Carta al rey - Tonke Dragt - E-Book

Carta al rey E-Book

Tonke Dragt

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Beschreibung

Premio Griffel der Griffels 2004 al mejor libro juvenil de los últimos cincuenta años. Más de 50.000 lectores se han convertido ya en escuderos de Tiuri, el inolvidable aspirante a caballero de este clásico de la novela de aventuras. UN JOVEN HÉROE. UNA MISIÓN SECRETA. UNA AVENTURA INCREÍBLE. Tiuri, un joven de dieciséis años, está a punto de ser nombrado caballero del rey Dagonaut. Pero en la noche previa al esperado acontecimiento, alguien llama desesperadamente a su puerta pidiendo ayuda. Una carta secreta debe ser entregada al rey Unawen, de ella depende el destino del reino entero. Tiuri decide llevar la carta, aunque le cueste el deseado nombramiento. El viaje lo llevará a través de bosques oscuros y amenazantes, ríos traicioneros, castillos siniestros y extrañas ciudades. Encontrará enemigos perversos que matarían por obtener la carta…, pero también los mejores aliados y amigos en los lugares más inesperados. ¿Podrá, después de tanto esfuerzo, ser nombrado caballero? «Si la función principal de la literatura es hacer que los jóvenes se aficionen a la lectura, este libro cumple perfectamente su cometido, ya que atrapa al lector desde su primera página y obliga a seguir leyendo». El Correo«En un espléndido arranque, Tonke Dragt predispone al lector a entrar en una apasionante intriga medieval en la que no faltan los peligros, las luchas, el valor o la generosidad. No le defraudará». Babelia, El País «Una deliciosa lectura». El Cultural «Una historia trepidante que desde el primer momento nos obligará a leer sin parar». Heraldo de Aragón «La novela ha sido cocinada con los ingredientes que siempre consiguen enganchar: misterio, aventura y acción». Tribuna de Salamanca

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Índice

Cubierta

CARTA AL REY

INTRODUCCIÓN LOS CABALLEROS DEL REY DAGONAUT

PRIMERA PARTE LA MISIÓN

1. La vigilia en la capilla

2. La petición de un desconocido

3. El camino a la posada

4. La posada Yikarvara

5. El Caballero Negro del Escudo Blanco

6. Los Caballeros Rojos

7. La huida

SEGUNDA PARTE EL VIAJE POR EL BOSQUE

1. De camino. El caballo negro

2. El Loco de la Cabaña del Bosque

3. Toque de trompetas. El anillo

4. Los ladrones

5. Los Caballeros Grises

6. Los monjes y el monasterio Marrón

TERCERA PARTE EL CASTILLO DE MISTRINAUT

1. El peregrino y los Caballeros Grises

2. Prisionero

3. El señor del castillo y su hija

4. La lucha con los Caballeros Grises

5. La reconciliación

6. El nombre del Caballero del Escudo Blanco

CUARTA PARTE BORDEANDO EL RÍO AZUL

1. Otra vez en camino

2. La posada La Puesta de Sol. La historia de Ewain

3. Lo que Ristridín contó del Caballero del Escudo Blanco

4. Los Caballeros Rojos

5. La despedida de los Caballeros Grises

QUINTA PARTE EN LAS MONTAÑAS

1. Un compañero de viaje

2. El ermitaño

3. La despedida de Jaro

4. Piak

5. Niebla y nieve

6. Vista del reino de Unauwen

7. Taki e Ilia. El descenso continúa

SEXTA PARTE AL ESTE DEL RÍO ARCO IRIS

1. Hacia Dangria con Ardoc

2. El alcalde de Dangria. La artimaña de Piak

3. La carta

4. La huida

5. En El Cisne Blanco

6. La liberación de Piak

7. El impuesto del río Arco Ir is

8. El paso del río Arco Ir is

9. El señor del pontazgo

SÉPTIMA PARTE AL OESTE DEL RÍO ARCO IRIS

1. El Bosque de Ingewel

2. Una noche angustiosa en las Colinas Lunares

3. Slupor

4. La ciudad de Unauwen. El mendigo de la puerta

5. El rey Unauwen

6. El caballero Iwain y Tirillo

7. Slupor por última vez

8. Espadas y anillos

9. Lo que anunció el rey Unauwen

OCTAVA PARTE DE VUELTA A LA CIUDAD DE DAGONAUT

1. De la ciudad de Unauwen a Dangria

2. De Dangria a Menaures

3. La despedida de Piak

4. El castillo de Mistrinaut

5. El bosque

6. El rey Dagonaut

7. Un Caballero de Escudo Blanco

8. Un reencuentro al amanecer

Créditos

CARTA AL REY

Dedicado a las tres estrellas de occidente

INTRODUCCIÓN

LOS CABALLEROS DEL REY DAGONAUT

Ésta es una historia de hace mucho tiempo, de cuando aún había caballeros. Se desarrolla entre dos reinos: el país del rey Dagonaut al este de la Gran Cordillera y el país del rey Unauwen al oeste de la Gran Cordillera. Así se llamaban también las capitales de los dos reinos: la ciudad de Dagonaut y la ciudad de Unauwen. También se habla de otro país, pero ahora no es el momento de referirnos a ello.

La historia comienza en el reino de Dagonaut. Es preciso que antes sepas algo de él y de sus caballeros. Para ello he copiado algunos fragmentos de un libro muy, muy antiguo.

Nuestro rey Dagonaut es un rey poderoso; su reinado es elogiado como sensato y justo, y su reino es grande y hermoso. Hay colinas, campos y tierras fértiles, anchos ríos y extensas selvas. Al norte hay montañas y al oeste hay otras aún más altas. Más allá se encuentra el país del rey Unauwen, del que nuestros trovadores cantan bonitas canciones. Al este y al sur no hay montañas, y por allí a veces intentan entrar enemigos en nuestro país, envidiosos de la prosperidad que reina. Pero nadie ha podido conquistar nunca el reino porque los caballeros del rey lo guardan bien y lo defienden con valentía. Se vive bien dentro de nuestras fronteras, donde hay paz y seguridad.

El rey Dagonaut es servido por muchos caballeros; hombres resueltos y valientes que le ayudan a gobernar el reino y a mantener el orden. Muchos de ellos son famosos: ¿quién no ha oído hablar del caballero Fartumar y de Tiuri el Valiente, y de Ristridín del Sur, por citar algunos de ellos? El rey ha cedido parte de su territorio a la mayoría de sus caballeros, que deben gobernar en su nombre. También están obligados a acudir inmediatamente cuando él los llama, para ayudarle con su fuerza y sus guerreros.

También hay caballeros que no poseen tierras; en primer lugar aquellos que aún son jóvenes, pero que sucederán después a sus padres. Y además están aquellos que no desean tener posesiones, los caballeros errantes, que viajan por todo el país y ofrecen sus servicios en todas partes, que guardan las fronteras y que incluso salen del país para contar después al rey lo que allí sucede.

Hay muchos caballeros en el reino de Dagonaut, a pesar de lo cual no es fácil convertirse en uno de ellos. Porque aquel que desee recibir el espaldarazo ha de demostrar que lo merece. Ha de pasar un severo periodo de prueba: primero debe servir como escudero a un caballero experimentado y después pasar un año más junto a los guerreros del rey. No sólo debe manejarse con las armas y tener conocimiento de muchas cosas, sino que sobre todo debe demostrar que es leal y honesto, servicial y valiente. Debe ser un caballero en todos los aspectos.

Una vez cada cuatro años, en el verano, el rey Dagonaut convoca a todos los caballeros a la ciudad, donde permanecen siete días. Le cuentan cómo va todo en las distintas partes del reino y lo que ellos mismos han hecho y emprendido.

En esa semana, en el solsticio de verano, los jóvenes que han conseguido merecerlo, son nombrados solemnemente caballeros por el rey.

¡Qué gran día es ése! Después del espaldarazo se celebra una misa en la catedral seguida de una comida en palacio. A continuación, un magnífico desfile por la ciudad en el que participan todos los caballeros, con sus armas, escudos y estandartes. Los jóvenes caballeros van a la cabeza. De todas partes llega gente para verlo. Entonces se celebra una gran fiesta, no sólo en palacio, sino en toda la ciudad. Hay feria en la plaza del mercado, por todas partes se toca música y en todas las calles se baila y se canta, al principio con la luz del sol y después a la luz de cientos de antorchas. Al día siguiente el rey convoca a los caballeros a una reunión a la que los jóvenes caballeros pueden acudir por primera vez. Un día después participan en un gran torneo, que para muchos es el momento álgido de la semana. Nunca se ve tanta pompa y esplendor, tanto valor y destreza juntos.

Pero antes de esos espléndidos días, los nuevos caballeros han debido pasar su última prueba. Las veinticuatro horas antes de su espaldarazo deben ayunar, no pueden comer ni beber nada. Y deben pasar la noche velando en una pequeña capilla fuera de los muros de la ciudad. Allí están sus espadas delante del altar, y ellos, vestidos con blancas ropas, se arrodillan y meditan sobre la gran labor que tienen por delante. Como caballeros de Dagonaut, hacen el propósito de servir con lealtad a su rey y a su reino que es su patria. Prometen ser siempre honestos y serviciales, y luchar por el bien.

Deben velar y meditar durante toda la noche, y rezar pidiendo tener fuerza para realizar su labor. No pueden dormir ni hablar, ni escuchar voces del mundo exterior hasta que, a las siete de la mañana, son conducidos por una delegación de caballeros hasta el rey.

Esta historia comienza en una de esas noches, en una pequeña capilla sobre la colina a las afueras de la ciudad de Dagonaut. Cinco jóvenes pasan allí la noche en vela antes de ser nombrados caballeros: Wilmo, Foldo, Yiusipú, Armán y Tiuri. Tiuri es el más joven de ellos, acaba de cumplir dieciséis años.

PRIMERA PARTE

LA MISIÓN

1. La vigilia en la capilla

Tiuri estaba arrodillado en el suelo de piedra de la capilla y miraba la pálida llama de la vela que tenía delante.

¿Qué hora sería? Tenía que pensar seriamente sobre las obligaciones que tendría cuando fuese caballero, pero sus pensamientos se desviaban una y otra vez. A veces ni siquiera pensaba. Se preguntaba si a sus amigos les sucedería lo mismo.

Miró hacia un lado, a Foldo y a Armán, a Wilmo y a Yiusipú. Foldo y Wilmo observaban sus velas, Armán se había tapado la cara con las manos. Yiusipú estaba sentado y miraba hacia arriba, pero de pronto cambió de postura y miró a Tiuri directamente a los ojos. Se quedaron un momento mirándose, después Tiuri apartó la vista y volvió a dirigir los ojos hacia la vela.

¿En qué pensaría Yiusipú?

Wilmo se movió e hizo un sonido chirriante en el suelo con los zapatos. Los demás le miraron a la vez. Wilmo inclinó la cabeza como avergonzado.

«Qué silencio hay», pensó Tiuri un poco después. «En mi vida he sentido tanto silencio. Sólo oigo nuestras respiraciones y, a lo mejor, si escucho bien, los latidos de mi propio corazón...»

Los cinco jóvenes no podían hablar entre sí, no podían decir ni una palabra en toda la noche. Y no podían tener ningún contacto con el mundo exterior. Habían cerrado incluso la puerta de la capilla con candado y volverían a abrirla a la mañana siguiente, a las siete, cuando viniesen los caballeros del rey Dagonaut a buscarlos.

¡Mañana por la mañana! Tiuri imaginaba el festivo desfile: los caballeros con sus corceles bellamente enjaezados, los coloridos escudos y los ondeantes estandartes. También se veía a sí mismo, montado en un fogoso caballo, vestido con una armadura resplandeciente, con casco y ondeante plumaje.

Apartó aquella imagen de sí. No debía pensar en los aspectos externos de la caballería, sino proponerse ser leal y honesto, valiente y servicial.

La luz de la vela le dañaba la vista. Miró al altar donde reposaban las cinco espadas. Encima colgaban los escudos; brillaban en la luz oscilante de las velas.

«Mañana habrá dos caballeros llevando las mismas armas», pensó, «mi padre y yo». Su padre también se llamaba Tiuri. Le llamaban «El Valiente». ¿Estaría despierto pensando en su hijo? «Espero convertirme en un caballero tan bueno como él», pensó Tiuri.

Poco después tuvo otro pensamiento: «¿Te imaginas que ahora llamase alguien a la puerta? No podríamos abrirla». Se acordó de algo que una vez le contó el caballero Fartumar, del que había sido su escudero. Cuando éste estaba velando en la capilla la noche antes de su espaldarazo, alguien llamó con fuerza a la puerta. Él estaba entonces con tres amigos, pero ninguno de ellos abrió. ¡Menos mal!, porque después resultó ser un sirviente del rey que quería ponerlos a prueba.

Tiuri volvió a mirar a sus compañeros. Seguían en la misma postura. Seguro que ya había pasado la medianoche. Su vela casi se había consumido; era la más pequeña de las cinco. Tal vez fuera porque estaba sentado más cerca de la ventana. Allí había corriente, no dejaba de sentir el aire. «Cuando se apague mi vela no encenderé otra», pensó. Le parecía más agradable estar sentado en la oscuridad para que los otros no pudieran verle. No tenía miedo de quedarse dormido.

¿Dormía Wilmo? No, se movía.

«No estoy haciendo bien la vigilia», pensó Tiuri. Cruzó las manos y fijó los ojos en la espada que sólo podría usar para una buena causa. Pronunció para sí las palabras que le diría al rey Dagonaut al día siguiente: «Juro, como caballero, servirle con lealtad, así como a sus súbditos, y a todo aquel que solicite mi ayuda. Juro...».

Entonces llamaron a la puerta con suavidad, aunque se escuchó perfectamente. Los cinco jóvenes contuvieron la respiración pero permanecieron sentados inmóviles.

Volvieron a llamar.

Los jóvenes se miraron, pero no dijeron una palabra ni se movieron.

Oyeron cómo giraba el pomo de la puerta. Después se oyó el sonido de pisadas que se alejaban lentamente.

Los cinco suspiraron a la vez.

«Ya ha pasado», pensó Tiuri. Era extraño, pero tenía la sensación de que había estado esperando aquello durante todo el tiempo que llevaba velando. Su corazón latía tan fuerte que se le ocurrió que los demás también debían de oírlo. «Vamos, tranquilo», se dijo a sí mismo. «A lo mejor era un extraño que no sabía que velábamos aquí, o alguien que quería gastarnos una broma, o ponernos a prueba...»

Sin embargo, se quedó en tensión esperando volver a oír otra cosa. Su vela brilló con más intensidad durante un instante y después se apagó con un suave sonido siseante. Ahora estaba sentado en la oscuridad.

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando oyó un ruido muy débil encima de su cabeza. Era como si alguien estuviera rascando la ventana con las uñas. Y entonces escuchó una voz, débil como un suspiro, que decía:

–¡Por amor de Dios, abre la puerta!

2. La petición de un desconocido

Tiuri se enderezó y miró hacia la ventana. No vio nada, ninguna sombra, por lo que podía pensar que eran imaginaciones suyas. ¡Ojalá fuese así! No podía hacer, de ninguna de las maneras, lo que aquella voz le había pedido por muy urgente que pareciera. Ocultó su cara entre las manos e intentó apartar cualquier pensamiento de su mente.

Pero volvió a oír la voz, con mucha claridad, aunque no fuese más que un susurro: «¡Por amor de Dios, abre!».

Sonó casi más acuciante que al principio.

Tiuri miró a sus amigos. Daba la impresión de que no habían escuchado nada. Pero él sí lo había oído. «¡Por amor de Dios, abre!»

¿Y ahora qué? No podía abrir la puerta... pero ¿y si se trataba de una persona que estuviese en peligro, un fugitivo que quisiera acogerse a sagrado?

Escuchó. Volvía a haber silencio. La voz seguía sonando en sus oídos; nunca podría olvidarla. Ay, ¿por qué tenía que estar pasando aquello? ¿Por qué tenía que oír aquella súplica él precisamente? No debía responder, pero no se sentiría tranquilo hasta haberlo hecho.

Dudó. Después tomó una decisión. Se levantó sin hacer ruido, con dificultad, pues se había quedado rígido al llevar tanto tiempo arrodillado sobre el suelo helado. Empezó a deslizarse hacia la puerta tanteando la pared. De vez en cuando volvía la mirada hacia sus amigos. No creía que hubiesen notado nada, o sí, podía ser; Armán le miró. Pero Armán nunca le delataría.

Pareció que pasaba una eternidad hasta que llegó al pórtico. Volvió a lanzar una mirada hacia atrás: a sus amigos, al altar y a los escudos que había encima, a la luz de las cuatro velas y a las sombras oscuras de alrededor, entre las columnas y las bóvedas. Después cruzó el pequeño pórtico hacia la puerta y puso la mano en la llave.

«Si abro», pensó, «romperé las reglas. Mañana no podré ser nombrado caballero».

Giró la llave, abrió un poco la puerta y miró hacia fuera.

En el umbral había un hombre vestido con un ancho hábito, con la capucha sobre la cabeza. Tiuri no podía distinguir sus rasgos, estaba demasiado oscuro. Abrió la puerta un poco más y esperó en silencio a que el otro dijese algo.

–¡Gracias! –susurró el desconocido.

Tiuri siguió en silencio.

El desconocido esperó un momento y después dijo, todavía susurrando:

–Le pido ayuda. Es un asunto de vida o muerte.

Como Tiuri no respondió, siguió diciendo:

–¿Quiere ayudarme?... ¿Quiere ayudarme? –repitió–. ¡Santo Dios! ¿Por qué no dice nada?

–¿Cómo puedo ayudarle? –susurró Tiuri–. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Es que no sabe que mañana seré nombrado caballero y que no puedo hablar con nadie?

–Lo sé –contestó el desconocido–. Precisamente por eso he venido hasta aquí.

–Habría sido mejor que hubiese ido a otra parte –susurró Tiuri enfadado–. Acabo de romper las reglas, así que mañana no podré recibir el espaldarazo.

–Recibirá el espaldarazo precisamente con gran mérito –dijo el desconocido–. ¿Acaso no debe responder un caballero cuando se le solicita ayuda? Salga, entonces le contaré lo que puede hacer por mí. ¡Rápido, rápido, no hay mucho tiempo!

«¡Sí, claro!», pensó Tiuri, «ya he hablado y abierto la puerta, ¿por qué no iba a salir también de la capilla?».

El desconocido le cogió la mano y lo llevó a lo largo del muro exterior de la capilla. Su mano tenía un tacto huesudo y rugoso: la mano de un anciano. «Su voz también suena como la de un anciano», pensó Tiuri. «¿Quién será?»

El desconocido se detuvo junto a un pequeño nicho.

–Escondámonos aquí –susurró– y hablemos en voz baja para que nadie pueda oírnos.

Cuando estuvieron en el nicho soltó la mano de Tiuri y le preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Tiuri –contestó el joven.

–Ay, Tiuri, en ti podré confiar.

–¿Qué quiere de mí?

El desconocido se inclinó hacia él y susurró:

–Aquí tengo una carta, una carta muy importante. Puedo decirte que el bienestar de todo un reino depende de ella. Es para el rey Unauwen.

¡El rey Unauwen! Tiuri había oído hablar mucho de él. Reinaba en la tierra al oeste de las montañas y se hablaba de él como de un monarca noble y justo.

–Esta carta tiene que ser entregada al rey –dijo el desconocido–. Tan rápido como sea posible.

–Usted no pretenderá... –empezó a decir Tiuri incrédulo.

–Quien llevará la carta será el Caballero Negro del Escudo Blanco –le interrumpió el desconocido–. En este momento está en la posada Yikarvara en el bosque. Sólo te estoy pidiendo que le lleves esta carta. Yo no puedo hacerlo; soy mayor y me persiguen enemigos.

–¿Por qué no se lo pide a otro? La ciudad está llena de caballeros; hay gente de sobra en la que puede confiar.

–No se lo puedo pedir a ninguno de ellos –contestó el desconocido–. Llaman demasiado la atención. ¿No te he dicho que hay enemigos por todas partes? Hay espías al acecho por toda la ciudad esperando poder robar la carta. No, no puedo recurrir a un caballero conocido. Necesito a alguien desconocido y que no llame la atención. Pero al mismo tiempo debo atreverme a confiarle esta carta. Busco a alguien que sea un caballero, pero que a la vez no lo sea. Eres la persona que necesito: has sido considerado merecedor de recibir mañana el espaldarazo, pero también eres joven y aún no eres conocido.

Tiuri no tenía nada que objetar a aquellas palabras. Intentaba de nuevo distinguir los rasgos del desconocido, pero no lo consiguió.

–¿Es muy importante esta carta? –preguntó.

–¡De una importancia incalculable! –susurró el desconocido–. ¡Vamos!, no dudes más –siguió diciendo con voz temblorosa–. ¡Estás perdiendo mucho tiempo! Aquí cerca, detrás de la capilla, hay un caballo en un prado; si lo coges podrás estar en la posada dentro de tres horas, si corres mucho puedes llegar en menos tiempo. Ahora debe de ser la una y cuarto. A las siete podrás estar de vuelta, cuando vengan a buscarte para que comparezcas ante el rey Dagonaut. Por favor, haz lo que te pido.

Tiuri sintió que no podía negarse. Las reglas que debía seguir un futuro caballero eran importantes, pero aquella petición de ayuda lo era más todavía.

–Lo haré –dijo–. Deme la carta y dígame cómo puedo encontrar la posada.

–¡Gracias! –suspiró el desconocido y, susurrando rápidamente, continuó diciendo–: La posada se llama Yikarvara. ¿Conoces la casa de caza del rey Dagonaut? Detrás hay un estrecho camino que lleva al noroeste. Tómalo hasta que llegues a un claro en el bosque. De allí parten dos senderos, coge el de la izquierda y él te llevará. En cuanto a la carta, júrame por tu honor de caballero protegerla como a tu propia vida y no dársela a nadie más que al Caballero Negro del Escudo Blanco.

–Aún no soy caballero –dijo Tiuri–, pero si lo fuera lo juraría por mi honor.

–Bien. Si alguien quisiera robártela debes destruirla, pero no antes de que sea realmente necesario. ¿Entendido?

–Entendido –contestó Tiuri.

–Y recuerda bien esto: cuando estés con el Caballero Negro del Escudo Blanco debes preguntarle: «¿Por qué su escudo es blanco?». Él te contestará: «Porque el blanco contiene todos los colores». Entonces él te preguntará: «¿De dónde vienes?». Y tú contestarás: «Vengo de lejos». Sólo después deberás entregársela.

–Es el santo y seña –masculló Tiuri.

–Exacto, el santo y seña. ¿Sabes ya exactamente lo que tienes que hacer?

–Sí, señor –dijo Tiuri–. Démela.

–Una cosa más –dijo el desconocido–. Ten cuidado, estate pendiente de que no te sigan. Aquí está la carta. Cuídala bien.

Tiuri la cogió. Era plana y no muy grande, y notó que tenía sellos. Con cuidado la metió bajo su camisa, junto a su pecho.

–¿No la perderás? –preguntó el desconocido.

–No –contestó Tiuri–, aquí estará a salvo.

El desconocido le cogió las manos y las apretó:

–Ve entonces –dijo–. Que Dios te bendiga.

Entonces soltó las manos de Tiuri, se dio la vuelta y se marchó. Poco después no quedaba rastro de él.

Tiuri esperó un momento y después se dirigió, en silencio y rápidamente, hacia el lado contrario. Miró un momento a las ventanas poco iluminadas de la capilla donde sus amigos aún velaban ante el altar. «¡Vamos!», se dijo a sí mismo, «tengo que darme prisa».

Y fue en busca del prado donde debía estar el caballo.

3. El camino a la posada

Era una bonita noche de verano; en el cielo brillaban muchas estrellas. Detrás de la capilla, Tiuri encontró efectivamente un caballo. Estaba atado a una valla y no tenía ni riendas ni silla.

«Menos mal que ya he montado alguna vez un caballo a pelo», pensó mientras empezaba a soltar la cuerda con dedos un tanto temblorosos. Era una lástima que no llevara encima su navaja porque la cuerda estaba atada con muchos nudos. No llevaba ningún arma consigo; todas estaban en la capilla.

El caballo soltó un pequeño relincho que sonó muy fuerte en aquel silencio. Tiuri miró a su alrededor. Una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado un poco a la oscuridad, vio una edificación, no lejos de él, posiblemente la granja a la que pertenecía el prado.

Por fin soltó la cuerda.

–Venga –le susurró al caballo–. Ven conmigo.

El animal volvió a relinchar. Un perro empezó a ladrar y unos instantes después una luz se encendió en la granja.

Tiuri se subió al caballo y chasqueó la lengua.

–¡Arre!

El animal empezó a moverse poco a poco.

–¡Eh! –gritó de pronto una fuerte voz–. ¿Quién anda ahí?

A Tiuri ni se le pasó por la cabeza responder.

El perro ladraba mucho, con fiereza, y un hombre salió de la granja con un farol en la mano.

–¡Ladrón! –gritó–. ¡Detente! Jian, Marten, venid aquí. Un ladrón se lleva mi caballo.

Tiuri se asustó. Robar, ésa no era su intención. Pero no tenía tiempo que perder. Se inclinó hacia delante y apremió al caballo. El animal obedeció y empezó a trotar.

–¡Más rápido! –susurró Tiuri nervioso–. ¡Más rápido!

A su espalda se oyó un confuso jaleo; griterío, voces y un persistente ladrido. El caballo se asustó, echó las orejas hacia atrás y corrió rápido como el viento.

«Siento haber tenido que coger prestado su caballo», se dijo Tiuri pensando en el hombre al que aún oía gritar. «No lo estoy robando, después se lo devolveré.»

Cuando después de un rato miró hacia atrás, la granja ya quedaba muy lejos y no había ni rastro de perseguidores. A pesar de ello siguió cabalgando con la misma rapidez.

Se dijo a sí mismo que el desconocido bien podría haberle contado que el caballo era de otra persona. La carta parecía ser muy importante y, además, muy secreta. Contuvo un poco al caballo y comprobó al tacto si el valioso documento seguía seguro. Sí, estaba en el mismo lugar. Miró con atención a su alrededor, acordándose de que el desconocido había hablado de enemigos que estaban al acecho. Pero no vio a nadie. Miró fijamente hacia la ciudad que estaba prácticamente a oscuras, y lanzó una mirada hacia la capilla, que se adivinaba pequeña y blanca sobre la colina.

Después siguió en dirección al bosque.

El bosque no estaba lejos de la ciudad de Dagonaut. Era muy extenso y aún quedaban lugares en los que el hombre jamás había puesto un pie. Tiuri conocía bien el camino hacia la casa de caza; había ido muchas veces allí con la comitiva del rey.

En el bosque había mucha más oscuridad, pero el camino era ancho, por lo que podía seguir avanzando deprisa. De vez en cuando dejaba que el caballo fuese al paso para poder observar bien a su alrededor. No veía a nadie y a pesar de ello el bosque parecía estar habitado por seres invisibles que le espiaban y acechaban, listos para asaltarle...

Llegó a la casa de caza sin que nada hubiese ocurrido. Encontró sin problemas el camino del que le había hablado el desconocido; era estrecho y serpenteante, y obligaba a ir más despacio por él.

«Espero llegar a tiempo», se dijo a sí mismo. «Imagina que no estuviese cuando los caballeros del rey vayan a buscarnos. Pero el desconocido ha dicho que llegaría a la posada en tres horas.»

Pensó en el Caballero Negro del Escudo Blanco al que tenía que entregar la carta. Nunca había oído hablar de él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? El rey Dagonaut no tenía ningún caballero que llevase esas armas; posiblemente estuviera al servicio del rey Unauwen. La razón por la que estaba allí, tan lejos de su país, también era un enigma. Tiuri recordaba historias de viajeros del sur que habían conocido a caballeros de Unauwen. A veces recorrían el Gran Camino del Sur para ir a Eviellan, el país hostil que había a la otra orilla del río Gris. Uno de los hijos de Unauwen gobernaba allí.

Se preguntaba cuánto tiempo llevaría en camino. ¿Una hora? Entonces serían las dos y cuarto. Quizá más tarde; le parecía que había pasado mucho tiempo desde que estuviera arrodillado en la capilla y oyera la voz que le pedía que abriera...

El terreno empezó a ser accidentado: a veces ascendía y luego volvía a descender. El caballo parecía ver mejor que él; al menos avanzaba sin dudar.

Silencioso era el bosque en la noche... pero no tan silencioso como la capilla. Oía todo tipo de sonidos extraños y suaves, de animales tal vez. Y el crujir de hojas y los pasos del caballo y el chasquido de ramas secas que se rompían al chocar con ellas. Algo voló contra su cara; se asustó un poco. Sólo era una mariposa nocturna u otro tipo de insecto.

El camino volvía a ascender y se despejaba. Allí había menos árboles. «Seguro que ya estoy cerca del claro», pensó.

Un poco después llegó a un altiplano en el que no había ningún árbol. Aquél debía de ser el lugar que le había mencionado el desconocido. Debía tomar el camino de la izquierda.

Cuando cruzaba el altiplano escuchó de pronto algo que no se parecía en nada a los sonidos que había oído hasta entonces: ¡relinchos y ruido de cascos!

Sólo podía ver una parte del bosque y cuando observó bien vio figuras oscuras y brillo de armas a lo lejos. Una comitiva de caballeros cruzaba rápidamente por el bosque.

Tiuri se ocultó bajo los árboles preguntándose quiénes serían aquellos caballeros y qué harían en el bosque en mitad de la noche. Después de un rato se atrevió a volver al altiplano. No se veía ni se oía a nadie más; era como si lo hubiese soñado. No se quedó mucho tiempo pensando, sino que cogió el sendero de la izquierda que descendía desde el claro.

«No puedo decir que esto sea un sendero», pensó mientras seguía avanzando. «Es una especie de senda, no más.» Y suspiró irritado porque tenía que ir más despacio. Un poco más allá se vio incluso obligado a bajar del caballo y guiarlo a pie, buscando el camino a tientas, temiendo perderse a cada momento. Las ramas le golpeaban la cara y la alta hierba cubierta de rocío le mojó los pies.

«¿Qué hora será?», se preguntaba una y otra vez. «Como esto siga así, jamás llegaré a tiempo.»

Entretanto, comenzó a clarear y algunos pájaros se pusieron a cantar.

Suspiró de alivio cuando el camino por fin mejoró y pudo volver a montar a caballo.

En el momento de oscuridad previo al amanecer llegó a un segundo claro. Allí había un pequeño edificio de madera; aquélla debía de ser la posada.

4. La posada Yikarvara

Tiuri se bajó del caballo y lo ató a un árbol. Después fue corriendo a la posada. Estaba silenciosa y oscura; todas las puertas y ventanas estaban cerradas. El joven dejó caer la aldaba sobre la puerta. Ésta produjo un golpe fuerte y atronador que debió despertar a todo el mundo. Sin embargo dentro de la posada no se oyó ningún ruido. Tanteó la puerta pero estaba cerrada con llave. Impaciente, volvió a hacer tronar la aldaba. Entonces se abrió una ventana de la planta superior. Un hombre, con gorro de dormir, se asomó y con voz adormilada preguntó qué deseaba.

–¿Es ésta la posada Yikarvara? –preguntó Tiuri.

–Sí, ésta es –contestó el hombre gruñendo–. ¿Para eso tenías que despertarme y quizá también a mis huéspedes? No tenemos mucha paz esta noche.

–¿Es usted el posadero? Quiero hablar con uno de sus huéspedes.

–¿En mitad de la noche? –dijo el hombre enfadado–. No va a poder ser. Vuelva mañana.

–¡Es importante! –dijo Tiuri en un tono de urgencia–. Por favor... no cierre la ventana.

El hombre volvió a asomarse.

–¿Quién eres? Y ¿con quién tienes que hablar?

–No importa quien yo sea –susurró Tiuri–. Busco al Caballero Negro del Escudo Blanco.

El hombre hizo un sonido raro; Tiuri no pudo distinguir si era de enfado o sorpresa. En cualquier caso el adormilamiento había desaparecido de su voz cuando dijo:

–Espera un momento, ya bajo.

Su cabeza desapareció y al poco tiempo Tiuri oyó el chirrido de cerrojos que se corrían. Después se abrió la puerta y el hombre apareció en el umbral. Iba en camisón y llevaba una vela encendida en la mano.

–Bien –dijo mirando a Tiuri de arriba abajo–. Soy el posadero de Yikarvara. Y ahora cuéntame por qué me has sacado de mi sueño.

–Vengo a ver al Caballero Negro del Escudo Blanco. Tengo que hablar con él inmediatamente.

–Eres el segundo de esta noche. Pero eso de hablar con él inmediatamente no va a ser posible.

–Puede despertarlo, ¿no?

–No va a ser posible –volvió a decir el posadero–. El Caballero Negro del Escudo Blanco no está aquí. Se marchó esta noche temprano.

Tiuri se sobresaltó.

–No –dijo–. Eso no puede ser.

–¿Por qué no iba a poder ser? –preguntó el posadero con calma.

–¿Adónde ha ido? –preguntó Tiuri nervioso.

–Si lo supiera te lo diría. Pero no lo sé.

Pareció notar el susto de Tiuri, porque añadió:

–Creo que volverá, al menos si es tan buen caballero como parece. Vienes a por él, ¿no es así? No de su parte.

–A por él –dijo Tiuri.

–¿Qué tienes que contarle?

–Eso no puedo decírselo a usted. Pero es urgente. ¿Sabe cuándo volverá?

–Si lo supiera te lo diría, pero eso tampoco lo sé. No sé absolutamente nada de ese caballero. Es una historia extraña.

Se rascó tan fuerte la cabeza que se le cayó el gorro.

–¡Ay!, pero usted tiene que saber algo –dijo Tiuri–. ¿Cuándo se ha ido y por qué? ¿Qué dirección tomó?

–Ésas son muchas preguntas a la vez –dijo el posadero. Se agachó con dificultad y recogió su gorro de dormir–. Ven conmigo al comedor –dijo entonces–. No me gusta el frío húmedo de la mañana; no es bueno para mis rígidas piernas.

En el comedor dejó la vela sobre la mesa y volvió a ponerse el gorro. Tiuri, que le había seguido, preguntó con impaciencia:

–¿Adónde ha ido el Caballero Negro?

–Llegó ayer por la mañana. Un huésped extraño, no es que dude de que sea un caballero valiente, no, precisamente me impresionó mucho. Estaba completamente solo, no le acompañaba ni un escudero. Llevaba una armadura negra como el carbón, sólo el escudo que traía en el brazo era blanco como la nieve. Tenía la visera negra bajada y no se la levantó cuando me pidió una habitación, ni tampoco cuando entró.

»Bien, le di una habitación, por supuesto, y más avanzado el día fui a llevarle la comida porque me lo había pedido. Pensé que entonces vería su cara, pero no fue así. Se había quitado la armadura y también el casco, pero llevaba puesta una máscara negra de seda, por lo que sólo pude verle los ojos. Extraño, ¿no es cierto? Seguro que ha hecho algún voto. ¿Sabes algo de eso?

–¿Adónde ha ido? –volvió a preguntar Tiuri.

El posadero pareció un poco irritado, pero contestó de todos modos.

–Eso es lo que iba a contarte. A eso de la una o las dos, mientras estaba en la cama, llamaron con fuerza a la puerta. Miré por la ventana y allí había otro caballero negro.

«¡Déjenme entrar!», exclamó. «¿Está aquí el Caballero Negro del Escudo Blanco?» Sí, contesté yo. Pero es un poco tarde... «¡Abra la puerta!», gritó. «¡O la echo abajo!» Bajé volando y abrí la puerta. El caballero estaba delante de mí; también llevaba una armadura negra como el carbón, pero su escudo era rojo como la sangre. Me preguntó con tono severo: «¿Dónde está el Caballero Negro del Escudo Blanco?». Está dormido, contesté. «¡Despiértele!», dijo entonces. «Tengo que hablar con él. Y dese un poco de prisa, por favor.»

Para ser sincero, yo estaba un poco asustado y me apresuré a obedecer. Pero antes de llegar a la habitación de mi huésped, éste bajaba ya por la escalera. Estaba totalmente vestido, llevaba puesta su armadura y su casco, con la visera bajada. Tenía todas sus armas y el escudo blanco le colgaba del brazo. Así bajó y entró en el comedor. El Caballero Negro del Escudo Rojo fue a su encuentro y se detuvieron uno frente al otro. El Caballero del Escudo Rojo se quitó un guante y se lo tiró al otro a los pies. El Caballero del Escudo Blanco lo recogió y preguntó: «¿Cuándo?». «¡Ahora!», contestó el Caballero del Escudo Rojo.

El posadero calló un momento para coger aire y concluyó diciendo:

–Después salieron juntos del comedor, sin decir una sola palabra, y un par de minutos más tarde se alejaron a caballo, adentrándose en el bosque.

–Para batirse en duelo –dijo Tiuri.

–Sí, eso creo yo también. Y hasta ahora no ha vuelto ninguno de los dos.

–¿Así que se fueron a las dos? ¿Qué hora es?

–Cerca de las cuatro y media, creo. Ya está amaneciendo.

–¿En qué dirección se fueron?

El posadero salió con él y se lo indicó.

–Pero no sé adónde querían ir –añadió.

–Intentaré seguir sus huellas –dijo Tiuri con prisa–. Gracias.

Y antes de que el posadero pudiera decir o preguntar nada más, ya había salido corriendo hasta el caballo, se había subido a él y había desaparecido.

5. El Caballero Negro del Escudo Blanco

En el este, el cielo era rosa y naranja; el sol estaba a punto de salir. Los pájaros piaban y silbaban, cantaban y gorjeaban contentos, como si se alegrasen del bonito día que empezaba. Tiuri no se alegraba; estaba irritado por lo tarde que era , y ni siquiera había cumplido la misión. ¿Cómo iba a conseguir volver a tiempo a la capilla? A pesar de ello siguió cabalgando sobre las huellas que habían dejado los dos caballeros negros. Había jurado entregar la carta y no quería romper un juramento. Aquello no le permitía quedarse eternamente quejándose para sus adentros. Maldecía al Caballero Negro del Escudo Rojo por haber retado al Caballero Negro del Escudo Blanco, y le parecía mal que el Caballero Negro del Escudo Blanco hubiera aceptado el reto. Maldecía a los dos por no haber dejado claras sus huellas al no haber ido por el sendero y sí por el bosque.

«Seguro que ya son las cinco», pensó. «Ya es totalmente de día. ¿Dónde habrán ido?, por Dios.»

Pensó en la sorpresa que se llevarían los caballeros de Dagonaut al no encontrarle a las siete en la capilla. ¿Qué pensarían el rey, sus padres, sus amigos y los demás cuando se enterasen de que se había ido la noche de su espaldarazo? Volvió a recordar las palabras del desconocido y en un suspiro llegó a la conclusión de que no podía haber actuado de otra forma. Entonces volvió a la realidad con un sobresalto porque había perdido el rastro.

Había llegado a un claro y el suelo arenoso estaba completamente removido y lleno de huellas. ¿Cuáles pertenecían a los dos caballeros?

Miró fijamente alrededor. Era como si toda una tropa de caballeros hubiese pasado por allí, a lo mejor eran los caballeros que había visto por la noche. Éstos habían cruzado el bosque en tropel, aplastando muchas plantas y rompiendo ramas. No pudo encontrar el rastro de los dos caballeros. Finalmente tomó la dirección por la que había llegado la tropa; había abierto un claro y visible sendero. Al seguir cabalgando se preguntó si ellos tendrían algo que ver con los caballeros negros. Aunque hubiera luz, de pronto se sintió más angustiado de lo que había estado la noche anterior...

Después de un rato oyó algo: un relincho suave e intranquilo. Unos segundos después vio un caballo atado a un árbol. Era un caballo negro precioso, enjaezado con sencillez. Le miró con ojos tristes y oscuros y volvió a relinchar.

Tiuri le acarició un momento el hocico y susurró: «Ten paciencia, iré a ver dónde esta tu dueño. Supongo que debe estar por aquí. ¿No es así?».

Cabalgó un poco más y entonces vio algo entre los árboles, sobre la pálida hierba verde. Era negro y blanco y rojo... La respiración se le cortó en la garganta, a pesar de lo cual saltó de su caballo rápidamente y fue hacia allí.

Allí, en el suelo, había una persona con una armadura negra, dañada y abollada. Blanco era el escudo que había a su lado. Lo rojo era sangre. Tiuri había encontrado al Caballero Negro del Escudo Blanco, pero estaba herido o... muerto.

Se arrodilló junto a él. Estaba gravemente herido, pero todavía respiraba. No llevaba casco, pero tenía la cara cubierta por una máscara negra. Tiuri se inclinó para mirarle fijamente, con todos los miembros temblándole. Después se sobrepuso. Tenía que hacer algo, ver cómo estaba el herido, vendarle.

El caballero se movió y susurró:

–¿Quién está ahí?

Tiuri se inclinó sobre él.

–Quédese tumbado, señor –dijo–. Voy a ayudarle. ¿Le duele algo?

Vio que el caballero le miraba a través de la máscara.

–No te conozco –dijo con voz débil–, pero me alegro de que alguien me haya encontrado antes de morir. No te preocupes por mis heridas, ya no hay nada que hacer.

–No diga eso –dijo Tiuri, mientras empezaba a soltar la armadura con cuidado.

–No te molestes –susurró el caballero–. Sé que me estoy muriendo.

Tiuri temió que tuviese razón. A pesar de ello siguió intentando aliviar el sufrimiento del herido. Rasgó un trozo de su ropa y con él lo vendó lo mejor que pudo.

–Gracias –susurró el caballero un poco después–. ¿Quién eres y cómo es que estás aquí?

–Me llamo Tiuri. ¿Voy a buscar agua? Tal vez quiera beber un poco.

–No es necesario. Tiuri... conozco ese nombre. ¿Eres familia de Tiuri el Valiente?

–Es mi padre.

–¿Cómo es que estás aquí? –preguntó el caballero.

–Yo... vine por usted... siento tanto que...

–¿Vienes por mí? –le interrumpió el Caballero Negro–. ¿Vienes por mí? Gracias a Dios, entonces a lo mejor no es demasiado tarde... –miró a Tiuri con unos ojos que brillaban detrás de la máscara negra y le preguntó–: ¿Tienes algo para mí?

–Sí, señor. Una carta.

–Sabía que mi escudero encontraría un mensajero –suspiró el caballero–. Espera un momento –dijo cuando Tiuri iba a sacar la carta–. ¿No tienes nada que preguntarme?

Tiuri recordó de pronto que tenía que decir el santo y seña.

–¿Por qué... por qué su escudo es blanco? –preguntó tartamu - deando.

–Porque el blanco contiene todos los colores –contestó el caballero. Su voz sonó mucho más fuerte. Era una voz que a Tiuri le infundía una gran confianza.

Después él preguntó:

–¿De dónde vienes?

–Vengo de lejos –contestó Tiuri.

–Ahora enséñame la carta –ordenó el caballero–. Ah, no, antes comprueba si alguien nos espía.

Tiuri miró.

–No hay nadie por los alrededores –dijo–, excepto nuestros caballos.

Sacó la carta y se la enseñó al caballero.

–Oh, señor –rompió a decir–, cuánto siento que le hayan vencido en el duelo.

–¿Duelo? –dijo el herido–. No ha habido ningún duelo. Nunca me ha vencido nadie. El Caballero Negro del Escudo Rojo me tendió una emboscada. Sus Caballeros Rojos se me echaron encima y me asaltaron en gran número.

–¡Qué horror! –murmuró Tiuri atónito.

–Pero no han encontrado lo que buscaban. No sólo querían destruirme a mí, sino también la carta, la carta que me acabas de enseñar. Ocúltala bien, después te diré lo que debes hacer con ella... Primero dime, Tiuri, ¿cómo es que has venido tú a traerme la carta?

Tiuri se lo contó.

–Bien –susurró el caballero, callando después unos segundos–. No te preocupes tanto –dijo después con amabilidad.

Tiuri notó que sonreía bajo la máscara y deseó saber cómo era su cara.

–Escucha –dijo el caballero–. Tengo que ser breve porque no me queda mucho tiempo... Esta carta es para el rey Unauwen y es de enorme importancia. Ahora que yo ya no podré llevarla, tendrás que hacerlo tú.

–¿Yo? –susurró Tiuri.

–Sí, no se me ocurre nadie mejor. Tú eres capaz, confío en ti. Debes ponerte en camino inmediatamente, no hay tiempo que perder. Tienes que viajar al oeste, primero cruzando el bosque y después bordeando el río Azul hasta llegar a su nacimiento. Allí vive un ermitaño, Menaures... Coge el anillo de mi dedo; cuando se lo muestres al ermitaño sabrá que te he enviado yo. Entonces te ayudará a cruzar las montañas porque no puedes hacerlo solo. Al otro lado de las montañas el propio camino te guiará...

El caballero levantó la mano y dijo:

–Aquí tienes, coge mi anillo... Sé que te estoy pidiendo mucho, pero en este momento eres la persona indicada para realizar esta misión.

Tiuri sacó con cuidado el anillo de su dedo.

–Quiero hacerlo –dijo–, pero no sé...

–Tienes que hacerlo –dijo el caballero–. Pero no quiero ocultarte que será difícil. Ya sabes que hay enemigos al acecho que buscan esta carta; te amenazarán muchos peligros. Así que mantén en secreto tu misión; no cuentes nada a nadie. Y entrega esta carta sólo al rey Unauwen.

–¿Qué... qué pone en ella? –preguntó Tiuri, mientras deslizaba lentamente el anillo en su propio dedo.

–Es un secreto –contestó el caballero–. No debes abrirla. Sólo si corres el riesgo de tener que entregarla, debes leerla para poder llevar el mensaje de viva voz. En ese caso debes destruir la carta. Pero eso sólo en caso de necesidad.

Se calló un momento y entonces preguntó con una voz mucho más débil:

–¿Quieres llevar la carta?

–Sí, señor.

–Júramelo por tu honor de caballero –susurró el caballero.

–Lo juro por mi honor de caballero –dijo Tiuri–. Es sólo –añadió entonces– que todavía no soy caballero.

–Lo serás. Y ¿quieres quitarme ahora la máscara...? Siempre hay que ir hacia la Muerte con la cara descubierta.

Con manos temblorosas, Tiuri hizo lo que le había pedido. Y cuando vio la cara tranquila y noble del Caballero Negro quedó tan impresionado que le cogió la mano y le juró que entregaría la carta a salvo.

–Y le vengaré de sus asesinos –dijo.

–Eso no es cosa tuya... –susurró el caballero–. Sólo tienes que ser mi mensajero.

Cerró los ojos. Sus dedos se movieron un momento en la mano de Tiuri y después se quedaron quietos.

Tiuri le miró y soltó su mano con suavidad. Sabía que había muerto y estaba profundamente apenado aunque acabara de conocer al caballero. Después se llevó las manos a la cara y rezó por su alma.

6. Los Caballeros Rojos

Tiuri se levantó y volvió a mirar la cara serena del Caballero Negro del Escudo Blanco. Después se dio la vuelta y fue hacia su caballo. Tenía que cumplir la misión que le había encomendado el ca - ballero: llevar la carta al rey Unauwen en el país que estaba al oeste de la Gran Cordillera.

Se detuvo junto a su caballo y pensó cuál era la mejor forma de actuar. No podía volver a la ciudad de Dagonaut, eso llevaría demasiado tiempo. Además tendría que dar explicaciones y eso no era posible porque su misión debía mantenerse en secreto. A pesar de todo, tenía que mandar noticias a la ciudad, a sus padres, para que no se intranquilizaran y empezaran a buscarlo. También tenía que ocuparse de que el Caballero del Escudo Blanco tuviera un entierro digno y que se supiera quién lo había asesinado. Lo mejor que podía hacer, pensó, era volver a la posada; no estaba lejos de allí. «Puedo contarle al posadero que el Caballero del Escudo Blanco ha muerto y pedirle que envíe un mensaje a la ciudad».

Un instante después ya estaba en camino, sintiéndose mucho más adulto y serio que antes. Tras haber cabalgado un rato, oyó crujir de ramas y vio aparecer un poco más adelante a un hombre a caballo que venía a su encuentro. Iba vestido como para una batalla, con casco y cota de malla, lanza y espada. Su cota, escudo y el penacho de su casco eran rojos como la sangre. «Uno de los Caballeros Rojos», pensó Tiuri. Recordó que no llevaba ningún arma. A pesar de aquel pensamiento, siguió cabalgando tranquilo como si no pasara nada.

El Caballero Rojo se apartó un poco para dejarle el camino libre. Tiuri pasó por su lado con el corazón latiéndole con fuerza, pero antes de que le hubiera rebasado, el caballero le habló.

–Eh, amigo –dijo–, ¿qué haces en el bosque tan temprano? ¿De dónde vienes y adónde vas?

–Eso es asunto mío –respondió Tiuri en seco–. Buenos días.

Siguió cabalgando a la espera de tener un arma en su espalda en cualquier momento. No ocurrió nada. Recuperó la respiración pero no se atrevió a volver la mirada ni a acelerar el paso. Entonces oyó al caballero gritar algo; no pudo entender qué. Volvió la vista a pesar de todo y vio que se había incorporado un segundo Caballero Rojo. Ambos le seguían con la mirada. Uno de ellos volvió a gritar. Tiuri escuchó que otra persona le respondía a lo lejos. Se inquietó y aceleró el paso del caballo.

Enseguida notó que los Caballeros Rojos le seguían.

Animó a su cansado caballo a ir más rápido, la posada ya no podía estar lejos. De pronto apareció a su derecha otro Caballero Rojo que en tono brusco le ordenó que se detuviera. Antes de que Tiuri pudiera contestar, apareció por el otro lado un cuarto caballero que apenas pudo esquivar.

Tiuri emprendió realmente la huida. Y de golpe todo el bosque pareció estar lleno de Caballeros Rojos que iban a por él. Le perseguían y le gritaban que se detuviese.

Claro que no lo hizo. Obligó a girar a su caballo y se metió en una parte frondosa del bosque, en un intento desesperado de escapar de sus perseguidores.

No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo colina arriba, colina abajo, atravesando todo tipo de plantas y matorrales espinosos, con el griterío y las voces detrás. Sólo sabía que no quería ser asesinado como el Caballero Negro del Escudo Blanco. Después de un rato volvió la vista y vio que había conseguido algo de ventaja. Aquello no podía durar mucho tiempo; su caballo estaba cansado, el bosque era difícil de transitar y sus perseguidores eran demasiados contra él. De pronto se le ocurrió una idea brillante. Saltó del caballo y le golpeó las ancas para que siguiera andando, mientras que él fue hacia el lado contrario y trepó a un árbol tan rápido como pudo. Después esperó en las alturas, bien escondido entre el follaje, jadeando, a ver qué pasaba. Un par de caballeros pasó por debajo del árbol. No le vieron. Después de un rato volvió a oírlos gritar en la lejanía; entonces fue cuando se atrevió a moverse para adoptar una postura más cómoda. No bajó del árbol porque tenía miedo de que volviesen.

Se quedó un rato sentado allí arriba, pero los Caballeros Rojos no regresaron. El bosque tenía un aspecto seguro y tranquilo y parecía casi increíble todo lo que había pasado en las últimas horas.

Miró a su alrededor y sacó la carta con cuidado para observarla con detenimiento. En apariencia no tenía nada especial: era pequeña, blanca y plana, y no había nada escrito en ella. Examinó los tres sellos con los que estaba lacrada, en los cuales había una pequeña corona, pero no había nada más que pudiera indicar su impor - tancia. Volvió a guardar bien la carta y entonces pensó que debían ser las siete. Se recostó contra la rama y cerró los ojos. «Tal vez», pensó, «los caballeros de Dagonaut están haciendo sonar sus cuernos ante la puerta de la capilla en este momento. Tal vez Armán, Foldo, Wilmo y Yiusipú se están levantando para abrir la puerta...». Imaginaba a los caballeros delante de la capilla y les oía decir: «Buenos días, el rey de Dagonaut os llama. Coged la espada y el escudo y seguidnos». Intentó imaginar lo que vendría después, pero no lo consiguió. En ese momento se le apareció la imagen del Caballero Negro del Escudo Blanco que le decía: «Sólo tienes que ser mi mensajero».

Abrió los ojos. La capilla parecía quedar muy lejos y la vigilia haber pasado hace mucho tiempo. Él ya no tenía nada que ver con eso. Miró hacia abajo. «Creo que ya no hay peligro», pensó. Bajó y empezó a andar por el bosque con cuidado, mirando constantemente alrededor y aguzando el oído con cada sonido inesperado.

Al poco tiempo se llevó una sorpresa: su caballo estaba pastando tranquilamente.

–Buen caballo –dijo mientras montaba–. Vamos a la posada; allí podrás llenar la panza.

Entonces recordó que no era su caballo.

«¡Es cierto!», pensó sobresaltado. «Este caballo tiene que volver a su dueño.»

Cabalgó hacia la posada donde llegó rápidamente sin que le ocurriera nada más.

7. La huida

En el comedor, el posadero estaba barriendo. Ya estaba vestido, pero seguía con el gorro de dormir puesto. En una de las mesas, cerca de la ventana abierta, había dos hombres desayunando. Cuando Tiuri entró, los dos le miraron sorprendidos.

–¡Santo cielo! –exclamó el posadero–. ¿Qué has estado haciendo?

De pronto Tiuri se dio cuenta de que iba hecho una piltrafa. Su camisola blanca estaba manchada y rasgada por las aventuras que había vivido la noche anterior. Había perdido su cinta del pelo, por lo que los mechones le colgaban salvajes y desordenados por la cabeza y, además, estaba cubierto de arañazos que se había hecho al huir de los Caballeros Rojos.

–¿Has encontrado al Caballero Negro? –preguntó el posadero.

–Lo he encontrado –contestó el joven con gravedad.

El posadero le examinó de pies a cabeza. Finalmente su mirada se detuvo en la mano izquierda de Tiuri y la expresión de sorpresa fue transformándose poco a poco en una de sospecha.

Tiuri siguió la dirección en la que apuntaban sus ojos y vio lo que le había llamado la atención: el anillo que le había dado el caballero.

–Este anillo no es... –empezó a decir el posadero.

–El Caballero Negro del Escudo Blanco ha muerto –le interrumpió Tiuri en voz baja.

–¿Qué me dices? –gritó el posadero consternado–. ¿Muerto? ¿El Caballero del Escudo Rojo ha ganado el duelo?

–No ha habido ningún duelo. El Caballero del Escudo Blanco ha sido asesinado...

–¡Santo cielo! –exclamó el posadero–. ¡Asesinado!

–Escúcheme, por favor. No tengo mucho tiempo y lo que tengo que decirle es de gran importancia.

Los hombres de la mesa habían dejado de comer y le miraban con la boca abierta. Uno de ellos se levantó y preguntó:

–¿Le ha pasado algo al Caballero Negro que vino ayer?

Antes de que Tiuri pudiera decir nada, la puerta de la sala se abrió y una voz dura preguntó:

–¿De quién es el caballo que está delante de la posada?

Tiuri se giró. En el umbral había un hombre fornido con la cara roja, que iba mirándolos uno a uno con ojos de enfado. Tiuri no le conocía, pero su voz le resultó familiar.

–De este joven –contestó el hombre que seguía sentado a la mesa–. Ha venido a caballo.

–En efecto –dijo Tiuri–. Es mi caballo... o no, no lo es. Guardó silencio. De pronto supo quién era el hombre que estaba en el umbral; reconoció su voz... Era el dueño del caballo.

El hombre fue hacia él bramando:

–No, claro que no lo es. ¡Es mi caballo! Y tú eres el ladrón que me lo robó anoche.

–Señor, no lo he robado. Sólo lo he cogido prestado. Discúlpeme, yo...

Pero el hombre estaba demasiado enfadado como para escuchar. Agarró a Tiuri bruscamente del brazo y le dijo:

–Te tengo, ladrón.

Se dirigió a los demás y siguió diciendo:

–He seguido su rastro durante media noche, pero después de un rato lo perdí. Entonces llegué a la posada y mira por donde aquí están mi caballo y el ladrón.

Tiuri se soltó.

–No soy ningún ladrón –exclamó–. Para serle honesto tenía pensado devolverle su propiedad. Escúcheme y se lo explicaré todo.

–Pamplinas –dijo el hombre con menosprecio–. No me creo una palabra.

–Señor... –empezó a decir Tiuri.

–No soy ningún señor –le interrumpió el hombre–. No me gustan estas pamplinas que nos quieres hacer creer. Eres uno de esos chicos que tienen mucha palabrería pero que no sirven para nada.

–Déjeme explicarle –suplicó Tiuri.

–Eso lo harás después ante el preboste. Vendrás conmigo a la ciudad.

¿Ir con él a la ciudad? Tiuri no quería. Eso supondría perder tiempo y además empezaba a entender que no podía dar ninguna explicación. Tenía que guardar silencio sobre su misión y, por tanto, sobre los acontecimientos que le habían llevado a ella.

Dio un paso atrás y dijo:

–No iré con usted a la ciudad. No soy ningún ladrón, palabra de honor.

–¡Qué bonito, ahora más todavía! –exclamó el hombre–. Palabra de honor. ¿Cómo te atreves a decir algo así, granuja?

–¿Cómo se atreve a llamarme granuja? –preguntó Tiuri. Estaba enfadado por llamarle así, a él, que, de no haber pasado nada, en aquel momento sería un caballero tratado con respeto por todo el mundo. Un granuja, él, que había sido elegido para una misión importante.

–No entiendo nada –dijo el posadero–. ¿Ha robado su caballo? Él llegó a altas horas de la noche y acaba de contarme que el Caballero del Escudo Blanco ha sido asesinado. Lleva su anillo en el dedo. ¿Qué significa todo esto?

–Lo explicaría todo –dijo Tiuri por tercera vez–, pero no se me permite hacerlo.

Habló con calma, aunque por dentro estaba muy intranquilo. Las caras de los otros cuatro eran realmente amenazadoras.

–Le cogí el caballo –siguió diciendo– porque tenía que hacer un recado muy urgente...

–¡Tonterías! –dijo el dueño del caballo–. En tal caso me lo podías haber pedido prestado, ¿no? Eso no lleva tanto tiempo. Cierra ya la boca y acompáñame. Estoy harto de tanta palabrería.

–No, espere un momento –dijo el posadero–. Todavía tiene que explicarme una cosa. ¿Qué ha pasado con el Caballero Negro del Escudo Blanco?

–El Caballero del Escudo Blanco ha muerto –dijo Tiuri– y le pido que se ocupe de que reciba un entierro como corresponde a un noble caballero. Lo encontrará no muy lejos de aquí...

Le dijo dónde estaba.

–¿Quién lo ha matado? –preguntó el posadero.

–Los Caballeros Rojos –contestó Tiuri–. Fue una emboscada.

–¡Los Caballeros Rojos! –exclamó el hombre que seguía en la mesa–. Los he visto. Esta mañana pasaron por aquí, cuando...

–¿De qué estáis hablando? –preguntó el dueño del caballo–. Él es un ladrón y quiero castigarlo.

–Estamos hablando de un asesinato –dijo el posadero.

–Esto también se lo puede contar al preboste –dijo el propietario del caballo mientras agarraba a Tiuri–. Lo que es seguro es que este joven en ningún caso puede escaparse.

–Esos Caballeros Rojos... –empezó a decir el hombre de la mesa.

–El Caballero Negro... –dijo el posadero.

Pero Tiuri no esperó a ver qué más tenían que decir. Se zafó y salió corriendo del comedor. Que pensaran que era un ladrón; no se dejaría llevar a la ciudad. Los cuatro hombres le siguieron con gran griterío. Tiuri se internó en el bosque. Enseguida sacó ventaja a sus perseguidores, pero sintió que no podría ser por mucho tiempo. El corazón le latía con fuerza en la garganta y veía manchas negras. Redujo la marcha y miró hacia atrás. Después reunió todas sus fuerzas y trepó a un árbol por segunda vez.

Esta vez también funcionó la artimaña; un poco después los perseguidores corrían debajo de él sin verle.

«No puedo repetir esto una tercera vez», pensó cuando hubo recuperado un poco la respiración. «Se dice que usar tres veces la misma artimaña es tentar al diablo.»

Estaba agotado. Por suerte pudo descansar un poco, ya que de todos modos tenía que esperar a que el terreno fuera seguro. Después de un rato vio volver al posadero y al dueño del caballo. Hablaban en voz baja y tenían caras largas. El posadero había perdido el gorro de dormir; a Tiuri no le quedó más que reírse para sus adentros por muy seria que fuese la situación.

Sí, las cosas no se le presentaban bien. Tenía que viajar a un país lejano para llevar una carta importante y no tenía otra cosa que la ropa que llevaba puesta: una ropa maltrecha que no era nada apropiada. No tenía armas, ni dinero ni caballo. Se le consideraba un ladrón. Y además tenía enemigos peligrosos: los Caballeros Rojos y el Caballero Negro del Escudo Rojo, su señor.

Tiuri suspiró. La tarea que tenía por delante no le iba a ser fácil. «Y ni siquiera he podido enviar un mensaje a la ciudad», pensó. Aquello debía ocurrir de una u otra forma. El dueño del caballo iría con toda seguridad al preboste. ¿Entenderían en la ciudad que el supuesto ladrón era la misma persona que el joven que había desaparecido de la capilla la noche antes de ser nombrado caballero? «Papá, mamá y mis amigos no creerán que soy un ladrón», pensó, «creo que el rey tampoco. Pero estarán intranquilos». Volvió a suspirar. «Vamos», se dijo con seriedad. «Sólo puedes pensar en una cosa; tienes que llevar la carta. Se lo has jurado al caballero.» Miró el anillo de su dedo. Era un bonito anillo con una gran piedra, parecía un diamante. A lo mejor no era prudente llevarlo en la mano, no, era incluso una gran estupidez. Soltó el cordón que cerraba el cuello de su camisola y ató el anillo con fuerza. Lo colgó de su cuello, bajo la camisa para que nadie pudiera verlo.

Tenía que ponerse en camino; consideró que ya no había peligro. A lo mejor podía de alguna forma conseguir armas y un caballo.

«¡Vaya, si seré tonto!» pensó. Allí está todavía el del caballero; lo puedo coger sin más.

Bajó resbalando del árbol. Sabía lo que tenía que hacer: primero coger el caballo y después echarse a andar.

SEGUNDA PARTE

EL VIAJE POR EL BOSQUE

1. De camino. El caballo negro