Autoridad e individuo - Bertrand Russell - E-Book

Autoridad e individuo E-Book

Bertrand Russell

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Beschreibung

Todos los animales sociales fundamentan la unidad y la cooperación de su grupo en el instinto. Incluso la sociedad humana descansa en este principio, pero a medida que ésta se civiliza, surgen individuos con impulsos o deseos distintos a los del resto, que llegan a ser amenazantes para la cohesión social. Esta iniciativa individual puede ser restringida por el Estado o bien carecer completamente de vigilancia, y de igual modo puede producir un criminal que un brillante innovador. Con todo, estos individuos suelen ser excepcionales y poseer cualidades que, a decir de Bertrand Russell, no deberían desaparecer: energía e iniciativa personal, independencia de criterio y visión imaginativa. Éstos son los hombres que se destacan en la historia y que, bienhechores o no, contribuyen a transformar el destino de la humanidad. En Autoridad e individuo, una de las mentes más lúcidas del siglo xx se propone analizar el grado de iniciativa personal necesario para el progreso, sin que por esto llegue a violentar la cohesión social que garantiza la supervivencia.

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Seitenzahl: 153

Veröffentlichungsjahr: 2024

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BREVIARIOS

delFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

15

Bertrand Russel

Autoridad e individuo

TraducciónMÁRGARA VILLEGAS

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 1949Primera edición en español, 1949Duodécima reimpresión, 2022[Primera edición en libro electrónico, 2024]

Distribución mundial

© 1949, George Allen & Unwin, Ltd., LondresTítulo original: Authority and the Individual

D. R. © 1949, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-968-16-3853-5 (rústica)ISBN 978-607-16-8074-7 (epub)ISBN 978-607-16-8094-5 (mobi)

Impreso en México • Printed in Mexico

NOTA PRELIMINAR

He contado, en la preparación de este libro, con la asistencia vital de mi esposa, Patricia Russell, no sólo por lo que respecta a los detalles, sino también a las ideas generales y a su aplicación a las circunstancias actuales.

ILA COHESIÓN SOCIAL Y LA NATURALEZA HUMANA

El problema fundamental que me propongo tratar en este ensayo es el siguiente: ¿cómo podemos combinar el grado de iniciativa individual necesario para el progreso con el grado de cohesión social indispensable para sobrevivir? Empezaré por los impulsos de la naturaleza humana que hacen posible la cooperación social. Primero examinaré las formas que tomaron estos impulsos en las comunidades más primitivas y, después, las adaptaciones que trajeron consigo las organizaciones sociales al cambiar gradualmente según iba avanzando la civilización. A continuación consideraré el alcance y la intensidad de la cohesión social en diversas épocas y diversos lugares, hasta llegar a las comunidades de nuestros días, y las posibilidades de nuevos desarrollos en un futuro no muy lejano. Después de esta exposición de las fuerzas que mantienen unida a la sociedad me ocuparé del otro aspecto de la vida del hombre en las comunidades, es decir, la iniciativa individual, mostrando la parte que ésta ha desempeñado en las diferentes fases de la evolución humana, la parte que desempeña en la actualidad y las consecuencias futuras del exceso o de la falta de iniciativa, en individuos y grupos. Luego abordaré uno de los problemas fundamentales de nuestro tiempo, es decir, el conflicto entre la organización y la naturaleza humana, creado por la técnica moderna o, en otras palabras, el divorcio del móvil económico y de los impulsos de creación y de posesión. Una vez planteado este problema, consideraré lo que se puede hacer para resolverlo y, por último, examinaré, desde el punto de vista ético, la relación total entre el pensamiento, el esfuerzo y la imaginación individual, por una parte, y la autoridad de la comunidad por otra.

En todos los animales sociales, incluyendo al hombre, la cooperación y la unidad de un grupo se fundan, en cierto modo, en el instinto. Esto es más completo en las hormigas y en las abejas, que aparentemente nunca muestran inclinación a efectuar actos antisociales y permanecen siempre fieles al hormiguero o la colmena. Hasta cierto punto podemos admirar este rígido cumplimiento del deber público, pero hay que reconocer que tiene sus inconvenientes, pues ni las hormigas ni las abejas crean grandes obras de arte, ni hacen descubrimientos científicos, ni fundan religiones que enseñen que todas las hormigas son hermanas. Su vida social es, en efecto, mecánica, precisa y estática. Pero nosotros no tenemos inconveniente en que la vida humana tenga un elemento de turbulencia si con eso nos libramos de un estancamiento evolutivo semejante.

El hombre primitivo era una especie débil y escasa, cuya supervivencia fue precaria en su principio. En alguna época sus antepasados descendieron de los árboles y perdieron la ventaja de tener pies con dedos prensiles, pero ganaron la de tener brazos y manos. Gracias a esta evolución consiguieron no tener que vivir ya en los bosques, pero, en cambio, los espacios abiertos por los que se diseminaron les proporcionaban una alimentación menos abundante de la que habían disfrutado en las selvas tropicales de África. Sir Arthur Keith calcula que el hombre primitivo, para proveerse de alimentos, necesitaba dos millas cuadradas de territorio por individuo, y otros autores estiman en mucho más el total de territorio requerido. A juzgar por los antropoides y las comunidades más primitivas que han sobrevivido en los tiempos modernos, los primeros hombres debieron de haber vivido en pequeños grupos no mucho mayores que familias, que podemos calcular de unos cincuenta a cien individuos. Al parecer, dentro de cada grupo existía un grado bastante considerable de cooperación, pero se mostraban hostiles con los otros de la misma especie siempre que entraban en contacto con ellos. Mientras el hombre fue una especie escasa, el contacto con otros grupos solía ser ocasional y, la mayoría de las veces, de poca importancia. Cada uno tenía su propio territorio y los conflictos sólo se producían en las fronteras. En aquellos tiempos remotos el matrimonio parece haber estado limitado al grupo y, por consiguiente, debió de haber habido una gran proporción de endogamia, y las variedades, cualquiera que fuera su origen, tendían a perpetuarse. Si un grupo aumentaba en número hasta el punto de resultar insuficiente el territorio de que disponía, lo más fácil era que entrara en conflicto con alguno vecino, y en un conflicto de este género era probable que cualquier ventaja biológica que un grupo endógamo hubiese adquirido sobre el otro le diera a aquél la victoria, perpetuando así la variación favorable. Todo esto ha sido expuesto muy convincentemente por Sir Arthur Keith. Es indudable que nuestros primeros antepasados, apenas humanos, no obraban conforme a normas reflexivas y deliberadas, sino que, seguramente, se guiaban por un mecanismo instintivo: el doble mecanismo de la amistad dentro de su propia tribu y la hostilidad hacia todas las demás. Como la tribu primitiva era tan pequeña, cada individuo conocía íntimamente a los otros, de modo que este sentimiento amistoso era coextensivo con el mutuo conocimiento.

La familia era, y sigue siendo, el más fuerte y el más instintivamente compulsivo de todos los grupos sociales. La institución de la familia es necesaria entre los seres humanos por la larga duración de la infancia y por el hecho de que la madre de las criaturas tropieza con serias dificultades en la tarea de adquirir alimentos. Esta circunstancia fue la que, tanto entre los seres humanos como entre la mayoría de las especies de aves, ha hecho del padre un miembro esencial en el grupo de la familia, lo que probablemente impuso una división del trabajo, dedicándose el hombre a la caza mientras la mujer permanecía en el hogar. Desde el punto de vista biológico, la transición de la familia a la pequeña tribu probablemente estuvo relacionada con el hecho de que la caza resultaba más eficaz si se hacía en forma cooperativa y, sin duda, desde tiempos muy remotos, la cohesión de la tribu aumentó y se desarrolló gracias a los conflictos con otras tribus.

Los restos de los primeros hombres y semi-hombres que se han descubierto, son ahora lo suficientemente numerosos para poder tener una idea bastante clara de las etapas de la evolución desde los antropoides hasta los seres humanos más primitivos. Los primeros restos indudablemente humanos más antiguos descubiertos hasta ahora, se calcula que pertenecen a un periodo de hace un millón de años, poco más o menos, pero varios millones de años antes de esta época parece ser que hubo antropoides que ya no vivían en los árboles, sino en el suelo. La característica más distintiva por la cual se determina el estado de evolución de estos primeros antepasados, es el tamaño del cerebro, que aumentó con bastante rapidez hasta alcanzar aproximadamente su capacidad actual, pero que ha permanecido virtualmente estacionado desde hace cientos de miles de años. Durante estos cientos de miles de años el hombre ha progresado en conocimiento, en destreza adquirida y en organización social, pero no, por lo que se puede apreciar, en capacidad intelectual congénita. Este avance puramente biológico, a juzgar por los restos óseos, se completó hace largo tiempo. Por consiguiente, ha de suponer que nuestra dotación mental congénita, contrariamente a lo que se nos enseña, no es muy diferente de la que tenía el hombre paleolítico. Al parecer, todavía conservamos los instintos que, antes de que su conducta fuera deliberada, inducían a los hombres a vivir en pequeñas tribus con una acusada antítesis de amistad interna y de hostilidad externa. La fuerza impulsora de los cambios ocurridos desde aquellos tiempos remotos ha tenido que depender, en parte, de esta primitiva base instintiva y, en parte, de un sentimiento, apenas consciente, de interés colectivo. Una de las causas de tensión en la vida social humana está en que es posible darse cuenta, hasta cierto punto, de los motivos racionales de una conducta no aguijoneada por el instinto natural. Pero cuando semejante conducta violenta los instintos naturales con excesiva severidad, la naturaleza se venga dando lugar a la indiferencia o a un instinto destructor; y cualquiera de las dos cosas puede hacer que una estructura inspirada por la razón se derrumbe.

La cohesión social que empezó con la lealtad hacia un grupo, reforzada por el miedo a los enemigos, fue transformándose, mediante procesos en parte naturales y en parte deliberados, hasta llegar a las vastas aglomeraciones que conocemos ahora como naciones. Varias fuerzas contribuyeron a estos procesos. En una etapa muy primitiva la lealtad a un grupo debió de ser reforzada por la lealtad a un jefe. En una tribu numerosa el jefe o el rey debía ser conocido por todo el mundo aun cuando los individuos particulares eran a menudo extraños los unos a los otros. De esta manera, la lealtad personal, en contraposición con la lealtad a la tribu, hace posible un aumento en el tamaño del grupo sin violentar el instinto.

En cierta etapa tuvo lugar un nuevo desarrollo. Las guerras, que primitivamente fueron guerras de exterminio, se transformaron gradualmente —por lo menos en parte— en guerras de conquista; los vencidos, en lugar de ser exterminados, eran sometidos a la esclavitud y obligados a trabajar para sus conquistadores. Cuando ocurría esto, surgían dentro de la comunidad dos clases de personas: los miembros originarios que eran los únicos libres, así como los depositarios del espíritu tribal, y los sometidos que obedecían, movidos no por una lealtad instintiva, sino por el miedo. Nínive y Babilonia dominaron vastos territorios, no porque los sometidos tuvieran el menor sentido instintivo de cohesión social con la ciudad dominante, sino tan sólo por el terror que les inspiraban sus proezas en la guerra. Desde aquellos remotos días, hasta las guerras de los tiempos modernos, el terror ha sido el motivo principal del aumento del tamaño de las comunidades, y el miedo ha reemplazado cada vez más a la solidaridad tribal como factor de cohesión social. Este cambio no se limitó a las grandes comunidades; se manifestó lo mismo en Esparta, por ejemplo, donde los ciudadanos libres eran una pequeña minoría, mientras los ilotas eran oprimidos sin misericordia. En la Antigüedad se elogiaba a Esparta por su admirable cohesión social, pero en esa cohesión nunca se tuvo el propósito de abarcar a toda la población, excepto en lo que se refería a la lealtad externa, inspirada por el terror.

En una etapa posterior del desarrollo de la civilización empezó a manifestarse un nuevo tipo de lealtad; una lealtad basada no en una afinidad territorial, sino en una identidad de credo. En lo que se refiere al Occidente, parece ser que esto tuvo su origen en las comunidades órficas, que admitían a esclavos en condiciones de igualdad. Aparte de estas comunidades, la religión en la Antigüedad está tan íntimamente asociada con el gobierno, que los grupos de correligionarios, en un sentido general, eran idénticos a los grupos que se habían creado sobre la antigua base biológica. Pero poco a poco la identidad de credo se fue transformando en una fuerza cada vez más potente. El Islam demostró por primera vez el poderío militar de esta identidad de credo con las conquistas de los siglos VII y VIII. Fue la fuerza impulsora de las Cruzadas y de las guerras de religión. En el siglo XVI las lealtades teológicas sobrepujan con frecuencia a las de la nacionalidad; los católicos ingleses se identificaban a menudo con España, los hugonotes franceses con Inglaterra. En nuestra misma época dos credos muy difundidos cuentan con la lealtad de una gran parte de la humanidad. Uno de ellos, el credo del comunismo, tiene la ventaja de abrigar un fanatismo intenso y de estar expuesto en un Libro Sagrado. Al otro, menos definido pero, sin embargo, potente, puede llamársele “el modo de vida norteamericano”. Norteamérica, formada por inmigrantes de muchos países diferentes, no tiene unidad biológica, pero posee una unidad tan fuerte como la de las naciones europeas. Como dijo Abraham Lincoln, está “dedicada a un propósito”. Los inmigrantes en Estados Unidos sienten a menudo nostalgia por Europa, pero sus hijos, por lo general, consideran el modo de vida norteamericano preferible al del Viejo Mundo, y creen firmemente que sería beneficioso para la humanidad que este modo de vida se hiciera universal. Tanto en los Estados Unidos como en Rusia, la unidad de credo y la unidad nacional se han confundido y, por lo tanto, han adquirido una nueva fuerza, pero estos credos rivales tienen un atractivo que traspasa sus límites naturales.

La lealtad moderna a los vastos grupos de nuestros tiempos utiliza todavía el antiguo mecanismo psicológico creado en los días de las tribus pequeñas, por ser fuerte y satisfactorio desde el punto de vista subjetivo. La naturaleza humana congénita, al contrario de lo que enseñan las escuelas y las religiones, la propaganda y las organizaciones económicas, no ha cambiado mucho desde los tiempos en que los hombres empezaron a tener el cerebro del tamaño a que estamos acostumbrados. Instintivamente dividimos la humanidad en amigos y enemigos: los amigos, respecto a quienes tenemos una ética de cooperación; los enemigos, respecto a quienes tenemos una ética de competencia. Pero esta división cambia constantemente; en un momento determinado un hombre odia a su competidor en los negocios; en otro, cuando ambos se ven amenazados por el socialismo o por un enemigo exterior, empieza a considerarlo de pronto como a un hermano. Cuando pasamos más allá de los límites de la familia, siempre es el enemigo exterior el que aporta la fuerza cohesiva. En épocas de seguridad podemos permitirnos el lujo de odiar a nuestros vecinos, pero en tiempos de peligro tenemos que amarlos. Por lo general, la gente no siente ningún afecto por la persona que se encuentra sentada a su lado en el autobús, pero sí lo ha sentido durante la Blitzkrieg [“guerra relámpago” de los alemanes].

Por eso es difícil encontrar medios para lograr la unidad mundial. Si se estableciera firmemente un estado mundial no tendría enemigos que temer y, por lo tanto, estaría en peligro de derrumbarse por falta de una fuerza cohesiva. Dos grandes religiones —el budismo y el cristianismo— se han esforzado por extender a todo el género humano el sentimiento cooperativo que es espontáneo entre los miembros de las tribus. Han predicado la hermandad del hombre, mostrando por el empleo de la palabra “hermandad” que tratan de extender más allá de sus límites naturales una actitud emotiva que, en su origen, es puramente biológica. Si todos somos hijos de Dios, entonces todos formamos parte de una misma familia. Pero en la práctica, aquellos que en teoría han adoptado este credo, estuvieron convencidos siempre de que los que no lo adoptaban no eran hijos de Dios, sino de Satanás, y ha reaparecido el antiguo mecanismo de odio hacia los extraños a la tribu, dando así nuevo vigor al credo, pero en una dirección que lo desvía de su propósito original. La religión, la moral, el interés económico bien entendido, el mero deseo de supervivencia biológica, todo ello proporciona a nuestra inteligencia incontables argumentos en favor de una amplia cooperación mundial, pero los viejos instintos que hemos heredado de nuestros antepasados tribales surgen indignados, sintiendo que la vida perdería su sabor si no hubiera nadie a quien odiar y que quien fuera capaz de amar a un bribón como fulano, sería un ser despreciable, que la lucha es ley de la vida, y que en un mundo donde todos nos amáramos unos a otros no habría nada por lo que mereciera la pena vivir. Si alguna vez ha de realizarse la unificación de la humanidad, será necesario encontrar medios de engañar a nuestra primitiva ferocidad, en gran parte inconsciente, por un lado estableciendo un régimen de orden, y por otro encontrando salidas inocentes para nuestros instintos pugnaces.

No se trata de un problema fácil, ni que pueda resolverse recurriendo sólo a la moral. El psicoanálisis, aunque indudablemente tiene sus exageraciones, e incluso quizás sus absurdos, nos ha enseñado muchas cosas que son ciertas y valiosas. Dice un antiguo refrán que si se echara fuera a la naturaleza a palos, siempre volvería a aparecer; pero el psicoanálisis nos ha proporcionado la glosa de este texto. Ahora sabemos que una vida que va en contra de los impulsos naturales de un modo exagerado, puede implicar consecuencias de tensión tan perjudiciales como las que resultarían de ceder a los impulsos prohibidos. Las personas que viven de un modo anormal más allá de cierto límite, suelen ser envidiosas, malévolas y desprovistas de bondad. Están predispuestas a desarrollar tendencias crueles o, por otra parte, a perder tan completamente la alegría de vivir que dejan de tener capacidad para cualquier esfuerzo. Se ha observado este último resultado entre los salvajes repentinamente puestos en contacto con la civilización moderna. Los antropólogos han descrito cómo los cazadores de cabezas papúes, privados por las autoridades blancas de su deporte habitual, pierden el gusto por todo y no son capaces ya de sentir interés por nada. No quiero dar a entender con esto que se les debería haber permitido continuar cortando cabezas, pero creo que valía la pena que los psicólogos se hubieran tomado la molestia de encontrar alguna actividad inocente con que sustituir la otra. En todas sus partes el hombre civilizado está, en cierto grado, en la posición de los papúes, víctimas de la virtud. Los hombres tenemos toda clase de impulsos agresivos, y también impulsos creadores, a los que la sociedad nos impide entregarnos, y las alternativas que nos proporciona bajo la forma de partidos de fútbol y lucha libre apenas sirven. Aquel que espera que llegará un día en el que sea posible abolir la guerra debería pensar seriamente en el problema de satisfacer de un modo inofensivo los instintos que hemos heredado de largas generaciones de salvajes. Por mi parte, encuentro suficiente desahogo con las novelas de detectives, identificándome alternativamente con el asesino y con el detective-cazador, pero sé que hay otros para quienes este desahogo es demasiado moderado, y para ellos se debería inventar algo más fuerte.