Con voz y voto - Carmen Domingo - E-Book

Con voz y voto E-Book

Carmen Domingo

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UNA CRÓNICA SOBRE EL PAPEL POLÍTICO DE LAS MUJERES DURANTE LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL. Con voz y voto da la merecida relevancia a las protagonistas de un período clave en la historia de la España contemporánea: el que transcurre desde la llegada de la Segunda República hasta el fin de la Guerra Civil. Y lo hace, más allá de cualquier ideología, dando voz a todas las mujeres que se involucraron en el devenir histórico español. Mujeres tan significadas como Clara Campoamor, Dolores Ibarruri, Victoria Kent, María Lejárraga, Federica Montseny, Margarita Nelken, Pilar Primo de Rivera o Mercedes Sanz Bachiller encuentran acomodo en las páginas de esta extraordinaria obra. La llegada de la Segunda República supuso para España una serie de grandes transformaciones políticas y sociales. El país empezó a vivir una democracia en la que las mujeres lograron cambios profundos gracias a su incorporación a la política. Esta tónica igualitaria se prolongó durante la Guerra Civil, conflicto en el que muchas mujeres se involucraron, sabedoras de lo que perdían si la república no salía victoriosa. Gracias a la mirada abierta de la autora, esta nueva edición —revisada y ampliada— sigue siendo una obra historiográfica esencial para el reconocimiento del papel de la mujer en la modernización del país. Ensayo pionero en su género, sigue siendo una referencia ineludible para conocer la historia de las mujeres españolas en un período clave del siglo XX. Carmen Domingo es un referente para entender el rol histórico de la mujer durante el siglo XX. Edición corregida y ampliada por la autora de una obra que, en el contexto de 2024, sigue llenando un vacío sobre la historiografía de las mujeres.

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© del texto: Carmen Domingo, 2004, 2024.

Autora representada por Silvia Bastos, S.L., Agencia Literaria.

Diseño de la cubierta: Estudio Freixes Pla.

Imagen de la cubierta: Biblioteca Nacional de España.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: febrero de 2024.

REF.: OBDO284

ISBN:978-84-1132-690-2

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

A María Muelas, mi tía abuela,

maestra republicana represaliada.

La voz de Dulce Chacón tendría que haber llenado las primeras páginas de este libro con su prólogo, en un ya el lejano 2003. Aunque ella ya no está con nosotros, sus palabras nos acompañarán para siempre:

Se acurruca en su dolor. Sobrevivir. Y contar la historia para que la locura no acompañe al silencio. Se levanta del suelo. Contra la historia. Se levanta y grita. Sobrevivir. Grita con todas sus fuerzas para ahuyentar el dolor. Resistir es vencer. Grita para llenar el silencio con la historia, con su historia, la suya.

La voz dormida (2002)

PREFACIOALANUEVAEDICIÓN

(Apuntes para una reedición necesaria)

Mentira me parece que desde la llegada de la Segunda República hayan pasado ya casi cien años. Como mentira me parece, también, que haga veinte años de la primera edición del libro que tienes ahora entre las manos.

En aquel entonces, Con voz y voto quería ser —igual que lo pretende ahora— una llamada de atención a la falta de atención, valga la redundancia, que habían recibido las mujeres por parte de estudiosos y analistas. La falta de atención acerca de su participación e implicación en la política y en el devenir del país en aquellos años que, todavía visto con los ojos del siglo XX, se merece todos nuestros aplausos en muchos sentidos y aún necesita ser reivindicada y analizada con detalle. Así como en el resto de períodos que conforman el siglo XX y que trataré en otros volúmenes.

Releído hoy, corregido, ampliado y actualizado en base a nuevas referencias, con nuevos textos, la sensación de impotencia sigue siendo parecida. ¿Cómo es posible que en la mayoría de los libros de historia publicados sigan siendo los hombres quienes lleven la batuta de la historia? ¿Dónde está el reconocimiento a la labor política de tantas mujeres? ¿Acaso no deberíamos haber avanzado algo en ese reconocimiento a su trabajo? Me hubiera gustado que la respuesta a esta última pregunta fuera un sí tan rotundo como para no necesitar una reedición, pero no es así. Seguimos necesitando una mirada distinta, más amplia de la historia y menos centrada únicamente en aquello que hicieron o dijeron los hombres, máxime cuando el ejercicio de la política afecta al total de la población y cuando la Segunda República supuso la participación paritaria.

Tanto la Segunda República como la Guerra Civil son dos de los hechos más conocidos por los españoles. La República fue el primer momento en el que el país empezó de verdad a vivir una democracia plena, mientras que la Guerra Civil fue un conflicto bélico del que no escapó ni una sola familia. Sin olvidar que España aún no ha cerrado las heridas de su pasado, no solo por los cientos de miles de muertos que siguen en las cunetas, sino también por sus leyes de memoria histórica insuficientes y por un intento de pacto de silencio al acabar la dictadura (impunidad incluida), que dejó cierto regusto amargo. Se necesita, pues, tener una visión completa de ese momento.

Si hablamos en general de lo sucedido en los años treinta en nuestro país, en el caso de las mujeres, además de recibir menos atención por parte de los historiadores, aunque parece que poco a poco esto va cambiando, una por momentos tiene la sensación de que se limitan a mencionar tres o cuatro nombres salpicados aquí y allá, y más bien centrados en la cultura (que parece que sigue siendo de lo que nos toca hablar y en lo que nos toca participar). Sin embargo, la realidad historiográfica evidencia que fueron muchas, muchísimas, las mujeres que, de un modo u otro, participaron en el desarrollo de la modernización de nuestro país desde la política y se implicaron de igual modo que los hombres.

Por eso una necesita conocer sus nombres, Margarita, Dolores, María, Veneranda, María, Matilde...; sus apellidos, Lejárraga, Nelken, Ibarruri, Kent, Campoamor...; sus labores, diputadas, maestras, abogadas, directoras, periodistas, sindicalistas..., y verlas y conocerlas en el contexto en el que contribuyeron al avance de nuestro país; conocer su apuesta y cómo se organizaron; analizar sus puntos de vista, y conocer sus resultados y, por qué no, aprender de sus acciones y reflexiones. Y a eso quiere contribuir este ensayo, a darle protagonismo a las que un día lo tuvieron, a reconocer su labor y sus hechos, a trazar una historia que es de todos, pero haciendo un ejercicio distinto al que estamos acostumbrados: ver el transcurrir histórico narrado con los ojos y las palabras de ellas. No tiene por qué ser ni mejor ni peor. Hasta ahora nadie se había quejado de que fueran los hombres quienes nos la contaran, pero la historia también son ellas, también somos nosotras. Por eso dejemos que nos la cuenten, acostumbradas como estamos a que sean ellos los que lo hagan, y veréis cómo, aunque los hechos son los mismos, se amplía la visión. Y se reconoce con justicia a las protagonistas, algo fundamental para el rigor histórico.

Conoceremos en primera persona cómo se alegraron por la llegada del nuevo régimen tras la caída de la monarquía, cómo se dispusieron a crear asociaciones y militar en partidos políticos, cómo se enfrentaron a la llegada del franquismo o participaron en ella, cómo asumieron, en el frente que debían defender sus posturas, fusil al hombro, cómo viajaron al extranjero para hacer de portavoces de nuestro país, cómo exigieron legislaciones que les atañían directamente... y cómo, desgraciadamente, el hecho de ser mujeres les pasó factura una vez acabada la guerra.

Con voz y voto se inicia poco antes de la llegada de la Segunda República española, la primera forma de gobierno verdaderamente democrática de España, con una soberanía popular, con elecciones libres y con el reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres; sigue durante la Guerra Civil, uno de los conflictos bélicos más dramáticos que ha vivido nuestro país (momento en el que las mujeres por primera vez participan como militares en el frente de guerra), y da unas pinceladas sobre el inicio del franquismo, momento en el que desaparecen todos los logros anteriores, como explico con más detalle más adelante. Todo ello contado por mujeres que, de un modo u otro, desde uno u otro arco ideológico, se implicaron en la política.

Ya sabíamos, y los datos lo demuestran, que desde la derecha no estaba bien vista la implicación de las mujeres en la política, aunque haya algunas excepciones que, desgraciadamente acaban legislando contra las de su mismo sexo, perpetuando de ese modo los roles. Sin embargo, lo curioso, a la vista de los acontecimientos, es cómo la izquierda no pensó en contar con las mujeres de forma activa hasta 1931, momento en el que también entró en la política española un factor que poco más adelante no tardaría en ser decisivo: el fascismo. A partir de entonces las mujeres son llamadas no solo a votar, sino a que se involucren en política y, desde ahí, a la lucha contra la situación en la que se encontraban, lo que dio lugar a un verdadero movimiento social femenino militante desde la izquierda, dirigido a mejorar sus vidas social, económica y políticamente, pero también desde la derecha, tratando de mantener las estructuras tradicionales intactas y que se verá impulsado cuando la CEDA gane las elecciones. Acabando en una polarización evidente tras la victoria del Frente Popular.

Es cierto que sería un error interpretar esa implicación desde la izquierda como un movimiento feminista similar al que se vivió a partir de los años cincuenta en Europa, ya que en no pocas ocasiones se recordaban las supuestas virtudes femeninas y maternales, así como los cuidados. No obstante, es de justicia poner en valor que empezó a desarrollarse entonces un discurso enfocado a la movilización combativa de las mujeres para cambiar la sociedad, defendiendo la igualdad de sexos, algo desconocido en nuestro país hasta entonces.

También fue una época, como veremos en las páginas que siguen, en la que las asociaciones posibilitaron la unidad de mujeres de diversas ideologías. Una unión que se acabó viendo reflejada no solo en la defensa de los derechos laborales, en una época en la que la mujer se incorpora al mundo laboral, sino también, poco después, al iniciarse la guerra, momento en el que muchas de ellas pasaron a militar en organizaciones antifascistas para tratar de defender los derechos ya conquistados.

Tras la victoria del Frente Popular en las elecciones del 36. las mujeres de izquierdas confirmaron lo eficaz que podía llegar a ser su participación, a la vez que aumentaba la conciencia política al intuir la posibilidad de una guerra. Hasta tal punto se consiguió una anhelada unidad entre mujeres que socialistas, comunistas y líderes sindicales salieron juntas a la calle a celebrar el 8 de marzo de 1936.

Como consecuencia de todo lo anterior, y de lo que desgraciadamente sucedió después, la Guerra Civil, es importante poner en valor no solo la politización de la mujer, sino también y muy especialmente lo que supuso su participación en la política, un terreno hasta entonces copado por los hombres. Este cambio ya no tendría vuelta atrás, por más que se ralentizara durante la dictadura, aunque muchas de estas mujeres abandonaron el país hacia el exilio y se llevaron aprendizajes e implicaciones consigo y mantuvieron su implicación política. Sumado eso a que en muchos de los países en los que fueron acogidas, acabaron reorganizándose y ayudando a sus mujeres a tener una visión distinta de la que habían tenido hasta entonces.

Por eso no podemos quedarnos calladas y conocer nuestra historia, y por eso hago mías las palabras de Carlota O’Neill en Una mujer en la guerra de España: «Tienes el deber de escribir algún día lo que has visto para que el mundo conozca nuestros sufrimientos; esos sufrimientos de gentes oscuras como nosotros que pasarán sin que nadie se haya enterado... ¡Y hasta la muerte de los nuestros se perderá en el olvido! ¡Tienes que cumplir con tu deber!». Y yo, como si de un deber para con ellas se tratara, me dispuse a ampliar, corregir y mejorar este volumen porque la política, tanto entonces como ahora, es la única forma de ayudar a cambiar un país.

CARMEN DOMINGO

enero de 2024

AMODODEPRÓLOGO

PROPAGANDISTA.— Conciencia mía, ¡qué seria estás! Casi temo adivinar un reproche en tu gesto un tanto desabrido.

CONCIENCIA.— No es reproche, es duda. Estoyme preguntando: ¿Para qué ha escrito esta mujer este libro?

P. — Preguntas mal, Conciencia. No debes preguntar «¿Para qué?», sino «¿por qué?».

La duda se la plantea María Lejárraga[1] —una de las políticas e intelectuales más significativas de la Segunda República— al hablar con su conciencia en el prólogo a su primer libro de memorias, escrito ya en el exilio, Una mujer por caminos de España (1952). Una duda muy parecida a la que me planteo yo al inicio de la redacción de este Con voz y voto. María sigue interrogándose: «¿Para qué he escrito este libro que estás ahora leyendo y censurando? Para nada. ¿Puedo acaso atreverme a esperar que sirva de algo? [...] La historia no ha servido nunca para más alto fin que el de ser solaz de entendimientos amigos de curiosidades ciertas o inventadas. Maestra de experiencias se le ha llamado durante siglos; mas esa fue una de tantas definiciones embusteras. No es la historia maestra de experiencias; es, cuanto más, compendio de experiencias. Y la experiencia siempre es útil; si ajena, jamás puede ajustarse a nuestro caso particular; si propia, nunca nos avenimos a reconocer que nuestro caso actual sea repetición de un anterior conflicto». Albergo algo más de confianza en las lecciones de historia que María Lejárraga, y por eso continúo escribiendo, porque del pasado se aprende y, sobre todo, porque hay que hacer el ejercicio de recordar la historia del propio país para evitar repetir errores que, por momentos, la actualidad puede querer acercarnos de nuevo. Y, en definitiva, agarrémonos a la historia para que, como dice Fernanda Romeu Alfaro, «no olvidemos lo que somos, detengámonos hoy y recordemos; ya que vivimos en una sociedad construida sobre la mentira y la ambigüedad. Una sociedad que se está marchitando por falta de autenticidad».

Y sigo leyendo a la diputada socialista, y la veo acusarse, entonar como mujer un mea culpa individual que hace colectivo sumándonos a todas nosotras: «En los tiempos heroicos de nuestra lucha, antes de 1914, ¿qué predicábamos? ¿Qué propaganda hicimos para ganar la causa? ¿No hemos dicho todas con Oliva Schreiner: “La guerra habrá muerto en cuanto las mujeres intervengan en el gobierno del mundo»? [...] La Primera Guerra Mundial nos dio la victoria. Somos iguales a los hombres en derechos políticos”. Sin embargo, sigue lamentándose María: «Hemos faltado a nuestras promesas. Hemos doblado la actividad de los hombres, pero no la hemos mejorado. Nos hemos alistado en los partidos, nos hemos dejado apasionar por el juego político, por el ardor de las propagandas; hemos sido apasionadamente socialistas, inflexiblemente comunistas, despiadadamente conservadoras, frenéticamente dictatoriales. [...] Nuestro trabajo ha sido encarnizado, eficiente, eficaz, pero no ha sido femenino porque no ha sido realista ni humano, ni creador de nuevos valores morales, ni siquiera constructor de unas cuantas realidades humildes».

Y aunque creo que tiene razón en parte, me niego a dársela en su totalidad. Sirvió de mucho toda la labor que llevaron a cabo las mujeres de la generación de María Lejárraga, y aun de la anterior y la posterior, para el desarrollo político y social de España. Así pues, no es que la historia no nos sirva de ejemplo, sino que con ella, o en su transcurrir, hemos olvidado la labor llevada a cabo por muchos de sus protagonistas, y poca gente se pregunta cómo se ha obtenido este o aquel derecho; cómo se ha alcanzado este o aquel logro o qué supuso en la vida de las españolas perder todos aquellos derechos que les había otorgado una República democrática y legítimamente elegida. La desidia, el desconocimiento o, simplemente, la falta de posibilidades de contraste con una realidad distinta a la actual han hecho que nos preocupemos por otros asuntos. Por no mencionar que tal vez, en la misma sociedad en la que nos ha tocado vivir, no interese por tal o cual motivo que conozcamos nuestros propios antecedentes por inmediatos que estos sean, porque el desconocimiento evita preguntas embarazosas acerca del devenir del pasado histórico reciente. No olvidemos que de la Segunda República y de la Guerra Civil española no nos separa todavía ni siquiera un siglo, y que, con mayor o menor implicación, convivimos con ellas. Y, aunque puede parecer tiempo más que suficiente para tomar distancia, lo cierto es que no lo es, y trazar determinados caminos todavía hoy pueden herir sensibilidades contemporáneas.

La Segunda República representó un intento de democratización, llevado a cabo en el mismo momento en el que los cambios políticos en el resto de Europa se orientaban hacia el autoritarismo, y terminó con el triste espectáculo de ser el único país en la historia del siglo XX cuya estructura se derrumbó completamente en una guerra civil, sin agresión exterior, aunque sí con ayuda de fuera en ese derrumbe. De hecho, durante mucho tiempo, le ha convenido a España que nos creyéramos que la historia contemporánea —y en no pocos casos se sigue creyendo— empezó en 1975, evitando de este modo dar explicaciones. Y así, la transición, fruto, entre otras cosas, del miedo de los españoles, dio paso a uno de los períodos ensayísticamente más fructíferos de la historia de España, con un marcado carácter de egocentrismo histórico y de vanagloria patria. Textos dirigidos a convencer a todo el mundo de la gran labor realizada en pro de las libertades democráticas de los españoles a finales de los setenta y durante los ochenta ensalzaron la monarquía constitucional y eliminaron de la memoria la existencia de un pasado histórico —nada más y nada menos que cuarenta años de dictadura— que avergonzaría a los más pintados. Escritos en los que, por ejemplo, nadie se preguntaba por qué en esa vuelta a la democracia no se recurrió, en primera instancia, a una Constitución ya escrita, la de 1932, que ya había sido legitimada en las urnas por los españoles.

Veinte años después empezó a fraguarse de nuevo un interés histórico por la Guerra Civil. A pesar de ser el conflicto bélico más espeluznante que ha tenido lugar en la historia de España, lo cierto es que fue uno de los momentos más fructíferos intelectual y políticamente hablando por los que ha pasado la sociedad española y casi me atrevería a decir que europea. Y así, a partir de ella, se abrió el camino a los estudios sobre la vida después de la guerra, al papel y a las vicisitudes de los perdedores, de las víctimas que sufrieron sus consecuencias...

Ni que decir tiene que los «vencedores» no han merecido un trato destacado en las modas literarias de este país. Al menos dos motivos lo explican. El primero, que ya tuvieron tiempo suficiente, y eso hicieron durante más de cuarenta años, de vanagloriarse de sus virtudes y su victoria y de desacreditar e infamar a los perdedores; y el segundo, por sorprendente que pueda parecer, porque no son pocos los que todavía pasean su poder o los restos del mismo —no olvidemos que la nuestra ha sido una transición en la que ha prevalecido la ley implícita del punto y final—y entraríamos en la moda de lo políticamente incorrecto si empezáramos a rescatar consejos de ministros en los que se autorizaban penas de muerte firmadas por algún político que ha presumido de demócrata o publicáramos folletos de apoyo al régimen anterior firmados por algún periodista o intelectual que hoy se considera de prestigio.

Sin embargo, lo que no deja de sorprender es, no tanto que se haya divulgado lo inmediatamente anterior, como que se hayan desatendido los orígenes del problema y el conflicto mismo. Y, centrándome ya en el tema de este libro, cuando lo escribí hace más de veinte años sorprendía el enorme desinterés con el que se había tratado la participación de las mujeres en el desarrollo de la España contemporánea. Ahora, en esta reedición corregida y aumentada de Con voz y voto, debo reconocer que, aunque no hemos logrado un análisis igual del papel de hombres y mujeres, sí que han aumentado los ensayos e investigaciones sobre el tema. A pesar de ello, las preguntas que me surgen, y las que me surgieron entonces, son las mismas: ¿Qué pasó con las mujeres durante los años anteriores a la Guerra Civil? ¿Qué importancia tuvo su significativa participación en la política española de los años treinta? ¿Se consiguieron limar las diferencias sociales entre hombres y mujeres durante esa época? ¿Cuándo y cuánto costó alcanzar la situación de igualdad legal y personal entre hombres y mujeres en España? ¿Por qué tantas mujeres se involucraron en la Guerra Civil? ¿Y luego? ¿Qué hicieron luego? En los años treinta, ¿seguíamos los pasos de Europa en nuestras reivindicaciones?

Preguntas de este cariz fueron las que me empujaron a leer durante muchos años libros sobre aquella época, libros en los que —en su mayoría— pude encontrar las impresiones de los hombres y, de forma tangencial, lo que podían hacer las mujeres o lo que se había conseguido, pero no lo que decían o pensaban o qué hicieron al respecto, salvo menciones esporádicas y muy mesuradas.

Pero eso no me desanimó, como tampoco ahora al revisar y ampliar este libro. Las busqué con minuciosidad de bibliotecaria hasta que me encontré con sus voces, leí sus textos, disfruté con sus triunfos y entendí sus lamentos. Comprendí así por qué se cuestionaban el sistema social y político en que vivían, y la reclamación de compartir los derechos que tenía el hombre. «Tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural, el derecho fundamental que se basa en el respeto de todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis cómo ese poder no podéis seguir detentándolo...», advertía Clara Campoamor en una de sus primeras intervenciones en el Parlamento. Actitudes como esta, mujeres que plantan cara y reclaman unos derechos que no tienen, son cada vez más frecuentes en nuestro país ya desde los años veinte, durante la dictadura de Primo de Rivera. Será el advenimiento de la Segunda República el que les sirva de despegue para llevar a cabo las primeras acciones. Y será esa misma actitud de compartir, de reclamar un trato como iguales, de participar en el futuro del país, la que condicionará la participación femenina en la Guerra Civil. En ese momento, las mujeres adquirirán un nuevo estatus, principalmente en el bando republicano.

Sin embargo, si difícil es alcanzar un reconocimiento en tiempo de paz, más aún lo será en tiempo de guerra. Como bien dice Irene Falcón (1996) en sus memorias, se valora poco su participación: «En los estudios sobre la guerra se ha subestimado, en general, el papel de las mujeres en sus dos últimos años [de guerra]. No se ha destacado el hecho de que las propias circunstancias hicieron que ocuparan puestos de responsabilidad en todas partes. En los frentes menos, porque, aunque en principio sí hubo una avalancha de mujeres a la lucha, después se incorporaron a otros trabajos». De hecho, añade Irene, «en todos los aspectos de la vida económica del país, los puestos importantes, decisivos, los ocuparon mujeres. Las organizaciones sindicales y los partidos políticos acabaron siendo dirigidos localmente por mujeres».

Por eso, a la caza de sus pensamientos y actitudes, me lancé a leer memorias y diarios, persiguiendo la trayectoria intelectual de mis mayores, de cuya existencia no dudaba. Sus textos en primera persona explicarían, de una forma distinta a la que estaba acostumbrada, el transcurrir de España: cómo vivieron las mujeres en la España de la Segunda República, la Guerra Civil y los primeros años de dictadura. Yo también tenía, como dice Consuelo García en su prólogo a Las cárceles de Soledad Real (1982), «el deseo de comprender la historia. La necesidad de saber y decidir para uno mismo en qué situaciones y bajo qué condiciones es justificable, si es que es justificable, la violencia. Y esto solo era posible viendo de cerca los horrores y el desastre de la guerra y metiendo la mano en las llagas que había dejado en los individuos».

Y así fue cómo empecé a darme cuenta de que los roles en la España de los primeros años del siglo XX estaban claramente establecidos: la mujer vivía subordinada al hombre, lo que suponía una discriminación en el ámbito legal y en el resto de terrenos. Las restricciones y limitaciones impedían —como si de un desarreglo genético se tratase— su desarrollo social, político, laboral y cultural. De hecho, en la España de los años veinte, como en casi prácticamente el resto de países occidentales de esta época, existía una ideología general: había que mantener una sociedad basada en la hegemonía del poder masculino y limitar el ámbito del desarrollo personal de las mujeres al hogar, fomentando, como era de esperar, el culto al matrimonio y a la maternidad. Era bien simple, el varón tenía que actuar en la esfera pública y la mujer en la privada. Cualquier intento de modificar estas dos parcelas era considerado una transgresión de las normas más elementales de conducta y debía por tanto, y siguiendo la lógica dominante, ser castigado. Se consiguió llegar a esta situación a fuerza de legislar situaciones de lo más rocambolescas, y como consecuencia de una actitud pasiva de las mujeres. Como bien explica María Lejárraga, en España: «Las mujeres callan, porque, aleccionadas por la religión, amparadas de toda autoridad constituida y regida por hombres, creen firmemente que la resignación es la virtud; callan por miedo a la violencia del hombre, callan por costumbre de sumisión, callan, en una palabra, porque a fuerza de siglos de esclavitud han llegado a tener alma de esclavas».

Pero esta actitud de sumisión pronto empezó a cambiar. Ya en los años veinte, las mujeres comenzaron a «pensar» y a hacerlo en voz alta y, a partir de ahí, a actuar y a movilizarse. «Había adquirido un tesoro desconocido para mí hasta entonces; aprendí a pensar ¡y el que una mujer se permitiese el lujo de «tener ideas» y discurriese era precisamente lo que tanto preocupaba a aquellos entre quienes yo había vivido toda la vida», exclamará orgullosa Constancia de la Mora en Doble esplendor, sus muy recomendables memorias.[2]

Y así, en la primera década del siglo XX, en España, junto a una monarquía —sin más criterio político que mantenerse en su trono, fuera o no por la fuerza, e incluso a colocar a dos dictadores (Primo de Rivera y Berenguer) al mando del Gobierno—, se crean varias organizaciones políticas que empiezan a oponerse a la situación política que se vive y a buscar una solución a lo que por primera vez se entiende como «el problema femenino». La novedad será que muchas de estas asociaciones no se limitan a reclamar derechos; las mujeres que las forman demandan, también, la creación de una sociedad democrática —para la cual la República era la única solución política—, en la que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos independientemente de su sexo o condición social. Estas avanzadillas ideológico-culturales serán las que, años después, apuesten por llevar a cabo la tan ansiada renovación del papel de la mujer en España. Pero eso solo se podía hacer tras conseguir el anhelado sufragio universal, como explicará Clara Campoamor, el 12 de enero de 1932, en una entrevista que le realiza la periodista Irene Polo:

¿No hemos quedado que el voto es la expresión de la voluntad popular? ¿Es que acaso el pueblo son solo los hombres? Mal podríamos decir que nuestra República es el fruto del deseo de toda España si pudiésemos sospechar que la otra parte de la sociedad española, las mujeres, no están de acuerdo.

Y así era. Una vez se alcanzaron los primeros derechos, se formaron grupos y asociaciones femeninas dentro de sindicatos, ateneos y partidos políticos, en estos últimos como consecuencia directa del crecimiento del proletariado. Nace una nueva clase social en la que la incorporación de la mujer alcanza porcentajes más elevados que en otros. Desde los partidos de izquierdas y del movimiento obrero, más conscientes lógicamente de las discriminaciones que se sufrían que desde cualquier otro sector, se incentivó la participación femenina. La creciente incorporación de la mujer al trabajo, donde las diferencias eran más evidentes que en otros sectores, hizo que las obreras se sintieran partícipes de las reivindicaciones laborales y empezaran a agruparse e identificarse como un grupo que demandaba igualdad y derechos. «A igualdad de trabajo, igualdad de sueldos» fue una de las proclamas que se lanzaron desde la Comisión Femenina del Partido Comunista de Cataluña, que también se incluía en las demandas de los partidos anarquistas, socialistas y republicanos.

Las voces femeninas que se escucharon en aquellos años no fueron casos aislados. Son muchas las mujeres que expusieron sus puntos de vista desde asociaciones, escuelas, sindicatos, revistas y órganos de participación de todo tipo o que dejaron plasmadas sus vivencias en textos que verían la luz años después. Desde María de Maeztu hasta María Zambrano, pasando por Federica Montseny, María Teresa León, María Lejárraga o Dolores Ibarruri, por poner algún ejemplo más que significativo. También son bastante relevantes quienes habían empezado a luchar en defensa del sufragio femenino desde los primeros años del siglo XX —Carmen de Burgos, María Lejárraga, Benita Asas, Clara Campoamor o Margarita Nelken—, aunque no consiguieron sus objetivos hasta el advenimiento de la Segunda República. Para ello, en los años veinte, empezaron a organizarse en asociaciones de signo sufragista, distanciándose en algunos casos de aquellas que se decantaban más por otras preocupaciones (derechos de maternidad, acceso de las mujeres a la educación, derecho a un trabajo digno...) y que todavía en aquellos años no incluían el derecho al voto como una de sus reclamaciones principales.

En 1931, con la llegada de la Segunda República, será cuando empiecen a fraguarse y a cuajar algunas de esas reivindicaciones y a crecer el número de agrupaciones femeninas.[3] Con el cambio de régimen entraremos en un período en el que las transformaciones políticas y legislativas harán variar de forma reveladora la situación, la participación y los derechos de la mujer: igualdad ante la ley, ley del divorcio, reconocimiento de la paternidad, legislación sobre la prostitución, leyes que ayudan a llevar a cabo la planificación familiar, derecho a la educación y sufragio femenino, así como una progresiva incorporación de la mujer al terreno laboral en igualdad de condiciones con el hombre. Es en este último sector donde tiene más importancia la participación de las mujeres porque accederán a la política, y, una vez en el Parlamento, sus voces tendrán más fuerza.

Sin embargo, será durante la Guerra Civil (1936-1939) cuando veamos de forma más clara las diferentes actitudes de las mujeres según su ideología: las republicanas —y en este caso el término engloba a todas aquellas mujeres defensoras en el frente o en la retaguardia del poder democráticamente elegido, ya sean socialistas, comunistas, anarquistas o republicanas— quienes, junto a sus compañeros, se incorporan de un modo u otro a la lucha; frente a las sublevadas que, en nombre de Dios y de la patria, reivindicarán y defenderán la vuelta a los esquemas de madre-esposa. De hecho, treinta y dos meses de guerra suponen un período histórico clave para comprobar cómo las transformaciones políticas, legislativas y sociales llevadas a cabo desde la Segunda República hacen implicarse de manera distinta a la mujer española dependiendo del bando al que se adscriba. Así, durante todo el conflicto bélico, se produjo un cambio en el trato y en la importancia de la participación de las mujeres que no solo provocó la creación de un discurso propio para, por y de mujeres, sino también de una imagen distinta a la que hasta entonces se había tenido. Las diferentes fuerzas políticas a favor de la República mantuvieron o ascendieron en sus cargos a líderes como Dolores Ibarruri, Federica Montseny, Matilde de la Torre, Lucía Sánchez Saornil, Matilde Landa o a las jóvenes Teresa Pàmies, Juana Doña o Aurora Arnáiz, dirigentes que creen indispensable la incorporación de la mujer a una guerra en la que se juegan las libertades de un pueblo.

También desde el bando de los sublevados se trató de atraer a las mujeres a través de voces como Pilar Primo de Rivera o Mercedes Sanz Bachiller, en el terreno político; y Concha Espina o Mercedes Fórmica, en el intelectual, aunque con un enfoque en el que se abogaba por la restitución del papel que había tenido la mujer desde siempre y con escaso contenido ideológico detrás. El porqué de un discurso distinto —casi diría del no discurso en el caso de las franquistas—, de las diferentes actitudes intelectuales de las mujeres de uno y otro pensamiento, nos lo da María Zambrano en Los intelectuales en el drama de España (1936-1939):

Resulta imposible encontrar juntos creación intelectual y fascismo. El intelectual que recorre el camino de la vocación, de un quehacer que responde a una exigencia real; el que ama la realidad y aun sin proponérselo la sirve, no resulta jamás fascista. Hoy hemos vuelto al punto de partida en el examen del fascismo; una enemistad con la vida, una impotencia de recibir la realidad que hace imposible la creación intelectual. Una negación completa. Obsérvese lo que les pasa a los teorizantes fascistas; que una vez que han dicho... lo que todos dicen, ya no tienen nada que decir a la nada de donde salieron; están revolviéndose en ella en este infierno de la inteligencia.

Y por eso también es muy significativa —casi me atrevería a decir que por deprimente— la forma en que tras la victoria del franquismo se reduce o elimina la participación de las mujeres —ya sea de forma condicionada o voluntaria— en todos los ámbitos de la sociedad en los que habían participado de pleno, relegándolas al ámbito del hogar. Y ahora es Marichu de la Mora, una de las nietas de Antonio Maura, quien en los años cuarenta nos explica los grandes progresos conseguidos:

Una cosa queda clara en nuestro espíritu femenino: que en resumidas cuentas, ¡por fin!, hay un Estado que se ocupa de realizar el sueño de tantas mujeres españolas: ser amas de casa.

Y así de radical fue el cambio. La proclamación en Burgos en abril de 1939 de la victoria de los sublevados y con ella el establecimiento de la dictadura será el contrapunto que dará al traste con todos los derechos que a las mujeres tanto esfuerzo les había costado conseguir. Y serán ellas mismas quienes, con el programa del movimiento en una mano y el misal en la otra, lograrán la implantación de un estatus del papel de la mujer que rozó, en no pocos casos, el de «mueble» del hogar. Por sorprendente que parezca, la victoria de una tendencia ideológica retrógrada y reaccionaria será apoyada y defendida por un grupo de mujeres que propugna ese retroceso. Un grupo que defenderá la total regresión de todos los planteamientos y avances que se habían ido abriendo paso en la España republicana. Las mujeres del Servicio Social y de la Falange serán quienes, con la ley del terror en la mano, detendrán los adelantos conseguidos, hasta invalidar lo que tantos esfuerzos costó conseguir.

Para finalizar, quisiera aclararos, lectores, que para escribir este libro me he ceñido, siempre que me ha sido posible, a los diarios y memorias, textos en primera persona, entrevistas, artículos, octavillas, textos familiares escritos por mujeres como hilo conductor de mi narración. Antes de leer el libro, puede parecer que este dará una visión sesgada, al plantear un ensayo histórico a partir, principalmente, de los textos y los pensamientos de las mujeres. Así como también puede parecer poco objetivo, si echamos un vistazo a la bibliografía y vemos que el material que se utiliza es mucho más abundante en el terreno de las mujeres demócratas, las pertenecientes y defensoras de la España republicana, que en el de las pertenecientes al que luego sería el bando perteneciente a las de la España sublevada. Sin embargo, y para que no parezca que las decisiones tomadas anteriormente han sido fruto de la arbitrariedad, y que por ello carecen de rigurosidad, daré unas explicaciones breves que aclaren el criterio utilizado para escribir estas páginas.

En el primer caso, casi lo único que le pediría al lector es que se planteara si en los libros que ha leído a lo largo de los años sobre esta época le ha parecido que el enfoque que le daban era sesgado, a pesar de que estaba centrado en la visión masculina de los hechos. En caso de una respuesta negativa, que es la que imagino, también le pediría que no emitiera juicios negativos, al menos hasta haber acabado de leer, siendo este tan solo un punto de vista diferente al habitual. No tiene por qué ser más subjetivo un libro escrito desde el punto de vista de las mujeres que uno redactado desde el de los hombres. Es una visión distinta del mismo hecho, ni mejor ni peor, simplemente distinta del cincuenta por ciento de la población. Téngase en cuenta, además, que en este período, más que en cualquier otro, la participación de las mujeres es muy significativa en el terreno político, social e intelectual. Y no solo eso, sino que, justamente, fueron ellas quienes más sufrieron el retroceso que supuso la victoria de los sublevados frente a los demócratas.

Explicar el distinto número de textos escritos por republicanas frente a los escritos por mujeres que apoyaron al bando sublevado es un poco más complicado. En la España republicana, los grupos femeninos, sindicatos, asociaciones o partidos políticos habían abordado desde su misma creación el problema de la importancia que tenía la incorporación de la mujer en todos los sectores de la sociedad española para que esta, junto con el hombre, encauzara el desarrollo del país y de ahí sus esfuerzos en universalizar el derecho a la educación, el acceso a la cultura. Y, en el momento del conflicto bélico, las mujeres republicanas son las primeras, junto a sus compañeros, que levantarán la bandera de la libertad y la democracia y pondrán en práctica lo aprendido. Las sublevadas —casi sería más preciso decir las mujeres de los sublevados—, por su parte, no buscan reivindicaciones, sino simplemente recuperar su papel en la sociedad tal y como estaba establecido desde principios de siglo. Resulta, pues, mucho más complicado hallar voces —a no ser aquellas que aconsejan mantener el papel de mujer y madre— de intelectuales que nos expliquen actitudes de renovación desde el bando franquista cuando lo que se defiende es el retorno a la «perfecta casada» o, en el mejor de los casos, de la «perfecta segunda».

Solo añadir un par de puntualizaciones más. Advertir que es evidente que resulta casi imposible englobar todos los aspectos relativos a la vida y el papel de la mujer en la sociedad española en todos los ámbitos en las fechas entre las que se encuadra este libro y que por ello he optado por algo más abarcable y que resulta sumamente gráfico: trazar la panorámica de la participación política —y lo que esta supone— de las mujeres españolas en la construcción de una sociedad que llegó a ser mirada con envidia por toda Europa al encontrarse en la vanguardia de las renovaciones y que acabó —tras tres años de luchas encarnizadas— a la cola de los países europeos en derechos sociales y políticos. Y por eso resulta mucho más interesante hacerlo desde las mismas voces de las mujeres, ya que constituyen un documento de primera mano que nos ofrece una visión distinta a la que hemos estado acostumbrados hasta ahora. Dada la ingente cantidad de textos que podría utilizar, he escogido un conjunto que, por su contenido, supone un abanico lo suficientemente amplio como para trazar una panorámica que muestre las diferentes acciones y actitudes.

Y, por último, me gustaría precisar que en ningún momento he tratado de hablar de mujeres buenas y malas —la terminología religiosa y moral no casa con el análisis histórico—, algo que se encargaron de utilizar desde el bando franquista —religión, patria, orden y España, es decir, el bien frente a ateísmo, caos, anarquía, sumisión al comunismo internacional y República, es decir, el mal—. No utilizaré terminología como la de Concha Espina en Luna Roja (1939), que habla de la «batalla entre Materia y Espíritu y de Satanás contra Dios». Es todo mucho más simple, es un libro de mujeres demócratas y antidemócratas y de cómo ven ellas, desde cada lado, el transcurrir de una España que soñó con ser libre y acabó ahogada en una dictadura.

INTRODUCCIÓN HISTÓRICA

El siglo XX será, no lo dudéis, el de la emancipación femenina... Es imposible imaginar una mujer de los tiempos modernos que, como principio básico de individualidad, no aspire a la libertad.

CLARACAMPOAMOR,

El derecho de la mujer (1925)

El sexo no influirá sobre la extensión y ejercicio de la capacidad civil. En su consecuencia, la mujer tendrá la misma capacidad que las leyes reconocen al hombre para ejercer todos los derechos y funciones civiles.

Ley sobre la capacidad civil de la mujer (1933)

Las mujeres nunca descubren nada: les falta, desde luego, el talante creador, reservado por Dios para las inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres han hecho.

PILARPRIMODERIVERA,

Primer Congreso Nacional

del Servicio Español de Magisterio (1943)

El nacimiento de la Segunda República española, el 14 de abril de 1931, tuvo lugar en circunstancias muy especiales para nuestro país: problemas económicos y una fuerte crisis política derivada, siendo benévola, de una mala gestión por parte de la monarquía, frente a un renacimiento intelectual que era la única fuente de optimismo y planteaba la modernización para un futuro que, a menos que se llevara a cabo el cambio político que se planteaba, se intuía negro.

Para poder entender los elementos clave que provocaron el cambio de régimen político y el aumento vertiginoso de la participación de la mujer en el destino de España, tenemos que remontarnos, al menos, a 1909, a la Semana Trágica en Barcelona,[1] punto de arranque de las primeras desavenencias violentas entre el pueblo y su gobernante. El desencadenante de la protesta, dirigida por anarquistas y a la que posteriormente se sumaron otras tendencias ideológicas de izquierda, fueron los primeros reveses del ejército español en Marruecos. Las consecuencias no tardaron en llegar, como explica Constancia de la Mora (1977), nieta de Antonio Maura, por aquel entonces presidente del Gobierno:

Mi abuelo manchó su historial de patriota y líder conservador firmando, junto con el rey, la sentencia de muerte de Francisco Ferrer. Las confusas doctrinas anarquistas de Ferrer habían llegado a ejercer gran influencia entre el proletariado catalán, pero difícilmente podían atribuírsele directamente los actos de terrorismo por los que fue ajusticiado. Ferrer fue la víctima propiciatoria de un gobierno débil y asustado por los acontecimientos de la Semana Trágica que tuvo lugar en Barcelona.

Poco después, en 1917, España sufre otra derrota en Marruecos, en la que Alfonso XIII resultó claramente implicado, confirmando así su mala gestión política y su poca capacidad de mando, lo que aumentó el sentimiento en contra de la monarquía. Solo en la batalla de Annual (1921) se contabilizaron más de diez mil muertos.

El último intento de Alfonso XIII de mantenerse en el trono para resolver las crisis tuvo lugar en 1923: le entregó el país a Primo de Rivera y dio paso a la dictadura.[2] Enseguida el dictador se dirigió al país y al Gobierno una vez tomadas las riendas:

Españoles: ha llegado para nosotros el momento más temido que esperado (porque hubiéramos querido vivir siempre en la legalidad y que ella siguiera sin interrupción la vida española) de recoger los desvíos, de atender el clamoreo de cuantos, amando a la patria, no ven para ella otra salvación que libertarla de los profesionales de la política, de los hombres que por una u otra razón nos ofrecen el cuadro de desdichas o inmoralidades que empezaron el año 98 y amenazaron a España con un próximo fin trágico y deshonroso. Este movimiento es de hombres. El que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar los días buenos que para la Patria preparamos.

Casi desde el inicio mismo de su mandato, tras resaltar la «masculinidad» del nuevo gobierno, Primo de Rivera intenta ganarse al público femenino, por más que el general cree que, tras siglos de opresión, la mujer española no opondrá resistencia a sus «encantos». Sin embargo, por si con eso no bastara, para asegurarse el favor del cincuenta por ciento de la población, empieza por ofrecer ciertas prebendas: mejoras laborales a las obreras, concede el voto a la mujer soltera y viuda y, en la Asamblea Nacional (aunque con carácter consultivo, no legislativo), designa a quince mujeres, muchas de las cuales —las más preparadas del momento y a quienes acudirá el dictador— se negarán a participar en esta burla a la democracia.[3] Y, de hecho, aunque gran parte de las reformas prometidas no se llevaron a cabo, tuvieron la capacidad de despertar conciencias hasta entonces dormidas acerca de la importancia del papel de la mujer en una sociedad que debía ser emergente.

El Gobierno de Primo de Rivera duró hasta el 28 de enero de 1930, salvando con más que relativo éxito los problemas de un país que, como el resto de las sociedades occidentales, vivía engañado con los felices veinte, como explicará Constancia de la Mora (1977):

La dictadura de Primo de Rivera se hizo impopular casi desde su implantación en 1923. El general dictador se había revelado bien pronto como demasiado poco inteligente además de inepto y torpe para conservar, ni siquiera, el apoyo de sus naturales defensores. Su gobierno se había distinguido por una larga serie de intentos de sublevación, intrigas, conspiraciones y actos de desafío a la autoridad considerada ilegal. Las frecuentes notas oficiales que lanzaba y que se veían obligados a publicar todos los periódicos, ofendían, a menudo, el sentido de la dignidad del pueblo español; además, siempre dejaban bien patente la tremenda inconsciencia de su autor. La censura de la prensa, arbitraria y absurda desde el principio, empeoró con el tiempo. La corrupción de los que gobernaban España con aquel régimen anticonstitucional hacía recordar la hermosa frase de Hamlet. Indudablemente, la dictadura de Primo de Rivera olía a podrido...

Cuando los efectos económicos de la depresión mundial de 1929 llegaron a España, se hizo evidente la mala gestión política y el rey, de nuevo a la búsqueda de una solución monárquica que no existía, se libró de un dictador que ya no le funcionaba y probó suerte con otro: el general Dámaso Berenguer. En ese momento se llevaron a cabo las primeras reuniones clandestinas de dirigentes republicanos y, según explica Constancia de la Mora (1977), se formó un Comité revolucionario decidido a implantar la República a toda costa:[4]

El 17 de agosto de 1930, los representantes de diferentes grupos republicanos y de la Unión General de Trabajadores se reunieron en un hotel de San Sebastián para examinar la situación del país. [...] Aquel día de agosto en San Sebastián, los socialistas, republicanos de diversas tendencias, partidos catalanes y la UGT sellaron un pacto de unidad y formaron un programa por una República democrática, por la reforma agraria y por la libertad. Del pacto resultó la elección de un comité varios de cuyos miembros habían de ocupar más tarde los puestos de mayor relieve en la República: Niceto Alcalá Zamora, Manuel Azaña, Santiago Casares Quiroga, Indalecio Prieto. Se nombró también otro comité, para sustituir al primero en sus funciones, para el caso, nada improbable, de que los miembros de aquel fuesen encarcelados o se vieran obligados a esconderse; de este segundo comité formaba parte mi tío Miguel [Maura].

Y tiene lugar, así, la primera intentona revolucionaria para implantar la República en España el 15 de diciembre de 1930.[5] Sin embargo, los capitanes Fermín Galán y García Hernández se anticiparán a la fecha fijada y se sublevarán el 12 de ese mismo mes sin éxito, motivo por el que fueron detenidos y poco después ajusticiados. Y de ese fusilamiento saldrán, como explica Constancia de la Mora (1977), los primeros dos mártires de la República:

Los planes habían sido trazados cuidadosamente, pero los políticos comprometidos fueron delatados. La consecuencia más trágica fue lo sucedido en Aragón; dos jóvenes oficiales de la guarnición de Jaca, adelantándose a lo previsto, sacaron a los hombres de sus cuarteles y cuando marchaba hacia Huesca, donde esperaban reunirse con otros elementos afines, les salieron al encuentro fuerzas al servicio del dictador que apresaron a los oficiales. Los capitanes Fermín Galán y García Hernández fueron fusilados dentro de las veinticuatro horas y se convirtieron en los primeros héroes de la República española, mártires por la libertad.

La frustrada rebelión de Jaca será, como no podía ser de otro modo, el punto de partida que evidenciará los problemas reales que existían en España. Entre los días 13 y 20 de diciembre tienen lugar en todo el país actos violentos, principalmente en San Sebastián,[6] donde, según explica Clara Campoamor (1932), se llevará a cabo el Pacto de San Sebastián: «El levantamiento fue realizado con toda la gravedad pedida y concentrada. De ella son medida las penas que se pedían para los encartados; de muerte para Manuel Andrés y José Bago, de cadena perpetua a temporal para los demás, entre los que se encontraba mi hermano Ignacio [Campoamor]». Clara Campoamor asumió la defensa de su hermano Ignacio Eduardo Campoamor en San Sebastián, acusado de participar en la rebelión republicana de Jaca de diciembre de 1930.[7]

La «dictablanda» de Berenguer duró tan solo quince meses, ya que —como explica Federica Montseny (1987)— «quedó políticamente desacreditado por las repercusiones del drama de Jaca y de la represión que ejerciera contra parte del ejército y los elementos civiles, más o menos comprometidos con el levantamiento y con la huelga de protesta. Sobre Berenguer cae la responsabilidad del fusilamiento de los dos militares de Jaca [...] El período Berenguer sería la transición entre el fin de la monarquía y la proclamación de la República», y debido a la presión social que se vivía tuvo que convocar elecciones municipales para legitimar en cierta medida a los gobernantes y empezar a plantear la necesaria restauración de un sistema parlamentario. Acusados de participar en el levantamiento fallido de Jaca, varios miembros del Comité serán detenidos. Entre los abogados defensores de los acusados se encuentra Victoria Kent,[8]que asumirá la defensa de Álvaro de Albornoz. Con ello, Kent se convirtió en la primera mujer en el mundo que informaba como abogado ante un Tribunal Supremo, y lo hacía delante de un Tribunal Militar de máxima jerarquía. Su defensa fue clara, no se puede conspirar contra un gobierno legítimo, cuando este no lo es:

¿Conspiración? Se conspira para la realización de un acto que resulta punible, un acto delictivo, pero no para establecer la legalidad de un país. ¿Rebelión? Un grupo de hombres puede rebelarse contra poderes legítimos, instituidos por la soberanía popular, pero no existe el delito de rebelión en un movimiento para establecer el orden, para instituir normas de vida social y jurídica con las mayores garantías de normalidad social. [...] Los actos conducentes a instaurar el orden y el gobierno donde reine el caos y el desgobierno no solo son actos legítimos, sino actos necesarios si un pueblo quiere vivir dentro de las normas mínimas que marcan la civilización y una actitud media de decoro nacional.

Pero la vida seguía y, convocados los comicios municipales el 12 de abril de 1931, el resultado evidenció que el voto de los españoles rechazaba la presencia del rey, y en todas las ciudades importantes daba su apoyo a los partidos que tenían una opción republicana.[9] Las palabras del almirante Aznar, entonces jefe del Gobierno, no podían ser más claras cuando los periodistas le preguntaron su opinión acerca del resultado del plebiscito: «Qué quieren que les diga de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano», y era cierto, poco más había que añadir. El malestar en el que vivía España se hizo patente en el resultado de las elecciones municipales de abril. Unos comicios que deberían haber supuesto para el régimen dictatorial un paso más en su «intento» de solucionar los problemas del país, un voto de confianza de los ciudadanos a su labor; sin embargo, fueron la prueba de fuego de la que salieron vencedores los republicanos. A España se le consultó acerca de la forma de Estado en la que quería vivir y no se olvidó del apoyo de Alfonso XIII a la dictadura y de la situación de crisis que vivía, y optó por apoyar a los partidos republicanos. El resultado fue un mazazo para los monárquicos, ya que solo ganaron en nueve de las cincuenta capitales de provincia. Y, para que no quedara ninguna duda, el general Sanjurjo, jefe al mando de la Guardia Civil, dio el último impulso y proclamó su adhesión a la República, que ya tenía un Gobierno provisional formado.

Alfonso XIII, resistiéndose a abandonar un reino que ya tenía perdido y en el que no lo querían, tanteó si el ejército lo secundaría en un nuevo conato por mantenerse en España. Al darse cuenta de la situación en que se encontraba, y asustado por una comparación que el conde de Romanones le hizo con la situación que le tocó vivir a la familia del zar de Rusia, decidió abandonar España —casi la única reacción honesta de todo su reinado—, mientras en las calles ya se celebraba el triunfo de la Segunda República española.

Así se despedirá, por escrito, Alfonso XIII de los españoles:

Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo. [...] Un Rey puede equivocarse, y, sin duda, erré yo alguna vez, pero sé bien que nuestra patria se mostró en todo momento generosa con las culpas sin malicia. [...] Habría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro, en fratricida Guerra Civil. No renuncio a ninguno de mis derechos, porque más que míos son depósito acumulado por la historia, de cuya custodia ha de pedirme un día cuenta rigurosa.

Como vemos, Alfonso XIII no renuncia al trono, lo que hizo que algunos países tardaran en reconocer como legítima la República española. Poco después, Romanones será quien, junto a Marañón, negocie con el primer ministro del nuevo Gobierno, Niceto Alcalá Zamora, la transmisión de poderes y el cambio de régimen.

Esta huida de Alfonso XIII permitirá la proclamación sin derramamiento de sangre y por voluntad popular de la República. «No se han marchado, que los hemos echado», será una de las frases más oídas durante esos días. Y la familia real se exiliará al día siguiente: «El 15 de abril, ABC publicó en su portada la fotografía del rey en el momento de salir de España, y en las páginas interiores la marcha de la reina y sus hijos, por el apeadero de El Escorial. Sentado en el banco de la reducida estación, quedaba la figura patética del viejo conde de Romanones», comentará en sus memorias la abogada Mercedes Fórmica (1982). Pero lo más importante del cambio de régimen es, sin duda alguna, la ejemplar actuación del pueblo español que en ningún momento se dejó llevar por la violencia. La infanta Eulalia, tía del rey, poco sospechosa de apoyar la causa republicana, explica así en sus Memorias la salida de Alfonso XIII (1958):

El espíritu noble y el fondo hidalgo del alma española se pusieron de manifiesto una vez más en la Revolución que trajo la Segunda República. Al contrario de lo que ha ocurrido en otros países en circunstancias análogas, ni un disparo se escuchó, ni un noble fue agredido, ni una injuria o grito soez escuchó la familia Real, que cruzo toda la Península para ganar la frontera francesa. Lo sucedido del 13 al 15 de abril de 1931, si como princesa lastima profundamente mis convicciones, como española me enorgullece por la civilidad de que se hizo alarde, no solo por el pueblo todo —unos pocos grupos ebrios no significan nada—, sino por Alfonso XIII que una vez más pidió por sobre todo antes que nada a España.

Y así también se verá reflejado en multitud de textos del momento, y, de hecho, incluso se comentará en uno de los primeros decretos de la República:

El Gobierno provisional de la República ha tomado el poder sin tramitación y sin resistencia ni oposición protocolaria alguna, es el pueblo quien le ha elevado a la posición en que se halla, y es él quien en toda España le rinde acatamiento e inviste de autoridad. En su virtud, el presidente del Gobierno provisional de la República, asume desde este momento la jefatura del Estado con el asentimiento expreso de las fuerzas políticas triunfantes y de la voluntad popular, conocedora, antes de emitir su voto en las urnas, de la composición del Gobierno provisional. Interpretando el deseo inequívoco de la Nación, el comité de las fuerzas políticas coaligadas para la instauración del nuevo régimen designa a don Niceto Alcalá Zamora y Torres para el cargo de presidente del Gobierno provisional de la República.

En ese momento estaban en el comité Alejandro Lerroux, Fernando de los Ríos, Manuel Azaña, Santiago Casares Quiroga, Miguel Maura, Álvaro de Albornoz y Francisco Largo Caballero.

Poco después, el 3 de junio, seis semanas después de proclamada la República, se realizará la convocatoria de Cortes Constituyentes para formar el nuevo gobierno, que sería elegido por sufragio universal directo. El 28 de junio tendrá lugar la primera vuelta de las elecciones y el 5 de julio la segunda, tras una campaña electoral apasionante. El 18 de agosto se redacta el dictamen sobre el proyecto de Constitución, que se promulgará el 9 de diciembre de 1931.[10] Tras la aprobación de la Constitución, las cortes eligen presidente de la República a Alcalá-Zamora y se constituye un gabinete republicano-socialista bajo la jefatura de Manuel Azaña. El nuevo Gobierno intenta llevar a cabo en primer lugar una serie de reformas que mermarán los poderes de los tres pilares básicos de la sociedad tradicional en los que se había apoyado la monarquía española: terratenientes, Iglesia y Estado.

Ya en ese momento, la prensa madrileña se interesará por saber lo que opinaban las mujeres del «naciente régimen», una costumbre, la de reclamar opiniones a una serie de mujeres, que se repetirá siempre que tenga lugar algún tema controvertido. Veamos algunos ejemplos. El liberal consultaba a «las damas del Lyceum», con respuestas de María Luisa Navarro de Luzuriaga, Isabel de Palencia, María Martos de Baeza y Matilde Huici en dos entrevistas realizadas por el periodista Pedro Massa.[11]Crónica hizo lo mismo con «las más destacadas figuras del feminismo español»; en concreto contó con Clara Campoamor, Carmen de Burgos, Isabel de Palencia, Carmen Caamaño, Eulalia Prieto, Matilde Huici, Magda Donato, Elisa Soriano, María Luisa Navarro de Luzuriaga, Margarita Nelken y la jovencísima Hildegart Rodríguez, en cinco artículos firmados por Matilde Muñoz.[12] Y Mundo Gráfico publicaba un artículo de María Suárez, «Más sobre la mujer ante la República», en el que, comentando el nombramiento de Victoria Kent como directora general de Prisiones, pedía formación y política activa para la mujer y publicaba las fotos de Clara Campoamor, María Martínez Sierra, Concha Peña y María de Maeztu, junto a la de la propia Kent.[13] Mujeres, todas ellas, de las que oiremos hablar durante todo el período republicano, algunas incluso durante la Guerra Civil.

Las respuestas a la encuesta de Crónica apuntaban en la misma dirección. Se insistía casi de forma unánime en el apoyo y la cooperación para sostener al régimen republicano, aunque ahora el abanico de opiniones era más amplio; cambiaban las entrevistas, se ampliaban, más bien, y no solo se entrevistaba a «damas», sino también, y esto será una novedad, a líderes obreras. Las diferencias residían en las matizaciones de cómo se debería plasmar este apoyo. Las intelectuales (abogadas, periodistas, escritoras...) recordaban la necesidad de la «educación cívica», la formación, la escuela... para romper con la ignorancia y el sometimiento; mientras que las trabajadoras reclamaban la necesidad de seguir trabajando para llegar a alcanzar «la revolución social».

Las mujeres, no había duda, debían apoyar la República por estos motivos considerados por María Lejárraga como ideológicos, además de por motivos de tipo práctico: «Por puro egoísmo queremos lo mejor para los hijos y también para nosotras mismas». Además, «la gravedad de la situación económica» del país, del «arcaísmo de la organización de nuestra enseñanza» («desorganización maquiavélicamente organizada») acaba dando como resultado la falta de técnicos, una «producción» escasa y cara, una nación de «holgazanes por desaliento»... Apoyemos a la República por la buena voluntad que apunta para resolverlos, ya que la monarquía «no lo ha hecho ni lo ha dejado hacer».