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«Ceder no es consentir». Esto pareciera evidente. Sin embargo, es necesario delinear la frontera entre «ceder» y «consentir», pues en ocasiones puede darse una peligrosa proximidad entre ambos. El consentimiento, de hecho, siempre implica un riesgo: nunca puedo saber de antemano a dónde me conducirá. ¿Podría ser entonces que el consentimiento dejara la vía libre a la coerción? La experiencia de la pasión, la angustia en la relación con el otro y la obediencia al superyó desdibujan la frontera entre el consentimiento y la coerción dentro del propio sujeto. A partir del movimiento #MeToo y de la historia de Vanessa Springora, Clotilde Leguil explora las raíces subjetivas del consentimiento. Desde el psicoanálisis, muestra que el deseo no es el impulso y que la confrontación con la coerción deja una marca imborrable. ¿Por qué no puedo decir nada una vez que ha ocurrido? ¿Cómo puedo volver a consentir?
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Ceder no es consentir Un abordaje clínico y político del consentimiento
Edición a cargo de Enric Berenguer
Título original en francés: Céder n’est pas consentir
© Presses Universitaires de France / Humensis, 2021
© Clotilde Leguil, 2021
© Del prólogo: Clara Serra, 2023
© De la traducción: Alfonso Díez
De la corrección: Marta Beltrán Vahón
Edición a cargo de Enric Berenguer
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2023
Primera edición: octubre, 2023
Preimpresión: Moelmo SCPwww.moelmo.com
eISBN: 978-84-19407-17-7
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Edicioneswww.nedediciones.com
A las y a los que se arriesgan a decir.
A las y a los que se arriesgan a escribir.
Índice
Prólogo de Clara Serra
I. El «Nosotras» de la revuelta, el «Yo» del consentimiento
Consecuencias psíquicas del movimiento #MeToo
Efectos paradójicos de la liberación sexual
Del «Nosotras» político al «Nosotras» del pacto de amor
II. El enigma del consentimiento
Oscuro consentimiento
El enigma del consentimiento en el amor y sus efectos
El riesgo del consentimiento
Ambigüedad del consentimiento en femenino
III. Entre «ceder» y «consentir», una frontera
Cuestión ética de una distinción
Una frontera en el cuerpo
«¿El que calla consiente?»
IV. El consentimiento, íntimo y político
Contra el derecho del más fuerte, el consentimiento del súbdito
Destitución del poder de los padres
Consentimiento político forzado
V. Más acá del consentimiento, «dejarse hacer»
«Dejarse hacer, consentir a desprenderse de uno mismo»
«Soltar», preocuparse por el deseo del otro
«Dejarse hacer», ceder al terror
VI. «Ceder en»
«Ceder en cuanto al deseo»
Elegir el propio deseo, un querer incondicional
No ceder al influjo del superyó
Inversión del sentimiento de culpa
No traicionarse a uno mismo
VII. «Ceder a»
Situación traumática
Parálisis, imposibilidad de decir
Marca indeleble, inquietante
Cesión
VIII. Lengua cortada
El grito de Filomela
No callar lo que no se puede decir
ix. ¿Quién me creerá?
La boca cerrada de Dora
El resto del trauma, intraducible
X. Resucitar el silencio, poder regresar
Ceder al miedo a la guerra
El viaje de Nick al final del infierno
El relato del trauma, colgajo de discurso
XI. Consentimiento a ser otro para uno mismo
Consentir a un desdoblamiento
Un goce «de ella»
El consentimiento, un desplazamiento
XII. Locas concesiones
Abandono y espera
Creerse amada, extraviarse
Mal uso del psicoanálisis al servicio de la pulsión
XIII. Más allá de la revuelta, consentir a decir
Consentir «en nombre de»
Desobedecer
Anexo
Bibliografía
Filmografía
Agradecimientos
Prólogo
Clara Serra
En los últimos años una potente protesta feminista ha tomado la palabra para nombrar y señalar las relaciones de dominación que atraviesan el sexo en una sociedad patriarcal. Una voz colectiva —un «nosotras»— se ha abierto paso para romper el silencio y denunciar la complicidad con la que han contado los hombres que han podido abusar de su poder sin ver peligrar su prestigio o su reconocimiento social. En las siguientes páginas Clotilde Leguil explora el significado del lema con el que esta revuelta feminista ha tomado cuerpo en el contexto francés: «ceder no es consentir». Lo hace, por una parte, con la intención de reivindicar un concepto —el consentimiento— que se ha vuelto hoy clave para enfrentar social, política y jurídicamente la violencia sexual que padecen tantas mujeres. De un tiempo a esta parte el consentimiento parece estar en boca de todos y no lo reivindican solo las movilizaciones feministas. Es objeto de didácticas explicaciones en libros y contenidos de redes sociales, y tanto gobiernos como organismos internacionales piden que sea correctamente incorporado a las legislaciones. El consentimiento parece ser hoy un concepto protagonista que promete poder vehicular las demandas de libertad de las mujeres. Y si algo caracteriza al lenguaje oficial del consentimiento es que su valor parece estar inseparablemente ligado a la transparencia que es capaz de aportar al campo de la sexualidad. Hay un espíritu cartesiano —una presuposición de claridad y distinción— en el discurso hegemónico del consentimiento. «Cuando se trata de consentimiento, no hay límites difusos», reza el eslogan de la web Onu Mujeres. Obvio, indudable, evidente, el consentimiento promete ser una sencilla herramienta para iluminar sin error el territorio de las relaciones sexuales. «Puede que las personas entiendan el consentimiento como una idea vaga, pero su definición es muy clara [...], no hay líneas borrosas».
La primera razón por la que la obra que el lector tiene entre las manos supone una valiosa aportación es porque Clotilde Leguil, hablando desde un lugar diferente al de los discursos más hegemónicos, se embarca en una reflexión que pretende abordar sin miedo la complejidad que encierra el consentimiento. Se sitúa así dentro de una línea de pensamiento crítico en la que cabe localizar a Geneviève Fraisse y su obra Del consentimiento, publicado en 2007, o, más recientemente, a Katherine Angel con El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento, del año 2021. No son tantas las autoras que hablan para salirse del relato oficial que, instalado en una lógica moderna y contractualista, valora el consentimiento porque es claro y sencillo. Leguil invierte esa perspectiva. El consentimiento no es claro, sino oscuro y ambiguo. No es sencillo, sino extremadamente complejo. Y, sin embargo, eso no le resta valor. Más bien al contrario. «No hay consentimiento esclarecido. Esto mismo es lo bello del consentimiento». Alejada de los presupuestos ideológicos del neoliberalismo desde los que nuestra sociedad piensa el encuentro sexual, la autora de estas páginas renuncia a entender el consentimiento como un pacto consciente entre dos sujetos de la razón que conocen y saben lo que acuerdan. «Esta oscuridad del consentimiento —este “sí” que no se basa en el conocimiento, sino en una relación con el deseo— es también lo que le da su brillo. Esta no transparencia hacia uno mismo es lo que le da al consentimiento su valor y me revela que puedo decir “sí” sin poder fundamentarlo en la razón».
Para pensar lo que la autora llama el «enigma» del consentimiento hace falta, en efecto, salir del terreno meramente racional para hacer comparecer ese incómodo asunto para el paradigma contractualista moderno que es el deseo. Uno de los principales problemas que atraviesa al consentimiento, si no el más fundamental de todos ellos, es que en esta palabra habita una doblez entre eso a lo que podemos llamar voluntad —esa forma de querer de un sujeto consciente que el derecho presupone— y lo que podemos llamar deseo —un querer vinculado a eso que el psicoanálisis llama «lo inconsciente» y que no puede ser sino inaprensible y escurridizo para la ley—. Pensar el consentimiento desde el paradigma de la voluntad es pensarlo solamente desde uno de sus ángulos.
Permítaseme aquí dar un ligero rodeo que me parece necesario para comprender por qué una intervención como la de Clotilde Leguil es tan valiosa para el contexto español. Su perspectiva aterriza en una conversación feminista que viene desde hace tiempo arrastrando los efectos de un déficit teórico importante: la ausencia de diálogo entre el feminismo y el psicoanálisis. Si en el feminismo francés esa interlocución ha sido más fluida, el feminismo español se construyó desde los años ochenta en oposición al feminismo de la diferencia francés e italiano. El feminismo de la igualdad, principalmente encarnado en la figura de Celia Amorós, se entendió a sí mismo incardinado dentro del proyecto político moderno y el legado de la Ilustración, y reivindicó al sujeto de la Modernidad como herramienta emancipadora para la lucha de las mujeres. Desde esas coordenadas, el feminismo que ha tenido presencia académica e incidencia política en España centró sus críticas en la exclusión patriarcal que expulsa a las mujeres del espacio público y de la categoría de ciudadanía. Y entendió que, en condiciones estructurales de desigualdad, el consentimiento de las mujeres —por ejemplo, el consentimiento de la trabajadora sexual— no puede sino ser un consentimiento viciado y falseado. Para ese feminismo el consentimiento se convierte en ocasiones en un ardid del liberalismo para legitimar contratos de servidumbre en los que las mujeres ceden ante el poder del otro. Sin embargo, una mirada insuficientemente crítica de la idea misma de sujeto que presupone la Modernidad no ha armado al feminismo español de herramientas teóricas para estar en condiciones de pensar críticamente el racionalismo y el contractualismo que hoy día imperan en los discursos mainstream sobre el consentimiento sexual. Un feminismo desentendido por completo de las aportaciones que Freud o Lacan hicieron sobre el inconsciente puede criticar la exclusión de las mujeres de la categoría de sujeto, pero, a su vez, puede estar pidiendo la entrada a una noción de sujeto que sigue restaurando una visión masculina del mundo.
Si el consentimiento es complejo, no es solo porque una estructura social —llamémosla patriarcado— sitúe a los sujetos en condiciones de desigualdad de poder a la hora de relacionarnos con el otro. Gran parte de la complejidad del consentimiento y de su carácter inevitablemente ambiguo y opaco tiene que ver con otra cuestión estructural a menudo ausente de la teoría feminista española —llamémosla psiquismo—. Allí donde el sujeto encierra una pluralidad de instancias —el ello, el yo, el superyó, la pulsión, el goce, el deseo—, allí donde el querer de un sujeto es inevitablemente polisémico o incluso contradictorio, allí donde un sujeto puede traicionarse a sí mismo, el consentimiento, a diferencia de lo que establecen los discursos oficiales de la ONU, empieza a adquirir toda su espesura. Y es entonces cuando el imaginario liberal de un sujeto siempre dueño de sí mismo y que siempre sabe lo que quiere hace aguas y se revela completamente insuficiente para comprender la distinción entre ceder y consentir.
Clotilde Leguil atraviesa esa espesura desde la mirada psicoanalítica, ampliando la concepción del sujeto más allá de la voluntad y adentrándose en la opacidad del deseo. O, dicho de otro modo, incorporando una mirada clínica que amplía la reflexión política del consentimiento más allá de los límites de lo jurídico. La intervención de Leguil aterriza en un contexto en el que el debate sobre el consentimiento se mantiene atrapado dentro de los límites de lo que puede o no puede decir la ley. Y no por casualidad. Este es también un efecto inevitable de una perspectiva feminista excesivamente cómoda con el paradigma moderno y el sujeto que el derecho presupone: quedar demasiado adherida al marco legal y a los límites que este impone. Sin duda el derecho procede bajo la presuposición de un sujeto unitario que expresa conscientemente su voluntad, pero cualquier perspectiva crítica no puede olvidar que ese presupuesto jurídico es una ficción. Como la autora expone de manera brillante, el derecho necesita operar bajo la premisa de la claridad del consentimiento y de un sujeto que sabe a qué consiente. La noción de «consentimiento informado» revela especialmente este enmascaramiento de la oscuridad del consentimiento. Sin embargo, «el consentimiento conlleva un elemento de enigma, de desposesión de sí, que va acompañado de una ignorancia extrema hacia aquello a lo que se consiente». Todo consentimiento implica la aceptación de un riesgo y es precisamente esa incertidumbre, esa contingencia de lo que ocurrirá, la que ha de asumir el paciente que firma un consentimiento. Justamente porque no se sabe, porque no se puede saber, justamente porque decir «sí» implica un riesgo, el paciente ha de firmar un papel en el que acepta correr dicho riesgo. Más que un acto de razón clarividente, consentir implica un acto de confianza. Esta característica del consentimiento, su relación con el no saber, emerge especialmente en el terreno de la sexualidad, pero el carácter enigmático y oscuro del consentimiento sexual revela la verdad de todo consentimiento. «En todo consentimiento hay una apuesta».
Y, sin embargo, una vez asumida la complejidad del consentimiento, se trata de adentrarse en la maleza para hacer el ejercicio crítico de separar y discriminar las cosas. ¿Por qué proponerse como tarea la distinción entre ceder y consentir? De esa distinción depende que podamos seguir confiando en el consentimiento. Hace falta, por tanto, enfrentar el peligro del carácter traicionero que este concepto puede ocultar. El consentimiento bien puede convertirse en una trampa si no es pensado con todas las cautelas. Dentro del marco del liberalismo moderno la cuestión de la legitimidad del poder y la fuerza no pueden ser pensados sin invocar esta palabra. Como la autora señala, se trata de una herramienta conceptual indispensable para la filosofía política a partir del siglo xviii. Si el Estado tiene derecho a imponer obligaciones a los ciudadanos, es porque, a través del consentimiento, es decir, mediante una adhesión subjetiva, estos se han impuesto dichas obligaciones a sí mismos. Ahora bien, lo que parece ser la condición de posibilidad de las relaciones civiles libres puede convertirse en la trampa mediante la cual un poder sádico impone la sumisión. El consentimiento puede ser instrumentalizado; «obligar al otro a dar su consentimiento es la esencia del control y del acoso totalitario», lo que borraría el límite entre «consentir» y «ceder». Es decir, puede haber cesiones forzosas aparentemente consentidas. Ahora bien, de nuevo, para combatir esa borradura funcional al poder, para rescatar la «autenticidad» del consentimiento, no basta con proclamar la claridad y la nitidez de sus límites. No, al menos, como punto de partida. De nada sirve negar la complejidad del problema. Y el problema es que el consentimiento es ambiguo, oscuro y opaco, está rodeado de zonas grises y obviar su opacidad de forma voluntarista no permite pensarlo bien. Lejos de caer en la tramposa tentación de optar por rápidas soluciones de facilidad, la autora de estas páginas se sumerge de lleno en el problema, lo asume, lo aborda y lo recorre en distintas direcciones.
A partir del enfoque psicoanalítico del consentimiento que aporta la obra de Leguil se desprenden una serie de cuestiones que me parecen enormemente valiosas para cuestionar o matizar algunas de las ideas que los actuales discursos del consentimiento están sedimentando en el debate español.
Comencemos con algunas de las consecuencias que implica hacer comparecer el deseo. Es preciso señalar que, a pesar de lo asentados que están los marcos racionales y contractualistas en el discurso político oficial, es muy fácil comprobar que en la conversación feminista actual sobre el consentimiento aparece reiteradamente una apelación al «deseo». El deseo, se dice incluso, supone ir incluso más allá del consentimiento. Allí donde consentir parece remitir a una actitud pasiva de las mujeres frente a un deseo masculino, dar la voz al deseo femenino supondría poner a las mujeres en el lugar de la acción. Según este abordaje de la cuestión, el consentimiento remitiría a un «dejarse hacer» pasivo, mientras que el deseo supondría la positividad afirmativa de un sujeto que toma las riendas en la relación sexual. ¿Pero es el deseo incompatible con toda forma de «dejarse hacer»? ¿Qué tipo de noción de deseo es esa que puede ser fácilmente abanderada dentro de un paradigma moderno y masculino? La intervención de Clotilde Leguil permite hacer una advertencia crítica de enorme importancia para los debates feministas sobre el consentimiento: que eso que dentro de una lógica mercantilista se denomina «deseo» está más próximo a lo que el psicoanálisis nombra como «goce». Y que, por lo tanto, determinadas reivindicaciones modernas del deseo —dentro de las cuales hay que inscribir el proyecto sadiano— son directamente incompatibles con el consentimiento y legitiman un orden tiránico que impone la cesión. Es enormemente relevante la advertencia de la autora de que gozar absolutamente conlleva una aniquilación del otro. Hay un deseo sádico —o un goce sádico— de raigambre masculina que, justamente en nombre del derecho al deseo, es capaz de arrasar todo a su paso. Hay formas de reivindicar el placer y el deseo —en realidad el goce— que parten de un sujeto autista y sádico perfectamente compatible con la versión más neoliberal de la modernidad. En este sentido conviene mantener una actitud crítica hacia esos discursos contemporáneos que entienden la libertad sexual en términos de «empoderamiento» y que invitan a las mujeres a conocer su placer de manera autárquica y solipsista. Hay un discurso dominante que anima a que las mujeres se liberen del dominio patriarcal por la vía de saber lo que quieren, conocer sus deseos y expresarlos claramente, lo que no hace sino restaurar la lógica moderna y contractualista de la transparencia. Frente a esta ideología del yo propia del neoliberalismo en la que se inscriben muchos de los actuales discursos del consentimiento, Leguil defiende el consentimiento ligado a la noción de feminidad de Lacan. Se opone así a esta persistente directriz que indica a las mujeres que deben convertirse en agentes autónomos desprendidos de toda vulnerabilidad y dependencia hacia el otro para defender una experiencia femenina (abierta a cualquier sujeto) desde la que consentir tiene que ver con un «desprendimiento», un «desasirse de uno mismo», «una apertura al Otro».
Frente a este modo de hablar del deseo que sigue partiendo de un sujeto asistido por el saber y la consciencia, las reflexiones de Leguil sobre las distintas formas de «dejarse hacer» son fundamentales para reconducir el debate sobre el consentimiento a un terreno en el que ese deseo que el feminismo debe defender para las mujeres no puede ser entendido al margen de la opacidad, del no saber y de la relación con el otro. El deseo no es solipsista, siempre trae lo otro o al otro a escena. Y eso quiere decir que hay una pasividad, una aparente docilidad consentida, un «dejarse hacer» que no aniquila al sujeto, sino que permite el encuentro del sujeto con su deseo. Solo desde un marco neoliberal del sujeto emprendedor podría considerarse que toda receptividad, toda espera o todo silencio en el terreno sexual implica una renuncia de la agencia de las mujeres en vez de una manera de buscar, con el otro, junto al otro, a través del otro, eso que el sujeto quiere. Para la autora «la experiencia de la feminidad tiene un vínculo, más que contingente, incluso necesario, con el consentimiento», es decir, con un «dejarse hacer que va acompañado al mismo tiempo de un goce y de una confianza en el otro».
Como apuntábamos anteriormente, la perspectiva clínica del consentimiento que aporta Leguil supone una apertura y un ensanchamiento de un debate español demasiado atado a los marcos de la ley y el derecho penal para pensar el consentimiento. Quisiera dar otro ligero rodeo para valorar el alcance y la importancia de esta ampliación. Uno de los grandes debates políticos de nuestro tiempo tiene que ver con el sentido, las causas y las consecuencias de una preocupante deriva punitivista de las democracias liberales en el siglo xxi. En las últimas décadas los códigos penales de muchos países, incluido el estado español, se han ido endureciendo a través de sucesivas reformas y ampliaciones. Lo que tiene que ver con una determinada fase del sistema neoliberal —ante el retraimiento del estado en la garantía de derechos y protección social, los estados prometen garantizar el orden ampliando delitos— ha permeado la imaginación política y social. Cuando el punitivismo deviene sentido común, la sociedad le encomienda al derecho penal que sea la principal vía para resolver los males sociales, y ya no somos capaces de pensar otro abordaje de los problemas, los conflictos y los daños que no pase por el castigo. El debate sobre el consentimiento a nivel jurídico debe entrar en diálogo con esta cuestión de época, porque, como se ha señalado desde el marco de los estudios legales críticos, la violencia sexual contra las mujeres es muy a menudo el argumento que tanto las fuerzas progresistas como las derechas y las extremas derechas más utilizan para reforzar las políticas carcelarias. Aportaciones como las de Aya Gruber en su libro The Feminist War on Crime: The Unexpected Role of Women’s Liberation in Mass Incarceration (2020) o Sarah Schulman en la obra Conflict is not abuse (2016) han alertado acerca de cómo el abuso sexual está siendo instrumentalizado para legitimar estados policiales que desproveen a las sociedades para abordar los conflictos y los daños más allá de las recetas penales. En el contexto español, el debate sobre el consentimiento ha quedado limitado a estos marcos al haber girado fundamentalmente alrededor de la reformulación de los tipos penales de abuso y agresión sexual, algo que ha conducido a la sociedad española a un debate más centrado en cómo castigar a los victimarios que en cómo escuchar y reparar a las víctimas.
En este estado de las cosas es enormemente valiosa una intervención de Clotilde Leguil hecha desde la mirada clínica, es decir, desde la mirada de quien trabaja en la reparación de las víctimas al margen del ámbito jurídico y penal. Un imaginario social cada vez más propenso a identificar todo daño con el campo del delito inviste al Estado como única instancia de validación del dolor y el trauma. Esto consolida un imaginario social altamente propenso a la expansión penal y que, a la vez, incorpora una ceguera para ver, nombrar y reconocer aquellos daños sobre los que el derecho no tendría nada que decir. Lo que una mirada clínica no puede dejar de recordar es que hay daños no reconocidos por la ley penal que no por ello dejan de ser profundamente traumáticos para los sujetos. Clotilde Leguil explora aquí ese «dejarse hacer» en el que el deseo de otro aplasta al sujeto y en el que la confianza que acompaña a todo consentimiento es traicionada por el otro. Ese supuesto consentimiento encubre una forma de cesión que a veces está dentro de lo que el derecho penal puede y debe sancionar, como es el caso de los menores de edad. Otras veces, cuando se trata de adultos, es posible que la ley no pueda identificar un acto delictivo allí donde el deseo de un sujeto no ha sido escuchado por otro y se ha producido un trauma, pero eso no debe invisibilizar ese territorio, sino, precisamente, abrirlo. Los límites de las acciones punibles no coinciden con los límites de la ética, y esta obra es una invitación a reflexionar sobre la responsabilidad más allá del territorio de lo que el estado puede castigar. Recuperar ese territorio como un territorio también político sobre el que el feminismo tiene mucho que hacer y que decir es de un enorme valor en momentos en los que la transformación social debe hacer por abrirse camino más allá de los límites de lo penal.
Ahora bien, si el alcance de las reflexiones que este libro aporta sobre el consentimiento nos lleva mucho más allá del ámbito penal, las aportaciones de Leguil se inscriben en un determinado contexto legal francés que explica también la importancia de esta obra. Como la autora explica en el epílogo final, tanto este texto como el libro El consentimiento de Vanessa Springora o La Familia Grande de Camille Kouchner vieron la luz en Francia cuando aún no existía una ley que estableciera una edad legal de consentimiento, aprobada finalmente en el año 2021. Para el lector español es probable que resulte extraño que las leyes francesas hayan considerado durante tanto tiempo que los menores de edad estaban en condiciones de consentir relaciones sexuales con adultos a menos que existiera una coacción violenta. En efecto, la legislación francesa ha mantenido hasta prácticamente ayer una noción de consentimiento que volvía indistinguible el consentir y el ceder, y ese contexto jurídico explica también el valor de un libro que se hace cargo de la tarea de rescatar una noción de consentimiento que no pueda funcionar como una trampa legitimadora de las relaciones de poder. La idea de consentimiento que sostiene Leguil, alejada del paradigma racionalista del «consentimiento informado» y vinculada a un acto de confianza en el otro permite entender el trauma sexual como algo que tiene que ver con una traición por parte de quien abusa de su poder. En el caso de los menores, especialmente expuestos al abuso por parte de adultos en quienes confían, es un avance que la ley les proteja de tener que dar o no dar su consentimiento. En el caso de las mujeres adultas, que es el sujeto que cualquier lector español tiene en mente a la hora de pensar hoy día sobre el consentimiento, las conclusiones no pueden ser exactamente las mismas. En el plano netamente jurídico, tan equivocado es tratar a los menores de edad como adultos como lo es tratar a los adultos —o a las mujeres— como menores de edad. De hecho, la protección de los menores depende justamente del mantenimiento de esta diferencia. La ley sí debe tratar a las mujeres adultas como sujetos capaces de dar o retirar su consentimiento porque el riesgo de no hacerlo es asumir nuestra infantilización. Sin embargo, en ese delicado territorio de la sexualidad en el que los sujetos nos volvemos vulnerables al otro, seguiremos exponiéndonos a ser arrasados y dañados por el otro y, más allá de la minoría de edad, «consentir» seguirá pudiendo encubrir a veces algo que más bien deberíamos llamar «ceder». El derecho es irrenunciable, pero es también precario, y el consentimiento a nivel legal es un continente jurídico extremadamente imperfecto para albergar la opacidad que recorre toda relación sexual. Esta obra abre algunas de las puertas que debemos atravesar para ir más allá de donde hasta ahora hemos ido en el debate sobre el consentimiento en nuestro país. Algunas advertencias son especialmente valiosas para caminar en esa dirección. Recordemos que la voz de «las mujeres» ha servido para romper un silencio, pero que también puede a veces silenciar determinadas experiencias particulares. Recordemos que la ley puede combatir abusos patriarcales injustos, pero puede también secuestrar la agencia que los sujetos tienen más allá de la protección del Estado y del castigo penal. Es necesario recordar que solo más allá del «nosotras» puede emerger la palabra —o la escritura— de un sujeto singular. Como es necesario recordar que solo más allá de un sistema judicial que obliga a los sujetos a hablar se puede escuchar el silencio y acompañar esa imposibilidad de decir que caracteriza al trauma sexual. Lo que la clínica psicoanalítica pretende indagar sobre el consentimiento es justamente lo que no tiene cabida ni en un grito colectivo ni en la sala de un tribunal.
I
El «Nosotras» de la revuelta, el «Yo» del consentimiento
Este ensayo, bajo el título Cederno es consentir, se inscribe en una actualidad política, la de la globalización de la liberación de la palabra de las mujeres desde 2017. El movimiento #MeToo marca un punto de inflexión en la historia del feminismo, el punto de inflexión de una nueva liberación mediante las redes sociales, el universo de la web y la temporalidad acelerada que los acompaña. Nos obliga a reflexionar sobre la novedad del fenómeno y a intentar analizar sus efectos.
El movimiento de los «Collages feminicidios», con letras negras sobre fondo de papel blanco, que hacen hablar a los muros de nuestras ciudades y hacen resonar aquí y allá el enunciado «Ceder no es consentir», se suma al primero. Es un «no» visual, propuesto para ser descifrado, como un mensaje que viene de otra parte y que ya no puede ser ignorado: su orientación de fondo es una revuelta contra la instrumentalización del cuerpo de la mujer al servicio de un goce que puede llegar hasta la abolición de la vida de una mujer.
Pero este ensayo se inscribe también en una actualidad literaria que ha suscitado un nuevo cuestionamiento, en primera persona, sobre el consentimiento en materia de amor y sexo. Esta actualidad me ha llevado a interrogarme, más generalmente, como mujer, filósofa y psicoanalista, acerca de las fuentes del consentimiento en la existencia.
Mientras que la revuelta de «Nosotras las mujeres» enuncia un «no», la escritura del «Yo» explora la ambigüedad de un «sí». En el origen de este ensayo está un contraste entre lo que dicen los muros de la ciudad, en los que «ceder» y «consentir» son marcados con el signo de la diferencia, y un relato testimonial sobre El consentimiento,1 que da cuenta de los efectos de un abuso que no fue vivido como tal en su momento, sino solo a posteriori. Por último, la publicación del libro de Camille Kouchner, La Familia Grande,2 me lleva a plantear una última pregunta: ¿en nombre de qué consentimos? Volveré a ocuparme de ello al final de mi recorrido. Camus consideraba la revuelta como un «no» que es también una afirmación. «En suma, este no afirma la existencia de una frontera»,3 escribió al principio de El hombre rebelde en 1951. La existencia de la frontera entre «ceder» y «consentir» será el tema de mi ensayo. Es la frontera afirmada por el «no» de la revuelta de las mujeres del siglo xxi, que la literatura y el psicoanálisis pueden explorar para demostrar su opacidad.
Consecuencias psíquicas del movimiento #MeToo
La dimensión política que voy a descifrar toma su punto de partida, por tanto, en lo que podemos llamar la entrada en una nueva era, la del movimiento de liberación de la palabra de las mujeres a través de #MeToo. Este movimiento, seguido del testimonio impactante y valiente de algunas actrices como Adèle Haenel, ha sacado a la luz una verdad hasta ahora silenciada: la amplitud de la práctica del acoso en el mundo del cine, de la empresa, de la política y en otros ámbitos. Y en todas partes. All over the world. Esta revelación sobre los hábitos de algunas personas que, desde su posición de poder, se sienten autorizadas a decir «sí» a sus propios impulsos sin tener en cuenta el deseo del otro se ha extendido con una rapidez sin precedentes después de tantos años, incluso siglos, de silencio.
Pero el momento de la literatura, el de la narración, aquí en primera persona, también es necesario y nos sumerge en el corazón de esta distinción entre «ceder» y «consentir». La literatura nos introduce a algo más: a ese mundo íntimo y misterioso del consentimiento. En la escritura, a quien volvemos a encontrar es al sujeto. Con la escritura, nos encontramos también con lo que Geneviève Fraisse ha analizado acerca del consentimiento como «índice de la verdad del sujeto».4 Lo que me interesa es la complejidad de esta empresa, la de interrogar la verdad del sujeto y dar testimonio de la verdad del trauma. Pues, ciertamente, el debate se centra en este punto: qué lugar dar a la palabra de un sujeto que ha sufrido un mal encuentro y que testimonia de ello, no solo en el ámbito jurídico, sino más ampliamente ante el otro, un Otro capaz de oírlo.
Por tanto, donde deberemos situarnos es entre el «Nosotras» de la revuelta y el «Yo» del consentimiento. Este doble requerimiento conforma el clima de nuestro tiempo. Cada uno, mujer u hombre, gusta más de posicionarse, o del lado del «Nosotras», o del lado del «Yo». He dicho «clima», como también podría decir estado de ánimo. Es una época de rabia y de revuelta ante lo que se hace con el cuerpo de las mujeres, pero también época de liberación de una palabra distinta a través de la escritura, a través de laliteratura, que intenta situar lo indecible en la cuestión del amor, el deseo y el goce. Ya no es la ira lo que sirve de motor, sino la necesaria exploración de un trauma, de su verdad y de su opacidad, para poder regresar de él.
Ha hecho falta este movimiento colectivo de mujeres contra el acoso, esta insurrección que es de un nuevo tipo, porque se ha sostenido en las redes sociales, en el mundo virtual y viral, para allanar el camino hacia algo distinto. Es como si se hubieran dado etapas lógicas diferentes. Un primer tiempo, el del colectivo, el del «no», también el del «Nosotras», con su fuerza y su poder propios; luego un segundo tiempo, que sería el del «Yo», el de la singularidad del trauma, el desciframiento de los efectos indecibles de un mal encuentro sexual y la ambigüedad del consentimiento. Sin vergüenza. Porque la vergüenza había sido devuelta a su remitente.5 Este segundo tiempo es crucial. Porque da otro lugar al «Nosotras» de la revuelta.
Me explico. El «Nosotras las mujeres» suscitó inmediatamente, dentro del propio movimiento político de revuelta, divisiones entre quienes se reconocían en ese «Nosotras» del #MeToo y otras que no se veían reflejadas en él, o no de esa manera, no en ese tono, no dentro de ese régimen de denuncia «en general» de la dominación masculina y el patriarcado. Este «Nosotras», que emana de un auténtico deseo de modificar la condición del cuerpo de las mujeres y obtener el reconocimiento de su voz, pudo hacer creer también en una utopía: todas hemos vivido lo mismo, todas podemos denunciarlo juntas y, cuanto más numerosas seamos, más nos libraremos de lo traumático de esta experiencia; en suma, más liberadas estaremos.