Canción de navidad - Dickens Charles - E-Book

Canción de navidad E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

Scrooge, un viejo e inhumano avaro, a quien todo el mundo repudia por su forma de ser, es visitado durante la Nochebuena por el espectro de Marley, su antiguo socio, quien le presenta en una serie de visiones el pasado, el presente y el futuro como un modo de advertirle su nefasto fin si no cambia pronto de vida. El horror que produce su degradación, reflejada en las visiones, produce en él un cambio radical. Scrooge se despierta la mañana de Navidad como un hombre nuevo, convirtiéndose a partir de ese día en una persona totalmente distinta, comportándose en adelante como un viejo sociable y caritativo. Este relato se publicó en 1843.

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Primera ediciónen Panamericana Editorial Ltda.,

septiembre de 1994

© 2001 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 601) 3649000

Fax: (57 601) 2373805

www.panamericanaeditorial.com.co

Bogotá D. C., Colombia

ISBN DIGITAL 978-958-30-6629-0

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

César Cardozo

Ilustraciones

Carlos Ardila Mateus

Diagramación

Mo Ediciones

Dickens, Charles

823.7 Canción de Navidad / Charles Dickens ; ilustraciones Carlos Ardila M. -- Bogotá : Panamericana Editorial, c1997.

156 p. ; il. - (Literatura Juvenil)

ISBN 978-958-30-0077-5

1. Novela 2. Literatura juvenil inglesa I. tit. II. Dickens, Charles III. Ardila M., Carlos, il.

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Contenido

Prólogo7

Primera estrofa

El espectro de Marley11

Segunda estrofa

El primero de los tres espíritus43

Tercera estrofa

El segundo de los tres espíritus75

Cuarta estrofa

El último espíritu115

Quinta estrofa

El final de esta historia143

Prólogo

Gran parte de la novelística de Dickens, así como los principios básicos de muchas de sus teorías sociales, tienen su origen en las circunstancias y penurias que vivió el autor durante sus primeros años.

Charles Dickens (1812-1870) nació en Portsea, Landport, Inglaterra, en el seno de una familia que atravesaba, por la época, inmensas dificultades eco-nómicas. Mientras John Dickens, su padre, cumplía una condena por insolvencia económica, la familia vivió con él en la prisión de Marchalsea. El novelista, entre tanto, fue enviado a trabajar en una fábrica de betún en Londres.

Un poco más tarde, a la edad de quince años, Dickens se empleó como escribiente de un procu-rador y trabajó después como reportero taquígrafo, primero de los tribunales y, luego, del parlamento. Estas experiencias, enriquecidas por algunos viajes, y

Charles Dickens

sus vagabundeos por las calles de Londres y sus lec-turas en el Museo Británico constituyeron su educa-ción fundamental.

Canción de Navidades el más famoso de sus re-latos navideños y apareció por primera vez en 1843. Para el gran poeta inglés Swinburne, esta obra, así como sus demás relatos navideños, no pueden ser considerados obras menores, “son obras tan pre-ciosas —afirma— como las mayores de su corona de escritor”.

Toda la anécdota gira en torno al arrepenti-miento de Scrooge, un viejo avaro que es visitado la noche de Navidad por el espectro de un antiguo socio suyo. Pero aquí, en la intriga, no residen del todo el encanto y la belleza del relato. Estos se fun-damentan en una parábola sobre la hermandad y la solidaridad humanas: “Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad”.

Aunque Dickens no ha sido objeto de un olvido completo, en la actualidad hay una especie de recu-peración creciente de su obra por lectores de muy diversos gustos y condiciones. Hoy en día, para mu-chos, es un agudo observador de la sociedad de su tiempo y, por consiguiente, de la nuestra.

Si bien Canción de Navidad no forma parte de sus obras monumentales, sí brinda una magnífica oportunidad para introducirse en un autor dilatado.

He pretendido que, en este relato fantásti-co, los espectros nazcan de una idea que no pon-ga malhumorados a los lectores consigo mismos, ni con otras personas, ni con la época navideña, ni conmigo.

Desearía que este libro he-chizase amablemente sus hogares y que nadie qui-siera abandonar su lectura.

Su fiel amigo y servidor,

Charles Dickens

Diciembre, 1843

Primera estrofa

El espectro de Marley

Dígase para empezar que Marley había muer-to. De eso no cabe duda ya. Firmada fue el acta de su entierro por el sacerdote, por el escribano, por el empresario de pompas fúnebres y por el que precidió el duelo. También Scrooge la firmó. Y el nombre de Scrooge lo aceptaba la Bolsa como bueno en todo aquello en que quisiera poner su mano. Muerto estaba el pobre Marley como el cla-vo de una puerta.

Pero ¡cuidado! No quiere esto decir que yo sepa, por experiencia, qué es lo que tiene de muerto el clavo de una puerta. Acaso pensara yo que un clavo de ataúd es la pieza de ferretería más muerta que existe en este gremio.

Pero la sabiduría de nuestros antepasados se apoya en los símiles, y no serán mis manos pecado-ras las que perturben, si no ha de darse por perdida la nación. Me habréis de permitir por ello que repita,

Charles Dickens

insistentemente, que Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Claro que sí. ¿Cómo podía ser de otra manera? Scroo-ge y él habían sido socios desde hacía no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único admi-nistrador, su único apoderado, su único heredero universal, su único amigo y el único que le llorara. Mas no fue tanta la congoja que el triste aconteci-miento le produjera a Scrooge como para que deja-ra de ser un excelente hombre de negocios y el día mismo del entierro lo celebrara como una indiscuti-ble ganga.

El hecho de haberme referido al entierro de Marley me trae al punto en que comencé. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Esto debe que-dar perfectamente entendido; si no, nada maravillo-so podrá deducirse de la historia que voy a relatar.

Si no estuviésemos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de comen-zar el drama, no tendría nada de extraño que se diese un paseo por la noche, con viento del Este, por sus baluartes, como no lo sería el que cualquier otro ca-ballero de mediana edad surgiese súbitamente des-pués de anochecer en un lugar agitado por la brisa —pongamos por ejemplo el cementerio de la ca-tedral de San Pablo— solo para dejar estupefacto al débil espíritu de su hijo.

Canción de Navidad

Scrooge no borró jamás el nombre del pobre Marley. Allí seguía, años después, sobre la puerta del almacén: Scrooge y Marley. Porque la firma se co-nocía como Scrooge y Marley. Algunas veces, gen-tes recién llegadas al negocio, llamaban a Scrooge, Scrooge, y otras Marley, pero respondía por ambos nombres. Lo mismo le daba.

¡Ay, pero qué tacaño era Scrooge! ¡Un sórdido pecador, codicioso, estrujador, avaro y mezquino! Duro y agudo como el pedernal, jamás acero alguno había arrancado de él una chispa generosa; reserva-do y hermético, solitario como una ostra. El frío que llevaba dentro de sí nublaba sus rugosas facciones, afilaba su nariz puntiaguda, fruncía su ceño, enva-raba su porte, enrojecía sus ojos, ponía lívidos sus labios y surgía solapadamente al aire cuando hablaba con su voz rasposa. Helada escarcha cubría su cabeza, y sus cejas, y su barba hirsuta. Con él llevaba siempre aquella su baja temperatura, que helaba su despacho en los días de la canícula y no se deshelaba un solo grado en Navidad.

Escasa influencia ejercían sobre Scrooge el ca-lor y el frío exteriores. No había ardor que le calenta-se ni tiempo invernal que le enfriara. Ninguno de los vientos que soplan resultaría más cruel que él, ni nie-ve más firme en su propósito, ni caediza lluvia me-nos propicia a la súplica. No había mal tiempo que le aventajase. El más fuerte aguacero, la nieve, el grani-zo, la cellisca, solo podrían preciarse de superarle en

Charles Dickens

una sola cosa: en que estos descendían muchas veces en abundancia, generosamente, y a Scrooge no le su-cedía eso nunca.

Nadie se paró jamás en la calle a decirle con ale-gre gesto: ¿Qué tal, querido Scrooge? ¿Cuándo vais a venir a verme? Ningún mendigo imploró de él una limosna; no hubo chiquillo que le preguntase nunca qué hora era, ni hombre ni mujer que interrogase a Scrooge una sola vez en la vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle, y al verle llegar, tiraban de sus dueños para que se ocultasen en los portales o en los patios, y meneaban el rabo como diciendo: “Más vale ser ciego que tener mal ojo, mi triste amo”.

Pero ¡qué le importaba todo eso a Scrooge! Si era precisamente lo que buscaba. Abrirse paso por los apretados senderos de la vida, manteniendo a distancia toda la simpatía humana, era para Scrooge gloria bendita.

Cierto día —el mejor entre los buenos del año, un día de Nochebuena— estaba el viejo Scrooge trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, helado, cruel; fuera había niebla, y se escuchaba el ruido de los que pasaban resoplando por la calleja, golpeándose el pecho con las manos y sacudiendo los pies sobre las losas del pavimento para calentárselos. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya había oscurecido por completo —no hubo luz en todo el día— y llameaban las velas en las ventanas

Canción de Navidad

de las oficinas contiguas, como rojizas manchas en el aire espeso y sucio. Se colaba la niebla por las ren-dijas y los agujeros de las cerraduras, y tan densa era en el exterior que, a pesar de ser la callejuela de las más estrechas, las casas fronteras resultaban meros fantasmas. Al ver cómo descendía aquella tenebrosa nube, oscureciéndolo todo, pensaríase que la Natu-raleza vivía allí cerca, y estaba haciendo infusiones en gran escala.

La puerta del despacho de Scrooge estaba abierta para poder vigilar a su dependiente, que, en una lóbrega y estrecha estancia, una especie de cis-terna, copiaba cartas. Muy débil era la lumbre que Scrooge tenía, pero la de su empleado lo era tanto, que parecía contener una sola brasa. Mas no podía avivarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto; y tan pronto como el escribiente hubie-se aparecido con la pala, el amo le habría advertido que sería necesario que se retirase. En vista de ello, el dependiente se ponía su bufanda blanca y trataba de calentarse en la bujía, en cuyo esfuerzo fracasaba por no ser hombre de imaginación viva.

—¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios te proteja! —exclamó una voz alegre—. Era la voz del sobrino de Scrooge, que llegó tan de improviso que esta fue la primera noticia que tuvo de su presencia.

—¡Bah! —respondió Scrooge—. ¡Paparrucha-das! Tanto se había calentado este sobrino de Scroo-ge con su rápido andar a través de la niebla y la

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escarcha, que todo él era un resplandor: rubicundo y hermoso su rostro; chispeantes los ojos y humeante su respiración.

—¿Que las navidades son una paparrucha, tío?... —replicó el sobrino de Scrooge—. No lo pien-sas, ¿verdad?

—¡Pues claro que sí!... —contestó Scrooge—. ¡Feliz Navidad!... ¿Qué derecho tienes tú a ser feliz? ¿Qué razón tienes tú para estar contento? Eres un pobretón.

—Pues entonces —replicó el sobrino alegre-mente—, ¿qué derecho tienes tú a sentirte desgracia-do? ¿Qué motivos tienes para estar de mal humor? Eres un ricachón.

Scrooge, al no tener a mano otra respuesta me-jor que dar, impulsivamente, dijo: “¡Bah!” otra vez, y a continuación añadió:

—¡Patrañas!

—¡No te enfades, tío! —suplicó el sobrino.

—¿Qué quieres que haga —respondió el tío—, si vivo en un mundo de tontos como este? ¡Feliz Navi-dad!... ¡Fuera eso! ¿Qué significan para ti las navida-des sino la época en que tienes que pagar facturas sin tener dinero; el momento en que vas a encontrarte con un año más y sin ninguna hora más de rique-za; el instante en que has de cerrar tus libros y ver que todas las partidas de los doce meses transcurri-dos son en contra? Si yo pudiera hacer mi voluntad —continuó Scrooge indignado—, a todos los idiotas

Canción de Navidad

que ponen en sus labios eso de Feliz Navidad los co-cería en su propia salsa y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. ¡Ya lo creo!

—Pero... ¡tío!... —refutó el sobrino.

—Pero... ¡sobrino!... —replicó ásperamente el tío—. Celebra tú la Navidad a tu modo y déjame a mí que la celebre al mío.

—¿Celebrarla? —repitió el sobrino de Scroo-ge—. ¡Si tú no la celebras de ninguna manera!

—Pues entonces, déjame en paz —gritó Scroo-ge—. ¡Que te siente muy bien! ¿No ves que siempre te ha ido perfectamente en ella?

—Muchas cosas ha habido de las que pudie-ra haber sacado algo bueno y de las que no me he aprovechado nunca —respondió el sobrino—, entre ellas la Navidad. Pero sí puedo decir que siempre he pensado, al llegar las navidades, aparte de la venera-ción que se debe a su nombre y su origen sagrado (si es que hay algo de lo que a ella se refiere que pueda apartarse de eso), que era una época excelente; época de bondades, de perdones y de caridades; la única que conozco, en el largo calendario del año, en que los hombres parecen dispuestos de buen grado a abrir de par en par sus corazones cerrados y a acordarse de las gentes de abajo como si, en realidad, fuesen compañeros de viaje hacia la tumba y no otra raza de criaturas con rumbo a otros destinos. Por eso, tío, aunque jamás me haya metido una migaja de oro ni

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de plata en el bolsillo, yo creo que me ha hecho y me hará mucho bien, y por eso digo: ¡Bendita sea!

El escribiente, desde su humilde nicho aplau-dió involuntariamente; mas al darse inmediatamente cuenta de lo impropio de su acción, atizó el fuego y extinguió para siempre la última y débil chispa existente.

—¡Que oiga yo otra vez el más ligero ruido procedente de ahí —dijo Scrooge— y celebraréis las navidades perdiendo vuestro empleo! Eres todo un fogoso orador, caballero —añadió volviéndo-se a su sobrino—. Me extraña cómo no estás en el Parlamento.

—No te enfades, tío. ¡Vamos! Ven a cenar ma-ñana con nosotros.

Replicó Scrooge que antes le vería..., sí eso es. Pronunció hasta el fin la expresión, y dijo que antes le vería en ese último extremo.

—Pero ¿por qué? —preguntó el sobrino de Scrooge—. ¿Por qué?

—¿Quieres decirme por qué te casaste? —inte-rrogó Scrooge.

—Porque me enamoré.

—¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si solo eso pudiera ser más ridículo que una Feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!

—Vamos tío, que antes que eso sucediera tam-poco viniste a verme nunca. ¿Por qué lo das como razón para no venir ahora?

Canción de Navidad

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—Nada quiero de ti, nada te pido. ¿Por qué no hemos de ser amigos?

—Buenas tardes —replicó Scrooge.

—Siento con toda mi alma verte tan obceca-do. Nunca hemos reñido por culpa mía. Pero hoy he hecho la prueba en homenaje a las navidades, y voy a conservar mi humor de Nochebuena hasta el fin. Conque, Feliz Navidad, tío.

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—¡Y Feliz Año Nuevo!

—Buenas tardes —repitió Scrooge.

Salió de la habitación su sobrino sin pronun-ciar ninguna palabra airada. No obstante, se detuvo en la puerta de entrada para dar las felicitaciones de rigor al escribiente, que, a pesar de su frío, resultó más cálido que Scrooge, puesto que respondió a ellas cordialmente.

—¡Otro que tal! —murmuró Scrooge, que le ha-bía oído— Mi escribiente, con quince chelines a la semana, mujer e hijos, y hablando de Feliz Navidad. ¡Para meterle en un manicomio!

Este lunático, al abrirle la puerta al sobrino de Scrooge para que saliese, dio entrada a otras dos per-sonas. Eran estas dos caballeros de majestuoso porte, a los que daba gozo contemplar y que se encontraban ahora, con la cabeza descubierta, en el despacho de Scrooge. En la mano llevaban unos libros y papeles, y le hicieron una inclinación de cabeza.

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—Según creo, esta es la casa Scrooge y Marley —dijo uno de ellos consultando una lista—. ¿Tengo el gusto de dirigirme al señor Scrooge o al señor Marley?

—El señor Marley lleva siete años muerto —contestó Scrooge—. Precisamente esta noche hace siete años que falleció.

—No dudamos que su generosidad estará bien representada por su socio superviviente —repuso el caballero presentado sus credenciales.

Y lo estaba, en efecto, pues, habían sido dos espíritus gemelos. Al oír la ominosa palabra de “ge-nerosidad”, Scrooge frunció el ceño, movió la cabeza y le devolvió los documentos.

—En esta festiva época del año, señor Scrooge —continuó diciendo el caballero al tiempo que cogía una pluma—, es más conveniente que de costumbre allegar unos pequeños fondos para los pobres y desam-parados que tanto sufren en estos días. Son muchos miles los que carecen de lo más necesario; cientos de millares los que no tie-nen el más pequeño bie-nestar, caballero.

Canción de Navidad

—¿Es que no hay cárceles? —preguntó Scrooge.

—Muchísimas —contestó el caballero soltando la pluma de nuevo.

—Y las Casas de Misericordia de la Unión —añadió Scrooge—, ¿funcionan todavía?

—Claro que funcionan —replicó el caballero—. Sin embargo, ¡ojalá pudiera contestar que no!

—Entonces, ¿están en pleno vigor el Torno y la Ley de los Pobres? —añadió Scrooge.

—Y ambas en plena actividad, señor.

—¡Ah! Me temía, por lo que dijísteis al princi-pio, que hubiese sucedido algo que las hubiera dete-nido en su útil carrera —repuso Scrooge—. Celebro mucho saberlo.

—En la creencia de que esas cosas apenas si han de proporcionar ninguna cristiana alegría espiritual ni corporal a las gentes —alegó el caballero—, algu-nos de nosotros estamos tratando de crear un fondo para comprar alimentos y bebidas para los pobres, y también medios para calentarse. Hemos elegido esta época porque, entre todas, en ella es cuando más se deja sentir la necesidad y se regocija la abundancia. ¿Por qué cantidad os anoto?

—¡Por ninguna! —replicó Scrooge.

—¿Queréis hacerlo en el anónimo?

—Quiero que me dejéis en paz —contestó Scrooge—. Puesto que me preguntáis qué es lo que deseo, ya sabéis mi respuesta, caballeros. Yo no me divierto en Navidad, y no tengo por qué divertir a los

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holgazanes. Contribuyo al sostenimiento de los esta-blecimientos que os he citado; bastante me cuestan y los que estén en mala situación que se vayan allí.

—Hay muchos que no pueden ir, y otros tantos