La voz del deseo - Julie Kenner - E-Book

La voz del deseo E-Book

Julie Kenner

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Beschreibung

Joan Benneti no quería saber nada de los hombres. Por eso necesitaba centrar todas sus energías en alcanzar el éxito en su negocio, una librería especializada en literatura erótica. El problema era que las ardientes páginas de los libros que vendía le hacían anhelar las caricias de un hombre...Y claro, cuando el sexy millonario Bryce Worthington le pidió una cita, no pudo resistirse…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2003 Julia Beck Kenner

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La voz del deseo, nº 420 - julio 2024

Título original: SILENT DESIRES

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo

Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741034

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

La pequeña campana que había encima de la tienda Libros y Manuscritos Raros Archer tintineó cuando Jack Parker abrió la puerta y salió a la calle oscura. Joan Benetti levantó la vista, divertida y, a decir verdad, también un poco triste. Después de casi un año de matrimonio, Verónica Archer Parker, su jefa y amiga, se disponía a seguir a su marido al exterior para iniciar con él su luna de miel aplazada.

Joan suspiró. Llevaba años haciendo el circuito de los solteros en Nueva York, de bar en bar y de chico en chico. Y se había divertido, sí, pero quizá… quizá había llegado el momento de volverse seria. Y no sólo en lo referente a los hombres, sino en muchas cosas. Últimamente había empezado a mirarse en la vida de Verónica como en un espejo y no le gustaba mucho la imagen que le devolvía.

—¿Eh? —Verónica, o Ronnie, como la llamaban todos, golpeó con un dedo el mostrador de cristal para sacar a Joan de su ensimismamiento—. ¿Estás ahí?

Joan levantó la vista con una sonrisa.

—Por supuesto; sólo estoy cansada. Esto de levantarse a las cuatro de la mañana es una lata.

Ronnie se echó a reír.

—Yo no podía evitarlo. El avión sale a las seis y necesitaba unas cosas de la oficina. Pero tú no tenías que haberte levantado.

Joan bostezó con cansancio.

—No me he levantado, ya estaba levantada —vivía temporalmente en el antiguo apartamento de Ronnie encima de la tienda y, cuando oyó llegar a la pareja, bajó a despedirlos. Ronnie se llevaba libros y notas a París y Londres. La luna de miel era en realidad un viaje de trabajo, pero a Jack no parecía importarle.

—Has pasado toda la noche despierta… —dijo Ronnie, divertida—. ¿Y a qué se dedica éste?

Joan movió la cabeza.

—No he estado con un hombre.

Su amiga frunció el ceño.

—Pero es sábado. O mejor dicho, domingo.

—¿Y? —Joan sabía que se ponía a la defensiva, pero no podía evitarlo. En lugar de salir, había pasado el fin de semana leyendo y pensando lo que debía hacer con su vida. Y aunque a ratos había añorado coquetear con Roy, el discjockey de Xilo y los famosos martinis de chocolate del bar, en su mayor parte había disfrutado de su soledad. Y creía haber tomado decisiones importantes.

Ronnie se encogió de hombros.

—No pasa nada —dijo—. Simplemente he asumido que habías salido con alguien.

—Pues no —sonrió Joan. Agitó la mano en dirección a Jack, que había vuelto a entrar, y miró con envidia cómo se abrazaba Ronnie a él.

Seguramente era aquella luna de miel lo que la había puesto meditativa. Jack había dispuesto la carroza dorada para Ronnie y se la llevaba al baile. Y hasta donde Joan podía ver, la carroza no mostraba señales de convertirse en calabaza.

Ése era el problema con los hombres con los que salía ella. Trey, Andy, Martin, Jim… y todos los demás. No eran príncipes y, por muy bien que lo pasara con ellos en el baile, la fantasía siempre llegaba a su fin. Y Joan empezaba a cansarse.

—Juro que voy a dejar a los hombres —dijo con determinación.

Ronnie y Jack la miraron con curiosidad pero sin mucha sorpresa. Cierto que Joan tendía a tomar decisiones que luego no cumplía, pero solían ser sobre dietas o ejercicio. Ésta sí pensaba cumplirla.

—¿Del todo? —preguntó Ronnie.

—Bueno, sí —Joan levantó la barbilla y se recordó por qué hacía aquello—. Si parece que pueda surgir algo auténtico, entonces saldré. Pero se acabó el tontear.

—Una mujer con un plan —dijo Jack—. Casi tengo la sensación de que debería advertir a mis pobres hermanos solteros.

Ronnie y Joan lo miraron moviendo la cabeza.

—El taxi nos espera —dijo la primera—. Ve a asegurarte de que no se marche con nuestras cosas.

Jack la besó.

—No tardes —sonrió a Joan—. Le he dicho a Donovan que se pase de vez en cuando para comprobar que todo va bien.

Joan le devolvió la sonrisa. Tyler Donovan era inspector de homicidios y compañero de Jack. Era un buen hombre que parecía a punto de formalizar la relación con una enfermera con la que había salido varios meses.

—Gracias —dijo.

—De nada —repuso él.

Cuando hubo salido, Ronnie volvió hacia el mostrador.

—¿De verdad vas a dejar de salir con hombres?

—Claro. No es tan grave.

—Ajá —Ronnie no parecía convencida—. ¿Seguro que estarás bien?

Joan sabía que no se refería a los hombres, sino a la tienda.

—Muy bien. Llevo cuatro años trabajando aquí. Creo que ya sé todo lo que hay que saber.

—Pero es una gran responsabilidad. Nunca has llevado los libros ni las nóminas. Y no hay mucho margen en el presupuesto —frunció el ceño—. ¿Tienes los números de los hoteles en caso de emergencia?

—Todo irá bien —Joan se lamió los labios y pensó si aquél sería el mejor momento para abordar uno de los aspectos de su decisión de tomarse la vida en serio—. ¿Sigues pensando reducirme las horas de trabajo? —preguntó.

Su amiga suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Sí. A menos que pueda encontrar un socio. El problema es que las librerías no son buenas inversiones y no es fácil encontrar socios.

—¿Entonces qué? —preguntó Joan—. ¿Trabajaría sólo tres días a la semana?

Ronnie estaba terminando su doctorado y quería hacerse profesora. Además, deseaba pasar más tiempo con Jack. Todo ello, combinado con la economía lastimosa de la tienda, la había llevado a pensar en reducir el tiempo de trabajo de Joan. Una decisión que a Joan no le gustaba.

—Algo así. Lo pensaré cuando volvamos. No temas, sabes que no te recortaré las horas hasta que encuentres un trabajo para compensar la diferencia.

Joan abrió la boca para decirle que no quería otro empleo, que quería ser su socia y estaba dispuesta a trabajar duro para ello. Pero antes de que pudiera hablar, sonó el claxon del taxi.

—Vamos a llegar tarde —dijo Ronnie—. ¿Esto puede esperar?

—Claro que sí —musitó Joan.

Hablaría con Ronnie a su vuelta. Y quizá entonces estuviera en una posición mucho mejor para convencerla de que era capaz de encargarse de la tienda.

—Estupendo —Ronnie se inclinó sobre el mostrador y le dio un abrazo—. Sé que cuidarás bien de esto.

Joan asintió, le deseó buen viaje y la despidió agitando la mano.

Poco después se había quedado sola y estaba a cargo de la tienda.

Era una sensación agradable que esperaba que durara las cuatro semanas de vacaciones de la pareja. Le gustaba la tienda, su olor a libros antiguos, los clientes que entraban, unos con un propósito bien definido, otros que miraban y remiraban hasta que encontraban, como por arte de magia, un libro que les tocaba el alma. Y le gustaba la variedad de libros que llenaban los estantes: literatura, tomos raros ilustrados, primeras ediciones de biografías y ficción, guías de viaje antiguas y muchos más temas.

Y, por supuesto, le gustaba la sección erótica. Ronnie se había especializado en la época victoriana y procuraba tener un buen aprovisionamiento de trabajos raros de ese período. Joan revisaba a menudo la colección y leía de todo, desde Anaïs Nin hasta D.H. Lawrence o The pillow book.

Nunca se había considerado poco informada en lo relativo a los hombres, pero aquél era un territorio nuevo para ella. La literatura la excitaba e inspiraba, llevando su imaginación hasta límites decadentes. Poco profesional, tal vez, pero no podía evitar excitarse con aquella prosa a veces cruda. Era el fruto prohibido y le encantaba estudiarlo, aprender de él y, sí, sumergirse en él.

Se paseó entre los estantes, donde la lámpara de la entrada arrojaba sombras provocativas, y se acercó a su libro predilecto.

Cuando empezó a trabajar para Ronnie después de dejar la universidad, no conocía la literatura erótica. Sabía que existía, sí, pero no la conocía en profundidad. Desconocía el valor de una edición encuadernada en piel y más todavía el placer profundo que podía causar la letra impresa. Se estremeció con anticipación y miró el estante.

Encontró el volumen que buscaba, un libro de finales del siglo XIX encuadernado en verde y en un estado impecable. El autor era anónimo, pero a ella no le importaba. Le interesaban las palabras, no quién las hubiera escrito.

¡Y qué palabras! Las historias, ingeniosas y provocativas, conseguían acelerarle el pulso con tanta eficacia como las caricias de un amante.

Se lamió los labios y pasó el dedo por el lomo, disfrutando de la textura rugosa de la tela, el tacto algo distinto del título, estampado en letras de oro en el lomo: Los placeres de una jovencita.

Era el tipo de libro que le habría gustado poder comprarse, aunque sabía que no sería así. Los estudiosos creían que formaba parte de una colección creada por unos contemporáneos de Oscar Wilde. La colección narraba, supuestamente, las aventuras eróticas de Mademoiselle X en sus viajes entre París y Londres. La señorita en cuestión debía de haber sido muy aventurera, porque el libro era como una antología personal que describía en palabras e imágenes sus incursiones en todo tipo de situaciones eróticas.

Tantos placeres…

Joan se preguntó por un momento si su decisión era estúpida, si renunciar a las citas frívolas no sería más que una muestra de masoquismo que sólo conseguiría frustrarla.

No.

Apretó el libro contra su pecho con los ojos cerrados. No renunciaba a los hombres, sólo a las citas sin sentido con los hombres equivocados. Su puerta seguía abierta para el hombre ideal. Y cuando conociera a uno que pudiera llegar a serlo, iría despacio y con cuidado. Tal vez eso le creara frustraciones, pero podría remediarlas sola. Y con un libro como aquél…

Lo acarició con los dedos y dejó volar su mente. Sería muy fácil. Sólo tenía que llevarse el libro arriba y acurrucarse desnuda entre las sábanas. Y luego abriría el libro muy despacio y bebería de sus páginas.

Suspiró. Conocía cada palabra y cada detalle de aquel libro. Sabía qué pasajes estaban escritos con ligereza, casi con humor, y cuáles hablaban a su alma y la incitaban a acariciarse los pechos, el vientre y deslizar los dedos poco a poco hacia abajo.

Se estremeció y devolvió el libro a su sitio. Estaba a punto de amanecer y tenía que descansar. No podía perderse en el calor ardiente de la prosa erótica.

Pero…

Se detuvo con la mano cerca del libro. La tienda cerraba los domingos y podía descansar todo el día si quería. Además, no tenía sueño, sino todo lo contrario, estaba desvelada. Y la deliciosa prosa sería una distracción, casi una necesidad. Después de todo, había jurado abandonar el sexo frívolo. Nada de caricias en la pista de baile ni de hacer manitas en los reservados de Xilo. Y, por supuesto, nada de sexo completo. Una tortura.

Aunque si tenía la compañía de un libro erótico… un libro y su imaginación podían hacer muchas cosas.

Convencida, volvió a sacar el volumen del estante y subió las escaleras con él.

Un vaso de vino, algo de música y las páginas de aquel libro. El paraíso. O lo más cerca del paraíso adonde podía llegar sola.

 

 

—Ésa sí que es una belleza —Leo señaló a una pelirroja situada al otro lado del bar lleno de humo del SoHo. La chica llevaba ropa de lycra, ajustada, que resaltaba sus pechos y el trasero—. Seguro que será una tigresa entre las sábanas.

Bryce miró a su abogado con el ceño fruncido y movió el vaso para que chocara el hielo en las paredes. Tomó un sorbo y dejó deslizar la vista por la mujer.

—No está mal —contestó sin mucho entusiasmo.

—¿Qué te pasa? ¿No es tu tipo?

—Yo no tengo un tipo —repuso Bryce.

Si le gustaba una mujer, estaba más que dispuesto a hacerle un hueco entre sus sábanas. ¿Pero un tipo? ¿Qué sentido tenía eso? No buscaba una mujer permanente. No tenía ni tiempo ni ganas para eso y, además, lo distraería demasiado.

—Deberías pensar en echar raíces —comentó Leo—. Le iría bien a tu imagen.

—¿Y ella es la clase de mujer a la que debo instalar en una casa familiar?

Leo hizo una mueca.

—No, es la clase de mujer con la que hay que darse un revolcón.

Bryce se echó a reír. Leo siempre iba directo al grano. Tal vez por eso era tan buen abogado.

—Te sacas eso de encima y luego vienes a hablar conmigo —siguió Leo—. Marjorie conoce a muchas mujeres a las que les encantaría tenerte por marido.

Bryce movió la cabeza, nada interesado en el tema. No tenía tiempo para la clase de relación que podía ofrecer una base sólida para el matrimonio. Claro que, si pensaba en el matrimonio de sus padres, no podía evitar preguntarse si existía la relación ideal. Él había creído que sus padres eran la pareja perfecta y, diez años atrás, su vida idílica se había desmoronado. Al parecer su madre hacía tiempo que tenía una aventura y finalmente se largó con su amante. Siempre había presentado la fachada perfecta, y había sido todo falso.

Bryce no pensaba permitir que se repitiera la historia.

—¿Qué me dices? —insistió Leo—. La prensa ha hablado mucho de ese acuerdo con la Naviera Carpenter. Trescientos empleos, Bryce. Eso es mucha gente en el paro. Dicen que no te importa nada la gente.

Bryce se pasó una mano por el pelo.

—Ya sé lo que dicen, Leo. También sé lo que no dicen. Que siempre que compro una empresa y meto la tijera, la empresa aumenta su productividad en más de un veinte por cien. Eso es mucho dinero extra en los bolsillos de los inversores, ¿sabes?

Leo levantó una mano.

—Lo sé.

Pero Bryce no estaba dispuesto a aplacarse todavía.

—¿Y por qué la prensa no cuenta cómo intentamos ayudar a la gente que se queda sin trabajo? Nadie dice nada del dinero del despido que damos ni de las personas a las que ayudamos a encontrar trabajo.

Sabía que su voz sonaba a la defensiva, pero no podía evitarlo. Se había abierto paso por sí mismo en el mundo y nadie se lo había puesto fácil. Había comprado su primer edificio a los diecinueve años, cuando no era más que un crío que se ganaba la vida en la construcción. El edificio destartalado situado en una esquina del distrito de almacenes de Austin, Texas, le llamó la atención y supo ver su potencial oculto. Buscó trabajos extra y se llevó a sí mismo al borde del agotamiento para poder pagar la entrada.

Dos años después, había arreglado el sitio y lo había vendido por un buen beneficio. Le gustaba el dinero, pero le gustaba todavía más la emoción de hacer el trato. Reinvirtió los beneficios, hizo unos negocios con terrenos, se expandió a Dallas y Houston y llegó a su primer millón de dólares nueve días antes de su vigesimoquinto cumpleaños. Un chico de provincias al que le había ido bien. Y desde entonces no había dejado de progresar.

Ahora Industrias Worthington compraba y vendía empresas. Tenía oficinas en Dallas, Los Ángeles, Atlanta y Nueva York, y Bryce pasaba más tiempo viajando que en su casa. En su calidad de presidente y director ejecutivo, buscaba una empresa con un buen producto y una buena plantilla, pero que tuviera deudas y gastos excesivos. La compraba barata, la arreglaba y volvía a venderla, a menudo a los dueños anteriores, que acababan comprando una empresa más provechosa y dinámica que la que habían creado.

Sí, algunas personas se quedaban en el paro, pero la vida era así. Y los negocios no entendían de caridad. El objetivo era hacer el mayor dinero posible para el mayor número de personas posible.

—Yo sólo digo que la imagen lo es todo —comentó Leo—. Y la tuya sería mucho más amable con una mujer en la cocina y unos cuantos niños jugando en el jardín.

—Te pago para que seas mi abogado, Leo —dijo Bryce—, no mi relaciones públicas. Y menos el asesor de mi vida social.

—Marjorie lleva años empeñada en buscarte una buena chica —comentó Leo, haciendo caso omiso de su comentario.

—¿Y quién dice que me interesen las buenas chicas? —replicó Bryce—. Además, a mi imagen no le pasa nada.

A sus treinta y seis años, Bryce era uno de los solteros más ricos de América. Mantenía una relación de amor-odio con la prensa, que cuando no publicaba que su último negocio era una amenaza para el mundo civilizado, lo alababa por su aspecto y su dinero. Teniendo en cuenta la cantidad de portadas de revistas que le habían dedicado, cualquiera que no lo conociera podría confundirlo con una estrella de cine. No era así, aunque había salido con unas cuantas.

—A los inversores les gusta la estabilidad —le recordó Leo—. El hogar y todo eso. Sobre todo en una economía como ésta.

—A los inversores les gustan los beneficios —repuso Bryce—. Y yo se los doy. Y no me voy a casar sólo para que te quedes contento.

Leo levantó las manos en un acto de rendición.

—Eh, puedes hacer lo que quieras. Ya eres mayorcito.

Bryce asintió y terminó su copa. Miró el reloj; eran las nueve de la noche.

—Quiero repasar el contrato de la propiedad de Nueva Jersey antes de la reunión de mañana. ¿Lo tendrás preparado para las dos de la madrugada?

Leo miró también su reloj e hizo una mueca.

—Desde luego. Y podemos trabajar también en el asunto Carpenter. Con la prensa como está y los empleados amenazando con una acción judicial, tengo miedo de que nos explote en la cara.

Bryce frunció el ceño.

—Es tu trabajo procurar que no sea así.

—Lo sé. Vamos a pasar por el despacho, Jenny habrá terminado ya los cambios. Podemos revisarlos mientras tomamos café.

Bryce negó con la cabeza.

—Revísalos tú, para eso te pago. Yo iré a las dos.

—¿Y qué vas a hacer hasta entonces?

Bryce sonrió y miró en dirección a la pelirroja.

—Trabajar en mi imagen, por supuesto.

 

 

El despertador del reloj de pulsera de Bryce sonó a la una y cuarenta y cinco y la pelirroja se volvió y se tapó la cabeza con la almohada. Bryce salió de la cama con cuidado de no despertarla. Después de todo, seguramente estaría cansada. Como Leo había predicho, era una mujer muy apasionada, justo la inyección de vida que necesitaba Bryce para soportar otras doce horas de trabajo en la jungla oscura de las fusiones y las adquisiciones.

Encontró los calzoncillos en el suelo y el pantalón en el respaldo de una silla, todavía con la raya inmaculada. Se abrochó la camisa y se colgó la corbata al cuello antes de ponerse la chaqueta. El apartamento de la mujer estaba en la calle 54, a doce manzanas del despacho de Leo. Era una noche cálida de septiembre y Bryce tenía energía para dar y tomar. Iría andando y se ducharía en el despacho. Si los documentos estaban bien, tal vez pudiera correr un rato en la cinta antes de que los gladiadores entraran en el ring para la reunión de las nueve de la mañana.

En un vaso al lado de la cama había una rosa que había comprado al salir del bar. La sacó y la colocó en la almohada, al lado de la pelirroja. Luego le dio un beso en la mejilla.

Era una chica muy tierna y le agradecía la distracción que le había proporcionado, pero había llegado el momento de volver a la realidad.

El apartamento era pequeño, así que no tuvo que andar mucho hasta la puerta. Lydia era simpática, pero no le costaba dejarla. A decir verdad, nunca le costaba mucho dejar a ninguna mujer.

Mientras bajaba las escaleras, maldijo a Leo en silencio. Porque, por primera vez desde el divorcio de sus padres, empezaba a pensar si de verdad habría una mujer en el mundo que le hiciera desear sentar la cabeza.

 

 

A Joan la despertó el calor. El aire acondicionado se había estropeado de nuevo, lo cual eran malas noticias, y más teniendo en cuenta que ni siquiera era de ella.

Aparte de ese problema, el apartamento de Ronnie era más agradable que ninguno de los que hubiera podido pagarse ella. Y sólo podría estar allí hasta que Ronnie encontrara un comprador.

Joan gimió y se desperezó. Placeres seguía en la cama a su lado, abierto por la página ciento veintitrés. Pasó los dedos por la página y cerró los ojos para recordar el modo en que las palabras habían acariciado su cuerpo, ayudadas por sus dedos. Se desperezó como un gato, con tentaciones de quedarse en la cama y pasar unas cuantas horas más con el libro y sus fantasías.

Desnuda, intentó buscar un trozo frío de sábana, pero sin suerte. Suspiró. Había pasado un domingo entero leyendo, viendo televisión, tomando vino y volviendo a leer. Ahora era la madrugada del lunes y tenía que levantarse.

Salió de la cama y fue a la cocina descalza. Abrió el frigorífico, pero sólo encontró refrescos light y zanahorias. Sacó una lata y bebió. En la tienda había aire acondicionado y tenía mucho trabajo. Faltaban sólo veintinueve días para que volviera Ronnie y, si tenía suerte, podría poner su plan en marcha antes de entonces.

Lo había planeado todo. La tienda no pasaba por una buena racha, así que su plan de ataque consistía, por un lado, en crear un catálogo excepcional que dejara anonadada a Ronnie y, por otro, en aumentar los clientes de la tienda.

El catálogo era la parte más fácil. Lo enfocaría en la literatura erótica, con intención de enviarlo a los potenciales clientes en octubre, y no anticipaba problemas en su preparación.

La otra parte era más complicada. Hizo una lista mental de sus puntos fuertes y débiles. Entre los fuertes, estaba su entusiasmo y lo que había aprendido en los últimos años. Además, se le daba bien la gente y casi siempre conseguía vender algo si se lo proponía.

Su punto débil era que no sabía gran cosa de dirigir un negocio. Podía aprender, sí, pero tenía que ser deprisa. Y tenía que hacerlo mientras dirigía la tienda y preparaba el catálogo.

Cerró los ojos e intentó combatir el miedo de que todo aquello fuera a ser para nada y Ronnie buscara otro socio o abriera la tienda tan pocas horas que ella ya no pudiera seguir trabajando allí. Si eso ocurría, no sabía si podría soportarlo. Amaba aquel trabajo y adoraba a Ronnie, que le había dado una oportunidad cuando decidió dejar la universidad.

Ronnie era una buena jefa, pero Joan quería más. Y para lograrlo, tenía que probar que era capaz de hacerlo, que sabía llevar un negocio.

Y como no era así, le hubiera gustado tener un maestro, alguien que pudiera responder a sus preguntas básicas y empujarla en la dirección correcta. Pero no lo tenía.

Sin embargo, había logrado muchas cosas por sí misma y, si se empeñaba, también podría hacerlo ahora. Sólo era cuestión de encontrar el camino.