Aritos de Perla - Eric Adolfo Soto Lavín - E-Book

Aritos de Perla E-Book

Eric Adolfo Soto Lavín

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Beschreibung

« Había llovido copiosamente durante aquella tarde y, en lo transcurrido de la noche, la furia de los elementos se había acrecentado con inusual frenesí; y un mal presentimiento, quizás relacionado con algún virtual síndrome de culpa, rondaba su mente».

Extracto de Síndrome de Culpa.

« La ansiedad se reflejaba en el rostro de la niña, y sus ojos brillaron al saber que desde ahora sería partícipe de un secreto de suma importancia, quizás de alguno que estaba vedado para las niñas más pequeñas».

Extracto de Se Acabó El Charqui.

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AritosdePerla

Eric Adolfo Soto Lavín

Editorial Segismundo

Dedicatoria

«A Mauricio, curador de buenas ideasy principal impulsor de mi sueño literario».

Prólogo

Cada una de las historias contenidas en este volumen tiene un origen similar a las presentadas en mi anterior compilación de cuentos[1]. Es decir, está basada en un fragmento encapsulado de la realidad. Uno que, en algún momento de mi existencia y acaso en forma involuntaria, fue almacenado en un rincón dentro de mi mente. Hasta el momento, si han leído el libro de marras, más de alguien podría sospechar que sólo estoy reciclando la misma idea. Sin embargo, ahora es posible aclarar que, mediante nuestros sentidos, nos dedicamos durante toda nuestra vida a la acumulación de fragmentos que, de un momento a otro, sólo constituyen simples recuerdos y, más adelante, si éstos todavía permanecen accesibles, se transforman en puntos de referencia que muchas veces nos permiten recrear una anécdota o una vivencia real. La recreamos porque sólo nos basamos en los puntos de referencia y, talvez por lo mismo, nuestra versión de un hecho en particular no siempre será igual; mucho menos si la comparamos con la versión de algún otro observador. Porque, a fin de cuentas, nuestro entorno es mucho mayor que la suma de las partes que percibimos. Ahora, al retomar la idea original, podemos advertir que cada uno de estos fragmentos almacenados en nuestra mente tiende a permanecer en un estado latente… que puede durar años, meses o, en algunos casos, tan sólo unos cuantos segundos. De ahí en adelante, es difícil especular lo que ocurre. Quizás la mayoría de éstos sólo comienzan a degradarse con el transcurso del tiempo y finalmente desaparecen. Los tecnicismos en esta área nunca han sido mis vecinos más cercanos. Empero, cuando uno de estos fragmentos colisiona o engrana con otro recién almacenado, no siempre de similar procedencia, se inicia la vorágine creativa… una imparable reacción en cadena y la Inspiración en su forma más pura. En este proceso, el fragmento primigenio actúa como un voraz punto de acumulación, atrayendo a los más cercanos, asimilándolos y compenetrándose con éstos… hasta que, teniendo todos los elementos necesarios para madurar, florece y presiona para emerger de alguna forma al mundo real. En palabras más simples, amparándonos de forma muy modesta en el hecho fortuito que un día lejano quizás permitió nuestra existencia sobre este azulado planeta, ocurre una Pequeña Explosión… una que permite la creación de un diminuto universo -a veces tan sólo una escena de aquél- que, pese a su increíble parecido con el nuestro, no es posible superponerlo o encajarlo en éste. Dada su gestación, no podría ser de otra forma. Así es como, en lo personal, concibo el casi inefable proceso de la creación literaria. Sin embargo, estos cuentos tienen algo distinto que los diferencia de los presentados en la colección anterior. Gracias a su temática urbana, excepto una o dos historias de ambientación más bien rural, es posible aterrizarlos; y, en cierta forma, intentar asimilarlos en nuestro entorno más inmediato. Y aquello nos puede llevar a cierta confusión. La mayoría de los lugares son reales. También, aunque con otros nombres, algunos de los personajes están inspirados en personas que viven entre nosotros, hasta ahora acaso indistinguibles entre la anónima multitud. Por tal razón, éstas son historias de carne y huesos. Talvez no sea en estricto rigor necesario, pero siempre es bueno dejar las cosas en claro para evitar malos entendidos a posteriori. Este es un libro de ficción y cada cuento debiera hablar por sí mismo, enseñarnos algo y, en cierta forma, enriquecer nuestra vida. Tan sólo eso. Nada más simple que aquello. Además, a pesar que cada persona tiene el inalienable derecho de hacer con su vida lo que le plazca, aunque siempre dentro de ciertos límites, me sorprendería sobremanera que alguien en particular se sintiera plenamente identificado con alguno de los pocos villanos de turno. Y, tal como dije al finalizar mi anterior prólogo, lo más importante es la impronta que cada uno de estos cuentos pueda o no dejar en nosotros. El pequeño grano de arena que seguirá rebotando incontrolable al interior de nuestra mente al momento de leer la última palabra escrita que, en definitiva, nunca será la última.

Eric Adolfo Soto Lavín Puente Alto Marzo de 2015

[1] Parpadeos Vitales, Septiembre de 2014, Editorial Segismundo.

Sólo rutina

Era cerca de las diez de la noche de un día otoño-invernal cuando, caminando por el Callejón del Muerto Feliz, un gato negro se cruzó repentinamente en mi camino. No obstante, después de engrifarse y enseñarme sus afiladas garras y lacerantes dientes, el muy cobarde procedió a esconderse tras unas cajas de cartón y tarros basureros cercanos a la oscura entrada hacia un deprimente cité, de los muchos que aún existen en el barrio de los inmigrantes europeos.

En aquel preciso instante, tras un breve lapso de notoria incertidumbre, recordé que también aquella era la noche de un martes trece, pero no me importó en absoluto pues nunca he sido supersticioso. Sin embargo, cerca de un par de minutos más tarde, me abstuve de pasar bajo una escalera de madera que entorpecía mi libre deambular. Aquello ocurrió poco después de recordar cuando, en la mañana de aquel mismo día, por accidente hice trizas el espejo que utilizaba para afeitarme y estuve a punto de cortarme el cuello con la afilada navaja, de reluciente y efectivo filo láser, obtenida como recuerdo de un caso de homicidios en serie, que en dicho momento utilizaba con indudable y no menos excesiva sobredosis de cautela.

Acto seguido, sin dudarlo un efímero instante, resolví cruzar la calle para continuar a través de una ruta más despejada para mi cuerpo y espíritu. Pero en aquel preciso instante, un vehículo desconocido emergió sorpresivamente desde las anónimas penumbras de la noche, a una velocidad mucho mayor que la permitida en aquellos miserables suburbios donde caminaba en aquella ocasión.

Por supuesto, tal situación constituiría un hecho intrascendente y del todo aislado, si aquel mismo anónimo vehículo no hubiese desplazado aquel maloliente cúmulo de desperdicios e inmundicias, lanzándolos directamente hacia mi persona. Empero, tan sólo por un pequeño margen, logré escapar gracias a mis felinos y sorprendentes reflejos que, una vez más, fueron puestos a prueba.

«Es mi día de suerte», pensé en aquel frágil y fugaz instante. Sin embargo, poco antes de tocar tierra firme, resbalé sobre una gruesa cáscara de plátano, que alguien había arrojado descuidadamente sobre la calzada, precipitándome de bruces sobre aquella materia nauseabunda y asquerosa que los empleados de sanidad, por enésima vez, habían olvidado retirar desde aquel sitio luego de despejar parcialmente las alcantarillas.

Como mi honor y siempre pulcra presentación estaban en juego, después de levantarme con todo el cuerpo adolorido producto del severo y plástico impacto, resolví sacudir mi impermeable -fiel compañero de tantos años, penurias y sinsabores- para reasumir el trunco camino a casa, como si nada hubiese ocurrido. A pesar de la pringosa y hedionda humedad que eventualmente quedó adherida en gran parte de mi vestimenta.

Enseguida, casi al momento de concluir mi ocasional faena de limpieza con la ayuda de mi único pañuelo, tuve la mala fortuna de descuidar mi sentido arácnido al no vislumbrar aquel segundo vehículo, en aparente persecución del anterior, que desplazó aquel mismo charco de agua pestilente e inmunda hacia el sitio donde me ubicaba en aquel instante.

Como eventual reacción frente a los hechos bien consumados e irreversibles, con evidente disimulo y casi británica frialdad, sólo atiné a prolongar durante otro par de minutos el proceso de limpieza en mi vestuario.

¿Qué más podía hacer?

Al mismo tiempo, desestimando cualquier posible atisbo de amargura e ira emergente, todo lo referente a mi casi pulcra presentación previa pasó a un plano muy secundario en mi lista de prioridades más inmediatas. En aquel momento sólo deseaba llegar pronto a casa, para luego sumergirme durante horas, muchas horas, dentro del agua tibia de mi bañera. Sólo eso y nada más.

* * *

Desde hace varios años trabajo como investigador privado, pero para muchos sólo constituyo un simple y vulgar fisgón. Un individuo insensible que acostumbra deslizarse a hurtadillas, husmeando a diestra y siniestra e invadiendo privacidades ajenas, para manipular situaciones y reacciones a su individual conveniencia y según la codicia morbosa e insana del mejor postor. En palabras más simples, un mediocre mercenario y virtual parásito de la sociedad, que suele aprovecharse de los conflictos ajenos, casi al mismo nivel que algún estereotipado leguleyo o tinterillo de escasa monta.

Aunque ellos no conozcan realmente el medio donde habitualmente me desenvuelvo, es posible que posean algo de razón. Pues son los conflictos ajenos los que constituyen la razón esencial de mi trabajo y existencia. Sin embargo, la ética personal y profesional muchas veces me impide, aunque algunos no lo crean, la ejecución de ciertas tareas deleznables que muchos me suponen cotidianas. Además, como si lo anterior no fuese suficiente, nunca he disfrutado con morboso e insano placer de las desgracias ajenas. Bueno, casi nunca.

Los negocios son los negocios, nada más. Y, por salud mental, todo asunto personal debe relegarse a un segundo plano.

En todo caso, la vida siempre se ha formulado como una instancia muy dura para quienes nunca han disfrutado de los grandes y gratuitos privilegios, que sólo unos pocos afortunados poseen, para satisfacer sus básicas y ficticias necesidades. Pese a ello, este tipo de trabajo tiene sus compensaciones… Pocas, pero sin duda las tiene. Y en lo personal, nunca me he considerado una rémora de la sociedad; pero debo aprovechar al máximo las escasas oportunidades que a veces se presentan ante mí. Lamentablemente, como muchos otros, debo trabajar para vivir.

* * *

Cinco minutos más tarde, resolví encender un cigarrillo para escapar un poco al húmedo y frío medioambiente. Aquel otoño había sido demasiado húmedo, mucho más que lo habitual y el cigarrillo, como muchas otras veces, me serviría para evadir momentáneamente la realidad.

Una detención durante algunos breves segundos, junto a un abrigado escaparate exhibiendo la más sorprendente variedad de artículos inútiles que jamás haya visto, bastó para encender aquel cilindro de adictivo contenido. No obstante, antes de reasumir nuevamente el camino a casa, opté por observar el vecindario que me rodeaba en aquel singular instante. La perspectiva desde aquel sitio era única y siempre, desde que recuerdo, he sido un buen observador. Es la parte esencial de mi actual trabajo.

Acto seguido, al no detectar alguna característica sobresaliente digna de atraer mi atención, ajusté mi sombrero de paño importado y abotoné por completo mi gastado impermeable. Siempre resulta saludable cuidar hasta el más insignificante de los detalles que, en alguna instancia posterior, pueda inducir a un quiebre en nuestra salud personal. Por lo menos, mis padres siempre lo creyeron así…, aunque ellos nunca lo practicaron a cabalidad. Por lo tanto, de acuerdo a tal premisa, era muy necesario regresar lo antes posible hasta mi hogar para cambiar mi húmedo y maloliente vestuario. Además, una buena ducha con agua tibia también constituiría una acción apropiada pues, según recordé en aquel instante, la bañera estaba en muy malas condiciones y no podría utilizarla hasta que arreglara esos agujeros de bala de la semana pasada.

De pronto, al observar a una joven pareja que discutía cerca de un zaguán, me acordé de una de las personas que durante la mañana de aquel mismo día había visitado mi humilde despacho. Aquella fue una guapa chica que deseaba vigilar a su esposo. Según los pocos antecedentes que ella disponía, más intuitivos que concretos, el insensible crápula la engañaba con su secretaria. Situación no demasiado extraña puesto que ella había sido antes su secretaria. Empero, después de explicarle en dos o tres ocasiones que ya no efectuaba tal tipo de trabajos, desde aquel confuso incidente que protagonicé en el barrio chino hace unos tres o cuatro años, le entregué las señas de mi amigo Wanderley Peláez… que sí dispondría de muchos recursos y de gente apropiada para dedicar a tal propósito.

Desde hace un par de años yo trabajo solo, desde que mi socio escapó en dirección al Caribe con el dinero de un rescate impago y nuestra voluptuosa secretaria, con lo cual una vigilancia de aquella índole me gastaría todo mi escaso tiempo disponible y quizá algo más. Sin embargo, después de explicarle con lujo de detalles mi situación, la sensual y atractiva chica me agradeció la deferencia que otorgué a su problema y yo quedé mucho más tranquilo pues sabía que Wanderley no me defraudaría. Nunca antes lo había hecho y, con franqueza puedo decir, la chica se veía realmente desesperada. Tanto, incluso, que estuve a punto de hacerle el favor… Pero me arrepentí justo a tiempo.

La chica se despidió lanzándome un seductor beso a través del aire y luego, contoneando sensualmente sus estupendas caderas, salió de mi despacho. En aquel instante estuve a punto de cortar las huinchas y lanzarme tras ella, pues casi no podía soportar que aquel bombón entrara y saliera tan rápido de mi vida sin intentar algo más. Pero, tal como dije antes, me arrepentí durante un microsegundo de lucidez, decidiendo entonces contar hasta cien mil antes de efectuar cualquier maniobra precipitada. Fue lo más apropiado pues, después de tanto tiempo en las calles, aquel ya no era mi estilo.

Poco antes de cruzar la sombría calle conducente al maloliente y peligroso barrio latino, observé con mucha detención hacia diestra y siniestra, pues deseaba evitar una situación tan desagradable como la ocurrida minutos previos… Mucho tiempo tardaría en desaparecer aquel pestilente aroma desde mis ropajes e inmediatos recuerdos. Aquello era algo más que seguro en aquel instante, pero por completo inevitable. No obstante, mis sentidos me indicaban casi con enfermiza insistencia que algo ocurriría en ese tiempo y lugar. Es bastante difícil de precisar cuándo una sensación como aquella invade y perturba nuestra mente, pero indudablemente nos ayuda siempre a mantener todos nuestros sentidos en estado de máxima alerta.

De pronto, casi en un abrir y cerrar de ojos, el cuerpo de un hombre joven y bien vestido se precipitó hacia el vacío desde la terraza del edificio más cercano, para caer tan sólo a un par de metros de mi actual posición. En esta ocasión, mi intuición había resultado del todo acertada y el pobre tipo estaba literalmente hecho bolsa. Nunca faltan los suicidas, especialmente dentro de los sectores más populosos de nuestra ciudad. Es un hecho bien conocido y casi inevitable. Además, no me dejaría engañar por el cuchillo que tenía incrustado en su espalda, ni por el hecho de tener ambas manos fuertemente amarradas con alambre de púas. Mucho menos me dejaría influenciar por los numerosos impactos de bala en su cuerpo, ni la gruesa soga alrededor de su cuello; junto a los pesados e incómodos zapatos de concreto. Aquel individuo era un suicida y aquello era lo definitivo. Mi experiencia previa así lo indicaba.

En realidad, según recuerdo en este momento, nunca he simpatizado con los suicidas, mucho menos ahora que he visto tantos de ellos y en situaciones tan inverosímiles. Según mi opinión, humilde por cierto, ellos sólo constituyen un grupo de seres inadaptados que pretenden torcer la mano al destino, complicando con adicional ironía el escaso bienestar de sus familiares, amigos e incluso de simples y ocasionales testigos.

¿Por qué siempre optan por la espectacularidad? ¿Resulta tan complicada, o poco atractiva, la idea de suicidarse en forma anónima y en algún sitio apartado?

Con real certeza, creo que jamás sabré la respuesta ni conoceré los cambios emotivos que suelen impulsar la concreción de un acto de suicidio, pero aquello me tiene sin cuidado pues por ahora aquel no es asunto mío.

Por fortuna, las salpicaduras de sangre que se enquistaron en mi húmedo traje no fueron demasiadas. Y, como los anuncios radiales siempre lo indican, sólo sería necesario utilizar algún buen quitamanchas para retirarlas, uno de conocida y eficaz marca internacional.

Enseguida, la escasa gente que todavía circulaba por las cercanías comenzó a rodear el cuerpo del suicida. Uno de los sujetos le tomó el pulso; y una voluptuosa chica intentó darle respiración boca a boca, mientras hurgaba entre sus vestimentas en busca de su billetera. Después de pensarlo durante algunos breves segundos, decidí alejarme con rapidez desde aquel sitio. Al llegar la policía, era indudable que buscarían algún testigo presencial de la caída… y en aquel instante no me encontraba de muy buen humor para declarar, una y otra vez, en las húmedas e inhóspitas dependencias del edificio de policía más cercano al sitio del accidente.

Finalmente, cansado por la fatiga de un día con arduo trabajo burocrático y mínimo descanso, retiré el remanente del cigarrillo que aún conservaba entre mis labios, acomodé las solapas de mi impermeable y, con la rapidez y discreción que siempre me han caracterizado, reasumí el interrumpido camino a casa con la vaga esperanza que el siguiente fuese un mejor día, no tan rutinario y aburrido como aquel que concluiría en breves minutos.