Camas separadas - Fiona Hood-Stewart - E-Book
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Fiona Hood-Stewart

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Beschreibung

Ramón Villalba era guapo y rico y las mujeres hacían cola para calentarle la cama. ¿Por qué entonces podía querer un hombre así un matrimonio de conveniencia? Nena Carvajal era una heredera de buena familia, joven y bella que necesitaba que la protegieran de los cazadotes. Desde luego, para Ramón no supondría ningún esfuerzo disfrutar junto a ella de los placeres de un matrimonio acordado...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Fiona Hood-Stewart

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Camas separadas, n.º 1538 - marzo 2019

Título original: The Society Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-472-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

RAMÓN Villalba comprendió que lo había llamado. Sentado a lomos de su hermoso Passo Fino, frunció el ceño y contempló los vastos y verdes espacios en los que pastaban varias miles de cabezas de ganado, todas las cuales le pertenecían a él. Una vez más, estaba a punto de montarse en el avión de su empresa para dirigirse de Buenos Aires a Londres.

Resultaba poco frecuente que su padre lo llamara. Después de todo, Ramón tenía treinta y dos años y se había independizado hacía años. El asunto debía de ser muy importante y, por consiguiente, debía acudir inmediatamente a su llamada.

Había experimentado un momento de preocupación. ¿Podría ser que la salud de uno de sus progenitores fuera la razón de tanta urgencia? Seguramente no. Su madre, con la que Ramón había tenido una relación muy estrecha, habría confiado en él inmediatamente. A pesar de todo, no perdió el tiempo. Regresó al galope a su hacienda e hizo que Juanito, uno de los criados, le hiciera el equipaje para partir sin dilación.

Veinticuatro horas más tarde, estaba sentado en el gabinete de la casa familiar en Eaton Square, tratando de recuperarse de la conmoción que le habían producido las palabras de su padre.

–¡Eso es algo completamente descabellado! –exclamó Ramón mientras se mesaba el negro cabello–. Si no recuerdo mal, Nena Carvajal ni siquiera tiene veinte años… Es una niña. ¿Cómo podéis el viejo don Rodrigo y tú pensar en que contraiga matrimonio?

–Vamos, Ramón, déjate de remilgos. Parece que nunca hayas oído hablar de un matrimonio de conveniencia.

–Te aseguro que no como éste –replicó Ramón–. No sé lo que se os ha metido en la cabeza. Si Nena piensa en mí, probablemente será como un…

–Tonterías –le interrumpió su padre, un hombre muy bien vestido de casi ochenta años–. Dudo que se acuerde de ti, lo que puede que sea lo mejor.

–Maravilloso.

–Hay razones muy poderosas para esta decisión.

–¿Sí? ¿Y cuáles son? –preguntó Ramón, con altivez.

–En dos palabras, don Rodrigo, el abuelo de Nena, se está muriendo.

–¿Qué le ocurre?

–Me temo que está enfermo de cáncer. Le quedan seis meses como mucho. ¿Te imaginas lo que le ocurriría a esa muchacha si se viera sola en el mundo con la cantidad de dinero que heredará? Eso, por no mencionar la dirección del imperio de Rodrigo –añadió mientras lanzaba una aguda mirada a su hijo.

–Así que de eso se trata –dijo Ramón–. Rodrigo cree que yo soy un candidato adecuado para hacerme cargo, ¿verdad?

–Considerando lo grande y lo complejo que ese imperio es, yo diría que es un cumplido.

–Supongo que es un modo de considerarlo –admitió Ramón, aunque se sentía algo irritado–. Sólo hay un problema.

–¿De qué problema se trata? –preguntó don Pedro, atónito.

–Yo no tengo deseo alguno de contraer matrimonio.

Se produjo un momento de silencio antes de que el padre de Ramón respondiera.

–Ramón, este matrimonio con Nena…

–Que, prácticamente, podría ser mi hija…

–No lo creo, a menos que pienses entrar en el Libro Guinness de los Récords como el padre más joven de la historia –murmuró su padre, con ironía–. Este matrimonio, como te estaba diciendo antes de que me interrumpieras tan groseramente, no terminaría con tu… estilo de vida. Estoy seguro de que Nena ha sido educada esperando un matrimonio de este tipo. Tengo que admitir que no la he visto desde hace varios años. Ha estado en un internado, el Convento del Sagrado Corazón –añadió, con una sonrisa de satisfacción–. Eso, en sí mismo, es un buen presagio.

–Padre, ¡todo esto es completamente absurdo! –explotó Ramón. Se levantó de la butaca y empezó a pasear su atlética y esbelta figura, elegantemente ataviada con un traje azul marino de corte italiano, por el gabinete–. Ni que estuviéramos en la Edad Media. No puedo estar de acuerdo con algo así.

–Piénsatelo. Podría ser una gran oportunidad para ti, al menos profesionalmente.

–Padre, si crees que yo me dejaría implicar en un matrimonio de conveniencia sólo por el deseo de mejorar mis negocios, que por cierto ya no me van tan mal, permíteme que te desengañe inmediatamente.

–No quería decir eso –respondió don Pedro, muy cuidadosamente al ver la reacción de su hijo–. Piensa en tu madre y en mí. Casi no nos conocíamos antes del matrimonio y mira lo bien que nos ha salido. La verdad es que, desde que me casé con ella, no he vuelto a mirar a otra mujer y te aseguro que, en mis tiempos, yo era una buena pieza. En cuanto a lo de la edad, tu madre es veinte años menor que yo. Tú ni siquiera tienes trece más que Nena, por lo que no se puede tener en cuenta. Además, creo que treinta y dos años es edad suficiente para empezar a tener hijos.

–Sí, claro, padre –gruñó Ramón. De repente, sintió la necesidad de estar a solas, de pensar en cómo salir de aquel atolladero.

–¿Puedo decirle a mi viejo amigo don Rodrigo que, al menos, vas a pensar en la proposición? Rechazarla de plano sería un insulto para él.

Aquello era cierto. El honor de haber sido seleccionando por uno de los hombres más ricos del mundo para que se convirtiera en su futuro nieto político, heredero de todas sus responsabilidades, era un asunto que no debía tratarse a la ligera. Si se trataba del modo equivocado, podría afectar a la amistad de toda una vida.

De mala gana, Ramón asintió.

–Muy bien, padre, pero sólo con una condición. Deseo ver a Nena. Supongo que ella conoce la situación.

–No que yo sepa –murmuró don Pedro–. Se le dirá todo a su tiempo…

–Estupendo –replicó Ramón cínicamente, tras realizar un gesto de desaprobación con la mirada. Entonces, por una razón inexplicable, evitó pronunciar el resto de la frase que estuvo a punto de escapársele de los labios.

 

 

–¿Los Villalba?

Las hermosas cejas de Nena se fruncieron. Inclinó su bonito y bronceado rostro y fijó los ojos verdes en su abuelo.

–No los recuerdo –añadió–. ¿Los conocimos en Argentina?

–Por supuesto, cielo mío, pero hace bastante tiempo desde la última vez que nos visitaron. De hecho, creo que no han vuelto desde que tú te fuiste al internado. Pedro Villalba es un viejo amigo mío y su esposa Augusta está, en cierto modo, emparentada con la familia de tu difunta abuela.

–Ah –dijo Nena. Entonces, asintió y sonrió.

–Van a venir a tomar el té mañana con su hijo, Ramón, del que puede que te acuerdes. Vino a vernos en algunas ocasiones mientras estudiaba primero en Eton y luego en Oxford.

–Lo siento, pero no tengo ni idea de quién es –replicó Nena, agitando el castaño cabello, con reflejos dorados producto de las dos semanas que se había pasado jugando al tenis todos los días en el sur de Francia. Se puso de pie–. Me marcho a un torneo ahora. ¿Necesitas algo antes de que me vaya? ¿Agua para tus pastillas? –añadió. De repente, se sentía muy preocupada.

Su abuelo parecía haber envejecido mucho durante las últimas semanas y estaba muy preocupada por él. Había heredado la percepción de su madre francesa y la innata capacidad de ésta para dirigir Thurston Manor, la encantadora casa de campo que tenían cerca de Windson y para asegurarse de que su abuelo estaba bien atendido.

–No, no, hija mía. Vete, pero asegúrate de que llegas a tiempo mañana a la hora del té.

–Lo intentaré, pero tengo las semifinales y, si consigo que no me eliminen hoy, tal vez tenga que jugar.

Don Rodrigo sonrió a su nieta. La quería mucho. Le hubiera gustado mucho poder vivir lo suficiente para verla convertirse en la flor en la que percibía que estaba a punto de convertirse. Sin embargo, sabía que eso no podría ser. Aceptó con resignación el beso en la enjuta mejilla. Debía asegurar el futuro de su nieta, no sólo económicamente, algo que no le preocupaba en exceso. Lo que más le inquietaba eran los cazafortunas que empezarían a rondarla en el momento en el que él estuviera muerto y enterrado.

 

 

Cuando el Bentley aparcó frente a la espléndida casa de campo eran las cuatro. Ramón experimentó una nueva oleada de desagrado. Aquel asunto era completamente absurdo y le hacía sentirse como si estuviera participando en una película muy mala. A pesar de todo, había escuchado atentamente las peticiones de sus padres para que acudiera con ellos a aquella visita. Tal vez podría hacer entrar en razón a don Rodrigo y a su padre.

Varios minutos después, el mayordomo les condujo al jardín. Don Rodrigo se levantó con mucha dificultad de una silla de mimbre.

–Amigos míos –dijo, mientras abrazaba a Pedro y besaba a Augusta–. ¡Qué placer tan grande es recibiros en mi casa! –añadió. Entonces, se volvió hacia el joven y lo miró atentamente–. ¿Cómo estás, Ramón? Han pasado ya varios años desde la última vez que nos vinos, pero he seguido atentamente tus brillantes progresos, si me permites denominarlos así. Conociendo a tu padre, no me sorprende, pero me siento impresionado. Muy impresionado.

–Viniendo de usted, efectivamente se trata de un cumplido –repuso Ramón, tras estrecharle la mano.

Sintió la fragilidad de los dedos del anciano y adivinó una delicada salud en sus ojos, pero comprendió también que no sería fácil disuadirle. Se sentó al lado de su madre y se preguntó lo difícil que le resultaría zafarse de aquel matrimonio. De repente, con una chispa de esperanza, observó que no se veía a Nena por ninguna parte. Tal vez le habían dicho las intenciones de su abuelo y se había negado a aceptar lo que éste le proponía. Después de todo, casi tenía veinte años.

Si había sido así, mucho mejor. Ramón estaba dispuesto a ayudarla, a aconsejarla en sus asuntos financieros… incluso a convertirse en su consejero, si don Rodrigo así lo deseaba. El pensamiento empezó a tomar forma. Tal vez aquél era el modo de resolver la situación. Si Nena no estaba de acuerdo con el matrimonio, entonces, él podría plegarse a sus deseos y no verse culpado de lo ocurrido. Comprendió que la cuestión era, simplemente, iniciar la estrategia correcta.

 

 

–¿Han llegado ya? –preguntó Nena, sin aliento, mientras se bajaba de su recién estrenado Audi TT. Después de arrojar su raqueta de tenis sobre una de las butacas del vestíbulo, se miró en el espejo–. Estoy hecha un asco, pero supongo que es mejor que vaya a saludar porque si no el abuelo me matará –le dijo a Worthing, el mayordomo, que la contemplaba con severidad mientras cerraba la puerta.

–Don Rodrigo y sus invitados están en el jardín, señorita Nena –respondió Worthing.

–Bien. Veamos. Asegúrate de que se sirve el té, Worthing. Pídele a la cocinera que prepare té de China y de Ceilán. No sé cuál preferirán nuestros invitados.

–Por supuesto, señorita Nena –replicó el mayordomo.

Nena echó a correr hacia el jardín. Mientras bajaba las escaleras, vio que el grupo estaba reunido bajo el castaño que había enfrente del lago. Se atusó el cabello y echó a correr a través de la hierba. Se alegraba de que su abuelo tuviera invitados. Había tenido tan pocos últimamente… Estaba segura de que no era bueno para él llevar una existencia tan solitaria, aunque tal vez demasiada actividad social podría cansarle…

–Hola, siento mucho llegar tarde –dijo. Ramón se giró–. Tía Augusta, tío Pedro, hace tanto tiempo… –añadió, mientras besaba a los amigos de su abuelo.

Ramón contempló con franca admiración a la hermosa y esbelta joven. Tenía unas interminables y bronceadas piernas, que erradicaban para siempre la imagen que tenía de ella como torpe y regordeta adolescente. Su sonrisa era perfecta, con unos blanquísimos e impecables dientes. El ligero bronceado de su piel resaltaba la belleza de unos enormes ojos almendrados, de color verdes, de un modo que era capaz de dejar anonadado hasta a un seductor tan experimentado como el propio Ramón…

Su cabello… Le caía sobre el rostro con mechones de aspecto sedoso que se le escapaban de la coleta en la que lo llevaba recogido. Parecía que se acababa de levantar de la cama, lo que lo dejaba a él en serio peligro de tener una reacción física que lo avergonzara delante de todos.

Recobró la compostura y se puso de pie para estrecharle la mano, con la esperanza de que el resto no notara aquellos inadecuados sentimientos. Inmediatamente, se recordó la naturaleza de la visita que los había llevado hasta allí.

–¿Me perdonarán si subo un momento a mi habitación para cambiarme? –le decía a Augusta, de un modo encantador–. Debo de tener un aspecto terrible.

Ramón observó cómo se dirigía rápidamente hacia la casa y trató de apartar de su pensamiento la deliciosa imagen de Nena entre las sábanas. Se recordó que no debía olvidarse de la verdadera razón de aquella visita. Vio que su padre lo miraba con aprobación y, una vez más, se concentró en la conversación.

Si su padre pensaba que la asombrosa belleza de Nena podría hacer que el matrimonio le resultara más aceptable se equivocaba. En cierto modo, empeoraba la situación. Una cosa era hacerle el favor a una pobre criatura y otra colocar bajo su protección a una diosa que, cuando se convirtiera en una mujer hecha y derecha, se convertiría en el centro de atención de todas las ciudades que visitara. Aquel pensamiento le resultaba muy turbador, por lo que lo descartó inmediatamente.

–Ramón, espero que hayas pensado en la proposición que tu padre y yo tenemos para ti –dijo don Rodrigo–. Después de ver a mi encantadora nieta, estoy seguro de que comprenderás lo imposible que me resulta dejarla en el mundo sola y sin protección.

–En realidad, yo no estoy del todo de acuerdo –repuso Ramón–. Después de todo, estamos en el siglo XXI, señor. Una junta de consejeros bien seleccionada podría ocuparse muy fácilmente de los asuntos de su nieta. Parece una joven muy segura y bastante capaz de cuidarse.

–¡Ja! –exclamó don Rodrigo–. Veo que lo has notado. Por supuesto, tiene seguridad en sí misma, encanto y buenos modales, pero le robaría el corazón el primer cazafortunas que apareciera en su vida y créeme si te digo que ya se están alineando.

–Estoy seguro de ello –replicó Pedro Villalba, mirando con desaprobación a su hijo.

–Además, no sólo me preocupa mi Nena –prosiguió don Rodrigo–, sino también el futuro de lo que me ha costado una vida entera construir. No tengo intención alguna de permitir que un derrochador lo malgaste todo. Eso de los consejeros está muy bien, pero ellos no podrán dirigir su vida sentimental ni cuidar de ella como se debe cuidar a una mujer.

–Perdóneme por ser tan directo, pero, ¿conoce Nena sus intenciones? –quiso saber Ramón.

–Hasta ahora me ha parecido más conveniente guardar silencio. Después de todo, no quiero que se preocupe indebidamente. Cuando se entere de mi enfermedad, se disgustará mucho –susurró.

–Por supuesto, don Rodrigo –afirmó Ramón–. Aunque yo estaría más que dispuesto a aceptar convertirme en uno de esos consejeros, no creo que…

–Un momento, joven. Sé que todo este asunto se te ha revelado muy repentinamente, pero, ¿ni siquiera vas a aceptar la oportunidad de conocer mejor a mi nieta? No estoy sugiriendo que los dos os enamoréis ni nada de esa naturaleza, sino simplemente que establezcáis una relación equilibrada. Nena ha recibido la educación más estricta. Sería una buena esposa para ti. Muchos matrimonios funcionan a la perfección en estas circunstancias. Sé que hoy en día los jóvenes creéis en las relaciones sentimentales al estilo de Hollywood, matrimonio un día y divorcio al siguiente, pero la vida real, jovencito, es muy diferente. Mira a tus padres y a mí mismo. Nuestros matrimonios fueron concertados y funcionaron a la perfección.

–Todo eso está muy bien, pero… –replicó Ramón. Entonces, al ver que el mayordomo se dirigía hacia ellos con una enorme bandeja de plata repleta de bollitos y sándwiches, prefirió cerrar la boca.

 

 

Nena entró corriendo en el amplio cuarto de baño de mármol de sus habitaciones y se dio rápidamente una ducha. No dejaba de pensar en el increíble atractivo del hijo de los amigos de su abuelo. Se había quedado bastante sorprendida, pero esperaba que dicha sorpresa hubiera pasado completamente desapercibida.

Por supuesto, él era mayor. Tenía un aspecto imponente y algo arrogante con su cabello negro, su recta nariz, sus marcados pómulos y unos ojos de color castaño con reflejos dorados. Mientras se secaba con una toalla, pensó que podría ser un actor. A continuación, se dirigió al vestidor y eligió un vestido corto de Gucci de lino rosa.

Minutos más tarde, bajó corriendo las escaleras y se reunió con los demás. Tomó la única silla que había disponible, al lado de Ramón, pero decidió no dejarse impresionar por su intensa aura masculina y se puso a servir el té. Después, se ocupó de ofrecer bollitos y sándwiches a todos. Sólo se dio cuenta de la intensidad con la que Ramón la observaba cuando se reclinó en el asiento.

Se sintió algo incómoda y reprimió el deseo de bajarse un poco más la falda. Entonces, sintió un delicioso temblor por todo el cuerpo. Había oído que los hombres podían desnudar a una mujer con la mirada. Comprendió en aquel mismo instante lo que aquella frase hecha significaba. Durante un momento, se preguntó si estaría soñando. Tal vez se había derramado algo sobre el vestido y por eso él la miraba de un modo tan descarado.

Bajó los ojos y comprobó que no se había manchado. Se sintió algo enojada consigo misma por haber permitido que aquel hombre le hiciera sentirse insegura y… algo más que no era capaz de definir. Se acercó un poco más a Augusta y le dio a él ligeramente la espalda.

–Debe venir a ver el jardín –le dijo a la mujer–. He hecho que plantaran unos macizos de flores cerca del lago y el pequeño bosque que hay allí también resulta muy agradable para dar un paseo.

–Gracias, cielo –replicó Augusta–, pero me temo que últimamente me cuesta algo andar, particularmente cuando hace calor. Sin embargo, estoy segura de que Ramón estará encantado de ir a visitarlo.

–Oh, no. No creo que le guste –se apresuró Nena a responder. Se volvió hacia él, algo avergonzada. Esperaba no haber sonado demasiado grosera, pero no deseaba ir a dar ningún paseo en su compañía.

–Sí, Nena. Es una buena idea –insistió su abuelo–. Llévate a Ramón a dar un paseo mientras nosotros charlamos un rato.

Como no deseaba contrariar a su abuelo, Nena se giró hacia Ramón.

–Si lo deseas, podemos ir a dar un paseo –dijo, sin mucho entusiasmo, esperando que él rehusara.

–Muy bien. Vamos.

De mala gana, Nena se levantó y comenzó a caminar hacia el lago en compañía de Ramón. Notó que era alto, al menos un metro ochenta o más, y que tenía los hombros muy anchos. Había algo poderoso y abrumador en su presencia, una autoridad que le recordaba a su abuelo. Mientras caminaban, él se quitó la chaqueta y se la echó sobre el hombro.

Muy pronto llegaron al lago. Nena no sabía qué decirle y él no había realizado ningún intento por entablar conversación. Sin embargo, no dejaba de mirarla. Resultaba muy incómodo, en especial porque estaba muy cerca de ella. Nena notaba el ligero aroma de su aftershave y algo más, algo imposible de definir, algo que no había experimentado jamás en presencia de un hombre.

–Esas son peonías y delphíniums –comentó, señalando las flores–. Allí tenemos algunas dalias, aunque estoy segura de que no te interesan las flores –añadió, preguntándose por qué se sentía tan nerviosa.

–Tienes razón –replicó él. De repente, su rostro se iluminó con una sonrisa–. No sé nada de flores, pero mis padres y tu abuelo parecían bastante interesados en que viniéramos a dar un paseo juntos, ¿no te parece?

–Sí –respondió ella–. ¿Sabes por qué?

Ramón deseó haber mantenido la boca cerrada. Sentía que la estaba engañando, pero no podía sincerarse con ella cuando la joven no sabía que su abuelo se estaba muriendo.

–Supongo que pensaron que no existe mucha diferencia de edad entre nosotros y que tal vez tendríamos cosas de las que hablar –mintió–. ¿Qué te parece si los hacemos felices y me enseñas ese famoso bosque?

–Muy bien.

–Háblame un poco de ti –dijo Ramón, agarrándola ligeramente del brazo, mientras se dirigían hacia el bosque.

Nena experimentó otra extraña sensación al tocar el tacto de su piel. Tuvo que esforzarse para no echarse a temblar.

–No hay mucho que contar –comentó ella–. Terminé mis estudios el año pasado. Quería ir a la universidad. De hecho, me aceptaron en un par de ellas, pero el abuelo empezó a sentirse mal y yo no quise abandonarlo. Últimamente parece haber empeorado y no quiero entristecerlo.

–Debes ir a la universidad –replicó Ramón. Una parte de él sentía que el futuro de la muchacha fuera a ponerse en peligro. La otra no quería reconocer lo atractiva que la encontraba y lo reconfortante que resultaba que hubiera dejado a un lado su bienestar y su ambición personales para colocar a su abuelo en primer lugar. Aquello le recordó lo mucho que iba a entristecerse cuando se enterara de que el anciano padecía una enfermedad terminal.

–Tal vez algún día podré hacerlo –dijo Nena–. Me gustaría mucho, pero, por favor, prométeme que no le vas a decir nada a mi abuelo. No quisiera que se disgustara ni se preocupara.

–Por supuesto que no diré nada. Además, no es asunto mío. ¿Dónde te aceptaron?

–En Oxford y en la Sorbona.

–Eso está muy bien –dijo, muy impresionado.

–Pareces sorprendido. ¿Acaso porque soy una mujer?

–He de admitir que tienes razón –reconoció él, con una sonrisa–. Me temo que no estoy acostumbrado a encontrarme con mujeres encantadoras como tú y que, evidentemente, son también muy inteligentes.

–No lo soy tanto –susurró ella, algo avergonzada–. Lo que ocurre es que me gusta estudiar. Eso es todo. Ahí está el bosque.

–¿Y tu novio? –indagó él–. ¿Quiere ir a la universidad?