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Bertrand Russell

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Beschreibung

EL ANÁLISIS DEFINITIVO SOBRE EL PODER COMO HERRAMIENTA DE CONTROL SOCIAL. ¿Cuál es la clave para entender la naturaleza humana? Para Bertrand Russell la respuesta rotunda es el poder. El poder no solo es el objetivo último de nuestros actos, sino que constituye, además, el elemento más decisivo para el desarrollo de nuestras sociedades. A finales de la década de 1930, cuando los totalitarismos se propagaban por toda Europa y el mundo estaba al borde de una guerra devastadora, un convencido Russell propuso alternativas racionales e inteligentes para hacer valer la autoridad sin tener que recurrir a extremismos violentos. El resultado es esta penetrante obra en la que analiza la esencia del poder y propone soluciones para que la natural voluntad de entendimiento entre los hombres llegue a su óptima expresión.

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Título original: Power: A New Social Analysis

© The Bertrand Russell Peace Foundation Ltd., 2016.

© de la traducción: Traducción autorizada por Routledge, miembro de Taylor and Francis Group. Luis Echávarri, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO047

ISBN: 9788490568217

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1. El impulso hacia el poder

2. Caudillos y secuaces

3. Las formas del poder

4. El poder sacerdotal

5. El poder real

6. El poder desnudo

7. El poder revolucionario

8. El poder económico

9. El poder sobre la opinión

10. Las doctrinas como fuentes de poder

11. Biología de las organizaciones

12. Poderes y formas de gobierno

13. Las organizaciones y el individuo

14. La competencia

15. El poder y los códigos morales

16. Filosofías del poder

17. Las éticas del poder

18. La doma del poder

Notas

1

EL IMPULSO HACIA EL PODER

Entre el hombre y los otros animales hay varias diferencias, unas intelectuales y otras emocionales. Una de las principales diferencias emocionales es que algunos deseos humanos, a diferencia de los deseos manifestados por los animales, son esencialmente ilimitados e incapaces de satisfacción completa. La boa constrictora, cuando ha comido, duerme hasta que se le renueva el apetito; si otros animales no hacen lo mismo es porque sus alimentos son menos adecuados o porque temen a sus enemigos. Las actividades de los animales, con pocas excepciones, están inspiradas por las necesidades primarias de la supervivencia y de la reproducción y no exceden de lo que exigen imperativamente esas necesidades.

Con los hombres el caso es diferente. Es cierto que una gran proporción de la raza humana está obligada a trabajar tan duramente a fin de obtener lo necesario para la vida que le queda poca energía para otras finalidades; pero los que tienen asegurados sus medios de vida no dejan por eso de ser activos. Jerjes no carecía de alimentos, de ropa, ni de mujeres cuando emprendió la expedición contra Atenas. Newton tenía asegurada su comodidad material desde el momento en que se hizo compañero de la Trinidad, pero escribió después de ello los Principia. San Francisco de Asís e Ignacio de Loyola no tenían necesidad de fundar órdenes religiosas para evitar las privaciones. Éstos eran hombres eminentes, pero la misma característica, en grados variables, se puede encontrar en todos los hombres, salvo en una minoría excepcionalmente perezosa. A la señora A, que está completamente segura del éxito de su esposo en los negocios y no tiene miedo del hospicio, le gusta estar mejor vestida que a la señora B, aunque pueda evitar el peligro de pneumonía con mucho menos gasto. Ambas, la señora A y la señora B, quedan muy complacidas si su esposo respectivo es nombrado caballero o consigue una banca en el Parlamento. Cuando se sueña despierto no hay límite para imaginarse triunfos, y si éstos se consideran posibles se harán todos los esfuerzos necesarios para alcanzarlos.

La imaginación es el aguijón que impulsa a los seres humanos a un esfuerzo ininterrumpido después de haber satisfecho sus necesidades primordiales. La mayoría de nosotros hemos conocido muy pocos momentos en los que hayamos podido decir:

If it were now to die

Twere now to be most happy, for I fear

My soul hath her content so absolute

That not another comfort like to this

Succeeds in unknown fate.1

Y en nuestros raros momentos de felicidad perfecta es natural desear la muerte, como Otelo, puesto que sabemos que esa felicidad no puede durar. Lo que necesitamos para que la felicidad sea duradera no está al alcance del ser humano; únicamente Dios puede alcanzar la completa bienaventuranza, porque Él es «el Reino, el Poder y la Gloria». Los reinos de la tierra están limitados por otros reinos; el poder terrenal es interrumpido por la muerte; la gloria terrena, aunque construyamos pirámides o «nos casemos con versos inmortales», se marchita con el paso de los siglos. A aquellos que solamente tienen un poco de poder y de gloria les puede parecer que con un poco más quedarían satisfechos, pero se equivocan: esos deseos son insaciables e infinitos, y solamente pueden hallar reposo en la infinitud de Dios.

En tanto que los animales están contentos con la existencia y la reproducción, los hombres desean además engrandecerse y sus deseos a este respecto sólo están limitados por lo que sugiere la imaginación como posible. Todos los hombres desearían ser Dios si ello fuera posible, y algunos de ellos encuentran difícil admitir esa imposibilidad. Éstos son los hombres formados según el modelo del Satán de Milton y que combinan, como él, la nobleza con la impiedad. Por «impiedad» quiero significar algo que no depende de las creencias teológicas, sino la oposición a admitir las limitaciones del poder humano individual. Esta combinación titánica de nobleza e impiedad es más notable en los grandes conquistadores, pero algún elemento de ella se puede encontrar en todos los hombres. Esto es lo que hace difícil la cooperación social, pues cada uno de nosotros quisiera concebirla según el modelo de la cooperación entre Dios y sus adoradores, con nosotros mismos en el lugar de Dios. De aquí la rivalidad, la necesidad de compromisos y de gobierno, el impulso hacia la rebelión, con la inestabilidad y la violencia periódicas. Y de aquí la necesidad de moralidad para reprimir la anarquía individual.

Entre los deseos infinitos del hombre, los principales son los deseos de poder y de gloria. No son idénticos, aunque están estrechamente aliados: el primer ministro tiene más poder que gloria, el rey tiene más gloria que poder. Por lo general, sin embargo, el camino más fácil para obtener la gloria es obtener el poder. Así lo consideran especialmente los hombres que despliegan actividad en relación con los acontecimientos públicos. El deseo de gloria provoca, por lo tanto, los mismos actos que el deseo de poder y ambos motivos pueden ser considerados como uno solo en cuanto a sus objetivos más prácticos.

Los economistas ortodoxos, así como Marx, quien a este respecto coincide con ellos, están equivocados al suponer que el interés económico puede ser considerado como el motivo fundamental en las ciencias sociales. El deseo de comodidades, cuando está separado del poder y de la gloria, es infinito y puede ser satisfecho completamente con una subsistencia moderada. Los deseos realmente costosos no son dictados por el amor a la comodidad material. Comodidades como una banca legislativa que produzca beneficio gracias a la corrupción, o una colección privada de cuadros de los viejos maestros, seleccionada por los técnicos, son deseadas como medios para obtener el poder y la gloria, no como lugares cómodos y agradables en los cuales descansar. Cuando se ha asegurado cierto grado moderado de comodidad, tanto los individuos como las comunidades persiguen el poder más que la riqueza, buscan la riqueza como un medio para el poder, o quieren aumentar la riqueza para aumentar el poder, pero tanto en el primer caso como en el último su motivo fundamental no es económico.

Este error de los economistas ortodoxos y marxistas no es simplemente teórico, sino que tiene la mayor importancia práctica y ha sido causa de que hayan sido mal entendidos algunos de los principales acontecimientos de los tiempos recientes. Únicamente dándose cuenta de que el amor al poder es la causa de las actividades que importan en los asuntos sociales puede ser rectamente interpretada esa historia, sea antigua o moderna.

En el curso de este libro tendré ocasión de demostrar que el concepto fundamental de la ciencia social es el Poder, en el mismo sentido en que la Energía es el concepto fundamental de la física. Como la energía, el poder tiene muchas formas: la riqueza, los armamentos, la autoridad civil, la influencia en la opinión. Ninguna de ellas puede considerarse subordinada a otra y no hay una forma de la cual se deriven las otras. El intento aisladamente sólo puede tener un éxito parcial, como el estudio de una forma de energía será defectuoso en ciertos puntos a menos que sean tenidas en cuenta las otras formas. La riqueza puede resultar del poder militar o de la influencia sobre la opinión, del mismo modo que cada uno de éstos puede resultar de la riqueza. Las leyes de la dinámica social son leyes que solamente pueden ser establecidas en términos de poder, no en términos de esta o aquella forma de poder. En los tiempos antiguos el poder militar estaba aislado, con la consecuencia de que la victoria o la derrota parecían depender de las cualidades accidentales de los jefes. En nuestros días es común considerar el poder económico como la fuente de que se derivan todas las demás clases de poder. Esto, puedo afirmarlo, es un error tan grande como el de los historiadores puramente militares que parecen pasados de moda. Hay también quienes consideran la propaganda como la forma fundamental del poder. No es de modo alguno una opinión nueva; está ya expuesta en dichos tradicionales como magna est veritas et praevalebit y «la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia». Contiene más o menos la misma cantidad de verdad y mentira que el punto de vista militar o el punto de vista económico. La propaganda, si puede crear una opinión casi unánime, puede originar un poder irresistible; pero los que tienen el dominio militar o económico pueden, si así lo quieren, utilizarlo con propósito de propaganda. Volviendo a la analogía de la física: el poder, como la energía, puede considerarse que pasa continuamente de una de sus formas a otra y debiera ser tarea de la ciencia social buscar las leyes de esa transformación. El intento de aislar una forma de poder, especialmente en nuestros días la forma económica, ha sido, y es todavía, una fuente de errores de gran importancia práctica.

Las diferentes sociedades difieren de muchas maneras con respecto al poder. Difieren, ante todo, en el grado de poder poseído por los individuos o por las organizaciones. Es evidente, por ejemplo, que debido a su creciente organización, el Estado tiene más poder hoy en día que en tiempos anteriores. Difieren también en cuanto a la clase de organización que tiene más influencia: un despotismo militar, una teocracia, una plutocracia, son tipos de poder muy diferentes. Difieren, en tercer lugar, con respecto a la diversidad de los medios de adquirir el poder: la monarquía hereditaria produce una clase de hombres eminentes; las cualidades requeridas para ser un alto eclesiástico producen otra clase; la democracia produce una tercera clase y la guerra una cuarta.

Donde no existen instituciones sociales, como la aristocracia o la monarquía hereditaria, que limitan el número de los hombres a quienes es posible el poder, los que más desean el poder son, hablando en general, los que tienen más posibilidades de adquirirlo. En consecuencia, en un sistema social en el cual el poder está abierto a todos, los puestos que confieren el poder serán ocupados, por lo general, por hombres que se distinguen de los hombres corrientes en que son excepcionalmente amantes del poder. El amor al poder, aunque es uno de los motivos humanos más fuertes, está distribuido muy desigualmente y es limitado por otros motivos, como el amor a la comodidad, el amor al placer y algunas veces el amor a la aprobación. Entre los más tímidos está disfrazado como un impulso a someterse a la jefatura, lo cual aumenta el campo de acción para que desarrollen sus impulsos hacia el poder los hombres audaces. No es probable que aquellos que aman poco el poder influyan mucho en el curso de los acontecimientos. Los hombres que originan los cambios sociales, son, por lo general, hombres que desean fuertemente hacerlo. El amor al poder, en consecuencia, es una característica de los hombres que son casualmente importantes. Por supuesto, podríamos equivocarnos si lo consideráramos como el único motivo humano, pero esta equivocación no nos llevaría por tan mal camino como pudiera esperarse en la busca de las leyes causales de la ciencia social, desde el momento en que el amor al poder es el motivo principal que produce los cambios que debe estudiar la ciencia social.

Las leyes de la dinámica social —puedo afirmarlo así— únicamente pueden ser establecidas en términos de poder en sus varias formas. Para descubrir esas leyes es necesario, en primer término, clasificar las formas del poder y luego pasar revista a algunos ejemplos históricos importantes de los modos como las organizaciones y los individuos han adquirido el dominio de las vidas humanas.

Trataré, pues, en las páginas siguientes de alcanzar el doble propósito de sugerir lo que yo creo que es un análisis más adecuado de los cambios sociales en general que el que han venido haciendo los economistas, y de hacer el presente y el probable futuro próximo más inteligible que lo que pueden ser para aquellos cuyas imaginaciones están dominadas por los siglos XVIII y XIX. Estos siglos fueron excepcionales en muchos aspectos y ahora parece que estamos retornando en muchos respectos a formas de vida y de pensamiento que prevalecieron en edades anteriores. Para comprender nuestro tiempo y sus necesidades es indispensable conocer la historia, tanto la antigua como la medieval, pues únicamente así podremos llegar a una forma de progreso posible que no esté indebidamente dominado por los axiomas del siglo XIX.

2

CAUDILLOS Y SECUACES

El impulso hacia el poder tiene dos formas: explícita en los caudillos; implícita en los secuaces. Cuando los hombres siguen voluntariamente a un caudillo, lo hacen con el propósito de adquirir el poder para el grupo que él manda, y sienten que los triunfos del caudillo son suyos. Muchos hombres no sienten en sí mismos la competencia necesaria para dirigir el grupo hacia la victoria y en consecuencia buscan un capitán que parezca poseer el coraje y la capacidad necesarios para alcanzar la supremacía. Este impulso aparece inclusive en la religión. Nietzsche acusaba al cristianismo de inculcar una moral de esclavos, pero su objetivo fue siempre el triunfo final. «Bienaventurados los humildes, pues heredarán la tierra.» O como dice explícitamente un himno bien conocido:

The Son of God goes forth to war,

A kingly crown to gain.

His blood-red banner streams afar.

Who follows in His train?

Who best can drink his cup of woe,

Triumphant over pain,

Who patient bears his cross below,

He follows in His train.2

Si ésta es una moral de esclavos, entonces todo soldado de fortuna que soporta los rigores de una campaña y todo político que trabaja activamente en las elecciones debe ser considerado como un esclavo. Pero de hecho, en cualquier empresa auténticamente cooperativa, el secuaz no es psicológicamente más esclavo que el caudillo.

Esto es lo que hace soportables las desigualdades en el poder cuya organización se torna inevitable, y que tienden a aumentar más que a disminuir según la sociedad se va haciendo más orgánica.

La desigualdad en la distribución del poder ha existido siempre en las comunidades humanas desde los tiempos más remotos que nos son conocidos. Esto es debido en parte a la necesidad externa, y en parte a causas que deben ser encontradas en la naturaleza humana. Muchas empresas colectivas son posibles únicamente si son dirigidas por algún órgano de gobierno. Para que se construya una casa es necesario que alguien trace los planos; para que los trenes corran por las vías férreas es necesario que ello no dependa del capricho de los maquinistas; para construir una carretera alguien debe decidir su trazado. Inclusive un gobierno elegido democráticamente es, sin embargo, un gobierno, y en consecuencia, por motivos que nada tienen que ver con la psicología, es necesario, si han de tener éxito las empresas colectivas, que haya algunos hombres que den órdenes y otros que las obedezcan. Pero el hecho de que esto sea posible y más todavía el hecho de que las actuales desigualdades en el poder excedan a lo que exigen las causas técnicas, solamente puede ser explicado de acuerdo con la psicología y la fisiología individuales. El carácter de algunos hombres les lleva siempre a mandar, así como el carácter de otros les lleva a obedecer; entre esos dos extremos se encuentra la masa de los hombres corrientes, a quienes les gusta mandar en ciertas situaciones, pero en otras prefieren estar sujetos a las órdenes de un caudillo.

Adler, en su libro Understanding Human Nature,3 distingue un tipo de hombre sumiso y un tipo de hombre imperioso. «El individuo servil —dice— vive gracias al gobierno y a las leyes impuestas por otros, y este tipo de hombre busca una posición servil casi compulsivamente.» Del otro lado está el tipo imperioso, el cual pregunta: «¿Cómo puedo ser superior a cualquier otro?». Este tipo es buscado cuando se necesita un director y se eleva al primer puesto en las revoluciones. Adler considera ambos tipos como indeseables, por lo menos en sus formas extremas, y estima que son productos de la educación. «La mayor desventaja de una educación autoritaria —dice— reside en el hecho de que otorga al niño un ideal de poder y le muestra los placeres que son inherentes a la posesión del poder.» La educación autoritaria, podemos añadir, produce el tipo de esclavo tanto como el tipo despótico, desde el momento en que inculca el sentimiento de que la única relación posible entre dos seres humanos que cooperan es aquella en la cual uno de ellos da órdenes y el otro las obedece.

El amor al poder, en varias formas limitadas, es casi universal, pero es raro en su forma absoluta. Una mujer que goza del poder en el manejo de su casa es probable que se estremezca al pensar en el poder político de que goza un primer ministro; Abraham Lincoln, por el contrario, no tenía miedo para gobernar a los Estados Unidos, pero le asustaba la guerra civil en su propia casa. Quizá Napoleón, si el Bellerophon hubiera estado a punto de naufragar, hubiera obedecido sumisamente las órdenes de los oficiales británicos para salvarse en los botes. Los hombres aman el poder en tanto que creen en su competencia para manejar un asunto, pero cuando se reconocen incompetentes prefieren a un caudillo.

El impulso a la sumisión, que es tan real y tan común como el impulso a mandar, tiene sus raíces en el miedo. La pandilla de niños más ingobernable que pueda imaginarse puede hacerse completamente sumisa a las órdenes de un adulto competente en una situación alarmante, por ejemplo, en un caso de incendio. Cuando se produjo la guerra, la sufragista mistress Pankhurst hizo la paz con míster Lloyd George. Cuando sobreviene un grave peligro, el impulso de la mayor parte de los hombres les lleva a buscar una autoridad para someterse a ella; en momentos semejantes nadie sueña con la revolución. Cuando se produce una guerra, el pueblo tiene sentimientos similares con respecto al gobierno.

Las organizaciones pueden o no tener como propósito evitar los peligros. Las organizaciones económicas en algunos casos, como en las minas de carbón, implican peligros, pero éstos son incidentales, y si fueran eliminados saldrían beneficiadas de esas organizaciones. En general, el evitar los peligros no es una parte del propósito esencial de las organizaciones económicas ni de las organizaciones gubernamentales relacionadas con los asuntos internos. Pero los botes de salvamento y las brigadas de bomberos, así como los ejércitos y los buques de guerra, son organizados y construidos con el propósito de evitar los peligros. En cierto sentido menos inmediato, esto es también verdad de las corporaciones religiosas, que existen en parte para aquietar los temores metafísicos que están hondamente arraigados en nuestra naturaleza. Si alguien se siente inclinado a discutir esto, que recuerde himnos como el siguiente:

Rock of Ages, cleft for me,

Let me hide myself in thee; Jesu, lover of my soul,

Let me to thy bosom fly,

While the gathering waters roll,

While the tempest still is high.4

En la sumisión a la voluntad divina hay un sentido de la salvación final que ha llevado al sometimiento religioso a muchos monarcas que nunca se hubieran sometido a un ser puramente terrenal. Todas las sumisiones tienen sus raíces en el miedo, sea humano o divino el caudillo a que nos sometamos.

Se ha convertido en un lugar común que la agresividad tiene también con frecuencia sus raíces en el miedo. Yo me inclino a pensar que esa teoría ha sido llevada demasiado lejos. Es verdad de cierta clase de agresividades, por ejemplo, la de D. H. Lawrence. Pero dudo mucho de que los hombres que se hacen piratas sean los que están llenos de un terror retrospectivo de sus padres, o de que Napoleón, en Austerlitz, sintiese realmente que se las tenía que haber con madame Leticia. Nada sé de las madres de Atila o de GengisKhan, pero más bien sospecho que echaron a perder con mimos a sus pequeños, quienes más tarde encontraron el mundo irritante porque a veces se resistía a sus caprichos. El tipo de agresividad que es consecuencia de la timidez no es, según pienso, el que inspira a los grandes caudillos. Los grandes caudillos, podría decir, tienen una confianza excepcional en sí mismos, la cual no es solamente superficial sino que penetra profundamente en lo subconsciente.

La confianza en sí mismo, necesaria para un caudillo, puede ser producida de varios modos. Históricamente, uno de los más comunes ha sido la situación de mando hereditaria. Léanse, por ejemplo, los discursos de la reina Isabel en los momentos de crisis: se verá al monarca imponiéndose a la mujer, convenciéndola, y a través de ella a toda la nación, de que sabe lo que se debe hacer como no puede saberlo una persona común. En su caso, el interés de la nación y el de la soberana están en armonía; por eso era «Good Queen Bess». Podía inclusive elogiar a su padre sin despertar indignación. No hay duda de que el hábito del mando hace más fácil conllevar las responsabilidades y adoptar decisiones rápidas. Un clan que sigue a su jefe hereditario actúa probablemente mejor que si elige su jefe echado a suertes. Por otro lado, un organismo como la iglesia medieval, que elige su jefe teniendo en cuenta sus méritos y por lo general después de una considerable experiencia en los puestos administrativos de importancia, alcanzaba generalmente mucho mejores resultados que los que lograban en el mismo período las monarquías hereditarias.

Algunos de los más hábiles caudillos conocidos en la historia han surgido en situaciones revolucionarias. Consideremos por un momento las cualidades que dieron el éxito a Cromwell, a Napoleón y a Lenin. Los tres dominaron a sus respectivos países en tiempos difíciles y se aseguraron el servicio voluntario de hombres capaces que no eran sumisos por naturaleza. Los tres tuvieron un valor y una confianza en sí mismos ilimitados, combinados con lo que sus colegas consideraban como un juicio seguro en los momentos difíciles. Sin embargo, de los tres, Cromwell y Lenin pertenecían a un tipo y Napoleón a otro. Cromwell y Lenin eran hombres de profunda fe religiosa que se creían los ministros designados para una empresa extrahumana. Por lo tanto, su deseo de poder les parecía indudablemente justo y se preocupaban muy poco de las recompensas que el poder trae consigo —como el lujo y la comodidad— que no pueden armonizarse con su identificación con el objetivo cósmico. Esto es verdad especialmente de Lenin, pues Cromwell, en sus últimos años, tenía conciencia de haber caído en pecado. Sin embargo, en los dos casos es la combinación de la fe con una gran capacidad lo que les dio valor y les permitió inspirar a sus seguidores la confianza en su dirección.

Napoleón, en oposición a Cromwell y a Lenin, es el ejemplo supremo del soldado de fortuna. La revolución le ayudó, puesto que le dio la oportunidad de ascender, pero por otra parte le era indiferente. Aunque satisfizo el patriotismo francés y dependió de él, Francia, como la Revolución, fue para él solamente una oportunidad; inclusive en su juventud había jugado con la idea de luchar por Córcega contra Francia. Su éxito se debió no tanto a cualidades excepcionales de carácter como a su habilidad técnica en la guerra: cuando otros hombres hubieran sido derrotados él salía victorioso. En los momentos críticos, como en el 18 Brumario y en Marengo, dependió de otros para el éxito; pero tenía dones espectaculares que le capacitaban para apropiarse de lo que realizaban sus ayudantes. El ejército francés estaba lleno de jóvenes ambiciosos; fue su talento y no su psicología lo que dio a Napoleón el éxito cuando otros fracasaban. Su fe en su buena estrella, que finalmente le llevó a la caída, era efecto de sus victorias, no su causa.

Viniendo a nuestros días, Hitler puede ser clasificado, psicológicamente, con Cromwell y Lenin, así como Mussolini con Napoleón.

El soldado de fortuna, o el jefe pirata, es un tipo que tiene en la historia más importancia que la que se imaginan los historiadores «científicos». Algunas veces, como Napoleón, consigue hacerse a sí mismo el caudillo de grupos de hombres que tienen propósitos en parte impersonales: los ejércitos revolucionarios de Francia se concebían a sí mismos como los libertadores de Europa y así eran considerados tanto en Italia como en gran parte de la Alemania occidental. Pero el mismo Napoleón nunca buscó otra liberación que la que le pareció útil para su carrera. Con frecuencia no se pretende objetivos impersonales. Alejandro pudo haber pretendido helenizar el Oriente, pero es dudoso que sus macedonios estuviesen interesados en este aspecto de sus campañas. Los generales romanos, durante los últimos cien años de la República, no estaban interesados principalmente en el dinero y se aseguraban la lealtad de los soldados distribuyéndoles tierras y tesoros. Cecil Rhodes profesaba una fe mística en el Imperio británico, pero esa fe proporcionaba buenos dividendos, y a los soldados de caballería que contrató para la conquista de Matabeleland se les ofreció claramente ventajas pecunarias. La codicia organizada con pequeño o ningún disfraz ha desempeñado un gran papel en las guerras del mundo.

El ciudadano ordinariamente tranquilo, según hemos dicho, es conducido por el miedo a someterse a un caudillo. Pero esto difícilmente puede ser verdad de una cuadrilla de piratas, a no ser que no les sea accesible una profesión más pacífica. Una vez establecida la autoridad del caudillo, puede inspirar miedo a los individuos turbulentos; pero hasta que llega a ser caudillo y es reconocido como tal por la mayoría no está en situación de inspirar miedo. Para adquirir la situación de caudillo debe sobresalir por las cualidades que confieren la autoridad: la confianza en sí mismo, la decisión rápida, la habilidad para decidir las medidas justas. La autoridad es relativa: César puede hacer que Antonio le obedezca, pero nadie más puede hacerlo. Muchos creen que la política es difícil y que hacen mejor en seguir a un caudillo. Sienten esto instintiva e inconscientemente, como sucede a los perros con sus dueños. Si no fuese así, la acción política colectiva sería apenas posible.

Ese amor al poder, como motivo, está limitado por la timidez, que también limita el deseo de autodirección. Desde el momento en que el poder nos capacita para realizar mayor número de nuestros deseos que los que podríamos realizar de otro modo, y desde que nos asegura la deferencia de los otros, es natural desear el poder en tanto que no lo impida la timidez. Esa clase de timidez disminuye con el hábito de la responsabilidad e inversamente las responsabilidades tienden a aumentar el deseo de poder. La experiencia de la crueldad y de la hostilidad puede operar en varias direcciones: en los que se asustan fácilmente produce el deseo de escapar a la observación, mientras que los espíritus más audaces se sienten estimulados a buscar posiciones en las cuales puedan infligir crueldades más bien que sufrirlas.

Después de la anarquía, el primer paso natural es el despotismo, porque es facilitado por el mecanismo instintivo de la dominación y de la sumisión; esto ha sido comprobado en la familia, en el Estado y en los negocios. La cooperación igualitaria es mucho más difícil que el despotismo y está mucho menos de acuerdo con el instinto. Cuando los hombres intentan una cooperación igualitaria es natural que cada uno de ellos se esfuerce por alcanzar el dominio completo, puesto que no entran en juego los impulsos hacia la sumisión. Es casi necesario que todas las partes afectadas reconozcan una lealtad común a alguien ajeno a todas ellas. En China tienen éxito con frecuencia los negocios familiares a consecuencia de la lealtad confuciana a la familia; pero las compañías de negocios impersonales parecen irrealizables, pues nadie se siente obligado a demostrar honestidad con respecto a los socios. Donde existe un gobierno elegido por deliberación, debe existir, para que tenga éxito, un respeto general por la ley, o por la nación, o por algunos principios que respeten todas las partes. La Sociedad de Amigos, cuando ha de decidir sobre algún asunto dudoso, no vota y decide por mayoría, sino que discute hasta que llega a adquirir «el sentimiento de la reunión», que se considera que es inspirado por el Espíritu Santo. En este caso se trata de una comunidad desusadamente homogénea, pero sin algún grado de homogeneidad no es posible gobernar mediante la discusión.

Un sentimiento de solidaridad suficiente para hacer posible un gobierno mediante la discusión puede ser engendrado sin mucha dificultad en una familia como la de los Fugger o la de los Rothschild, en un pequeño cuerpo religioso como el de los cuáqueros, en una tribu bárbara o en una nación en guerra o en peligro de guerra. Pero en lo exterior la presión es indispensable: los miembros de un grupo se unen por miedo de estar separados. Un peligro común es con mucho el medio más fácil de conseguir la homogeneidad. Ésta, sin embargo, no resuelve el problema del poder en el mundo como un todo. Queremos prevenir los peligros —por ejemplo, la guerra—, lo que es causa de cohesión, pero no queremos destruir la cooperación social. El problema es difícil psicológicamente tanto como políticamente, y si podemos juzgar por analogía es probable que sea resuelto, si se resuelve de algún modo, por el despotismo inicial de alguna nación. La cooperación libre entre las naciones, acostumbradas como están al liberum veto, es tan difícil como entre la aristocracia polaca antes de la partición. La extinción, en este como en aquel caso, parece haber sido preferida igualmente al sentido común. La humanidad necesita un gobierno, pero en las regiones donde ha prevalecido la anarquía debe someterse en primer término únicamente al despotismo. En consecuencia, debemos asegurar ante todo el gobierno, aunque sea despótico, y solamente cuando el gobierno se ha hecho habitual podemos esperar con éxito hacerlo democrático. «El poder absoluto es útil para construir una organización. Más lento, pero igualmente seguro, es el desarrollo de la presión social que reclama que el poder sea utilizado en beneficio de todos los que están afectados por él. Esa presión, constante en la historia eclesiástica y política, aparece ahora en el campo económico.»5

He hablado hasta ahora de los que mandan y de los que obedecen, pero hay un tercer tipo, a saber: los que se apartan. Hay hombres que tienen el valor de negarse a someterse sin sentir la arrogancia que produce el deseo de mando. Semejantes hombres no están fácilmente de acuerdo con la estructura social y de una manera o de otra buscan un refugio en el que puedan gozar de una libertad más o menos solitaria. A veces hombres de ese temperamento han alcanzado gran importancia histórica. Los primeros cristianos y los primeros inmigrantes norteamericanos representan dos especies de ese género. A veces el refugio es mental y a veces es físico; a veces exige la completa soledad del ermitaño, a veces la soledad social de un monasterio. Entre los refugiados mentales hay los que pertenecen a sectas oscuras, aquellos cuyos intereses son absorbidos por manías inocentes y aquellos que se ocupan en recónditas y poco importantes formas de erudición. Entre los refugiados físicos hay hombres que exploran las fronteras de la civilización y exploradores como Bates, el «naturalista del Amazonas», que vivieron felices durante quince años sin otra sociedad que la de los indios. Algo del temperamento del ermitaño es un elemento necesario en muchas formas de excelencia, desde que capacita a los hombres para resistir la tentación de la popularidad, para realizar trabajos importantes a pesar de la indiferencia o de la hostilidad generales y para exponer opiniones que se oponen a los errores prevalecientes.

De estos que se apartan, algunos no son genuinamente indiferentes al poder, sino únicamente a obtenerlo por los medios usuales. Semejantes hombres pueden convertirse en santos o en heresiarcas, en fundadores de órdenes monásticas o de nuevas escuelas de arte y literatura. Se consideran a sí mismos como gentes disciplinadas que combinan el amor a la sumisión con el impulso a la revuelta; el último evita la ortodoxia, en tanto que el primero lleva a la adopción sin examen de los nuevos dogmas. Tolstoi y sus seguidores ilustran este modelo. El solitario auténtico es muy diferente. Un ejemplo perfecto de su tipo es el melancólico Jacques, que comparte el destierro con el buen Duque porque éste se halla en el destierro y luego permanece en el bosque con el mal Duque antes que volver a la Corte. Muchos inmigrantes norteamericanos, después de haber sufrido numerosas penalidades y privaciones, vendieron sus granjas y se dirigieron hacia el Oeste tan pronto como la civilización les alcanzó. Para hombres de ese temperamento el mundo ofrece cada vez menos oportunidades. Algunos caen en el crimen, otros en una filosofía malhumorada y antisocial. El contacto excesivo con los secuaces produce misantropía, la cual, cuando no se puede alcanzar la soledad, conduce naturalmente a la violencia.

Entre los tímidos, la organización es promovida no solamente por la sumisión a un caudillo sino por la confianza que se siente al formar parte de una multitud en la que todos sienten de igual modo. En una reunión pública entusiasta cuyo propósito es simpático para uno hay un sentimiento de la exaltación, combinado con entusiasmo y seguridad. La emoción que se comparte se hace cada vez más intensa, hasta que desplaza a todos los demás sentimientos, excepto un exultante sentimiento de poder producido por la multiplicación de los ego. La excitación colectiva es una intoxicación deliciosa en la cual el sentido común, la humanidad y hasta la propia preservación son olvidadas fácilmente y en la que son igualmente posibles las matanzas atroces y los martirios heroicos. Esta clase de intoxicación, como las otras, es difícil de resistir una vez que han sido experimentados sus deleites, pero al final lleva a la apatía, al cansancio y a la necesidad de un estímulo cada vez más fuerte si se quiere reproducir el fervor primitivo.

Aunque para producir esa emoción no es necesario un caudillo, pues se puede producir mediante la música o gracias a ciertos acontecimientos excitantes que presencia la muchedumbre, las palabras de un orador son el método más fácil y usual para suscitarla. El placer de la excitación colectiva es, en consecuencia, un elemento importante del poder de los caudillos. Es preciso que el caudillo no comparta los sentimientos que suscita; puede decirse a sí mismo como el Antonio de Shakespeare:

Now let it work: mischief, thou art afoot,

Take thou what course thou wilt!6

Pero es muy poco probable que el caudillo pueda tener buen éxito, a menos que goce de poder sobre sus secuaces. Puede ser llevado, en consecuencia, a preferir una situación y una muchedumbre que hagan más fácil su triunfo. La mejor situación es aquella en la que existe un peligro lo suficientemente serio para hacer que los hombres se sientan bravos para combatirlo, pero no tan terrible que haga que predomine el miedo; una situación, por ejemplo, como el estallido de una guerra contra un enemigo que es considerado formidable pero no invencible. Un orador hábil, cuando quiere estimular el sentimiento guerrero, produce en su auditorio dos capas de creencias: una superficial, en la cual el poder del enemigo es magnificado hasta hacer que parezca necesario un gran valor, y otra más honda, en la cual hay una firme convicción de la victoria. Ambas pueden simbolizarse en un lema como «el derecho debe prevalecer sobre la fuerza».

La multitud que prefiere el orador es aquella más propensa a la emoción que a la reflexión, que está llena de temores y en consecuencia de odios, que se impacienta ante los métodos lentos y graduales y que está al mismo tiempo exasperada y llena de esperanza. El orador, si no es un cínico completo, desea adquirir una serie de creencias que justifiquen sus actividades. Pensará que el sentimiento es una guía mejor que la razón, que nuestras opiniones deben formarse en la sangre mejor que en el cerebro, que los mejores elementos de la vida humana son los colectivos más bien que los individuales. Si dirige la educación, la hará consistir en una alteración de ejercicios y de intoxicación colectiva, mientras los conocimientos y el juicio serán abandonados a los devotos de la ciencia inhumana.

Los individuos que aman el poder, sin embargo, no son todos del tipo del orador. Hay hombres de una clase muy diferente, cuyo amor al poder ha sido alimentado por su dominio del mecanismo. Tomemos, por ejemplo, el relato de Bruno Mussolini sobre sus proezas en el aire durante la guerra de Abisinia:

Teníamos que bombardear las colinas boscosas, los campos y las aldeas... Todo ello era muy divertido. Apenas tocaban la tierra, las bombas estallaban en humo blanco y en una llama enorme y la hierba seca comenzaba a arder. Yo pensaba en los animales: Dios mío, cómo corrían... Cuando quedaron vacíos los lanzabombas, comencé a arrojar bombas de mano... Era muy divertido: no era fácil alcanzar a un gran Zariba rodeado de grandes árboles. Tuve que apuntar cuidadosamente al techo de paja y sólo conseguí hacer blanco al tercer tiro. Los infelices que se hallaban dentro, viendo que ardía el techo, salieron fuera corriendo como locos. Rodeados por un círculo de fuego, alrededor de quinientos etíopes hallaron una muerte horrible. Parecía un infierno.

Mientras el orador necesita mucha psicología intuitiva para alcanzar el éxito, el aviador del tipo de Bruno Mussolini puede encontrar su placer sin más psicología que la que implica el saber que no es agradable morir abrasado. El orador es un tipo antiguo; el hombre cuyo poder se basa en el mecanismo es moderno. Aunque no del todo: léase, por ejemplo, cómo utilizaron los cartagineses a los elefantes al final de la primera guerra púnica, para pisotear, hasta matarlos, a los mercenarios amotinados.7 Su psicología, si no su ciencia, era la misma que la de Bruno Mussolini. Pero hablando comparativamente, el poder mecánico es más característico de nuestra edad que de cualquier tiempo anterior.

La psicología del oligarca que depende del poder mecánico no se ha desarrollado todavía por completo. Sin embargo, es una posibilidad inminente y cuantitativa, aunque no cualitativamente, completamente nueva. Ahora sería posible para una oligarquía preparada técnicamente, mediante el manejo de aviones, de navíos, de grandes centros de energía eléctrica, de transportes motorizados, etcétera, establecer una dictadura que no exija la aquiescencia de los súbditos. El imperio de Laputa se mantuvo gracias a su poder de interponerse entre el sol y una provincia rebelada. Algo casi igualmente severo sería posible para una unión de técnicos científicos. Podrían destruir una región recalcitrante y privada de luz, de calor, de energía eléctrica, después de fomentar la dependencia de esas fuentes de comodidad, podrían inundarla de gases ponzoñosos y de bacterias. La resistencia sería completamente imposible. Los dirigentes, estando habituados al mecanismo, contemplarían el material humano como se han acostumbrado a contemplar sus máquinas, como algo insensible gobernado por leyes que el manipulador puede operar en su propio provecho. Un régimen semejante se caracterizaría por una fría inhumanidad que superaría a todo lo conocido en las tiranías anteriores.

El poder sobre los hombres, y no el poder sobre la materia, es el tema de este libro; pero es posible establecer un poder técnico sobre los hombres que esté basado en el poder sobre la materia. Los que tienen el hábito de manejar mecanismos poderosos, y que por medio de ese manejo han adquirido el poder sobre los seres humanos, puede esperarse que contemplen imaginativamente a sus súbditos de un modo completamente diferente que los hombres que dependen de la persuasión, aunque sea deshonesta. Muchos de nosotros hemos perturbado licenciosamente en algún tiempo un nido de hormigas y hemos contemplado con suave contento la precipitada confusión que se producía. Observando desde lo alto de un rascacielos el tránsito de Nueva York los seres humanos dejan de parecer humanos y adquieren un aspecto absurdo. Si uno estuviese armado del rayo, como Júpiter, sentiría la tentación de arrojarlo entre la muchedumbre, por el mismo motivo que nos lleva a revolver el nido de hormigas. Éste era evidentemente el sentimiento de Bruno Mussolini cuando contemplaba a los etíopes desde su aeroplano. Imaginemos un gobierno científico que, por miedo al asesinato, viva siempre en avión, excepto los descensos ocasionales en campos de aterrizaje construidos en la terraza de altas torres o en medio del mar. ¿No es probable que semejante gobierno no tendría un interés muy profundo por la felicidad de sus súbditos? ¿No es más probable, por el contrario, que, dada la manera impersonal como contemplaría sus máquinas, cuando algo pretendiera sugerirle que después de todo no son máquinas, sentiría la rabia fría de los hombres cuyos axiomas son discutidos por su subordinados y exterminaría hasta la más pequeña resistencia?

El lector puede pensar que todo esto no es sino una simple pesadilla innecesaria. Quisiera poder compartir esa opinión. El poder mecánico, estoy convencido de ello, tiende a engendrar una nueva mentalidad que lo hace más importante que en ninguna época anterior para encontrar los medios de manejar a los gobiernos. La democracia puede haberse hecho más fácil gracias a los progresos de la técnica, pero se ha hecho también más importante. El hombre que tiene a su disposición un vasto poder mecánico es probable que, si no se le fiscaliza, llegue a sentirse un dios, no un Dios cristiano de amor, sino un Thor o un Vulcano paganos.

Leopardi describe la acción del Vesubio:

Estos campos desiertos

Bajo el peso borrados

De infecundas cenizas, y cubiertos

De lava endurecida

Que bajo el pie del peregrino cruje

Y donde al sol se anida

Y retuerce la sierpe ponzoñosa

Y el conejo que vuelve a su sabida

Oculta madriguera cavernosa,

Fueron alegres villas y labranzas,

De copiosas espigas se doraron,

Y por sus lontananzas

Los rebaños mugientes resonaron;

Fueron ricos palacios y jardines,

Moradas deleitosas,

Donde los prepotentes

Consumaron sus ocios en festines,

Y ciudades famosas

Que el monte altivo al fin en sus torrentes

Anegó, con sus techos y sus gentes.

Hoy, en torno, la ruina

Envuelve todo aquí.8

Ahora esos resultados pueden ser conseguidos por los hombres. Los han logrado en Guernica; quizá dentro de poco los consigan en donde ahora se extiende la gran ciudad de Londres. ¿Qué puede esperarse de bueno de una oligarquía que habrá llegado al dominio por medio de semejantes destrucciones? Y si fuesen Berlín y Roma, y no Londres y París, las ciudades destruidas por el rayo de los nuevos dioses, ¿podría sobrevivir la humanidad en los destructores después de semejante hazaña? ¿No comenzarían a encolerizarse los que tienen sentimientos humanos, y ahogando sus sentimientos de piedad, no se harían aún peores que los que no tienen necesidad de suprimir su compasión?

En otros tiempos, los hombres se vendían al diablo para adquirir los poderes mágicos. En nuestros días adquieren ese poder por medio de la ciencia y se ven en la necesidad de convertirse ellos mismos en diablos. No hay esperanza para el mundo mientras el poder no sea domeñado y puesto al servicio, no de este o de aquel grupo de tiranos fanáticos, sino de toda la raza humana, blanca, amarilla y negra, fascista, comunista y demócrata, pues la ciencia ha hecho inevitable que todos vivan o que todos mueran.

3

LAS FORMAS DEL PODER

El poder puede ser definido como la producción de los efectos deseados. En estos términos es un concepto cuantitativo: dados dos hombres con deseos similares, si uno de ellos alcanza todos los deseos que alcanza el otro y además otros, no tiene más poder que el otro. Pero no hay medios exactos de comparar el poder de dos hombres, uno de los cuales puede alcanzar un grupo de deseos y el otro un grupo distinto de deseos. Por ejemplo, si tenemos dos artistas, cada uno de los cuales desea pintar buenos cuadros y hacerse rico, pero el uno solamente consigue pintar buenos cuadros y el otro solamente hacerse rico, no hay modo de estimar cuál de ellos tiene mayor poder. Sin embargo, es fácil decir, de un modo general, que A tiene más poder que B, si A consigue muchos de los efectos que persigue y B solamente unos pocos.

Hay varias maneras de clasificar las formas del poder, cada una de las cuales tiene su utilidad. En primer lugar está el poder sobre los seres humanos y el poder sobre la materia muerta o las formas no humanas de la vida. Me referiré principalmente al poder sobre los seres humanos, pero será necesario recordar que la principal causa de cambio en el mundo moderno es el creciente poder sobre la materia que debemos a la ciencia.

El poder sobre los seres humanos puede ser clasificado por la manera de influir en los individuos o por el tipo de organización que implica.

Un individuo puede ser influido: a) por el poder físico directo sobre su cuerpo, por ejemplo, cuando es encarcelado o muerto; b) por las recompensas y los castigos utilizados como alicientes, por ejemplo, dando o retirando empleos; c) por la influencia en la opinión, por ejemplo, la propaganda en su sentido más amplio. En este último punto podría incluir la oportunidad para crear en otros los hábitos deseados, por ejemplo, mediante los ejercicios militares. La única diferencia es que en semejantes casos la acción se produce sin un intermediario mental que pueda llamarse opinión.

Esas formas de poder se manifiestan más desnuda y simplemente en nuestras relaciones con los animales, en las que no se consideran necesarios los disfraces y los pretextos. Cuando un cerdo con una cuerda alrededor del lomo es alzado a la bodega de un barco a pesar de sus gruñidos, está sujeto a un poder físico directo sobre su cuerpo. Por otro lado, cuando el proverbial asno sigue a la proverbial zanahoria, le inducimos a actuar como queremos persuadiéndole de que está en su interés hacerlo. Intermediario entre estos dos casos es el de los animales amaestrados, cuyos hábitos han sido formados mediante castigos y recompensas. También, aunque algo diferente, es el caso del rebaño inducido a embarcarse en un buque cuando la oveja que va a la cabeza es obligada a entrar por la fuerza y todas las demás la siguen voluntariamente.

Todas estas formas de poder tienen ejemplos entre los seres humanos.

El caso del cerdo ilustra el poder militar y policial.

El asno con la zanahoria tipifica el poder de la propaganda.

Los animales amaestrados muestran el poder de la «educación».

El rebaño que sigue a su forzado conductor representa a los partidos políticos siempre que, como es usual, el caudillo reverenciado es esclavo de una camarilla de cabecillas del partido.

Apliquemos estas analogías esópicas a la ascensión de Hitler. La zanahoria era el programa nacionalsocialista (que implicaba, por ejemplo, la abolición de los intereses); el asno era la clase media inferior. El rebaño y su caudillo eran los socialdemócratas e Hindenburg. Los cerdos (solamente en lo que se refiere a sus desdichas) son las víctimas reunidas en los campos de concentración, y los animales amaestrados son los millones de hombres que hacen el saludo nacionalsocialista.

Las organizaciones más importantes se pueden distinguir aproximadamente por la clase de poder que ejercen. El ejército y la policía ejercen el poder coercitivo sobre el cuerpo; las organizaciones económicas utilizan las recompensas y los castigos como incentivos y amenazas; las escuelas, las iglesias y los partidos políticos persiguen una opinión influyente. Pero estas distinciones no son muy claras puesto que cada organización utiliza otras formas de poder además de aquella que le es más característica.

El poder de la ley puede ilustrar estas complejidades. El poder último de la ley es el poder coercitivo del Estado. La característica de las comunidades civilizadas es que la coerción física directa (con algunas limitaciones) sea prerrogativa del Estado, y la ley es una serie de disposiciones de acuerdo con las cuales el Estado ejerce su prerrogativa con respecto a sus ciudadanos. Pero la ley utiliza el castigo, no solamente con el propósito de hacer físicamente imposibles las acciones indeseables, sino también como un aliciente; una multa, por ejemplo, no hace imposible una acción, sino que la hace menos atractiva. Además —y éste es un asunto mucho más importante— la ley es casi impotente cuando no está sostenida por el sentimiento público, como se pudo ver en los Estados Unidos durante el prohibicionismo, o en Irlanda en 1880, cuando los rebeldes tenían la simpatía de la mayoría de la población. En consecuencia, la ley, como fuerza efectiva, depende de la opinión y del sentimiento más que de los poderes de la policía. El grado de sentimiento en favor de una ley es una de las características más importantes de una comunidad.

Esto nos lleva a una distinción muy necesaria entre el poder tradicional y el poder adquirido recientemente. El poder tradicional cuenta con la fuerza de la costumbre; no tiene necesidad de justificarse a cada momento ni de demostrar continuamente que la oposición no tiene fuerza bastante para derribarlo. Además está casi invariablemente asociado a creencias religiosas o casi religiosas que condenan la resistencia. Puede, por consiguiente, descansar en la opinión pública en un grado mucho mayor que el que es posible en el poder revolucionario o usurpado. Esto tiene dos consecuencias más o menos opuestas: por un lado, el poder tradicional, desde que se siente seguro, no teme a los traidores y es probable que prescinda de la tiranía política activa; por otro lado, donde persisten las antiguas instituciones, las injusticias a que son siempre propensos los poseedores del poder tienen la sanción de la costumbre inmemorial y en consecuencia pueden ser más evidentes que lo que sería posible bajo una nueva forma de gobierno que esperase conseguir el apoyo popular. El reinado del terror en Francia es un ejemplo de la tiranía revolucionaria y la corvée de la tiranía tradicional.

Al poder basado en la tradición y en el asentimiento yo le llamo poder «desnudo». Sus características difieren grandemente de las del poder tradicional. Y donde persiste el poder tradicional, el carácter del régimen depende, en una extensión casi ilimitada, de su sentimiento de seguridad o de inseguridad.