Tórridas Navidades - Julie Kenner - E-Book

Tórridas Navidades E-Book

Julie Kenner

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Beschreibung

eLit 400 Receta para unas tórridas navidadesMezclar:Una mujer decidida a caldear las vacaciones con un atractivo amante nuevo.Un millonario sexy y sofisticado.Un viejo amigo aún más sexy, para volverlo todo un poco más picante.Acompañar de un seductor beso bajo el muérdago, ¡y observar cómo se desata la pasión!Alyssa Chambers no podía sacarse la tentación de la cabeza. ¿Debía elegir al ardiente playboy que le daría todo lo que ella quisiera? ¿O disfrutar de unas vacaciones navideñas con su buen amigo Christopher Hyde, un hombre que estaba convirtiéndose en todo lo que ella siempre había deseado?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Julie Kenner

© 2010 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tórridas Navidades, n.º 400 - diciembre 2023

Título original: Starstruck

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 9788411805667

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Clip-clop, clip-clop, clip-clop.

El caballo elevó la cabeza y relinchó, para alegría de las seis personas en el carruaje de tiro.

En la última fila, Alyssa Chambers se arrebujó bajo la manta, sujetando con firmeza su taza de vino caliente. De los altavoces del carruaje salía la voz de Bing Crosby cantando Blanca navidad. Luces de colores brillaban en la niebla, creando una atmósfera etérea muy apropiada para la época.

El carruaje se movía lentamente calle abajo, permitiendo a Alyssa y al resto de pasajeros contemplar las casas del barrio de Highland Park, en Dallas, adornadas con ocasión de la Navidad.

—¿No te parece la noche más romántica de nuestras vidas? —preguntó Claire Daniels.

Alyssa se giró hacia ella con las cejas enarcadas.

—¿Cómo dices? Estamos sin pareja, ¿recuerdas?

Claire elevó la barbilla.

—Trato de poner en práctica el pensamiento positivo.

Alyssa observó las dos filas delante de ellas, con sendas parejas acurrucadas bajo las mantas, ajenas a las luces, la música… todo lo que no fueran ellos dos.

Y ella, que estaba disfrutando de un romántico paseo en carruaje con su mejor amiga en lugar de con un novio, se tragó el nudo de envidia que le atascaba la garganta.

—¿Pensamiento positivo, dices? —replicó—. ¿Y te funciona?

De ser así, tendría que probarlo. Porque no sentía ni el amor ni la alegría supuestamente típicos de aquellas fechas.

—Ni lo más mínimo —admitió Claire.

Su novio había roto con ella pocos meses antes, hiriéndola donde más le dolía: en su orgullo.

Alyssa frunció el ceño, mientras maldecía a quien hubiera decidido que las actividades navideñas debían diseñarse para parejas: los anfitriones esperaban que se asistiera con una cita a su cena o evento; los teatros ofertaban cena con espectáculo para dos personas; incluso en el carruaje para ver las famosas luces de Highland Park te sentaban de dos en dos, como si una persona no fuera nadie a menos que formara parte de una pareja.

¿Cómo no iba a aumentar el índice de suicidios durante las vacaciones?

Alyssa llevaba sola desde el verano, cuando había terminado de una vez por todas con su novio Bob. Había sido una ruptura particularmente desagradable, ya que habían comenzado siendo amigos. Buenos amigos. Pero, después de un tiempo, la atracción había surgido y, antes de que ella se diera cuenta, salían juntos, y luego se acostaban, y de pronto eran una pareja planteándose matrimonio, hijos y un perro.

Al principio, todo había resultado perfecto. Pero pequeñas cosas habían empezado a surgir por el camino, y pronto, ni ella ni Bob podían recordar por qué habían sido amigos. Parecían tan poco compatibles que incluso el recuerdo de cuando lo pasaban bien juntos se había desvanecido.

La ruptura había sido doble: por un lado, con el amante; por otro, con el amigo. Y, como injusticia añadida, ella no había vuelto a tener una cita desde entonces.

—Al menos puedes ir con Chris —señaló Claire—. A las fiestas y esas cosas, me refiero.

Alyssa asintió. Chris era un claro ejemplo donde no cometer el mismo error dos veces. Su vecino de enfrente era increíblemente sexy, divertido y una buena compañía. Pero era su amigo, lo había sido desde el comienzo. Por tanto, a pesar de que era dulce, inteligente y muy guapo, ella no arriesgaría esa amistad por el sexo.

Ya había aprendido la lección con Bob.

Tampoco era que existiera la opción de tener sexo con Chris.

Al conocerlo, había sentido cierta atracción, que rápidamente había reprimido. Porque, claramente, no era recíproca. En los dos años que se conocían, él nunca se le había insinuado.

Al principio, eso la había herido en su orgullo, pero lo cierto era que su desinterés le hacía la vida más fácil. Porque él, con su vida de escritor freelance, no era un candidato apto para el matrimonio.

Ella nunca había considerado útil salir con hombres que no fueran buenos candidatos. Sí, había roto esa regla en algunas ocasiones, pero no había logrado mantener la amistad con ninguno de ellos tras la inevitable ruptura. Mejor dejar a ese tipo de hombres en la categoría de amigos desde el principio, y evitar embrollos posteriores.

Para ella, Chris ocupaba el primer puesto de esa lista. Ciertamente, a veces, ya avanzada la noche, cuando estaban viendo una película o preparando unos cócteles, el deseo se había apoderado de ella, y hubiera querido que él fuera un candidato apto para el matrimonio. Pero sabía que eso nunca sucedería. Después de todo, se había criado con un hombre igual que él, otro escritor freelance siempre en busca de una historia y un sueldo.

Un padre que nunca estaba en casa.

Alyssa recordaba las largas semanas que él se ausentaba para escribir algún encargo, y el dolor de echarlo de menos. Muchas veces le había rogado que lo llevara con él, pero su padre nunca había accedido. Alegaba que no era viable, porque ella tenía que acudir al colegio y él a su trabajo.

Les decía a ella y a su madre que debía perseguir historias para poder pagar las facturas, pero Alyssa había escuchado las frecuentes discusiones acerca del dinero, especialmente desde que él había rechazado una oferta de trabajar a tiempo completo en el periódico local.

Las ansias de recorrer mundo de su padre le impedían conservar un trabajo estable y, aunque él aseguraba que sería el próximo Truman Capote, y siempre estaba trabajando en algún libro genial inédito, nunca conseguía que le asignaran las grandes historias, y menos aún los grandes sueldos.

Cuando la madre de Alyssa se había quedado sin su empleo de profesora, la familia no sólo había perdido el coche: también la casa. Y la pequeña Alyssa se había encontrado, a los once años, viviendo en un apartamento de un solo dormitorio con paredes de papel, en lugar de una casita en una calle con árboles a cada lado y su mejor amiga dos manzanas más abajo.

Aquel mes había odiado a su padre, una emoción difícil de manejar porque lo amaba con locura. Cuando él estaba en casa y la vida fluía sin sobresaltos, todo era una maravilla. Pero cuando andaban cortos de dinero y él se dejaba absorber por un torbellino creativo, todo se transformaba en un infierno oscuro y solitario.

En aquel momento, en que varios asuntos médicos lo habían obligado a dejar de viajar, sus padres lo pasaban mal para llegar a fin de mes con sus ínfimas pagas de la Seguridad Social. No era la vida que Alyssa deseaba, en absoluto.

Como adulta, creía comprender qué motivaba a su padre. A nivel intelectual, podía reconocer que era un hombre con alma de nómada y, aunque amaba a su esposa y a su hija, no debería haber fundado una familia.

Alyssa lo amaba, lo comprendía, e incluso lo había perdonado por haberle fallado en su infancia. Pero ella no terminaría como su madre. No impondría ese estilo de vida a sus hijos. Alyssa Chambers sabía muy bien lo que buscaba en un hombre, y lo primordial era responsabilidad a nivel económico y una presencia constante en la casa.

Chris, que no tenía ni un plan de pensiones y menos aún seguro médico, y que pasaba semanas enteras por el mundo, escribiendo sus reportajes, no era ese hombre. Ni de lejos. Incluso siendo sólo amigos, su despreocupada actitud la sacaba de quicio. Era un escritor excepcional, y mantenía una magnífica relación con Turismo y viajes, una de las revistas más importantes del mundo en su sector.

Por lo que ella había visto, Chris podría haber obtenido con facilidad suficientes encargos como para ganar un sólido sueldo anual. En lugar de eso, trabajaba sólo cuando veía que se le agotaban los fondos, y entonces aceptaba entre tres y cinco encargos consecutivos y desaparecía durante dos meses. El resto del tiempo, se encerraba en su apartamento para trabajar en una serie de novelas que esperaba vender. Y así una y otra vez.

Ella admiraba su espíritu creativo, pero no comprendía cómo podía soportar esa vida: su moto no tenía seguro, y había vivido unos cuantos meses alimentándose sólo de alubias, arroz y espaguetis porque había rechazado un encargo, con el fin de poder quedarse en casa y trabajar en su libro.

Resumiendo: un hombre como Chris nunca tendría cabida en su radar amoroso. Lo cual significaba que, aunque podía contar con él para acompañarla a fiestas y cenas, no tenía un ligue.

Mientras las dos parejas delante de Alyssa y Claire se achuchaban, ajenas a otras pasajeras menos afortunadas, el caballo giró a la izquierda y enfiló otra calle de casas de familias adineradas, la élite de la sociedad de Dallas. El tipo de gente que seguía celebrando bailes de debutantes y cuyo linaje se remontaba a los días en que Texas era una república. Gente que, o bien se quedaba en casa en esas fechas, o se llevaba a toda la familia de viaje.

Claire señaló una mansión de estilo colonial muy tradicional.

—Ésa ha sido siempre mi favorita de todo el vecindario. ¡Mira, han podado los setos como si fueran los renos de Santa Claus!

Los setos eran un acierto, pero, aparte de eso, a Alyssa no le parecía un edificio relevante. Era grande, pero sin personalidad. A pesar de eso, si tuviera la oportunidad, lo habitaría sin dudarlo. Pertenecía a Russell Starr, un candidato más que apto para el matrimonio.

La familia Starr era de las más ricas de Texas. Un siglo antes, habían fundado Starr Hotels and Resorts, una lujosa cadena hotelera a nivel mundial que se había tambaleado hacía siete años, al fallecer Thomas Starr y dejar el futuro de la empresa y de la familia en manos de su nieto de veintitrés años, Russell.

Alyssa había ido al colegio con Russell, por eso había prestado atención cuando los empresarios habían criticado que la importante cadena hotelera quedara en manos de un joven advenedizo e inexperto. Y, mientras ellos pronosticaban el fracaso del imperio hotelero, Alyssa había creído que Russell sacaría a la empresa familiar de la espiral hacia el olvido en la que se encontraba. Y había acertado. Siete años después de que Russell asumiera el control, la cadena Starr era más grande que nunca, con hoteles en cuatro continentes, muchos de ellos de cinco estrellas, y una lista de invitados plagada de famosos.

—Espero atraparlo —comentó Alyssa—. Bueno, a su negocio.

—¿De veras?

—Es mi ambicioso plan —reconoció Alyssa, aunque todavía no había pensado cómo llevarlo a cabo.

Tenía que hacerlo cuanto antes porque, a pesar de haber facturado una fortuna y conformado una excepcional cartera de clientes para Prescott & Bayne a lo largo del año, no había logrado ningún cliente nuevo en el último trimestre. Lo cual significaba que, para los socios, ella era la hijastra fea comparada con Roland Devries, el otro abogado que también pugnaba por convertirse en socio del bufete.

Los socios iban a reunirse justo después de las vacaciones para decidir a quién invitarían a unirse a la firma como socio junior. Y, a menos que Alyssa consiguiera algo importante, temía que Roland consiguiera el empleo por el cual ella se había esforzado tanto. Algo simplemente inaceptable. Ella había estudiado Derecho con el objetivo de convertirse en socia de un bufete a la edad de treinta años, y había firmado con Prescott & Bayne tanto por su estelar reputación como por su rapidez en admitir nuevos socios. Convertirse en socia significaba tener estabilidad laboral y económica y, para ella, eso suponía el Santo Grial.

—¿Crees que tienes alguna oportunidad? Seguro que abogados no le faltan.

—De hecho, su empresa maneja la mayoría de los asuntos legales con personal propio.

—¿Y por qué crees que contrataría a tu bufete?

—¿Recuerdas el evento Amor sin fronteras en el que trabajé a principios de este año? Una gala para recaudar fondos para los gastos médicos de huérfanos en China. Russell también formaba parte del comité, y mencionó que estaba planteándose contratar a un bufete externo para que el personal de su empresa pudiera centrarse en asuntos más grandes y funcionara a un nivel de supervisión —respondió, y se encogió de hombros—. Así que, ¿por qué no Prescott & Bayne?

—¿Por qué no, ciertamente? —dijo Claire, mirándola con suspicacia—. Un tipo como Russell Starr seguro que tiene muchas ofertas. ¿Por qué elegir la tuya?

—Porque tenemos una reputación fabulosa.

—También la tienen Daniels & Taylor —señaló Claire, refiriéndose al bufete fundado por su abuelo—. Y muchos otros.

—Cierto —concedió Alyssa—, pero hablamos de ello y tuve la sensación de que él estaría dispuesto a que le contara por qué debería escogernos.

—¿Y cómo es que no os ha contratado ya?

Alyssa notó que se le encendían las mejillas.

—Había planeado fijar una reunión con él una vez concluida la gala, pero para entonces… me sentía un poco incómoda al respecto.

Su amiga la miró con suspicacia.

—¿Por qué?

Alyssa tomó aire.

—Porque él me besó. La noche de la gala.

—¡Qué me dices! ¿En serio?

—Depende. ¿Un beso ardiente y apasionado entra en tu definición de serio?

Claire la miró boquiabierta.

—¿Por qué no sabía nada de esto?

Alyssa se encogió de hombros.

—Yo salía con Bob. Simplemente sucedió, y después me sentí fatal.

—Quiero detalles —exigió Claire—. Aquí y ahora.

—De verdad, no hay mucho que contar —dijo Alyssa, lamentando haber sacado el tema.

—Eso lo dirás tú. Comienza por el principio —ordenó Claire—. Vamos.

Alyssa suspiró, acorralada.

—Lo cierto es que fuimos juntos al instituto, así que lo conozco desde hace una eternidad.

Claire enarcó las cejas.

—¿Fuiste al instituto con Russell Starr?

—Estoy segura de que su familia costeó mi beca —respondió Alyssa y suspiró.

Una familia así no tenía que dejarse la piel para conseguir un sueldo, ni preocuparse por convertirse en socio de nadie.

—¿Erais amigos?

Alyssa negó con la cabeza.

—Entonces no. Él iba un curso por delante, pero era el sueño de todas las chicas del instituto. Ya sabes, el típico chico que sabes que sería perfecto para ti si tan sólo reparara en que existes.

—¡Vaya! La familia Starr, ¿acaso hay algo más perfecto? Pero, ¿cuándo llegamos a la parte del beso? ¿Cómo ocurrió? Cuéntamelo todo. ¿Te pidió una cita?

—Algo así. Se me pinchó una rueda del coche, y él me llevó a casa —explicó Alyssa, y se encogió de hombros—. Por el camino, propuso que nos detuviéramos a tomar algo.

Para ella, ese dato era crucial: habían parado a sugerencia de él.

Había sido una noche fabulosa, con mucho vino, risas e incluso unas cuantas miradas ardientes. Y había mejorado aún más cuando él la había llevado a su casa. Ella lo había invitado a entrar, pero él había rechazado la oferta y, en su lugar, le había dicho que había pasado una velada deliciosa y la había besado, con delicadeza pero también con cierta promesa. Alyssa se había estremecido de pies a cabeza, y se había quedado de pie como una idiota, delante de su apartamento, mientras él regresaba a su coche y se alejaba.

A la mañana siguiente, todos los sueños de Cenicienta de Alyssa se habían evaporado cuando Bob había ido a desayunar a su casa. Después de todo, Russell era un habitual de la prensa del corazón y ella estaba felizmente emparejada con Bob. Las copas habían sido copas, y el beso, un dulce recuerdo. Nada más.

A pesar de eso, podía fantasear. De hecho, regularmente se imaginaba qué habría sucedido si Russell la hubiera besado dentro de casa. ¿Quién sabía cómo habría terminado el asunto…?

Suspiró, formando vaho en la gélida noche.

—¡Vaya! —exclamó Claire—. Así que se te escapó.

Alyssa puso los ojos en blanco.

—Para empezar, nunca lo tuve —afirmó—. No pudo escaparse si nunca fue mío.

—Un hecho que espero que te hayas reprochado. ¿Se despidió con un beso y nunca le seguiste la pista? ¿No le telefoneaste? ¿No hiciste ningún movimiento para que supiera que estabas interesada en él?

—Yo estaba con Bob —le recordó Alyssa en voz baja, porque sabía que su amiga se enfadaría.

—¿Y se lo dijiste?

—Claire, Bob era mi novio, íbamos en serio. O eso creía yo —replicó Alyssa—. Sí, se lo mencioné.

Entonces fue Claire quien puso los ojos en blanco.

—Nunca le digas a un hombre que estás saliendo con otro. Es necesario que todos permanezcan como posibles parejas hasta que te hayas casado. Es algo básico.

Alyssa frunció el ceño, pero Claire continuó:

—¿Y qué ocurrió después de que Bob y tú cortarais? Con Russell, quiero decir.

—¿Qué ocurrió? Pues nada.

—¿No lo llamaste? Olvida todo el asunto de conseguirlo como cliente. ¿No le propusiste salir a tomar una copa?

—¡Por supuesto que no!

Claire sacudió la cabeza como si Alyssa hubiera fracasado terriblemente.

—Si no fuera porque Joe es un imbécil y tú una negada, podríamos estar saliendo con nuestros ligues respectivos esta noche en lugar de juntas tú y yo.

Alyssa suspiró, consciente de que su amiga tenía toda la razón.

Miró alrededor, observando las luces parpadeantes de aquel vecindario adinerado, los niños cantando villancicos de puerta en puerta, las parejas paseando por la calle, intercambiando besos bajo el muérdago.

El romanticismo flotaba en el aire aquella noche. Salvo en el asiento trasero del carruaje.

2

 

 

 

 

 

—Tira el cuchillo.

—Me parece que no.

Max Dalton sujetaba la navaja con firmeza sin quitar ojo a la pistola de Eli Whitacker. No era la mejor de las situaciones. Se había colado en el abandonado almacén esperando encontrar una pista de dónde había encerrado Whitacker a la chica, pero no esperaba encontrárselo a él.

Max no se había planteado que tal vez no saliera del almacén. Las cosas no iban exactamente según lo planeado.

—He dicho que tires el cuchillo —repitió Eli.

Max intentó calcular sus posibilidades de éxito, concluyó que apenas las tenía, y dejó caer la navaja al suelo.

—Buen chico. Y ahora, sigue siendo bueno y ponte de rodillas.

—Me parece que no.

Eli sonrió más ampliamente.

—No importa. También puedes morir de pie —dijo, y apretó suavemente el gatillo.

Max hizo lo único que podía, aunque fuera inútil: se lanzó hacia la izquierda. Los oídos le tronaron por el sonido de un disparo. Se encogió automáticamente, anticipando el dolor de la bala al penetrar la carne.

Pero no sintió dolor. Tan sólo vio a Eli de pie, con una mancha roja extendiéndose por su pecho y sangre brotándole por la boca. El villano cayó de rodillas, revelando tras él a una mujer con una pistola en sus manos temblorosas.

Ella.

Cabello oscuro que caía en suaves ondas sobre sus hombros. Mandíbula cuadrada y vivaces ojos verdes. Piernas largas de bailarina, que él podía imaginar alrededor de su cintura..

Nada más verla, la deseó.

Ella era su fantasía, su inspiración, su distracción total.

—Alyssa —se oyó susurrar—, ¡estás viva!

 

Christopher Hyde se quedó mirando la pantalla del ordenador, frunció el ceño y borró la última parte de lo que acababa de escribir, cambiando Alyssa por Alicia.

Negó con la cabeza. Todavía se parecía demasiado. Volvió a borrar y, de pronto, la mujer fatal de la segunda novela de Max Dalton pasó a llamarse Natalia.

Mejor. Y mejoraría más aún si cambiara su descripción, pero todavía no se veía capaz. Tal vez, cuando hubiera acabado el libro, cambiaría el color de su cabello de negro a pelirrojo. Pero en aquel momento, sólo podía ver a la mujer que no se le iba de la cabeza: Alyssa-Natalia.

Sí, era la chica de sus sueños.

Había empezado a escribir la serie sobre Max Dalton antes de conocerla. El personaje de Max había existido durante años en su cabeza: un mercenario obscenamente rico que recorría el mundo según el encargo del mejor postor. Max poseía las mismas ansias de conocer mundo que él y, aunque él nunca había rescatado a un niño secuestrado por terroristas, ni escalado una cordillera en busca de antiguos tesoros antes de que los malos las encontraran, volcaba su fantasía en el personaje.

Su niñez había sido formal y aburrida. No había salido de su pequeño pueblo de Texas de 712 habitantes, hasta cumplir veinte años. Pero se había leído de arriba a abajo cada National Geographic que le llegaba por correo, y había fantaseado con conocer aquellos lugares algún día y vivir aventuras por todo el mundo.

Sus estudios de periodista habían sido su billete de salida, y había pasado a ganarse la vida viajando por el mundo y escribiendo acerca de ello para turistas. Con un poco de suerte, algún día complementaría esos ingresos con los derechos de las novelas de Max Dalton que estaba intentando vender.

Había contratado a una agente para el primer libro, y ella iba a llevarlo a las editoriales. Era un proceso duro y laborioso, durante el cual él intentaba acallar sus nervios concentrándose en la segunda aventura del espía. Una en la que Max formaba equipo con otra persona, una mujer, quien podría ser, o no, su aliada, pero desde luego era su amante.

En su cabeza, era igual que Alyssa.

Todavía recordaba el día en que ella se había mudado: la conoció intentando llevar un sillón reclinable feo y muy usado de la furgoneta de alquiler a su apartamento. Él se ofreció a ayudarle a transportarlo o a quemarlo, lo que ella eligiera. Ella se lo quedó mirando unos momentos, y él temió haber ido demasiado lejos. Entonces, ella se dejó caer en el sillón, doblada de tanto reír, y le explicó que era un regalo de su padre.

—Tiene un gusto terrible, y no debería haberse gastado el dinero en esta maldita cosa, pero le quiero —admitió, encogiéndose de hombros—. Así que, ocupará un lugar de honor en mi salón.

Al día siguiente, ella llamó a su puerta y lo invitó a que viera lo que había hecho con el «sillón espantoso». Nada más entrar en la casa, él aspiró el aroma a canela y clavo que inundaba su apartamento, un aroma que había llegado a identificar plenamente con ella, y que le hacía recordarla en distintos momentos y lugares. Especialmente, durante las vacaciones.

El sillón estaba colocado en una esquina junto a una horrorosa lámpara de pie decorada con cupidos voladores. Detrás del sillón había colgado un cuadro de unos perros jugando al póquer, y el toque final a la zona lo ponía una pequeña alfombra dorada que parecía haber sido rechazada de una película de Austin Powers. La esquina contrastaba enormemente con el resto del salón, de líneas suaves y colores femeninos.

—Lo llamo la esquina de la testosterona —anunció ella, conteniendo la risa.

—Creo que mi testosterona se siente ofendida —comentó él secamente.

Alyssa lo miró unos instantes y rompió a reír.

—A pesar de eso, me gusta.

La combinación de mujer sutilmente sexy, dispuesta a ser un poco ridícula porque amaba a su padre, conquistó a Chris.

Claro que eso no se lo había dicho. Alyssa sabía que él existía, por supuesto, pero lo consideraba un amigo, no un hombre de carne y hueso. Una situación de la que sólo podía culparse a sí mismo.

Al principio, ella salía con un tipo, Bob, Bill o algo así, que no era suficientemente bueno para ella. Y Chris no mantenía romances con mujeres comprometidas, por más sexys que fueran.

Pero, el feliz día en que ella dejó a Bob, tampoco hizo ningún movimiento. Ni siquiera le insinuó lo que sentía.

Ella fue a buscarlo, le contó la ruptura y le propuso que vieran una película fácil y superficial en su enorme televisión.

Él no pudo negarse y, aunque ella pareció divertirse con las persecuciones en coche y las explosiones, él se pasó toda la película preguntándose cómo decirle a aquella mujer, una de sus mejores amigas, que se había enamorado perdidamente de ella. Luego, cuando la película terminó, ella le sonrió con ojos tristes y lo agarró de las manos. Entonces se produjo una oportunidad, en la que él podría haber actuado como Max Dalton lo hubiera hecho: besándola e indicándole, sin dejar lugar a dudas, que quería que fueran más que amigos.

Pero el hecho de que escribiera sobre Max Dalton no significaba que fuera como él. Especialmente, en lo relativo a mujeres. Una triste realidad que se consolidó cuando ella le dijo:

—Gracias por dejarme estar contigo. Ahora lo que necesito es un buen amigo.

Él tragó saliva. Aquellas palabras fueron como un cuchillo en el corazón: afiladas, dolorosas y mortales.

Entonces, supo que no tenía ninguna oportunidad con ella. Ni como sustituto, ni como nada.

Había sido un duro aterrizaje.