Boda por venganza - Trish Morey - E-Book

Boda por venganza E-Book

Trish Morey

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Beschreibung

Por mucho que odiase al hombre con el que se había casado, Briar Davenport tenía que admitir que se volvía loca con sólo sentir sus caricias. A pesar del placer que Daniel Barrentes le daba en el dormitorio, lo suyo nunca sería otra cosa que un matrimonio de conveniencia… ¿o quizá sí? A medida que se iban desvelando los secretos, Briar empezó a darse cuenta de que Daniel no era como ella creía…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2007 Trish Morey.

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Boda por venganza, Nº 1789 - julio 2024

Título original: The Spaniard’s Blackmailed Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410742192

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA DEMASIADO tarde para una visita de cumplido.

Briar Davenport cruzó el recibidor, intranquila, el sonido de sus tacones sobre el polvoriento terrazo resonaba en el espacio vacío mientras la premonición de que algo no iba bien provocaba estragos en sus nervios.

Volvió a sonar la campana y tuvo que reprimir las ganas de gritar a quien fuera que llamaba. Davenport nunca gritaba a las puertas, ni siquiera cuando estaba agotada por tener que decidir qué reliquias familiares sacaba a subasta.

Dudó un momento frente al pomo de la puerta mientras respiraba hondo para tratar de calmarse y pensar con lógica. No tenían que ser necesariamente malas noticias. Antes o después su racha de mala suerte tenía que cambiar, ¿por qué no esa noche?

Abrió la puerta y su mala suerte se convirtió en peor.

–¡Usted!

Daniel Barrentes se apoyó en el marco de la puerta con un brazo por encima de la altura de su cabeza y el torso cubierto de negro. Ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retroceder ante el empuje de su presencia. En medio de la mancha de luz de la entrada parecía más una prolongación del oscuro cielo nocturno que un hombre. Llevaba el pelo negro hasta los hombros, recogido en una coleta que no le restaba masculinidad y acentuaba su aspecto de bucanero, pero lo que impresionaba era el brillo de triunfo en los ojos negros. Briar sintió pánico y tuvo que contenerse para no cerrar de un portazo.

Hizo el esfuerzo de mantenerse de pie, con la barbilla levantada. A pesar de los tacones, los ojos de él quedaban unos centímetros por encima de los de ella.

–¿Qué quiere?

–Estoy sorprendido –dijo con un tono como si le divirtiera el esfuerzo de ella por parecer más alta–. Casi esperaba que me diera con la puerta en las narices.

–Entonces no es necesario que le diga que no es bienvenido.

–Pero aquí estoy.

Tres palabras, sólo tres palabras, pero que, pronunciadas con su acento, parecían una amenaza. Sintió como si el miedo tejiera una tela de araña en sus venas.

–¿Por qué?

–Qué delicioso volver a verla, Briar –dijo él, ignorando su pregunta y enfatizando así la falta de cortesía por parte de ella, pero ser amable no preocupaba en ese momento a Briar, no cuando el acento de Daniel parecía devorar su nombre. Sintió que un escalofrío la recorría.

–Créame –se las arregló para mantener el tono de voz adecuado–, el placer es sólo suyo.

Él rió con un sonido grave que de algún modo hizo vibrar la piel de Briar.

–Sí –se mostró de cuerdo Daniel sin mostrar ningún arrepentimiento en su mirada mientras la recorría de arriba abajo, desde los ojos, a través de sus curvas hasta llegar a las botas de cuero rosa y después volvía de nuevo hasta los ojos.

Finalmente los ojos de Daniel se detuvieron en los de ella y la miró con calor, posesivo. Lo único de lo que Briar fue capaz fue de seguir respirando.

–También es un placer para mí –murmuró él.

Sintió que una ola de rabia la llenaba. ¿Cómo se atrevía a mirarla de ese modo, como si fuera suya? ¡No tenía derecho! Daniel estaba muy equivocado si pensaba que podría poseerla. Nunca se acercaría a ella.

A pesar de todo, Briar no pudo evitar cruzarse de brazos. Si sus pezones se veían tan duros como ella los sentía, él no tendría ninguna duda de cómo le había afectado su mirada, y ella no quería que él lo supiera. Ni siquiera quería saberlo ella misma.

–Todavía no me ha dicho por qué está aquí.

–He venido a ver a su padre.

–Lo dudo. Tengo serias dudas de que mi padre quiera volver a verlo, no después de lo que ha hecho para socavar sus negocios y arruinar nuestras vidas.

Él se encogió de hombros de un modo que mostraba que le daba igual lo que ella pensara, lo que la puso aún más furiosa.

–Sus dudas no son mi problema. Mis negocios, sí, y en este momento me está dando consejos sobre cómo llevarlos. Así que, si se aparta a un lado…

Ella tensó los músculos sin apartarse un centímetro.

–Es muy tarde. Y aunque no lo fuera, está perdiendo el tiempo. Usted es la última persona en el mundo con la que mi padre querría hacer negocios.

Daniel apretó la mandíbula mientras se inclinaba para estar más cerca de ella.

–Es evidente que no tiene ni idea de lo que su padre es capaz.

Su aliento le rozó en la cara, y la mezcla de testosterona y café tuvo un potente efecto sobre ella.

¿Era crueldad? Por primera vez el miedo se hizo tangible. Ya no era sólo con su visión o el sonido de sus duras palabras con lo que tenía que enfrentarse, se encontraba con que era su misma esencia la que asaltaba sus oídos, sus sentidos, ponía a prueba su equilibrio.

Y eso era demasiado.

A pesar de la fresca noche de otoño, sentía calor, sudaba mientras sentía cómo cada músculo se preparaba para huir o luchar.

¿Qué había llevado a ese hombre allí esa noche? ¿Por qué había llegado a pensar que ella le dejaría entrar en su casa después de que había hecho todo lo posible para arruinar a su familia y, con ella, dos siglos de historia?

En ese momento no importaba porque había una cosa de la que ella se había dado cuenta de modo instintivo: fuera lo que fuera lo que ese hombre estaba haciendo allí, no era algo bueno. La respuesta era tan sencilla como preocupante. Daniel Barrentes no cruzaría el umbral de la puerta, no mientras ella tuviera una escopeta.

–Briar, ¿quién es, querida?

Sorprendentemente su madre estaba despierta todavía, pero ella sólo giró ligeramente la cabeza en la dirección de su voz. De ninguna manera iba a apartar la vista del oscuro castigo que tenía delante de ella.

–Nada importante. Ya me ocupo yo –y con una oleada de satisfacción buscó el pomo para intentar cerrar la puerta de la casa.

Ni siquiera consiguió empezar. Como un relámpago, la mano de Daniel apareció y detuvo la pesada puerta, después la empujo y la puso fuera del alcance de ella.

–¿Qué hace? –gritó ella con una mezcla de furia y conmoción mientras la puerta se abría hasta más allá de su alcance, dejándolo a él en medio del hueco como si de una negra araña se tratara.

–¡Briar! –gritó su madre–. ¡Deja entrar al señor Barrentes!

Se volvió completamente para mirar a su madre.

–No puedes estar hablando en serio. No después…

–Estoy hablando en serio –la anciana salió con poco más que un murmullo, llevaba un brazo cruzado encima del pecho y los dedos de la otra mano alrededor de la garganta–. Tu padre lo ha estado esperando. Pase, señor Barrentes, Cameron le espera en la biblioteca. Disculpe por la falta de educación de mi hija.

Briar retrocedió como si le hubieran dado una bofetada en la cara.

–Está bien –dijo él, pasando al lado de Briar–. Creo que no hay nada que me guste más que una mujer con carácter.

La madre cerró los ojos un momento y pareció como si se mareara.

–Bien –dijo la anciana después de recobrar la compostura y evitando la mirada de preocupación de su hija–. Si me acompaña, señor Barrentes…

–¿Qué está pasando?

Carolyn Davenport se volvió a mirar a su hija, o casi, fijando su mirada en un punto por encima del hombro de Briar.

–Quizás deberías cerrar la puerta, querida, hace frío esta noche. Después podrías llevar a los hombres café y brandy. Estoy segura de que tendrán mucho de qué hablar.

Su madre tenía que estar bromeando. Si hacía frío, tenía más que ver con la nube negra que había dejado entrar en casa que con la temperatura ambiente. Y no pensaba servir ni una gota de su mejor brandy a Daniel Barrentes, el hombre que sin ayuda de nadie había quitado su fortuna a una de las familias más antiguas y respetables de Sidney.

–Llevaré a mi padre todo lo que necesite –concedió mientras cerraba la puerta–, pero, lo siento, madre, Daniel puede valerse por sí mismo.

 

 

Media hora más tarde estaba hirviendo todavía por la presencia del invitado indeseado cuando su madre se la encontró sentada en la cocina.

–¿Se ha ido? –preguntó.

Su madre negó con la cabeza, y Briar sintió que la presión de la sangre volvía a subirle mientras se obligaba a mantener su atención en la pantalla. No podía concentrarse con la cabeza llena del español. ¡Maldito! ¿Qué quería de su padre? No le quedaba nada que pudiera arrebatarle. Hasta la casa de la familia, lo último que tenían, estaba hipotecada.

–¿Qué haces, cariño? –preguntó su madre mientras se colocaba a su lado, le apoyaba una mano en el hombro y la acariciaba.

Briar sonrió e inclinó la cabeza en dirección a las caricias, sintiendo cómo parte de su tensión se disipaba.

–Estoy trabajando en ese inventario. La lista de muebles y obras de arte que papá y tú habéis decidido que podéis soportar perder. He hablado con el subastador y me ha dicho que, mejor que sacar todo de una vez, enviemos algunas piezas cada dos o tres meses. De momento tenemos bastante para hacer frente a nuestros compromisos.

–¿Sí? –su madre dejó de mover la mano, y Briar cambió de posición.

De pronto Briar se arrepintió de su conducta en la puerta. Carolyn Davenport apenas había sido poco más que una sombra de sí misma últimamente, su piel pálida y sin brillo, su carácter frágil. La angustia debida a sus problemas económicos había cobrado su peaje a todos, pero sobre todo a su madre, que aún sentía la pérdida de su hijo mayor dos años antes. Todavía reacia a acercarse al centro de la ciudad, se había sentido constantemente humillada por los artículos de los periódicos en los que se narraba la caída de la familia y las miradas de lástima por parte de los un día amigos de la alta sociedad. Y, a pesar de la provocación del hombre más arrogante del mundo, Briar tampoco había ayudado mucho comportándose como una adolescente en vez de como la mujer de veinticuatro años que era.

Guardó el trabajo que había estado haciendo y apagó el ordenador. Ver la lista de las reliquias familiares que pronto iban a dejar de serlo no era lo que mejor le vendría a su madre para descansar.

–No te preocupes. Estoy segura de que no es tan malo como parece. Saldremos de ésta, sé que lo haremos. Y si sale ese trabajo que me han prometido en el museo, las cosas irán mucho mejor.

Su madre le agarró la mano y le dio unas palmaditas cariñosas.

–Eres tan buena haciendo todo esto. Con un poco de suerte puede que no tengamos que vender nada. Tu padre tiene la esperanza de que haya otra forma de salir de este embrollo.

Briar se volvió a mirar a su madre.

–¿Qué más nos queda? Ya hemos ido a todos los bancos y las financieras; lo hemos intentado todo. Creo que no nos quedan más opciones.

–Todas excepto una –dijo su madre con un súbito brillo en los ojos–. Parece que hoy mismo nos han ofrecido un salvavidas. Cancelar los préstamos y un acuerdo… uno bueno, suficiente para volver a tener servicio y vivir como vivíamos sin tener que vender nada. Sería como si… como si nada hubiera ocurrido. Excepto… –el discurso rápido y furioso de su madre perdió volumen cuando se dio la vuelta en dirección a la biblioteca, una sombra apagó el brillo de sus ojos y volvió a su mirada gris y fría.

–¡Oh, no! No puedes estar hablando de Daniel. Por favor, dime que todo eso no tiene nada que ver con ese hombre.

Su madre no respondió, y Briar sintió que la desesperación la invadía. Se libró de las manos de su madre y alzó las suyas para protestar.

–¡Pero si todo esto es por culpa suya! Ha sido él, sin ayuda de nadie, quien ha hundido a la familia Davenport. ¿Por qué iba ahora a ofrecernos su ayuda? No tiene sentido. No le queda nada que llevarse.

Su madre se acercó y le apartó un mechón de pelo de la cara antes de acariciarle los brazos.

–Justo ahora es cuando no podemos elegir.

–¡Pero es un hombre tan espantoso! La forma en que recorre Sidney como si fuera suyo.

–Bueno, en estos momentos eso es casi cierto –sonrió débilmente–, pero piénsalo, no puede ser todo malo. Tiene que tener algo bueno, ¿no?

–Pues, si lo tiene, está bien escondido –respondió con un resoplido.

–Y es muy guapo.

–Supongo, si te gusta el aspecto de los bandidos –frunció en ceño y miró a su madre al ver la dirección que tomaban sus argumentos–. De cualquier forma, estamos hablando de Daniel Barrentes. El mismo Daniel Barrentes que ha venido para tirar por tierra a las mejores familias de la sociedad de Sidney, y ha empezado por los Davenport. ¿Qué se le ha per…?

–Briar –la brusca voz de su padre la interrumpió–. Me alegro de que sigas levantada. ¿Puedes dedicarme un par de minutos?

Briar respiró, aliviada. La aparición de su padre suponía que Daniel finalmente se habría ido… ¡Y mejor que no volviera nunca! Estaba cansada de estar con el alma en vilo en su propia casa. Además, se iba a enterar por fin de lo que estaba pasando. Si su padre estaba pensando en aceptar la ayuda de Daniel, ella tendría algo que decir.

–Vete con tu padre –le urgió su madre, haciendo señas en dirección a la puerta–. Nosotras ya hemos terminado.

Vio una mirada cargada de significado que se cruzaron sus padres: algo estaba pasando. ¿Por qué no estaban más contentos si había un salvavidas en perspectiva? ¿O eran demasiado costosas las condiciones de Barrentes? Sintió una náusea. Ya nada le sorprendería. Seguro que Daniel aprovechaba para patear a su padre, ya que lo tenía en el suelo.

Maldito. Haría todo lo posible para evitar sus codiciosas garras.

–En realidad –dijo su madre, agarrando a su hija de la mano–, a lo mejor debería ir con vosotros.

–¡No! –dijo Cameron, colocándose entre las dos mujeres y obligándolas a soltarse–. Quédate aquí –se dirigió a su esposa–. No tardaremos mucho. Después, seguramente, me tomaré otro café.

–¿Va alguien a decirme qué es lo que pasa? –preguntó Briar a su padre mientras lo seguía a través de la casa–. ¿Qué quería Daniel?

Justo a la entrada de la biblioteca, su padre se detuvo, se volvió hacia ella y la agarró de las manos. En su rostro, los ojos muertos encima de unas enormes ojeras. Podía ser tarde, pero era evidente que el nerviosismo por la situación lo estaba devorando. Desde dentro de la biblioteca el tictac del reloj de su abuelo señalaba el transcurrir de los segundos.

–Briar –dijo en un suspiro–, antes de que sigamos adelante, quiero que sepas que yo no quería que esto sucediera, créeme –la miró tan intensamente, que pudo sentir su desesperación.

–No me has dicho qué va a suceder.

–Necesito tu ayuda –continuó, evitando responder a su pregunta–, aunque sé que lo que te pido es demasiado.

–Está bien –respondió, simulando una confianza que no sentía y soltándose de sus manos. Trató desesperadamente de sonreír, pero no pudo–. Bueno, ¿qué quieres que haga?

Un oscuro atisbo de movimiento atrajo su atención más allá de su padre, y un escalofrío le recorrió la espalda.

¡Daniel! ¡Así que no se había marchado! Y en ese momento estaba allí, apoyado contra el marco de la puerta. En su rostro, su mirada era de… victoria. Era lo que proclamaban sus facciones.

Allí estaba, con el peligroso brillo de sus ojos, con la voracidad de su sonrisa, con la amenazante oscuridad de su actitud.

–Es realmente muy sencillo –anunció Daniel, dirigiéndose al padre–. Tu padre quiere que te cases conmigo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SI ÉSA es su idea de una broma, señor Barrentes… –la voz de Briar sonó extrañamente calmada en contraste con la explosión que mostraban sus ojos– creo seriamente que necesita una transfusión de sentido del humor.

Daniel rió con un sonido vibrante que resultó profundamente incómodo a Briar.

Ella se enfureció para tratar de disipar el calor que le produjo su proximidad.

–Me temo que no le veo la gracia.

Daniel cerró la boca y la miró fijamente a los ojos.

–Eso es porque no es ningún chiste. Su padre está de acuerdo con que se case conmigo.

Briar se quedó sin palabras, pero sólo un instante. Entonces fue su turno para echarse a reír.

–¡Está loco! Papá, dile lo absurdo que parece. No hay ninguna posibilidad de que espere que yo haga algo tan ridículo como casarme con él –miró a su padre, esperando que asintiera, implorando que asintiera, pero su padre no dijo nada… y la risa se murió en sus labios a la vez que la esperanza moría en su corazón.

–Briar –dijo su padre con un susurro, apoyándole la mano en el hombro–, tienes que entender…

En un momento lo entendió todo, y entonces…

–¡No! –gritó mientras le obligaba a dejar de tocarla–. No tengo nada que entender.

–Por favor –rogó el padre–, antes de que tu madre nos oiga –obligó a ambos a entrar a la biblioteca y cerró la puerta–. Tienes que escucharme.

Como envuelta en una nebulosa, se dejó meter en la biblioteca y una vez dentro, se volvió hacia su padre.

–¿Cómo quieres que escuche cuando lo que dices no tiene sentido?

–Y ¿cómo puedes decir que no tiene sentido –arguyó Daniel– si todavía no lo has escuchado?

Ella giró la cabeza en su dirección, y dijo:

–Si hubiera querido su opinión, se la hubiera pedido.

No pareció contrariado por el comentario. Más aún, pareció agradecido mientras se apoyaba en el escritorio de Cameron con las palmas de las manos a ambos lados del cuerpo, haciendo que el tejido de la camisa se tensara y mostrara un musculoso pecho bajo la ropa. El escote dejaba ver una suave piel color aceituna y una insinuación de oscuro vello. Briar se forzó a mirar más arriba. Su madre tenía razón, Daniel era un hombre muy guapo. ¿Por qué un tipo tan detestable tenía que estar bendecido con esa belleza y ese cuerpo tan impresionante? Era evidente que en el mundo no había justicia.

Dirigió su atención a su padre, pero en ese momento se acordó de algo. Lo que había dicho su madre de que Daniel tenía que tener algo bueno cobraba sentido.

–¿Qué está ocurriendo realmente? ¿Por qué nos has hecho entrar en la biblioteca? ¿Sabe algo mi madre de este arreglo?

–Tu madre sabe algo de la propuesta –dijo su padre en tono gris.

A Briar se le hizo un nudo en el estómago. «Algo de la propuesta…». ¿Qué más había? Lo que estaba escuchando le estaba dando ganas de vomitar. La sola idea de que su futuro estaba siendo arreglado por sus padres, las dos personas que siempre había pensado que la querían y desearían lo mejor para ella, era demasiado.

–Así que ya habéis hablado de esto entre vosotros como si se tratara de un asunto doméstico más. Ya puedo imaginarme cómo ha sido la conversación: ¿cambiamos los muebles de la casa de la playa o nos compramos un nuevo Mercedes? Bueno, mientras lo decidimos, a lo mejor podemos casar a Briar con Daniel Barrentes –giró la cabeza y miró fijamente a Daniel–. Habéis pactado entre todos casarme con la persona que más detesta esta familia, ¿cómo habéis podido hacer algo así?

Daniel ni se inmutó por sus palabras; su padre, sin embargo, cada vez estaba más agitado.

–¡Briar, cálmate, no hemos tenido elección!

–¡Siempre hay elección! Yo tengo elección: no voy a casarme con Daniel Barrentes bajo ningún concepto. No me casaría con él aunque fuera el último hombre en la tierra –miró aquellos insondables y oscuros ojos–. ¡Antes prefiero morirme!

Esa vez, un ligero tic en la mejilla de Daniel fue lo único que demostró que las palabras de Briar habían logrado su objetivo.

–Fue Arte Dramático lo que estudió en la universidad, ¿verdad? –dijo él en un tono que demostraba lo poco impresionado que estaba con su actuación.

–Estudié Bellas Artes –dijo ella entre dientes–. Además, no es asunto suyo.

–Me sorprende, teniendo ese don para lo dramático.

–¡Y usted tiene un don para la locura! ¿Cómo puede siquiera imaginarse que me casaré con usted? ¿Cree que casarse va a ser su puerta de entrada a la buena sociedad de Sidney? No funcionará. La gente no olvidará cómo no ha tenido la menor consideración por nada para llegar hasta donde está.

–¿Me desprecia porque he hecho mi propia fortuna en vez de poseerla por un accidente como es el nacimiento, como le ocurre a usted y a la gente de su clase?

–Lo desprecio porque ha hecho su fortuna hundiendo a otros, incluido mi padre.

–¿Es así? Y por eso le ofrezco a su padre una posibilidad de rehacerse. Él le encuentra sentido a la oferta, y aun así usted me desprecia.

–Siempre lo despreciaré –se volvió, frustrada, en dirección a su padre–. Por favor, dime que todo esto es una broma. No puedes realmente esperar que me case con este español. Estamos en el siglo XXI; ya no se arreglan los matrimonios.

Su padre negó tristemente con la cabeza.

–Briar… –su voz se oscureció mientras se dejaba caer en un sillón y se cubría la cabeza con las manos–. Oh, Dios, he sido tan imbécil.

Se arrodilló al lado de su padre y le acarició la frente.

–Papá, escúchame. No necesitamos el dinero de Daniel. Podemos sobrevivir como habíamos planeado… con mi trabajo y subastando periódicamente algún mueble. No nos hace falta rogar a gente como él. No necesitamos su dinero.

–No es tan fácil –murmuró su padre, negando con la cabeza.

–Es así de fácil –aseguró ella–. No tenemos por qué hacer este trato. No había tenido ocasión para decírtelo todavía… pero podremos sobrevivir. ¿Qué más da si no tenemos criados? Podremos aguantar. Estamos aguantando. Y pronto tendré trabajo.

–¡No estamos aguantando! Mira el estado de la casa… está matando a tu madre no poder hacerse cargo de todo.

–¿A quién le importa que no se limpien los suelos a diario? Las cosas irán mejor, ya lo verás.

Su padre la agarró de los hombros y clavó los desesperados dedos en su piel.

–No, no es tan sencillo –reiteró–. Tienes que escucharme. No nos queda dinero. Ni crédito. Nada.

–Sí –arguyó ella, intentando calmar su dolor–. Lo tendremos. Suficiente para pasar esta mala racha. No necesitamos el dinero de nadie, y menos el suyo. Deja que me vaya y te enseñe el inventario que he estado haciendo. Te lo demostraré.

–Briar –fue lo único que dijo mientras mantenía las manos en los hombros para que no se levantara–. Gracias. Eres tan buena hija. Me siento tan orgulloso de ti.

Miró en los ojos de su padre y vio en ellos la aprobación que daba a sus actos. Se dio cuenta en el momento que tiró de ella y la abrazó. Durante un segundo fue como si estuvieran solos en la sala. Nadie más importaba. Su padre pensaba que había sido él quien había llevado todo el peso de la deuda sobre sus hombros, pero acababa de enterarse de que Briar también había estado buscando soluciones. Y todo le parecería distinto cuando viera sus cálculos. Pronto le demostraría que no necesitaba de gente como Daniel para asegurarse el futuro.

–Bueno, ¿cuándo va a decírselo? –sonó una voz fuera de su perfecto entendimiento.

Briar salió del abrazo de su padre y lo miró.

–¿Decirme qué? –preguntó con aspereza, volviéndose en busca de la cara de su padre.

Su padre la miró con los ojos vacíos. Era imposible no sentir su desesperación.

–No queda nada.

–¿Qué quieres decir? –preguntó ella, buscando en sus ojos la última brizna de esperanza–. ¿Nada?

–Todo se ha perdido. Todo.

–¡Pero todavía tenemos la casa y los muebles! Te he dicho…

Pero mientras ella hablaba, su padre negaba con la cabeza.

–Perdido –dijo su padre–. Todo lo que quedaba es ahora de Daniel. Todo: la casa, los muebles…

La furia la inundó. Se levantó y fue hacia Daniel.

–¡Canalla! –se acercó más.