Bibliotecas ajenas - Javier Vargas de Luna - E-Book

Bibliotecas ajenas E-Book

Javier Vargas de Luna

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Beschreibung

En busca de lectores -y de sus bibliotecas personales-, Javier Vargas de Luna ha recorrido la ciudad hispánica en ambos lados del Atlántico. Ha visitado todos los acentos y todas las fronteras de la lectura en nuestra lengua, ha entrado y salido de bares bohemios en el lago Titicaca, ha frecuentado tiraderos de libros en La Habana y ha vagado por las desoladas plazas de San Pedro de Atacama. En Salta conoció a los bibliópatas de la ciudad antes de pasear por los concurridos mercados de Madrid o de Montevideo, y lo mismo se ha hecho asiduo a los cafés marginales en La Paz que a las bibliotecas carcelarias de Asunción, en Paraguay. Transita estantes, entrevista miradas y atraviesa portadas antes de reconocerse en la sorpresa del individuo común que se ha dejado definir, casi a toda hora de su destino, por un autor de cabecera. Al paso de las ciudades y de las almas encontradas, sus descubrimientos cobran forma en esta original colección de ensayos donde se entrecruzan los géneros: BIBLIOTECAS AJENAS es reflexión literaria tanto como cuaderno de viajes, y lo mismo exhala aromas de diario íntimo que de crónica periodística. Sobre todo, es un tratado de nostalgias anticipadas que busca triunfar sobre la tan anunciada extinción del libro tal y como lo hemos conocido hasta hoy. Con este primer volumen, su autor inicia una enciclopedia de lectores del mundo hispano cuyo segundo tomo se encuentra ya en etapa final; el tercero, titulado Bibliotecas aisladas, está consagrado a la realidad de la lectura en las ciudades-isla de nuestra lengua.

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BIBLIOTECAS AJENAS

javier vargas de luna

Alberto Manguel

(palabras preliminares)

UNIVERSIDAD VERACRUZANA

Martín Gerardo Aguilar Sánchez

Rector

Juan Ortiz Escamilla

Secretario Académico

Lizbeth Margarita Viveros Cancino

Secretaria de Administración y Finanzas

Jaqueline del Carmen Jongitud Zamora

Secretaria de Desarrollo Institucional

Agustín del Moral Tejeda

Director Editorial

Primera edición, 17 de octubre de 2023

 

D. R. © Universidad Veracruzana

Dirección Editorial

Nogueira núm. 7, Centro, CP 91000

Xalapa, Veracruz, México

Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88

[email protected]

https://www.uv.mx/editorial

 

ISBN electrónico: 978-607-8923-49-6

 

Publicación apoyada con recursos Profexce 2020

Cuidado editorial: Arturo Reyes Isidoro

Maquetación e ilustración de forros: Jorge Cerón Ruiz

Producción de ePub:Aída Pozos Villanueva

 

A Juan Gerardo Gregorio, lector temprano de cosas eternas

 

Un lector nato siempre lee dos libros a la vez:

el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso,

y el que él escribe interiormente con su propia verdad.

AUGUSTO ROA BASTOS, Vigilia del almirante

 

PALABRAS PRELIMINARES

Dice la leyenda que el codex fue inventado por los primeros cristianos con el propósito de ocultar sus textos sagrados. El rollo resultaba engorroso y demasiado visible; plegar la hoja de papiro en cuatro o en ocho permitía a los lectores de la palabra de Dios llevar los libros en los pliegues de sus togas sin que nadie se apercibiese. Nacen así, para beneplácito de los lectores ambulantes, los antepasados de los libros de bolsillo. Otros prefieren pensar que fue Julio César quien enviaba plegadas en forma de librito sus cartas personales, inventando así los primeros tascabili. Sea como fuera, el libro de bolsillo precede al libro de tamaño mayor como una suerte de modelo visionario, anticipando las guías de teléfono y los antifonarios. Más tarde, cuando el codex remplazó definitivamente al rollo, el prestigio del texto requirió tamaños cada vez más inmensos y, como de minimus non curat lex, las leyes y decretos oficiales de la Edad Media desdeñaron el aspecto práctico del libro de bolsillo y exigieron formatos descomunales e incómodos. Las otras artes siguieron el ejemplo de las legales y el libro de bolsillo fue relegado al servilismo de algunos breviarios y libros de horas. Pero los verdaderos lectores siguen prefiriendo la intimidad de un libro portable.

Esta introducción pseudo-histórica es necesaria (creo) para identificar al libro de bolsillo como talismán del lector viajero. Dos características esenciales lo definen: su dócil tamaño y su voluntad nómade. Es por eso que el santo patrón de los libros de bolsillo es (o debería ser) un tal Lemuel Gulliver, viajero infatigable y minucioso cronista del minúsculo reino de Lilliput. Discreto, móvil, manuable, modesto, el libro de bolsillo es, de toda biblioteca, el volumen que más se pliega a la voluntad del lector. Porque es portátil, no exige que se lo lea en un lugar determinado, como los paquidérmicos volúmenes de una enciclopedia; porque es barato, no provoca en el lector que quiere garabatear en sus márgenes el sentimiento de lèse majesté que causan sus más aristocráticos hermanos de tapa dura; porque es pequeño, no desdeña el bolso ni, obviamente, el bolsillo, y se deja llevar a la cama como el más dócil de los enamorados.

Deambular, pasear, viajar son actividades intelectuales. En busca de libros (tanto ediciones de bolsillo como volúmenes gargantuescos) y de bibliotecas (algunas exageradamente famosas, otras vergonzosamente secretas) Juan Caradejuan ha recorrido, y recorre aún, nuestro mundo volviendo páginas y abriendo bibliófilas puertas. No viaja solo: sus compañeros de ruta son John Dos Passos y Joseph Conrad, Isak Dinesen, Fernando Pessoa, P. D. James y John Steinbeck, como también los jóvenes escritores de América Latina.

Sin embargo, a pesar de tales ilustres compañeros, la lectura (como Juan Caradejuan bien sabe) es siempre un acto solitario, aunque su consecuencia lógica es el impulso de compartirla con otros, de tomar a un amigo por el brazo y llevarlo a ese pasaje que tanto nos conmovió, nos iluminó, nos llenó de azoramiento o felicidad. Este impulso ecuménico nació una tarde inconcebiblemente lejana, alrededor del fuego, cuando empezamos a contar historias para compartir nuestras experiencias con nuestros congéneres, y también aprender de las suyas. Hoy seguimos contando historias, seguimos escribiendo y seguimos leyéndolas por esas mismas razones. Esta es la aventura que nos cuenta Juan Caradejuan en su libro.

San Agustín comparaba la lectura a un viaje en el que la memoria recupera el territorio recorrido y busca en el horizonte las páginas aún por recorrer. “Lo que ocurre en el conjunto de una obra”, escribe en Las confesiones, “ocurre también en cada una de sus partes, en cada sílaba. También para acciones más vastas, de las cuales la lectura parcial no es sino un fragmento, como la vida de cada hombre en la cual cada acción es un capítulo o un párrafo. Y también para las generaciones humanas de la cual cada vida es un fragmento legible”. Como bien lo entiende Juan Caradejuan, vida y lectura se reflejan mutuamente.

“La literatura siempre se explica mejor con literatura,” afirma sabiamente. También con el acto físico de la lectura. Los antiguos entendían que leer era una acción que se ejecutaba con todo el cuerpo: con los ojos para rescatar el texto de la página, con las manos para rozar la piel del libro, con la boca para pronunciar las palabras y darles alas de modo que no se queden muertas en el papel (como dice el adagio latino, “Scripta manent, verba volant”), y también con el meneo corporal al ritmo del texto para poder rescatar el sentido y atesorarlo en la memoria y en la sangre. Este es el iluminado viaje al que nos invita Javier Vargas de Luna.

Alberto Manguel

Nueva York, 30 de mayo, 2019

 

I. Vaivenes de zócalo

Después subiré los cuatro pisos desde la calle Bolívar, casi esquina con República de Cuba, hasta la puerta de Óscar. A tiro de piedra quedarán los colores de carnaval en el bar Río de la Plata y ese taller que repara –¡aún!– máquinas de escribir: nombres, marcas, teclados y logotipos de las Remington, las Olivetti, también las Olympia, las Smith-Corona apiladas en una vitrina junto a cajas portátiles de época. También hay teclas sueltas, muchísimas, esparcidas en el suelo del aparador a la manera de dulces arrojados al aire de una fiesta infantil, como en un letrado confeti de metal. De la decoración participan además varios carretes de cintas rojinegras y un poco más allá se observan otros aparatos de lo mismo, limpios, relucientes, mercadotécnicos en su estuche original. Y no faltan, claro que no, las máquinas eléctricas, siempre tan pesadas, y aún es posible recordar que alguna vez habitamos un siglo hecho de papel carbón, de hojas martilladas, de campanillas marginales y de tabuladores.

En este nuevo viaje a la capital mexicana he vuelto a sentir que a todo se acostumbra uno, menos a no comer –dice el viejo refrán del obrero nacional–. Ironías aparte, reconozco el olor indescifrable de sus calles, maíz envejecido o desagüe milenario, o nada de eso, o tantas cosas al mismo tiempo en una tufarada desnuda de asombros o de repugnancias. Como siempre, al llegar al centro histórico de la Ciudad de México me he detenido un instante ante los escalones de la Asamblea Legislativa: las protestas eternas y las militancias de costumbre siguen allí, y luego he llegado a la Donceles donde los libreros de viejo exhiben muros interminables hechos de títulos, colores, repisas, secciones, armarios, paredes y pasillos organizados con régimen alfabético, a veces por autor, otras por título, casi siempre por tema o por género… Frente a todas esas paredes de papel y tinta he aprendido a clasificar miradas, a catalogar clientes de ocasión y a reconocer con audacia de relojero la sinceridad (o la extrañeza) de los compradores. Resulta familiar el disimulado interés del lector de traje y corbata que no ha de adquirir nada o casi nada, porque ha venido a matar el tiempo entre autores de lo que sea o porque lo suyo es una jornada de burócrata con lapsos de ocio en el centro de la capital, solo eso; son lectores de pasos contados que viven en el umbral de cualquier establecimiento, gente que nunca trascenderá la oferta editorial de las primeras mesas, casi al borde de las aceras. Sin embargo, en la Donceles todo es posible, y conviene no cargar nunca de prejuicios la memoria de sus clientes durante los accidentes y las búsquedas de un título.

Por ejemplo, allí fue donde conocí a Óscar hace un par de años. Vestía el uniforme de las empresas trasnacionales dedicadas al fotocopiado en el centro histórico: sendos logotipos en las mangas, camisa amarilla y un semblante de hombre joven ensayado en la paciencia entre empleados y tinterillos de ministerios, escuelas y notarías de la zona. Aquel día había descubierto, por fin, la edición mexicana de Ezra Pound y el índice abreviado de su arte poética, lo recuerdo muy bien –portada roja, sello de Joaquín Mortiz–. Reconocí enseguida los mismos ojos reprobatorios con que tantas veces he descalificado la hipocresía en la calle Donceles; de hecho, al verme, su reacción fue la de un juez sentenciando mis lecturas de viejo anticipado. Treinta años de edad, difícil decirlo desde su piel morena, o más o menos, bajito de estatura, anteojos volados, cabello escaso y un hablar ligero del que se desgranaba un acento de complicidad, como de amistad de larga data o como de secreto profesional a punto de ser revelado. Así deben ser los verdaderos leedores al acecho, aquí y en China, y algo le dije sobre la portada que llevaba en las manos, Alan Pauls, autor argentino, no lo conocía, La historia del pelo, y de inmediato me ha revelado los horarios de los dependientes más somnolientos, siempre muy temprano por la mañana, esos eran los momentos ideales para comprar libros usados.

Nos encontramos varias veces en el azar de los años y de los títulos, sin forzar nunca la coincidencia y sin pasar jamás una crítica sucia, claro que no, sobre las lecturas del otro. Poco a poco vinieron los consejos y los telefonazos de ayuda mutua, aunque también es cierto que cambió de empleo y ahora es representante de ventas mientras le informo, por enésima vez en nuestras charlas, algo que ya sabe, claro que Óscar lo sabe, que la calle Donceles ha sido siempre el mejor escenario de Carlos Fuentes en el libro de Aura, elde las brujerías geométricas –creo que fue eso lo quise decir en aquel momento–. Además, es probable que Valle Arizpe también mencionara con pelos y señales el acontecer de todos estos andurriales al describir a figuras de la Independencia, cerca de El Caballito y de la estatua ecuestre de Carlos IV, jinete histórico de rosto imbécil, y hoy caminamos de regreso, él a su trabajo de terno bien planchado y yo a preparar mi regreso a casa, mientras Óscar vuelve a tirar el calendario hacia delante, porque nada como leer el Complot mongol, de Rafael Bernal, para entender las vidas y los relatos del centro histórico.

Siento la necesidad de despedirme del zócalo. Como siempre, quisiera vivir un último instante la Plaza de la Constitución, la congestión vehicular que ya conozco, las vallas de Palacio Nacional y el humo negro de los taxis ataviados de un tono muy mexicano, rosa violáceo, a toda prisa cuántos autos de aquel color tan inolvidable. Mañana temprano subiré a uno de ellos camino al aeropuerto después de los jugos antigripales sobre la calle Madero donde una mesera en La Pagoda se llama Valencianas: sonrisa congelada y ternura a prueba de crisis económicas, diríase que su felicidad es inmune incluso a los fraudes electorales, cuando lo de Peña Nieto, también cuando lo de Calderón, en fin, cuando a todos ellos se les aplicó un olvido aparente, quizás para que dolieran un poco menos en la vida de todos los días. En el aire reconcentrado de la primera hora del día, durante cada uno de mis viajes a esta ciudad, la jornada de Valencianas se presiente atestada de burócratas, funcionarios, oficinistas, boleros, dependientes, policías, repartidores, kiosqueros y de otros como yo que ya casi se van o que ya casi están de regreso, sí, otros que también vuelven a volver a tantas cosas en el despertar de una colonia capitalina que resume y concentra el nombre de todo un país.

Durante mis visitas de infancia escuché que la ciudad se hundía, que ya no tenía remedio, que no duraría gran cosa... A lo mucho sobreviviría otro par de rápidos siglos pues la ciudad cósmica de México-Tenochtitlan había sido construida sobre subsuelos de arcillas cenagosas, en ese lago de fangos imposibles que nunca terminaría de secarse. Desde entonces, ante la extinción que se avecina, mi regreso a la capital mexicana se apresura en el ejercicio de la memoria para que nada se pierda cuando lo inevitable se produzca, para darle vigencia y credibilidad al zócalo desde las terrazas del Hotel Majestic, para recordar, tal y como han sido hasta hoy, el atrio sumergido de la Catedral Metropolitana, el otrora callejón del indio triste, el café La Ópera con sus balazos heroicos en un cielo raso de anécdotas inventadas, el bullicio futbolero de las fotografías en el Salón Corona cerca del metro Allende, y, sobre todo y ante todo, la casa de Óscar sobre la calle Bolívar. Mientras pienso en ello caigo en la cuenta de que la idea del fin del mundo sostiene el anhelo de iluminar el presente, de filosofarlo y de reglamentarlo; además, postula una especie de vanidad de doble filo, a saber, la de suponer que saldremos vivos del trance, y, asimismo, la de creer que sabremos dar testimonio de todo ello.

A veces resulta extraño repetir visitas a las ciudades heredadas. En la urgencia de comprobar que los desniveles sigan allí, intactos, inminentes, desoladores y gracias a Dios postergados en la fatalidad de sus pronósticos, los cambios en el primer cuadro de la ciudad sobrevienen de otra manera, con otras huellas de identidad o desde la imposición de lógicas que aún no han generado mecanismos de asimilación para ocurrir a la mexicana. De hecho, las intermitencias de mis retornos terminan por aclararme la falsa novedad que se descubre en los letreros de la zona centro: cambian con mucha rapidez, se superponen a otros que de seguro ya no tuve tiempo de grabar en el caletre y al final casi siempre terminan por inscribirse en las mixturas de la lengua inglesa mientras iluminan la noche más nacional con sus logotipos de otro mundo. Su vasta transitoriedad atosiga la mirada frente a la Plaza de Santo Domingo, y entonces lo aconsejable será llegar pronto a los parterres de la Alameda Central, apurar el paso, ofrecerme algunos minutos de sosiego en una banca detrás del Hemiciclo a Juárez para convencerme de que tan intensa proliferación de colores, carteles, luces, mantas y anuncios espectaculares acaso representa una triste distracción frente a los estragos comerciales en los frontispicios.

Sea como sea, la historia del primer cuadro de la ciudad ya cambió de rumbo. Al comenzar a suceder entre los neones importados de un capitalismo sin miramientos, la novedad más extraña de mi nueva partida –quién lo dijera, ya me voy otra vez de una ciudad que no se acaba nunca– son las ofertas de sándwiches y bocadillos en el Seven Eleven, muy cerca del Palacio de Minería. Y en la despedida en turno del zócalo, apoyado en los esfuerzos por dialogar con los 1,800 metros de altura de mis últimas horas en la capital, respiro fuerte sobre las rejas de la catedral. Mientras tanto, me reinvento también como hijo pródigo de lo antiguo y como ciudadano anacrónico de lo venidero, y sin verlo venir he conducido la inquietud hacia la lectura, hacia los escritores de cabecera en estos códigos postales, hacia la conjetura sobre los ritmos y los exabruptos que la Ciudad de México le impone a la experiencia de un libro en nuestras manos. ¿Cómo serán los lectores en este instante urbano que cambia tan rápido en la tonalidad de sus dinteles?..., y de inmediato he recordado a Óscar, escurridizo en las estanterías de la calle Donceles, amable cuando por fin aceptó abrirme las puertas de su biblioteca y no, no alcancé a despedirme esta vez, mejor así, porque sin adioses de por medio uno nunca se va del todo, uno siempre se queda un poco más en los países natales.

Al retirarme de los ritmos de la Ciudad de México, sé que siempre llegaré tarde a los recuerdos. De hecho, la convicción de vivir en función de dicho retardo me permite entender, ahora mismo, durante las mesas de La Pagoda de mi último desayuno, que las rutinas del tiempo en estas geografías parecen ofrecer la libertad para cambiar los significados de las horas vividas lo mismo que el de los días por venir. Dicho un poco más a las claras, aquí las impuntualidades no provocan molestia porque los cronómetros nacionales se atrasan con acentos propios: si al fin y al cabo en cada minuto está contenido el habitual augurio de una demora irremediable, tal diálogo con las tardanzas entrega la posibilidad de reinventar los contratiempos, de mover las vísperas de su lugar, de desplazar las antesalas lo mismo que las secuelas en las dilatadas calles de Sísifo de todos los días. La mayor ironía del centro histórico quizás sea esa, llegar siempre un minuto tarde a las tardanzas del tiempo mexicano.

El departamento de Óscar, que se parece tanto a lo que lo rodea, es un botón de muestra de todas estas cosas. El edificio es un poco más viejo que en mi recuerdo, también se hunde sin tiempo, también huele a las inminencias de allá afuera, y el ascensor es una reliquia que nunca pasa, y las gastadísimas escaleras de mosaico muestran la limpieza de sus años, y los buzones resuman el desorden de folletos sin memoria, y a veces esto se inunda un poco, y ya no hay velador desde que don Moisés se jubiló hace un par de años sin provocar lamentos entre los inquilinos que abren a diario con mucho esfuerzo el macizo portón de hierro y sus cuadrantes de cristal. Óscar repite que decidió alquilar este lugar, incluso a precio de ¡cuánto-dijo-usted!, al descubrir que Fidel y el Che Guevara lo habían ocupado durante los años previos a la Revolución. De verdad –insiste y vuelve a insistir–, porque todos en el centro histórico lo saben, pregunten a quien se deje, al portero que se fue, a los taxistas del fiusha de cualquier calle capitalina, a la señorita Valencianas un poco más allá o a la pintora del segundo piso… Tanto se deja llevar por el argumento, que su vehemencia termina por hacer cierta la posibilidad de que los barbudos estuvieran aquí, en la prometedora conjunción de las calles aledañas, allá por los años cincuenta, Allende y Bolívar, casi esquina con República de Cuba. A menudo lo he sorprendido exagerando la anécdota entre los colores de un cuento que no se cansa de resucitar, según lo permita el tiempo y el ánimo del interlocutor. Si la cosa va para largo es capaz de mencionar, otra vez, el glorioso día en que los comunistas de aquella generación heroica –así habla cuando entra en estado de situación– partieron rumbo a Tuxpan sin liquidar el alquiler, cuando zarparon para desembarcar del Granma, mareadísimos, y luego vino la Sierra Maestra, y, bueno, qué se le iba a hacer…: la primera exigencia del revolucionario es su voto de pobreza y les fue menos que imposible, a Fidel, a Raúl, sobre todo a Camilo, también al Che, pagar el último mes de alquiler al dueño del inmueble que por supuesto deberá recordarlos mejor que nadie. Por lo demás, al subir las escaleras del edificio, y casi a punto de conocer los autores que pueblan los libreros de Óscar, he vuelto a pensar en las manías del lector honesto, en ese orden íntimo, personalísimo e indescifrable, de unos entrepaños quizás organizados por las afinidades, los sellos editoriales, el azar de ciertos colores o las dimensiones de algunos ejemplares.

Al entrar había una pared tapizada con carteles de temas, leyendas, colores y tamaños diversos. El más elocuente se burlaba de Jaime Mauzán con los rasgos reticulados de un extraterrestre y otro más anunciaba las remotas variedades de aquel Teatro Blanquita cuyas viejas imágenes respetaban, sin saberlo, el espíritu de antigüedad de aquel edificio sobre la calle Bolívar. Al lado de un librero diminuto, sobre una pequeña cómoda haciendo las veces de recibidor, está la mayor prueba de que su domicilio forma parte del catálogo de las minucias olvidadas por los historiadores cubanos: una vieja máquina de escribir, salida del blanco y negro de las películas de otra época –o del taller de junto–, en la cual fueron redactados –según me ha dicho– los manifiestos, las proclamas y los panfletos de aquel grupo guerrillero…, y hasta la victoria, siempre.

En el cuarto destinado a la biblioteca de inmediato provoca curiosidad su colección de pequeños monigotes. Las graciosas figuras, emparentadas con las marionetas, exigen reconocimiento y sonrisas en las cumbres de los libreros, inalcanzables, como muñecos decorativos que perdieron su oficio infantil porque nadie se atrevería a jugar jamás con Sor Juana, o con Galileo, o con aquel Einstein de cabello blanco en batería y mucho menos con la joya del muestrario: un comandante Hugo Chávez hecho de trapo, solemne y uniformado en el celofán de su envoltura original. Hay, además, un pequeño pizarrón de corcho con calcomanías políticas, reclamos históricos contra Televisa, frases ingeniosas en el México de los fraudes electorales y juegos de palabras a favor de López Obrador –Péjele a quien le Peje…, con bastantes etcéteras del género.

Entrados en materia, aquí domina una mezcla rarísima de ediciones antiguas y libros recién cortados del árbol. Las portadas viven a la mitad del tiempo, entre lo reciente y lo desechable, entre la lozanía recuperada de una traducción y el daño postergado de un olvido quizás inevitable; sí, entre el hogaño y el antaño de sus libros, la casa de Óscar emerge como la casual aduana de un título camino a su posible canonización o a su irremediable desperdicio. Los ejemplares, equidistantes entre lo nuevo y lo no tan reciente, carecen del luminoso encanto de los forros en estreno; exhiben, cuando miro de cerca el Cosmópolis de Don DeLillo, las breves cicatrices de los establecimientos de la calle Donceles, los precios inscritos a lápiz sobre el pie de imprenta, el sello de los expendios, las etiquetas de lo hechizo, los separadores de cartulina, los subrayados ajenos y los bordes un poco romos a causa del magreo de la clientela. Dicho de otro modo, la mayoría de estas novelas son nuevas desde su condición de libros usados, representan lecturas primogénitas a la sombra de la segunda mirada que las recorre mientras ahora mismo quisiera repasar los nombres, descubrir y tal vez reconocer los títulos de Baricco, Auster, Tabucchi, Schlink, Atxaga, Eugenides, Aramburu, Walsh, Roy, Nesbø, Wallace, y nada de Toscana, y nada de Villoro…, ¿por qué ningún mexicano?..., tal vez porque los escritores nacionales representan una opción cotidiana y segura en las librerías capitalinas. No, no hay malinchismo en sus hábitos de lectura, sino solo la certeza de que los autores mexicanos siempre estarán allí –me dice Óscar–, ofreciendo siempre un poco más de tiempo antes de llegar a nuestras manos.

Con la mirada he alcanzado el Tokyo Blues, de Haruki Murakami, libro de músicas narradas y de dolores endémicos. Amores de soledad o novela de suicidios empalmados, todo a ritmo de Los Beatles en una narrativa que consigue ser rotunda con desgano: la novela es sustancial por ecuaciones y no por los colores de lo dicho, y sorprende, claro que sorprende un análisis así, inesperado y espontáneo porque Óscar no busca impresionar sino sólo provocar entusiasmos. El instante se decanta hacia el silencio de nuevas reflexiones, y ya van a dar las cuatro, aún hay mucho tiempo para comentar todos estos libros sobre la calle Bolívar, porque las bibliotecas ajenas son portadoras de certezas inesperadas, como esta que ahora cotejo al entender que la mejor crítica literaria es aquella que sabe conciliar el gusto con la admiración, y después nos hemos seguido de frente en el comentario de otros Murakamis que han llegado pronto a la lengua española, el 1Q1984 y La crónica del pájaro que da cuerda al mundo, libros de un millón de páginas que terminan en la hueca simplicidad de un buenos días. Entre los Alfaguaras he reconocido varios premios, el Abril rojo del peruano Santiago Roncagliolo y El ruido de las cosas al caer del colombiano Juan Gabriel Vásquez, y no, no puedo creerlo, aquí yace también un Manhattan transfer incompatible y contradictorio con la retórica de los entrepaños. ¿Por qué?, se lo he preguntado a quemarropa y su respuesta contiene gestos de contrariedad; respiraba hondo desde su piel morena y sus anteojos volados cuando dijo que las exploraciones de Dos Passos enseñaban a leer porque proyectaban en una página los contrastes y las disonancias más íntimas de cualquier ser humano, y otra vez sus ideas traslucen, antes que nada y después de todo, un afán de contagio o una forma de hermandad difícil de describir.

Hablamos largo de las cosas vivas de John Dos Passos frente a sus repisas. Resúmase todo a la fragmentación verbal que, desde los avatares de un personaje, hace comprender las intermitencias de cualquier lectura. Los capítulos de relatos así, sin conexión aparente, son páginas donde predomina la sucesión y la digresión, el flujo desde la ruptura, la inercia de párrafos cuyas avenidas algo anuncian mientras todo lo distraen. Si en tales libros el narrador se hace habitante de la historia que ofrece, entonces compartirá con el lector su confusión de transeúnte durante las calles de una novela en la que todo es mudanza, delirio, extravío verbal sin desenlace aparente. Si, por el contrario, el narrador aplica distancia a las escisiones del mundo novelesco, el lector hace uso de dicho perspectivismo para triunfar sobre los rompimientos del relato; aprendida la lección de mirar desde lejos lo que se narra a media voz, y ya diestros en el arte de leer entre líneas lo que se calla sin disimulo, mañana o pasado mañana hemos de regresar al libro en cuestión para postular que sus páginas nos necesitan para completar su sentido.

Manhattan transfer (1925) es, pues, literatura que se revela revolucionaria y también ejemplar. Valdría la pena correr el riesgo de señalar, asimismo, que sus fragmentadas peripecias confirman el inicio de un siglo que se empeñaba en relativizar la vida en la ciudad, el uso del lenguaje y la experiencia del amor tanto como de su contracara más doliente, la soledad. Al insuflarle al texto una estructura disfuncional, el relato abandona el realismo literario de lo monocorde para convertirnos en los habitantes más insólitos –y también en los más urgentes– de un mundo que se nos parece desde sus fracturas. Los narradores experimentales, como en su momento lo fue John Dos Passos, promueven algo que sabemos desde hace tanto, tantísimo tiempo: si la condición humana está plagada de accidentados impulsos, la tarea de novelarla exige triunfar sobre lo esquemático y abandonar las tablas periódicas que conminan a una sola forma del ser en la ficción; en el otro extremo de dicha perspectiva, el lector también debe convertirse en explorador y osar en la búsqueda de sus propios reflejos entre los desconciertos emanados de la escritura. No, Dos Passos nunca le ha faltado el respeto a ningún lector, ni a Óscar ni a nadie, porque su tempo narrativo exhibe un diseño inspirado en nuestras ansias y en nuestras frustraciones. Muy a su manera el autor reivindica su defensa del libre albedrío, y, al hacerlo, sus contrapuntos verbales terminarán siempre por parecerse al destino, al verdadero destino, ese que solo puede construirse sin cartabones y sin cortapisas.

Narraciones así parecen vivir en oposición permanente a los moldes heredados. Es muy posible que Manhattan transfer haya servido como acicate para escritores que, desde otros universos culturales, a lo largo del siglo XX percibieron en el horizonte de dicha perplejidad una forma emergente de reinventar la realidad en los dominios de la palabra escrita. Rápidos botones de muestra lo serían, por ejemplo, los sobresaltos narrativos de La colmena, de Camilo José Cela; los reflujos del espacio y de la memoria en Rayuela, de Julio Cortázar; los vaivenes cronológicos de Ciego en Gaza, de Aldous Huxley; las por demás significantes elipsis urbanas de Crónica de pobres amantes, de Vasco Pratolini; los laberintos semióticos de Max Frisch en Homo faber, o los de Joyce en el Ulises y Thomas Mann en La montaña mágica –solo por nombrar los más conocidos–. En todos hay un deambular de nombres, un vaivén de mitos y de registros que sostiene la desarticulada belleza de sus episodios. Insistamos, pues, en lo dicho: en tales libros cada párrafo revela una particularísima relojería narrativa donde las horas confusas de cualquier destino hacen inapelables los instantes del amor y de la muerte.

De repente, como si quisiera iniciar con medio metro de ventaja una carrera hacia las lecturas más imprevistas y salido quizás de sus propias obsesiones, Óscar ha dejado caer a Vonnegut sobre nuestros comentarios acerca de Dos Passos. A la luz de sus barnizadas y limpias estanterías, poco a poco he cotejado que, en efecto, Kurt Vonnegut es la más resistente de sus pasiones. Aquí no hay otro escritor que se repita tanto, ni siquiera se observan los previsibles Quijotes, Pedrospáramos, Borgeso Candidaseréndiras. Y mientras he tomado nota mental de novelas como Las sirenas de Titán, Dios lo bendiga, Galápagos y alguna otra que tampoco he leído, Pájaro de celda da paso a palabras que de lector a lector adquieren pronto el unísono de la broma y de la enseñanza pues lo mismo son burla provechosa que sabiduría en campaña: cualquiera que haya nacido en los sesenta o que haya vivido los años setenta con los ojos abiertos está en la obligación de conocer a Vonnegut –así lo dijo–. Al botepronto me ofrece también una copia pirata de la adaptación cinematográfica de otra novela suya, la que mejor prensa tiene, El desayuno de los campeones, rodada en 1999, esa misma que ahora describe con pelos y señales recordando a Bruce Willis y Nick Nolte en los estelares, una especie de comedia filmada en clave de rompecabezas. Respecto a la película…, no lo sé…, provoca cansancios, y, peor aún, resulta imposible reconstruir los episodios de una sintaxis visual desbordada de incorrecciones y muy licenciosa en el manejo de las cronologías; mutatis mutandis, es como si la película de marras hubiera seguido el ejemplo de “Pulp Fiction” sin desplegar en pantalla las eficacias de Quentin Tarantino.

Después fue que llegamos a las páginas y a las incontables víctimas de Matadero cinco. El primer gran acierto de Kurt Vonnegut, como en su momento lo hiciera Dos Passos, es la destreza para dispersar la mirada del lector en los ámbitos de una prosa que se acostumbra pronto a los enredos y a las derivaciones. Su materia verbal exhibe, sin artificios ni afanes de notoriedad, la complejidad de todas y cada una de sus costuras narrativas y de todos y cada uno de sus remaches sintácticos. El autor americano ideó una radiografía episódica interesada en no dejar piezas ocultas y puso sobre la mesa las cartas abiertas de un nuevo realismo con el objeto de que nadie se guareciera en lo genérico; al hacerlo, su memoria de la gran guerra no solo contradijo los cánones de la novela histórica sino que, por añadidura, noveló como nadie una conflagración nunca antes vista. Es por ello que la organización de los momentos y de los lugares se superponen mientras se aclaran, se agitan mientras se confirman y se confunden mientras avanzan en la memoria de un soldado de 17 años en lucha continua con sus propios fantasmas.

Diríase que cada pliegue narrativo cobra nitidez en la búsqueda de su propia naturalidad. Aquí los barroquismos son hijos de un afán de espontaneidad lo mismo que del asombro, o, si se prefiere, los múltiples dobleces de la escritura generan la sorpresa de su insólita transparencia. Además, la compleja estructura narrativa de Matadero cinco terminará convertida en una singular casa de cristal, sin secretos posibles, donde lo importante es llegar al final de lo leído…: sí, que nos lo diga, que el autor nos cuente pronto el terrible bombardeo sobre Dresde, como él quiera hacerlo, como pueda decirlo, dentro o fuera de la formalidad literaria, incluso mucho más allá de las solemnidades de su propia memoria, que nos revele de una buena vez el final de aquella hecatombe. Dicho sea como de paso, en el libro de Kurt Vonnegut comprobamos de nueva cuenta que solo cuando las exploraciones narrativas se subordinan a lo contado –y no a la inversa–, un libro es capaz de convertirse en símbolo explicativo de su originalidad artística lo mismo que en emblema de los sueños y de los dolores de su generación.

El gran tema de la novela es un hecho histórico muy puntual: el bombardeo aliado sobre la ciudad de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial. No se sabe a ciencia cierta cuántos murieron, aunque aquello fue una verdadera carnicería, quizás la jornada más brutal de todo el conflicto –¡cerca de ciento treinta mil muertos en una sola noche!, al decir del libro–. En el camino a las comprobaciones, las cifras y los historiadores varían, y mientras algunos señalan cuarenta otros dicen que fueron cincuenta o setenta mil quienes perdieron la vida bajo las bombas. Le llamaban la Florencia del Elba, ciudad histórica, ninguna como ella, crucero cultural de Europa, arquitectura que rezumaba pasados y festejaba tradiciones; durante la contienda, era un enclave urbano sin ningún interés estratégico, ni para los buenos ni para los malos de la contienda.

Convertida la ciudad en un asilo para lisiados y refugio de malheridos, Kurt Vonnegut decide ocultar allí su desgarradora memoria de soldado inexperto. El escritor americano ha enmascarado su propio recuerdo en los escombros de aquel mes de febrero al dar vida a Billy Pilgrim, un primer alter ego capaz de clarividentes viajes en el tiempo. El nombre mismo del personaje se hace depositario de un simbolismo regido por el deseo de escapatoria, por esa necesidad de hacerse peregrino en aquellas horas que desde entonces nunca dejarán de martillear en su conciencia. Años más tarde, y aún dentro de los vaivenes temporales del mundo novelesco, la urgencia de rescatar la pesadilla del bombardeo hará que Billy evoque, así, con voz quebradiza, con frases embarrancadas y capítulos inconexos, los miles de muertos de aquella hora, su forma de salvar el pellejo y el azaroso escondite en los corrales de un rastro. La evidencia del sarcasmo –acudir al refugio de una casa de matanza para salvar la vida– no tiene tiempo de producirse, quizás a causa de las rupturas en lo contado, o tal vez porque las bombas no dejaron nunca de caer sobre las páginas de la novela y la muerte inminente había movido de su lugar la noción de lo irónico tanto como la experiencia literaria de lo trágico.

Otra de las cosas a considerar es el título completo de la novela: Matadero cinco o La cruzada de los niños. Allí podrían sospecharse con más claridad sus encrucijadas estéticas, su especificidad literaria y el mensaje de un libro instalado a caballo en las décadas más álgidas de la Guerra Fría. En el añadido del nombre hay, sobre todo, un afán de recuperar una época mucho más antigua para provocar acaso una reflexión sobre el sentido circular de la Historia. El título al completo levantaba también la cortina de la familia feliz americana, estereotípica, decrépita, indiferente, esa misma familia dedicada a sobrellevar el ideal de infancias vividas en los suburbios urbanos de la era Eisenhower, esa misma cuyas adolescencias de freeways y highways conmocionaron la moral de las cercanías –el buen vecino tenía que ser siempre el más lejano–, y esa que no dio crédito a su juventud lanzada a nuevos campos de batalla del otro lado del mundo. Sí, hacia finales de los años sesenta, la sociedad de Disneyland y del hombre a la Luna se tallaba los ojos frente a los descreimientos que imponía Vietnam en la modernidad de sus televisores lo mismo que en la soledad de sus jóvenes, muchos de ellos pertrechados en un pacifismo insólito, tránsfugas cobijados de rock en el verano del amor, y otros más refugiados en la sinceridad de sus militancias, en las luchas por la integración racial, en las de la igualdad de los géneros y aun en la revolución sexual. Asesinados los Kennedy y muerto y enterrado Martin Luther King, la publicación del libro de Vonnegut en el año de 1969 se integró a este gran flujo de herencias y de realidades históricas cuya semilla más reconocible –aunque quizás también la más oculta– podría buscarse entre los silenciados subsuelos del genocidio que Matadero cinco insistía en señalar. Sus capítulos revelaban, siempre muy a su manera, la capacidad de aniquilación legada a una sociedad que se amparaba en los discursos liberadores para justificar, mientras la ignoraba, su propia capacidad de exterminio.

Al leerla, el ojo avizor advierte pronto algunas colindancias con otras novelas americanas, también de cuño fragmentario o de posible raigambre belicista. Ajeno a su época, aunque no a su mundo, el libro de Kurt Vonnegut se proyecta un poco en las exploraciones de Tan fuerte, tan cerca (2005), de Jonathan Safran Foer –otro autor de reciente cosecha en la casa de Óscar–. Un poco anterior, William Styron en La decisión de Sofía (1979) desestabilizaría con su épica verbal los hábitos de lectura del ciudadano promedio, tan acostumbrado a la linealidad de los relatos bélicos. A pesar de todo, Matadero cinco cuenta con un círculo mucho más propio que acaso tiene su centro en Joseph Hellers, con Trampa 22 (1961), y que ensancha su perímetro en El arco iris de gravedad (1973), de Thomas Pynchon. Sin embargo, justo cuando nuestra lectura ya se presentía madura para aplicarle a Vonnegut esta visión de conjunto, lo contado se hace jirones frente al rapto del personaje central por parte de… ¡los extraterrestres! En efecto, los habitantes del planeta Trafalmadore le aplicarán un golpe certero a nuestras manías clasificadoras, y ante el alud de interrogantes que todo ella genera, la estrategia ha funcionado muy bien: ¿novela histórica?, ¿ciencia ficción?, ¿relato psicológico?, ¿humor negro?, ¿absurdo psiquiátrico?, ¿experimento de un libro que narra la creación de su propia destrucción?, ¿materia prima de una exploración que se derrumba?, ¿escritura especular donde lo dicho no es la imagen sino el reflejo de lo que se quiso decir?, ¿psicodelia escritural donde todo es posible?...

Sin duda, el texto representa más una suma de géneros que una forma canónica de construir novelas. El relato se parece mucho a un cuaderno de notas donde han sido garabateados los párrafos primigenios de lo sucedido; en este orden de ideas, da la impresión de que, sin saber cómo contar lo vivido, Vonnegut hizo hasta lo imposible por respetar la confusión –o la locura– de su alter ego. Solo así su propia incapacidad para ordenar el recuerdo de aquellas atrocidades pudo asumir un desconcierto tan nítido y transparente en nuestra lectura. Con Matadero cinco es necesario correr el riesgo de decir que si lo terrible es impronunciable, bien vale la pena hablarlo con el fragmentado silencio de un texto así, capaz de conciliar el dolor con las realizaciones estéticas. En suma, lo que Kurt Vonnegut hace mejor que nadie es imaginar lo que pudo escribir, o, si acaso fuera posible, escribirse en medio de muchas lecturas posibles.

Frente a su despiadada forma de hacer literatura, o de desvestirla con la intrepidez de palabras dichas de otro modo, el único consejo válido es leer a Vonnegut de un solo golpe. Hay que atragantarse con sus episodios para tener todo el sabor bajo la lengua antes de manifestarnos a favor o en contra de sus exploraciones, tal y como lo aprendiéramos en las páginas de esa otra novela, también fragmentaria, experimental, indecisa y asimismo belicista: Morirás lejos (1967), de José Emilio Pacheco. Dicha obra, anterior un par de años a la de Vonnegut, aplica dispersiones parecidas en la narración de aquella guerra en las calles de la Ciudad de México donde mañana mismo, estoy seguro, después de desayunar en La Pagoda, sentiré la necesidad de no pensar más en los anuncios publicitarios del centro histórico. Al mudar demasiado rápido, tal vez nunca heredaremos esos letreros por completo, y bastaría nombrarlos a volapié, mirarlos con el ceño fruncido y asegurarles un espacio en la memoria de lo transitorio. Si no se aprende a ejercitar el espíritu en estas lecciones de lo efímero, terminaremos convertidos en extranjeros del presente, y, peor aún, en advenedizos de lo inmediato. Dicho de otro modo, si acaso el arrasamiento de las fachadas capitalinas es inevitable, tal y como se nos hace creer en la ciudad globalizada, muy a menudo nos estará permitido acudir a sus socavones literarios para rescatar el signo de un destino diferente o para confirmarnos como los habitantes de un libro único sobre la calle Bolívar, allí donde Billy Pilgrim seguirá sucediendo siempre a su manera –y a la manera de Óscar, por supuesto.

 

II. La otra Granada

El sábado regresaré a Granada, frente al Cocibolca…, quise decir, frente al gran Lago de Nicaragua. Así se le conocía en las cartografías nativas: Cocibolca, y así es como aún se inscribe en los rótulos de las agencias turísticas y en algunos carteles de comida típica de la ciudad.

En el camino de vuelta desde Ometepe pensaré en el hombre aquel, el habitante más longevo de su isla natal. Fascinante. Era una persona mayor, lo conocí casi por accidente, setenta años, acaso un poco más, vendedor de aceites y otros combustibles, edad muy larga en todo caso, y se llamaba Paquito, de habla muy típica, palabras concentradas en las décadas eternas de una playa circular, así era y así es todavía su playa originaria, porque don Paquito nunca quiso abandonar Ometepe y además vestía la limpia sencillez de los ancianos de puerto, ni siquiera un dolor de muelas ha podido sacarlo de sus orillas. Otra vez, fascinante. Por convicción o solo por accidente él siempre será el hijo primogénito de aquel lago, o quizás lo suyo fue un gran miedo a la vida cuando las noticias de tierra firme invitaban a seguir sucediendo en la raíz de su propia historia. Con el recuerdo de aquella vejez suya frente a los volcanes gemelos de una isla bipolar, y entre paisajes dignos de tarjetas postales y almanaques, en el transbordador rumbo al pequeño puerto lacustre de Granada me he prometido permanecer allí el tiempo que sea necesario para estudiar todos los presentes de Nicaragua, en especial los que explican su relación con la lectura. Sede de un festival internacional de poesía, algo debe quedar en sus plazas y jardines que me revele una forma distinta de presentir la vida en los ámbitos de la palabra escrita –ya, ya casi estoy convencido: solo allí, en las geografías de una imaginación asumida como alimento cotidiano, es posible reconocer la cara más limpia de una ciudad.

Española y caribeña como la que más, Granada está hecha de fuertes aromas coloniales, a pesar de la evidencia de sus renovaciones. Anclada en el espectáculo de un lago interminable, y siempre a la sombra del volcán Mombacho, para el visitante de ojos bien abiertos las horas se presienten siempre atrapadas en los letargos del calor. Costeña por vocación, la ciudad no exuda todavía las apretadas rutinas de Managua, ella sí dominada por los artificios urbanos. Por cierto, las deficientes avenidas y los fallidos centros comerciales, la mayoría de ellos construidos desde un sentido de modernidad contrario a las herencias hispánicas, tergiversan la idea de progreso en la capital; de hecho, durante mi breve paso por sus bulevares he podido cotejar esas máscaras de gran metrópolis que casi nunca cuajan en el alma del extranjero. Sea como sea, lo cierto es que vive convertida en el epicentro nacional de un latinoamericanismo renovado, vehemente y militante, herencia de los años setenta y de los ochenta, a pesar de que la llamada aldea global lesiona con sus discursos las identidades regionales. Managua es así, qué se le va a hacer, sólida y desordenada, firme y derruida, cicatriz antigua y reforma perenne a causa de los temblores vividos y del diálogo constante con su reconstrucción después del periodo revolucionario, y es también en dicha circunstancia donde mejor se comprende la recurrencia de los nombres históricos: Rubén Darío en escuelas, teatros y cruceros; después viene César Augusto Sandino –general de hombres libres, dicen las ubicuas inscripciones–, efigies de Salvador Allende, rostros gigantes de Hugo Chávez y a menudo la boina y la barba más eternas del Che Guevara en la icónica foto de Korda.

En contraparte, Granada no padece de aquellas fiebres, ni en su nomenclatura citadina ni en su imaginario político. Granada, ahora lo entiendo, es el punto medio entre las soledades esenciales de Ometepe y las cosméticas urbanas de Managua. Su vida de calurosas parsimonias es un agradable vaivén de paseos por el lado de la sombra de cualquier acera; encantan los portales de otra época, las zonas peatonales de la plaza central, el descascarado color pastel en los muros de los edificios, la decimonónica catedral, esa casa arzobispal, los comercios ambulantes y unas bancas a veces vacías y a veces engentadas en la media tarde de todos los días. Y, porque todo hay que decirlo, aquí son cosa común los gringos jubilados y los europeos en retiro, familias que saben sacar provecho de la baratura de la vida, de la mano de obra, de las rentas y los alimentos casi a precio de regalo. En el Café Fitzcarraldo –turístico tributo a la película homónima de Herzog, supongo– las mesas se hacen frescas, las terrazas llegan hasta la calle y el tono más vivo de sus muros amarillos armoniza con los bordes y las cenefas de una cal blanquísima de sol; en esa imagen de mañana caribeña los extranjeros amanecen satisfechos de su decisión, es decir, de haber sabido venir a tiempo a esta ciudad para ensanchar el rendimiento de sus jubilaciones. Por lo demás, el mediodía de Granada anuncia con una luz muy intensa y cargada de bochornos la hora de la comida, la cual a su vez preludia el abandono general de los espacios públicos durante las imprescindibles siestas durante el calor canicular.

Desde hace días escucho hablar de las temporadas tardías. Parece que este año ya no llegará, el invierno, al menos no con la constancia de otros tiempos, y ya llega con mucho retraso, el invierno, y ya no es como antes, cuando uno metía la mano en el mes de agosto para sacar peces vivos entre los diluvios de la estación y cuánto domina el tema en las angustias granadinas. Frente al lago, la palabra, en apariencia tan impertinente e impropia de las geografías cercanas al ecuador, aquí significa aguaceros: invierno es un decir de trombas de muchas semanas, es voz de chaparrones inacabables o es un larguísimo suspiro torrencial capaz de desbordarlo todo, aun sus definiciones habituales; de hecho, el término se ha coloreado bastante con las semánticas locales y hoy está convertido en una expresión del miedo –o de la celebración, según se vea–, pues un mal año de lluvias provoca carestía, fragilidad social, y, por consiguiente, la inminencia de nuevos remolinos políticos. Varias veces he oído decir, en el hostal donde paro desde hace días, que en la ciudad de Granada solo hay dos estaciones: el verano portador de un sol seco e irremediable, y el invierno de lluvias como Dios manda. Quien lo dice a menudo arrastra pronunciaciones de melancolía, como si la naturaleza fuera un mal negocio o como si la meteorología significara una inversión de altísimo riesgo en Centroamérica.

Otra vez el pasajero refugio de una plaza, después de un par de horas bajo las exageraciones del sol. Cae la tarde con amabilidad mientras le recorto los flecos a la duda fundamental que me sostiene en Granada, a saber, ¿cómo, quién, qué se leerá frente al mar dulce de Cocibolca? Junto a esta especie de océano tranquilo, los habitantes exhiben la franqueza de los puertos de altura, y tiene que haber un lector escondido entre los andurriales del agua, porque aquí la gente se muestra siempre muy cortés; amables por naturaleza, hablan de frente sin elaborar filosofías, triunfan sobre las fórmulas aprendidas, son sus propios espejos verbales y ahora han pasado ya varios minutos de sombra y de reflexión cuando hay música en las bancas y vaya uno a saber de dónde salen los acordes de la “Tula Cuecho” o de la “María de los guardias”. Y mientras recuerdo las viejas canciones sandinistas, la guitarra armada, la misa campesina de Mejía Godoy –no estoy seguro de los nombres…, de esto siempre hablo con la memoria–, en el atardecer de la plaza cualquiera cede la tentación de una cerveza Toña en un café-bar de paredes estucadas donde tomo notas de otras cosas: el monumento de la llamada Cruz del Siglo en la calle principal, los colores vivos del ayuntamiento, el sol acumulado que aún pica en la piel y la camaradería de los soldados de la república en las mesas de un poco más allá.

A mi regreso al hostal, entre portones abiertos y zaguanes de otra edad, los vendedores de comida ocupan ya los adoquines donde más tarde ofrecerán el singular acento de sus raciones. Poco a poco he redactado la lista culinaria de mis días en Granada, los sabores y las pronunciaciones de las tajadas con queso, del gallo pinto, del mondongo, del vigorón, del vaho de carne, de los nacatamales