Calor de invierno - Darlene Gardner - E-Book
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Calor de invierno E-Book

Darlene Gardner

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Beschreibung

Aquéllas iban a ser unas navidades muy calientes… El arquitecto Riley Carter nunca hacía nada sin antes tener un buen proyecto. Lo único que deseaba para Navidad era volver a tener entre sus brazos a su ex, Kate Marino, y tenía un plan secreto para conseguirlo. Kate sospechaba que lo que Riley quería en realidad era acostarse con ella, sólo eso, así que ideó una trampa para obligarlo a confesar. Después de haberse dejado llevar la primera vez, Kate había prometido que no volvería a permitir que ocurriera. Pero de todos modos volvió a enamorarse de él. ¿Quién ganaría aquella batalla de ingenio? Quizá la magia de la Navidad consiguiera que ambos ganaran.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Darlene Hrobak Gardner. Todos los derechos reservados.

CALOR DE INVIERNO, Nº 1494 - marzo 2012

Título original: Winter Heat

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-576-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Kate Marino querría ir corriendo hasta el restaurante italiano para encontrarse con Riley Carter, pero se obligó a sí misma a detener el paso.

Mientras caminaba por la acera, iba mirando escaparates como hacían los turistas en aquella zona de Charleston.

Se detuvo para mirar un precioso vestido de seda azul turquesa, luego para admirar un cuadro abstracto en una tienda de arte y felicitó las navidades a un señor gordo vestido de Santa Claus.

Los nervios se la comían porque estaba a punto de ver a Riley, pero tenía que disimular. O eso intentaba.

Sólo era un hombre, como cualquier otro.

Un hombre moreno de metro ochenta y tres que sabía cómo hacerle el amor hasta que no podía pensar en nada más que en él y en lo que le estaba haciendo.

Kate sacudió la cabeza, intentando borrar las imágenes del cuerpo desnudo de Riley.

Pero su cuerpo seguía estremeciéndose al recordar lo que sentía con él. Lo que realmente deseaba era cenar a toda velocidad… para empezar con el plato más sensual de todos.

¿Cómo había pasado eso?, se preguntó mientras seguía caminando hacia el restaurante, alargando un poco el paso.

¿Cómo podía no sólo desear sino necesitar a aquel hombre? Ella, que había jurado no amar a nadie hasta que estuviera absolutamente segura de tener el corazón de un hombre en la palma de la mano.

Las lucecitas de Navidad que adornaban la puerta del restaurante parecían llamarla y le hacía más ilusión porque no había pensado que vería a Riley esa noche.

Él la había llamado unas horas antes para decir que tenía que trabajar hasta muy tarde, pero cuando salía de la oficina se enteró de que había cambiado de planes. Elle Dumont, una compañera en la empresa de decoración, le dijo que Riley había llamado para decir que la esperaba en el restaurante a las ocho.

A Kate le sorprendió que Elle, que había sido novia de Riley, le diera el mensaje. Pero el instituto había terminado hacía mucho tiempo, se dijo.

Kate llegó a la zona de tiendas, la más turística de Charleston, casi con media hora de antelación. No quería parecer ansiosa por verlo, de modo que se dedicó a hacer tiempo yendo de tienda en tienda por el lujoso hotel Charleston Place.

Pero exactamente a las ocho en punto, intentando controlar los latidos de su corazón, entraba en el restaurante.

Era su restaurante favorito, un sitio tan pequeño que podía buscar a Riley con la mirada. Lo encontró al fondo del local, de espaldas a la puerta, y se dirigió hacia él con una sonrisa en los labios… pero entonces se percató de que estaba sentado con una rubia.

Kate se detuvo al ver quién era la rubia: Elle Dumont. Y lo que se detuvo después fue su corazón al ver que Elle se inclinaba para darle un beso en los labios.

Se le ocurrió entonces que Elle lo había preparado todo para que viera la escena, pero Riley no se apartó. No, en lugar de apartarse, asqueado, se inclinó un poco hacia delante, participando en el beso… Cuando sus labios se unieron, el corazón de Kate se partió en dos.

–Buenas noches. ¿Quiere una mesa para usted sola o está esperando a alguien?

Una joven camarera de aspecto mediterráneo, con una carta en la mano, acababa de aparecer a su lado. Y Kate negó con la cabeza.

–No, ya me iba –consiguió decir, sin dejar de mirar a Elle y Riley.

Lo había dicho en voz baja, pero Riley volvió la cabeza. Y, además de sorpresa, también vio un gesto de culpabilidad en su rostro. Kate se dio la vuelta para dirigirse ciegamente hacia la puerta.

–¡Kate, espera! –la llamó él.

Pero ella no quería escuchar lo que, estaba segura, sería una explicación racional de cómo Elle había preparado todo aquello para que Kate contemplara el beso.

No porque creyera que Elle Dumont no era capaz de hacer tal cosa.

Sino porque Riley le había devuelto el beso.

Capítulo Uno

–Vaya, esto sí que es una coincidencia –estaba diciendo la agente inmobiliaria por teléfono–. Es el apartamento que buscas, pero está precisamente en el edificio en el que vive Kate Marino.

La temperatura corporal de Riley Carter aumentó al menos cinco grados. Nervioso, apretó el teléfono inalámbrico en la mano, pulsando algunos botones sin darse cuenta.

–Riley, ¿estás ahí? ¿Me oyes? Annelise a Riley, Annelise a Riley… ¿sigues ahí?

Riley esperó un segundo, tragando saliva.

–Sí, te oigo, Annelise. ¿Qué estabas diciendo?

–Que no puedo alquilarte el piso.

Riley imaginó a la agente inmobiliaria examinando la lista de apartamentos en la pantalla de su ordenador a través de sus modernas gafas sin montura.

–¿Por qué no?

–Porque no sólo está en el mismo edificio en el que vive Kate, sino que es el apartamento de al lado.

¿El apartamento de al lado? ¿Sólo un muro lo separaría de la cama que había compartido con Kate el mes de diciembre del año anterior?

–Vamos a ver si tengo algo más. A ver… apartamentos amueblados… Ah, aquí tengo uno. Pero está en Mount Pleasant. Esto no nos vale, considerando que ya tienes casa en Sullivan’s Island.

–Quiero un apartamento en el centro de la ciudad, Annelise.

Riley había conocido a Annelise Manley por medio de Kate y por eso la había llamado en lugar de llamar a otra agencia inmobiliaria. Aunque Annelise y Kate sólo eran conocidas, ninguna otra agencia podría conseguirle un apartamento amueblado de un día para otro… además de cierta información sobre su ex novia. Una ex novia que hacía que le hirviera la sangre con sólo oír su nombre.

Riley había pensado preguntarle por Kate antes de colgar, pero ya no tendría que hacerlo.

–La cuestión es no tener que atravesar el puente del río Cooper en la hora punta –dijo Riley, en lugar de decir claramente que quería ese apartamento–. El piso tiene que estar en Charleston.

El viaje hasta la ciudad se había convertido en una tortura cuando un grupo inversor había contratado a la empresa de diseño y construcción que dirigía con su hermano Dave para levantar un hotel de lujo en la zona revitalizada de la ciudad. Riley, un arquitecto que aún no había cumplido los treinta años, sabía que aquel proyecto podría catapultar su estudio de arquitectura.

–Entonces no vas a tener suerte –suspiró Annelise–. No hay muchos apartamentos amueblados y ahora, en diciembre, es casi imposible encontrar uno.

Diciembre. El mes que había conocido a Kate Marino. Y el mes en el que, tontamente, la había dejado escapar.

–Tienes que encontrar algo, Annelise.

–Me temo que no habrá nada hasta después de las navidades –insistió Annelise.

–¿Y por qué no voy a alquilar ese apartamento? –preguntó Riley entonces, haciendo un esfuerzo para no mostrar demasiado interés.

–¿Perdona?

–¿Por qué no voy a alquilar el piso que está al lado del de Kate?

Al otro lado del hilo hubo una pausa.

–Porque creo recordar que Kate y tú acabasteis un poquito mal.

Riley hizo una mueca, alegrándose de que Annelise no pudiera verlo. Kate y él habían roto por decisión mutua, sin que ninguno de los dos hiciera esfuerzo alguno por arreglar las cosas.

En ese momento le pareció que su relación era como una brasa que ardía sin parar… en el dormitorio, pero que no podría soportar un soplo de realidad.

Normalmente, Riley intentaba conocer a una mujer antes de acostarse con ella, pero no sabía más que el nombre de Kate cuando acabaron juntos en la cama unas horas después de haberse visto por primera vez.

Que su relación se hubiera roto no había sido una sorpresa en absoluto. Todo lo contrario. Seguramente porque se había dejado llevar. Él, que era un hombre de naturaleza pausada y reflexiva, de repente se había encontrado en medio de una relación que no podía controlar. Pero allí estaba un año después y no podía dejar de pensar en Kate.

Incluso ante de llamar a Annelise, había estado buscando formas de encontrarse con ella. Sabía que debía ir despacio, pero al menos estaba seguro de algo: quería volver a verla.

–Yo no diría que acabamos mal.

Riley se detuvo antes de añadir que Kate y él seguían siendo amigos. La verdad era que nunca habían sido amigos. Se habían convertido en amantes a tal velocidad que se conocían mejor en la cama que fuera de ella. Ése había sido el problema.

–¿Ah, sí? Pues a lo mejor yo he oído mal –replicó Annelise–. Pensé que me habían dicho… ¿no estás saliendo con esa mujer que solía trabajar con ella?

Riley cubrió el teléfono con la mano para que no lo oyera suspirar. Luego se acercó a la puerta de su casa, que estaba a pocos metros del mar, y dejó que la brisa marina lo animase un poco. Los rumores corrían como la pólvora, pero dudaba que hubieran sido compasivos.

Hasta seis meses antes, Elle Dumont y Kate trabajaban para la misma empresa de decoración. Elle y Riley habían crecido en el mismo barrio, en la zona antigua de Charleston, y sus madres eran muy amigas.

Cuando Kate pilló a Elle besándolo en el restaurante, no le concedió el beneficio de la duda.

Pero, para ser justos, él no había hecho un gran esfuerzo por convencerla de que el beso no significaba nada en absoluto, que ni siquiera había querido besarla. El sentimiento de culpa lo dejó amordazado.

–Elle y yo no hemos vuelto a salir juntos desde el instituto –dijo Riley entonces–. No estoy saliendo con nadie.

–Ah, qué interesante –replicó Annelise–. Pues creo que Kate está saliendo con varios chicos.

Maldición.

Pero, ¿qué esperaba? Kate y él habían roto y ella podía salir con quien le diera la gana. Claro que si no estaba casada o comprometida, aún tenía una oportunidad, se dijo.

–Me alegro por ella –logró decir, con los dientes apretados–. Y sobre ese apartamento… ¿cuándo estaría libre?

–Pero si no lo has visto.

–Es un edificio de finales del siglo XIX, de estilo victoriano, en el distrito antiguo de la ciudad. Subdividido en tres plantas, con dos apartamentos en cada una, ¿no es así?

–Estás describiendo el edificio, no el apartamento.

–No soy exigente. Necesito un piso en esa zona de la cuidad y ése es el único disponible –contestó Riley. Y era la verdad, aparentemente. Annelise no tenía por qué saber que la necesidad de encontrar piso de inmediato se había convertido en una razón secundaria durante aquella conversación–. Seguro que me gusta.

–No sé yo… A lo mejor debería llamar a Kate para ver qué dice.

–Kate dirá que no le importa, como yo –replicó Riley. Aunque sabía que no era verdad. A Kate no le haría ninguna gracia vivir puerta con puerta–. Venga, Annelise, necesito ese apartamento.

–Muy bien –suspiró la recalcitrante agente inmobiliaria–. Pero tendrás que dejar una fianza.

–¿Cuándo podré instalarme?

–Este fin de semana, si te parece.

–Hoy es martes, Annelise. ¿Por qué no puedo mudarme mañana?

–Sí, bueno, si tienes tanta prisa…

–Muy bien, me pasaré por la agencia mañana a primera hora –dijo Riley antes de colgar.

El plan para recuperar a Kate se había puesto en acción.

¿Quién habría podido adivinar que, además, iba a tener la suerte de vivir en el apartamento de al lado?

Debía ser el demonio el que impulsaba a las personas solteras a mantener una cita.

Pero no una de esas citas de «no puedo creer que por fin te haya encontrado, amor mío», no. Citas horrendas. La clase de cita llena de incómodos silencios, conversación forzada y química sexual cero.

La única clase de cita que Kate Marino había tenido desde que volvió a entrar en el mundo de las citas, después de romper con… el inmencionable. La clase de cita que estaba llegando a su fin, gracias a Dios, con el quinto candidato del año.

Kate subió la escalera a toda velocidad, aunque por mucho que corriera no parecía capaz de quitarse de encima a Drew Lockhart. Había intentando despedirse en el portal, pero no valió de nada.

Cuando llegó al rellano de su apartamento se dio la vuelta con la llave en la mano, pero antes de que pudiera abrir la puerta, Drew llegó a su lado.

–¿Estabas en el equipo de atletismo del instituto? Madre mía, qué manera de correr –jadeó, sin aliento. Y Kate esperaba que fuese sólo por la carrera.

–No, era animadora. Ya sabes: Dame una A, dame una D, dame una I, dame una O, dame una S. ¡Adiós! –dijo ella, metiendo la llave en la cerradura.

Él sonrió y Kate entendió por qué otras mujeres lo consideraban un rompecorazones. Sus ojos azules y su pálida complexión, en contraste con su pelo negro, le daban un aire muy atractivo. Para otras, no para ella. Además, era un chico de buena familia. Sus padres eran famosos por hacer grandes donaciones al mundo del arte. El propio Drew era violinista.

–Me caes bien. Eres graciosa.

Kate cerró la boca. Ella no quería ser graciosa.

–Lo he pasado bien esta noche –siguió Drew.

Ella guiñó los ojos. ¿No se había enterado de que no tenían nada en común? Él cambiada de tema cada vez que Kate mencionaba la decoración y ella levantaba los ojos al cielo cuando él se ponía a hablar de lo magníficas que eran las sonatas de Beethoven.

–Me gustaría volver a verte –insistió, apoyando una mano en la puerta. El olor de su colonia la mareó–. ¿Qué tal el sábado por la noche?

Antes de que ella pudiera decirle que no, Drew se inclinó hacia delante. El inesperado movimiento hizo que tapase la luz con la cabeza y, de repente, todo quedó a oscuras para Kate que, sin pensar, levantó el pie y le dio un pisotón.

–¡Ay! ¿Por qué has hecho eso?

–Pues es que… ¿se te ha ocurrido pensar que no quiero que me beses?

–¿Se te ha ocurrido decirme que parase sin recurrir a la violencia?

–Dar un pisotón no es precisamente pegarle una paliza a alguien.

Él no respondió y Kate, al ver su expresión de cachorro herido, hizo una mueca. Aunque no tuvieran nada en común, ¿cómo podía haberle dado un pisotón? Tendría que controlarse un poco, se dijo.

–Perdona, de verdad. ¿Cómo puedo compensarte?

–Yo sugeriría una cita sin violencia, pero prefiero no arriesgarme. Si decides que quieres volver a verme, llámame.

Luego desapareció por el rellano, cojeando ligeramente. Kate vio que se giraba un poco al llegar a la escalera y se puso en alerta, por si acaso volvía a intentar besarla, pero no, sólo se apartaba para dejar pasar a alguien.

Qué raro, pensó. No había oído pasos en la escalera de madera y el propietario del otro apartamento en aquella planta era un comercial al que habían destinado varios meses a la costa oeste.

Por curiosidad, esperó. El rellano no estaba bien iluminado así que tardó un momento en reconocer al hombre. Pero no podía ser…

¿Riley Carter?

Por un momento pensó que lo había sacado de su inconsciente, donde había aparecido más de lo normal desde que llegó el mes de diciembre. Pero no podía equivocarse. Esa forma de andar tan pausada, su altura, ese pelo oscuro…

Era Riley Carter.

El corazón de Kate enloqueció. Tenía que haber ido a verla. Nadie más vivía en aquella planta y eran las once de la noche de un miércoles.

De repente, sintió un remolino en su interior, el mismo que solía sentir cuando él estaba cerca. Pero luego recordó los días y las noches que había esperado en vano que apareciera, que la llamase para suplicar su perdón.

Un año antes lo habría recibido con los brazos abiertos a la hora que fuese. Once meses antes seguramente podría haberla convencido para que volvieran a salir juntos.

Pero había pasado demasiado tiempo. Kate había tardado mucho en olvidarse de él, pero al fin lo consiguió. No dejaría que los agridulces recuerdos de las noches de pasión que había pasado con él le amargaran aquellas navidades. Estaba saliendo con otros hombres. Y era feliz.

Entonces se cruzó de brazos y decidió mostrarse tranquila. Como si no pasara nada.

–Hola, Kate, ¿cómo estás? –le preguntó Riley, como si la hubiera visto el día anterior.

Ah, ese acento del sur, perezoso y sexy. Kate se dijo a sí misma que su acento no le gustaba en absoluto, no le decía nada.

–¿No te parece un poco tarde?

Él se pasó una mano por la barbilla, pensativo. Era una barbilla cuadrada, regular. Si uno miraba sus facciones individualmente, ninguna de ellas: nariz recta, labios firmes, pelo castaño, ojos marrones, eran como para llamar la atención. Pero juntas eran como para que a una mujer le temblasen las rodillas. Kate juntó las rodillas.

–Sí, supongo que tienes razón.

–Entonces, no te sorprenderá que esto haya cambiado.

Riley inclinó a un lado la cabeza.

–Pensé que no habían reformado el edificio.

Kate hizo una mueca.

–Me refiero a mí.

–Ah, claro.

–El hombre con el que te has cruzado en la escalera era mi cita de esta noche.

–¿El que iba cojeando?

La miraba con expresión inocente, pero Kate estaba segura de que había visto la escena. Genial. Tenía que presenciarla precisamente él.

–Drew es sólo uno de los hombres con los que estoy saliendo. Hay otros.

–Me alegro mucho por ti.

Riley sonrió. Y cuando sonreía era tan atractivo que Kate perdió la paciencia. No volvería a enamorarse de él.

–Mira, es tarde y estoy cansada –dijo entonces, empujando la puerta–. Has perdido el tiempo viniendo aquí.

–Ah, yo no diría eso –contestó él.

–Pero yo sí. Buenas noches.

–Buenas noches, Kate –sonrió Riley. No se molestó en intentar detenerla, ni en intentar entrar en su casa. Aunque ella no le habría dejado, claro.

Estaba a punto de darle con la puerta en las narices cuando vio que él sacaba algo del bolsillo.

Una llave.

Boquiabierta, comprobó que abría la puerta del otro apartamento.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó, aunque temía la repuesta.

–He alquilado este piso –contestó Riley, haciéndole un guiño–. Buenas noches, vecina.

Diez horas después de haber vuelto a ver a Kate Marino, Riley estaba deseando volver a verla.

Cuando salían juntos llevaba el pelo largo y liso, pero ahora lo llevaba más corto, a capas desiguales, destacando así sus ojazos castaños y su piel aceitunada. Por sus larguísimas piernas y su forma de vestir, le recordó a una Meg Ryan italiana la primera vez que la vio.

Pero ahora era sólo Kate.

La próxima que la viera preferiría que ella no lo fulminase con la mirada, como había hecho por la noche. Pero sería paciente. Si su plan daba resultado, no sólo le robaría el corazón sino el derecho a estar en su cama.

Recordaba cómo era desnuda, piel contra piel mientras…

Una luz roja penetró en su cerebro y Riley pisó el freno para no saltarse un semáforo en rojo. Maldición. Había pasado por delante de la obra sin verla.

Cuando el semáforo se puso en verde, dio la vuelta y aparcó el coche. Los acelerados latidos de su corazón debían ser causados por el edificio que pronto sería el hotel Charleston… aunque no apostaría nada.

Aun así, ver cómo iba adquiriendo forma era algo espectacular.

Hoy, la grúa estaba parada al lado del esqueleto de acero y cemento, pero Riley imaginó cinco plantas de mortero y ladrillo en los días en que los caballos eran el medio de locomoción y los hombres de casaca roja los enemigos.

Deliberadamente apartando a Kate de su mente para pensar en el trabajo, se acercó a un trailer que hacía las veces de oficina y subió los tres escalones.

Su socio, que además era su hermano, estaba sentado frente a una mesa desvencijada comiendo un donut de chocolate.