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Sólo una ladrona podía robarle el corazón... Melissa Tanner era la típica ladrona de guante blanco que intentaba retomar el buen camino. ¿Quién iba a pensar que la noche en la que trataba de devolver unas joyas acabaría atrapada en los brazos del guapísimo Kyle Radley? Aquello habría sido mucho más interesante... si Kyle no fuera un ex policía. Aunque sabía que estaba mal, Kyle no podía evitar sentirse atraído por Melissa... y tenía la sensación de que ella sentía lo mismo por él. No paraba de decir que no podía tener nada con un hombre que siempre la vería como una delincuente. Pero Kyle había decidido atrapar a aquella ladrona...
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Seitenzahl: 206
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Julia Beck Kenner. Todos los derechos reservados.
BESOS ROBADOS, Nº 1358 - marzo 2012
Título original: Stolen Kisses
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-584-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Emily Radley estaba sentada muy erguida a pesar de sus ochenta y seis años de edad. De frente a ella, Gregor y Tanner, su amigo de toda la vida, removía su bebida, aparentemente tranquilo a pesar de estar en aquel bar de mala muerte, con sus clientes vestidos de cuero y tachuelas.
Había elegido el sitio porque las posibilidades de ser reconocidos en un bar de moteros a las afueras de Santa Ana, en California, eran prácticamente inexistentes. Y aunque estaban muy cerca de sus respectivos hogares, cerca de las playas del Condado de Orange, en California resultaba muy sencillo entrar en un mundo totalmente distinto al exterior con sólo cruzar una puerta. Desde luego, ninguna de las personas del círculo social de Emily se acercaría a ese lugar, menos aún pondría el pie allí dentro.
Incluso Gregor y, cuya vida había sido de lo más… colorida, no sería reconocido. Aquél era el sitio perfecto para reunirse.
Sin duda podían haber quedado en otro lugar, pero la naturaleza popular del bar donde estaban había sido un punto a su favor. Habían ido allí a tramar un plan, y a Emily le gustaba el toque dramático que aquel sito le daba a su reunión.
Dio otro sorbo de su ginebra con tónica y se agarró las manos.
–¿Entonces estamos de acuerdo? –dijo Emily.
–Estoy aquí, ¿no?
A pesar de sus ochenta y cinco años, estaba tan guapo como siempre. Una vez, años atrás, Emily había estado enamorada del conocido señor Tanner. Siendo una ingenua en Hollywood, no había podido dar rienda suelta a sus deseos. Después de todo, eso había ocurrido antes de que la disponibilidad sexual de las artistas fuera un medio seguro de subir en el cine. En el presente se preguntaba qué se habría perdido al no corresponder al interés de Gregor y. Siempre había contado con su amistad, por supuesto, pero había sido la pequeña Martha Kline, que Dios la tuviera en su gloria, la que había conocido los secretos del corazón de Gregor y.
Emily sacudió la cabeza. Qué más daba. No estaban allí para pensar en el pasado, sino en el futuro. En sus herederos y en sus familias. Los dos chicos iban a trancas y barrancas, y pasaban los años sin que nadie cuidara de ellos aparte de un pequeño grupo de personas mayores. Y por mucho que Emily quisiera vivir eternamente, sabía que eso era una cosa que sus millones no podrían hacer por ella.
Y por eso precisamente Emily y Gregor y se las habían ingeniado para dar con el modo de juntar a sus nietos, y Emily estaba totalmente segura de que el plan funcionaría.
Sacó un paquete de su bolso sin mediar palabra. Había envuelto el estuche que contenía la joya en papel de estraza y lo había atado con un cordel. Así nadie averiguaría que el contenido valía más de medio millón de dólares.
Cuando él aceptó el paquete, Emily se fijó en el brillo de sus ojos. Por un momento se preguntó si volvería a ver el collar, pero inmediatamente desechó ese pensamiento. Tal vez fuera tonta, tal vez ingenua, pero confiaba en Gregor y.
Él se guardó el paquete en el bolsillo de la americana.
–No es que no me guste una buena trama, Emily, pero igual sería conveniente simplemente presentar a los chicos.
Ella rechazó su sugerencia con un gesto de la mano. Años atrás, tal vez ellos habían sido lo bastante tontos como para ocultar su amistad; pero era otra época, y Martha Kline, la esposa de Gregor y, no había aceptado que siguieran con ese afecto. Por eso mismo no era ése el mejor momento para revelar su larga amistad, particularmente teniendo en cuenta que la ignorancia de sus nietos en ese tema podría actuar en favor suyo. Y, aunque no se atrevería a reconocerlo delante de Gregor y, era mucho más divertido de esa manera.
–Le he presentado tantas chicas a Kyle que ya he perdido la cuenta –dijo finalmente Emily–. No. Él se olería algo si se nos ocurriera hacerlo así. Creo que hemos dado con la solución perfecta. Conseguiremos que se enamoren el uno del otro sin ni siquiera darse cuenta de lo que les está pasando. Un guión perfecto.
–¿Otro Oscar de la Academia para tu repisa?
Ella esbozó una sonrisa perfecta.
–Nunca he ganado un Oscar a la mejor dirección.
–Bueno, tal vez éste sea tu año –su sonrisa se desvaneció y arrugó el entrecejo–. ¿Y Frances está dispuesta a participar en esta charada?
–No te sorprendas tanto. Tenemos nuestras diferencias, claro está, pero cuando se trata de Kyle estamos de acuerdo. El chico necesita sentar la cabeza –le dio unas palmadas en la mano–. No te preocupes, Gregor y. Ya vamos por la mitad del primer episodio y todo va sobre ruedas. Kyle piensa que le he robado a mi hermana una reliquia de familia. Y conozco a mi nieto, y sé que va a hacer todo lo posible para enderezar mi error. Y como mañana vendrá a mi fiesta, estoy segura de que será el momento adecuado para hacerlo. Todo encaja de maravilla; ahora sólo queda que interpretes bien tu papel.
–Soy un ladrón, no un actor.
–Tonterías. Fuiste el más talentoso y apuesto de los actores de reparto que honró la gran pantalla.
Él frunció el ceño y la miró con vacilación.
–No te atrevas a amilanarte ahora, Gregor y Tanner. Hemos trazado un plan perfecto; nada podrá ir mal.
Por un momento él no reaccionó. Entonces asintió con firmeza y sacó un billete de veinte dólares del bolsillo para pagar las bebidas.
–Espero que tengas razón. No puedo evitar pensar que le he fallado a Melissa.
–Tonterías. Tú la has criado, has cuidado de ella…
–Le he enseñado una profesión.
Emily se puso tensa.
–Lo que la joven eligió como profesión tuvo poco que ver contigo. Lo importante es que ahora desea ser respetable, y que tú la estás apoyando con todo el entusiasmo del mundo.
Emily se puso de pie y él hizo lo mismo; entonces la ayudó a ponerse una cazadora ligera que la abrigaría de la fresca brisa marina.
–Aun así –empezó a decirle él mientras ella lo agarraba del brazo–, me sorprende que mi nieta Melissa te parezca adecuada para tu nieto. Quiero decir, dadas las circunstancias.
Al oír eso, Emily se acercó un poco más a él y lo agarró del brazo con más fuerza. Entonces, precisamente en el momento más oportuno, ladeó la cabeza levemente, lo miró a los ojos y esbozó la más sensual y delicada de las sonrisas.
–Por supuesto que no tengo objeción alguna –dijo Emily–. Sería una hipócrita si así fuera.
Gregor y la miró a la cara y finalmente sonrió. Y en ese momento Emily supo que él había visto la traza de deseo asomando a su semblante, tal y como ella había querido. Después de todo, tenía dos Oscars y tres Emmys en la repisa de la chimenea de su casa.
De haber querido ocultar sus emociones, era más que capaz de ello.
Pero en ese momento, en el ocaso de su vida y dado que los dos jugaban con el destino... Bueno, no era el mejor momento de actuar como una tímida violeta. No; aquella situación requería un papel mucho más desenfadado. Y ése era el papel para el que Emily había nacido.
Un rayo de luz se coló por la ventana de la habitación de Melissa Tanner y le hizo cosquillas en las pestañas. Se dio la vuelta bajo las sábanas, intentando robar unos minutos más de glorioso sueño. Un par de minutos, le daba igual. Sólo quería poder flotar en aquella maravillosa bruma entre el sueño y la vigilia, ese mundo lleno de sombras en el que los sueños pasaban flotando, se acercaban o se alejaban, donde unos minutos más de felicidad se conseguirían tan sólo tocando un botón del despertador.
–¿Melissa?
Unas pisadas resonaron en las escaleras que conducían a su dormitorio.
–¿Melissa? –repitió la voz–. No irás a pasar todo el día durmiendo, ¿verdad?
Melissa gimió mientras se cubría la cabeza, deseando que la fina colcha pudiera ahogar el sonido de la voz de su abuelo. ¿Sabía que no tenía malas intenciones, pero acaso era tan necesario recordarle de nuevo que seguía sin empleo?
Los golpes a la puerta resonaron en el dormitorio al tiempo que el reloj despertador empezaba a sonar.
Habían trascurrido otros siete minutos, de modo que más le valdría aguantarse y levantarse.
–Ya voy –dijo en voz alta para que la oyera su abuelo.
Acto seguido se sentó en la cama y plantó los pies en el suelo de un solo movimiento.
En los dos meses que habían pasado desde que la habían despedido, se había cruzado el Condado de Orange de punta a punta, había presentado docenas de currículos y pasado por al menos una veintena de entrevistas. La habían llamado de cinco, pero al final el trabajo siempre acababa en manos de otra persona. Las deudas se iban acumulando, además tenía que pagar impuestos, y su cuenta corriente peligraba.
Nada bueno.
Su situación financiera era catastrófica, y lo malo era que la licenciatura en Historia no le estaba exactamente abriendo las puertas de muchas empresas. Si no conseguía un empleo pronto, iba a meterse en un buen lío. No sólo se había quedado casi sin ahorros, sino que no tenía nada más de lo que depender. Ni dinero, ni experiencia laboral. Porque a la hora de la verdad, a parte del empleo de aprendiz de director que había perdido recientemente, no tenía en realidad experiencia con la que pudiera ganarse la vida.
Aunque eso no era del todo cierto. Tenía unas habilidades de lo más lucrativas. Pero ser ladrona no era una opción profesional, y ella estaba empeñada en ser desde ese momento una ciudadana ejemplar. Hasta entonces en su vida sólo había habido secretos, y en general estaba cansada de todo ello. Cansada de no tener buenas amigas, cansada de romper relaciones sentimentales después de cuatro citas porque le daba miedo acercarse.
Sencillamente, cansada.
Necesitaba sentirse digna, respetada; necesitaba una vida y un empleo reales.
Pero a no ser que algo cambiara muy pronto, iba a ter minar preparando hamburguesas en McDonald’s y lavándose el pelo todas las noches para quitarse el olor a patatas fritas. Y eso no era exactamente lo que tenía planeado hacer a la madura edad de veinticuatro años.
No. Tenía veinticinco. Se puso de pie y fue hacia la puerta con cara de pocos amigos.
Se había criado con un abuelo que había sido un ladrón de verdad, «El Gato». En Atrapar a un Ladrón Car y Grant había terminado con la princesa Grace. Pues Mel quería también su propio príncipe azul y un trabajo decente… El cuento de hadas al completo. ¿Acaso era tanto pedir?
–Melissa Jane Tanner, si no abres inmediatamente esta puerta voy a quedarme con tu regalo de cumpleaños.
Entonces sí que se movió. Agarró el pomo de la puerta y la abrió con ímpetu. Allí estaba su abuelo, tan acicalado como siempre con su traje de lino, con dos copas de Martini en la mano.
–Un brindis –le dijo mientras le pasaba una de las copas y entraba en el cuarto–. Por mi nieta favorita.
Ella sonrió.
–Soy tu única nieta.
–Entones el cariño que te tengo ha resultado ser muy bueno.
Melissa sacudió la cabeza levemente y siguió a su abuelo, que se sentó en el borde de su cama. Ella eligió una silla plegable de madera, el único otro asiento que había en su pequeño dormitorio. Una vez sentada, alzó la copa de vermut.
–Deja que adivine; hoy eres William Powell en El Hombre Delgado.
Su rostro, aún apuesto a pesar de la edad, se iluminó con una sonrisa.
–A ti siempre se te dieron mejor mis juegos que a tu abuela o a tu padre.
–El attrezzo me ayudaba –dijo ella.
–Debo decirte que estas copas son auténticas de una película. Yo hice de extra en Después del Hombre Delgado. Incluso conocí a Jimmy Stewart. Él estaba empezando, sabes.
Melissa lo sabía. Se había criado viendo películas antiguas, y le encantaban tanto como a su abuelo.
–Tal vez mis escenas terminaran en el suelo de la sala de montaje –continuó diciendo el hombre–. Pero al menos pude quedarme con las copas.
Ella entrecerró los ojos para estudiar la copa de cristal, que examinó desde todos los ángulos.
–Un sorprendente trabajo artesanal –se burló–. ¿Pero vermú para desayunar? Qué asco.
–Es tu cumpleaños. Cualquier cosa me parece bien.
Ella sonrió de oreja a oreja.
–Lo tendré en cuenta.
Él movió un dedo fingiendo advertencia, pero ella se echó a reír. Adoraba a su abuelo y haría cualquier cosa por él.
Él era, en realidad, la razón por la que había continuado haciendo el papel de ladrona de escala durante tanto tiempo. Él se había hecho cargo de ella después de que sus padres fallecieran en un accidente años atrás, y a medida que se había ido haciendo viejo, le había tocado a ella cuidar de él. El único trabajo que conocía era el que él le había enseñado, y había utilizado esa habilidad para pagar las facturas, comprar comida y, en general, para que no se quedaran en la calle.
Había utilizado esa misma destreza para ayudarse a pagar su formación universitaria; un proceso bastante lento cuando uno tenía que subirse a los tejados para conseguir el dinero para pagar las clases. De todos modos lo había logrado, y también mantener los robos al mínimo.
Y como se había convertido en una persona de fiar, con su flamante título de licenciada que colgaba de una pared de su dormitorio, no tenía intención alguna de volver a la vida de delincuencia.
Pero a menos que pudiera encontrar el modo de pagar esos impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, tal vez no tuviera otra elección. Porque si había algo que deseaba aún menos que volver a robar, era permitir que les vendieran esa casa. No sólo era lo único que le quedaba de sus padres, sino que era la casa que había compartido con el abuelo. No pensaba renunciar a ella, pasara lo que pasara.
Conocía a muchas chicas de su edad que se mostrarían reacias a compartir techo con su abuelo, pero Mel había perdido a sus padres de repente. Un día su abuelo también le faltaría, y cuando llegara ese día querría haber compartido con él el máximo posible.
–Y un brindis más –le dijo él mientras alzaba la copa–. Por los nuevos comienzos y los futuros brillantes.
–Brindo por eso –respondió ella–, sobre todo si con lo de «brillantes» no te refieres a las luces fluorescentes de algún restaurante de comida rápida.
–Desde luego que no.
El abuelo dio un sorbo de su vermú y ella hizo lo mismo. Entonces a ella le dio la risa y se le salió toda el líquido por la boca.
–¡Abuelo! ¡Pero si es agua!
–Pues claro, Melissa. Desde luego no voy a beber alcohol antes de la hora del aperitivo.
Ella volteó los ojos, y entonces, por hacer un poco el tonto, se bebió de un trago lo que le quedaba de agua y lo miró fijamente.
–Personalmente, prefiero mi agua mineral agitada, no removida.
Él negó con la cabeza.
–James Bond. De verdad, Melissa, no me pones a prueba. ¿Es que no se te ocurre una película más difícil de adivinar?
–Pues no.
Además, en ese momento no se sentía demasiado ingeniosa. En realidad, últimamente se sentía fatal. ¿Cómo era posible que le resultara tan difícil encontrar un trabajo?
–¿Qué?
Ella frunció el ceño. Su abuelo la conocía demasiado bien.
–Sólo me preguntaba por qué me he molestado en estudiar tanto. Quiero decir, me costó un triunfo conseguir mi licenciatura. ¿Y para qué? ¿Para trotar de un lado a otro buscando un empleo que no hay?
–Encontrarás un empleo –le dijo él–. Ya lo hiciste. Tenías un puesto perfectamente bueno en esa agencia de alquiler.
–Sí, perfectamente bueno hasta que me echaron. Recortes presupuestarios, y la primera en marcharse había sido ella.
La triste verdad, sin embardo, era que en secreto se había alegrado de que la hubieran echado. El trabajo era un auténtico aburrimiento; así que cuando la despidieron se había llevado a su abuelo hasta Los Ángeles para invitarlo a cenar y celebrar así su recién recuperada libertad.
En ese momento había asumido que podría encontrar otro empleo con facilidad. ¡Qué equivocada estaba!
Lo que sí sabía era que no podía continuar siendo ladrona. Era un trabajo demasiado arriesgado, demasiado ilegal. Sencillamente, no estaba bien. Y sobre todo, detestaba vivir en una mentira constante.
¿Pero acaso podía evitar el hecho de que ninguna otra tarea le proporcionara la emoción que sentía cuando forzaba la cerradura de la habitación de otra persona? Ridículo, lo sabía. Y además, había pasado página. Si le entraba la tentación, practicaría alguno de esos deportes de riesgo. Pero el robo estaba fuera de su alcance. Totalmente.
Su abuelo se puso de pie y cruzó la habitación hacia el escritorio. Dejó su copa y se volvió hacia ella con una expresión seria en el rostro.
–¿Abuelo?
–Tal vez sea hora de que dejes de fingir.
Ella tragó saliva, temerosa de que fuera a descubrirla, a acusarla de «desear» ser una ladrona.
–¿De fingir? –repitió en tono inocente.
–Acerca de tu situación laboral –dijo él–. ¿Por qué no te tomas unas vacaciones mientras consideras tus opciones y piensas en lo que te conviene hacer?
Una idea estupenda, pero apenas práctica a menos que él fuera a sugerirle el robo como único medio de pagar las facturas. Y sabía que él no haría eso por nada del mundo. El abuelo conocía mejor que nadie los peligros y desventajas de una vida de delincuencia, y había hecho lo posible para alejarla de la profesión. La única otra ocasión en la que había mostrado tanta firmeza había sido cuando le había enseñado los trucos para que no la pillaran.
–Abuelo, aprecio el gesto, pero aunque pudiera convencer al condado de que no necesitan esos estúpidos impuestos, seguimos teniendo gastos de comida y coche, entre otras cosas.
Detestaba decírselo de ese modo, sobre todo cuando sabía que el abuelo no tenía dinero para ayudarla. Hacía tiempo que se había gastado sus ahorros, y la seguridad social no le daba pensión a los ladrones jubilados.
Melissa suspiró.
–Sólo necesito encontrar un empleo. Como ya he agotado todas las vías habituales, estoy pensando que voy a intentar encontrar algo especial. Tal vez en alguno de los parques de atracciones. Aventura y emoción, es lo que me gusta, ¿no?
–Estoy seguro de que te encantaría tener un puesto de algodón de azúcar, pero antes de embarcarte en una profesión tan emocionante, veamos tu regalo de cumpleaños.
–¿No era un Martini aguado?
Una broma tonta, pero era lo mejor que se le ocurría en esas circunstancias. Sin razón aparente y mientras se preguntaba qué le tendría reservado su abuelo, había empezado a experimentar cierta aprensión. Siempre hablaba de lo mucho que le gustaría ayudarla a ser más independiente económicamente.
Esperaba que no hubiera hecho ninguna tontería. ¿O sí?
Se metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un estuche de terciopelo negro atado con un lazo de raso rojo. A Mel le dio un vuelco el corazón al tomar la caja de sus manos. Ay, Dios mío, parecía que sí…
Intentó calmarse para no temblar tanto mientras tiraba de la lazada, antes de abrir cuidadosamente el estuche. En su interior, sobre un lecho de forro de raso negro, se encontraba el collar de diamantes más bonito que había visto en su vida. Y, francamente, había visto unos cuantos.
Oh, no, no… Oh no…
Sacó el collar al tiempo que su ojo práctico examinaba las piedras. Al ver la calidad superior de los diamantes y el maravilloso trabajo artesanal se le aceleró el corazón. El collar debía de costar al rededor de medio millón de dólares, y eso sólo significaba que aquél era un asunto turbio. Muy, muy turbio.
Melissa lo miró con una mezcla de miedo e incredulidad; ni siquiera se molestó en ocultar lo que sentía.
–Oh, abuelo –le dijo en tono apenas reconocible–. ¿En qué lío nos has metido ahora?
Tal vez los diamantes fueran los mejores amigos de una chica, pero en ese momento, tanto los diamantes como las chicas le estaban dando a Kyle Radley un sinfín de problemas.
Estaba de pie junto a un enorme escritorio en el salón de su abuela, rodeado del barullo de las conversaciones de las cincuenta o sesenta personas que había allí con él. Pero él ignoraba las voces, intentando como estaba concentrarse en una solución que no implicara robarle a su abuela un collar de quinientos mil dólares.
Pero lo malo era que no se le ocurría otra alternativa.
Si quería mantener a la señorita Emily alejada de cualquier embrollo, tarea nada fácil, iba a tener que aguantarse y robar el collar. Y, además, esa misma noche. Antes de que fuera demasiado tarde.
A pesar de que lo había visto con sus propios ojos, no podía creer que se lo hubiera robado a su hermana. Y no había sido una baratija. No, señor. Durante una reunión familiar la semana anterior, su abuela se había llevado un collar de diamantes que nada tenía que envidiarle a las joyas de una corona.
Kyle había sido testigo del evento, y desde ese momento su instinto de policía, aunque ya estuviera retirado, se habían puesto en marcha. Se había enfrentado a su abuela en ese mismo momento, pero ella se había negado a devolver la alhaja, citando un derecho de hermana a poseer el collar que aparentemente Frances había heredado de su padre. Kyle no recordaba ninguna historia familiar sobre la joya, pero no estaba en posición de rectificar a su abuela. Sobre todo cuando tenía el collar escondido en el sujetador y cuando el joyero de su tía abuela Frances estaba totalmente vacío.
Tal vez Frances fuera una dulce anciana en opinión de Kyle, pero también era la amenaza número uno al papel de la señorita Emily como Emperatriz de Emerald Cliffs. Las dos hermanas mantenían una larga enemistad que ni siquiera la devoción que compartían por Kyle había conseguido reconciliar. Tratándose del estatus social, la lealtad familiar no significaba nada, y cuando Frances se diera cuenta de que Emily le había birlado el collar, Kyle sabía que llamaría a la policía en menos que cantaba un gallo.
Pensándolo bien, seguramente debería haberle dicho a Frances lo que había pasado y dejar que su abuela pagara las consecuencias. Después de todo, alguien tenía que enseñarle a la señorita Emily que no se podía tener todo en la vida. Pero teniendo en cuenta que estaba a punto de cumplir los noventa, también le parecía algo tarde para darle una lección.
¿Además, quería de verdad que la policía detuviera a su abuela y le tomara las huellas con la edad que tenía?
En absoluto. Y por eso había decidido robarle el collar a su abuela para llevarlo a casa de Frances. Con suerte, lo dejaría allí antes de que su tía abuela se enterara de que faltaba.
Su abuela se pondría furiosa, claro estaba, pero ya se enfrentaría a su ira más adelante.
En ese momento la mujer en cuestión estaba al otro lado de la habitación rodeada de varios admiradores. Tenía el cabello gris plateado recogido sobre la cabeza y lucía un vestido morado que se ceñía suavemente a una figura que aún suscitaba interés. Sólo que no era ya por sus curvas, sino por ser ella Emily Radley. La dama de sociedad de Emerald Cliffs y de las urbanizaciones cercanas de esa zona de la costa del Pacífico.
Un grupo de gente mayor la rodeaba mientras ella los deleitaba con historias de sus días en los estudios de cine.
Kyle se había criado oyendo esas historias, y le encantaban todas y cada una de ellas. Por pura costumbre, sus pies lo condujeron hacia donde estaba su abuela, pero enseguida se controló y se paró en seco. No sólo tenía que aprovechar la oportunidad para subir al primer piso, sino que además no quería que su abuela se fijara en él. Últimamente, las conversaciones que tenía con él la señorita Emily se centraban mucho menos en los viejos tiempos y más en la vida amorosa de Kyle. Lo raro era que hasta el momento no había utilizado la fiesta para intentar juntarlo con nadie. Kyle había estado a punto de preguntarle si se sentía enferma, pero había decidido no arriesgarse.