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Cuestionarse el derecho a opinar en pleno siglo XXI y asumir que una parte de la población se crea con derecho de callar a otra es un peligro. El dialogo, incluso entre posiciones opuestas, es la base de cualquier convivencia democrática, algo que parece olvidarse en un entorno socialy cultural en que abundan las verdades absolutas.Se conoce como PENSAMIENTO WOKE a quienes prohíben y acosan a otros con criterio distinto.
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El comienzo de una idea
1. El nuevo macartismo: la Cultura de la Cancelación
2. Quema de brujas en el siglo XXI
Lo woke
La cancelación y el poder de las Big Tech
3. Soy una víctima, luego existo
La cancelación de la historia y las historias
El engaño de la identidad
Lo racializado y otras minorías
La apropiación cultural
De sexo y género
La neolengua
4. A por el fin de la Cultura de la Cancelación
Apéndice: Diccionario de la Cancelación
Bibliografía
Notas
A veces los temas, las ideas, más que buscarlos te llegan. A veces, los temas, las ideas, cuando empiezan a moverse en tu cabeza lo hacen tímidos, sin intención de extenderse demasiado, con la única voluntad de dejarse ver. Otras, esos temas, esas ideas, salen de tu teclado y llegan a las manos, los oídos, los ojos de los demás, y son ellos los que les dan un nuevo impulso en el que ni tú habías pensado. Algo así fue lo sucedido con #Cancelada. Sobre el nuevo Macartismo, un libro en el que hablo del impacto de la Cultura de la Cancelación en Occidente, una actitud cada vez más frecuente que consiste en retirar el apoyo, ya sea moral, económico, digital o social, a aquellas personas u organizaciones que, independientemente de la veracidad de sus argumentos, no cumplen con las expectativas de un sector de la sociedad que, en ese momento, ostenta cierto poder y lo ejerce limitando, con su intento de silenciar al otro, la libertad de expresión. O sea, cancelándolo.
La idea surgió un día que andaba yo leyendo uno de los artículos que publica semanalmente Ana Iris Simón en El País. Yo suelo leer artículos de opinión de dos tipos de autores: o bien de aquellos con los que, por regla general, coincido, o, justo lo contrario, de aquellos que, de antemano, sé que nada tienen que ver con mi pensamiento, y su punto de partida me sirve para reflexionar acerca de lo leído. Opinar lo mismo que otra persona es, obvio, tranquilizador, pero no da mucho juego intelectual, mientas que las reacciones ante un texto con el que no coincides son variadas y acaban siendo más gratificantes. La reacción más habitual es hacer un razonamiento en contra, lo más habitual, digo, porque poco después comprobé cómo, a raíz del tema que trataba Ana Iris en aquel artículo, a veces constatar que alguien opina lo contrario que tú lejos de desatar razonamientos puede desatar los más bajos instintos. Y así fue, un periodista devenido en opinólogo televisivo a quien no le había gustado su artículo había intentado que la cancelaran, o sea, que dejara de escribir en el medio en el que había publicado. Tan poco le gustó al personaje en cuestión que hablara acerca de la importancia que para ella tenía la familia, tal era el sujeto del artículo en cuestión, que, no contento, pidió su cancelación. El argumento: la interpretación que la manchega hacía de la familia se acercaba a lo que, para él, era doctrina de la derecha del pasado siglo. Cosas veredes, pensé cuando la escuché a ella explicar la anécdota en un podcast en el que la estaban entrevistando. Al fin, sin darle demasiada importancia al artículo, concluyó: “no cancela quien quiere, sino quien puede”. Cómo era posible, me pregunté ingenua, que en pleno siglo XXI alguien tratara de bloquear una opinión. Más adelante me enteré de que este profesional de los medios que pontifica a diario en periódicos, televisiones y redes sociales, incluso había llegado a ponerse en contacto con la directora del diario en su afán cancelador para que ella dejara de escribir. De nuevo un único argumento: lo que ella opinaba no era de su gusto y, decía el opinólogo, era de extrema derecha. Ni que decir tiene que, doy por sentado, desconocía lo que significaba ese término al utilizarlo, puesto que las técnicas utilizadas por él eran, precisamente, muy típicas de extremada derecha.
Vaya, me dije, ya estamos con ese uso tan particular de la “libertad de expresión” que solo vale si el que opina hace, dice, o piensa lo mismo que quien lo está leyendo. Nada nuevo, pensé, y a mi cabeza llegaron algunos ejemplos similares surgidos en medios demócratas estadounidenses que podían ayudarme en mis reflexiones. Sin embargo, lo que más me sorprendió y preocupó fue que la Cultura de la Cancelación estuviera haciendo mella en la izquierda posmoderna de nuestro país, que era donde se ubicaba ideológicamente el cancelador en cuestión y de donde saco la mayoría de ejemplos en los que sustento este texto. Así que, teniendo yo que entregar en esos días también un artículo para el mismo medio, la situación no podía venirme más de cara para reflexionar acerca de esa circunstancia.
Lo cierto es que el tema, pensé conforme me documentaba para escribir el artículo, no podía ser más delicado y, al menos a mí, me generaba todo tipo de inquietudes por lo que podía suponer el hecho de que alguien tuviera, o creyera tener, el poder de cancelar y… lo ejerciera. No podía quitarme de la cabeza que la cancelación es, principalmente, un intento de limitar la libertad de expresión. ¿Cómo podíamos estar cuestionándonos la libertad de expresión en plenos siglo XXI? Confiada en que sería una moda pasajera —ni que decir tiene que no valgo como pitonisa— concluí mi artículo, el cual titulé: “No cancela quien quiere, sino quien puede”, y salió publicado el último día de 2021.
Ese mismo día, la editora que ha acabado acompañándome en esta aventura me mandaba un mensaje interno en Twitter felicitándome por el texto y conminándome a que, quizás, valorara la posibilidad de escribir un ensayo sobre el tema. Y así fue como yo, sin pensármelo dos veces, me puse a ello. Consciente de que para las democracias contemporáneas no había nada peor que el intento de penalización de la libertad de expresión y que eso, al fin, acabaría por pasarnos factura.
¿Cómo podía ser que en 2022 una parte de la población se creyera con derecho a pedir que cancelaran a la otra? ¿Quiénes tenían poder, o creían tenerlo, hasta proponer una cancelación? ¿Quién iba a aguantar tal despropósito? ¿Acaso no saldríamos todos a quejarnos ante semejante disparate?
Pues han pasado las semanas, los meses, y lo que para mí ha quedado claro es que me equivoqué y, aunque no cancela quien quiere, sino quien puede, hay mucha gente que trata de cancelar, y mucha más que se deja cancelar por miedo, antes incluso de ser señalados. Evitan opinar porque creen que al no opinar no molestan, porque piensan que con su silencio un grupo X de personas no se sentirá ofendido y su silencio, si no les beneficia, al menos no les perjudica… Y es así como llegamos al momento actual en el que la cultura de la cancelación no solo ha hecho mella en nuestro país, como lo ha hecho en Estados Unidos y en otros muchos países, sino que se ha hecho fuerte algo que, a mi juicio, juega en contra de la libertad de pensamiento, de nuestras propias libertades individuales. Es así como todo ello ha acabado en una reflexión que dejo en las páginas que siguen, en las que los ejemplos muestran, o demuestran más bien, el porqué de mi preocupación que espero, tras la lectura, también sea la vuestra, porque… ¿acaso no es mejor que todo el mundo opine aunque opine distinto que nosotros? Sin duda, porque una sociedad muestra ser más madura si permite todo tipo de opiniones, por descabelladas que parezcan, eso sin olvidar que históricamente la cancelación fue patrimonio de la derecha (la censora, la inquisidora, la señaladora de pecados) y, ahora, por primera vez, es un signo de identidad de la izquierda. Esto último es, sin duda, la triste gran novedad.
Solo puedo añadir que todos y cada uno de los ejemplos que doy son ciertos por más que, por momentos, puedan parecer invenciones. La bibliografía y la hemeroteca confirman que la realidad, una vez más, supera con mucho a la ficción.
Vivimos una época en la que lo inverosímil tiene carta de verosimilitud. Algunas de las noticias que leemos en los diarios no las consideraríamos creíbles ni en una película. Es más, nos parecerían dignas de guiones tan malos que habrían dejado en paro al guionista más prestigioso de Hollywood de ocurrírsele plantearlas. Muchos han sido en los últimos tiempos los ejemplos de esto que digo: desde la censura de profesoras universitarias, tras cometer el único pecado de afirmar que el sexo está determinado por los cromosomas; pasando por el derribo de estatuas que representan a personajes acusados de cometer actos que tuvieron lugar hace siglos; la suspensión de cuentas de Twitter tras manifestar una opinión poco afín a las tendencias mainstream, aunque sea una opinión irrefutable; o el destierro de obras de novelistas consagrados a un cajón tras, claro está, haber pasado el texto por el sutil matiz de la corrección política, tan enemiga de la creación literaria… Tal vez sea por eso que una, releyendo Farenheit 451, la conocida novela de Ray Bradbury, tiene la triste sensación de que más que ficción, el texto puede ser la crónica de cualquier diario contemporáneo: “A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo. Escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón. ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. (…) Quemémoslo todo, absolutamente todo. El fuego es brillante y limpio”, dice convencida Mildred, uno de los personajes de Farenheit 451.
Y es Bradbury quien, cincuenta años más tarde de su redacción, me empuja a hacerme preguntas relacionadas con su “quema de libros”, porque en la actualidad esa quema es la metáfora de la anulación de ideas en pro de lo políticamente correcto. Porque la proximidad con la actualidad es vertiginosa y casi sin darme ni cuenta se me agolpan un buen número de preguntas: ¿Hay que seguir viendo Lo que el viento se llevó o la eliminamos de todas las filmotecas por racista? ¿Lolita debe seguir siendo considerada una obra maestra de la literatura o prohibimos a Navokov en bibliotecas y librerías por pedófilo? ¿Quemamos los cómics de Tintín en aras de una defensa a los pueblos que fueron colonizados por los europeos o asumimos y analizamos el pasado histórico del que venimos y que, en no pocos casos, no querríamos repetir? ¿Debe incluirse o censurarse una atracción de un parque temático en la que Blancanieves recibe un beso del príncipe al no ser este consensuado? ¿Puede un cocinero blanco europeo cocinar un guiso típicamente chino o es apropiación cultural? ¿Merece Dostoievski un ciclo de análisis acerca de su obra o censuramos todo lo procedente de Rusia? ¿Pueden los actores interpretar papeles que no sean de personajes de su misma raza y condición sexual o mejor hacemos que desaparezca el oficio de actor y que solo se les den papeles a las personas que coincidan en sus vidas con los personajes? ¿Impedimos la lectura de Las aventuras de Tom Sawyer o Las aventuras de Huckleberry Finn porque utilizan la palabra “negro” por considerarlas ofensivas a pesar de que Twain fue un defensor de la igualdad racial y con las novelas trató de combatir los prejuicios raciales típicos de la época? ¿La tradición artística, literaria y cinematográfica, la política, la historia… deben analizarse desde el presente en que se disfrutan o en el contexto en que fueron realizadas? y ¿quién tiene el poder para decidir si hacemos una u otra cosa? En definitiva, ¿qué es más importante, la libertad de expresión, la creatividad o la censura, y quién puede establecer esos criterios? Porque de esas prohibiciones va la Cultura de la Cancelación.
Me detengo.
Releo las preguntas anteriores, todas extraídas de situaciones reales, y por momentos pienso que es sorprendente que nos las hagamos, pero lo que más asombra es que todas ellas sean preguntas retóricas porque describen hechos sucedidos en los últimos tiempos. Sorprendente, porque una diría que en pleno siglo XXI estaba asumida, al menos en Occidente, la libertad de pensamiento y de acción —sin saltar obviamente al delito—. Y me parece imposible que hayamos olvidado los antecedentes históricos, no tan lejanos, de los que partimos y de los que todos deberíamos haber aprendido. Sin embargo, visto lo visto, está claro que conocer la historia no nos garantiza un aprendizaje, y ha sucedido justo lo contrario: esos mismos antecedentes históricos, criticados, denostados y, pensaba, superados, han sido justo los que han servido de ejemplo para desarrollar una cultura que los aprovecha y los aplica, en definitiva, que toma ejemplo de ellos. Porque las preguntas anteriores son una pequeña muestra de cuestiones que me he planteado estos últimos tiempos al hilo de las noticias. Pequeña, digo, porque, por desgracia, podría seguir haciendo preguntas hasta llenar unas cuantas páginas. Ejemplos que se suceden, día sí y día también, y que evidencian cómo se ha instaurado la falta de debate público, la corrección política y, me atrevería a decir, el miedo a pensar y opinar, porque nadie se atreve a cuestionárselas en público, asumiendo la prohibición sin más, dejando muchas situaciones en manos del sinsentido. Un silencio, un miedo, que confirma que se ha impuesto la falta de diálogo, de discusión, de crítica, de debate frente a temas que, de un tiempo a esta parte, se dan por sentenciados y que “alguien” que asume que habla en nombre de “todos” es el encargado de imponer.
El caso es que lo anterior nos lleva a una pregunta más amplia y preocupante: ¿Quiere esto decir que existe censura en pleno siglo XXI? ¿Y autocensura? ¿Existen árbitros que autorizan, o penalizan, opiniones? Pues, por desgracia, parece que las tres preguntas anteriores tienen una respuesta afirmativa: sí existen árbitros, censura y autocensura. Y los tres forman parte de lo que se ha dado en llamar Cultura de la Cancelación: una dictadura cultural que lucha por establecer la estandarización y uniformidad del pensamiento, retomando de forma abierta muchas de las actitudes del pasado, aunque sin reconocerlo, e impidiendo la libertad de pensamiento y todo ello, en su mayoría, de manos de la llamada izquierda posmoderna o izquierda líquida. Una izquierda liberal políticamente correcta que, en palabras de Žižek, “predica la permisividad a todas las formas de identidad sexual y étnica; sin embargo, en su afán por garantizar esta tolerancia, necesita cada vez más reglas de cancelación y regulación que introducen constante ansiedad y tensión en este feliz universo permisivo”1.
Pero¿qué es y de dónde viene la Cultura de la Cancelación? Y, sobre todo, ¿quién la defiende en la actualidad?
Empecemos aclarando que la Cultura de la Cancelación no es algo asociado a la modernidad. El hecho de “cancelar” a alguien por lo que piensa existe desde tiempos inmemoriales, lo explico con más detalle más adelante. Sin embargo, los términos Cancel Culture, tal como los conocemos y aplicamos hoy en día, así como sus implicaciones, son consecuencia de un fenómeno reciente que nace en Estados Unidos hace unos cuarenta años y ha ido creciendo y cogiendo fuerzas con su popularización en redes sociales y con la posibilidad de ejercer el anonimato en las mismas, dando un poder a los usuarios que no se había visto antes. Y por eso no sorprende que sea desde las redes desde donde ha saltado a todas las áreas sociales la censura llegando hasta la universidad, y que en menos de cincuenta años haya pasado de ser centro del saber y la discusión a ser centro del pensamiento único desde el que, justamente, se aplica la reprobación.
A día de hoy los mayores ejemplos de cancelación proceden de los EEUU y de muchas de sus universidades y, por lo general, de las universidades que se encuentran en los estados más demócratas, como vamos a ver, y aunque el fenómeno todavía no tiene mucha fuerza en Europa, todo hace pensar que acabará generalizándose si no le ponemos remedio. Ni que decir tiene que en una sociedad globalizada como en la que vivimos difícilmente escapa de la popularización de estos fenómenos.
Desbrocemos la definición de Cultura de la Cancelación.
La Cancel Culture es un concepto que consiste en denunciar a personas, obras o instituciones de tener un comportamiento, a juicio de quien lo critica, inadecuado. En un primer lugar empezó asociada al activismo antirracista de la comunidad afroamericana estadounidense y más adelante al movimiento feminista del #MeToo, que denunciaba abusos sexuales largamente encubiertos en la industria del cine. De ahí poco a poco continuó ampliando áreas y sumando apoyos de la mano de grupos minoritarios (indígenas, minusválidos, personas de los distintos colectivos LGTB, defensores del género…) que fueron haciendo suyos los espacios de opinión donde se emitían juicios sobre distintos temas y personas por los que, aseguraban, de un modo u otro se sentían señalados. En la actualidad, manteniendo ese espíritu de defensa de ciertos colectivos, pero ampliando su foco a todo aquel que forme parte de una minoría, los canceladores presumen de abanderar la lucha en defensa de necesitados y oprimidos y ejercen presión en nombre de LA justicia, o, en puridad, de SU justicia. Se crea, de este modo, la paradoja de que el cancelado —hablamos de minorías— se convierte en el opresor y, lo que sorprende más, que las minorías en realidad no quieren ser integradas en la mayoría, sino, por asombroso que parezca, mandar sobre ella y acabar cancelándola.
Pero vayamos por partes.
¿Cómo se lleva a cabo la cancelación?
Lo primero que se busca es un sujeto al que cancelar —por lo que piensa, por lo que dice, por lo que opina, por cómo viste, por su origen, por las letras de sus canciones, por lo que publica, incluso por con quién está, o por qué dijo veinte años atrás— y, por resumir algo de lo que hablaré en detalle más adelante, se le critica, se suprime su presencia, se anula su trabajo, su reputación o su vida a nivel público. Todo ello convierte a la Cultura de la Cancelación en un conjunto de estrategias realizadas de forma colectiva por parte de activistas que forman parte de distintos colectivos que utilizan presiones sociales para conseguir “el ostracismo cultural de los objetivos (alguien o algo), acusados de (utilizar) palabras o hechos ofensivos”, explica Pippa Norris2 tras analizar un estudio sobre el tema realizado a profesores.
En definitiva, una policía del pensamiento que no emana de un Estado autoritario, sino de la propia sociedad, y no de toda la sociedad, sino de sus sectores más jóvenes y progresistas que a su vez forman parte de otro movimiento, el woke, entendiendo con ello que, como dice el verbo inglés, al estar despiertos, son más sensibles a la aplicación de la justicia. En realidad, a su idea de la justicia, por cuya bandera acaban actuando como inquisidores, o sea, de forma injusta.
Establecidos los criterios para cancelar, los encargados de decidir sobre quién ejecutar las sentencias suelen ser jóvenes nacidos a partir de los noventa. Unas generaciones hiperconectadas a través de las redes sociales que, además, presumen de una alta conciencia social. Colectivos de jóvenes que se creen comprometidos con esa izquierda identitaria y de minorías, por lo general relacionados con movimientos antirracistas, LGTBIQ+ (añádase aquí las siglas que se os ocurran), e incluso infiltrados en el feminismo posmoderno, pero que han olvidado por completo, o desconocen, los valores de la izquierda. Jóvenes con unas redes de influencia que cada vez son mayores —asociaciones, plataformas, facultades, coordinadoras…— y a través de las que consiguen que sus conspiraciones tengan cada vez más fuerza en no pocos casos hasta lograr afectar a la vida intelectual y artística de la sociedad en su conjunto.
¿Qué demuestra la existencia de la Cultura de la Cancelación en nuestra sociedad si se analiza con distancia y se observa con frialdad?
Lo que demuestra, sin duda, es la incapacidad de las sociedades occidentales de disimular las carencias intelectuales de unos cuantos sujetos, sob