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«El vuelco de su naturaleza le llevaba de una languidez extrema a una energía devoradora [...]. Era entonces cuando de pronto se apoderaba de él el afán de la caza y su brillante facultad razonadora ascendía al nivel de la intuición, hasta el punto de que aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos buscaban apoyo en él como en un hombre cuyos conocimientos no fueran los de los demás mortales». Doctor Watson, sobre Sherlock Holmes ¿Quién no ha oído pronunciar alguna vez el nombre de Sherlock Holmes o el de su leal ayudante el doctor Watson? En estas cinco trepidantes aventuras, en medio de la niebla de un Londres a veces bullicioso, otras veces siniestro, el más famoso y excéntrico de los detectives intentará resolver casos imposibles sin dejarse intimidar por los muchos peligros que le saldrán al paso, ya sea la mafia o inquietantes mensajes en clave, en apariencia inofensivos. Siempre con la ayuda de su inseparable amigo Watson, y valiéndose de su gran capacidad de observación, su astucia e ingenio sin igual, no habrá misterio inexplicable ni pista que se le escape.
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Seitenzahl: 229
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Índice
Cubierta
Portadilla
La Liga de los Pelirrojos
La caja de cartón
Los planos del submarino Bruce-Partington
Los monigotes saltarines
El Círculo Rojo
Créditos
Las cosas más extrañas e insólitas a menudo están relacionadas, no con los grandes delitos, sino con los más pequeños.
Sherlock Holmes
Al visitar a mi amigo Sherlock Holmes un día de otoño del año pasado, lo encontré enzarzado en animada conversación con un caballero de edad provecta, rechoncho, de faz rubicunda y cabellos de un color rojo intenso. Excusándome por mi intrusión, me disponía a retirarme, pero Holmes me empujó bruscamente hacia dentro y cerró la puerta detrás de mí.
—No podía haber venido en mejor momento, mi querido Watson —me dijo cordialmente.
—Temía que estuviera trabajando.
—Así es. Y mucho, por cierto.
—Entonces puedo esperar en la habitación de al lado.
—Nada de eso. Este caballero, señor Wilson —dijo a su interlocutor, presentándome—, ha sido mi compañero y ayudante en muchos de mis casos más brillantes, y no me cabe duda de que también en el suyo me será de suma utilidad.
El rechoncho individuo se levantó a medias de su silla y saludó con la cabeza, con una breve mirada inquisitiva de sus ojillos rodeados de carne.
—Pruebe el sofá —dijo Holmes, repantigándose en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como tenía por costumbre cuando meditaba—. Ya sé, mi querido Watson, que comparte mi afición a todo lo que es extraño y alejado de lo convencional y de la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha demostrado su inclinación al respecto con el entusiasmo que le ha movido a hacer la crónica y, si me permite decirlo, a embellecer tantas de mis pequeñas aventuras.
—Desde luego, sus casos siempre me han interesado mucho —observé.
—Recordará, Watson, que el otro día, poco antes de que ahondáramos en el problema presentado por la señorita Mary Sutherland, yo observaba que, cuando se trata de efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos recurrir a la propia vida, que siempre es mucho más osada que cualquier esfuerzo de la imaginación.
—Proposición sobre la cual yo me tomé la libertad de expresar mis dudas.
—Así es, doctor, pero no obstante debe aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario le expondré un hecho tras otro, hasta que su razón se doblegue y reconozca que yo estoy en lo cierto. Y hoy, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de visitarme esta mañana y comenzar una narración que promete ser una de las más singulares que yo haya escuchado en bastante tiempo. Usted me ha oído comentar que las cosas más extrañas y más insólitas a menudo están relacionadas, no con los grandes delitos, sino con los más pequeños. A veces, incluso, se dan allí donde hay motivos para dudar de que se haya cometido algún delito realmente. Por lo que he oído hasta el momento, me es imposible decir si el presente caso es o no un ejemplo delictivo, pero lo que sí es cierto es que el discurrir de los acontecimientos se cuenta entre las cosas más singulares que haya oído. Tal vez, señor Wilson, tenga la gran amabilidad de comenzar de nuevo su relato. Se lo pido, no solo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído la primera parte, sino también porque la índole peculiar de la historia me hace desear obtener todos los detalles posibles directamente de sus labios. En general, cuando capto alguna leve indicación sobre el curso de los acontecimientos, puedo orientarme gracias a los millares de otros casos que acuden a mi memoria. Pero en el que ahora nos ocupa me veo obligado a admitir que los hechos son únicos, que yo sepa.
El obeso cliente abombó el pecho en un gesto de disimulado orgullo y extrajo un periódico sucio y arrugado del bolsillo interior de su sobretodo. Mientras examinaba las columnas de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante y el diario desdoblado sobre sus rodillas, eché un detenido vistazo al hombre y me esforcé en leer, como hacía mi compañero, los indicios que pudieran ofrecer su indumentaria o su apariencia.
Sin embargo, mi inspección no ofreció gran cosa. Nuestro visitante mostraba todas las trazas de pertenecer al tipo más común de comerciante británico: obeso, pomposo y lento. Llevaba unos pantalones muy holgados a cuadros grises, una levita negra no excesivamente limpia, desabrochada por delante, y un chaleco pardusco con una gruesa cadena de metal dorado, de la que colgaba como adorno una placa cuadrada metálica y perforada. Un sombrero de copa desgastado y un sobretodo ajado de color marrón, con un arrugado cuello de terciopelo, yacían en una silla a su lado. En conjunto, por más que le mirase, nada de notable había en aquel hombre, salvo su flamígera cabellera roja y la expresión de extremo pesar y disgusto.
La rápida ojeada de Sherlock Holmes captó mi curiosidad y, al observar mis inquisitivas miradas, mi amigo meneó la cabeza con una sonrisa.
—Al margen del hecho evidente de que en un tiempo hizo algún trabajo manual, de que inhala rapé, que es francmasón, que ha estado en China y que últimamente ha dedicado un tiempo considerable a escribir, no puedo deducir nada más.
Jabez Wilson se enderezó en su silla, con el índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
—¡En nombre de lo que más quiera! ¿Cómo ha averiguado todo esto, señor Holmes? ¿Cómo ha sabido que yo hice un trabajo manual, por ejemplo? —inquirió—. Es tan cierto como el Evangelio, puesto que empecé como carpintero de ribera.
—Sus manos, mi querido señor. Su mano derecha es como un número más grande que su mano izquierda, ya que sus músculos están más desarrollados debido al trabajo que han ejercido.
—De acuerdo, pero... ¿y el rapé? ¿Y la francmasonería?
—No quiero insultar su inteligencia contándole cómo lo he descubierto, especialmente cuando lleva un alfiler de corbata con el arco y el compás, contraviniendo las estrictas reglas de su orden.
—Sí, claro. Lo había olvidado. Pero ¿y en cuanto a escribir?
—¿Qué otra cosa puede indicar este puño tan reluciente de la manga derecha y esta zona rozada de su codo izquierdo, allí donde lo apoya en el escritorio?
—¿Y China?
—El pez cuyo tatuaje luce usted en la muñeca derecha solo puede haber sido hecho en China. He efectuado un pequeño estudio sobre tatuajes, e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas de los peces de un delicado color rosado es muy peculiar de China. Cuando, además, veo que lleva una moneda china que cuelga de la cadena del reloj, la cuestión resulta todavía más esclarecedora.
Jabez Wilson se echó a reír de buena gana.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó—. Creí al principio que había hecho usted algo ingenioso, pero ahora me doy cuenta, después de todo, de que no hay ningún mérito en ello.
—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. Ya sabe que Omne ignotum pro magnifico est [Todo lo ignorado se tiene por magnífico], y tal como están las cosas, mi pobre y pequeña reputación se irá a pique si soy tan ingenuo. ¿No encuentra el anuncio, señor Wilson?
—Sí, ya lo tengo —respondió con su dedo grueso y rojizo plantado en la mitad de una columna—. Aquí está. Esto fue lo que dio inicio a todo. Léalo usted mismo, señor.
Tomé el periódico y leí lo siguiente:
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS. De acuerdo con las últimas voluntades de Ezekiah Hopkins, de Lebanos, Pensilvania, Estados Unidos, hay otra vacante que permite a un miembro de la Liga cobrar un salario de cuatro libras semanales por unos servicios puramente nominales. Todo hombre pelirrojo, sano de cuerpo y alma, y que tenga más de veintiún años, es un posible candidato. Preséntese personalmente el lunes a las once a Duncan Ross en las oficinas de la Liga, en Pope’s Court, en el número 7 de Fleet Street.
—¿Qué diablos significa esto? —exclamé tras haber leído dos veces tan extraordinario anuncio.
Holmes soltó una risita y rebulló en su butaca, como era su costumbre cuando se sentía muy animado.
—Se sale un poco de lo corriente, ¿no es cierto? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, comience desde el principio y explíquenos todo lo referente a usted, su vida doméstica y el efecto que este anuncio tuvo en su fortuna. Ante todo, tome nota, doctor, del diario y de la fecha.
—Es The Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace precisamente dos meses.
—Muy bien. Adelante, señor Wilson.
—Pues bien, tal como le he estado contando, señor Holmes —dijo Jabez Wilson, pasándose el pañuelo por la frente—, tengo una pequeña tienda de prestamista en Saxe-Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio de envergadura; en los últimos años no ha rendido más que lo justo para permitirme ir tirando. Antes tenía dos dependientes, pero ahora conservo solo uno y me temo que no puedo pagarle. Sin embargo, él acepta trabajar por la mitad del sueldo con el fin de aprender el oficio.
—¿Cómo se llama ese jovencito tan bien dispuesto? —inquirió Sherlock Holmes.
—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan jovencito; es difícil calcular su edad. Reconozco que no puedo desear un ayudante más listo, señor Holmes. Sé que él podría encontrar mejor empleo y ganar el doble, pero si se siente a gusto en mi tienda, ¿por qué iba yo a meterle ideas raras en la cabeza?
—Es evidente. Me parece usted muy afortunado al tener un employé que acepta cobrar por debajo del precio del mercado. No es una experiencia corriente entre patronos, en esta época. Pienso si su ayudante no será tan notable como su anuncio.
—Bueno..., tiene también sus defectos —puntualizó el señor Wilson—. Nunca ha habido un hombre tan aficionado a la fotografía. Va de un lado a otro con su cámara, cuando debiera estar mejorando su intelecto, y después se mete en el sótano, como un conejo en su madriguera, para revelar sus fotos. Este es su principal defecto, pero en conjunto es muy trabajador. No tiene vicios.
—¿Sigue con usted, no?
—Sí, señor. Él y una jovencita de catorce años que cocina un poco, cosas sencillas, y hace la limpieza del local. Y esto es todo, puesto que soy viudo y no tuve descendencia. Vivimos apaciblemente, caballeros, y aunque las cosas no den para más, tenemos un techo donde cobijarnos y pagamos nuestras deudas.
»Lo primero que nos desvió de la vida normal fue este anuncio. Spaulding bajó al despacho ese día, hace ocho semanas, con este mismo periódico en la mano, y me dijo:
»—¡Ojalá fuera yo pelirrojo, señor Wilson!
»—¿Por qué?
»—Pues porque hay otra vacante en “La Liga de los Pelirrojos” —me contestó—. Representa una pequeña fortuna para el hombre que la consiga. Tengo entendido que hay más vacantes que candidatos, de modo que los ejecutores de la testamentaría no saben qué hacer con el dinero. Si mis cabellos cambiaran de color, he aquí una buena oportunidad que aprovecharía gustosamente.
»—Bueno, pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá, señor Holmes, yo soy un hombre muy de mi casa y, puesto que los negocios vienen a mí en lugar de tener que perseguirlos yo, a menudo pasaban semanas sin que pusiera los pies más allá del felpudo de la puerta. Por esta razón, poco sabía de lo que ocurría afuera y siempre me agradaba poder enterarme de alguna novedad.
»—¿Nunca ha oído hablar de “La Liga de los Pelirrojos”? —me preguntó con los ojos muy abiertos.
»—Nunca.
»—Pues me extraña mucho, porque precisamente usted sería un candidato muy válido para ocupar la vacante.
»—¿Y qué debe hacer quien la ocupe?
»—Realizar un trabajo muy llevadero por el cual percibe doscientas libras al año, y que no debe interferir en sus ocupaciones habituales.
»Ya pueden ustedes imaginar que esto me hizo aguzar el oído, ya que el negocio no ha sido muy bueno en los últimos años y un par de cientos de libras me hubieran ido muy bien.
»—Explíqueme de qué se trata —pedí.
»—Pues verá —me dijo, enseñándome el anuncio—, la Liga tiene una vacante, y aquí están las señas donde puede conseguir más información. Por lo que sé, la Liga fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, hombre de carácter muy especial. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por los de su mismo color de cabello, de modo que, cuando murió, se supo que había dejado su inmensa fortuna en manos de albaceas testamentarios, con instrucciones de facilitar cómodos empleos a hombres pelirrojos. Por todo lo que he oído decir, la paga es espléndida y lo que se ha de hacer bien poco.
»—Siendo así, habrá millones de pelirrojos que lo solicitarán —dije.
»—No tantos como pueda creer —replicó—. Como verá, la oferta queda limitada a londinenses y a hombres adultos. Hopkins inició su fortuna en Londres cuando era joven, y quiso ser generoso con esta vieja ciudad. Además, me han comentado que de nada sirve presentarse si el cabello es rojizo o rojo oscuro, o cualquier otra cosa que no sea un rojo auténtico, vivo y llameante. Y si usted solicitara la vacante, señor Wilson, la conseguiría fácilmente, pero tal vez no le valga la pena salirse de su rutina normal a cambio de unas pocas libras.
»Es innegable, caballeros, como pueden verlo con sus propios ojos, que mi cabello tiene un color rojo muy intenso, de modo que si había alguna competición en este aspecto, pensé que mis posibilidades eran tan buenas como las de cualquier otro. Vincent Spaulding parecía tan enterado del asunto que se me ocurrió que podía resultarme útil; así que le ordené que cerrase la tienda y viniese conmigo. Le cayó bien lo de tener un día de fiesta. Después de cerrar nos encaminamos al número 7 de Fleet Street.
»No creo que vuelva a ver en mi vida una cosa como aquella, señor Holmes. Procedentes de los cuatro puntos cardinales, todo hombre que tuviera una tonalidad roja en su pelo se había personado en la City. Fleet Street estaba inundada de pelirrojos y Pope’s Court parecía la carretilla de un vendedor de naranjas. Jamás hubiera creído que en el país hubiese tantos pelirrojos como los que reunió aquel anuncio. Estaba representada toda la gama de cabellos rojos, con tonalidades de paja, limón, naranja, ladrillo, setter irlandés, hígado, arcilla y otros. Pero, como Spaulding había dicho, no eran muchos los que lucían un auténtico rojo vivo y llameante. Cuando vi aquella multitud me descorazoné, y me hubiera dado por vencido si Spaulding no hubiese insistido. No sé cómo se las arregló, pero tiró de mí, empujó y dio codazos hasta hacerme atravesar la muchedumbre y subir los escalones que conducían a la oficina. Había una doble corriente humana en la escalera: los que subían esperanzados y los que bajaban con expresión de abatimiento. Sin embargo, nos abrimos paso como pudimos y alcanzamos la oficina.
—Su experiencia ha sido verdaderamente interesante —observó Holmes mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con un buen pellizco de rapé—. Le ruego que continúe su interesante explicación.
—En la oficina solo había un par de sillas de madera y una mesa escritorio, detrás de la cual se sentaba un hombrecillo con una cabellera incluso más roja que la mía. Decía unas palabras a cada candidato y después se las arreglaba para encontrar en ellos algún «pero» que los descalificara. Por lo visto, conseguir una vacante no parecía ser cosa tan fácil. No obstante, cuando llegó nuestro turno, el hombrecillo se mostró mucho más predispuesto conmigo que con cualquiera de los demás. Cerró la puerta a fin de cambiar con nosotros unas palabras en privado.
»—Es el señor Jabez Wilson —me presentó mi dependiente—, y desea ocupar una vacante en la Liga.
»—Ciertamente satisface todos los requisitos —contestó el hombrecillo—. No recuerdo haber visto nunca algo tan espléndido. —Dio un paso atrás, inclinó la cabeza a un lado y contempló mi cabello hasta hacerme sentir un tanto abochornado. Después, se adelantó súbitamente, me estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi éxito—. Titubear sería una injusticia —dijo—, pero deberá disculparme por tomar una obvia precaución. —Agarró mis cabellos y tiró de ellos hasta que aullé de dolor—. Hay lágrimas en sus ojos —comentó al soltarme—. Ahora sé que todo es conforme. Sin embargo, hemos de tener cuidado. Por dos veces han intentado engañarnos con pelucas y otras con tintes. Podría contarles historias de tintes que le harían aborrecer la naturaleza humana.
»Se acercó a la ventana y desde ella gritó con voz estentórea que la última vacante quedaba cubierta. Subió un gruñido de decepción y la gente se dispersó hasta que no quedó ninguna cabeza roja, excepto la mía y la del hombrecillo.
»—Me llamo Duncan Ross —dijo este—. Soy uno de los pensionistas que se benefician del legado de nuestro noble benefactor. ¿Está casado, señor Wilson? ¿Tiene familia?
»Contesté que no. Inmediatamente apareció en su rostro una expresión compungida.
»—¡Vaya, hombre! —exclamó muy serio—. Esto sí que es grave. Siento oírle decir esto. El fondo está destinado, como es lógico, a la propagación y difusión de los pelirrojos, así como a su sostenimiento. Es una verdadera lástima que sea usted soltero.
»Mi cara se alargó al oír esto, señor Holmes, pues pensé que al final no conseguiría la vacante, pero después de reflexionar un buen rato, el señor Ross dijo que no habría objeción.
»—En el caso de otro —explicó—, este inconveniente podría ser definitivo, pero debemos conceder un margen más amplio en favor de un hombre con una mata de cabello como la suya. ¿Cuándo podrá asumir sus nuevos deberes, señor Wilson?
»—Resulta un poco difícil, pues yo ya tengo en marcha un negocio —alegué.
»—¡Esto no debe preocuparle, señor Wilson! —saltó Vincent Spaulding—. Bien puedo ocuparme yo de él en su lugar.
»—¿Cuál sería el horario? —pregunté.
»—De las diez a las dos.
»El negocio de prestamista funciona sobre todo por las tardes, en especial las de los jueves y viernes, días anteriores al de la paga, por lo que a mí iba a venirme muy bien ganar alguna cosilla por la mañana. Además, yo sabía que mi dependiente era un hombre de valía y que cuidaría de que todo marchara debidamente.
»—Me conviene —repuse—. ¿Y la paga?
»—Cuatro libras semanales.
»—¿Y el trabajo?
»—Es puramente nominal.
»—¿Qué entiende usted por puramente nominal?
»—Debe permanecer todo el tiempo en la oficina, o al menos en el edificio. Si se marcha, perderá irremisiblemente el puesto. El testamento es clarísimo en este punto. No cumple usted las condiciones si abandona la oficina durante ese tiempo.
»—Tan solo son cuatro horas al día. No se me ocurrirá ausentarme —afirmé.
»—No valdría ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—, ni por enfermedad ni por negocios ni por cualquier otra razón. Tiene que quedarse, de lo contrario pierde su plaza.
»—Y el trabajo, ¿en qué consiste?
»—Deberá copiar la Encyclopaedia Britannica. Está en aquella estantería. Desde el primer tomo. Debe traerse la tinta, la pluma y el papel secante. Nosotros le facilitamos la mesa y la silla. ¿Empezará mañana?
»—Sin falta —contesté.
»—Entonces, hasta mañana, señor Jabez Wilson. Y permítame felicitarle por la importante posición que ha tenido la suerte de ganarse.
»Me despidió con una inclinación y yo volví a casa con mi ayudante, sin saber apenas qué decir o hacer; tan complacido estaba por mi buena fortuna.
»Todo el día pensé en aquel asunto y al anochecer mi moral había vuelto a bajar, pues había llegado a persuadirme de que todo ello había de ser un gran fraude o engaño, aunque no me era posible imaginar cuál pudiera ser su propósito. Parecía increíble que alguien pudiera dejar semejante testamento o que pagaran aquella suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Encyclopaedia Britannica. Vincent Spaulding hizo cuanto pudo para animarme, pero al llegar la hora de acostarse, yo ya me había desengañado por completo. Sin embargo, por la mañana decidí echar un vistazo de todos modos, y por tanto compré un tintero de un penique y, provisto de una pluma con su mango y siete hojas de papel tamaño folio, me encaminé hacia Pope’s Court.
»Pues bien, con gran sorpresa y alegría vi que todo estaba conforme y ordenado. La mesa me esperaba y el señor Duncan Ross se encontraba allí para ver cómo ponía manos a la obra. Me indicó que comenzara por la letra A y se fue, pero venía de vez en cuando para comprobar que no me faltara nada. A las dos me despidió, no sin felicitarme por la cantidad de trabajo realizado, y cerró detrás de mí la puerta de la oficina.
»Esto prosiguió día tras día, señor Holmes. El sábado vino el señor Ross y me entregó cuatro soberanos de oro por mi semana de trabajo. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra. Cada mañana estaba allí a las diez y cada tarde salía a las dos. Gradualmente, empezó a venir una sola vez en toda la mañana, hasta que al cabo de un tiempo dejó de venir. No obstante, nunca me atreví a abandonar la habitación, como es lógico, ya que nunca sabía cuando iba a venir. El empleo era tan bueno y me convenía tanto que no podía arriesgarme a perderlo.
»Transcurrieron ocho semanas, suficientes para copiar todo lo referente a Abad, Arco, Armadura, Arquitectura y Ático. Esperaba que mi diligencia me permitiera llegar a la B en poco tiempo. Había gastado algún dinero en folios y había llenado un cajón con mis escritos, cuando de pronto todo el asunto va y se termina...
—¿Se termina...?
—Sí, señor, esta misma mañana, por cierto. A las diez he ido a mi trabajo, como de costumbre, y la puerta estaba cerrada con llave. Clavado en medio del panel con una chincheta, había este cartón. Puede leerlo usted mismo.
Mostró un trozo de cartón blanco, más o menos del tamaño de un folio. Decía lo siguiente:
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
HA SIDO DISUELTA 9 de octubre de 1890.
Sherlock Holmes y yo examinamos este breve anuncio y el rostro desconsolado que había tras él, hasta que el aspecto cómico del asunto superó por completo las demás consideraciones y los dos prorrumpimos en una sonora carcajada.
—¡No veo que esto tenga nada de divertido! —gritó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de sus llameantes cabellos—. Si no saben hacer nada mejor que reírse de mí, siempre puedo ir a otra parte.
—¡No, no! —exclamó Holmes, haciéndole sentar de nuevo en la silla, de la que se había levantado a medias—. Por nada del mundo me perdería su caso, de veras. No puede ser más reconfortante e inusual. Sin embargo, hay en él, si me permite decirlo, algo que resulta un tanto hilarante. Cuéntenos, por favor, qué hizo a continuación, después de leer la nota.
—Estaba estupefacto, señor. No sabía qué hacer. Pregunté en las oficinas de al lado si sabían algo al respecto. Nadie parecía saber nada. Finalmente busqué al casero, un contable que vive en la planta baja, y le dije si conocía la Liga. Me respondió que jamás había oído hablar de semejante asociación ni de ese señor Duncan Ross que le mencioné.
»—El caballero del número 4 —insistí.
»—Ah, el pelirrojo.
»—Sí.
»—Pero su nombre era William Morris —me dijo—. Era un abogado que utilizaba mi habitación como despacho temporal hasta tener a punto sus nuevas oficinas. Ayer se marchó.
»—¿Dónde podría encontrarlo?
»—Pues en su nuevo despacho. Me dio la dirección... Sí, el 17 de King Edward Street, cerca de Saint Paul’s.
»Me desplacé allí enseguida, señor Holmes, pero al llegar comprobé que las señas correspondían a una fábrica de rótulas artificiales. Allí nadie había oído hablar ni de William Morris ni de Duncan Ross.
—¿Y qué hizo usted entonces? —inquirió Holmes.
—Volví a mi domicilio, en Saxe-Coburg Square, y le pedí consejo a mi dependiente. Pero este en nada pudo orientarme. Solo me dijo que, si tenía paciencia, me enteraría de algo por correo. Sin embargo, esto a mí no me bastaba, señor Holmes. Yo no quería perder semejante plaza sin luchar. Puesto que había oído decir que usted aconsejaba a la gente pobre y necesitada, vine a verle.
—Y obró usted con gran acierto —replicó Holmes—. Su caso es de lo más notable y me agradará mucho investigarlo. Por lo que me ha contado, juzgo la posibilidad de que de él deriven cuestiones más graves de las que puedan aparecer a simple vista.
—¡Y tan graves! —exclamó el señor Jabez Wilson—. He perdido cuatro libras semanales.
—En lo que a usted personalmente atañe —hizo observar Holmes—, no veo que deba sentirse perjudicado por esa extraña Liga. Muy al contrario, por lo que tengo entendido, se ha enriquecido con unas treinta libras, ello sin hablar de los pequeños conocimientos que ha adquirido sobre temas encabezados por la letra A. No ha perdido nada con esa gente.
—No, señor, pero me gustaría saber algo de ellos, quiénes son y cuál era su objetivo al gastarme esta jugarreta..., si es que lo era. A ellos la broma les ha salido cara: treinta y dos libras.
—Nos esforzaremos en aclararle estos puntos. Pero primero unas preguntas, señor Wilson. Este dependiente suyo que le advirtió acerca del anuncio, ¿cuánto tiempo llevaba con usted?
—Cosa de un mes.
—¿Cómo lo contrató?
—En respuesta a un anuncio.
—¿Fue el único solicitante?
—No, se interesaron una docena.
—¿Por qué lo eligió?
—Porque tenía práctica y me salía barato.
—A mitad de sueldo, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo es ese Vincent Spaulding?
—Bajo, robusto y de gestos rápidos, e imberbe, aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca en la frente a causa de una salpicadura de ácido.
Holmes se enderezó en su sillón, presa de una visible excitación.
—¡Me lo figuraba! —exclamó—. ¿Se ha fijado si tiene las orejas perforadas para llevar pendientes?
—Sí, señor. Me explicó que se las había perforado una gitana cuando era un mozalbete.
—¡Hum! —hizo Holmes, sumiéndose de nuevo en profunda cavilación—. ¿Y todavía sigue con usted?
—Ya lo creo, acabo de dejarlo en casa.
—¿Y su negocio ha sido debidamente atendido durante su ausencia?
—No tengo la menor queja. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.
—Con esto basta, señor Wilson. Tendré el gusto de darle una opinión en el plazo de uno o dos días. Mañana es sábado. Espero que el lunes podamos llegar a una conclusión.
—Y bien, Watson —dijo Holmes cuando nuestro visitante se hubo marchado—, ¿qué saca en limpio de todo esto?
—Nada —contesté con franqueza—. Es un asunto de lo más misterioso.
—Normalmente —repuso Holmes—, cuanto más extraña es una cosa, menos misteriosa resulta ser. Son los delitos corrientes, sin unos rasgos característicos, los realmente intrigantes, tal como un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero debo apresurarme en esta cuestión.
—¿Qué va a hacer, pues?
—Fumar —respondió—. Es un problema que requiere sus tres pipas. Le ruego que no me hable en cincuenta minutos.
Se acurrucó en su butaca, colocó sus flacas rodillas a la altura de su aguileña nariz y permaneció así sentado, con los ojos cerrados y su pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de una extraña ave.
Llegué a la conclusión de que Holmes se había dormido. Incluso yo di unas cabezadas. De pronto, abandonó de un salto su butaca como impulsado por un resorte y colocó su pipa en la repisa de la chimenea.
—Esta tarde toca Sarasate en el Saint James’s Hall —anunció—. ¿Qué le parece, Watson? ¿Podrían dispensarle por unas horas sus pacientes?
—Hoy no tengo nada que hacer. Mi práctica médica nunca es muy absorbente.
—Entonces póngase el sombrero y venga conmigo. Quiero pasar primero por la City. Podemos almorzar algo por el camino. Observo en el programa que el concierto de Sarasate es preferentemente de música alemana. Me gusta más que la francesa o italiana, es más introspectiva, y a mí me conviene más esta música para concentrarme. ¡Vámonos!
Fuimos en el ferrocarril metropolitano hasta Aldersgate y un breve paseo nos llevó a Saxe-Coburg Square, escenario de la singular historia que habíamos escuchado por la mañana. Era una plaza pequeña y mezquina que había conocido mejores tiempos, donde cuatro hileras de sucias casas de ladrillo, de dos pisos, contemplaban un breve recinto cercado en el que un césped con profusión de hierbajos y unos cuantos arbustos marchitos de laurel luchaban valerosamente contra una atmósfera incompatible y saturada de humo. Tres bolas doradas y un tablero marrón, con un Jabez Wilson