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Brand es considerado, junto a Peer Gynt, el texto más importante e intenso de Ibsen. Es la historia de un hombre que quiere `sanar a la raza humana de sus vicios e imperfecciones`. En nuestra época, tan llena de moralistas y de nuevos predicadores, la figura del pastor protestante Brand y su intento de vivir según una virtud perfecta constituye una fuerte provocación. La grandeza y la tragedia del personaje, que ha hecho de la autonomía su religión y su bandera cívica, nos ayudan a comprender la causa de la angustia y la crisis del hombre contemporáneo.
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Seitenzahl: 236
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Literaria
4
Serie dirigida por Guadalupe Arbona
Henrik Ibsen
Brand
Poema dramático en cinco actos
Introducción de Guadalupe Arbona Abascal
Traducción de Pedro Pellicena
Título original: Brand
© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2016
© de la Introducción: Guadalupe Arbona Abascal
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Colección Literaria nº 4
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-9055-822-5
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El drama ibseniano
Con la representación y el éxito de las obras de Ibsen (1828-1906) en los teatros europeos, la literatura noruega dejó de ser una gran desconocida. Los escándalos que se produjeron tras el estreno de Casa de muñecas en 1879[1] han hecho famoso al autor por su teatro social y su defensa de la situación de desigualdad de la mujer. Siendo esta una faceta fundamental del autor, la riqueza de su obra es inmensa. Respecto a la perspectiva social de su teatro, Ibsen dijo: «He tenido más de poeta y menos de filósofo social de lo que en general la gente tiende a suponer. Mi tarea ha sido la de retratar seres humanos»[2]. E incluso el desenlace de Casa de muñecas, interpretado como símbolo de la liberación femenina, expresaba para su autor la «desesperación» y el «fracaso» porque la obra fue concebida como una «tragedia actual»[3]; en ella se planteaba un problema que se quedaba sin resolver tras el portazo de Nora Helmer al final de la obra. En este sentido, atender a la trayectoria completa de la obra ibseniana permite comprender mejor el significado de lo trágico en los dramas del noruego.
Por eso es pertinente preguntarse ¿qué significa, en este contexto, ser poeta? La genialidad de Ibsen reposa en expresar sin ambigüedades el permanente drama del alma humana y de ahí la poesía. Escritores tan diferentes del panorama literario europeo del momento como James Joyce y Miguel de Unamuno aprendieron noruego para leer directamente al autor[4]. ¿Qué es lo que les atrajo a estos autores del sentir y hacer literarios del gran maestro teatral? Para Joyce su fuerza radicaba en que era el escritor del «drama-alma». Para Unamuno en que su teatro era religioso, es decir, que expresaba el movimiento del corazón humano en busca de su destino: «La dramaturgia de Ibsen es una dramaturgia más religiosa que ética o estética en sus últimas raíces, y no es fácil que la sientan en su fuerza todos los que no han pasado de la concepción estética y a lo sumo de la ética»[5].
El eje fundamental que recorre las diferentes situaciones de ficción creadas por Ibsen es la necesidad urgente de unir la vida con su ideal; cosa que, en la mayoría de los casos, no se logra y de ahí el carácter trágico de sus obras[6]. En este sentido, Benedetto Croce hablaba del «drama desesperado» de Ibsen que retrata a personajes que viven en constante expectación y se consumen en la búsqueda de «algo más» para la vida[7]. Ibsen declaró en 1875 que todos sus escritos mostraban el movimiento entre «habilidad y aspiración, entre voluntad y posibilidad». En este conflicto vio «la tragedia y comedia, simultáneamente, de la humanidad y del individuo»[8]. Ibsen percibe que «al cielo suben los deseos del alma»[9], es decir, que existe un ímpetu ideal en el corazón del hombre y que sin embargo, trágicamente, el hombre no tiene ni «habilidad» ni «voluntad» para alcanzarlo.
Los personajes de Ibsen se empeñan, con toda su voluntad, en alcanzar el ideal —del matrimonio en Casa de muñecas, de la verdad sobre una situación en El pato salvaje y en Espectros, del trabajo artístico en El maestro Solness y en Cuando despertamos los muertos, etc.—.
El maestro Ibsen
Teniendo como horizonte este tema fundamental, sus obras se suelen dividir en cuatro épocas.
La primera constituida por los grandes dramas históricos que van desde Catilina[10] hasta Madera de reyes de 1864. Durante estos primeros años, Ibsen se dedica a la lucha nacionalista junto con su amigo Björnson —Premio Nobel de 1903—. Los dos amigos intentan recuperar la historia y tradiciones de su país, conscientes del papel primordial que jugó el cristianismo sobre todo durante la Edad Media. Son obras que se inscriben en el Romanticismo. El movimiento nacionalista noruego utilizó como instrumento de la propagación de sus ideas el teatro. Ole Bull, verdadero mecenas de este movimiento literario y nacional, creó dos teatros en su país, el de Cristianía —hoy Oslo— y el de Bergen, la dirección del primero se la dio a Björnson y la del segundo a Ibsen. En el último fue estrenando el autor sus obras históricas[11].
Durante estos años lucha por encontrar la identidad de Noruega como se manifiesta en sus obras y reflexiones personales:
«Todo el que desee conocerme por completo debe conocer Noruega. El paisaje espectacular, pero severo, que la gente tiene a su alrededor en el norte, y la solitaria vida de encierro —las casas suelen quedar a varios kilómetros unas de otras— los fuerzan a preocuparse no ya de la vida de la gente, sino únicamente de sus inquietudes, de modo que se vuelven reflexivos y serios, meditan, dudan y a menudo desesperan. En Noruega, uno de cada dos hombres es filósofo. Y esos inviernos oscuros, con la densa niebla fuera, ¡ay, cómo anhelan el sol!»[12].
Tarea que está acompañada, en todo momento, por la inquietud. Ibsen expresa la insuficiencia de esta lucha. Por eso atravesando este amor por su tierra, se pregunta si es suficiente recordar el pasado, y más aún ¿dónde encontrar una casa? «Aquí, entre los fiordos, —escribe a su amigo Brandès— está mi tierra. Pero... pero... pero, ¿dónde está mi hogar?».
Con treinta y cinco años Henrik Ibsen recibe una beca de 400 dolares para ir a Italia. Sale de Noruega el 5 de abril de 1864 y llega el 19 de junio de 1864. Ha pasado por Copenhague, Berlín y Viena y, después de atravesar los Alpes, le producen una fuerte impresión la luz y el sol meridionales:
«Sobre las altas montañas, las nubes colgaban cual grandes y oscuros telones, y debajo de ellas viajábamos por el túnel cuando, de pronto... se me reveló esa luz maravillosamente brillante que constituye la belleza del sur, reluciente como mármol blanco. Eso influiría en toda mi obra posterior, incluso cuando el contenido no fuera siempre hermoso»[13].
La llegada a Roma se identifica con un «sentimiento de liberación de la oscuridad y de ingreso en la luz, de emergencia de las brumas a través de un túnel que conducía al sol radiante». El sol, en toda la obra de Ibsen, y más a partir de este momento, es un símbolo de la belleza deseada. Ya lo era para Catilina que lucha por «el sol luminoso de la libertad». Y a partir de 1864 se convierte en un valor simbólico recurrente: el sol al que intenta emular el emperador Juliano, el sol que desea Brand, y el sol que pide Osvaldo a su madre al final de Espectros: “Madre, ¡dame el sol!... ¡el sol... el sol!”.
Tocado por esta belleza solar, Ibsen escribe sus cuatro obras épicas o de personaje heroico: estamos en su segunda época. Brand (1866) representa al héroe moderno y trágico, como veremos. Peer Gynt[14] es el héroe anarquista que pretende afirmarse hasta el infinito. Su lema «bástate a ti mismo» repetido hasta la saciedad se demuestra insuficiente, como se hace ver en el desenlace, para salvar la vida. La pretensión de autonomía de Peer Gynt —al que se ha llamado el Quijote septentrional— no lleva más que a la locura. La tercera obra de personaje heroico es La coalición de los jóvenes (1869) y la última Emperador y Galileo[15]. Estos héroes modernos heroicos se convierten en paradigmas por un lado, de la lucha por el ideal que mantuvo el noruego y, por otro, de la constatación de que su pretensión de autonomía, después de que las referencias parezcan inútiles, está abocada al fracaso.
Antes de pasar a la tercera época nos detendremos en la última de esta segunda dado que, por un lado, Ibsen la destacó entre toda su producción y, por otro, plantea de manera rotunda su drama. Emperador y Galileo recrea el hecho histórico de la apostasía del Emperador Juliano en el siglo IV. La importancia que concedió Ibsen a esta obra está reforzada por el subtítulo —«Espectáculo de historia universal»— y por los comentarios que el autor hizo de él. De él dirá: «...comprender el pensamiento de Juliano es comprender toda una época de la historia intelectual de la humanidad...»[16]. Al mismo tiempo bucear en la historia le permite ahondar en «...algo de mi propia vida... lo que consigno en este libro, lo que describo, lo he experimentado yo bajo otras formas (...) Hay en este libro mucho de autoanatomía»[17].
Para Ibsen el problema capital de la historia de los hombres y de su historia personal es cómo estar frente al Galileo, qué posición se tiene ante Jesús de Nazaret. El autor noruego pretende hacer cuentas con un hombre en la historia que dice ser el ideal. El hecho cristiano como acontecimiento en el presente plantea una alternativa decisiva: o seguirlo o negarlo. Y un ejemplo de toma de posición frente a este dilema lo representa el emperador Juliano. Ibsen recrea la historia del apóstata que, habiendo recibido una educación cristiana, reniega de la fe. Juliano sabe que Cristo está presente en la historia, en su historia, y que reclama para sí seguimiento; el hombre ya no puede ser él mismo y dar rienda suelta a su poder sin tener en cuenta esta presencia. Por eso Juliano, en el acto III de la segunda parte, le dice a Máximo:
«¡Emperador y Galileo! ¿Cómo unir lo contradictorio? Sí, ese Jesucristo es el mayor rebelde que jamás haya vivido (...) ¿O es que puede pensarse en una conciliación entre el Galileo y el emperador? ¿hay sitio para los dos a la par en la tierra? Y Él vive en la tierra, Máximo..., el Galileo vive, te digo, por más que hayan creído que le mataron los judíos y los romanos»[18].
Y después de haber negado a este Galileo vivo y, por tanto haber perseguido a los cristianos como continuidad de Cristo en la historia, Juliano recurre a los dioses griegos. A las divinidades del Olimpo rinde pleitesía para que le favorezcan en sus campañas militares, para afianzar su poder y para justificar su odio. Y así llegamos al final de su peripecia humana, donde se demuestra que los dioses paganos no son para el Emperador más que una proyección de su ansia de poder absoluto. Juliano manda que se difunda por todo el Imperio el sueño que ha tenido: Hermes, disfrazado de mancebo, le comunica que es un dios. Juliano se proclama a sí mismo dios, trata de autodivinizarse. Pero la obra no termina aquí, aunque el emperador ha intentado borrar el rostro de Cristo de la tierra sabe que «el Hijo del Carpintero impera como un rey de amor en los humanos corazones fieles y ardientes». Y más aún, él, que ha pretendido ser el sol sobre la tierra, reconoce que su problema humano no ha quedado resuelto: «me consume la nostalgia, Máximo... nostalgia de la luz, del sol y de todas las estrellas». Y las últimas palabras antes de morir: «¡Oh, Sol, Sol, ¿por qué me traicionaste?».
Se recoge aquí un problema clave: o bien pretender construir la vida autónomamente[19], o inclinarse ante la persona de Cristo tal y como se presenta en la historia. Y la alternativa se hace terrible cuando el primer término de esta —poner la confianza en las fuerzas humanas para que las cosas tengan sentido— es insuficiente, como lo demuestran los finales trágicos de sus obras en las que, realistamente, se ve cómo la nostalgia del corazón humano no se sacia con las propias fuerzas. Y el segundo término —la aceptación de Cristo— parece imposible: «¿Dónde está ahora?... —dice Juliano—. ¿Actúa en algún otro lugar, tras de ocurrir aquello del Gólgota?»[20]. O como le dice Brand a Cristo: «Te deslizaste cerca de mí, y desapareciste como desaparece el sentido de una palabra que no se usa». Parece que Cristo se desvanece pero y ¿si no fuese así y tal y como el catolicismo afirma Cristo siguiese presente en un lugar, la Iglesia, para que el deseo encontrase su objeto en una Presencia humana correspondiente?
No podremos comprender las obras más famosas de Ibsen si pasamos por alto los dramas heroicos. Es cierto: la tercera época está constituida por las obras más conocidas del autor y a las que la crítica ha denominado obras contemporáneas o dramas actuales[21]. Con ellas Ibsen hace subir a los escenarios conflictos de su época y enfrenta al público con problemas que pueden ser los suyos pero con finales trágicos. Las acciones ya no se desarrollan en los grandes castillos medievales noruegos, ni en amplios espacios donde podíamos contemplar las peripecias de los héroes, sino en pequeñas salas burguesas de los hogares noruegos.
Ibsen critica una sociedad, la noruega y, por extensión, la europea, en la que el ideal no se encarna. Es el caso de Hedda Gabler (crítica al sinsentido de una mujer pretendidamente autónoma), de El pato salvaje (drama en donde el intento por esclarecer la verdad de una situación familiar conduce al desenlace trágico), Rosmersholm (donde el peso de la culpa del pasado parece que impide vivir el presente) y Un enemigo del pueblo (obra en la que el trabajo político honesto parece imposible).
Y en otras, ciertamente más positivas, Ibsen deja abiertos los finales. Un grito cierra estas obras. Un grito que reclama la posibilidad de que exista algo que pueda hacer de una situación algo más verdadero. Es el «mayor milagro» que reclama Nora al final de Casa de muñecas, o el sol que pide Osvaldo a su madre en Espectros.
A lo largo de esta tercera época, como dice Bjorn Hemmer, Ibsen critica una sociedad europea que defiende una serie de valores heredados del cristianismo pero que sin su raíz, es decir, el acontecimiento de una Presencia que acompaña, salva y da sentido a la vida, se convierten en un deber asfixiante, cuando no en un empeño inalcanzable.
En 1891 Ibsen vuelve a Noruega, a su tierra natal, a los fiordos y a las nieves que serán el telón de fondo de su obra final. El Ibsen de abundante pelo blanco y triunfador en todos los escenarios europeos vuelve a casa y escribe cuatro obras[22] en estos últimos años de su vida.
Probablemente la conciencia que tuvo el autor de la evolución de su obra y de las conexiones que existen entre las cuatro épocas está ficcionalizada en una de ellas, El maestro Solness. Con esta obra y a modo de testamento, Ibsen se retrata. Aunque Solness es un arquitecto, en él podemos reconocer algunos rasgos de la personalidad y del trabajo artístico del autor noruego. De hecho, cuando un amigo pintor, Erik Werenskidd, le preguntó si le interesaba la arquitectura, Ibsen le respondió: «Sí; es mi propio oficio». Y uno de sus críticos, Georges Leneveu, dice que es una de las obras más perfectas del autor:
«La que prefiere, porque ha puesto en ella lo mejor de sí mismo, y donde nos brinda un nuevo instrumento de autobiografía bajo una forma dramática nueva en su simbolismo (...) Es la historia de su pensamiento y el testamento de este pensamiento, el resumen de sus obras, la síntesis de sus dramas, la encarnación de su yo»[23].
Pues bien, Solness, alter ego de Ibsen, se pinta a sí mismo como hijo de una familia religiosa de campesinos, y su tarea, edificar iglesias, le parece «lo más hermoso del mundo». El maestro arquitecto declara que las construyó con celo para contentar a «Aquel para cuya gloria se consagran». Ibsen se refiere, probablemente, a la primera etapa de su producción dramática, a los dramas históricos que exaltan las tradiciones de su pueblo.
Pero con la llegada del sufrimiento (el incendio de su casa y la muerte de sus dos hijos pequeños), Solness intenta desafiar a Dios, hacer «lo imposible ¡como Él!». Lo imposible que para el maestro se identifica con subir hasta lo alto de la torre de una iglesia que ha construido. Y cuando llega a esa altura grita a Dios: «Óyeme, Tú que todo lo puedes: quiero ser el dueño de mis propios actos, como lo eres Tú de los tuyos. Ya no te levantaré otras iglesias». Este desafío puede resumir los intentos prometeicos de los héroes de su segunda época: el voluntarismo de Brand, el «bástate a ti mismo» de Peer Gynt o la lucha del Emperador Juliano para ser más poderoso que el Galileo.
Y después de haber pretendido ser autónomo, Solness decide construir «hogares para los hombres». Estamos en la tercera época, Ibsen con sus dramas actuales quiere devolver la felicidad a los hogares. Pero también ahora se reconoce impotente:
«Sí. Ya veo que los hombres no saben qué hacer con sus hogares. Su felicidad no está en ellos. ¿Qué haría yo del hogar si tuviera uno? (sonríe amargamente) Sí; por muy hacia atrás que quiera recordar, no veo nada. No he edificado nada fuerte, nada sólido (...) ¡Nada, nada, nada!».
Solness intentará, de nuevo, tras el fracaso anterior, desafiar a Dios («Oye, Tú que todo lo puedes: júzgame como quieras; pero hoy construiré la mejor casa del mundo») y, por segunda vez, se empecina en construir lo que solo puede realizar Dios («quiero construir un edificio que albergue la dicha humana»). Pero el arquitecto muere en el intento. Y con esta muerte Ibsen plantea trágicamente el drama del hombre moderno que intenta darse a sí mismo la felicidad. ¿Acaso puede el hombre —parece preguntarse Ibsen— realizar lo imposible? ¿Puede darse el bien, la belleza y la felicidad a la que tiende? Con otras palabras ¿qué puede el hombre sin Dios?
T. S. Eliot, que también sintió el resultado estéril de una Europa que creyó ilusoriamente bastarse a sí misma, le contestó años más tarde: «La Iglesia renegada, la torre derribada, las campanas volcadas, ¿qué tenemos que hacer sino estar parados con las manos vacías y las palmas hacia arriba en una edad que avanza progresivamente hacia atrás?»[24].
Brand
«Brand —dijo Ibsen— soy yo en mis mejores momentos»[25]. El personaje protagonista que da título a esta obra expresa el drama angustioso que acució la vida del autor: casar la vida real con su ideal. Un problema que también dominó la vida del filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855)[26]. Uno y otro, y con ellos su drama, influyeron decisivamente en nuestro autor Miguel de Unamuno: «Fue el crítico de Ibsen, Brandès, quien me llevó a conocer a Kierkegaard, y si empecé a aprender el danés traduciendo antes que otra cosa el Brand ibseniano, han sido las obras de Kierkegaard, su padre espiritual, las que sobre todo me han hecho felicitarme de haberlo aprendido»[27].
Brand es un drama épico[28] que nos presenta la lucha vigorosa del protagonista; de hecho, Brand significa fuego en noruego. Se señala así el ímpetu del héroe pero también su fragilidad: la posibilidad de abrasarse. Por eso, y lo veremos, es el héroe moderno y trágico a la vez. Moderno porque persigue el ideal ético de la Modernidad —en su perspectiva protestante—; y trágico porque la peripecia de este personaje concluye en el fracaso, teniendo como modelos algunas de las tramas de la tragedia griega.
«¿Quién es Brand? —se pregunta Luca Doninelli[29]—. Es un hombre que sacrifica la juventud, a su madre, a su hijo, a su mujer, su papel social, en una palabra su vida para conseguir el ideal ético, la perfección moral. Es un hombre que desde el principio de la obra se propone como modelo a seguir. Su fracaso no es solo suyo: es el fracaso de cualquier ideal ético buscado a través de la voluntad humana. O, para decirlo de otra manera es el fracaso de la ética moderna».
El héroe moderno
Brand es el pastor luterano de un pequeño pueblo noruego. En las primeras páginas del drama se nos pinta el nacimiento del héroe. Su intención, repetir los milagros de Jesús en el presente: «la verdadera fe —dice Brand a un campesino amedrentado— permite andar por encima de las aguas. Hubo uno que así se lo demostró a los hombres»[30].
Es evidente que Ibsen, a través de su personaje de ficción, parte de una necesidad urgente, a saber, que el cristianismo sea una posibilidad aquí y ahora. Brand intuye que la fuerza del cristianismo está en hacer la vida realmente humana, es decir, salir a salvar al hombre de tres engaños: el considerar la vida como un juego, como una resignación o como un intento desesperado de la imaginación. Por eso en el soliloquio final del primer acto, Brand resume su misión en una guerra «contra la triple alianza»:
«¿Qué camino es el más insensato? ¿Quién se extravía, quién se aleja más de la paz del hogar? ¿El espíritu ligero que, coronado de follaje, juega al borde del más peligroso precipicio? ¿El espíritu débil que avanza maquinalmente por el camino, pues esa es la costumbre? ¿El espíritu salvaje, con tal vuelo de fantasía, que cuanto de malo ve lo transforma en hermoso?... ¡Guerra a diestro y a siniestro contra esa triple alianza!».
Una guerra que no nace de sus consideraciones mentales, sino como resultado de varios personajes con los que se encuentra en el primer acto: con un campesino que no se atreve a arriesgar la vida por salvar a su hija (espíritu débil), con dos amantes, Eynar e Inés, que se refugian en su amor idealizado para hacer de la vida algo más amable (espíritu ligero) y con Gerd, una gitana que se consuela en la locura y en la imaginación (espíritu salvaje).
Hasta aquí el deseo de Brand: que el ideal configure el presente y conforme la acción humana. Y hasta aquí también la denuncia de posiciones humanas que excluyen la presencia de ese ideal recluyéndose en soluciones parciales.
Y a partir de aquí, comienza la peripecia de este héroe moderno. ¿Cómo hacer presente el ideal cristiano —parece preguntarse Ibsen— y por lo tanto combatir las posiciones parciales? La respuesta del escritor noruego a esta pregunta constituye la trama de la obra. Para lograr cumplir su programa, hacer contemporáneo a Cristo, solo cuenta con sus fuerzas. El personaje es cristiano, quiere serlo, pero no se beneficia de la mayor gracia del cristianismo: que Dios sale al encuentro del hombre en el presente por iniciativa suya reclamando solo un acto de adhesión y no una conquista de lo divino inalcanzable.
Brand, en el primer acto, decide imponerse a sí mismo un estricto programa: crear un nuevo hombre, «Adán, joven y lleno de vigor». Y a lo largo del drama no se cansa de exaltar la voluntad: «Voluntad es lo que falta. La voluntad liberta o mata (...) A despertar el joven león de la voluntad. El azadón puede ser tan noble como la espada». Repite, incansablemente, su lema: «O todo o nada». A Dios se le debe dar todo, dice el personaje de Ibsen. Con esta frase, refiere algo verdadero: para el hombre real Dios es todo. Pero, pronunciada por sus labios, pierde todos los acentos de correspondencia, de descanso del corazón humano en su búsqueda de lo infinito. El seco pastor protestante afirma que a Dios hay que darle todo con la misma aridez con la que se pronuncian las frases de una ley, sin que la belleza de esta verdad ilumine su rostro, sin que la alegría que provoca el reconocimiento de Aquello para lo que están hechos la razón y el afecto le llegue siquiera a rozar.
El Dios de Brand está ausente, es la sombra del Dios verdadero, solo una imagen deforme. Si Dios es el fruto de la voluntad humana que quiere construir el infinito, al final, la voluntad humana, limitada, genera un monstruo. Un monstruo inhumano, aberrante como son aberrantes los proyectos prometeicos, lejanísimo de aquel carpintero de Galilea en el que sus discípulos reconocerían a Dios por su excepcional humanidad.
Brand llega a convertir la más solar, la más luminosa de las verdades —la soberanía de Dios— prácticamente en una sentencia de muerte porque vive una imagen reducida de la fe. El protestantismo del que se nutre Ibsen debilita la naturaleza sacramental de la Iglesia como presencia aquí y ahora de Cristo en la historia. «Sola fides», decía Lutero. Tras el debilitamiento de la visibilidad de la Iglesia, que es un lugar físico, según el pensamiento católico, puesto por Dios para que la salvación sea experimentable y vivible, la unidad de «la idea con la acción» no es obra de una gracia posible en la Iglesia sino fruto de la conquista humana, inspirada interiormente por la fe.
Necesariamente, esta concepción de la fe, que se identifica con un esfuerzo de la voluntad que tiene como objetivo llevar a la vida unos principios, desemboca en la tragedia y la soledad.
El resultado de la imagen de un Dios ausente y, por lo tanto, de un Dios que debe ganarse a fuerza de terribles trabajos y sacrificios personales, no se hace esperar. La vida de Brand es triste. El personaje se aísla en lo alto del fiordo, lejos del valle donde transcurre la vida de los hombres, y se somete a esa triste imagen de Dios que él mismo ha creado y que como adivina no puede procurarle la alegría: «bajo humilde techo, al pie de una montaña que ocultará el sol, mi vida se deslizará como tarde triste de octubre».
Además, si la voluntad es la única guía de su existencia, la esencia de lo divino, es decir, la misericordia, desaparece de su horizonte. Brand impone a todos los que le rodean el yugo inmisericorde de una voluntad que no alcanza su objeto.
A su madre, que vive apegada al dinero, le niega primero la palabra y, más tarde, el perdón. Cuando Brand se entera de la muerte de su madre y el doctor le sugiere que puede que Dios «la juzgue con indulgencia; la misericordia, no la justicia» y que tal vez debería ser más humano, Brand responde: «¡Humano! Palabra cobarde, consigna de la raza; pretexto explotado por todos los pobres de espíritu a quienes faltan valor y voluntad; máscara del miedo que causa arriesgarlo todo para vencer; puerto de todos los cobardes que se entregan a una promesa seguida de vergonzoso remordimiento».
Brand es inflexible y tendrá que enterarse de las últimas palabras de su madre a través del doctor:
«BRAND.–(En voz baja.) ¿Qué ha dicho?
DOCTOR.–Dios, ha murmurado en voz baja, tiene el corazón menos duro que mi hijo.
BRAND.–(Anonadado, dejándose caer en un banco.) En las tinieblas del crimen y en las de la muerte, siempre la misma mentira reina en las almas».
El final del Acto III es terrible, Brand dejará que muera su hijo porque cree que su misión así lo exige. Lo que se debe dar a Dios lo inventa el héroe según sus parámetros de justicia. Brand inventa una imagen esperpéntica de Dios: lo divino se vuelve contra el hombre y, en esta concepción, el bien y Dios se vuelven contradictorios.
Por eso perderá a su mujer. Brand reconoce en Inés una compañía y sin embargo no estará dispuesto a obedecer su realismo, el de quien sabe que la felicidad no se obtiene a fuerza de voluntad porque esta, por sí misma, no respeta un dato de la naturaleza humana, el límite: «... mis fuerzas –dice Inés– son débiles. A veces, cuando la angustia se apodera de mí, me siento desfallecer, y mi pie, cansado, se arrastra pesadamente por el suelo...». Brand, desde su concepción voluntarista, no puede responder a esta demanda y para enmascarar la pregunta, de nuevo, la exigencia. Somete a Inés a una vida miserable y solitaria, la obliga a entregar a su hijo a la muerte e incluso le prohibirá cualquier recuerdo. Al Dios del pastor, injusto porque nace de su imaginación, se le atribuyen exigencias monstruosas. El personaje pretende cambiar la naturaleza de Dios, y censura la verdad divina: que Dios es compañía del hombre y sentido de dolores y fatigas. Por esta razón Brand pierde a su mujer, Inés; esta intuye que es imposible vivir sin la gracia (Acto IV):
«INÉS.–(Temblando.) Los caminos de tu Dios son estrechos y penosos.
BRAND.–La voluntad solo avanza por ellos.
INÉS.–¿Y los de la gracia?
BRAND.–Enlosados de piedras expiatorias».
Hay un segundo aspecto que aparece en la obra. Ibsen muestra las consecuencias que la concepción protestante tiene en el ámbito social y político. Lo hace a través de dos personajes opuestos: el deán y Brand. Brand, al desarrollar su misión, choca primero con los poderes políticos y, más tarde, con la jerarquía de la iglesia luterana oficial. El alcalde —encarnación del poder temporal que tiene la pretensión de instrumentalizar el cristianismo— piensa que la tarea de Brand desestabiliza el orden social, político y religioso. Por eso intenta cortarle las alas y convencerle de que lo que persigue —unir ideal y vida— es imposible: