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Azúcar Y Especias
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Azúcar y especias
Mark Williams
––––––––
Traducido por Consuelo Cardozo
“Azúcar y especias”
Escrito por Mark Williams
Copyright © 2016 Mark Williams
Todos los derechos reservados
Distribuido por Babelcube, Inc.
www.babelcube.com
Traducido por Consuelo Cardozo
“Babelcube Books” y “Babelcube” son marcas registradas de Babelcube Inc.
Página de Titulo
Página de Copyright
Azúcar y especias
Mark Williams
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Capítulo 108
Capítulo 109
Capítulo 110
Capítulo 111
Capítulo 112
Capítulo 113
Capítulo 114
Capítulo 115
Capítulo 116
Capítulo 117
Capítulo 118
Capítulo 119
Capítulo 120
Capítulo 121
Capítulo 122
Capítulo 123
Capítulo 124
Capítulo 125
Capítulo 126
Capítulo 127
Capítulo 128
Capítulo 129
Capítulo 130
Capítulo 131
Capítulo 132
Capítulo 134
Capítulo 135
Capítulo 136
Capítulo 137
Capítulo 138
Capítulo 139
Capítulo 140
Capítulo 141
Capítulo 142
Capítulo 141
Capítulo 142
Capítulo 143
Capítulo 144
Capítulo 145
Capítulo 146
Capítulo 147
Capítulo 148
Capítulo 149
Capítulo 150
Capítulo 151
Capítulo 152
Capítulo 153
Capítulo 154
Capítulo 155
Capítulo 156
Capítulo 157
Capítulo 158
Capítulo 159
Capítulo 160
Capítulo 161
Capítulo 162
Capítulo 163
Capítulo 164
Capítulo 165
Capítulo 166
Capítulo 167
Capítulo 168
Capítulo 169
Capítulo 170
Capítulo 171
Capítulo 172
Capítulo 173
Capítulo 174
Capítulo 175
Capítulo 176
Capítulo 177
Capítulo 178
Capítulo 179
Capítulo 180
Capítulo 181
Capítulo 182
Capítulo 183
Capítulo 184
Capítulo 185
Capítulo 186
Capítulo 187
Capítulo 188
Capítulo 189
Capítulo 190
Capítulo 191
Capítulo 192
Capítulo 193
Capítulo 194
Capítulo 195
Capítulo 196
Capítulo 197
Capítulo 198
Capítulo 199
Capítulo 200
Capítulo 201
Capítulo 202
Capítulo 203
Capítulo 204
Capítulo 205
Capítulo 206
Capítulo 207
Capítulo 208
Capítulo 209
Capítulo 210
Capítulo 211
Capítulo 212
Capítulo 213
Capítulo 214
Capítulo 215
Capítulo 216
por
(ya publicado con el pseudónimo Saffina Desforges)
––––––––
Esta historia es una obra de ficción.
Cualquier semejanza de un personaje con una persona viva o muerta es mera coincidencia.
––––––––
ISBN: 978-1-908961-59-4
¿a dónde acudes?
“¡Blanco destruido!”
El niño vio satisfecho la lata abollada de Coca deslizarse grácilmente bajo el agua estancada. Se lamió el índice y marcó un punto invisible en un marcador imaginario.
Su amigo pasó un brazo desnudo por una frente sudorosa. “¡Empatados a tres!”
Sus ojos vagaron en busca de la siguiente descarga de adrenalina. El brazo del maniquí en la otra orilla, hecha visible por la estela de la barcaza, llamó su atención y accionó el modo fantasía.
“¡Ataque alienígena!”
El asalto de piedras y guijarros batió el agua alrededor del objetivo, pero rara vez logró un impacto directo. Las pocas que lo lograron no sonaron discerniblemente.
El primer niño tomó una roca más grande, la apuntó con cuidado, la lanzó con ímpetu y dio de lleno en el blanco, mandándolo bajo la superficie.
“¡Sensacional!”
El primer niño aceptó el halago airosamente. Pero cuando el objeto volvió a emerger, sin algunos trozos que parecían habérsele descascarado, fue hora de acercarse a inspeccionar.
“¡Alto al fuego! ¡Ingresa un herido!” El segundo niño corrió por la compuerta de la esclusa con la agilidad que da la práctica.
Colgaba justo bajo la superficie, suspendido entre varios restos y desechos flotantes que caracterizan un canal urbano ya viejo. Los arcoíris de las manchas de aceite sobre la oscura superficie del agua, iridiscentes al sol matinal, se sumaban al espectro de colores que desfilaban por el canal en forma de latas de Coca, paquetes de frituras y bolsas plásticas de compras, atraídas irresistiblemente al agua.
Bajó con cautela por los peldaños de metal envueltos en cieno y sujetos al muro de la esclusa y se inclinó sobre el agua para acercarlo valiéndose de una rama de saúco. Era una réplica poco convincente para ser un maniquí.
Demasiado pálido, de aspecto hinchado y escamoso que le recordaba a un pez putrefacto.
Podía ver uñas amarillas y, por un segundo apenas, se imaginó ver un hueso saliendo del codo.
Vaciló, mirando a su amigo, luego desechó el pensamiento con una sonrisa avergonzada y se alegró de no haber dicho nada.
Conforme se acercaba el premio la pensó dos veces pero fue su curiosidad la que dominó. Su amigo observaba ansioso.
El brazo tenía un aspecto céreo bajo el cieno, las hierbas y las extrañas sanguijuelas. No se animó a usar las manos. Una bolsa de Tesco flotaba por ahí, promocionando a los moradores de las profundidades del canal que Por Muy Pequeño Que Sea, Te Saca De Apuros. La sacó enganchándola en la rama, dejó escurrir el agua de su interior y luego la envolvió sobre el objeto que tenía ante él. La levantó con aire triunfal y volvió poco a poco por los peldaños hasta tierra firme.
Con una mueca de disgusto, el primer niño se resistía a la curiosidad mientras su amigo colocaba la bolsa sobre el suelo y se preparaba para revelar el trofeo. Sin agua que envolviese el hedor, la realidad se fue imponiendo lentamente, aunados los sentidos de la vista y del olfato para llegar a la inevitable conclusión.
Un miembro.
Un miembro pudriéndose, no más grande que los suyos.
El brazo de un niño o de una niña.
Mientras el segundo niño miraba asombrado, el primero ya iba de carrera a casa, un solo llanto de horror en vez de un alarido, y dos carreras prometedoras en el canal llegaron a un fin prematuro.
La Unidad de la Policía Marina de Scotland Yard, la antigua División Támesis, el cuerpo de la policía marina, ya estaba pre ocupada con un salto suicida desde el Puente de la Torre y con un bote que, corriente abajo, se había soltado de sus amarres y estaba siendo llevado por el Támesis con la marea menguante.
Un bote patrullero policial cerca de la escena lidió sin demora con el bote suelto.
Ambos, el salto suicida y el macabro descubrimiento en la esclusa Southall, ameritaban los escasos recursos de la Unidad especializada de Búsqueda Subacuática de UPM.
Pasado el mediodía, esta unidad especializada de UPM estaba lista al lado del canal para iniciar la búsqueda, los once miembros del diestro escuadrón de la policía en la escena. Mientras el primer buzo policial se deslizaba en el agua turbia, el miembro cercenado yacía en el laboratorio de patología de un hospital londinense cercano.
El Dr. David Thewliss condujo la evaluación preliminar y juzgó que el brazo pertenecía a una niña de entre ocho y doce años de edad, y que llevaba hasta una semana en el agua. Salvo dos uñas, todas habían dejado al miembro, pero las que quedaban se merecían toda la atención del doctor.
Decidió reservarse la opinión hasta que se encontrase el resto del cuerpo e instruyó al laboratorio móvil permanecer a la espera. En su experiencia, el resto del cuerpo de la niña debía estar en el canal y cerca. Un experto de la junta de aguas que asesoraba a la policía les pidió acordonar un área de aproximadamente un kilómetro a ambos del lados del hallazgo en el canal.
Luz y oscuridad ya nada significan a unos metros bajo el agua así que la búsqueda no cesó durante la noche. Mientras los buzos de la policía exploraban táctilmente las profundidades del canal, los registros de niñas perdidas se consultaban y cotejaban en apresto de lo inevitable. Los oficiales en Londres estaban particularmente ocupados, pero por todo el país aguardaban las fuerzas policiales.
En el centro de operaciones de la División de Investigación Criminal (DIC) en Fort Hill, Margate, el Detective Inspector David Pitman pasó ansioso la noche, pendiente del teléfono y cancelados ya sus compromisos del día siguiente.
Pesimista por naturaleza, Pitman se imaginaba lo peor sólo para sentir el alivio de no verlo materializarse. Cuarenta años en el trabajo daban pie a esa clase de negatividad. Fue a primera hora de la mañana del martes que le llegó la confirmación. Esta vez no habría alivio.
Pese a todos los esfuerzos de la policía por mantener alejada a la gente, las orillas del canal de Southall no tardaron en llenarse de gente curiosa y preocupada, y de gente de la prensa, rauda en percibir el desenvolvimiento de una historia mayúscula. Estas son primicias, recordaban a sus audiencias una y otra vez los presentadores de televisión, inmaculadamente acicalados.
El brazo cercenado de una niña en un mugriento canal era de interés nacional. Periodistas, fotógrafos y camarógrafos por igual sobrevolaban como buitres, en espera de lo peor. Los editores pusieron la producción en pausa y contuvieron la respiración hasta ver lo peor.
Conforme se divulgaba la noticia del macabro hallazgo, el tiempo se detenía por todo el país para los padres de niñas perdidas; pegados a sus aparatos de la tele, pendientes del teléfono, a la espera de una llamada que oraban no recibir.
Acordonar el canal probó ser imposible. Se retuvo a los botes en un punto a casi un kilómetro a ambos lados de la esclusa, pero la policía se esforzó en vano por mantener alejadas a las multitudes. Potentes cámaras apuntaban la escena desde todo ángulo. Un helicóptero sobrevolaba registrando eventos, listo para acercarse a la primera señal de actividad.
Era imperativo estar ahí el momento en que se diera el aviso.
El momento en que se encontrara el cuerpo.
Rumores sin confirmar sobre la uña amarilla en el brazo cercenado iban y venían entre consejos editoriales de centros noticiosos en el país, argumentos persuasivos volaban en pro y en contra sobre cómo manejar la historia.
Antes de las cinco en punto, el asunto se resolvió y la luz del amanecer agregó un aura de misterio. Una actividad policial in crescendo en el dique de la otra orilla fue el primer aviso a los medios de comunicación de que se había acabado la espera.
Hay que reconocer que la policía hizo todo lo posible por ocultar el hallazgo de la intrusión de la prensa.
Pero conforme el cuerpo de la niña, todavía atado a la bicicleta, se trajo lentamente a la superficie, hubo treinta segundos en que el cadáver en descomposición fue expuesto a los ojos del mundo, antes de desaparecer detrás de una pantalla de lona que servía de improvisado quirófano de patología.
Mientras los oficiales peritos en escenas del crimen (SOCO) se alistaban para asegurar el área, los editores en todo el país se frotaban las manos de júbilo.
La realidad de la muerte es muy distinta a la versión saneada que acaba en las pantallas de la tele y las páginas de los periódicos. El cuerpo de una niña muerta puede despejar hasta al periodista más curtido.
Pero inclusive para quienes, por suerte, jamás habían visto un cadáver descomponiéndose, no fue la imagen de los restos la que se grabó indeleblemente en su mente.
Fue la espeluznante imagen de las tres uñas pintadas en el brazo que quedaba, el único color, vibrante en comparación con los colores pastel, tornándose grisáceos, de la putrefacción.
Por el avanzado estado de descomposición quedó descartado pedir a la familia una identificación formal, pero el ADN pronto probaría ser concluyente.
La bicicleta fue suficiente para DI Pitman, quien se dirigía a ver a la mamá de la niña el momento en que el cuerpo emergió del agua. Inclusive si ella no estaba viendo la extensa cobertura noticiosa en la tele, Pitman sabía que de todos modos se enteraría en cosa de una hora.
Se lo debía: el decírselo frente a frente.
Ningún padre debería enterarse de la muerte de su hijo o su hija por una pregunta de la prensa.
Matt Burford, compañero de la inconsolable madre, esperaba en el portal mientras Pitman se acercaba por la senda del jardín. Los intercambios de cortesía estaban de más.
“¿No hay posibilidad alguna de que sea otra niña?”
“No nos confirmarán su ADN antes de mañana, pero no. La bicicleta es de Rebecca. La ropa también coincide. No tendría sentido esperar que no sea ella”.
Claire apareció más allá del portal cuando Matt le dio paso a Pitman. Su pose agachada, sus ojeras y los ojos húmedos, y sus clavículas penosamente visibles ya lo decían todo.
Pitman dudó, sin saber cómo saludar apropiadamente.
Claire descruzó los brazos huesudos para extender una mano temblorosa, las uñas en carne viva de tanto mordérselas. “No se preocupe, Inspector. Tuve dos semanas para prepararme. No lo voy a hacer sentir incómodo”.
Las palabras de Pitman salieron atropelladamente. “Tenemos... tenemos una oficial entrenada, si usted prefiere...”
“Lo que quiere Claire por sobre todo son respuestas, Dave, no a una completa extraña diciéndole puerilidades bienintencionadas y dándole respuestas de protocolo”.
Pitman se volvió a Claire. “Aun así... algunas personas hallan que las ayuda”.
Claire negó con la cabeza, luchando por controlarse. La pregunta salió susurrante por una garganta constreñida, un fuerte asma en el pecho inducido por el estrés, inhalador en mano. “¿Qué le hizo?”
“No lo sabremos con seguridad hasta que terminen la autopsia, Claire”. Pitman se detuvo, consciente de que ella quería saber más. “Parece que fue estrangulada”.
Matt extendió su brazo hacia Claire pero ella se apartó.
“Estoy bien, Matt”. Miró de frente a Pitman, buscando sus ojos. “¿La... tocó?”
“Seguimos a la espera de...” se detuvo. Se lo debía a Claire, a Matt, el no caer en respuestas oficiales. “Es casi seguro que sí. El cuerpo fue desnudado. Lo sabremos en unas horas. Lo siento”.
Las piernas de Claire finalmente flaquearon. Extendió una mano para estabilizarse. “¿Puedo verla?”
Pitman frotó la pipa que tenía en el bolsillo, desesperado por encenderla. Siempre era más difícil con alguien que uno conocía, allende cuán poco. “Claire, el cuerpo... Rebecca... estuvo en el agua por mucho tiempo... Nada queda por ver”.
Matt extendió su mano, aferró la de Claire y la apretó con fuerza. Esta vez ella no se opuso.
Conteniendo un sollozo, reclinó la cabeza sobre el hombre de Matt, las lágrimas cayendo a raudales por sus pálidas mejillas.
Matt preguntó, “¿Qué viene ahora?”
“Haremos todo lo que podamos, Matt, tú lo sabes”.
Hizo una pausa y se volvió a Claire. “Tengo que hacerle una pregunta. Lo siento. ¿Rebecca alguna vez se puso barniz en las uñas?”
Claire se veía confusa, tratando de enfocarse en el rostro de Pitman a través de sus lágrimas. “¿Las uñas?”
“Claire, sus uñas están de amarillo brillante. No se lo mencionó en la descripción que se hizo cuando desapareció. ¿Se acuerda haberla visto pintarse las uñas antes de salir esa noche?”
Claire inhaló con fuerza, su voz vacilante. “Rebecca nunca usó maquillaje de ningún tipo. Nunca”.
“¿Quizás en la casa de alguna amiga?”
Claire levantó repentinamente la vista, una esperanza frenética en sus ojos. “Inspector, ¿está seguro de que es ella? ¿Podría ser otra niña?”
Con toda el alma Pitman quería darle esperanzas a Claire, pero extinguió el deseo externamente con lo que dijo a continuación.
“Es Rebecca. Lo siento mucho”.
––––––––
Por consejo de Pitman, Claire se quedó en el departamento de Matt en la explanada marina, en la base del acantilado oriental de Ramsgate.
Lograron salir justo antes de que la vanguardia de la prensa descendiera sobre la Bahía de Pegwell, pidiendo comentarios predecibles de vecinos alarmados. Entre los periodistas, los propios colegas de Matt.
Matt ahora veía su oficio con otros ojos. Su móvil se quedó apagado. Sabía que su propio editor estaría a la espera de una exclusiva. Pero el entregarla a tiempo, súbitamente, perdió toda importancia.
Mientras Claire sucumbía al respiro que le daba una leve sedación, Matt comenzó la tarea nada envidiable de contactar parientes y amistades listadas en la libreta de direcciones de Claire, la mayoría nombres sin rostros. Se imaginó que tendría la oportunidad de conocer a muchos en el funeral y se preguntó por qué debía ser una tragedia la que reuniese a la gente.
––––––––
Era la tercera súplica a la prensa que hacía Claire en quince días, pero con mucho era la más difícil.
Los ruegos anteriores, para que Rebecca vuelva a casa, para que quien la hubiese visto se pusiera en contacto, para que quien la tenía fuese compasivo y la dejase ir, ya eran redundantes.
Matt estaba sentado a su lado, fuera del campo de visión, mientras ella leía el pedido de información, ensayado y escrito por la policía.
Alguien, en algún lugar, debe estar sospechando algo...
Debe saber algo...
Debe haber visto algo...
Fue un intento valeroso, pero demasiado pronto. Claire se echó a llorar ante las cámaras, vertiendo amargura en vez del guión. Corrían las lágrimas y Matt entró al campo de visión y la abrazó y terminó el pedido él mismo, apenas capaz de controlar sus propias palabras.
Sus colegas periodistas saborearon el momento, divididos entre su compasión por un colega y el drama de interés humano que se desenvolvía.
A Pitman, complacido sin demostrarlo, le llegaba la emoción de Claire, pero estaba seguro de que una escena tan emotivamente cargada daría resultado.
Mientras Matt sacaba a Claire de la sala, Pitman se ubicó al centro del escenario para esquivar una marejada de preguntas, y se encontró al lado del Detective Superintendente John Weisman para dar el sumario formal. Era la investigación de Pitman, le aseguró Weisman en más de una ocasión y le dijo que no tenía intención de inmiscuirse. Pero como ahora la investigación era por homicidio, lo cual involucraba a dos fuerzas policiales independientes, era más que apropiado que el oficial más antiguo hiciera el sumario inicial.
Pitman consintió de buen agrado. Su retiro ya estaba a la vista y no tenía intención alguna de pasar sus últimos años en la fuerza batallando con sus superiores - mucho menos con el recién llegado. Weisman llevaba apenas un mes en la estación y estaba entusiasta por establecerse como una figura de la comunidad. Pitman se imaginó que querría disfrutar su momento de gloria ante las cámaras y luego desaparecer en su oficina.
Claire y Matt observaron la conferencia en una pantalla de vídeo en la intimidad de una habitación adyacente. En otras circunstancias Matt hubiese estado en primera fila, clamando por los detalles que harían la primera página del día siguiente. Pero en este momento le enfermaba la jauría sanguinaria de la prensa.
Weisman hizo todo un espectáculo del hojear sus notas y consultar con su DI antes de proceder con las presentaciones y de expresar sus condolencias a la familia. La prensa reunida escuchó cortésmente las formalidades, pero cuando el Superintendente abordó los detalles del homicidio, hubo un silencio en que sólo se escuchaba el leve zumbido del equipo electrónico de grabación; los periodistas atentos a cada una de sus palabras.
“Gracias a los resultados del ADN, ahora podemos decir, más allá de toda duda, que el cuerpo hallado es el de Rebecca Anne Meadows, la niña de diez años que, según informes, fue vista por última vez saliendo de su casa en la Bahía de Pegwell la noche del viernes dos de agosto”.
Weisman hizo una pausa para que el joven periodista de la primera fila terminara de anotar. Pitman miró al joven con desdén. ¿Qué diablos hacía un novato cubriendo un caso así de importante? Debe haber sido la sustitución a último minuto de un periodista más experimentado. El escritorzuelo tenía su tarjeta de identidad puesta al revés en la solapa. Pitman se propuso hablar con él antes de que se fuera.
Weisman retomó la palabra. “Lastimosamente, debido al tiempo que el cuerpo estuvo en el agua, los resultados de la autopsia no son tan detallados como hubiésemos querido. Sin embargo, podemos hacer las siguientes observaciones casi con certeza. Es probable que el cuerpo de Rebecca haya estado en el canal por diez días al menos, lo que nos sugiere que fue asesinada poco después de su abducción. Creemos que la muerte fue causada por estrangulación por ligadura”.
“¿Fue violada?” El joven escritorzuelo al frente esperó con ansia la respuesta a su pregunta.
Pitman entró en cólera, pero Weisman admitió la pregunta con toda seriedad. El bullicio cundió en la sala. Los crímenes sexuales vendían. Esto era lo que todos querían saber y estaban encantados de que el novicio al frente hubiese sacado el asunto a la luz con tanta rapidez.
Weisman optó por tomarse un tiempo. “Como ya dije, debido al avanzado estado de descomposición, los resultados de la autopsia no fueron tan claros como habríamos querido. Pero no, no hay señal de violación”.
Hubo un suspiro de decepción casi audible.
“Pero estaba desnuda, ¿cierto?” El escritorzuelo novato otra vez. Las cámaras se enfocaron y hubo una avalancha de fogonazos de luz en la sala. ¡Este muchacho no tendría que comprar un solo trago en toda la noche!
“Obviamente, el hecho de que a la víctima se la desnudó sugiere una motivación sexual”.
Pitman estaba impresionado de ver a Weisman despersonalizar la declaración, omitiendo el nombre de Rebecca cuando hablaba de aspectos sexuales, pero usando su nombre en otras ocasiones para recordar a todos que esta niña era la hija de alguien.
“¿Se ha recuperado toda su ropa?” La pregunta vino de atrás.
“La mayor parte, no toda. Aún no contamos con el casco de ciclista de la niña, su banda del cabello, medias y calzoncillo. Nuestros colegas de UPM siguen buscándolos; creen que deben haberse desprendido del cuerpo y que podrían estar en cualquier parte a lo largo del canal”.
De la audiencia: “¿Podría ser que el asesino se quedara con la ropa interior, como trofeo?”
“No podemos descartar esa posibilidad”.
“¿Volverá a matar?” Fue el escritorzuelo novato al frente.
Weisman lo miró iracundo. No era una pregunta con la que quería lidiar, pero ya no tenía opción. “Tenemos que estar abiertos a la posibilidad. Quienquiera haya cometido este atroz asalto, este brutal asesinato de una niña indefensa, es claramente alguien muy, muy perturbado. Urgimos a las madres y los padres en todas partes que estén atentos - que tengan cuidado”.
“¿Es un asesino en serie?”
Weisman miró al joven escritorzuelo como si quisiera matarlo con la mirada, no muy seguro de qué responder. Pitman vino en su ayuda.
“¿Cómo puede ser un único incidente el trabajo de un asesino en serie, hijo? Piénselo”.
El escritorzuelo se veía debidamente avergonzado. Weisman suspiró aliviado, recorriendo la sala con la mirada a la espera de la próxima pregunta.
Alguien preguntó, “¿Y qué de las uñas pintadas?”
Weisman levantó la mano para captar la atención de todos.
“Ésa es una buena pregunta. Señores, señoras. Quisiera empezar por aclarar que ni el Comisario de Kent ni la Fuerza Policial Metropolitana desean ser asociadas a este mote estúpido y alarmista de Peligro Amarillo que algunos editores inconscientes, hasta se diría irracionales, escogieron poner al perpetrador de este nefando crimen. Este tipo de periodismo en nada ayuda a la investigación y apenas alcanzo a imaginar el sufrimiento que causa a la familia de la víctima”.
Hubo un silencio un tanto abochornado al registrar los comentarios. Weisman subió un grado en la estima de Pitman.
“Respecto a su pregunta, podemos confirmar que el asesino pintó de amarillo las uñas de la niña. El propósito sólo lo podemos conjeturar. Lo que podemos decir definitivamente es que las uñas no fueron pintadas con barniz de uñas. La pintura es un producto en base a cromato de plomo que suele usarse para señalización vial. El producto no es fácilmente asequible al público en general y esto ciertamente será un factor que guiará nuestra investigación”.
“¿Algún sospechoso, DS Weisman?”
“Estamos revisando nuestros registros de agresores conocidos y les aseguro que se está explorando toda ruta posible en la caza de este individuo. Hay varias personas a las que queremos entrevistar y les avisaremos de avances tan pronto los tengamos. Estamos seguros de poder hacer arrestos en un futuro muy cercano”.
Una ráfaga de preguntas surgió de toda la audiencia cuando fue evidente que el sumario había acabado. Weisman se paró y levantó su mano para acallarla.
“Gracias señores, señoras. Eso es todo lo que podemos decir en esta etapa”.
Unos cuantos periodistas persistieron pero la mayoría ya estaba peleando por salir.
Mientras la sala se vaciaba, Weisman y Pitman se dirigieron a la puerta de atrás, ignorando las preguntas que todavía les lanzaban.
Pitman reconoció a Tony Kellerman cuando lo vio acercarse; era un periodista independiente con la merecida reputación de saber más de lo que debería.
Pitman le dio a Weisman unas palmaditas al hombro en falso gesto de camaradería y lo apuró. Antes de que pudiesen llegar a la puerta ya tenían a Kellerman con ellos.
“Superintendente, una última pregunta”.
Weisman lo ignoró. Ya había dejado en claro que la declaración se había acabado.
Pitman abrió la puerta y le hizo señas a su superior para que pase.
“No más preguntas”, gruñó Pitman.
“¡Superintendente!” persistió Kellerman.
Weisman se volvió a él. “Eso es todo, caballeros. No más preguntas, por favor”.
Kellerman estaba ahí, micrófono en mano.
“Sr. Weisman, sólo una pregunta, por favor. ¿Cómo está su Tío Tom?”
La reacción fue brevísima.
Apenas una crispación.
Mientras Pitman empujaba a su superior por la puerta y la cerraba tras ellos, la sonrisa en el rostro de Kellerman lo dijo todo.
––––––––
Greg Randall observaba inexpresivamente el funeral en el informativo de media tarde.
Casi al final, DI Pitman repitió al público el pedido de ayuda. Alguien, en algún lugar, dijo, debe tener sospechas de un amigo, un vecino o un pariente. Recitó de memoria un número confidencial al cual llamar, que corrió como anuncio al pie de la pantalla hasta terminar en una advertencia a madres y padres de estar atentos. “Un hombre peligroso está suelto. Podría volver a atacar en cualquier momento”.
Cuando el tema cambió a deportes, Randall apagó la tele y tomó su chaqueta, estaba pensando a mil por hora.
Se detuvo ante la barandilla del parque de juegos y se quedó mirando a los niños. Unas cuantas madres estaban por ahí conversando amigablemente mientras sus hijos jugaban.
“¡Papi! ¡Papi!”
Randall giró para ver a las Gemelas Dinamita corriendo hacia él con los bracitos extendidos, y sus preocupaciones se desvanecieron. Se inclinó para levantar a las dos niñas de seis años, una bajo cada brazo, apretándolas con afecto paterno.
“¿Greg? ¿Qué haces aquí?” Era la pregunta inocente, dicha casualmente, de su esposa Bethan, claramente encantada, aunque sorprendida, de verlo. “¿No hubo trabajo hoy?”
Abrazó a las niñas con fuerza mientras replicaba, siempre equitativo con sus afectos. “Terminé temprano, amor. Pensé que estarías aquí con las Gemelas”. Bajó a las dos niñas y las encaminó al parque de juegos. “Sólo cinco minutos. Tengan cuidado”.
“Debiste haber venido con nosotras a la guardería, Greg. Tamara tiene otra foto en la pared y a Natalie le está yendo tan bien con su lectura. Honestamente, a veces creo que aprenden más en vacaciones que durante la época de clases”.
Randall apoyó su espalda contra la barandilla, de cara a la calle.
Ojos que no ven, corazón que no siente. Jaló a Bethan por la mano hacia sí y le plantó un beso en los labios. Ella hizo ademán de resistirse, ligeramente ruborizada ante las otras madres que miraban esta demostración pública de afecto. Pero después de ocho años de matrimonio sabía mejor que nadie que no debía quejarse, pues tantas de sus amigas envidiaban la aparente frescura de su relación.
“¿No puedes esperar a que lleguemos a la casa?”
“No, hagámoslo aquí, en el parque. Ya mismo. Delante de todos”.
“¡Greg!” Una turbada Bethan se apartó de su marido. “¡Natalie! ¡Tamara! Vamos o llegaremos tarde al té”.
Comenzó a caminar, a apurar a las niñas, ignorando sus protestas justificadas de que los cinco minutos prometidos todavía no habían acabado.
Randall pasó su brazo por el de su esposa. “Bueno, entonces cuando lleguemos a casa”, persistió en tono practicado. “Las Gemelas pueden jugar en el jardín. Pondremos seguro a la puerta, desconectaremos el teléfono y ¡Boom! ¡Boom! ¡Boom! mientras los vecinos siguen en el trabajo”.
Bethan se aseguró de que las niñas les estuvieran siguiendo y lo jaló hacia sí. Le dio un pico.
Las Gemelas Dinamita estaban justo detrás y una de ellas deslizó la mano por la palma de su papá y los tibios deditos agarraron los suyos. Bajó la vista para mirarla corriendo a su lado, las piernas cortitas luchando por caminar a la par. Ella miró hacia arriba y le sonrió. Un escalofrío le recorrió la columna. Eran demasiado preciadas.
Sacó el celular de su bolsillo.
“No lo escuché sonar”.
“No sonó. Sólo que necesito llamar a la oficina. Me olvidé de algo”.
Bethan giró sorprendida. “¿No puede esperar a que lleguemos a casa?”
Golpeteó el reloj del celular. “Podría, pero si lo intento ahora, me evitará horas de trabajo extra en la mañana. Ve con las niñas. Las alcanzo”.
“¿Estás seguro de que no es la rubia tonta con la que te vi el otro día?”
Randall la miró horrorizado. “¿Qué rubia tonta?”
“Estoy bromeando, vida”. Bethan le dio un pico en los labios. “Voy a poner a hervir agua en la caldera. No tardes mucho”.
Bethan siguió caminando, reprendiendo a Natalie por alejarse de la acera y acercarse a la calle. Esperó a que se alejaran para buscar la letra Q en el menú. El tono del dial ronroneó brevemente y la llamada entró.
“Quisiera hacer una cita, para ver al Dr. Quinlan”.
––––––––
Matt giró impaciente en su silla mientras escaneaba los resultados de Google, la vista experimentada recorriendo detalles, escogiendo palabras y frases claves.
Habían pasado más de dos semanas desde que los niños encontraron el cuerpo de Rebecca. El menor seguía traumatizado. Sedado en el hospital, sus padres al lado de su cama. El segundo niño se recuperó sin evidencia alguna de efectos adversos.
Matt taquigrafió unas notas, volviendo gradualmente a la rutina del trabajo después de unos días de permiso por motivos familiares.
Marcó áreas en la pantalla con el cursor y las fue copiando y guardando para agregarlas al archivo cargado de informes de prensa sobre asesinatos de niños en los últimos treinta años. En algún momento tendría tiempo para revisar los detalles, para escoger algún punto saliente.
La policía, tanto el Comisario local de Kent como Scotland Yard, debe haber estado haciendo lo mismo, con informe oficiales más precisos que la poquísima información que se destilaba a la prensa.
Había formas de circunvalar ese problema, pero Matt prefería comenzar por explorar las vías legales. Además de todo, McIntyre querría saber detalles de las fuentes antes de permitir que se publicase la historia de algún sospechoso.
Una sonrisa le separó lo labios al pensar en Danny.
Habían algunas fuentes que Matt prefería no explicar.
Desplegó en la pantalla un directorio de prensa de los archivos e inició una búsqueda de trauma en la niñez. Nada específico sobre niños que se encuentran cadáveres pudriéndose. Taquigrafió algunas observaciones generales, pero el material era demasiado vago para ser útil.
En otras circunstancias habría ampliado el detalle con un poco de conjetura y observaciones de sentido común, y las habría atribuido a fuentes anónimas si se las cuestionaba.
Pero esta vez era personal.
Estaba optando por exactitud, pese a la presión por cumplir con una fecha inminente de entrega y pese a la autoritaria presencia de McIntyre.
Abrió su celular, obtuvo una extensión y eventualmente una conexión.
“Aquí el Profesor Large”. El acento típico de la gente de Liverpool.
“Gavin, es Matt”.
“Matt. ¿Cómo estás, compañero? ¿Llamas como periodista o como amigo?”
“Como periodista”.
“Ajá. Es mi descanso para almorzar, compañero. ¿Podría ser en otro momento?”
“Te respaldaré con otra fuente”.
“Sigue siendo mi descanso para almorzar”.
“¿Asumo que has estado al tanto del asesinato que hubo aquí?”
Large suspiró. “¿La niñita que encontraron hace una semana? ¿Rachael no sé qué?”.
“Rebecca. Rebecca Meadows”.
“El asesinato del Peligro Amarillo, ¿no es cierto? Me imaginé que cubrirías la historia”.
“No sólo la cubro, Gavin. Estoy involucrado en lo personal. Yo conocía a la niña”.
“¿La conocías?”
“¿Te acuerdas de John y Claire Meadows?”
“Vagamente. ¿Fotógrafo? ¿Tumor cerebral?”
“Ella era su hija”.
Silencio en la línea. “Dios. ¿No están tú y Claire...?”
“Como dije, Gavin, estoy involucrado en lo personal”.
La línea volvió a quedar en silencio, luego, “Matt, lo siento mucho. Nunca los hilé. Quiero decir, cualquier cosa que ocurra en tu lado de Birmingham podría estar en otro planeta. ¿Hay algo que pueda hacer? ¿Cómo está Claire?”
“Como es de esperarse. Lo estamos tomando un día a la vez”.
“El tiempo lo cura todo, Matt. Ya verás. ¿Alguna noticia del bastardo que lo hizo?”
“Nada todavía. Estoy tratando de mantener a la prensa interesada hasta que haya noticias. Odiaría ver esta investigación desvanecerse discretamente sin producir algo. Sólo otro asesinato de una niña sin resolver durmiendo en el archivo”.
“Eso no va a pasar”.
“¿Por qué tan seguro?”
“Fue demasiado ritualista. Este no fue un crimen de pasión o por lucro. Fue un asesinato calculado y frío. Cualquiera que esté tan enfermo que mate a una niña y luego decore el cuerpo está en busca de gratificación. Ese tipo de gente no sólo lo disfruta, Matt. Lo necesita. Acuérdate de mí, matará otra vez si no se lo atrapa”.
Después de colgar, Matt giró su silla y miró por la ventana hacia la ciudad.
Desde el cuarto piso del prestigioso centro de operaciones de Southern Media Solutions, Canterbury se extendía a sus pies.
Pensó en la conversación telefónica. Respetaba en mucho las opiniones de Gavin Large. Es más, necesitaba material en la pantalla para la siguiente tirada de impresión, para que McIntyre dejara de atosigarlo.
Se llevó un Malteser a la boca y dejó que el chocolate se derritiese lentamente en su lengua. Le ayudaba a relajarse. A concentrarse.
Se parecía al placer del infante al mamar, le explicó Large una vez. El Profesor Large lo ponía casi todo en términos de mamar.
El celular sonó y Matt mecánicamente lo tomó y lo abrió.
Número restringido.
“Burford”.
“Matt, es DI Pitman”.
Matt sonrió. Pitman siempre era formal en el teléfono de la Estación.
“¿Alguna noticia?”
“Nada que puedas imprimir, Matt. ¿Nos podemos reunir en algún lugar tranquilo? ¿Extraoficialmente?”
“¿Extra?” Se preocupó. “¿Dónde estás?”
“Fort Hill, pero no quiero ser visto aquí contigo. ¿Estás ocupado?”
“Esto es importante, obviamente”.
“Más que importante. Puedo ir a Canterbury, ¿digamos en una hora?”
“¿Dónde?”
“Algún lugar neutral. Y tranquilo”.
“¿Café Nero? ¿En el piso de arriba?”
“Ya. Sesenta minutos”.
“¿De qué se trata todo esto, Dave?”
Hubo una larga pausa antes de que Pitman replicara. “¿Has oído hablar del Tío Tom?”
“¿Debería haber oído hablar de él?”
“Vas a desear que no”.
Matt ya estaba en su segundo latte cuando llegó Pitman.
“Cómo está Claire?”
“Aguantando”. Sabía mejor que nadie que al DI no se lo presionaba antes de que estuviese listo, pero la curiosidad pudo más. “¿El Tío Tom?”
Pitman miró a su alrededor furtivamente antes de contestar. “¿Recuerdas la última conferencia de prensa? ¿La declaración que emitimos después de la autopsia?”
“Estaba ahí. ¿Por qué?”
“No fue toda la historia”.
Matt se encogió de hombros. “¿Y?”
“Y Tony Kellerman lo sabe”.
“No me sorprende”.
“Tiene una copia del informe de la autopsia”.
Matt contuvo el aliento. “¿Por qué molestarse?”
“Creemos que se filtró desde la Metro. Ellos dicen que no, pero era claro que Kellerman sabía algo el otro día. Algo que le dijo a Weisman cuando salíamos”.
“¿Qué dijo?”
Pitman ignoró la pregunta. Explicaría cuando lo viese necesario.
“Tenemos razones para creer que Kellerman hará público lo que sabe, esta noche o mañana. En tu opinión, Matt, si tuviese un nuevo ángulo de esta historia, uno importante, ¿se lo entregaría a la televisión esta noche o se lo guardaría para los titulares de mañana?”
“Dios, Dave. ¿De qué se trata?”
“Como dije al teléfono, esto es estrictamente extraoficial. Weisman me quitaría la jubilación si supiera que estoy hablando contigo”.
“Pero si Kellerman ya lo tiene...”
“Exacto. Es que no quiero que Claire se entere por otra persona”.
“¡Por Dios Santo!”
Pitman captó la indirecta. “Voy a ser franco, Matt. Rebecca presentó a los forenses una serie de problemas. Ni siquiera la causa de la muerte está establecida en un cien por cien, aunque claramente se intentó estrangularla”. Bajó la voz hasta hacerla un murmullo. “El patólogo halló algo”.
Matt se congeló. Contuvo la respiración mientras Pitman buscaba la forma de decirlo.
“Este bastardo enfermo dejó una tarjeta de visita, envuelta en una bolsa de congelador”.
Los nudillos de Matt se pusieron blancos cuando apretó su tazón de café.
“Lo siento. Queríamos mantenerlo entre nosotros, pero ahora Kellerman lo sabe”.
Matt asintió con la cabeza, la mente en blanco.
“Es sólo una tarjeta barata, de una impresora como las que encuentras en cualquier centro comercial grande. El logo es un cucurucho de helado. Uno de Ninety-Nine. Y las palabras ‘Con mis mejores deseos, Tío Tom’”.
Matt forzó las palabras por entre dientes apretados. “Volverá a matar”.
“Es casi seguro. Lo que más nos asusta es que llegue a los titulares y provoque el próximo asalto más temprano que tarde”.
“A la mierda con Kellerman. ¿No puedes conseguir que los editores se abstengan?”
“No con algo tan grande. No tenemos argumentos legales en contra. Además, igual lo empapelaría por toda la Internet”.
Matt asintió con la cabeza, era cierto.
“Un pequeño rayo de esperanza, Matt. Mañana en la mañana vamos a agarrar a seis sospechosos”.
“¿Seis? ¿Acaso no es...?”
“Exacto. No me ilusiona la idea. Además, ya los tuvimos a todos adentro hace unas semanas y nada conseguimos. Pero el Super tiene que mostrar que está haciendo algo”.
“¿Alguien que yo conozca?”
“Todos locales que tienen antecedentes con niños pequeños, obviamente. Algunos con condenas, otros sólo acusaciones... La mayoría sólo mirones. Dos contendientes serios, los otros sólo son para el consumo público, para que se vea que estamos haciendo algo”.
“Y los dos contendientes serios... ¿son?
“Uno tiene historial de haber trabajado en construir caminos. Un tenue enlace con las uñas pintadas. Una condena de hace años por imágenes indecentes. Nada desde entonces. No lo incluiría.”
“¿Y el otro?”
“Ése es raro. Condenado por pedófilo. En el Registro. Lo entrevisté la semana pasada, antes de que se encontrase el cuerpo de Rebecca. Cuestión de rutina. No me dejó impresión alguna. Desde entonces que reviso sus detalles con pinza y lupa. Sin duda está tan enfermo como el que más, pero nada sugiere que sea capaz de esto. Me satisfizo hacer a un lado el archivo. Pero...”
“¿Dave?”
“La Metro recibió una llamada anónima de una mujer desde un celular prepago no localizado; dijo que vivía cerca. Dijo que vio un Peugeot rojo cerca al canal poco después de que la niña desapareciera y que el conductor tiró algo grande al agua. Como te imaginarás, nuestro hombre maneja un Peugeot rojo”.
“Dios”.
“Hay más. Una vez tuvo su propia furgoneta de helados”.
“¿Cómo se llama?”
“Sabes que no te lo puedo decir, Matt”.
“Si lo llevan a la estación, lo sabré mañana de todas formas”.
“Cierto es”. Pitman lo pensó por un momento. “Extraoficialmente, Thomas Bristow. Un hombre de Newington. Pero es extraoficial, Matt. Lo digo en serio”.
“No te preocupes. Sólo quiero decírselo a Claire. Pero tú no pareces convencido”.
“Es una posibilidad muy remota. Nombre Thomas, maneja un Peugeot rojo y solía ser un heladero. Demasiadas coincidencias, si me lo preguntas”.
Dudando, Matt arqueó una ceja. “¿El verdadero asesino le está tendiendo una trampa?”
“Nada así de siniestro, Matt. Gente como Bristow tiene un montón de enemigos. Simplemente hay alguien que tiene una idea enferma de lo que es divertirse. Lo traeremos a la estación mañana, haremos que los forenses desarmen su auto, habrá vuelto a su casa en una semana, y nos acusará de acosarlo. Ya me enfrenté a su abogado una vez. No tengo ganas de repetirlo. Pero es obvio que tenemos que investigar la información que recibimos”.
“¿Cuál es el cronograma entonces?”
“Weisman programó la recogida para mañana a las diez, por si quieres ir con un fotógrafo. Pero no me nombres. A mediodía habrá una declaración formal a la prensa, al menos para tratar de contener el daño si Kellerman sigue con lo suyo. Y ¿quién sabe? quizás juzgué mal. Quizás Weisman si puede distinguir su culo de su codo y Bristow resulta ser nuestro Tío Tom”.
Por necesidad y por recomendación de su abogado, Thomas Martin Bristow era una criatura de hábitos. Los jueves de cada segunda y cuarta semana del mes, viajaba de Kent a Middlesex para almorzar con su hermana en Hayes.
Observó desde la ventana de la cocina y justo cuando el cartero ingresó a la calle Ladbroke, salió de su casa en Newington, entró a su auto y anotó el kilometraje que indicaba el velocímetro en una libreta ya bastante usada. Al lado apuntó la hora, 0934, y la fecha, veintinueve de agosto.
Cuando el cartero apareció desde un pórtico, Bristow sacó cuidadosamente a la calle el envejecido Peugeot rojo y se dirigió al Cruce de Westwood.
Saludó a propósito al cartero con una inclinación de cabeza. El cartero replicó gesticulando una obscenidad. No era una forma agradable de empezar el día, pero Bristow valoraba más el haber sido visto que el ser popular.
Un cielo nublado auguraba lluvia, pero Bristow esperaba llegar a Hayes antes de que empezara a llover. Los limpiaparabrisas estaban gastados y debería cambiarlos, pero con el pago por desempleo no podía costearse lujos como reparar el auto.
No hubo percances en la primera parte del viaje, las nubes conteniéndose y el tráfico razonable. Preveía llegar a Hayes mucho antes del mediodía, pese a las obras camineras de nunca acabar en la carretera de enlace A2-M25 y a un accidente, despejado en parte, en el Cruce de Danson al acercarse a la capital.
A estas alturas, probablemente podría manejar por esta ruta con los ojos cerrados. Por años había hecho el mismo viaje por los mismos caminos en los mismos días de cada mes para disfrutar la compañía de su hermana y almorzar con ella. En el verano la invitación se extendía al té, pero en primavera e invierno sólo era el almuerzo. Thomas Bristow prefería estar en casa antes del anochecer.
El auto patrullero policial apareció de la nada justo al sur del Túnel Blackwall, cuando él giraba al oeste hacia Greenwich, y se enfiló detrás de su auto para seguirlo a apenas cuarenta y cinco kilómetros por hora por Blackheath.
Sintió gotas de sudor formarse inoportunamente en su frente, la boca seca, el estómago descompuesto. Trató de concentrarse en el camino que tenía por delante pero la imagen del vehículo patrullero en su retrovisor le atraía la vista cual imán.
Deptford.
New Cross.
Southwark.
El vehículo patrullero mantenía su distancia, navegando con el tráfico, obligando a otros vehículos a mantener la velocidad en el límite legal.
El Puente Vauxhall a la vista, el semáforo estaba por cambiar cuando llegó y lo cruzó en amarillo, la cabeza dirigida al frente, los ojos pegados al espejo. El vehículo patrullero se detuvo ante el semáforo. Detrás de él vio al tráfico en contraflujo separarlos.
Suspiró aliviado e ingresó al flujo de tráfico a lo largo del Terraplén. Sus axilas estaban empapadas y se propuso acordarse de invertir en un desodorante.
Maldiciendo su falta de control, encendió la radio para luego presionar botones en busca de una estación. Aunque de mediana edad, no le gustaba la música ligera. La estación Radio Four se impuso sobre el ruido y optó por un debate sobre la cuestión del Medio Oriente, agradeciendo el que lo distrajese de asuntos personales.
––––––––
Doce comisarios detectives estaban a cargo de recoger seis sospechosos, dos por recogida y cada una cuidadosamente coordinada por Weisman para lograr el máximo impacto mediático, los relojes sincronizados a su instrucción. A los detectives les pareció gracioso pero nada dijeron.
Justo a las 10 am seis pares de oficiales de DIC llamaban a la puerta de seis casas por todo el país.
Sólo cinco puertas se abrieron.
En la casa del Sr. Thomas Bristow en Newington no hubo respuesta.
A las 10.15, Weisman paseaba impaciente y de muy mal humor por el centro de operaciones, mirando enojado a sus colegas, maldiciendo su suerte, cancelando mentalmente la declaración a la prensa que se había planificado y que iba a anunciar la recogida a un público sorprendido.
Pese a la dudas de Pitman, Weisman estaba convencido de que Bristow era el indicado. Después de los titulares de esa mañana, todos los heladeros del país eran sospechosos. Bristow era un pedófilo condenado que no tenía coartada y cuyo auto alguien alegaba haber visto cerca de la escena. Bastaba para justificar al menos unos días de arresto para interrogaciones. Menos que eso y estarían expuestos a ser acusados de negligencia. Era un argumento que Pitman no podía dejar de reconocer.
A las 10.20, Weisman autorizó la transmisión de una orden de captura del auto de Bristow y los oficiales comenzaron a interrogar a los vecinos, quienes confirmaron lo que una mayor inspección de inteligencia les hubiese dicho de todas formas: que cada jueves de la segunda y cuarta semana del mes visitaba a su hermana en Hayes. Weisman se maldijo.
Había asumido un cargo de categoría superior mediante el programa de promoción acelerada, dejando atrás a hombres en la estación que eran más experimentados pero menos calificados.
Sabía que sus colegas no se perdían una sola de sus acciones, esperando, deseando que tropezara.
A regañadientes llamó a Scotland Yard.
––––––––
La sirena sonó a todo volumen una vez, justo detrás de Bristow, revolviéndole el estómago y sacando la transmisión radial de su mente. Apretó el volante y miró el espejo retrovisor. Ya no estaba el bus rojo familiar de dos pisos que lo había seguido por el Terraplén. En su lugar, las luces azules intermitentes del vehículo patrullero anunciaban su fanática presencia.
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