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La Historia no es sino una sucesión de enigmas. Los cinco aquí seleccionados son especialmente misteriosos o sorprendentes y por ello han enraizado con fuerza en la memoria colectiva. Crueldad y altruismo, mentira interesada y búsqueda de certezas, decisiones incomprensibles y hazañas memorables, indagación psicológica y análisis de la documentación, todo se mezcla en un apasionante viaje que abarca más de veinte siglos y recorre los cinco continentes. Un puñado de preguntas sin respuesta sobre las que, sin embargo, hay mucho que decir. La indecisión de Aníbal, el gran general africano; el éxito estéril del navegante chino Zheng He; la identidad desconocida del más famoso prisionero de la Historia de Francia, la Máscara de Hierro; el brutal asesinato de los Romanov, la familia real rusa, y las leyendas que suscitó; y, finalmente, la desaparición de Amelia Earhart, aviadora indomable, mito imperecedero en los Estados Unidos, se engarzan en una fluida e impecable narración que recoge en un todo armónico la precisión de los datos y la intriga de lo desconocido. En el capricho de la Historia la pugna entre el azar, las circunstancias y la voluntad crea un juego que unas veces resulta fascinante y otras, terrible. El espejo poliédrico de lo que pasa está ante nuestros ojos. El reto de un autor es saber contarlo. Historiador de formación y novelista de larga trayectoria, Martín Casariego lo ha superado con matrícula de honor. «Quizá el espíritu novelesco sea más potente que el racional. A veces queremos creer algo y ponemos a nuestra voluntad a trabajar en contra de las evidencias. Y a veces lo pasamos mejor en el viaje que al llegar al destino». Martín Casariego
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CINCO ENIGMAS DE LA HISTORIA
Colección
La quinta historia1
Título:Cinco enigmas de la Historia
© Martín Casariego, 2024
De esta edición, Ladera Norte, 2024
De las infografías y recuadros, ZAC diseño gráfico, 2024
Primera edición: abril de 2024
Diseño de cubierta y colección: ZAC diseño gráfico
Imagen de cubierta y guardas: La familia real rusa en 1913 (Levitsky Studio, dominio público). Coloreado de imagen de cubierta: Zac
Publicado por Ladera Norte, sello editorial de Estudio Zac, S.L. Calle Zenit, 13 · 28023, Madrid
Forma parte de la comunidad Ladera Norte:
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Correspondencia por correo electrónico a: [email protected]
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones que marca la ley. Para fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra, diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos), en el siguiente enlace: www.conlicencia.com
ISBN: 978-84-128501-1-6
Introducción
1. ¿Por qué Aníbal no conquistó Roma?
El grito: «Hannibal ad portas»
Aníbal Barca y Cartago
Los Barca en Hispania
Origen de la Segunda Guerra Púnica
El paso de los Alpes
Aníbal en Italia: el enigma
La sentencia: «Carthago delenda est»
2. La destrucción de la flota china de Zheng He
El contexto y los protagonistas
Yongle y la dinastía Ming
Los orígenes de Zheng He, el eunuco (Ma Ho)
Los eunucos en China
La carrera de Zheng He
Las fuentes
Motivos para los viajes
La flota
Los siete viajes
Mentiras interesadas
El misterioso final
3. ¿Quién fue el Hombre de la Máscara de Hierro?
Lo que escribió Voltaire: nace el enigma
Realmente, ¿queremos saber la verdad?
La Francia del Rey Sol
Prisiones de Estado y lettres de cachet
El periplo carcelario de la Máscara de Hierro
Cinco posibles caras tras la Máscara
La desesperación de los expertos
4. El mito de la gran duquesa Anastasia
Los Romanov
Nicolás II, Alejandra, sus hijas y el varón hemofílico
Aparece Rasputín
La Primera Guerra Mundial y el asesinato de Rasputín
Rusia en 1917
El fin de la dinastía y el golpe de Estado bolchevique
La decisión
La masacre
Mentiras y manipulaciones
El Informe Sokolov
Las dudas y la leyenda: los impostores
Anna Anderson, «la pretendiente»
5. El último vuelo de Amelia Earhart
Un personaje que aún fascina
Ha nacido una estrella
Una carrera meteórica
Sus grandes logros
El último vuelo: de la fama a la leyenda
Una catarata de teorías
El caso por resolver de Amelia Earhart
Un paralelo poético: Antoine de Saint-Exupéry
ÍNDICE DE INFOGRAFÍAS Y RECUADROS
1. El Mediterráneo occidental hacia 218 a. C
Desplazamientos y principales batallas en Italia entre 218 y 216 a. C
2. Los emperadores Ming
El fenómeno de los eunucos en el mundo
Los siete viajes de la Flota del Tesoro de los Ming
3. D’Artagnan y los tres mosqueteros
De Pignerol a la Bastilla
4. Las víctimas
5. El intento de vuelta al mundo de Amelia Earhart 230-231
Hablar de enigmas de la Historia, y ceñirse a unos cuantos ejemplos destacados, puede resultar sorprendente cuando en realidad toda la Historia es un enigma, superadas ya las teorías materialistas que creían que se podía estudiar como ciencia objetiva, con leyes supuestamente lógicas, conocidas e inexorables.
Cualquier intento de reconstruir el pasado tiene que partir del estudio de las fuentes, inevitablemente contaminadas por innumerables prejuicios, manipulaciones, errores e invenciones, de modo que hay versiones contradictorias, o incluso claramente enfrentadas por defender intereses contrapuestos. Al alejarnos en el tiempo crece el problema, pues son cada vez más escasas: testimonios, documentos y restos arqueológicos se han conservado caprichosamente, sometidos ellos también a los avatares de la Historia, con destrucciones accidentales o voluntarias. A esto hay que sumar las dificultades que plantean lenguas y costumbres lejanas. O no tan remotas: hasta hace muy poco no se ha llegado a un consenso en cuanto a qué son esos «duelos y quebrantos» de El Quijote, y ha tenido que correr mucha tinta para que sepamos que era una «fritada de huevos y torreznos» y tengamos hasta recetas. Así que también nos enfrentamos a los sobreentendidos de cada época. Y a la corrupción de los mensajes que se conservan tras pasar por transmisores sucesivos: como en el juego del teléfono, lo que sale de la última boca poco se parece a lo que dijo la primera.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, se afirma con bastante razón que la Historia la escriben los vencedores. Siendo evidente que se practica la propaganda y que son forzosas las lagunas en la información, todo el pasado está siempre sujeto a interpretación, más allá de que una labor crítica escrupulosa y unos métodos de investigación adecuados puedan aproximarnos más a lo realmente ocurrido. Aunque la ciencia sigue progresando en todos los ámbitos y gracias a ello se aclaran algunos puntos oscuros, cualquier indagación histórica, más que en la sólida certeza, se mueve en el atractivo, pero muy resbaladizo, terreno de las hipótesis.
Sentado esto, resulta oportuna una aclaración. Al hablar aquí de «enigmas» nos referimos a los de personajes o sucesos que han pasado la criba del azar y que, por tanto, son bien conocidos, pero que tienen la particularidad de ser especialmente misteriosos o sorprendentes, por lo que han generado una notable inquietud en los estudiosos y en los lectores. En algún caso, las nuevas investigaciones y hallazgos han acabado por desentrañar lo que fue una gran incógnita durante muchos años, como lo fue el cruel destino de la familia Romanov. En otros capítulos, sin lamentarnos más por lo endeble de la «ciencia histórica», entramos en los recovecos de la psicología humana, en la penumbra de los secretos, en el páramo de lo inexplicable.
Y nos preguntamos, curiosos: ¿Por qué tras su hazaña en los Alpes y sus victorias en el campo de batalla Aníbal se negó a tomar Roma? ¿Por qué al comienzo de la dinastía Ming la flota china, la más grande y poderosa del mundo, abandonó el comercio y la exploración, dejando en manos de Europa el futuro? ¿Quién fue el prisionero de la Bastilla con el rostro oculto tras una máscara de hierro del que habló Voltaire? ¿Cómo fue la ejecución de los Romanov y por qué durante un siglo se creyó que la gran duquesa Anastasia vivía bajo una identidad falsa? ¿Qué pasó con la aviadora Amelia Earhart? ¿Fue realmente una espía?
Aquí no nos proponemos resolver nada; más bien al contrario, pretendemos que la inquietud ya sembrada en cualquier lector germine tras la lectura de este libro.
Y tampoco creamos que los enigmas pertenecen sólo al pasado. La cantidad ingente de información actual a menudo tampoco disipa todas las brumas. Por poner un ejemplo que no tratamos en este libro, ¿podemos estar absolutamente seguros de que Yevgeny Prigozhin, el líder de los mercenarios rusos de la compañía Wagner, murió al ser alcanzado por un misil el avión en el que viajaba?
Por otro lado, cuando un enigma ha enraizado en la mente colectiva, ni siquiera una prueba tan incuestionable como puede ser la del ADN termina por derribarlo. Quizá el espíritu novelesco sea más potente que el racional. A veces queremos creer algo y ponemos a nuestra voluntad a trabajar en contra de las evidencias. Y a veces lo pasamos mejor en el viaje que al llegar al destino. Así que, viajemos.
El general cartaginés Aníbal Barca (247-183 a. C.) es una de las figuras más estudiadas de la Historia, y también una de las más populares, en parte por su extraña actitud en un envite que tuvo tres momentos decisivos. Atractivo en muchas de sus facetas, admirado unánimemente por sus capacidades militares, su visión estratégica, su arrojo y su hábil táctica en las batallas, no hay consenso en explicar por qué no intentó tomar Roma cuando la tuvo a su alcance. Se han esgrimido razones de oportunidad, de estrategia a largo plazo, de intendencia, de falta de efectivos o, incluso, de clemencia o de escrúpulos morales. Parece como si no se quisiera cargar un error sobre las espaldas de quien es calificado por todos de «genio militar». Como si, enamorados del personaje, los investigadores trataran de mantener sin tacha esa aura de líder casi perfecto. Pero ninguna de las justificaciones convence a todos. O en realidad, a casi nadie. Así que cabe preguntarse: ¿Hubo razones objetivas que impidieran ese asalto a las murallas de la Urbs? ¿O quizá debamos ayudarnos de las herramientas de la psicología para entenderlo? Si es que alguna vez lo conseguimos…
En una de las grandes gestas de la Historia Aníbal cruzó los Alpes en el invierno de 218 a. C. con un ejército menguado por el acoso de los enemigos y las dificultades de la ruta, pero aún potente y con la ventaja de estar formado por veteranos curtidos y disciplinados. Tras derrotar a los romanos en varias batallas en terreno itálico, los ejércitos de ambas potencias se encuentran en Cannas el 2 de agosto de 216 a. C., en lo que se considera una contienda decisiva. Al resultar aplastante su victoria, hasta el punto de que fue la mayor derrota de Roma desde su fundación, el jefe de su caballería, Maharbal, le insta a marchar inmediatamente hacia la capital. Si lo hace, le asegura, en cinco días estará celebrando la victoria en el Capitolio. Aníbal prefiere esperar y el fiel lugarteniente sentencia: «Los dioses no han dado todos sus dones a un solo hombre. Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes qué hacer con la victoria». Esa indecisión resulta más sorprendente cuando el historiador romano Tito Livio, el mismo que nos cuenta la escena, probablemente inventada, elogia repetidamente las virtudes como guerrero y militar del general enemigo: vigoroso y lleno de determinación, único en cuanto a valor y resolución…
También es único el reto al que se enfrenta el héroe cartaginés. Así comienza el volumen XXI de Ab urbe condita, la monumental obra de Livio dedicada a la Historia de Roma: «Me considero en libertad de iniciar lo que es sólo una parte de mi Historia con una observación preliminar, tal y como lo hacen la mayoría de los escritores, a saber, que la guerra que voy a describir es la más memorable de todas las que han sido libradas; me refiero a la guerra que los cartagineses, bajo la dirección de Aníbal, sostuvieron contra Roma». En la línea de concentrar en la personalidad de un individuo el enfrentamiento de las dos mayores potencias de la época en pugna por el control del Mediterráneo occidental, aún es más contundente el punto de vista del griego Polibio, que a lo que conocemos como Segunda Guerra Púnica la denomina «Las guerras de Aníbal».
El pavor que sufrieron los habitantes de Roma ante la posible llegada de las tropas púnicas quedó reflejado en el grito de «Hannibal ad portas», al parecer nacido cinco años después, durante la campaña del 211 a. C., en la que el ejército enemigo se acercó aún más a las murallas de la ciudad.
Durante generaciones con ese «Aníbal está a las puertas» las madres romanas asustaban a los niños para que entraran en casa. Aníbal era algo así como el coco. La frase fue utilizada por Cicerón en su primera filípica, del 44 a. C., cuando ironizaba sobre la urgencia con la que se había requerido su presencia en el Senado, estando enfermo («¿Qué causa había para obligarme ayer con tanto rigor a asistir al Senado? ¿Era yo el único que faltaba? […] Sin duda Aníbal estaba a las puertas de Roma o se iba a discutir la paz con Pirro»). En otra ocasión Cicerón menciona lo cerca que estuvo Aníbal de venir «ante las puertas» de Roma y lanzar una jabalina por encima del muro, en un desafío que, imagina, pudo tener como consecuencia que el atemorizado Senado decretara «el triunfo para el Africano». Es decir, que rindiera la plaza y le agasajara como a un dios, mientras para un ciudadano cualquiera el destino era «ser capturado, ser vendido, ser muerto, perder la patria».
Esa exclamación de advertencia fue tan apremiante y caló tan profundamente en el espíritu de los romanos que llegó a ser una frase hecha que se profería, mucho después de la derrota de Aníbal, ante cualquier peligro serio que amenazara al país o al prever que un desastre se avecinaba. Citada siempre en latín, ha pasado con ese valor genérico a todas las literaturas modernas. Por su rotundidad y su gran carga simbólica, en ediciones recientes en alemán es habitual poner la variante «Hannibal ante portas» como título al conjunto de los libros XXI-XXX de Livio, los que narran la campaña de Aníbal en Italia.
Siguiendo con Tito Livio vemos que, con recursos más propios de la literatura que de la Historia, dedica gran espacio a arengas ficticias. En esas narraciones, en realidad piezas retóricas, poéticas y de aventuras, se trasluce el intento de introducirse en la cabeza de los protagonistas en momentos importantes de su trayectoria, el deseo de reflejar el carácter y el temperamento que el autor les atribuye. Tras el duro paso de los Alpes en 218 a. C., Aníbal trata de animar a sus tropas acampadas junto al río Tesino: «Ahora todo lo que poseen los romanos, adquirido y acumulado mediante tantos triunfos, todo pasará a vuestro poder, junto con sus dueños mismos». En la boca del cartaginés aparecen los terribles pensamientos que el historiador romano imagina en la mente de cualquier compatriota que hubiera recibido las malas noticias del avance enemigo en el corazón de Italia.
Y en el discurso de Publio C. Escipión a sus tropas en 209 a. C., antes de conquistar Cartago Nova, cuando la guerra empieza a decantarse claramente a su favor, se recuerdan las derrotas ante Aníbal y las dificultades que provocaron. Y el miedo, sobre todo el miedo: «El Trebia, el lago Trasimeno, Cannas… ¿qué son, sino los registros de cónsules romanos y sus ejércitos hechos pedazos? Añadir a estas derrotas la defección de Italia, de la mayor parte de Sicilia, de Cerdeña, y luego la cúspide del terror y del pánico: el campamento cartaginés entre el Anio y las murallas de Roma, y la visión del victorioso Aníbal casi dentro de nuestras puertas. En medio de este absoluto colapso, una sola cosa se mantuvo firme e incólume: el valor del pueblo romano; y sólo él levantó y sostuvo cuanto estaba postrado en el polvo».
Es habitual que al estudiar guerras o batallas antiguas haya un momento en el que se plantee qué hubiera sucedido de no haberse omitido un detalle, un movimiento, unas palabras… Muy conocido es el relato de Stefan Zweig acerca del «minuto universal de Waterloo», cuando el mariscal Grouchy obedece órdenes previas de Napoleón en contra del criterio de sus consejeros y de lo que exigía la acción en marcha, permitiendo el ataque de los prusianos que facilitó la victoria de Wellington. Los analistas de la Historia militar se refieren a millares de casos parecidos. Pocos tan recordados como aquel de Grouchy o, más aún, éste de Aníbal. El paso en falso del mariscal francés se explica muy sencillamente por responder al imperativo de la obediencia debida. Pero Aníbal no tenía nadie a quien obedecer. Nadie ante quien rendir cuentas.
Veremos cómo se llegó a ese punto de inflexión durante la invasión cartaginesa de Italia y cómo el no haberlo aprovechado llevó a que Aníbal, indeciso en esta oportunidad, fuera acosado por aquellos a quienes tenía en su mano, hasta perderlo todo, vida incluida. Hay errores que condicionan el futuro, y si los comete uno al que llaman «conductor de hombres», afectan al de muchos, durante mucho tiempo. Pero los errores, las derrotas y los fracasos, cuando forman parte del mito de un héroe o de un genio, lo elevan a una categoría que no suele tener quien les ha vencido. Escipión el Africano, vencedor de Aníbal y su némesis, ocupa un puesto muy inferior en los altares de la memoria colectiva.
Antes de empezar hay que observar que nuestras principales fuentes, el griego Polibio (200 a. C.-118 a. C) y el romano Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), que utiliza los escritos del anterior, no vivieron los hechos que narran; ellos tienen sus propias fuentes, éstas sí contemporáneas, Polibio de oídas y ambos en forma de Anales, muchos de ellos desaparecidos. Seguiremos apoyándonos en ellos, pues a pesar de todo son nuestras mejores muletas.
Aníbal (Hannibal en latín) nació en Cartago en el año 247 a. C., como primer hijo varón del general Amílcar Barca (c. 275-228 a. C.), miembro destacado de la familia o «casa» Barca, un grupo aristocrático con intereses políticos y económicos comunes, y supuestos orígenes muy antiguos en un antepasado de Tiro recordado como Baal («señor» o «marido», personaje a no confundir con el dios del mismo nombre). Los problemas que tuvo Amílcar con la vieja aristocracia cartaginesa y el hecho de que no se conozca quién fue su padre, llevan a pensar que su linaje se debe buscar fuera de la metrópoli. Se ha especulado con que está en Cirene, en la actual Libia; sin embargo, su asentamiento en Cartago es claro, dado que poseía en parajes del entorno de la ciudad propiedades agrícolas que luego heredaría Aníbal.
Barca, que significa «rayo», no era originalmente un apellido, sino el nombre por el que se conocía a ese grupo con lazos familiares y de poder, pero con el tiempo pasó a tener uso patronímico. Como los nombres propios cartagineses se repiten mucho, y el epíteto Barca también, se ha convenido en llamar a la rama familiar de Amílcar y Aníbal «los Bárcidas» o «Bárquidas». Aníbal en fenicio se transcribe como Hanni-ba’al, que significa «quien goza del favor de Baal», dios compartido por fenicios, babilonios, caldeos y otros pueblos de Asia Menor, relacionado con el Zeus griego. Como pasa con tantas divinidades, sus características se describen en mitos sucesivos y a veces contradictorios. En Cartago adoptó la forma de Baal Hammon, representado por la imagen del terrible Moloch Baal, símbolo del fuego purificante, cuyo culto incluía los sacrificios de niños, según se describe en fuentes clásicas.
Aníbal murió en el invierno del 183 a. C., cuando en su huida del poder romano se refugiaba en Libisa, en la costa oriental del mar de Mármara, como huésped del rey bitinio Prusias I. La presión romana hizo que Prusias traicionara las leyes de hospitalidad y se dispusiera a entregar a Aníbal al embajador Tito Quincio Flaminino. Antes de caer en poder de sus acérrimos enemigos, Aníbal se suicidó, empleando un veneno que había reservado para la ocasión, escondido durante mucho tiempo en un anillo o en el cañón de una pluma de su casco. Según Tito Livio, antes de apurar la copa, sentenció: «Liberemos al pueblo romano de su dilatada inquietud, ya que no tiene paciencia para esperar la muerte de un anciano».
Para llegar a esa dramática situación hubieron de pasar muchas cosas. Empecemos por saber algo de Cartago. La ciudad fue fundada como colonia fenicia por emigrantes provenientes de Tiro, enclave situado al sur del actual Líbano, a finales del siglo IX a. C. (la fecha aceptada es 814 a. C.). Se asentaba en el extremo norte de África, en lo que hoy es la ciudad de Túnez, a orillas del mar Mediterráneo y no lejos del centro de su extensión en sentido este-oeste (que podríamos situar en Malta), frente a la costa siciliana y protegida por el Golfo de Túnez. Como dato interesante, recordemos que los fenicios, pueblo comerciante, tienen en su haber la invención del alfabeto.
La leyenda cuenta que la fundadora de Cartago fue la reina Elishat (Elisa), después conocida por el apodo de Dido. Según el relato de Timeo de Taormina, tras huir de Tiro amenazada por su cuñado, el rey Pigmalión, que había matado a su marido, navegó hacia el oeste y, pasados Chipre y Libia, buscó un asentamiento para ella y su séquito. Negoció con el rey de los getulos, una tribu local libio-bereber, la compra de la cantidad de tierra que pudiera cubrir la piel de un buey. Haciendo uso de lo que los romanos calificaban de «perfidia púnica» (a la que, con ironía, llamaban lealtad:«fides Punica»), cortó la piel en finas tiras y abarcó un gran espacio. Tras este ardid, se ocupó de que el territorio conseguido con tanta calliditas (habilidad o astucia) fuera consagrado en honor de Hércules-Melqart, del que su marido había sido sumo sacerdote en Tiro. Inmediatamente hizo erigir sobre un promontorio una fortaleza llamada Birsa, que más tarde se convirtió en la ciudad de Cartago o Qart-Hadašh (que en fenicio significaba «Ciudad Nueva», nombre ya usado en otro asentamiento previo en Chipre). La colina de Birsa o Byrsa, cuya etimología puede venir de palabras que significaban tanto «buey» como «tierra», tenía una posición estratégica entre el lago de Túnez y la laguna Sebkah er-Riana, que desembocaba en mar abierto. Y, como apuntamos, también era estratégica su posición en el conjunto del Mediterráneo, frente al estrecho de Sicilia, paso obligado de las rutas marítimas que unían las costas orientales con las occidentales. El control sobre la isla de Pantelleria reforzaba las ventajas de esa situación.
La impronta fenicia dejó en la nueva fundación sus costumbres urbanas y cosmopolitas, su habilidad como negociantes y su dominio de la navegación. Se mantuvo como colonia fenicia cananea hasta el declive de Tiro ante el acoso de los ejércitos del imperio neobabilónico a finales del siglo VII y principios del VI a. C. Ya independiente y libre de pagar tributos, Cartago desarrolló su personalidad, que se llamó púnica al generar rasgos nuevos a partir de la herencia fenicio-cananea. Al parecer, el nombre de «púnico» proviene del gentilicio «phoínīkos»que los griegos aplicaban a todos los fenicios y que los romanos, tras adaptar la ϕ (ph) como p, destinaron exclusivamente a los cartagineses.
En ese proceso de superar los alcances de sus ancestros, dos de los pioneros en la exploración marítima, Hannón e Himilcón, fueron cartagineses (y prácticamente contemporáneos, a mediados del siglo V a. C.). Mientras el primero reconocía las costas occidentales del norte de África para controlar las pesquerías del banco canario-sahariano, en las que se obtenía la base de la materia prima del famoso garum, y hacer acopio de marfil, huevos de avestruz e incluso oro, el segundo navegaba en busca del plomo y estaño de las Islas Británicas. Ambos aprovecharon el control del acceso al Atlántico a través del estrecho de Gades (actualmente de Gibraltar), que era muy efectivo.
Cartago pronto comenzó a crecer y prosperar, y a enviar a su vez colonos y magistrados a las tierras circundantes, y poco a poco esas redes le permitieron ir creando su propio imperio en las costas del Mediterráneo occidental. Un imperio que al principio seguía el estilo fenicio de dominar más el mar que los espacios terrestres, estructurado en decenas de enclaves separados, pero que con el tiempo controló vastas regiones, preferentemente costeras.
La ciudad se convirtió en la cabeza de una de las potencias más avanzadas del mundo en el siglo IV a. C, y, como en Roma, su nombre representaba al conjunto. También compartían la organización del Estado como república. Hacia el año 300 a. C., a través de su vasto mosaico de factorías, colonias y naciones satélites o vasallas, Cartago gobernaba las costas del noroeste de África y del sur de la Península Ibérica, el archipiélago balear y las islas de Sicilia, Cerdeña, Córcega y Malta. El conjunto de sus posesiones llegó a reunir unos cuatro millones de personas, y su moneda, el shekel o siclo, fue una de las más potentes de la antigüedad. El aprovechamiento de fértiles tierras y zonas mineras le permitía la exportación de metales y productos agrícolas y manufacturados, como el vidrio, dentro de lo que se considera el inicio de la producción en serie. Su red comercial llegaba hasta el norte de Europa, sin olvidar el de África o el Próximo oriente. Los esclavos también eran parte de ese comercio.
La capital albergaba a unos 400.000 o 500.000 habitantes. Rodeada de enormes murallas, disponía de dos puertos conectados, uno para los barcos mercantes, que traían un flujo constante de oro, plata, tejidos y especias a los ricos comerciantes de la metrópoli, y otro para la poderosa armada, tripulada por mercenarios. Este puerto artificial era la joya del conjunto. El canal de entrada, paralelo a la costa del golfo de Túnez, se destinaba a las naves comerciales, y al fondo, tras un espectacular recinto circular que hacía las veces de segunda muralla, se alojaban las naves militares. En el centro de ese enorme puerto con capacidad para albergar 220 barcos se situaba, a modo de isla, un edificio también circular, el cothon o cuartel general de la flota. El ojo que todo lo ve. Junto al mar, el faro y las dos altas torres de defensa de la entrada del puerto, que se cerraba con cadenas; en lo alto, la acrópolis de Birsa con su templo de Eshmún, dios de la salud. Con sus laderas tapizadas de casas de varios pisos y surcadas de calles, unas radiales y con gran pendiente y otras concéntricas y llanas, la ciudad resplandecía al sol del Mediterráneo.
En lo comercial y en lo militar su expansión como potencia emergente era notoria. No escasearon las tensiones y los conflictos bélicos con distintos poderes limítrofes, especialmente con los africanos de raza bereber del norte de África y con los griegos de Sicilia. Pero su principal competidor era la joven república de Roma.
En 264 a. C. los acuerdos diplomáticos con Roma fracasaban ante el crecimiento de una rivalidad casi inevitable, y se desencadenó lo que sería una muy larga guerra por el control de las aguas del Mediterráneo. Las tres Guerras Púnicas (264-146 a. C.) fueron el escenario de muchas de las mayores batallas de la antigüedad y estuvieron a punto de cambiar el curso de la civilización occidental. Debido a la destrucción casi completa de los textos cartagineses tras la Tercera Guerra Púnica, lo que se sabe sobre su cultura procede de fuentes romanas y griegas, en su mayoría contemporáneas o posteriores al desarrollo de las hostilidades. Y, por supuesto, muy parciales.
El nacimiento de Aníbal está próximo al final de la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.): Roma, que la había iniciado poniendo pie en Sicilia para apoyar a los mamertinos, mercenarios amotinados provenientes de la Campania, trataba de expulsar a los cartagineses de la isla, tan próxima a la península italiana. Por el lado cartaginés, desde ese mismo 247 a. C. Amílcar Barca lleva todo el peso de la dirección militar y durante varios años mantiene la iniciativa que, tras dolorosas derrotas, los cartagineses habían conseguido recuperar en 249 a. C.
Quizá sus ataques rápidos y por sorpresa, como de guerra de guerrillas o de razia, son los que le dan el sobrenombre de «rayo» que luego pasa como apellido a sus hijos. Pero la batalla de las islas Egadas en 241 lleva a los líderes de Cartago (el Consejo de Ancianos o Senado) a ordenar a Amílcar, que no había sido vencido, que concierte una paz con Roma. Como resultado de ese serio desastre naval deben pagar una fuerte indemnización, en parte destinada a compensar a las grandes familias campanias que financiaron la guerra, abandonar la isla y las guarniciones de las Eolias, al norte, y cesar en sus hostigamientos a Siracusa. Sicilia se convertiría en la primera «provincia» romana fuera de la Italia peninsular, y en el eje de todas sus futuras empresas en el occidente del mar que llamarían Nostrum. La primera, la conquista de Córcega y Cerdeña, la completaron en los tres años siguientes.
En Cartago el poderoso bando aristocrático del gobernador militar Hannón (o Anón) el Grande, contrario a los Bárcidas, era partidario de centrarse en África, y fue aumentando las posesiones en ese continente en paralelo al abandono de Sicilia. Tal era la situación que se encontró Amílcar al volver a su ciudad, donde fue recibido con honores, en parte por haber conseguido conducir a sus tropas intactas, libres y armadas hasta Lilibea (Marsala); desde allí su gobernador, Gisco, las llevó a la capital africana. Polibio resumió: «Es verdad que respecto de los soldados eran mucho más sobresalientes los romanos; pero también debemos apreciar como el más prudente y valeroso capitán de su tiempo a Amílcar, por sobrenombre Barca».
Otros dan una teórica ventaja a la tropa mercenaria cartaginesa frente a la romana de leva, por la eficacia que se atribuye a los profesionales. Pero en el caso de su empleo en Sicilia su superioridad en el terreno quedó inmediatamente empañada por el talón de Aquiles de ese sistema de recluta. Una vez completado el regreso, los regimientos ociosos acampados en las cercanías de Cartago, que no habían recibido la paga convenida, iniciaron una brutal rebelión, a la que se unieron algunos esclavos y un gran número de campesinos libios descontentos. Amílcar, junto con otros generales, sofocó el terrible levantamiento de los mercenarios gracias a acciones en las que demostró gran determinación y valor personal, como la decisiva toma del puente sobre el río Macar o Bagradas en 240 a. C. Tras dos años más de duros enfrentamientos en terrenos cercanos a la capital, el entorno africano de Cartago quedaba pacificado. En la contienda unos 200 elefantes, arma de guerra que Alejandro Magno fue el primero en emplear en la batalla de Arbelas (331 a. C.), tuvieron un papel destacado, en parte por el terror que provocaban a los caballos enemigos.
Entretanto, Amílcar (o Admicar, «el sirviente de Melqart», siguiendo el estilo de los nombres fenicios asociados a sus dioses), inculcó en sus hijos el odio a los romanos. Tras tres hijas, a la última de las cuales Flaubert puso el nombre inventado de Salambó, que da título a la famosa novela cuyo fondo histórico es la rebelión de los mercenarios, tuvo tres hijos. Aníbal, Asdrúbal y Magón, siguiendo su estela, fueron todos ilustres soldados. Viéndolos jugar, cuenta el historiador Valerio Máximo, su padre observó: «¡He aquí los jóvenes leones que he criado para la ruina de Roma!». El mayor recibiría un poco más tarde ración doble de esa transmisión de rencor: «Cuando su padre iba a pasar a España con sus tropas, Aníbal contaba nueve años y estaba junto a un altar en el que Amílcar ofrecía un sacrificio a Zeus (Baal). Una vez que obtuvo agüeros favorables y cumplió los ritos prescritos, ordenó a los demás que asistían al sacrificio que se apartaran. Llamó junto a sí a Aníbal y le preguntó si quería acompañarle en la expedición. Aníbal asintió entusiasmado. Amílcar entonces le cogió por la mano derecha, le llevó hasta el altar y le hizo jurar, tocando las ofrendas, que jamás sería amigo de los romanos». Modernas revisiones de estas anécdotas sugieren que son invenciones romanas para establecer esa rabia irracional y el deseo personal de venganza como causa de la Segunda Guerra Púnica.
Amílcar había decidido que la expansión de la empobrecida Cartago, desposeída de su imperio marítimo, debía hacerse por el norte, en Europa. Seguramente, problemas judiciales en su país le dieron el impulso para lanzarse a tan difícil empresa. Hispania, o Iberia como la llamaban los griegos, la tierra de la mítica Tartessos, poco conocida y aislada a excepción de una costa levantina frecuentada en tiempos por griegos y antiguos fenicios, se convirtió en su objetivo.
Hispania era un término geográfico que se refería a la Península Ibérica, considerada como un todo coherente en ese aspecto. Como comentamos, el origen de la palabra es seguramente fenicio, y los romanos la adoptaron. En cuanto a sus habitantes, la diversidad era enorme, aunque no mayor a la que había en el resto de Europa en aquellos tiempos. Aparte de las pequeñas colonias griegas y fenicias del Mediterráneo, en ese caos no del todo desentrañado la clasificación de las distintas tribus en grupos con afinidad cultural se hace a partir de la lengua. Compartirla no presupone identidad étnica ni unidad política. A grandes rasgos los pueblos de origen celta y lengua indoeuropea ocupaban el centro y el norte del territorio (celtas propiamente dichos, galaicos, astures y cántabros, vacceos, carpetanos, lusitanos…). Los iberos, grupo lingüístico no indoeuropeo, se asentaban en el sur y el este (de sur a norte turdetanos, de origen tartésico y con notorias peculiaridades que llevan a que a veces se les considere una entidad autónoma, oretanos, bastetanos, contestanos, edetanos, ilercavones, ilergetes y otros más). Entre ambos grandes conjuntos, fruto de su mezcla, estaban los celtíberos. Los romanos llamarían a todos ellos hispani.
Los pequeños «reinos» estaban generalmente estructurados en torno a una ciudad principal amurallada (oppidum), a cuyo alrededor se disponían los campos de cultivo y otras poblaciones menores, bajo un mismo mando que se apoyaba en una casta guerrera. Por entonces acuñaban moneda, tenían una escritura alfabética y un arte propio en el que destacaba la escultura, con más desarrollo en la zona de cultura ibera. Un poder político tan atomizado y unas riquezas notables, tanto en la ganadería, la pesca y la agricultura, en su mayoría cerealista, pero también de regadío, como en los oficios relacionados con ellas y, sobre todo, en la minería (bronce y hierro, además de oro y, más aún, plata), hacían que Hispania fuera muy atractiva para una potencia militar con ambiciones territoriales.
Amílcar eligió utilizar Cádiz como cabeza de puente para iniciar la conquista. No pudiendo ir por mar, al haber perdido su dominio, en la primavera de 237 a. C. se trasladó hacia allí con su ejército tras recorrer lentamente a pie el norte de África. Los aliados gaditanos, de origen también fenicio, le ayudaron a cruzar el estrecho con sus naves para acceder a la Turdetania, la zona más avanzada culturalmente. Tuviera en su juramento nueve u once años, como dicen otras fuentes, Aníbal le acompañó. También lo hicieron Asdrúbal el Bello, su yerno, y un preceptor espartano, llamado Sosilos, erudito e historiador, que enseñó a Aníbal la filosofía y la literatura griegas. Como consejero, también le instruyó en la teoría del arte de la guerra. Por supuesto, no se descuidó el contacto con la faceta más importante del arte militar: la práctica.
Aunque seguramente fue pronto, no se sabe cuándo comenzó a actuar Aníbal en el campo de batalla. Amílcar, con su ventaja táctica y empleando con inteligencia infantería y caballería, con la ayuda de los temidos elefantes, fue avanzando por el valle del Guadalquivir conquistando terreno a iberos y celtíberos, e incorporando contingentes locales a sus huestes. La negociación, aprovechando la desunión e incluso rivalidad entre los indígenas, el ataque progresivo (inicialmente devastación de cultivos y de poblaciones pequeñas, luego asalto al oppidum principal), y el terror, en forma de duros castigos a quienes se habían resistido, especialmente a los dirigentes, iban dando resultados en sucesivas campañas. Pero en el invierno de 228 a. C. Amílcar murió sin haber alcanzado los cincuenta años. Se cuenta que lo hizo defendiendo a Aníbal y a su hermano Asdrúbal el Joven de la emboscada organizada por un jefe ibero llamado Orissus. Tras poner a los atacantes en fuga y lanzarse en su persecución, cayó del caballo al cruzar un río, seguramente el Júcar, y se ahogó. Pero la historia del ahogamiento en la Oretania es una entre otras más que narran la muerte del bárcida en el campo de batalla. Lo cierto es que su pericia en el uso de la mano de hierro y el guante de seda había llegado a su fin.
Asdrúbal el Bello, elegido por los soldados, le sustituyó en el mando, pues Aníbal, con solo 19 años (la campaña duraba ya nueve), era demasiado joven para tal desempeño. El senado de la metrópoli aprobó el nombramiento. Nacido hacia 270 a. C. y yerno de Amílcar, Asdrúbal había sido su lugarteniente durante años, dedicado tanto a la marina como a las operaciones terrestres y con un importante papel en el sometimiento de las tribus de Numidia. Acerca de su esposa, la hija segunda de Amílcar, con quien debió de casarse hacia 240 a. C, poco se sabe. Desapareció pronto, puesto que en Hispania Asdrúbal se desposó con una princesa ibera en segundas nupcias. Su primera medida como comandante en jefe, para la que puso en acción lo más granado de los 50.000 infantes, 6.000 jinetes y 200 elefantes de guerra con los que se dice que contaba, fue castigar con dureza a los oretanos. Con su victoria se convirtió en el jefe de los iberos, con el alejandrino título de strategos autokrator, según Diodoro. Desde entonces fue partidario de ganar influencia por medio de la diplomacia y del uso de rehenes como garantía de los tratados.
Decidió establecer en una bahía bien situada y con un magnífico puerto natural una nueva capital, a la que los romanos llamarían Cartago Nova (etimológicamente «Nueva Nueva Ciudad», es actualmente Cartagena), superando la fundación por Amílcar de Akra Leuké (Alicante), que no debió de ser mucho más que una base militar. Cartagena, además de ser una ciudad fortificada y portuaria, se convirtió en el centro de la vida política púnica y también de la económica, aprovechando para ello las minas de plata de las colinas cercanas. El que el mando militar en la región derivara en una monarquía preocupaba en Cartago. Los propios romanos vieron en Asdrúbal el epígono de un basileus helenístico, y negociaron con él un tratado que está en la raíz de la Segunda Guerra Púnica.
Ya en 231 a. C. una embajada senatorial romana había pedido explicaciones a Amílcar acerca de su presencia en la Península Ibérica. Su respuesta, arguyendo que precisamente estaba consiguiendo dinero para pagar las indemnizaciones a Roma, les dejó temporalmente satisfechos. En 226 a. C. llegó una segunda embajada con una misión menos vaga, y Asdrúbal hubo de firmar un tratado que le impedía cruzar el «Iber» hacia el norte llevando armas y que, visto de otro modo, sancionaba las conquistas realizadas al sur de ese río. Además, según los historiadores romanos, el cartaginés aceptaba permitir a la ciudad de Sagunto, unida por lazos de lealtad a Roma, mantener su independencia. Con los galos, pueblos de cultura celta, asediando el norte de Italia, el trato, que quizá fuera impulsado por los massalios (de la actual Marsella), aliados de Roma y con intereses en las antiguas colonias griegas de Ampurias y Rosas, parecía provisionalmente bueno para ambos.
Aquí aparece otro enigma en esta historia, porque los investigadores no se ponen de acuerdo acerca de si el río que delimitaba la frontera era el Ebro, como tradicionalmente se suponía, u otro, como el Júcar, que corre 200 km más al sur, separado por el Sistema Ibérico. Y de eso depende la interpretación de quién rompió el pacto siete años después de su firma, en 219 a. C., y de quién fue, por tanto, responsable de iniciar la guerra. Tampoco se sabe en qué fecha la ciudad de Sagunto se puso bajo la protección de Roma. Por ello, faltando fuentes incontestables, todo el asunto es una incógnita, tanto si ese gesto de los saguntinos de ponerse bajo el manto de Roma fue anterior o posterior al tratado. Lo que es indudable es que Hispania se había convertido en un territorio codiciado por las grandes potencias del Mediterráneo occidental. Pronto se convertiría en el centro de sus operaciones militares.
EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL HACIA 218 A. C., en el comienzo de «la aventura de Aníbal», recién conquistada Sagunto y dispuesto a llegar a Italia por tierra.
Asdrúbal el Bello, que continuó consolidando su poder en la zona, murió asesinado a comienzos de 221 a. C., seguramente en su palacio de Cartagena, víctima de una venganza personal, tal vez del sirviente de un príncipe celtíbero al que había ejecutado. Con la puñalada llega el momento de Aníbal, aclamado como jefe por sus tropas y ratificado inmediatamente por la asamblea popular en Cartago. Todo quedaba en familia. Tenía veintiséis años, y, según Livio:
Los veteranos creyeron ver nuevamente a Amílcar tal y como era en su juventud; veían su misma expresión determinada, la misma mirada penetrante, todas sus mismas cualidades. Pronto se demostró, sin embargo, que no fue la memoria de su padre lo que más le ayudó a ganarse la adhesión del ejército. Nunca hubo carácter más capaz de tareas tan opuestas como mandar y obedecer; no era fácil distinguir quién le apreciaba más, si el general o la tropa: siempre que se precisaba valor y resolución, Asdrúbal le encomendaba el mando; y no había jefe en quien más confiasen los soldados o bajo cuyas órdenes se mostrasen más osados. No temía exponerse al peligro y en su presencia se mostraba totalmente dueño de sí. Ningún esfuerzo le fatigaba, ni física ni mentalmente; era indiferente por igual al frío y al calor; comiendo y bebiendo se sometía a las necesidades de la naturaleza y no al apetito; sus horas de sueño no venían determinadas por el día o la noche. Cuando no estaba ocupado en sus deberes dormía y descansaba, pero ese descanso no lo tomaba en mullido colchón ni retirado; a menudo le veían los hombres reposando en el suelo entre los centinelas y vigías, envuelto en su capote. Sus ropas no eran en modo alguno mejores que las de sus camaradas; lo que le hacía destacar eran sus armas y caballos. Fue, de lejos, el mejor, tanto de la caballería como de la infantería, el primero en entrar en combate y el último en abandonar el campo de batalla.
Poco después, remata: «Durante tres años sirvió bajo las órdenes de Asdrúbal, y durante todo ese tempo jamás perdió oportunidad de adquirir, mediante la práctica o la observación, la experiencia necesaria que requería quien iba a ser un gran conductor de hombres». Es la descripción idealizada del guerrero perfecto, pero Tito Livio tuvo entre sus fuentes a testigos presenciales, como el tutor Sosilo, de quien se han perdido prácticamente todos los escritos.
A esa ristra de virtudes opone el historiador romano una crítica más breve, pero durísima: «Pero a estos grandes méritos se oponían grandes vicios: una crueldad inhumana, una perfidia más que púnica, una absoluta falta de respeto por la verdad, ni reverencia, ni temor a los dioses, ni respeto a los juramentos ni sentido de la religión. Tal era su carácter, compuesto de virtudes y vicios». Esta visión de depravación moral es la que transmite la historiografía romana, quizá con la intención de acusarle de provocar la guerra con sus traiciones.