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He besado a la hermana pequeña de mi mejor amigo y mi mundo se ha vuelto del revés. Aquella noche nos encontramos el solitario gruñón del pueblo y una chica preciosa; éramos dos extraños en la parte de atrás del bar… hasta que dejamos de serlo. Pero Nadia Dalca no es una chica cualquiera, es justo la mujer con la que no puedo estar. Planeaba mantenerme alejado de ella, pero el universo no deja de conspirar para unirnos. Es como una enorme broma cósmica: tener muy cerca algo tan intenso, tan real, algo que me da la vida…, pero algo que puedo mirar y no debo tocar. Me he convertido en un adicto a ella: a sus curvas pecaminosas, a su risa alegre, a su lado indómito… Y cuando me mira con esos ojos sensuales llenos de deseo y libres de prejuicios, aunque siempre me he considerado un hombre fuerte, me siento débil. Soy una persona difícil y ella tiene toda la vida por delante; dejarnos llevar por la atracción sería traicionar a su hermano, que es la única familia que le queda y, por triste que suene, mi único amigo. Y aun así la he besado… Y ahora no puedo parar.
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Seitenzahl: 453
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Título original: A False Start
Primera edición: abril de 2024
Copyright © 2022 by Elsie Silver
© de la traducción: Silvia Barbeito, 2024
© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-14-1
BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografías de cubierta: artroomstudio/toonsteb/freepik y wirestockcreators/depositphotos.com
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
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Epílogo
Nota de la autora
Agradecimientos
Contenido especial
Para mi hijo, que lleva todo el merchandising del Gold Rush Ranch y que le dice a la gente que el trabajo de su madre se llama «Elsie Silvers» y que escribe «libros con besos que son asquerosos de verdad». Espera a leer uno, cariño…
«Si una chica quiere ser una leyenda, que lo sea».
Calamity Jane
Nadia
Tommy Koss besa fatal.
Me machaca los labios con cero delicadeza, y no puedo dejar de preguntarme si alguna chica le ha dicho lo terriblemente mal que se le da esto.
—Estás la hostia de buena —murmura entre besos lascivos y babosos.
—Tú también —susurro, con los brazos flojos sobre sus hombros y poniendo los ojos en blanco; ojalá se callara y me dejara disfrutar. Su boca sabe a cerveza barata, y me manosea los pechos como un oso restregándose contra un árbol. El regusto a alcohol me desanima al instante: es un recordatorio imposible de ignorar.
Se me había metido en la cabeza que besarme con Tommy podría hacerme sentir algo, que podía ser el broche perfecto para un día maravilloso. Y lo único que me ha hecho sentir es repulsión.
A lo mejor ya he superado estas tonterías.
Estoy sentada sobre un lavabo en el baño de hombres; sus manos se deslizan por debajo de mi ajustada camiseta de tirantes y se acomodan entre mis piernas. Huele a pastillas desinfectantes para el urinario y al desodorante barato de Tommy, y no tengo claro que los dos olores sean muy diferentes.
Me baja uno de los finos tirantes de la camiseta y acerca sus labios a mi pecho. Echo la cabeza hacia atrás, la apoyo en el espejo lleno de salpicaduras y miro fijamente al techo. Las manchas de agua de los paneles son tan viejas que han adquirido el color marrón del óxido. Tommy se choca con el codo contra el secador de manos y un fuerte resoplido inunda el pequeño espacio.
Sonrío, divertida, y reprimo una carcajada. Si no fuera tan patético, sería para partirse de risa. En teoría, a los diecinueve años es divertido liarse con chicos en el baño de un bareto. A esa edad ya puedes ir de bares en la Columbia Británica, y se supone que es lo que tienes que hacer para vivir la vida, aunque a mí el límite legal nunca me ha detenido. Antes me encantaba salir, me hacía sentir rebelde, pero ahora me aburre. Creo que he superado esa idea de que voy a encontrar lo que me falta en las amígdalas de algún tío.
Supongo que se debe a mis problemas paternos no resueltos.
Mi hermano cree que soy impredecible, una inconsciente y, probablemente, promiscua. Y lo soy, pero lo que él no entiende es que estoy buscando algo, solo que aún no estoy segura de qué.
Tommy está a punto de sacarme un pecho por encima del escote cuando se abre la puerta del baño. Intento ver quién ha entrado, pero lo único que capto es el destello de unos ojos oscuros bajo la visera de una gorra y una mandíbula barbuda; el tipo nos da la espalda y usa el urinario como si no estuviéramos aquí.
Será capullo…
Me quedo boquiabierta, entre sorprendida y regocijada; Tommy me mira con una expresión dulce e infantil, se encoge de hombros, me agarra de la nuca y tira de mí para otra sesión de chupeteos torpes. Debería decirle que parara, pero en realidad no le estoy prestando atención. Tengo los ojos abiertos, pero no para mirar a Tommy: estoy concentrada al cien por cien en el hombre que está ahí, meando, fascinada por su confianza y su descaro.
Cierro los ojos y me imagino que estoy besando a otra persona.
El sonido de una cremallera al cerrarse me aparta de los húmedos ruidos que hace Tommy, y la voz profunda y ronca del desconocido me deja paralizada.
—Muévete.
El chico que tiene los labios sobre los míos se aparta y mira a los ojos al hombre que está junto a él.
—Tío, usa el otro lavabo. Hay dos.
Puedo ver unas cejas espesas y unos ojos hundidos sobre una nariz fuerte, pero la visera de la gorra ensombrece el resto de sus rasgos, como si se escondiera a plena vista.
La tela blanca cubre un pelo castaño pulcramente recortado, y tiene un parche marrón descolorido en la parte delantera con la silueta de un vaquero sobre un caballo de carreras. Siento una atracción inexplicable hacia él, y me acerco más para intentar distinguir lo que pone bajo el dibujo.
En este estado solo te pones una gorra así como declaración de intenciones, y quiero saber qué considera importante un hombre como este, capaz de ocupar todo el espacio a su alrededor sin siquiera proponérselo.
—¡Largo! —brama, y yo me sobresalto.
Los gritos siempre me provocan esa reacción. Me paralizo y la rabia me asciende por la garganta. Detesto que me hablen en ese tono. Lo único que consiguen es cabrearme.
Tommy se limita a resoplar, sin percatarse del tono acerado del tipo; se comporta como un crío al que nunca le ha pasado nada malo y no tiene ni idea de las consecuencias de sus actos.
—Vale, tío, lo que tú digas. Vamos, Nadia —dice, y va hacia la puerta sin mirar atrás y sin detenerse a esperarme.
Da por sentado que voy a seguirlo hasta la parte del bar donde nos esperan todos nuestros conocidos, donde unas chicas a las que apenas conozco me mirarán con envidia como si Tommy fuera un partidazo.
Si lo hubieran besado, se ahorrarían las miraditas.
No lo sigo. Suspiro y vuelvo a apoyarme contra el espejo, frente a frente con el misterioso desconocido que me mira fijamente. Me he prometido a mí misma que no voy a reaccionar cuando un hombre use ese tono conmigo e intente intimidarme, y hoy no va a ser la excepción.
¿Vas a gruñirme? Pues yo pienso morderte.
Le pongo mi mejor cara de superioridad y me miro las uñas con expresión desinteresada.
—No se me da bien obedecer órdenes, así que es mejor que uses el otro lavabo. —Se lo señalo y él me escudriña con la irritación a flor de piel. Su respiración es jadeante, y no aparta la vista de mí; la única parte de su cuerpo que se mueve es el ancho pecho—. Y si vas a volver a hablarme así, te sugiero que te protejas la entrepierna para suavizar el golpe. —Sacude la cabeza, va al otro lavabo y abre el grifo de un manotazo. Se me escapa un suspiro y la tensión en el ambiente se relaja un poco—. Lo sé. Este es el baño de hombres. No debería estar aquí, bla, bla, bla. Pero acabas de sacarte la polla y de mear sin pensártelo dos veces, así que no creo que tengas problemas para lavarte las manos delante de mí.
No dice ni media palabra. Se limita a echarse un poco de cremoso jabón rosa en la ancha y callosa palma de la mano. Parece mayor. Debe de serlo. Esa confianza, las finas arruguitas en torno a sus ojos, esa actitud melancólica…
—¿Sabes? —continúo, sin esperar a que responda, hablando por hablar—. Debería darte las gracias. Ese tipo besa como el culo: todo dientes y saliva. Pero que muy mal…
Me estremezco con aire dramático, riendo entre dientes, y me paso un dedo por los labios hinchados, mirando las lámparas del techo hasta que unos puntitos brillantes bailan ante mis ojos.
El silencioso desconocido se limita a gruñir; la camiseta blanca se ciñe a su pecho.
—¿Por qué? —pregunta.
—¿Por qué qué? —digo, y me echo hacia delante para intentar verle la cara y saber qué aspecto tiene en realidad. Los vaqueros claros se ciñen a su culo y los muslos los rellenan a la perfección sin parecer demasiado gruesos. La cintura es esbelta y tiene los brazos cubiertos de intrincados tatuajes negros que podría pasarme horas descifrando.
Vuelve la mirada hacia a mí mientras se enjuaga las manos metódicamente. Traga saliva y la nuez se desliza por su garganta.
—¿Por qué lo haces?
—¿Besarlo?
Él asiente, se acerca y extiende los largos brazos sobre mi regazo para usar el secador de manos. El fuerte silbido vuelve a llenar el cuarto de baño, pero esta vez no me hace tanta gracia. Se frota las manos bajo el aire caliente y alguna que otra gota de agua cae sobre mi muslo desnudo, justo bajo el dobladillo de mi falda vaquera. Cuando el secador se detiene, se vuelve hacia mí, y el peso de su mirada me estremece. Inspiro hondo y yergo los hombros.
—Esta noche estoy de celebración. Acabo de enterarme de que me han admitido en un programa de formación. Por fin he conseguido algo por mí misma, y supongo que solo quería sentirme bien un rato. —Se me queda mirando sin decir nada, así que lleno el silencio con palabras—. Hoy me he sabido de que he conseguido plaza para estudiar para técnica veterinaria. Es la primera cosa que puedo decir que he querido hacer sin que nadie intervenga. Estaba tan nerviosa por haber presentado la solicitud que ni siquiera se lo he dicho a nadie, y mucho menos, que me han admitido. Ni siquiera a mi jefa, que probablemente debería saberlo porque va a tener que contratar a una nueva recepcionista para cuando llegue septiembre. —El hombre vuelve a darle al secador, como si quisiera ahogar mis divagaciones. El aire caliente me acaricia los muslos, y casi me lo imagino tocándomelos. Para distraerme, sigo hablando y gesticulando animadamente—. Así que se supone que esta noche debería celebrar mi logro y divertirme. Y a falta de otra cosa, Tommy siempre ha sido divertido, sin complicaciones. Un tío majo, aunque besa fatal. Lo mejor de todo es que no quiere compromisos, lo que es genial, porque yo no estoy dispuesta a comprometerme.
El secador se detiene; su mirada relampagueante dibuja mi rostro, y frunce el ceño mientras parece considerar mis palabras. El tío sin nombre me estudia como si estuviera loca.
Me humedezco los labios y suelto una risita nerviosa. Es demasiado intenso.
—No sé por qué te cuento todo esto.
Su rostro es impasible, pero levanta una mano y engancha un dedo en el tirante de la camiseta que me ha bajado Tommy, haciéndome sentir tan desaliñada como debo de estar. Pero en lugar de bajármelo más, como yo esperaba, me lo sube y me lo vuelve a poner sobre el hombro, y el primer nudillo de su dedo índice me acaricia la clavícula.
Me quedo sin aliento y se me pone la carne de gallina. Los ojos caoba del hombre se clavan en el lugar donde me ha tocado.
—Bésame —digo antes de pararme a pensarlo. Levanta la vista y la clava en mí—. Un beso de felicitación. Un beso de verdad.
Y allá vamos: mi lado imprudente ha salido a la luz.
Juraría que puedo ver cómo piensa y sopesa sus opciones.
Alguien podría entrar en cualquier momento.
—¿Por qué? —dice con expresión suspicaz.
Me encojo de hombros.
—¿Por qué no? Somos dos perfectos desconocidos que nunca volverán a verse. ¿Qué tenemos que perder?
Me mira fijamente durante un rato y se desvanece parte de ese recelo. Al cabo de un instante pasa la mano bajo mi mandíbula y me agarra de la barbilla para acercarme a él y yo me dejo llevar como una polilla atraída por la luz.
De cerca, me doy cuenta de lo fuerte que es. Gira la cabeza para que no le estorbe la visera de la gorra, y eso me permite ver su rostro severo con claridad. Es un hombre que sabe lo que hace. Sabe exactamente cómo mover la cabeza, cómo ladear la mía.
Su rostro desciende y, cuando me besa, el mundo se detiene a mi alrededor. Huele a jabón de lavandería y a agujas de pino recién caídas. Sus labios se mueven con precisión, con un ansia que nunca he sentido. Y su boca sabe a canela.
Me acerco más hacia él y suspiro; apoyo las palmas de las manos sobre su pecho cincelado y siento los latidos de su corazón. Me muero por que me sujete algo más que la barbilla. Deseo tener sus manos callosas sobre mí como tenía hace unos minutos las suaves de Tommy, y sé que sería mejor. Es como la versión cruel del universo de un test para comparar dos productos.
Y tengo muy claro quién es el ganador.
Su boca es firme, y yo me abro a él, languidezco y me dejo llevar cuando su lengua me acaricia la comisura de los labios. Sus dientes no chocan con los míos; su barba me eriza la piel, y esa sensación despierta todas mis terminaciones nerviosas. Me estrecho contra él. La rígida tela de sus vaqueros me hace daño en los muslos cuando él se coloca entre ellos. Y cuando sus caderas se aprietan contra las mías, me estremezco.
Me derrito.
Este beso es como un baile con un hombre que sabe cómo llevar a su pareja en lugar de con uno que no deja de pisarme.
No tengo ni que esforzarme, y quiero que dure toda la noche, pero no va a ser así porque se aparta despacio y me mira con expresión confusa. Se me entrecorta la respiración y lo miro a los ojos, intentando averiguar qué estoy haciendo en el baño sucio de un bar con un perfecto desconocido.
Quiero que vuelva a besarme.
En lugar de eso, levanta el pulgar, me acaricia el labio inferior y una oleada de excitación nace entre mis piernas. Hay algo posesivo en ese acto. Es como si hubiéramos compartido un secretito vergonzoso en ese baño mugriento, y me muero de ganas de ir tras él y pasarme la noche desentrañando el misterio.
Pero deja caer las manos y se aparta, y yo echo de menos el calor de su cuerpo.
—Felicidades, florecilla silvestre. —Su voz profunda suena tan bajo que casi no la oigo cuando se vuelve hacia la puerta.
Tiene tensos los hombros bajo la sencilla camiseta.
—Otra vez —digo, desesperada y sin aliento. Esto no puede ser todo entre ese misterioso desconocido y yo. Y menos cuando acaba de dejarme como tierra quemada, cuando tengo la sensación de haber encontrado algo.
No se da la vuelta cuando rodea el pomo de la puerta con una gran mano. Ni siquiera tiene que mirarme para hacerme sentir pequeña y avergonzada, como la mayoría de los hombres de mi vida. Solo necesita unas cuantas palabras tranquilas y bien escogidas.
—Una vez es un accidente. Dos veces es un error.
Nadia
Tengo el síndrome premenstrual y estoy hambrienta y cansada. Es una mala combinación, y descargo mi furia contra el teclado mientras archivo las facturas del mes.
En la actualidad trabajo a tiempo parcial en una clínica veterinaria y también curso por correspondencia las últimas asignaturas que me faltan para sacarme el bachillerato; me siento en la recepción y alterno los deberes con las tareas esporádicas que me encomiendan, algo con lo que mi jefa, la doctora Mira Thorne, está totalmente de acuerdo. De hecho, ha sido idea suya.
Contesto al teléfono y recibo a la gente cuando entra por la puerta, y se supone que debo mostrarme alegre y educada, pero hoy no estoy por la labor.
Quiero irme a casa, acurrucarme con un libro absurdo y un frasco de analgésicos y revivir en mi mente el beso en ese baño con el desconocido buenorro. Al parecer, los orgasmos son buenos para los calambres, o al menos eso es lo que ha demostrado mi investigación personal.
Por eso reprimo un gemido cuando oigo abrirse la puerta principal y miro el reloj. Queda una hora. Tan cerca y tan lejos… Ahora mismo no quiero hablar con nadie, y solo puedo pensar en eso mientras giro la silla para volverme hacia la entrada con una sonrisa falsa y cursi en la cara.
Me quedo paralizada y mi expresión de cortesía se convierte en una de asombro absoluto, con la boca abierta como si estuviera a punto de decir algo, aunque no lo hago porque no quiero hablar con esta persona.
El tipo del baño sucio —lo llamo así— está aquí. En mi trabajo. Con una bolsa de papel marrón en la mano y un ceño fruncido que asustaría a cualquiera menos a mí, que le devuelvo una mirada gélida. Me reclino en la silla, clavo las uñas en los reposabrazos y me fuerzo a sonreír. No pienso permitir que este imbécil me avergüence. No tengo nada de lo que avergonzarme: soy una mujer moderna y soltera, y puedo besar a diez tíos por noche si me da la gana.
Pero ninguno de ellos me habría dejado tanta huella como este capullo, y eso es lo que de verdad me molesta: jamás he permitido que los chicos me causen tanto efecto.
—Hola. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Tiene cita? —Tomo nota mentalmente para mirar en la agenda, averiguar quién es y buscarlo en Google. No responde. Solo levanta la bolsa de papel como si eso lo explicara todo—. Sí, vale, una bolsa preciosa. ¿Tiene cita? —Aprieto los dientes. Estoy segura de que mi sonrisa forzada me hace parecer una loca de atar. Sus ojos oscuros se entrecierran bajo la visera de la misma gorra del otro día y, esta vez, levanta la bolsa y la sacude. Mira, no—. Colega, no sé qué quieres decir con eso. ¿Qué tal si te portas como un adulto y hablas?
Sí, se me ha acabado la paciencia.
Su respuesta es un gruñido, y eso me cabrea todavía más. La otra noche habló lo suficiente como para decirme que yo era un error, o un accidente, o lo que sea, ¿y ahora no dice ni palabra? Maravilloso. Sencillamente maravilloso.
—Oye —digo con mi tono más condescendiente—, no hablo el lenguaje de las caras raras. Vas a tener que hablar conmigo. O escribirlo o algo. —Levanto un dedo y hago como que miro debajo del escritorio—. O, espera, déjame coger la bola de cristal.
En ese momento, Mira atraviesa la puerta batiente y entra en la recepción con una sonrisa complacida.
—¡Griff! Me alegro de verte. ¿Has traído esas muestras de las que hablamos?
El tío del baño sucio le hace un gesto con la cabeza, pero no me quita la vista de encima. La verdad es que es un poco desconcertante. Me relamo los labios y le sostengo la mirada, en absoluto dispuesta a rendirme. Deja la bolsa de papel en el mostrador y sale por la puerta principal.
—Menudo idiota… —suelto, poniendo los ojos en blanco.
Mira guarda un silencio de lo más sospechoso, y, aunque me está mirando, sé que está a un millón de kilómetros de aquí.
—¿Tengo algo en la cara? —Me paso las manos por la boca y muevo una mano delante de ella.
Parpadea y sacude la cabeza.
—No, no, lo siento. Solo estoy cansada. Me he desconectado por un momento.
—¿Qué le pasa a ese tío? Ha entrado aquí como si fuera famoso y yo tuviera que reconocerlo. Y no me ha dirigido la palabra. Sus modales dejan mucho que desear —resoplo, tensando los hombros.
—¿Griff? Antes vivía por aquí.
—Sigue siendo gilipollas —murmuro, y vuelvo a concentrarme en el ordenador.
Una vez más, Mira apenas es consciente de lo que digo.
—Tengo que ir a ver a Loki —anuncia, cambiando de tema de golpe—. Yo… No voy a volver hoy. ¿Puedes cerrar?
Está rarísima.
—Por supuesto.
—Gracias.
Coge el abrigo y se va, dejándome confusa, de muy mal humor y atrapada en el trabajo durante otros cincuenta y siete minutos.
Maravilloso.
—Buenos días —sonríe mi hermano, que está junto a la cafetera.
Yo me deslizo sobre un taburete junto a la amplia isla de su cocina. El olor del café recién hecho y el que desprende la especie de desayuno gourmet que está preparando me han sacado de la cama temprano en mi día libre.
A este hombre le encanta darles de comer a los demás, y yo estoy más que dispuesta a permitírselo.
Al cabo de un momento, desliza por la isla un plato de huevos Benedict con salmón ahumado y una taza de café bien caliente.
Es el mejor hermano del mundo.
—Joder, sí —gimo, desvergonzada.
—Has quedado demasiadas veces con las chicas del Gold Rush Ranch.
Se refiere a las palabrotas.
—Tú también. —Tiene que saber que me he dado cuenta del tiempo que Mira y él pasan juntos y que he visto cómo los dos miran al infinito, locos de amor; y encima creen que están siendo sutiles. Es adorable.
Saboreo la comida y, por un momento, me siento feliz y tranquila. Por fin las cosas me van bien, y eso me da más fuerzas de las que nunca he creído posible: tengo una familia, tengo amigos, estoy estudiando y no vivo con un maltratador de mierda.
Mi vida es genial.
—¿Ya estás? —pregunta Stefan, y parpadeo, confusa. ¿De qué habla?
Me giro para seguir la mirada de mi hermano. Y es entonces cuando lo veo. A él. Al tío bueno del baño.
Que le den. ¿Es que este tío tiene que aparecer en todas partes? ¿No puedo masturbarme con él en paz y ya?
Debo de parecer sorprendida por su presencia, porque mi hermano intenta aclarármelo.
—Lo siento, Nadia. Este es Griffin. El hombre al que le compré este lugar.
Trago despacio y dejo el tenedor con cuidado antes de señalarlo.
—¿Ese es Griffin?
Mi hermano frunce el ceño y nos mira a uno y a otro.
—Sí.
El rugido de la sangre atruena en mis oídos.
—¿Griffin, tu mejor amigo Griffin?
El hombre musculoso se detiene al doblar la esquina de la cocina y se queda inmóvil, y juraría que casi puedo oír cómo piensa. Y sus ojos se desorbitan como si acabara de darse cuenta de quién soy.
Ay, no.
Abro los ojos de par en par cuando por fin ato cabos. Mira lo llamó Griff, no sé cómo no me di cuenta.
Vamos, no me jodas…
Me arden las mejillas y me da un vuelco el estómago como si estuviera en caída libre en un ascensor cuando me doy cuenta de lo que he hecho. Los antebrazos de ese hombre se tensan bajo la tinta negra que los cubre, y abre y cierra los puños, furioso.
—Relájate, Nadia. Los adultos no tenemos «mejores amigos».
Claro, sobre todo si ese adulto descubre que ese «mejor amigo» ha besado a su hermanita. Ahí se termina la amistad.
Griffin resopla, se rasca la barba y se dirige a la puerta principal para calzarse unas desgastadas botas vaqueras. Supongo que para huir de esta incómoda interacción.
—Ya te lo había contado: me vendió este lugar y seguimos en contacto.
Sí, Stefan ya me había hablado de su amigo, el único que no lo trató como a un apestado cuando se mudó al pueblo y con el que pasaba todo el tiempo libre. El que lo ayuda con el rancho.
Creo que incluso se ha referido a él como el único amigo de verdad que ha tenido.
Contemplo el culo firme y los músculos muslos de Griffin cuando sale por la puerta principal e intento pensar en algo que disimule mi expresión estupefacta.
—Pero… es un capullo —digo, aunque estoy pensando que debería poner fin a mis sueños eróticos con el tío del bar.
Stefan suelta una carcajada y sigue a su amigo.
—Me alegro de que pienses eso. —Me guiña un ojo por encima del hombro—. Así no tengo que preocuparme de que lo asustes con tus payasadas.
Ay, hermano. Si tú supieras.
Dos años después…
Nadia
—¿Qué haces?
—Nada. —Acerco hacia mí el diario con dibujos de flores en la cubierta y pongo la mano sobre la página para taparla.
Mira enarca una de sus cejas bien formadas y me mira, impasible.
—Sí. Está claro que no es nada.
La doctora Thorne no solo es mi jefa y la veterinaria que dirige esta clínica, sino también mi nueva cuñada. Además, es algo así como mi ídolo. Nunca se lo he dicho, pero lo es. Es inteligente, fuerte y decidida, todo lo que yo no soy; todo lo que me han dicho que no soy.
Mientras yo iba a la universidad mi hermano y ella se casaron y tuvieron un niño llamado Silas. Ese crío es un auténtico terremoto, con el pelo negro de su madre y los salvajes ojos verdes de su padre en una mezcla perfecta. Tiene casi dos años y se sube a todo lo que tiene cerca. A decir verdad, es aterrador.
Adoro a mi sobrino, pero también es la razón por la que me he mudado. En cuanto me diplomé, tuve la suerte de conseguir trabajo en el Gold Rush Ranch, muy cerca de aquí. Es un prestigioso centro de entrenamiento de caballos de carreras regentado por unos buenos amigos, y también es el lugar donde se encuentra la clínica veterinaria que dirige Mira. Así que fue pan comido conseguir el pequeño apartamento que hay encima del establo.
Es perfecto para una joven de veintiún años que acaba de salir de la universidad, va incluido en mi sueldo y solo está a un par minutos a pie de la puerta principal de la clínica. Y no tener que escuchar las rabietas de Silas a las cinco de la mañana es un plus. La verdad es que se me hacía raro seguir viviendo con mi hermano y su mujer mientras formaban una familia. Ya era hora de que emprendiera mi camino y dejara que ellos siguieran el suyo.
Suspiro y me reclino en la silla del mostrador.
—Es una lista que empecé en terapia. —Desde que volví de la universidad me siento como si tuviera toda la vida por delante. Después de dos años en tratamiento, por fin me he dado cuenta de que ya he dejado pasar bastantes cosas, tanto buenas como malas, y ya estoy lista para coger el toro por los cuernos e ir a por lo que quiero.
Los estudios para convertirme en técnica veterinaria fueron el primer paso, y ahora tengo que averiguar cuáles son los siguientes. Aún estoy muy perdida, pero creo que fijarme objetivos alcanzables lo mitiga un poco.
De ahí la lista.
—¿Qué clase de lista? —Mira se apoya en el mostrador y posa la barbilla en la palma de la mano; la brillante coleta negra se derrama sobre su hombro como una cascada de ónice.
Me muerdo el interior de la mejilla; me siento un poco tonta y demasiado joven al confesarle esto a Mira, a pesar de que solo es ocho años mayor que yo.
—Una lista de las cosas que me quedan por hacer en la vida.
No se ríe de mí; nunca lo hace. Es como la figura materna que nunca llegué a tener: siempre busca una solución a mis problemas y se ofrece a tenderme una mano… o un cartón de huevos. Recordar cómo le lanzamos huevos al coche del director del colegio hace dos años siempre me hace sonreír.
—¿Como una lista de cosas que hacer antes de morir?
Suelto un gruñido. Una lista de cosas que hacer antes de morir suena a tópico.
—No —digo, y aparto la mano de la página para mostrarle el título—. «Lista de las cosas que me quedan por hacer en la vida».
Se ríe y sacude la cabeza, a todas luces divertida, aunque está acostumbrada a mis payasadas.
—Es algo bien pensado. Establecer objetivos es importante. Te mantiene centrada. —Me escudriña el rostro y sé que quiere preguntarme algo más.
Me río ante el evidente interés que hay pintado en su expresión.
—Mira, vas a reventar si no preguntas.
—Dios. Gracias. Intentaba guardar las apariencias, pero el suspense me estaba matando. ¿Qué hay en la lista? —Se echa más sobre el mostrador, con los ojos iluminados como los de un niño en Navidad.
Me aclaro la garganta y acerco el bloc para leerlo.
—La primera es abrir mi propia cuenta de ahorros. No quiero depender más del dinero de él. Haré algo con él, pero aún no sé qué. Algo bueno, algo que merezca la pena.
La presencia de mi difunto padre en nuestras vidas es como la de Voldemort: no hablamos casi nunca de él y, cuando lo hacemos, jamás lo llamamos por su nombre. Aún está en mi cerebro, persiguiéndome, pero si lo compartimento en una caja sin nombre ni rostro, me molesta mucho menos.
Mira se limita a asentir.
—Creo que es un objetivo excelente. —Ella conoce la historia completa, o la versión de Stefan, por lo menos, que, en lo que a mí respecta, es demasiado edulcorada.
No estuvo allí los peores años porque se fue. Y yo no.
Hasta hace tres años, vivía en mi propio infierno, encarcelada por un monstruo maltratador. Incluso cuando ya había muerto, no pude dejar atrás a su puta familia hasta que cumplí los dieciocho años. Tomé posesión de mi cuantiosa herencia y hui tan rápido como pude desde Rumanía a la seguridad del rancho de mi hermano sin volver la vista atrás. No lo echo de menos, y me he pasado los tres últimos años intentando borrar esa parte de mi vida.
Hasta mi acento ha desaparecido, y nadie sería capaz de adivinar que no nací en Ruby Creek, que es lo justo lo que quería.
—Sí, eso creo. —Aparto la vista de ella y miro la hoja de papel pautado que tengo delante—. Creo que…, bueno… Creo que en algún momento me gustaría estudiar Veterinaria. —Me arden las mejillas. Quería ser auxiliar de veterinaria, pero ahora me doy cuenta de que aspiro a algo más—. Es una tontería. Probablemente sea demasiado tarde. Estoy segura de que ni siquiera soy lo bastante lista. Además, acabo de volver a trabajar aquí y no quiero defraudarte.
Solo con decirlo en voz alta aumenta mi ansiedad.
Mira yergue los hombros y se incorpora. Tiene un aspecto tan regio, tan digno, va tan arreglada… Estar a su lado me hace sentir más joven y perdida.
—Nadia. No quiero volver a oírte decir eso de ti misma o te prometo que te daré unos azotes. O te lo descontaré del sueldo. O algo.
Por supuesto, este es el momento en que la puerta trasera de la clínica se abre de par en par.
—¿A quién le van a dar unos azotes? —dice Billie a modo de saludo.
Mira y yo nos reímos. Billie es la esposa de uno de los propietarios del Gold Rush Ranch y una de las entrenadoras de caballos de carreras más famosas y respetadas del mundillo.
Y también está embarazadísima de gemelos: mi peor pesadilla.
Atraviesa la puerta del vestíbulo sonriendo como una tonta con una mano colocada despreocupadamente sobre su barriga.
—Echo de menos unos buenos azotes. Vaughn me trata con guantes de seda ahora que estoy embarazada. Es un asco. Solo quiero que me pegue en el culo y me diga guarradas —suspira, nostálgica, y yo intento contener las carcajadas—. ¿Stefan sigue haciendo eso ahora que eres madre, Mira?
Demasiada información, joder. Reprimo un gemido y Mira se rasca la frente con una sonrisita en los labios. Billie siempre dice algo inapropiado. No sé si alguna vez tuvo filtro, pero está claro que ya no.
—Estábamos hablando de fijar objetivos. Le estaba diciendo a Nadia que no se subestimara. Y, para responder a tu pregunta, nuestra vida sexual es mejor que nunca. Y hasta ahí puedo leer.
Mira me guiña un ojo con complicidad.
—Menos mal —murmuro.
Billie me da un suave apretón en el hombro; estoy tan ocupada estremeciéndome por la imagen de mi hermano que Mira acaba de dibujar en mi mente que me he olvidado de que mi diario está a la vista y ella puede leerlo.
—Bueno, Nadia la traviesa. —Dios, aborrezco ese apodo—. Puedo ayudarte con lo de aprender a montar a caballo. También con lo de tener tu propio caballo. ¡Vacaciones en el Trópico! ¿Quién no querría un viaje de chicas? —Se detiene, con los labios entreabiertos—. Hacer el amor… Vale, ahí no puedo ayudar. Pero ¿cómo se llamaba el tipo del otro día? ¿El que apareció por aquí para invitarte a salir? ¿Tommy?
Estrecho el diario contra mi pecho. Se me atora la garganta y me ruborizo. Joder. Se suponía que eso era privado. Doy unos golpecitos con la frente sobre sobre el escritorio.
—¿Él tampoco? ¡Era guapo! Pero, bueno… —Me da unas palmaditas en la espalda—. Todo va a ir bien, pequeña. Ya encontrarás a alguien con quien hacer el amor. No creí que fueras virgen, pero no te juzgo.
—Biiillllliiieee —gimoteo—. ¡No soy virgen! —Dejo caer la cabeza contra el respaldo de la silla y abro los ojos de par en par, dispuesta a mandarla a la mierda, y entonces veo al hombre que está en la entrada, junto a la puerta abierta que deja entrar el calor en este sofocante día de principios de verano.
Joder, joder, joder.
—¡Griff! Estás aquí —celebra Billie—. Genial.
Tiene una bolsa de lona en la mano y, aunque Billie se dirige a él, me está mirando a mí.
Griff Sinclaire. El hombre que me dio un estúpido beso en el baño sucio de un bar y me dejó sintiéndome como una cría cuando se marchó. Pensé que eso sería lo último que sabría de él, pero el destino me la jugó cuando unos días después entró en esta misma clínica para dejar unas muestras y se negó a hablar conmigo.
Ni. Una. Puta. Palabra.
Y eso debería haber sido todo, pero, para mi sorpresa, bajé las escaleras una mañana, poco antes de empezar las clases, y me lo encontré pasando el rato con mi hermano. No sé cómo no me di cuenta, pero Griff es Griffin, el mejor amigo de mi hermano, al que no había tenido la ocasión de conocer desde que dejé Rumanía para mudarme aquí.
Me da un vuelco el estómago, como siempre que estoy con él, y el peso de su mirada me deja fuera de juego con su desaprobación y su rechazo.
La versión adulta de mí sabe que Griffin no debería haberme besado en el baño de hombres aquella noche, que hizo bien en alejarse, pero mi parte más infantil lo odia por ser tan capullo. Mi yo inmaduro ha magnificado esa noche hasta convertirla en algo que no fue.
El tío no me ha dicho una sola palabra desde entonces, y soy consciente de que puede hablar porque aún siento el rumor de su voz grave contra mi piel por mucho que intente olvidarlo.
Es demasiado mayor para mí. Ya debe de tener unos treinta años. Sin mencionar que creo que Stefan lo despellejaría si se enterara, así que probablemente evita hablar conmigo porque valora su vida, y esa es una postura inteligente. Lo malo es que acaba de escuchar nuestra conversación.
—Bien. —Billie rodea el escritorio y va hacia él—. Olvidaba que eres un hombre de pocas palabras. No pasa nada. Yo hablo y tú escuchas. Excepto la charla sobre ser virgen. Ignora a Nadia la traviesa y deja que te enseñe esto.
Se me revuelve el estómago cuando cierro el diario y los ojos. Ojalá pudiera plegarme entre las páginas y esconderme allí. Sabía que en algún momento volvería a cruzarme con él, pero no había imaginado que iba a llevar un uniforme azul descolorido y el pelo recogido en una coleta ladeada y que estaría gritando que no soy virgen. Planeaba estar tan buena que se le cayera la baba y se diera de tortas por ser un capullo despreciativo.
—¿Dónde has aparcado? Primero vamos a instalarte. Luego te lo enseñaré todo. —Billie no deja de parlotear, ajena a la tensión que hay entre nosotros. Aunque a lo mejor no hay tensión entre nosotros; quizá soy la única que la siente, la única a la que esa noche le dejó el mundo del revés.
Puede que él ni siquiera se acuerde.
Eso es probablemente lo que hace un adulto después de besar a una adolescente: lo compartimenta en la categoría de «no tocar». No piensa en ello como yo no pienso en mi padre, porque es algo malo.
Inspiro hondo y levanto la vista justo a tiempo para ver a Billie guiándolo hacia el rellano, gesticulando como una loca. Habla muchísimo con las manos.
—¡Hasta luego, señoritas! —dice cuando salen.
Los nervios me atenazan las tripas. Ese tío es un imbécil, y no se merece que me avergüence, así que decido no avergonzarme. Fue un beso inocente hace dos años. No significó nada.
Mira está hojeando una carpeta del escritorio; lee el expediente mordiéndose el labio inferior, despreocupada y sin enterarse de nada. Es como si ambas estuvieran tan felizmente casadas que no se dieran cuenta de lo increíble que es el culo de ese tío: no lleva los vaqueros, los vaqueros lo llevan a él.
—¿Por qué está Griffin aquí? —Tengo las manos sudorosas y el frío metal de las anillas del diario se me clava en las palmas.
Para Mira esto es tan intrascendente que ni siquiera levanta la vista.
—¿No te lo ha dicho Stefan?
Obviamente no.
—¿Decirme el qué?
Cierra la carpeta y coge otra.
—Va a mudarse a la antigua casa de invitados de Vaughn y Billie durante el verano para domar a los caballos jóvenes porque, obviamente, Billie no puede. Es el acuerdo al que han llegado: ella puede montar a caballo, pero solo a DD, así que ha contratado a Griff.
—¿Todo el verano?
Mira sigue con el dedo la línea que tiene delante, moviendo los labios mientras lee para sí misma, algo que hace a menudo.
—Sí —responde.
Miro a través de los grandes ventanales que dan al porche delantero. Billie sigue hablando con Griffin.
Pero Griffin me está mirando a mí.
Griffin
La mujer que tengo delante habla a mil por hora y gesticula como si dirigiera una puñetera orquesta, y no puedo dejar de preguntarme si tanta excitación va a provocarle el parto. Supongo que no pasaría nada, ya que estamos en la puerta de una clínica veterinaria.
Debería escuchar lo que está diciendo porque, después de todo, es mi nueva jefa, pero mi cabeza está en la clínica, concentrada en la rubia temperamental de la recepción, que me mira como si fuera algo que se le ha quedado pegado en el zapato.
La hermana pequeña de mi mejor amigo.
Solo puede traer problemas.
Y está absolutamente fuera de los límites.
Cuando acepté este trabajo no pensé que ella iba a estar aquí. No sabía lo que estaba estudiando en la universidad, pero pensé que estaría fuera durante cuatro años y que, en cuanto una chica como ella probara la libertad, se marcharía para siempre. Cuando acepté este trabajo no tuve en cuenta que tendría que lidiar con Nadia Dalca y su carácter agresivo.
Levanto una mano para impedir que Billie siga hablando. No la conozco bien, pero Stefan me ha asegurado que es buena gente. Si no, no habría aceptado el trabajo. Me habría quedado en las montañas, donde he hallado algo de paz.
Ruby Creek es un arma de doble filo: el lugar donde he vivido mis mejores y mis peores momentos.
—Dime dónde poner mis cosas y ya. Mi caballo está todavía en la ca… ca… En mi remolque.
Esa mujer me escudriña hasta hacerme sentir incómodo.
—Por supuesto. Iré contigo a la cabaña y te ayudaré a descargar.
Contemplo su barriga de embarazada, pero me señala con el dedo y frunce los labios.
—Ni se te ocurra decirme lo que puedo o no puedo hacer, porque vas a acabar mal. Y si no, pregúntaselo a mi marido. —Asiento con un gruñido, pero ella sigue—. Vamos a aclarar las cosas antes de que empieces a trabajar aquí: estoy embarazada. Ni herida, ni enferma ni en mi lecho de muerte, así que no me trates como si lo estuviera.
—Ni se me ocurriría… —murmuro; me meto las manos en los bolsillos y me balanceo sobre los tacones de las botas.
Me hace un gesto con la cabeza, da media vuelta, va hacia mi camioneta —a la que va enganchado el remolque— y se sienta en el asiento del copiloto.
—Sal por la entrada y gira a la derecha. Tenemos que dar la vuelta a la propiedad, pero si vas a caballo o a pie, puedes atajar por las colinas. Ya te diré cómo.
Le respondo con otro gruñido a modo de afirmación, y tomamos una de las carreteras secundarias que conozco bien: me crie junto a ellas.
Vendí la parte de mi rancho dedicada al negocio a Stefan Dalca cuando decidí empezar de nuevo, algo que no iba a poder hacer si seguía por el camino que llevaba. Conservé la casa de Cascade Acres para vivir cerca de mis padres. Ese iba a ser el hogar de mi jubilación, aunque jamás había pensado que iba a retirarme tan pronto. Pero cuando mi vida se vino abajo, lo dejé todo, incluso a mis queridos padres, me refugié en una remota finca en los acantilados de Garnet Ridge y me puse a trabajar.
El dicho «Cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo» nunca se ha aplicado a otra persona con más acierto. Había pasado de ser el chico de oro del pueblo a ser el chico del pueblo ahogado en alcohol dorado. Pero construir mi casa desde cero en la paz de las montañas me dio el propósito que tanto necesitaba.
—Gira donde el buzón. —Las indicaciones de Billie interrumpen el flujo de mis pensamientos y me dirijo hacia el sinuoso y bien pavimentado camino de entrada que se abre para revelar una casa de cedro en forma de A en medio del claro. Un poco más allá, en los campos mecidos por la brisa, hay unos cuantos corrales que deben de conducir al establo principal.
—Rodea la casa. Puedes aparcar el remolque en la parte de atrás.
En cuanto aparcamos, salta como si quisiera demostrarme que no va a explotar en cualquier momento.
—¿Cuántos caballos has traído?
Levanto un dedo, rodeo la parte trasera del remolque y bajo la rampa.
—Vale. Aquí tenemos tres corrales, así que, si alguna vez quieres aumentar la manada, adelante. Si quieres traer más caballos mientras estás aquí, hay bastante sitio. Hay heno almacenado en ese cobertizo. —Señala detrás de mí—. Por desgracia, no hay bebederos automáticos, así que tendrás que acarrear el agua en cubos.
—Vale. —Abro de un tirón la barrera y ella sube al remolque.
—Hola, chico. Bienvenido a tu lugar de vacaciones —dice con voz suave cuando entra en el amplio espacio abierto del remolque. Es demasiado grande para mi único caballo, pero me encanta su diseño, y me niego a cambiarlo por algo más apropiado. Quizá algún día tenga más caballos, y entonces tendrá todo el sentido del mundo.
Por ahora, Mancha es mi única compañía.
Lo hago bajar con cuidado y dejo que eche un buen vistazo; Billie abre una paca y saca unas briznas de heno. Mientras rastrillo el remolque, le habla a mi caballo como si pensara que va a responderle.
Cuando me acerco hasta ella, que está mirando tan contenta cómo come el caballo, pone los brazos en jarras y se aparta el pelo de la cara.
—Es precioso. ¿Cuál es su historia?
Está claro que mi silencio obstinado no va a disuadirla.
Señalo al appaloosa marrón oscuro que lleva una manta moteada sobre las ancas: un cabrón muy bonito.
—Lo rescaté de una subasta de carne. —No sé cómo acabó donde acabó, pero la vida es así: a veces los mejores acabamos peor que nadie.
—Me encanta. Es guapísimo —sonríe, y yo asiento.
Vamos hasta el porche, donde saca las llaves y abre la puerta. Suena un pitido incesante.
—Es la alarma —dice por encima del hombro—. El código es sesenta y nueve sesenta y nueve.
Teclea los números y, efectivamente, el pitido se detiene. Se da la vuelta para decir algo, pero se da cuenta de mi expresión.
—¿Qué? Me dirás que no es un número fácil de recordar…
Ya echo de menos la soledad de las montañas.
Ruby Creek es diminuto: tiene una calle principal y un bar. Empujo la pesada puerta del Neighbor’s Pub. No debería estar aquí, pero sigo viniendo, una y otra vez, como un puto masoquista.
Da igual si he venido a ver a mis padres, a visitar a Stefan —mi único amigo— o a la clínica veterinaria. Siempre me fuerzo a pasar por la puerta principal de este establecimiento aunque me dé ganas de vomitar.
Me siento en un taburete, suspirando, tranquilo, y miro la pared llena de licores que hay detrás de la barra. Botellas de todas las formas con etiquetas de todos los colores y, en el fondo de todas ellas, todos los recuerdos sombríos… o la absoluta falta de ellos.
—¿Qué te pongo? —Un posavasos se desliza por la barra y aterriza frente a mí.
La camarera tiene los ojos azules y rasgados y una melena teñida de negro que cae como un manto sobre sus hombros y enmarca sus tetas enormes; parece que vayan a escaparse por encima del escote de la camiseta de tirantes: le llegan casi a la barbilla. Me dan ganas de preguntarle si le hace daño llevarlas así; siento auténtica curiosidad.
—Bourbon. Del mejor.
—Un hombre con mis mismos gustos. —Me guiña un ojo por encima del hombro y se arquea de forma innecesaria para alcanzar el estante superior y sacar algo caro en lugar del Wild Turkey que hay los inferiores—. Invito yo, cariño. No todos los días tenemos a un futuro miembro del Salón de la Fama.
Maravilloso. Alguien que todavía me reconoce.
Vierte el líquido dorado en un chupito, lo echa en un vaso ancho y se relame cuando lo pone frente a mí.
Hubo un tiempo en el que le habría devuelto la invitación y me habría ofrecido a llevarla a casa. Me encantaba que las mujeres perdieran el sentido por Griffin Sinclaire, el quarterback fuera de serie, el pueblerino que llegó a lo más grande. Soltaba alguna burrada —algo como: «Vamos a follar con tantas ganas que te vas a pasar días caminando con las piernas arqueadas»— y ellas se reían como si les hubiera tocado la lotería. Y siempre que no hubiera bebido demasiado, solía cumplir mi promesa. Nunca he tenido quejas en ese aspecto, pero sí porque nunca me quedaba con nadie. Sobre eso sí que hubo un montón de quejas, pero yo seguía adelante hasta la siguiente ciudad, el siguiente partido, la siguiente Super Bowl porque quería más que las dos que ya tenía. Era ambicioso y entusiasta y vivía para ganar a lo grande, follar duro y salir de fiesta a lo loco.
Pero ahora me siento viejo y cansado. Supongo que eso es lo provoca convertirte en un alcohólico funcional a los veinte años.
Levanto el vaso en un brindis silencioso de agradecimiento y, con suerte, de despedida. No pienso follar con esa camarera de veintitantos en mi primera noche en el pueblo. No me he pasado los seis últimos años viviendo en mi refugio apartado del mundo, intentando despejarme la mente, para caer ahora solo porque tiene buena percha.
Sonríe con curiosidad y se aleja, meneando las caderas como un péndulo. Apenas me doy cuenta. Estoy demasiado ocupado mirando el vaso, dándole vueltas entre las manos y contemplando cómo el líquido almibarado salpica sus paredes de cristal antes de volver a caer lentamente.
Todavía puedo paladearlo si cierro los ojos y me dejo llevar. El sabor a malta, la textura en la boca, la agradable calidez al deslizarse por mi garganta… A veces me pregunto si me gustaba más el hecho de beber que el sabor, pero cuando lo tengo tan cerca que puedo olerlo, como ahora, sé que no es cierto.
Para mí el alcohol es adictivo. El sabor, el olor… La forma en que me hacía sentir como un puñetero dios.
Antes lo echaba de menos, pero ya no.
—¿De vuelta en el pueblo?
La camarera está otra vez frente a mí, y desvía mi atención del alcohol que tengo en la mano.
—Algo así. —Ni siquiera levanto la vista. Ahora detesto que la gente me reconozca, aunque antes lo adoraba. Me enorgullecía que los lugareños me dieran palmaditas en la espalda y me dijeran que me animaban cada domingo.
Eso solo hizo que mi caída fuera mucho más humillante.
—¿Dónde te alojas? —Coge un trapo y pule un lugar de la barra que ya está perfectamente limpio para poder echarse más hacia mí. Esta mujer es cualquier cosa menos sutil, y recuerdo cuando tenía edad para pensar que eso era sexy.
Ya no tengo esa edad.
—En el Gold Rush Ranch —respondo, seco, porque al final se van a enterar todos. Detesto el modo en que esas dos palabras seguidas con erre se me atascan en la lengua.
—Fantástico —sonríe.
Es encantadora, pero me da igual. No he venido para eso. Estoy aquí para torturarme, no para divertirme.
Así que le hago un gesto irónico, agacho la cabeza y vuelvo a esconderme tras el ala de mi sombrero.
Siempre hago lo mismo cuando vengo al pueblo: entro en mi antigua guarida, el Neighbor’s Pub, pido un bourbon y me siento en la barra. Lo miro como si fuera mi némesis y me permito recordar a qué sabía, pasándome la lengua por los dientes como si lo tuviera en la boca.
Y entonces dejo diez pavos en la desgastada barra del bar y me voy, solo para demostrarme a mí mismo que puedo hacerlo.
Y es justo lo que hago esta noche. Me meto la mano en el bolsillo trasero, saco un billete de la cartera y lo dejo junto al vaso mientras la camarera habla con otra persona, y luego salgo por esa puerta, sintiéndome un ganador, sabiendo que me he hecho más fuerte en estos años de ausencia. Incluso aunque no me haya curado por completo, ya no tomo malas decisiones. Excepto la noche en que besé a Nadia, la noche que fui a mear antes de marcharme.
Esa noche fui lo bastante débil como para hacer algo estúpido y besar a una chica que apenas tenía edad para beber.
Nadia
—Hola, guapa. Estás tan buena como recordaba.
Tommy está apoyado en la barandilla de las escaleras que llevan a mi apartamento con una enorme sonrisa infantil en la cara. Me molesta la familiaridad con la que me habla, como si nos conociéramos bien, y el modo en que su mirada recorre mi camisa de flores me da un poquito de grima.
Sí, vale, nos hemos besado unas cuantas veces. Hubo algo entre nosotros. Yo qué sé, algo, en el sentido más informal del término, pero de eso ya hace un par de años, y no hemos seguido siendo amigos.
—Hola. Dame un segundo. —Vuelvo corriendo a casa para coger un jersey. Hace mucho frío.
Ha insistido un montón para que volviéramos a salir; incluso se ha presentado en mi trabajo para decirme que deberíamos intentarlo de nuevo y recordarme lo bien que estábamos juntos. En mi opinión, exagera: jamás hemos tenido una relación exclusiva, y verlo colgado del brazo de otra chica por el pueblo nunca me ha importado.
Y menos después de ese beso con Griffin. Una vez que supe lo que podía ser un beso, todo lo demás me parecía poco.
Sobre todo Tommy.
Pero Griffin no es una opción. Primero, me habla con gruñidos y resoplidos, y estoy convencida de que me odia. Segundo, y más importante, es el mejor amigo de mi hermano, y estaría mal visto que cruzáramos esa línea, sin importar lo inolvidable que fuera el beso.
Así que aquí estoy, llevando a Tommy a la cena familiar de los domingos para ver si esta vez podemos ser algo de verdad. Ahora los dos somos mayores, más maduros, o al menos lo intentamos. Yo he ido a la facultad y él también. A lo mejor lo que necesitamos es empezar de cero.
—Vale, ¡lista! —Doblo la esquina esperando que Tommy esté en la puerta, con su pelo dorado y esos brillantes ojos azules; es alegre y despreocupado, y eso es justo lo que una chica como yo necesita para iluminar un poco su oscuro pasado.
Pero no está esperando en la puerta.
Salgo al rellano, me asomo por la barandilla y lo veo sentado en su camioneta. Empezamos bien… Pongo los ojos en blanco. No podía esperarme un par de minutos, no… Cierro y bajo las escaleras a toda prisa, arrepintiéndome de haber aceptado su invitación.
Está mirando el teléfono con el motor en marcha cuando entro. Ni siquiera levanta la vista.
Me invade una oleada de irritación. Me he pasado la vida con una madre que creía a un hombre siempre que le decía que iba a cambiar, y no puedo evitar preguntarme si he heredado esa actitud. Tommy me ha dicho que ha cambiado, que ha madurado, que va a estudiar Dirección de Empresas para poder llevar su propio negocio.
Y yo me lo he creído, así que la tonta debo de ser yo.