de nuestra catedral, de nuestro templo de San Esteban, de nuestra Universidad, son como el follaje de las encinas. Y así, al contemplar los pináculos de la catedral, sueño en las encinas de las anchas navas, y al apacentar mi vista y mi corazón en éstas me corre por dentro, en curso soterraño del alma, el recuerdo de las piedras hojosas de nuestros monumentos de arenisca.

Así llevo la ciudad al campo y traigo el campo a la ciudad. Pero la ciudad que es a su vez también campo, la ciudad hecha naturaleza serena, impasible y noble. Una catedral es también un bosque, y hay paisajes, verdaderos paisajes ciudadanos, sobre todo en las viejas ciudades, en aquellas sobre cuyos monumentos y viviendas han pasado los siglos que sobre un bosque pasan. Cuando una casa ha abrigado generaciones de hombres acaba por hacerse algo campestre.

Pero hay otra ciudad que ni llevo ni quiero llevar al campo, hay otra ciudad que gozosamente dejo aquí cuando voy a retemplar entre valles y montañas mi hebra, cuando voy a remontarme al hombre primitivo.

Y es la ciudad odiable y odiosa del trajín social, de los cafés, de los casinos y los clubs, de los teatros, de los parlamentos, la odiosa ciudad de las vanidades y las envidias. Huyo de esta ciudad, en cuanto puedo.

El campo es una liberación.

Triste tarea, amigo, la de tener que pasarse el día haciendo números, sobre todo si son de numerario ajeno. Allá en mis mocedades bilbaínas la mayor parte de mis amigos de excursiones y correrías monteses eran escribientes encargados de la correspondencia o tenedores de libros de casas de comercio, y el campo les servía preferentemente para maldecir del escritorio. Y eso que todos ellos servían leal y concienzudamente a las casas que los ocupaban dándoles de ganar. Comprendo muy bien, pues, que usted, amigo, en los descansos de su labor, y cuando cruce las anchas y largas avenidas de esa gran capital del Sur de América, se acuerde de aquel su nativo “huraño villorrio” italiano que se esconde como perseguido entre una cima complicada del generoso Apenino, según me dice en muy castizo castellano.

¡Me mienta usted en su carta al Apenino! ¡Dulce recuerdo! Hace ya de esto veintidós años, no teniendo yo todavía entonces más que veinticinco, en el verano de 1889, cuando lleno de mi tierra vasca atravesaba ese generoso Apenino en uno de cuyos repliegues se esconde el lugarejo en que usted nació. Y al atravesarlo y contemplar sus valles, sus encañadas y sus pueblecitos, recordaba a mi Vizcaya. Todas las notas de aquel mi viaje de mocedad, que asentaba noche a noche, al correr de la pluma, en un cuarto de hotel, están llenas de mi tierra nativa. Al entrar en Italia empezaron a desfilar a mis ojos los clásicos pinos italianos, en parasol, que me traían el recuerdo de uno hermosísimo que hay a la entrada de Guernica, de donde es y donde vivía entonces y me esperaba la que dos años más tarde había de hacerse mi mujer. Los Apeninos vistos desde Florencia, desde esta ciudad para mí encantada que llevo en el fondo de mi alma a partir de entonces, los Apeninos aquellos me recordaban la cordillera de Archanda, a cuya sombra se cernieron los ensueños de mi juventud. Al subir el Reno, yendo de Pistoia a Bolonia, me invadió el recuerdo de la subida de Orduña, según se pasa de los valles del país vasco a la llanura castellana, esta subida que traspuse la primera vez cuando a mis dieciséis años fuí a Madrid a empezar mi carrera, cantando el Agur, nere biotzeko, un zortzico de Iparraguirre, y con lágrimas en los ojos que iban a empezar a no ver su tierra. En aquella misma Florencia, en esa Florencia de mi deslumbramiento juvenil y que consideraría una desgracia de mi vida no poder volver a verla, escribí una noche: “¡Mi Florencia! Hace un tiempo bilbaíno, a ratos sol y a ratos nubes. Las calles, tan tranquilas; el aspecto de mi Bilbao.” Hoy no les encontraría esta semejanza, pues no la tienen. Y hasta las oposiciones suscitaban el recuerdo de mi tierra, ya que hay una asociación de ideas por desemejanza. Los bueyes blancos de su tierra de usted, amigo, me recordaban los bueyes rojos —¡aidá gorri!— de color de barquillo, de la mía. Servíame la ajena para reencender la ternura por la mía propia. Y por esto le cobré tanto cariño.

Aquellos paisajes que fueron la primera leche de nuestra alma, aquellas montañas, valles o llanuras en que se amamantó nuestro espíritu cuando aun no hablaba, todo eso nos acompaña hasta la muerte y forma como el meollo, el tuétano de los huesos del alma misma. Porque ésta tiene su esqueleto, excepto en aquellos desgraciados que la tienen mucilaginosa, invertebrada, a modo de pulpo o de esponja o de limaco. Pero para quien tiene alma vertebrada, con huesos que la mantengan en pie y mirando al cielo, esos huesos se nutren de un tuétano que está hecho con las serenas y nobles visiones de la niñez lejana.

Viajar, sí, viajar, pero no sólo para poder contarlo hiego y decir en el sosiego de la casa a los hijos, a los amigos: “¡También yo estuve allí”, que esto las más de las veces no pasa de vanidad, de esa vanidad de pavernu