Una aventura inofensiva - Darlene Gardner - E-Book

Una aventura inofensiva E-Book

Darlene Gardner

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Beschreibung

El millonario Richard Mallory llevaba toda la vida rodeado de mujeres tan bellas como poco adecuadas. Y justo cuando había desechado la idea de conocer a la mujer perfecta, se la encontró… en su cama. Parecía alguien diferente; sincera, inocente… ¿Qué demonios hacía entonces en su dormitorio? Ginny solo trataba de hacerle un favor a una amiga, pero eso no se lo podía decir a aquel tipo, ¿verdad? Se suponía que aquella mentirijilla la sacaría del apuro y, sin embargo, la metió en otro peor. Ahora tendría que pasar el día entero con el guapísimo empresario…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Darlene Hrobak Gardner

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una aventura inofensiva, n.º 1247 - mayo 2016

Título original: One Hot Chance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8238-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Era una noche de luna clara, bulliciosa por la gente que atestaba la calle empedrada, llena de posibilidades.

Tiffany Albright agarró del brazo a Susie Dolinger y suspiró con deleite.

–Esto de visitarte la semana del festival de San Patricio ha sido lo mejor que se me podía haber ocurrido.

–No lo sé, Tiffany –respondió Susie, frunciendo el ceño levemente–. Cuando te dije que vinieras a Savannah, desde luego no me refería a esta época. Este fin de semana voy a estar tan ocupada que no podré pasar mucho tiempo contigo. Y además…

Su voz se fue apagando, y Tiffany la miró con curiosidad. Susie, que había sido su mejor amiga en el instituto hasta que el Departamento de Estado había trasladado a su padre a Australia, había vuelto hacía tres años a su Savannah natal. Desde entonces, había invitado a Tiffany al menos una docena de veces.

–¿Además qué? –le preguntó Tiffany.

Susie suspiró.

–Se me ocurrió que te gustaría visitar la Savannah tranquila –se giró e hizo un gesto hacia el gentío–. No esta.

La histórica calle River estaba llena de restaurantes, bares, hoteles y tiendas para turistas, situadas en almacenes de algodón que databan del siglo XIX. Una colección de pequeños parques al otro lado de la calle permitían contemplar de cerca el río Savannah y las barcazas que continuamente salían y entraban del puerto.

Era jueves, faltaban veinticuatro horas para que se iniciara el fin de semana del festival, pero ya había tanta gente como en Times Square en Nochevieja.

–Nada en absoluto. Por si no lo recuerdas, trabajo para el Departamento de Turismo. Pero no hago más que pensar que te habría gustado más la otra Savannah.

La ciudad tranquila, la sureña, la aburrida.

–¿Y por qué piensas eso? –dijo Tiffany, intentando hablar con naturalidad.

Susie le apretó el brazo.

–No te ofendas conmigo. Solo ha sido un elogio. Quería decir que este fin de semana todo el mundo se vuelve loco, y tú eres tan conservadora.

–¡No lo soy!

–Eres la hija de un político de Iowa anticuado que lleva más de veinte años en el Congreso.

–Eso solo demuestra que mi padre es el conservador, no yo.

–Vives en Washington D.C., trabajas en el Hill como miembro de un grupo de presión y vas a cenas de mil dólares el cubierto. Si no eres conservadora, entonces es que estoy tonta.

Tiffany soltó a su amiga y se cruzó de brazos mientras caminaban. Le dolía que Susie, sobre todo Susie, la viera de ese modo. ¿No se había dado cuenta de que cuando iban al exclusivo colegio privado de Washington D.C. juntas, se había juntado con ella precisamente porque siempre animaba el ambiente?

–¿Se te ha ocurrido que tal vez pudiera estar cansada de ese tipo de vida? –le preguntó Tiffany–.¿Que a lo mejor esté lista para desmelenarme un poco?

Un chavalillo sopló por una trompeta de plástico y Tiffany pegó un respingo. Susie se echó a reír.

–No.

–Y solo porque reaccione con normalidad a los ruidos…

–No se trata de eso –la interrumpió Susie–. Caramba, si se nota incluso en tu manera de vestir.

–¡Voy vestida de verde!

–¿De verdad crees que una mujer que va vestida con un traje pantalón verde esmeralda hecho a medida puede desmelenarse?

–No consigo comprar trajes de confección. Recuerda que mido un metro ochenta.

–¿Es esa una aproximación conservadora de tu verdadera altura? –le preguntó Susie.

Tiffany fue a enfadarse, pero cuando su amiga se echó a reír a carcajadas, decidió no hacerlo y también se echó a reír.

–De acuerdo, de acuerdo. Tal vez sea algo conservadora, pero iba a hacer algo drástico si no salía de Washington.

–Venga, no será para tanto.

Tiffany levantó la cara y aspiró la brisa balsámica, que le pareció maravillosa después del calor del día, incluso aunque oliera un poco a cerveza. Solo estaban en marzo, pero la temperatura durante el día había sido de lo más agradable.

–Últimamente sí. Me siento tan… atrapada. A mi madre le ha dado por intentar emparejarme con cada tipo acartonado de la ciudad –Tiffany resopló–. Y qué aburridos. Para dormir.

Susie se echó a reír.

–Lo que necesito es a alguien como tu Kyle –dijo Tiffany–. Alguien que no vaya a todas partes con traje y corbata. Quiero decir, Kyle es un fotógrafo que trabaja por su cuenta. ¿No es estupendo?

–Desde luego.

–No lo necesito para tanto tiempo –dijo Tiffany, dejándose llevar por sus fantasías–. Solo para el fin de semana.

–Siento decirte esto, pero Kyle es mío –dijo Susie en tono bajo, pero la miraba algo asustada.

–No me refería a Kyle específicamente, tonta –Tiffany la tranquilizó entre risas–. Sé que es tuyo y tuyo debe seguir. Me refería a alguien anónimo y divertido con quien pasar el fin de semana.

–Por favor, dime que no estás pensando en el sexo –dijo Susie, aún con expresión consternada.

Tiffany lo pensó un momento. Durante sus veintisiete años de existencia, había interpretado el papel de niña buena: había sido buena estudiante en el colegio y después en la facultad; había llevado a cabo las obligaciones sociales de la hija de un miembro del Congreso y después las que le exigía su trabajo.

Pero había empezado a desesperarse pensando que se pasaría la vida embutida en trajes de chaqueta y medias, sonriendo a hombres aburridos hasta que le doliera la cara.

–Claro –dijo Tiffany a media voz–. ¿Por qué no en el sexo?

–Porque… –por un momento Susie se quedó sin habla, cosa rara en ella–. Porque no eres esa clase de chica.

–Tal vez sí que lo sea –respondió Tiffany, que agitó con desafío su larga melena negra; de repente experimentó la extraña sensación de que no sabía dónde encajaba en el mundo–. ¿Cómo puedo saber lo que me gusta si no lo experimento?

–Pero… –Susie se había quedado sin habla–. No tienes por qué experimentar algo para saber que no es para ti.

–Tal vez me gustaría probar a ver qué se siente metiéndose en la cama con alguien.

Susie sacudió su cabeza de rizos rubios.

–No lo dices en serio; te conozco bien. No eres de las que tienen una aventura.

–No quiero tener una aventura, sino echar una cana al aire.

–Te has vuelto loca –le dijo su amiga.

–Pues ya era hora –respondió Tiffany, sintiendo una subida de adrenalina.

Sí, tendría un lío. Era una idea maravillosa.

–Es una idea nefasta –dijo Susie–. No puedes agarrar a un tipo en la calle y tener un lío con él.

–¿No es eso lo que tú hiciste con Kyle? –le preguntó Tiffany.

Susie, que tenía la piel muy clara, se ruborizó.

–Nunca debería haberte contado esa historia. Y no nos conocimos en la calle, sino en un bar.

–Tal vez a mí me pase lo mismo –respondió Tiffany alegremente–. En Savannah hay muchos bares, ¿no?

–Sí, y también muchos borrachos, sobre todo durante el festival.

–No voy a escoger a un borracho –dijo–. Voy a elegir a un hombre maravilloso; tengo un sexto sentido cuando se trata de las personas.

Susie echó un vistazo al reloj y miró a su amiga con preocupación.

–Como siempre me tengo que marchar en el peor momento; tengo que estar en el escenario principal para asegurarme de que la siguiente actuación va bien.

–Entonces márchate.

–No estoy segura de que deba dejarte sola –Susie frunció el ceño–. No pareces muy cuerda en este momento.

–No te preocupes por mí –Tiffany le dio una palmada en el brazo–. Te prometo que no haré nada que me dé mala espina.

–Eso es precisamente lo que me preocupa.

Capítulo Dos

 

Chance McMann se acercó al pulido mostrador de la recepción del hotel.

–Debe de haber algún error –dijo, utilizando aquella mirada directa y sincera que había hecho de él un abogado empresarial tan próspero–. Mi agencia de viajes reservó una habitación para hoy y para el viernes. Si puede mirar otra vez en el ordenador, estoy seguro de que encontrará la reserva.

La recepcionista lo miró con sus ojos oscuros y expresivos.

–Lo comprobaré con gusto, señor.

La máquina parecía fuera de lugar en la elegancia antigua del vestíbulo lujosamente decorado, con paredes cubiertas de madera y muebles con brocados esmeralda.

–Lo siento, pero sigo sin tener constancia de esa reserva. Y, desgraciadamente, estamos llenos.

A Chance le entraron ganas de echarse a llorar por su mala suerte. Desde que esa tarde había salido de Washington D.C., las líneas aéreas habían perdido su equipaje, todas las agencias de alquiler de coches estaban sin vehículos, y de repente no tenía habitación donde dormir.

–Sé que es mucho pedir –dijo Chance, esbozando su sonrisa más persuasiva–, ¿pero sería posible que llamara a otros hoteles para ver si hay algo libre?

–Me temo que no servirá de nada. Llamé hace un rato para otro caballero y no hay ninguna plaza libre en toda la ciudad –lo miró con expresión pesarosa–. Siempre pasa lo mismo durante el festival.

–Eso me suponía –murmuró Chance–. ¿Podría pedirle un favor más? ¿Podría llamar al aeropuerto a ver si puedo tomar un vuelo a Washington esta noche?

Mientras la mujer hacía la llamada, Chance intentó calmar su irritación.

Él era un abogado que tenía las semanas cargadas de trabajo y no solía hacer ese tipo de cosas. Había ido a Savannah para hacerle un favor a un miembro del Congreso de Georgia, Jake Greeley, no solo amigo de su padre sino socio mayoritario en su nuevo bufete de abogados.

Chance había abandonado Atlanta hacía un mes para ir a Washington D.C. a incorporarse al prestigioso bufete, pero seguía teniendo licencia para practicar la ley en Georgia. Eso hacía de él la persona más adecuada para llevar a cabo discretamente un asunto legal que había surgido de una disputa de tráfico en la que estaba implicada la hija de Greeley.

Debería haber sido algo sencillo; pero parecía que de repente tendría que volver a Washington, posponer las reuniones que tenía programadas para el día siguiente y volver a Savannah la próxima semana.

–Hay un vuelo que sale a las diez, dentro de tres horas –dijo la mujer después de colgar–. Hay muchas plazas libres, de modo que no tendrá problema en reservarlo cuando llegue al aeropuerto.

–Gracias –dijo mientras salía a toda prisa por la puerta del elegante hotel dispuesto a comprarse algo de ropa nueva.

Al salir del taxi que le había llevado desde el aeropuerto al hotel, un autocar que pasaba delante de él le había salpicado de agua sucia, seguramente de las cloacas.

Diez minutos más tarde, después de rebuscar entre el montón de camisetas verde billar del mostrador de una tienda turística, escogió una y fue hacia la cajera.

Sonrisas de Savannah parecía la única tienda abierta donde tenían ropa.

–¿Esta es la única que tienen de esta talla?

–Ha tenido suerte en encontrar esa. No queda ninguna más de su talla. Esas camisas se han vendido como churros.

Así que Chance utilizó el cuarto de baño de la tienda para quitarse el traje y la camisa manchados y ponerse la que había comprado, a pesar de lo hortera que era, y salió de nuevo a la calle River. Además de la camisa, se había puesto unos pantalones de chándal finos y unas zapatillas que en el último momento había metido en la bolsa de mano.

Como cualquier momento le parecía bueno para hacer negocios, se sentó en un banco y sacó su teléfono móvil. Greeley no estaría muy contento con el retraso, pero tampoco lo estaba Chance.

Ignorando los ruidos que lo distraían a su alrededor, dejó sendos mensajes en tres contestadores automáticos distintos, diciendo que no podría presentarse a las reuniones del día siguiente y que se pondría en contacto en cuanto le fuera posible para programar otra reunión. Después guardó el teléfono en su bolsa y se unió al flujo de turistas que paseaban por la calle.

Echó un vistazo a su caro reloj de oro y vio que aún le quedaba al menos una hora antes de tener que dirigirse al aeropuerto, pero desde luego no pensaba pasarla en la calle River.

Cuando estaba a punto de parar un taxi, recordó los intrigantes vistazos que había echado a la zona residencial de la ciudad cuando había llegado en taxi desde el aeropuerto.

Tomó una decisión repentina y se alejó de la orilla del río, cruzó la calle Bay y avanzó hacia el corazón de la ciudad. La pérdida de tiempo lo fastidió en un principio, pero no demasiado. Cuando llegó a la segunda de la serie de plazuelas, se quedó encantado.

Consistían en parques en miniatura rodeados de casas, iglesias y negocios. Las aceras estaban adornadas de cipreses y álamos, proporcionando una sombra elegante a la noche perfumada de jazmín de los fragantes jazmineros que decoraban las balconadas.

Allí había menos gente, pero los que había caminaban como si estuvieran en pleno día. Las ventanas iluminadas de las magníficas residencias mostraban una arquitectura que se distinguía por balcones de hierro forjado, edificios vallados y exquisitos detalles ornamentales. En muchas de ellas se estaban celebrando fiestas, y la música y las risas llegaban hasta la calle.

Mientras continuaba caminando le llegó el sonido de un saxofón interpretando una melodía conocida. Sonrió cuando le asaltaron los recuerdos. A los dieciséis años había practicado la misma canción una y otra vez, en principio para impresionar a Lyndsey Ellicot, la chica más guapa de la clase.

Resultó que a Lyndsey no le gustaba el jazz, pero Chance se quedó enganchado. Al menos hasta que la facultad, el trabajo y la vida se hicieran con el control, y se dio cuenta de que su padre tenía razón. No tenía tiempo para permitirse tocar el saxofón.

Dejó que las notas de blues lo llevaran hasta el saxofonista que interpretaba la pieza. Cuando la melodía terminó, Chance aplaudió con emoción.

–Interpreta de maravilla a John Coltrane –le dijo Chance–. De haber cerrado los ojos, habría pensado que era el.

La amplia sonrisa del músico dejó al descubierto dos paletos con fundas de oro.

–La mayoría de la gente habría creído que era de Charlie Parker.

–No. Eso es de Coltrane. Yo solía tocar esa pieza sin parar –dijo Chance con voz emocionada por la nostalgia.

El hombre le tendió el instrumento.

–Entonces debe tocar también algo.

–Oh, no –respondió Chance, sacudiendo las manos.

–¿Le dan asco los gérmenes? –el hombre agarró el pico de su camisa y limpió la boquilla del instrumento antes de que Chance pudiera contestar–. Ahí lo tiene. Ni uno solo.

Chance se echó a reír.

–No me asustan los gérmenes.

–¿Entonces qué?

Empezó a explicarle que no era el tipo de hombre que se ponía a tocar el saxofón en una plaza de Savannah, donde todo el que pasara pudiera oírlo.

Además, él ya no tocaba; él defendía casos.

–Bueno –dijo el músico, aún ofreciéndole el instrumento–, va a tocar, ¿verdad?

La luz de la farola brilló sobre el instrumento, arrancándole un destello como el de uno de esos peniques de bronce que nunca tenía tiempo de recoger del suelo. Qué diablos, pensaba Chance; nadie se enteraría nunca.

–Sin duda –respondió.

 

 

Una hora después de decirle a su amiga que estaba libre para tener un lío, Tiffany caminaba sola por las calles de la zona residencial de Savannah en dirección a casa de Susie.

Los hombres que había visto por la calle River que no iban emparejados, y otros que sí, parecían pensar que pasárselo bien era igual a agarrarse una cogorza tremenda.

Echó un vistazo a su fino reloj de oro y vio que ni siquiera eran las ocho. Resopló con cierto fastidio. Susie no sabía la razón que tenía.

No solo Tiffany no era de las que se corrían una aventura amorosa, sino que también era de las que le gustaba irse a la cama con un buen libro.

El gemido del saxofón, cuyo melancólico sonido se asemejaba a su humor, inundó la plaza. Caminó en dirección a la música y se unió a un pequeño grupo que se había reunido en torno al saxofonista que la interpretaba.

Cuando miró bien a aquel hombre, Tiffany se quedó boquiabierta. Para sus adentros rezó fervientemente poder ser de esa clase de chicas que se ligaba a los hombres sin timidez.

Con los ojos cerrados, el hombre soplaba las notas y se bamboleaba al son de la música como si esta le corriera por las venas. No podía ser más que un par de centímetros más alto que ella, pero la combinación de la luz de la farola y la de la luna magnificaban su aspecto.

Tenía el cabello probablemente castaño, pero parecía dorado bajo aquella luz, al igual que sus pestañas, que sobre su piel bronceada parecían también doradas. Lo que veía de su cara le hizo pensar en el placer y en el pecado.

Y su cuerpo… Su cuerpo era una auténtica belleza. No era tanto por su forma, aunque fuera esbelto y musculoso, sino por su manera de moverse.

Se imaginó ese cuerpo encima de ella, moviéndose dentro de ella.

Las últimas notas de jazz se perdieron en la noche y el músico callejero pareció emerger de su trance mientras separaba el instrumento de sus labios. Entonces sonrió.

Su sonrisa era encantadora, una sonrisa sin restricciones, que insinuaba un corazón rebelde. Le iluminó la cara, destacando unas facciones que de otro modo podrían haber parecido ordinarias.

Pero no tuvo nada de ordinario el modo en que se le aceleró el pulso cuando él levantó la vista y la fijó en ella. Vagamente se dio cuenta de que el hombre que tenía al lado le quitaba el saxofón de las manos y se las dejaba libres. ¿Para ella, tal vez?

«No seas cobarde», se dijo. «Él es exactamente lo que estoy buscando».

Avanzó un paso y se dio cuenta de que no tenía el pelo dorado, sino castaño oscuro, y de que sus ojos eran de una intrigante mezcla entre azul y verde. Los ojos de un hechicero, pensó. Un hechicero que ya había empezado a embrujarla. La emoción la empujó a dar un paso más, y otro, y otro más.

Él no dejaba de mirarla con aquellos ojos verde azulados, y se preguntó qué pasaría si se acercaba lo suficiente para besarlo.

Debía desmelenarse, hacer una locura.

Eso sería lo que estaría haciendo si besara a aquel extraño. Solo sería un beso, se dijo. Solo uno. Y mientras pensaba en eso se iba animando a hacerlo.

Él ladeó la cabeza con curiosidad al ver que se acercaba, y ella se dio cuenta de que tenía los labios rojos de tocar el saxofón. Oh, Dios mío.

No estuvo segura de si fueron los nervios o la emoción lo que hizo que el pulso se le acelerara aún más mientras se inclinaba hacia él, animada por el aroma limpio y embriagador de su piel. La sorpresa se dibujó en el rostro del extraño, pero no se movió, con lo que le facilitó que ella uniera sus labios a los de él.

Su intención había sido retirarse tras un breve contacto, pero sintió el calor que había visto en su mirada traspasándola como una llamarada. Lo sintió y lo saboreó en sus labios, que en ese momento ella asaltaba como si se estuviera deleitando con un capricho.

Se sintió aturdida de placer, y las manos que había intentando colocarle sobre el pecho, le rodearon los hombros y después el cuello. Sigilosamente le metió los dedos entre los cabellos, que parecían de seda caliente.

Y entonces él le devolvió el beso con el mismo ardor, mientras le rodeaba la cintura y la estrechaba contra su cuerpo. Él era fuerte, sin embargo ella sintió que se reblandecía por dentro al tiempo que un calor dulce se le asentaba en el vientre y se expandía rápidamente por el resto del cuerpo.

Le deslizó la lengua entre los labios y le rozó la suya, experimentando un placer tan intenso que a punto estuvo de ponerse a gemir. Podría haber continuado besándolo una eternidad, pero él hizo una mueca de dolor. Confusa, apartó los labios de los suyos.

–Ay –exclamó él.

Le llevó un instante darse cuenta de que había pisado algo. Bajó la vista y se dio cuenta de que era su pie. Entonces se retiró inmediatamente y se ruborizó. Menuda seductora. Sin duda él estaría a punto de soltarle una fresca y enviarla lejos.

–Lo siento –dijo con una voz ronca que apenas reconoció.

–No pasa nada –la sonrisa sensual asomó a los labios que habían abrazado amorosamente el saxofón; como ella, parecía estar sin aliento–. Puedes pisarme cada vez que quieras.

Tenía una voz profunda que pareció acariciarle la piel como una cascada de miel. De algún modo, aquel tono sereno consiguió que Tiffany recuperara la confianza en sí misma.

–En realidad, no he venido aquí a pisarte –le dijo en tono suave, mirando de nuevo sus ojos de hechicero.

–Me lo había figurado –respondió, esbozando una sonrisa de medio lado.

Sintió que se ruborizaba de nuevo y la sensación urgente de explicarse.

–Ni siquiera te he preguntado qué te ha parecido que llegue una extraña como yo y empiece a besarte.

La camiseta verde que se había comprado Chance, llevaba escrito: Soy irlandés, te gustará besarme.

–Estoy a favor de que una mujer extraña me bese –dijo, mirándola a los ojos–. La cuestión es qué te parece a ti que te bese un extraño.

Se llevó sin darse cuenta la mano a los labios.

–No lo había pensado –mintió–. Pero supongo que dependería del extraño.

Mientras hablaban ninguno de los dos se había apartado del otro. La diferencia de altura era tan mínima que tenían los ojos casi al mismo nivel.

Los suyos eran ardientes, tremendamente ardientes, como el fuego.

–Sé dónde puedes comprarte una camiseta como esta –le susurró, y Tiffany sintió su aliento acariciándole los labios–. Entonces podrás llevar a cabo tu propio experimento.

Ella se pasó la lengua por los labios, que de pronto se le habían quedado secos.

–O puedes hacer como si ya llevara una –le respondió en el mismo tono.

Un brillo de humor bailó en aquellos ojos hipnóticos mientras el ambiente parecía chisporrotear entre ellos.

–Me parece bien –dijo antes de agarrarla de la nuca y capturar de nuevo su boca con la suya.

Como ya lo había saboreado una vez, no dudó en separar los labios e invitarle a que la arrollara en lugar de provocarla. Él no se hizo de rogar, y enredó con erotismo su lengua a la de ella.

Un calor líquido la recorrió de arriba abajo, y las rodillas empezaron a temblarle de tal modo que tuvo que agarrarse a sus hombros para no desplomarse.

Ningún hombre le había hecho sentirse nunca así solo con un beso. Con ese hombre la sangre le corría más deprisa y los oídos se le llenaron de música. Solo que la música no solo era una melodía reconocible, sino que parecía provenir de un saxofón.

Con gran esfuerzo apartó los labios y se retiró un poco pero sin soltarlo. Como estaba sin aliento, apenas pudo hablar.

–Por favor, no me digas que es Abrázame, Provócame, Bésame.

–Sí –dijo con los ojos medio cerrados y la piel ligeramente sonrosada–. Lo es.

En ese momento echó un vistazo a su alrededor y vio que había un grupo de unas cuarenta personas. Al menos la mitad estaba aplaudiendo. Escondió la cara en el hombro del desconocido, que sintió firme y caliente contra su mejilla.

–Ese aplauso va por nosotros, ¿verdad? –le susurró.