Callejón sin salida - Charles Dickens - E-Book

Callejón sin salida E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

Novela de suspenso de Charles Dickens y Wilkie Collins que plantea una serie de misterios, conformando una trama atrapante. En la sección Aquí y ahora, se apela a los saberes informales de los lectores sobre el género suspenso. En Enfoques para analizar, se trabaja el concepto de novela y, en particular, las características de la novela.

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Colección Generación Z

Realización: Letra Impresa

Título original: No Thoroughfare

Autores: Wilkie Collins y Charles Dickens

Traducción: Laura Pizzi

Diseño: Gaby Falgione COMUNICACIÓN VISUAL

Fotografía de tapa: Macarena Díaz Bradley

Collins, Wilkie Callejón sin salida / Wilkie Collins ; Charles Dickens. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2020.

Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4419-24-8 1. Narrativa Clásica. 2. Narrativa en Español. I. Dickens, Charles. II. Título. CDD 863

© Letra Impresa Grupo Editor, 2020 Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-126 Whatsapp +54-911-3056-9533contacto@letraimpresa.com.arwww.letraimpresa.com.ar Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.

Callejón sin salida: una novela de suspenso

La selección juega su última oportunidad para ir al Mundial 2010 y un periodista deportivo titula de este modo su comentario radial: “Un nuevo capítulo, el último, en esta larga novela de suspenso”. En un prospecto, un medicamento se describe como una suspensión, y lo que vemos en el frasco son pequeñas partículas sólidas que parecen detenidas (suspendidas) en un líquido, sin que terminen de caer. En un blog sobre pseudo-pensamiento filosófico, un cibernauta guatemalteco nos envía este mensaje a través de la web: “La vida es como una novela de suspenso, porque si queremos llegar al final, debemos seguir y no detenernos en la lectura, esperando siempre, sorpresa tras sorpresa”.

El diccionario de la Real Academia Española dice que el suspenso o suspense (palabra que proviene del francés y esta, a su vez, del inglés) es la “expectación impaciente o ansiosa por el desarrollo de una acción o suceso, especialmente en una película cinematográfica, una obra teatral o un relato”. Y que algo está “en suspenso”, cuando su resolución se ve diferida, retardada.

La RAE define ajustadamente las palabras que usamos con frecuencia y de un modo espontáneo, sin prestar demasiada atención a su significado: la espera impaciente, la ansiedad que produce lo que va a ocurrir pero que no termina de suceder.

Expresiones como “vamos a ponerle un poco de suspenso a tal o cual cosa”, apoyadas con puntos suspensivos y onomatopeyas (chachán- chachán, o tatán-tatán) forman parte de nuestra comunicación cotidiana y nos remiten permanentemente al campo de la literatura, del cine y de la televisión, en los que el suspenso es un género. Boletines en los que se recomiendan libros o se informa sobre sus ventas, cualquier guía de programación de TV y la cartelera clasifican muchísimos libros, películas y series como una combinación de suspenso o thriller con acción, aventura, misterio, intriga, terror, ciencia ficción, romance, comics y hasta humor. Sin duda, el suspenso forma parte de los géneros predilectos del público (lector o espectador). Pero, ¿de qué se está hablando cuando se habla de suspenso?

El suspenso y sus formas

El Diario Las Américas.com, un periódico hispano publicado en Miami, saca una crítica y la titula: “La esclava Isaura: novela de suspenso”. Se refiere a una telenovela transmitida en Argentina no hace mucho tiempo y comienza así:

«Casi siempre, cuando los productores de una telenovela deciden alargarla para complacer el interés de las grandes cadenas televisivas, al final consiguen extender los ratings a costa de la impaciencia del público. Sin embargo, ese no es el caso de la teleserie brasileña La esclava Isaura, (…). De hecho, en sus últimos capítulos, ha surgido una situación tan interesante como si se tratara de una buena película de suspenso.

»Durante dos semanas, el tema de discusión en los descansos para el café en las oficinas es quién mató al crápula de Leoncio, el villano de la serie. Y es que resulta que al hacer una lista de los personajes que en la teleserie podrían tener motivos para matarlo, se pueden contar hasta 16 sospechosos. Es decir, casi todos los personajes de la novela.

»De esta forma, el escritor y el equipo de producción no solamente consiguieron estirar la serie, sino que han despertado en la teleaudiencia el interés de una película de Hitchcock, con todos los ingredientes de dos nuevos crímenes que contribuyen a aumentar la incógnita para descubrir al verdadero criminal, entre los que los más posibles son mujeres. (…)».

El suspenso, sin duda, es el mayor logro al que pueden aspirar una serie televisiva o una telenovela. Estos formatos audiovisuales tienen la capacidad para hacerlo: su estructura (división en capítulos transmitidos diaria o semanalmente) y su extensión les dan el tiempo y el espacio necesarios para “suspender”, en el sentido que da el Diccionario de la RAE, el desarrollo de una historia, creando de ese modo intriga acerca de su resolución. La crítica del Diario Las Américas deja en claro que, sin embargo, pocas veces se logra esto.

Pero fuera de los intentos malogrados, recordemos a Lost, un ejemplo de serie de suspenso. Desde su inicio se plantea un misterio y, a lo largo de sus capítulos, con cuentagotas, tanto los personajes como los televidentes van encontrando (más que averiguando) información que lo devela parcialmente. Pero eso sí, a medida que esto ocurre, siempre aparecen nuevos misterios que sorprenden a los protagonistas y los ponen en peligro.

A diferencia de estos formatos, el cine cuenta con menos tiempo para desarrollar y “suspender” la acción. Pero lo que pierde en desarrollo verbal de una historia, lo recupera en el efecto que producen las imágenes. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Pongamos en duda las cantidades pero reconozcamos que, en la creación del suspenso, una buena imagen o la dosificación o enfoque de una imagen valen tanto como muchas palabras. Y el sonido también aporta lo suyo.

Algunos directores de cine ganaron su fama como “maestros del suspenso” y el más grande, sin duda, fue Alfred Hitchcock. En películas como Los pájaros, Psicosis, La ventana indiscreta o El hombre que sabía demasiado, Hitchcock logra sorprender ubicando la cámara en un lugar insólito pero que le da mucha fuerza a la escena. Además, se muestran y se habla de determinados elementos que parecen centrales en la historia y que, finalmente, carecen de importancia: con ellos se distrae la atención del espectador. Al respecto, cuentan que Hitchcock se jactaba, al dirigir una película, de manipular al público antes que a los actores.

En su cine, como en el de otros grandes directores del género suspenso, se valora la capacidad para inquietar, valiéndose de la suspensión de las resoluciones y no de falsos trucos, como un grito, un golpe de música o un corte abrupto y sin justificación. De ese modo, el misterio se descifra lentamente, para que aumenten las preguntas que se hace el espectador quien espera saber en qué momento va a suceder algo terrible y revelador.

El suspenso en la literatura

Alguien está a punto de comenzar la lectura de una novela de suspenso. La escena no es nueva. Durante el siglo XIX y el XX, este subgénero narrativo hizo las delicias de los, por entonces, voraces consumidores de literatura. ¿Y qué sucede en la actualidad? Sin duda el éxito de las novelas de Stephen King, extensas, misteriosas y terroríficas, o el de las más recientes del autor sueco Stieg Larsson (Milenium I, II y III) y de muchísimas más nos permite decir que el gusto por este tipo de historias no ha cambiado.

Podemos buscar una explicación de su éxito en una entrevista realizada por la cadena inglesa BBC, en 1966. En ella, Hitchcock, que además de ser el gran maestro del cine de suspenso fue un importante cuentista, explicó lo que él llamaba “el juego de poner al público en el lugar de la víctima”. Se refirió a la historia de la madre que cura el hipo de su bebé dándole un susto, y afirmó que el niño que experimenta esa relación entre el susto y el alivio, pronto desarrolla una adicción al miedo. “Ese mismo bebé va al columpio y quiere hamacarse cada vez más alto. De allí pasa a la montaña rusa y de allí a la casa encantada”, dijo. Según Hitchcock, todo el mundo disfruta de “un pequeño susto”.

En la literatura (como ocurre en el cine o en la televisión con el espectador), el suspenso produce una sensación física en el lector. La inquietud, la ansiedad por no saber se sienten en la boca del estómago. El suspenso acelera el corazón. Siempre se apoya en el misterio: lo que desconocemos se oculta, se muestra parcialmente, parece negarse y vuelve a mostrarse de a poco, muy poco. Y el lector es atrapado por ese procedimiento: está suspendido de los hilos de una historia que un hábil narrador mueve a su antojo. Al respecto, Ian Fleming, el famosísimo autor de todas las novelas de James Bond aconseja:

«No puede permitirse que nada interfiera con la dinámica esencial de una novela de suspenso. No puede haber nombres ni relaciones complicadas, ni tampoco viajes o geografías que confundan o irriten al lector, el cual no debe preguntarse nunca dónde estoy, quién es esta persona, qué demonios están haciendo. Y sobre todo deben evitarse las escenas en las cuales el héroe rumia acerca de su mala suerte, revisa su lista de sospechosos o reflexiona acerca de lo que debió haber hecho o de lo que se propone hacer a continuación. Por todos los medios, escoja la escena o enumere las medidas de la heroína tan amorosamente como quiera, pero, al hacerlo, asegúrese de que cada palabra que escoja interese o haga titilar al lector antes de lanzarlo a la acción».

Entonces, Fleming, Hitchcock y todos los grandes autores del género coinciden: en el suspenso, el lector (ustedes, que están a punto de leer una novela de suspenso) juega un papel central. El éxito está en manejar su atención, en engañarlo con falsas pistas que parezcan develar el misterio pero que no lo hagan, en mantenerlo siempre expectante.

En una entrevista, el escritor Guillermo Martínez, autor de la novela de suspenso Crímenes imperceptibles –llevada al cine con el nombre de Los crímenes de Oxford en una pobre adaptación–, habla de novelas actuales y de clásicos del suspenso como Otra vuelta de tuerca de Henry James, Drácula de Bram Stroker, Extraños en un tren de Patricia Highsmith, Misery de Stephen King o El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, que tienen un estilo muy elaborado, búsquedas de un lenguaje personal y atmósferas muy diferentes. «Me parece –dice– que, justamente, cuando aparece un drama, un elemento de suspenso, una intriga (…), en el pacto entre el escritor y el lector hay inmediatamente una segunda dimensión. Y que es la dimensión de que todo se debe leer bajo sospecha. Hay una densidad y una especie de segunda dimensión en la que el lector tiene que leer obligatoriamente entre líneas. De esa manera hay un quiebre de la relación del principio ingenuo que aparece en primer plano y el lector está forzado a entrar en un pacto de inteligencia para tratar de descubrir lo que está por detrás. Eso fuerza al lenguaje del escritor a la doble tarea de iluminar y ocultar: revelar y disimular. Si se pensara pictóricamente, las novelas de suspenso son de claroscuros. Prácticamente de penumbras. Donde se atisba pero no se llega a ver del todo. Esto, necesariamente, lleva a una serie de cuidados, de estrategias del lenguaje, en la manera que las palabras parecen indicar una cosa pero en el fondo se guardan o reservan un segundo filo».

La novela que Wilkie Collins y Charles Dickens escribieron hace más de un siglo y que ustedes van a leer requiere de ese trabajo del lector del que habla Martínez. Tendrán que descubrir en ella lo que está detrás de las palabras; tendrán que leer bajo sospecha lo que parece simple e ingenuo; tendrán que develar, a lo largo de la lectura, lo que las palabras disimulan. Deberán descubrir, en definitiva, el doble filo que esconde lo que se dice en toda gran obra de suspenso.

OBERTURA

Día 30 de noviembre de 1835. En Londres, el reloj de Saint Paul da las diez de la noche. Todas las demás iglesias londinenses esfuerzan sus gargantas metálicas. Algunas empiezan, insolentes, antes que la potente campana de la gran catedral. Otras, rezagadas, lo hacen tres, cuatro o media docena de tañidos después. Pero todas suenan lo bastante cercanas como para dejar en el aire la resonancia de sus acordes, como si el padre alado [1] que devora a sus hijos, al sobrevolar la ciudad, barriera el aire con su vibrante guadaña gigantesca.

¿Pero qué reloj es este, más grave que la mayoría de los otros y de sonido tan agradable? ¿Este que esta noche se retrasa tanto que coincide solo con la vibración final de los demás? Es el reloj de la Casa de Niños Expósitos [2]. En otra época, se recibía a los expósitos sin averiguaciones, en una cuna junto a la verja. Ahora se hacen preguntas sobre ellos y se los recoge de favor, de manos de unas madres que renuncian para siempre a saber de ellos y a reclamarlos.

Hay luna llena y la noche es clara, con ligeras nubes. El día ha sido todo lo contrario, porque el barro y el lodo, espesados por la caída de una niebla densa, ennegrecen las calles. En una noche así, la dama con el rostro cubierto por un velo, que va y viene cerca de la puerta posterior de la Casa de Niños Expósitos, necesita buenos zapatos. Va y viene de aquí para allá, esquivando la parada de los coches de alquiler, y se detiene bajo la sombra del ángulo oeste de la enorme tapia del edificio. Desde ahí, mira hacia la puerta. Así como sobre ella se extiende la pureza del cielo iluminado por la luna, y a sus pies, la suciedad de la vereda, ¿se sentirá su mente dividida entre los opuestos de la reflexión y la acción? Del mismo modo como sus huellas se cruzan y se vuelven a cruzar unas encima de las otras, dibujando un laberinto en el barro, su camino en la vida la ha envuelto en un intrincado y complejo enredo.

La puerta trasera del orfanato se abre y sale una muchacha. La dama se detiene a un costado, observa con atención, ve que alguien cierra la puerta desde adentro, y sigue a la joven.

Ya han caminado dos o tres cuadras en silencio, cuando la dama, que sigue de cerca al objeto de su atención, extiende la mano y toca a la muchacha. Esta se detiene y, sobresaltada, mira hacia atrás.

–Usted hizo lo mismo anoche y, cuando me di vuelta, no quiso hablar. ¿Por qué me sigue como un fantasma silencioso?

–No fue porque no quisiera hablar –respondió la dama en voz baja–. Es que no pude. Lo intenté, pero no pude.

–¿Qué quiere de mí? ¿Alguna vez le hice daño?

–Nunca.

–¿La conozco?

–No.

–Entonces, ¿qué quiere de mí?

–En este sobre hay dos guineas [3]. Reciba este regalo y se lo diré. El rostro de la joven, que es honesto y gracioso, se sonroja mientras responde:

–No hay nadie, ni una persona mayor ni un niño en toda esa institución a la que pertenezco, que no tenga una palabra amable para mí. ¿Seguiría siendo igual si dejara que me comprasen?

–No pretendo comprarla, solo quiero recompensarla. Con gesto firme, pero sin ser dura, Sally cierra la mano que le tiende la dama.

–Señora, me confunde si piensa que haré por dinero algo que podría hacer sin gratificación. ¿Qué quiere?

–Usted es una de las enfermeras o ayudantes del orfanato. La vi salir de allí hoy, y anoche también.

–Sí, lo soy. Me llamo Sally.

–Hay una expresión agradable en su cara, de persona paciente, que me hace pensar que los niños se relacionan con usted con facilidad.

–¡Que Dios los bendiga! Así es. La dama levanta su velo y deja ver una cara de no mucha más edad que la de la enfermera. Un rostro más refinado e inteligente, pero angustiado y consumido por la pena.

–Soy la desgraciada madre de un bebé que desde hace poco está bajo su cuidado. Tengo que pedirle algo.

Instintivamente, y por respeto a la confianza que la dama demostró al alzar su velo, Sally –cuyos modales son espontáneos y sencillos– vuelve a bajarle el velo y comienza a llorar.

–¿Escuchará mi ruego? –pregunta la mujer con inquietud–. ¿No hará oídos sordos al pedido de esta suplicante y destrozada persona en que me convertí?

–¡Querida, querida! –exclama Sally–. ¿Qué le puedo decir? No hable de súplicas. Las súplicas solo se dirigen al Padre Todopoderoso, y no a enfermeras. Además, yo solo me quedaré en este puesto medio año más, hasta que otra joven aprenda lo necesario para ocuparlo. Estoy a punto de casarme. No tendría que haber salido anoche ni tampoco esta noche, pero mi Dick (que es el hombre con quien me casaré) está enfermo, y voy a ayudar a su madre y a su hermana a cuidarlo. ¡No lo tome a mal, no lo tome a mal, por favor!

–¡Oh, mi buena Sally, querida Sally –solloza la dama, mientras la sujeta del vestido con un gesto suplicante–, como usted tiene esperanzas y yo estoy desesperanzada, como frente a usted hay una hermosa vida que jamás estará delante de mí, como puede aspirar a ser una esposa respetada y una orgullosa madre, como es una mujer que vive y que ama y yo debo morir, por el amor de Dios, ¡escuche lo que tengo que pedirle!

–¡Querida, querida MÍA! –exclamó Sally, cuya desesperación estalló en el pronombre–. ¿Qué podría hacer yo? ¡Ay! ¡Mire cómo vuelve mis propias palabras en mi contra! Le digo que estoy a punto de casarme para hacerle ver que pronto me voy a ir y que, por lo tanto, no puedo ayudarla. Y usted hace que todo esto parezca una crueldad. Como si fuera una crueldad que yo me casara y no la ayudara. Eso no es justo, ¿no le parece?

–¡Sally, escúcheme! Mi súplica no tiene que ver con el futuro sino con el pasado. Se lo puedo explicar con dos palabras.

–¡Claro! Si imagino bien cuáles son esas dos palabras, esto se pone cada vez peor –grita Sally.

–Sí, ya lo comprendió. ¿Qué nombre le pusieron a mi bebé? Solo quiero saber eso. Averigüé las costumbres de la institución. Lo bautizaron en la capilla y lo anotaron con algún apellido. Lo recibieron el lunes pasado por la noche. ¿Qué nombre le pusieron?

La mujer está a punto de arrodillarse en el barro pestilente del callejón por el que se han desviado –un callejón solitario y sin salida, que da a los sombríos jardines del orfanato–, mientras hace su apasionada súplica. Pero Sally se lo impide.

–¡No! ¡No! Usted hace que yo me sienta obligada a ser mejor persona de lo que soy. Déjeme ver su cara otra vez. Ponga sus manos sobre la mía. Ahora prometa que jamás me preguntará nada que no sean esas dos palabras.

–¡Nunca! ¡Nunca!

–Si se las digo, ¿nunca hará mal uso de ellas?

–¡Nunca! ¡Nunca!

–Walter Wilding.

La dama oculta su rostro en el pecho de la enfermera, la abraza, susurra una bendición y las palabras «¡Dele un beso por mí!», y desaparece.

······

Primer domingo de octubre de 1847. El gran reloj de Saint Paul marca la una y media de la tarde, hora de Londres. El reloj de la Casa de Niños Expósitos hoy da la misma hora que el de la catedral. En la capilla, el servicio [4] terminó y los niños huérfanos están por comer.

Hay muchas visitas en el comedor, como de costumbre. Dos o tres administradores, familias enteras de la congregación, pequeños grupos de hombres y mujeres, personas rezagadas de diversa condición. El brillo del sol otoñal entra, fresco, en los pabellones. Y las ventanas de marcos pesados a través de las que brilla, y las paredes sobre las que se cuela, recuerdan a las pinturas de Hogarth [5]. El comedor de las niñas, donde también están las más pequeñas, es la principal atracción. Impecables y calladas asistentes se deslizan entre las mesas ordenadas y silenciosas. Los espectadores se mueven o se detienen, según les parezca. Comentarios susurrados, referidos a esa cara que está frente a una determinada ventana, no son infrecuentes: muchas de esas caras llaman la atención. Algunas de las personas que llegan de afuera son visitantes habituales. Han entablado cierta relación con los niños y hasta hablan con los ocupantes de determinados puestos de las mesas, junto a los que se detienen y se inclinan para decir una o dos palabras. Esa amabilidad no es menos valiosa porque esos sean los niños con los que simpatizan. La monotonía de las amplias salas y de las filas de caras se alivia gratamente –aunque muy poco– gracias a esos episodios.

Una dama solitaria, cubierta con un velo, se mueve entre los niños. Se diría que ni la curiosidad ni otro motivo la han traído a este lugar antes. Parece sentirse algo confusa por lo que ve y, mientras camina junto a las mesas, lo hace vacilando y con cierta incomodidad. Por fin llega al comedor de los niños. Son mucho menos populares que las niñas, de modo que no ve visitantes cuando mira desde la entrada. Pero junto a la puerta está una gobernanta [6] bastante mayor, una matrona o ama de llaves. Le hace algunas preguntas comunes: ¿Cuántos niños hay? ¿A qué edad se los deja salir del orfanato? ¿Sueñan con conocer el mar? Y así, despacito, despacito, y todo con un tono más y más bajo cada vez, hasta que llega a hacer la pregunta:

–¿Cuál es Walter Wilding?

La gobernanta sacude la cabeza. Va contra las normas.

–¿Usted sabe cuál es Walter Wilding?

La mujer siente la cercanía con que los ojos de la dama examinan su rostro y, con astucia, baja sus propios ojos hacia el suelo, para que no la traicionen.

–Sí sé quién es Walter Wilding, señora. Pero no es mi tarea revelarles nombres a los visitantes.

–Pero puede señalármelo sin nombrarlo.

La mano de la dama se acerca con suavidad a la de la gobernanta. Pausa y silencio.

–Voy a dar una vuelta por las mesas –dice la interlocutora de la dama, haciendo como si no hablara con ella–. Sígame con los ojos. El niño con el que converse no será el que a usted le interesa. Pero el que toque será Walter Wilding. No me diga nada más y aléjese un poco.

En respuesta a ese pedido, la dama entra en la sala y mira a su alrededor. Pocos instantes después, la gobernanta, con un serio aire profesional, avanza entre las filas de mesas, empezando por la de su izquierda. Recorre toda la hilera, da la vuelta y regresa por el lado interno. Después de una breve mirada hacia la dama, se detiene, se inclina y conversa. El niño al que le habla levanta la cabeza y responde. Con un gesto de buen humor y familiaridad, mientras escucha lo que él le dice, la gobernanta apoya la mano en el hombro de otro niño, el que está a su derecha. Para que su gesto sea evidente, mantiene la mano sobre el hombro mientras le responde al otro, y le da dos o tres palmaditas antes de alejarse. La mujer completa su inspección de las mesas sin tocar a nadie más, y se marcha por la puerta de la sala opuesta a aquella junto a la que está parada la dama.

Una vez terminada la comida, la dama también avanza junto a la fila de mesas que están a mano izquierda, llega al final, gira y vuelve por el lado interno. Afortunadamente para ella, hay otras personas en el comedor y se mueven de aquí para allá. La dama alza su velo, se detiene junto al muchacho señalado por la gobernanta y le pregunta qué edad tiene.

–Doce años, señora –responde el niño, con sus ojos fijos en los de la dama.

–¿Estás bien, y contento?

–Sí, señora.

–¿Serías tan amable de aceptar estos caramelos?

–Si usted me los diera.

Al inclinarse para hacerlo, la señora toca la cara del niño con su frente y su cabello. Después sigue su camino y se marcha, sin mirar atrás.

[1]. Se refiere al dios Cronos, de quien la mitología griega dice que mató a sus hijos para que no lo destronaran. Se lo suele representar como un anciano con una guadaña (símbolo de la muerte) en sus manos. Cronos es el dios del Tiempo, de ahí la relación con los relojes de la ciudad.

[2]. Casa de Niños Expósitos es el nombre que se le daba, hasta fines del siglo XIX, a los orfanatos o instituciones que recibían a los niños abandonados. El nombre de expósitos dado a estos niños se debe a que sus madres los dejaban anónimamente en las calles o en los umbrales de las iglesias y quedaban expuestos a cualquier ataque o daño.

[3]. La guinea era una moneda de oro que se utilizaba en Gran Bretaña. Equivalía a 20 chelines y, posteriormente, a una libra.

[4]. Se refiere a la ceremonia o servicio religioso del día domingo que, si bien no se especifica, puede suponerse que fuera protestante o anglicano.

[5]. William Hogarth (1697-1764) fue un reconocido pintor y grabador inglés, famoso por reflejar en sus obras las costumbres de la sociedad con espíritu moralizador.

[6]. Una gobernanta es una de las encargadas de la administración de una institución.

ACTO I

Se levanta el telón

En un callejón de Londres, sin salida para vehículos ni peatones. Es una especie de plazoleta en la que se ensancha una calle empinada, resbaladiza y sinuosa, que conecta Tower Street con la ribera Middlesex del Támesis. Allí se levantan las oficinas de las Bodegas Wilding y Cía. Probablemente como una broma por la dificultad que presenta este acceso principal, el punto más cercano a su base, por el que alguien podría llegar al río (si quisiera hacerlo sin importarle el olor) lleva el nombre de Escalera Rompecuellos. Y la plaza recibió, en otros tiempos, también el descriptivo título de Rincón del Lisiado.

Años atrás, antes de 1861, la gente había dejado de frecuentar los botes de la Escalera Rompecuellos y los barqueros ya no trabajaban allí. La estrecha calle fangosa se había precipitado hasta el río en un lento proceso de suicidio, y dos o tres restos de pilotes y un oxidado anillo para el amarre eran todo lo que quedaba de las pasadas glorias de Rompecuellos. Algunas veces, una barcaza cargada de carbón llegaba hasta el lugar, y algunos laboriosos cargadores –que parecían salidos del barro– repartían su carga en el vecindario, volvían a zarpar y se desvanecían. Pero durante la mayor parte del tiempo, el único comercio de la Escalera Rompecuellos consistía en el acarreo de barriles y botellas, tanto llenas como vacías, desde y hacia la bodega de Wilding y Cía. Incluso este trabajo era solo ocasional, y en las tres cuartas partes de las mareas altas, el color indecorosamente sucio del río se escurría, solitario, hasta el anillo herrumbrado para lamerlo, como si supiera de Venecia y del Adriático.

A unas doscientas cincuenta yardas a la derecha, en la colina de enfrente (subiendo por la Escalera Rompecuellos), estaba el Rincón del Lisiado. En el Rincón del Lisiado había una bomba y en el Rincón del Lisiado había un árbol. Todo el Rincón del Lisiado pertenecía a Wilding y Cía., vendedores de vino. Sus bodegas se hundían bajo el edificio y su vivienda se erigía sobre él. Realmente había sido una mansión en los días en que los comerciantes habitaban la ciudad, y tenía un ceremonioso tejadito en la entrada, sin ninguna columna visible, como si se tratara de un viejo púlpito [7]. También tenía un cierto número de estrechas hileras de ventanas, dispuestas de tal manera sobre el ladrillo oscuro que quedaban simétricamente horribles. Y sobre el techo, una cúpula con una campana.

–Considero, Mr.[8] Bintrey, que cuando un hombre, a las cinco y veinte, puede ponerse este sombrero y decirse «este sombrero cubre al dueño de esta propiedad y del negocio que se lleva a cabo allí» sin hacer alarde, puede estar profundamente agradecido. No sé qué piensa usted al respecto, pero esto es lo que pienso yo.

Así hablaba Mr. Walter Wilding a su abogado, en su oficina, tomando su sombrero para acompañar la palabra con la acción y, a continuación, lo volvía a colgar, para no apartarse de su modestia habitual.

Un hombre inocente, franco, de aspecto fresco, el señor Walter Wilding, con su piel blanca y sonrosada y una figura que, para sus pocos años, resultaba demasiado voluminosa a pesar de su estatura. Tenía el cabello ondulado y castaño, y los ojos, amigables, brillantes y azules. Se trataba de un hombre extremadamente comunicativo, un hombre para el que la locuacidad [9] resultaba ser la expresión irrefrenable de la alegría y de la gratitud. Mr. Bintrey, en cambio, era un hombre reservado, con ojos centellantes como cuentas en una cabeza grande y calva, que disfrutaba en su interior, aunque intensamente, de una palabra franca, o de la mano o del corazón abiertos.

–Sí –dijo Mr. Bintrey–. Sí. ¡Ja, ja! Sobre el escritorio había una jarra, dos vasos de vino y un plato de bizcochos.

–¿Le gusta este oporto de cuarenta y cinco años? –preguntó Mr. Wilding.

–¿Gustarme? –repitió Mr. Bintrey–. ¡Claro que sí!

–Es del mejor lote de nuestros vinos de cuarenta y cinco –aclaró Mr. Wilding.

–Gracias, señor. Es excelente –respondió Mr. Bintrey y volvió a reír, mientras alzaba su vaso y lo miraba con aprobación, ante la muy absurda idea de no aprovechar semejante vino.

–Pues bien –dijo Wilding, infantilmente contento al hablar de sus asuntos–. Creo que tenemos todo en orden, Mr. Bintrey.

–Todo en orden –coincidió Bintrey.

–Un socio asegurado...

–Un socio asegurado... –repitió Bintrey.

–El anuncio pidiendo un ama de llaves...

–El anuncio para que un ama de llaves venga a «presentarse personalmente en el Rincón del Lisiado, Great Tower Street, de diez a doce», mañana, dicho sea de paso –dijo Bintrey.

–Los asuntos de mi difunta madre solucionados...

–Solucionados.

–Y todos los gastos pagados.