Angelicus - Joaquim Molina - E-Book

Angelicus E-Book

Joaquim Molina

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Beschreibung

Año 1319. El infante Jaime, heredero a la corona como sucesor de su padre, el rey Jaime II de Aragón, muestra una inclinación religiosa que el monarca desaprueba y calla un secreto que solo su confesor conoce. La renuncia a la corona supondría romper el compromiso matrimonial con la aún niña princesa Leonor de Castilla, y podría abrir una crisis diplomática entre ambos reinos.  Las cortes de los dos jóvenes prometidos se han de encontrar en el castillo de Miravet, sobre el Ebro, antes de la celebración de la boda. Durante este tiempo de espera se producen inquietantes acontecimientos: el secuestro y tortura del confesor del infante y la muerte en extrañas circunstancias de uno de sus pajes. No será la última víctima dentro de los muros de la fortaleza. Un caballero hospitalario de oscuro pasado que es enviado al castillo por el abad de Santes Creus para investigar y una dama del séquito de la infanta coinciden en la misma tarea.  La fortaleza será testigo de las tensiones y las luchas de poder, de las ambiciones y las venganzas tanto de los grandes como de los más humildes, aunque tanto unos como otros acabarán siendo arrastrados por el mismo enigma, cuya revelación provocaría un escándalo sin precedentes no solo en los reinos hispanos, sino en toda la cristiandad. Las entrañas del castillo de Miravet esconden un secreto por el que alguien está dispuesto a matar.

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Seitenzahl: 427

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Angelicus

© Joaquim Molina Urquizu, 2024

Autor representado por IMC Agencia Literaria

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 9788410641075

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Primera parte

Introito

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Segunda parte

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Tercera parte

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Blanca; mi confidente, mi primera lectora

 

 

 

 

 

En la Edad Media, la política internacional se juega tanto en el campo de batalla como en el altar. Las bodas convenidas entre príncipes de diferentes reinos son una parte importante de la estrategia diplomática y nada tienen que ver con los sentimientos o la voluntad de los contrayentes, considerados tan solo piezas en el tablero de ajedrez de la cristiandad. A principios del siglo XIV, en España, uno de esos peones está a punto de rebelarse.

Primera parte

 

 

«Peligroso es atender con cuidado el rostro de las mujeres; y así ninguno se atreva a dar ósculo a viuda ni doncella, ni a mujer alguna, aunque sea cercana en parentesco, madre, hermana, ni tía. Huya la caballería de Cristo de los halagos de la mujer, que ponen al hombre en el último riesgo, para que, con pura vida y segura conciencia, llegue a gozar de Dios para siempre. Amén».

 

Regla de los caballeros templarios, capítulo LXXII

Introito

 

 

 

 

Kýrie, koítaxe apó ton ouranó kai des… «Señor, mira desde el cielo y ve», musita mientras prende el cirio con el fuego de un candil. La nueva llama cimbrea, se alarga y baña la pequeña cripta de una tenue luz. De un saco a sus pies extrae un crucifijo, un libro y un icono, los carga en el regazo y los deja con delicadeza junto al cirio. Les quita el polvo con la manga de la túnica y se santigua ante la cruz y la tabla, que muestra el busto de dos figuras masculinas, dos jóvenes imberbes que miran hacia el frente con expresión serena. Por encima de ellos, un pequeño rostro de Cristo testimonia la presencia divina en la escena. El fuego hace llamear las aureolas doradas alrededor de las tres cabezas y la filigrana plateada de la cruz. La impresión de un ruido cercano lo alerta. Por un instante se detiene la actividad y escucha con el aliento cortado. Nada, tan solo su imaginación. Nadie tiene por qué saber que está allí, pero no puede permitirse dilaciones innecesarias. Vuelve otra vez al saco, ahora con cierta premura, y extrae otros dos cirios, aunque más delgados que el que ya arde, y un cinto largo de color carmesí. Lo enrolla, lo deja con solemnidad ante los objetos sagrados y alinea las dos velas enfrente. Coge aire y empieza a salmodiar con voz sentida y bella, mientras se santigua.

—En tó onómati tú patrós…

«En el nombre del Padre…». Las palabras resuenan limpias en la cripta.

—… kai tu huiú…

«… y del Hijo…».

Una pequeña puerta se entreabre en un lateral.

—… kai tú pnéumatos haguiu, amén.

«… y del Espíritu Santo, amén».

Se vuelve con solemnidad y extiende los brazos hacia las dos sombras que se proyectan en el quicio de la puerta.

—Ahora podéis entrar.

Capítulo 1

 

El extraño caso del príncipe heredero

 

 

 

 

Palacio Real de Barcelona, 10 de septiembre de 1319

 

Barcelona parece dormida bajo el cielo gris plomo. El viento de levante, húmedo y frío, trae una llovizna que lo unta todo y levanta un oleaje que azota los amplios arenales. La actividad marinera, la savia de la ciudad, se interrumpe. Los pobres buscan refugio en soportales y logias, los menestrales continúan con sus oficios de puertas adentro en los estrechos talleres y obradores. En sus casas confortables, los burgueses pueden mirar el mundo a través de sus ventanas plomadas, mientras un buen fuego quema en el hogar. En el interior de infinidad de iglesias, conventos y monasterios, el vendaval no ha interrumpido ni alterado la puntualidad del rito, aunque, quizá, los monjes crucen los patios con más celeridad y a alguna novicia se le escape una risa si una compañera pisa un charco en el claustro.

Solo a los soldados que montan guardia ante el portalón del Palacio Real parece no importarles la lluvia, lanza en mano, envueltos en sus capas. Su presencia y el pendón real cuatribarrado en lo alto de la torre indican que está dentro el monarca: Jaime. Es el segundo de su nombre, rey de Aragón, de Valencia, de Cerdeña y Córcega, conde de Barcelona, almirante y gonfaloniero mayor de la Iglesia. Si miran hacia arriba, incluso podrían verlo en el caso de que se asomara a la ventana de su alcoba, donde el resplandor de un fuego arranca destellos en los cristales. Pero hoy el rey tiene cosas más importantes que hacer que observar el temporal. Un reciente y extraño hallazgo en las estancias del primogénito, el infante Jaime, le quita el sueño, mucho más incluso que la carestía de trigo que ha desatado la hambruna en sus reinos.

—Decidme qué significa esto. —El rey se adereza una capa de piel de marta sobre los hombros y señala con la cabeza un hábito franciscano expuesto en el suelo.

En la cincuentena, aún es un hombre enérgico, acostumbrado a mandar desde que tiene uso de razón, a pesar de la enfermedad que le ha tenido postrado durante meses. ¿Por qué tiene que rebajarse alguien como él, una de las grandes testas coronadas de la cristiandad, a una situación tan desagradable como esta? En el otro extremo de la sala, el infante Jaime atiende, petrificado. Aún no ha tenido tiempo de sacudirse el polvo del camino, recién llegado a uña de caballo del castillo de Miravet, cuando el padre le ha lanzado la pregunta. Su rostro, alargado y de facciones suaves, demasiado aniñadas quizá para sus casi veintitrés años, enrojece. La cabellera rubia pajiza y ese rubor en las mejillas… «¡Cómo se parece a su difunta madre! —piensa el padre—. ¡Qué lástima que no heredara la entereza y el espíritu de servicio y sacrificio de Blanca de Anjou!».

—¿Y bien? —repite el rey.

—Señor, yo… —Jaime baja los ojos.

Solo se oye el crepitar del fuego en la amplia chimenea y la lluvia contra las ventanas. Intenta reunir todas sus fuerzas y convocar todo el valor para decirle al padre lo que se ha dicho tantas veces en la soledad de su cámara y en interminables noches de insomnio, pero ahora es diferente, siempre es diferente. Lo que tiene delante no es un fantasma. El rey, su padre, espera. Y lo hace como siempre, con esa mirada severa y fría, con un ligero mohín de decepción o de desprecio o de exigencia defraudada. ¡Cómo añora a su madre, su ternura y su silencio, que no era cortante y glacial, sino un rasgo de atención y escucha!

El infante siente vértigo cuando logra articular las palabras.

—Deseo retirarme del mundo, buscar la paz del claustro.

—¿Retiraros del mundo? —El rey amaga una sonrisa, un mero temblor de la comisura de los labios. Luego lo observa con curiosidad, como si lo viera por primera vez—. Sois el heredero de una corona. Tenéis un compromiso con el reino que os ha jurado y con una princesa con la que os casaréis.

Jaime niega vehemente. ¿Por qué no puede controlarse? ¿Por qué pasa del mutismo a esta furia desafiante?

—¡No voy a casarme con la infanta Leonor!

—Deseo, no voy a casarme… —repite el rey, que da hacia su hijo dos pasos cargados de amenaza—. ¿Dónde habéis aprendido que podéis hacer vuestra voluntad? De ese matrimonio depende la paz con Castilla. No os tengo que recordar que tenéis hermanos.

El infante baja la vista. El rey no tiene que contarle más. Lo sabe. Juan es abad de Montearagón y el papa baraja su nombre para que ocupe muy pronto el arzobispado de Toledo. María, viuda del recientemente fallecido infante Pedro, tutor del aún niño Alfonso, futuro rey de Castilla. La hermana más joven de los tres, Constanza, es esposa del poderoso don Juan Manuel, gran señor territorial, también tutor del pequeño monarca. Sabe que son piezas en el ajedrez político y parte de una gran jugada de su padre para cubrir a Castilla con la yedra de la casa de Aragón, un movimiento astuto y frío en el tablero del poder, planeado a lo largo del tiempo por el hombre que tiene delante. Como siempre que está en su presencia, un embrujo o un hechizo le deja torpe y mudo.

—Vuestra ocurrencia los pone en una posición delicada —continúa el rey—, incluso peligrosa si en Castilla se azuza el sentimiento antiaragonés, cosa no difícil. Además, están los castillos, las fortalezas empeñadas como garantía del cumplimiento matrimonial.

—Señor…

—La boda es necesaria, especialmente ahora. A Génova y a Pisa las molestamos en el mar. Francia nos espera siempre con un cuchillo bajo la capa y el papa hace lo que dicen sus reyes. Un choque en dos frentes sería catastrófico.

—En esta situación soy más un estorbo que una ayuda, señor. Renunciaré a mis…

—¡Non potes! —interrumpe el rey a gritos, en latín, como siempre que quiere sonar solemne y conclusivo. Golpea el aire con los puños. Su voz resuena entre las cuatro paredes—. ¡Non potes! ¡No podéis! Haréis lo que se os manda. Acataréis mi voluntad. ¡Volumus et mandamus! Como yo acaté la de mi padre. Jamás, nunca se me ocurrió desafiarlo, contradecirlo, cargar sobre sus agobiadas espaldas más peso del que ya soportaba. Acepté el matrimonio con vuestra madre porque ello significaba la paz; la paz con los Anjou, con Francia, con el papa. Significaba el fin de la excomunión y del interdicto sobre todos nosotros. —El rey calla para coger aire. Busca la silla y se sienta con un ligero temblor de brazos—. Sabéis que he estado enfermo. Vuestras palabras son como si me dierais a beber veneno.

El joven se inclina, reverente. Se derrumba. Otra derrota.

—Deseo que viváis muchos años, señor.

El rey lo ignora y vuelve a señalar el hábito franciscano.

—Lo han encontrado en vuestra cámara.

—Con el debido respeto, siempre creí que un príncipe de la corona merece…

—¡Bobadas! Yo he ordenado que la registren. Vuestro extraño comportamiento últimamente no pasa inadvertido a nadie. Rehuís vuestras obligaciones como lugarteniente del reino. —El rey se agarra a los reposabrazos e inclina medio cuerpo hacia su hijo—. Decidme qué hacéis con este hábito. ¡Hablad!

El infante enrojece, humillado.

—Duermo con él, rezo. Imagino que estoy en la soledad de una celda, lejos de aquí.

La confesión deja al rey meditabundo, abstraído más allá del joven que tiene delante. Cuando vuelve a hablar, lo hace con un tono reposado, casi cansado.

—Vuestro abuelo, mi padre, el gran rey Pedro, fue enterrado con un hábito como este. Vuestra madrastra, la reina María de Chipre —dice el rey con cierto hastío—, pretende llevarlo así mismo como sudario.

—¿Cómo se encuentra la señora reina? —pregunta el infante por cortesía. Todo el mundo sabe que las relaciones entre los monarcas son frías y distantes.

—Enferma. En sus aposentos —responde cortante el rey. No quiere hablar de ella ahora, nunca en realidad, y continúa con su argumento—: Nada hay de malo en seguir las virtudes franciscanas: la pobreza y la humildad. —Jaime II señala a su hijo—. Pero esta tela no puede cambiar lo que sois. No podéis escapar del mundo y huir. Dios os ha puesto donde estáis y quiere que aceptéis los combates de la vida. ¿Comprendéis? Llevad este hábito si así lo deseáis, pero ceñid también la espada y acostaos con la infanta de Castilla, montadla y preñadla.

—Tiene doce años —se atreve a interrumpir el príncipe. Su voz tiembla al límite del llanto. Se siente un niño. Se siente ridículo.

—¡Pronto estará en sazón! —El rey da un puñetazo en el brazo de la silla. Es un gigante todopoderoso que ocupa la sala entera—. Me daréis un heredero varón. ¡Por el amor de Dios, tenéis casi veintitrés años! ¡A qué esperáis! Con dieciocho, yo era rey de Sicilia. ¡Haréis vuestro trabajo!

—Vos hicisteis lo mismo; rechazasteis a una infanta castellana, a Isabel.

El monarca levanta un dedo amenazante.

—No os atreváis a torcer los hechos como un vulgar abogado. Hubo boda civil, pero no se consumó porque la infanta era fruto de la unión entre el sobrino y su tía y ningún papa, por mucho oro castellano que se le ofreciera, podía ignorarlo. Declaró ese matrimonio nulo e ilegítima a la hija de ambos. Por eso la repudié. No me deis lecciones de historia. Sí, rechacé esa unión, pero no me escondí bajo las piedras como un santón lunático.

—Os pido perdón, señor —dice el infante con voz temblorosa, y se acerca para besarle la mano.

El rey lo frena con un gesto de su diestra, grande y llena de venas azules.

—Vos insististeis en ir al castillo de Miravet. Volveréis allí y esperaréis a vuestra prometida, que ya está de camino. La recibiréis y agasajaréis con todos los honores y acallaréis los rumores que empiezan a correr en la corte de la infanta. Esperemos que no lleguen a Castilla. ¿Entendido? —El joven príncipe inclina levemente la cabeza. No hay nada más que decir. El gigante frente a él emana una fuerza avasalladora, la fuerza de los hechos y de la realidad. Nada hay más poderoso que la descripción del mundo tal como es, frente al que le gustaría al tembloroso joven que fuera—. Marchad, ahora. Estoy cansado. ¡Ah! Y sabed que vuestro confesor, ese monje que os ha llenado la cabeza de ideas absurdas, Pedro de Dios, ya va camino del monasterio de Santes Creus, de donde nunca debió salir. ¿Os sorprende? No me miréis con esa cara de idiota. He investigado. Sé que fue él quien os dio este disfraz, sí, disfraz, porque vos sois un príncipe. Por vuestras venas corre sangre de reyes. Recordadlo. Espero que no vuelva a repetirse.

El infante hace una reverencia, pero evita responder y mirar a su padre. En cuanto sale, aspira profundamente un aire que, por fin, entra en sus pulmones. Acelera el paso a medida que se aleja e ignora los saludos protocolarios que va recibiendo por pasillos y escaleras. Quiere huir, sí, el rey tiene razón, huir y desaparecer, pero no como un vulgar ladrón. La partida aún no ha concluido. Si el padre no le escucha, se lo dirá al mundo: no piensa casarse con la infanta Leonor.

El rey se queda mirando la puerta cerrada, como si aún pudiera ver a su hijo a través de ella.

—¿Qué opináis? —pregunta al aire. Tras un cortinaje aparece un hombre alto y enjuto. El pelo le cae largo y lacio a ambos lados de una poderosa calva. Su mirada posee el fulgor extraviado que puede ser tanto del sabio como del loco. El rey se encara con él—: Decidme, Vidal, ¿qué debo hacer? Sois mi más valioso y prudente consejero.

Vidal baja los párpados con estudiada humildad. No hay nadie que no sea noble tan poderoso como él, nadie que se pueda acercar tanto al rey sin ser miembro de la familia real. Jurista, muñidor de pactos y matrimonios, ha recorrido todas las cortes europeas defendiendo la causa de los reyes de Aragón.

—Mi señor, la inclinación religiosa del infante no es reprobable en sí. Recordad la profecía del eminente Arnau de Vilanova: la casa de Aragón está predestinada por Dios a que sea uno de sus reyes el reconquistador de los Santos Lugares, el unificador de la cristiandad. —El rey se acomoda la capa sobre los hombros, sobrecogido. La oyó de los propios labios de Arnau de Vilanova antes de que falleciera. ¿Está escrito en los astros todo lo que ha de pasar? Si piensa mucho, el vértigo le alcanza. Los reyes no son más que insignificantes piezas que mueve Dios y quién sabe si el diablo. Vidal levanta el índice para enfatizar—. Quizá vuestro hijo ha recibido una visión, aún confusa. ¿Y si es él el rey cruzado que esperaba la cristiandad? ¿El rey casado con la cruz y con la espada, que levantará el pendón de Aragón y que llevará tras él huestes de entusiastas guerreros? Observad ya a vuestros almogávares cómo aplastan a los turcos tan cerca de Tierra Santa. Parece el augurio de un nuevo amanecer.

Jaime II arquea las cejas, escéptico. Si algo ha aprendido después de casi tres décadas de reinado es a no dejarse llevar por el entusiasmo o por la pasión, malos consejeros para tomar decisiones. Se acerca al fuego y responde prendido en el baile de las llamas:

—¿Y qué hago yo con un hijo monje? ¿De qué me sirve si no garantiza la sucesión de mi sangre? ¿Sabéis qué se dice de él?

—No, señor.

—Que jamás se ha acostado con una mujer. A su edad, yo ya había llenado Sicilia de bastardos.

—«Tú eres la puerta del infierno», dice Tertuliano de las mujeres —cita Vidal, convocando su gran memoria. El rey sonríe hastiado y su consejero matiza las palabras—. En vuestro árbol genealógico entroncan ramas de grandes familias, grandes nombres elegidos por la Providencia para regir los destinos del mundo. Es lógico que de vez en cuando dé frutos excelsos, carne de santidad, señor.

El rey asiente sin ganas de discutir. Se acerca a su consejero y le pone una mano en el hombro. Jaime es más bajo que él, pero le mira sin complejos, con toda la fuerza de la autoridad.

—Vidal, aprecio vuestra defensa del príncipe. Sois leal. Ahora entendedme vos a mí. No puedo decirle al reino, y menos a Castilla, que el infante no se casa con la princesa, que rompe los pactos solemnes firmados y jurados porque quizá la profecía de Arnau de Vilanova se cumple en mi hijo, el elegido, y que va a vestirse de cruzado para liberar Tierra Santa. Habéis sido embajador ante el papa, ante el rey de Francia. Habéis negociado con pisanos y genoveses. Conocéis las reglas del juego. La carcajada resonaría durante siglos. He hecho redactar una petición para el papa. Le pido que escriba al príncipe para que reconsidere su postura. Si tan cristiano es, tendrá que oír al heredero de san Pedro. Contando con que los caminos estén bien, el mensaje llegará a Aviñón en una semana.

El rey se acerca a la mesa. De entre los papeles que la llenan, hojea el reciente decreto que obliga, bajo pena de muerte, a vender el trigo acaparado a un precio máximo en toda la corona para mitigar la hambruna. Solo falta su firma. ¡Cuántos problemas! ¡Qué ardua y prosaica es la tarea del rey! Sin embargo, lo que le obsesiona ahora es su primogénito. Elige un documento con el sello real colgando del extremo. Lo lee con la mirada entornada y se lo tiende a Vidal.

—Aquí tenéis un salvoconducto. Ahora os encargo personalmente que vayáis al castillo de Miravet. La corte de la princesa está de camino y allí se encontrará con el príncipe durante unos días. Sabéis a quién acabo de nombrar alcaide de la fortaleza, supongo.

—Al noble Guillermo de Erill, si no me equivoco —responde Vidal, seguro de su respuesta. Si algo sabe el consejero es quién es quién en el reino y cuál es su juego—. Barón y primer gran maestre de la Orden de Montesa.

—Entonces, tampoco os tengo que recordar que seáis diplomático. El barón de Erill es muy puntilloso con respecto a los rangos y las prerrogativas, y como gran señor… —El rey duda antes de hablar. Busca las palabras en la alargada cara de su consejero.

—Aspira a, digamos, intervenir más en el gobierno del reino —completa Vidal con una leve sonrisa de entendimiento que el rey ignora.

Su real rostro es un libro cerrado, inaccesible a cualquier connivencia o compadreo. ¡Con qué majestad sabe mantener la distancia, incluso con un hombre de su confianza!

—Todo es un juego de equilibrios, Vidal. Ya sabéis que, con la disolución de la Orden del Temple, todas sus posesiones, y eran muchas, pasaron a la Orden Hospitalaria. Sin embargo, esa solución solo podía ser provisional.

—Sí, demasiado poder para el Hospital —continúa Vidal—. De ahí la Orden de Montesa. Excelente maniobra, si me permitís el juicio, señor; establecer la orden con los bienes de los extintos templarios en toda la corona e incorporar a aquella las posesiones de los hospitalarios en Valencia.

—Divide et impera —dice el rey—. El Hospital se debilita y Montesa depende de mí, pero necesito a la nobleza leal a la corona y Guillermo es una pieza importante. Por eso lo he nombrado gran maestre.

—Actuaré con fineza, mi señor.

—No lo dudo, aunque quiero que le hagáis saber también que vos actuáis en mi nombre y que tenéis libre acceso a mi hijo. Este documento lo deja claro. Convenced al infante. Necesito esa boda. Necesito acabar con esta pesadilla absurda. Recordad que la ceremonia está prevista para mediados de octubre en Gandesa. Allí nos veremos. Usad todos vuestros recursos para que siente la cabeza y se case con Leonor.

Vidal le sostiene la mirada al rey el tiempo suficiente para que el monarca entienda el interrogante silencioso que le plantea: «¿Todos mis recursos…?». Jaime II no es verboso ni locuaz, ni pronuncia nada que no quiere que se escuche. Ha aprendido desde pequeño que en el momento en que flotan en el aire, las palabras y lo que quieren decir ya no le pertenecen a uno y pueden tergiversarse o malentenderse. Siempre hay alguien que las registra en beneficio propio y que las puede afilar para lanzarlas como dardos. Y el rey ha sido claro: «Todos vuestros recursos». En silencio, la mirada de hielo de Jaime II se balancea un largo instante ante la de Vidal.

Capítulo 2

 

 

Non draco sit mihi dux

 

 

 

 

Camino hacia Santes Creus, 10 de septiembre de 1319

 

«Gracias sean dadas a Nuestro Señor y a todos los ángeles». Fray Pedro de Dios no ha dejado de rezar desde que salió a toda prisa del Palacio Real de Barcelona a primera hora de la mañana. Un escalofrío le recorre la espalda cuando evoca el intempestivo despertar de la mano de un desabrido criado en medio de la noche. ¿El rey quería verle? Las imágenes y las palabras siguen teniendo la densidad irreal de los sueños o, mejor dicho, de las pesadillas. Antes de poder digerir lo que le estaba sucediendo se encontró ante la presencia del mismísimo Jaime II. «¡Santa María, madre de Dios!», exclama en voz alta y se santigua una y otra vez. La pregunta sin rodeos del rey le dejó mudo. Su mirada de hierro lo puso de rodillas. Entre las sombras distinguió a dos soldados, las manos en la empuñadura de la espada, dispuestos a desenfundar a una señal del rey.

—Sí, mi señor —dijo con voz temblorosa—, yo le di el hábito.

Cierra ahora los ojos y puede oír la voz iracunda de Jaime II cubriéndole de improperios, salpicándole el rostro con chispas de la real saliva. Fue entonces cuando empezó a rezar, convencido de que pronto abandonaría este mundo por la espada. ¡En qué momento se le ocurrió entregarle el maldito hábito franciscano al infante! ¡En qué cabeza cabe! ¡Cómo no pensó que era una invitación a abandonar la sucesión dinástica!

—¡Alta traición! —le gritaba el rey, y los dos hombres armados daban algunos pasos poco amigables hacia delante, envalentonados por la bravata.

—Pensé que le hacía bien —se atrevió a farfullar—. Pensé en otros grandes reyes y reinas de la casa de Aragón que han mostrado su piedad y su franciscanismo, en Pedro, su padre, en la voluntad de la enferma María de Chipre.

El rey se abalanzó sobre él:

—¡Sí, claro! ¡Como mortaja! ¡No en la flor de la vida!

Luego le acusó de querer corromper la influenciable mente del joven, de llenarle la cabeza con absurdos modelos de vida. El rey le miraba de arriba abajo, de abajo arriba, como una fiera que mide a su presa antes de saltar sobre ella. Pedro de Dios cerró los ojos: «Hágase Tu voluntad…». Rezó para que no le preguntara detalles del infante que él solo había conocido en el secreto de la confesión. Pero el rey no fue más allá. De repente, su cólera cedió. Dijo que escribiría al abad de Santes Creus en términos muy duros y que debía abandonar la corte. Aún incrédulo por su suerte, cargó su mula a toda prisa y salió del Palacio Real al alba lluviosa sin mirar hacia atrás, excepto para ver con alivio lo lejos que iba quedando Barcelona.

El sol está a punto de ponerse y las montañas de Montserrat adquieren durante unos minutos un color rojizo y místico. Azuza a la agotada montura para llegar a la siguiente aldea antes de que la negrura lo alcance en medio de la nada. Aquí, el camino es abrupto y ceñido por una densa arboleda. El mal se recrea en estas soledades. Menudean las historias en las que el demonio surge disfrazado de peregrino. Otras hablan de bandas de salteadores. Se santigua una vez más y reza en voz alta para espantar el mal y el miedo que le están invadiendo: que la santa cruz sea mi luz, que no sea el dragón mi señor.

—Crux sacra sit mihi lux, non draco sit mihi dux.

El aire trae un lejano y confuso rumor: tic, tic, tic… ¿Son estos pasos que cree oír tras él, a su alrededor, fruto de su imaginación? Dicen que pensar en el maligno ya es convocarlo. ¿Y si la ira del rey es también la ira de Dios? Él solo quiso ayudar al infante, atrapado en un laberinto, al borde de un precipicio… Le escuchó, se compadeció y lo absolvió por el poder que le ha dado la Santa Madre Iglesia. Por eso le sugirió que fuera a Miravet a ver a un viejo amigo. Quizá él le mostraría la salida del dédalo que atormenta su alma. ¿Fue demasiado lejos? De lo que no tiene duda es de que la noche llega demasiado rápido y las formas de los árboles están adquiriendo perfiles siniestros. Reza más alto para disolver la imagen terrorífica que cree agazapada en la espesura. Cancela de repente su plegaria. Quiere escuchar, saber qué le ronda. Ahora le llega con claridad el ruido sordo de unas pezuñas en la tierra y un tintineo metálico. Tic, tic, tic… ¿Serán las garras de un demonio?

—Dios os guarde, fraile. —Un enmascarado montado a caballo surge como un fantasma atrozmente cerca.

Tras Pedro de Dios aparecen otros dos jinetes que empiezan a caracolear a su alrededor, dos sombras que son más el olor al cuero de su indumentaria que figuras definidas, aunque distingue las ballestas en el arzón y las espadas bailando en los costados. Tic, tic, tic… Uno de ellos tira hacia atrás de su capucha.

—He recibido un encargo, fray Pedro de Dios. —El monje se ha quedado mudo. Si no estuviera montado en el asno, caería de rodillas, tembloroso—. Un encargo delicado.

En la penumbra, los ojos del hombre sin rostro escrutan al monje.

—Tenéis que hablarme de lo que le pasa al infante.

Pedro de Dios traga saliva. Procura, inútilmente, dar empaque a su voz:

—Todo lo que pudo decirme lo hizo el señor infante en confesión.

—Por eso es delicado, querido hermano. Dejadme que os lo explique. Tendréis que elegir entre seguir los dictados de vuestra conciencia o bien acceder a hablar y contarnos algunas cosas por las que siento curiosidad. Si optáis por lo último viviréis, si decidís manteneros firme en vuestra convicción de no hablar, entonces os esperan el dolor y la muerte.

—¿Vais a maltratar a un religioso? —se atreve a decir Pedro de Dios. Su hábito cisterciense recoge algo de la luz de la luna entre las sombras que le rodean.

El enmascarado mira hacia el cielo en lugar de responder.

—La noche es serena. Buscaremos un claro en el bosque. Mis acompañantes son excelentes haciendo fogatas. Comeremos y nos calentaremos al amor de la lumbre. Será agradable.

Sin darle al fraile opción de contestar, uno de los jinetes conduce de las riendas al asno hacia la espesura.

Capítulo 3

 

 

El bello cadáver de Cecco Usai

 

 

 

 

Castillo de Miravet, 18 de septiembre de 1319

 

Al despuntar el alba, una discreta actividad resuena entre los poderosos muros de la fortaleza, encaramada en las dos terrazas escalonadas y amuralladas que rematan el peñasco rocoso sobre el Ebro. Sirvientes y esclavos se mueven de aquí para allá preparando la llegada de la infanta Leonor de Castilla, prometida del príncipe Jaime de Aragón. Hay que aparejar tiendas de campaña, pues el castillo no tiene suficientes salas para albergar a tantos huéspedes. Hay que barrer, despejar las explanadas y preparar heno fresco para las monturas. Según dicen, la comitiva de la infanta está a pocos días de viaje y en la cocina ya cuelgan ristras de torcaces y perdices listas para asar. Los nobles, miembros de la casa del príncipe, aún duermen en el gran dormitorio destinado para ellos. Cuando despierten, sus preocupaciones serán muy diferentes de las de los de abajo. Tendrán que ostentar, moverse siempre cerca del poder para afianzar el propio, quizá conspirar. Desde el patio de armas, una joven sirvienta pelirroja se acomoda a una criatura de no más de un año en la cadera y mira hacia arriba, hacia una de las dos ventanas del dormitorio, con cierta persistencia, como si esperara que se asomara alguien, él.

«Hoy —se dice, y respira con esa mezcla de angustia y esperanza que la acompaña desde que se quedó embarazada—, hoy se acercará y se interesará por mí y se ocupará de ti». El niño le resbala, lo aúpa en alto hasta tenerlo de frente y repasa sus rasgos.

«Cómo te le pareces», casi murmura. «Con todo este trasiego por la infanta, no es él. Ahora solo tiene ojos para el príncipe y sus idas y venidas —se dice—. En cuanto todo se apacigüe volverá a ser como antes, ya verás».

—¡Saurina! —Una compañera le hace el gesto de que espabile—. ¡No te embobes! Que te vas a torcer el cuello de tanto mirar hacia arriba. Ven y ayúdame con esto, anda.

La joven se coloca bien al niño otra vez y con la mano libre la ayuda a acarrear un arcón.

—¿Quién les lleva el agua hoy? —pregunta Saurina.

—La Ojo Gacho. —La compañera le dedica una mirada maliciosa—. ¿Qué? Te mueres por saber si está con otra, ¿verdad? No te hagas mala sangre y olvídate. Lo que tenga que ser será.

Pasan entre los esclavos moros de la fortaleza que cargan sin prisa los lienzos y los palos de las tiendas que han de montar y, antes de entrar en el edificio, Saurina vuelve a mirar hacia la ventana. Nadie se asoma aún.

 

 

La criada de nombre Pueyo, pero a quien todos llaman Ojo Gacho a sus espaldas, abre la puerta del dormitorio con sigilo. De pequeña, una enfermedad le dejó el ojo izquierdo enfebrecido, con el párpado para siempre caído y somnoliento. Carga la tinaja de agua fresca y entra en las dependencias donde duermen los miembros de la corte del príncipe Jaime, una sala alargada compartimentada por tabiques de madera. Todo está en silencio, excepto por las respiraciones y el chirriar del batiente de una de las dos ventanas del dormitorio, hoy extrañamente abierta. La primera luz del día perfila los bultos encima de los catres. Duermen con placidez. «Mejor así —piensa—. Cuando están borrachos como cubas no nos importunan los señores, estos jóvenes consentidos y poderosos, para que les calentemos la cama. Le hacen un hijo a una y se olvidan de ti, como a la pobre Saurina, con un niño a cuestas arriba y abajo, ignorada y vejada por el mismo cabrón que la montó». Antes de depositar la tinaja junto a la ventana, deja caer un espumoso salivazo en el recipiente. «Buen provecho». Sujeta el batiente para que deje de hacer ruido y se asoma. Un golpe de viento la recibe al sacar la cabeza al vacío. En esa parte del castillo, el muro cae a pico sobre el terraplén. Mucho más abajo, el Ebro ciñe la montaña, amplio y remansado, a punto ya de encontrar el mar. Entonces lo ve. Duda tan solo un instante bajo la luz azulada del alba, el tiempo de comprender. Su grito resuena en el amplio silencio del paisaje y, de repente, el castillo despierta.

El cuerpo yace de bruces a los pies del muro, desnudo y desmadejado como un muñeco de trapo. Pronto acude gente: criados y guardias. El viejo Guillermo de Erill, el alcaide de la fortaleza, se abre paso junto a Pedro de Pomar y Blasco de Piniella, miembros del séquito del príncipe, los dos a medio vestir y resacosos. Cuando le dan la vuelta al cadáver, su cabeza baila ajena al tronco, como la de un cordero muerto. La mirada de ojos muy abiertos interpela a los presentes.

—Santo Dios.

Algunos se santiguan. Posee la expresión congelada de alguien que ha visto de cara a la muerte, el vértigo ya inútil ante la certeza del fin. Algo rosado y esponjoso sobresale de entre sus cabellos, brillantes y húmedos de sangre. Un enorme moratón le cubre medio torso. Alguien emite una sonora arcada. Todos lo reconocen: Cecco Usai, el paje sardo que tan solo hace unas horas cantaba y bailaba, es bello incluso muerto.

Capítulo 4

 

 

Pacta sunt servanda…

 

 

 

 

Real Alcázar de Sevilla, 18 de septiembre de 1319

 

–¿Que no piensa casarse con mi nieta? —exclama la reina, apoyada en un bastón. Habla demasiado alto para el lugar donde se hallan, la sala del secreto, una habitación oculta entre las estancias visibles del palacio.

—Eso parece, mi señora —susurra el hombre frente a ella, Juan de Avilés, el secretario de la Poridad, el departamento donde se tratan los asuntos más delicados, aquellos que jamás deberán saberse y que han de quedar guardados bajo el silencio más escrupuloso. Siempre se habla quedo y se escribe poco.

—¿Estáis seguro de esa información? —pregunta ella, incrédula.

Doña María de Molina, madre y abuela de reyes y regente por dos veces, primero de su hijo, el rey Fernando IV, ahora de su nieto, el pequeño Alfonso y futuro monarca, lleva escrita en el rostro una vida llena de intrigas, ambiciones y desgracias. Esta última se ha cebado recientemente en la familia real: las muertes en la Vega de Granada de su hijo, el infante Pedro, y de su cuñado, el príncipe Juan, el de Tarifa, han conmocionado al reino. Otros muchos caballeros cayeron junto a ellos bajo las azagayas moras. Sus cincuenta y cinco años ya le pasan factura en el dolor de huesos que nunca se va y en el cansancio que la alcanza antes de que acabe el día. Sin embargo, aún hay noticias que le hacen abrir los ojos con la misma intensidad que en sus tiempos jóvenes.

El funcionario se aclara la garganta y se acerca a la reina para hacer inteligibles sus palabras.

—Señora, lo confirman nuestros agentes. Según parece, el infante ha expresado no solo deseos de renunciar a la mano de vuestra nieta, sino también a la sucesión. Pretende recluirse en un convento.

La mirada de la reina se vuelve dura, como su voz.

—Siempre actuó así la casa de Aragón. Sus príncipes se dedican a abandonar a las infantas de Castilla en el altar. Lo hizo con mi hija el rey Jaime. Ahora lo hace su hijo con mi nieta. —La reina piensa y decide con rapidez. La experiencia le ha demostrado que la dilación es letal—. Averiguad si es una rabieta pasajera o hasta qué punto está decidido. Quiero saber si el infante está loco y, sobre todo, qué piensa hacer el padre. El rey de Aragón fue el garante del acuerdo que casó a su hija María con mi hijo, el infante Pedro, que en gloria esté, y comprometió a mi nieta con el imbécil de su hijo a la espera de que llegara el momento. Nosotros cumplimos el trato. Ellos parece que no. Quiero estar al tanto de todo, pero actuad con discreción. Nadie más lo ha de saber en la corte. La noticia daría alas a los partidarios de la guerra y no quiero una oleada antiaragonesa que ponga en el punto de mira a los hijos del rey Jaime que aquí tenemos. Lo último que necesita ahora Castilla es un enfrentamiento con Aragón. El objetivo es proteger al rey. —La reina golpea el suelo con su bastón—. Todos estos buitres que tengo por familia verían en el revuelo su ganancia, especialmente don Juan Manuel. ¡Alerta con él! Pretende hacernos creer a todos que dedica sus horas a escribir cuentecillos, pero es un lobo ambicioso. Le faltaría tiempo para cruzar la frontera y reducir a cenizas el primer pueblo que se encontrara. ¿Novedades en las fortalezas en prenda?

—Todo en orden, mi señora. Ellos ocupan las nuestras, y nosotros, las suyas.

—Seguid avivando el oído, pagad bien para soltar lenguas y callad lo que sabéis. Solo yo he de conocerlo, ¿entendido? —Juan de Avilés inclina la cabeza—. ¿Qué se dice en la corte de mi niña Leonor?

—Hay malestar, mi señora. El infante hace casi un año que no la visita y cuando lo hace pasa poco tiempo con ella. Da cualquier excusa para volver a marcharse.

La reina suspira.

—En fin, nada se habló en los acuerdos sobre el amor. ¿Sabéis dónde se halla la niña ahora?

—La última información señala que se hacían preparativos para marchar al castillo de Miravet y encontrarse con el infante Jaime y su corte.

—¡Qué tierno! Los dos tortolitos juntos. Supongo que tenemos a nuestra gente muy dentro de la corte aragonesa.

—La tenemos, mi señora —dice el secretario con orgullo, y muestra una carta con el sello del secreto—. Este es su último mensaje, donde escribe lo que os he contado.

—Bien. Quiero saberlo todo. Mantenedme informada. —La reina aparta una cortina. Los reyes nunca anuncian cuándo se acaba una entrevista, ni dicen que se van o que vienen. Les basta un gesto para que el mundo se mueva. Juan de Avilés se adelanta para empujar una puerta camuflada en la pared y le cede el paso, rodilla en tierra—. Veamos si esto ha de quedar en catarro o en dolencia mortal.

Capítulo 5

 

 

La delicada misión de freire Ecart

 

 

 

 

Alrededores del castillode Miravet, 18 de septiembre de 1319

 

Desde que el jinete encapuchado enfiló el camino que conduce a la fortaleza, flota en el aire un indefinible olor a descomposición que se pega a la nariz. Envuelto en la amplia capa, mira hacia el castillo encaramado sobre el risco que domina el Ebro. Los altos y monótonos muros sin apenas ventanas muestran su naturaleza inexpugnable y hostil, como invitándole a pasar de largo. Hubiera hecho caso de buen grado a lo que le dice su instinto de guerrero, pero ha hecho una promesa, tiene una última misión que cumplir, y, además, el caballo está agotado. «Hoy descansaremos», le dice y le palmea el cuello y las crines apelmazadas por el sudor. Se frota la rodilla para aliviar el dolor que ha despertado con la humedad del río y pica la montura para recorrer la cuesta que culmina en el castillo. Es entonces cuando a su paso surgen, como si se despegaran del paisaje, de entre los árboles y de los márgenes del camino, las formas pardas de multitud de mendigos que se acercan tímidamente al viajero.

—Una limosna, señor, por el amor de Cristo.

—Pan, señor, pan… —pide un coro de voces apagadas y lastimeras.

Las malas cosechas, carestia bladii, falta de trigo, consignan las crónicas, han echado a los caminos del reino a legiones de menesterosos, otra clase de séquito, se dice, menos luminoso y solemne que el de los príncipes, pero más numeroso.

—Dadnos vuestra bendición, caballero —exclama una voz entre las manos extendidas.

Aparte de la espada, alguien ha visto bajo la capa la cruz octógona de la Orden Hospitalaria. El jinete bendice a derecha e izquierda y unos dedos retorcidos por la artritis tiran del extremo de la vestimenta. Se afirma que los ropajes de los caballeros de las órdenes militares tienen poder curativo si los tocas. Espolea el caballo ligeramente para zafarse de la pequeña turbamulta que se empieza a formar y completa el camino al trote que la cabalgadura obedece de mala gana. Antes de llegar a la puerta rastrillada se cruza con varios carros que salen de la fortaleza, estruendosos y envueltos en una polvareda. Van con prisa, bien cerrados y con una escolta militar que exhibe el león rampante rojo de la casa de Erill. Miravet, como otros castillos de las órdenes militares, es conocido por albergar riquezas acumuladas a lo largo del tiempo, aunque quizá la voz popular, ávida de historias fantasiosas, exagera las dimensiones de tales tesoros. La nube de polvo se disuelve ante la entrada y aún duda unos instantes si seguir el camino y dejar atrás la mole pétrea. «Mejor pasar la noche al raso o en alguna posada, donde solo te observan las alimañas o pastores humildes que jamás preguntan». El caballo parece renuente a entrar. ¿Será este olor nauseabundo que de vez en cuando trae la brisa? Los animales tienen un sentido especial. Ha visto a caballos y perros ponerse nerviosos antes de una batalla. «Lo siento —le susurra al oído—. Me han confiado un encargo». Lo pica un par de veces y cruzan el portón bajo la mirada atenta de los guardias, que le dan el alto y revisan su salvoconducto. El sello abacial de Santes Creus allana cualquier dificultad o reticencia. Lo ha comprobado durante las dos jornadas que ha durado el viaje.

¿Por qué elegirlo a él para esta tarea? ¿No hay suficientes monjes en el monasterio para llevarla a cabo? Las preguntas debieron de aflorar en su rostro, porque a Pedro Alegre, el abad del gran cenobio cisterciense, le brillaron por un instante sus ojos de topillo enmarcados por dos cejas desbordadas. Le puso una mano en el hombro antes de hablar:

—La naturaleza de la misión es delicada, alguien diría que peligrosa. —Paseaban por el claustro. Los cánticos de la hora se mezclaban con el martilleo de los picapedreros en uno de los lados—. ¿Sabéis que rezamos para el feliz desarrollo de la boda? —dijo dejándose llevar por la bella melodía: lava quod est sordidum…—. Os lo pido como un favor personal, freire Ecart.

Bajó la cabeza en un gesto de aceptación. No podía negarse, no debía. La comunidad cisterciense de Santes Creus, y especialmente su máxima autoridad, había sido muy generosa ofreciéndole cobijo durante un tiempo antes de proseguir su viaje y, además, sin preguntar mucho. Tan solo el nombre: Ecart, un caballero hospitalario de camino a ultramar. Durante unos días compartieron mesa y oraciones y, sobre todo, el silencio. Ahora, Pedro Alegre le hablaba someramente de lo que tenía que hacer sin entrar en muchos detalles.

—Uno de nuestros hermanos —continuó el abad, dosificando la información—, fray Pedro de Dios, fue recientemente relevado por el rey de su función de confesor del infante Jaime.

—¿Puedo preguntar la razón de tal decisión?

El abad recordó la breve, clara y contundente carta del rey. Rezumaba indignación y tenía casi el tono de una reprimenda.

—Digamos que aconsejó mal al príncipe. No sé si sabéis que el infante se siente atraído por la vida espiritual.

—Algo he oído.

—Encontraron en las dependencias del infante un hábito franciscano y el rey acusó a fray Pedro de Dios de querer influenciar el ánimo del joven príncipe. En cualquier caso, desde que nuestro hermano llegó al monasterio, ha mostrado signos de gran desasosiego. Al principio lo atribuimos al repentino cese, pero había algo más. Fray Pedro de Dios ha realizado varias visitas a la enfermería para curarse unas lesiones, según él causadas por un accidente durante el viaje. —Pedro Alegre rastreó la expresión de su interlocutor—. Sin embargo, el boticario nos alertó: la naturaleza de las heridas es sospechosa. Os lo aseguro porque me las ha enseñado: quemaduras. Hablé con él, le convencí de que me contara lo que le había sucedido. —El abad bajó la voz y lanzó una breve mirada alrededor por precaución. Únicamente los observaba un Caín pétreo desde un capitel cercano—. Solo os puedo decir que fue torturado para que revelara detalles que el infante le había confiado en confesión.

—¿Puede identificar a los culpables?

—Aunque iban enmascarados, no eran vulgares ladrones, freire Ecart. —El abad lo llevó del brazo un trecho en silencio meditativo hasta que encontró las palabras precisas—: Vos sois monje y a la vez militar. Sois diestro con la espada y sabréis cómo usarla si os importunan por el camino.

Ecart no pudo evitar considerar este «favor» como el pago por la hospitalidad ofrecida. No le dio tiempo a formular preguntas o reparos, aunque tenía de ambos. Bajó la cabeza en silencio aceptante. El abad solo le dio un nombre: el del capellán castrense del castillo de Miravet, un tal padre Jorge, griego.

—Traedlo a mi presencia —le ordenó con tono suave, pero con toda la autoridad de una de las más importantes cabezas espirituales del reino—. El padre Jorge y fray Pedro de Dios comparten un secreto que puede incumbir al infante. Eso convierte la naturaleza de la información en algo delicado. Os ruego también que no me escribáis ninguna carta. Todo lo que sepáis guardáoslo para vos y contádmelo viva voce cuando regreséis. ¡Ah, y no seáis muy locuaz con el alcaide del castillo, el barón Guillermo de Erill! Es un viejo ambicioso que quiere saberlo todo. —Luego, le ordenó que se arrodillara y le dio su bendición para protegerlo del mal durante el trayecto.

Ahora, el rastrillo de la fortaleza se cierra tras él con estruendo y tiene la sensación de estar adentrándose en una prisión. Los criados detienen por un momento sus quehaceres y lo observan con una mezcla de curiosidad y reverencia. En la explanada del primer recinto comprende la causa del olor que percibe desde hace un rato: una horca exhibe el cadáver de un hombre. «Debería haberte hecho caso», murmura al caballo. El horror va desplegándose lentamente a medida que se aproximan. El infortunado debe de llevar tiempo expuesto, por la hinchazón monstruosa del rostro ennegrecido y las moscas que se arraciman en las cuencas de los ojos. Al pasar por debajo, el zumbido y el hedor le envuelven con violencia.

Capítulo 6

 

 

Cambio de rumbo

 

 

 

 

Puertos de Beceite, 18 de septiembre de 1319

 

El corzo es un excelente ejemplar: un macho joven de poderosa pechera y buenos cuartos. Viene buscando agua y la necesidad lo ha expuesto lejos de la espesura en las alturas de la sierra. Baja la testuz y lame el rocío de la hierba. Tras el ramaje, el montero, un tipo rústico de piel tostada, señala con lentitud hacia la pieza para no hacer ruido ni siquiera con el roce de la ropa. «Ahí lo tenéis», dice con el gesto casi congelado. El animal ofrece un blanco perfecto. Pocas veces ha tenido tan a tiro una pieza así. El infante Jaime no se atreve ni a respirar. Por fin. Han seguido su rastro durante horas, un trabajo que exige concentración para saber lo que dice el bosque, paciencia y astucia para acercarse al objetivo siempre contra el viento y dar largos rodeos si es necesario. El montero se arrodilla para dejar al príncipe campo de visión. Con la misma cautela, Jaime se lleva la ballesta al hombro. Por detrás, uno de sus pajes, Gonzalo García, lo imita, encorvado, por si su señor falla. El príncipe enfila el ojo con el pasador y el flanco del animal, justo detrás de la pata delantera, a la altura del corazón. La brisa trae el pungente olor del macho mezclado con el aroma del boj y la mirada del príncipe se cruza con el ojo azabache de la bestia. ¿Lo ha visto? Todo se para. Durante un instante, el infante Jaime duda. Durante un instante se ha visto a sí mismo en el corzo: su destino determinado por otros. La inminente muerte del animal le parece tan absurda como la tiranía que su padre y el mundo han impuesto sobre él: nada más y nada menos que hacerle vivir una vida que no quiere. Siente la mirada perentoria del montero y de su paje. ¿A qué esperáis, señor? La brisa se aquieta. Por una conexión infantil, se figura que, si no asaeta al animal y lo deja libre, alguna forma de justicia divina o quizá pagana le retribuirá