Cita soñada - Leanne Banks - E-Book
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Cita soñada E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

¿Era Eli Masters un sueño hecho realidad? ¡Enhorabuena, Andie Reynolds! Sabías cuál era el motivo por el que los niños del barrio llamaban a tu vecino "el doctor Frankenstein". Nunca salía de su enorme y antigua casa y se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo experimentos explosivos. La primera vez que fuiste a visitarlo, casi esperabas encontrarte a un científico loco. Y, sin embargo, te encontraste con un doctor muy guapo. Era difícil resistirse al atractivo de Eli Masters y de su pequeño hijo, pero tú debías conseguirlo. Ellos podían causarte mucho dolor, un dolor que ninguna medicina podía curar… ¡Enhorabuena! La vida puede ser una fiesta, y el amor es el mayor premio de todos.

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Seitenzahl: 222

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1995 Leanne Banks

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Cita soñada, n.º 2015 - abril 2014

Título original: A Date with Dr. Frankenstein

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-4288-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Andie Reynolds hundió la nariz en la almohada y suspiró, deleitándose con la sensación que le producían las sábanas limpias en la piel recién bañada. La unidad de Cuidados Intensivos de pediatría donde acababa de hacer un turno de doce horas podía haber estado al otro lado del mundo. Andie quería dormir; lo deseaba más que comer, más que el dinero, más que los múltiples orgasmos que todavía tenía que sentir, más que ninguna otra cosa. Se apoderó de ella un delicioso letargo y, con la persiana bajada para impedir el paso del sol de primavera, se quedó dormida. Un momento.

Un zumbido persistente entró por la ventana de su dormitorio.

Andie frunció el ceño y se tapó la cabeza con la almohada. Sin embargo, el sonido cada vez era más intenso. Eran voces agudas e inhumanas que perpetraban una canción. Alguien había puesto un disco de Alvin y las ardillas a todo volumen al otro lado del seto de sus vecinos.

Con los ojos medio cerrados, se quitó el camisón y se puso un vestido de algodón. Pasó por encima de su perro, que estaba dormido, se apartó el pelo de la cara y se dirigió hacia la puerta.

Ya había tenido que hacer aquello otros dos días: vestirse, rodear el perímetro de la parcela de sus vecinos y atravesar la puerta de hierro forjado.

En ambas ocasiones, la música había cesado súbitamente en cuanto ella había pasado por aquella puerta, y se había quedado inmóvil, esperando por si comenzaba de nuevo. No. Y, para entonces, ya se había despertado lo suficiente como para darse cuenta de la tontería que era quejarse del volumen de la música cuando no había ninguna música. Así pues, había vuelto a la cama, se había quedado mirando al techo durante dos horas y, finalmente, se había sumido en un profundo sueño.

Sin embargo, aquel día iba a llegar hasta el final.

Los vecinos rumoreaban que el nuevo vecino no cortaba el seto porque tenía algo que ocultar; tal vez, cadáveres en el sótano. Después de todo, ¿no era una especie de científico que estaba haciendo experimentos en el Centro de Investigación de Raleigh, Carolina del Norte? Seguramente, clonaba humanos en el laboratorio de su casa.

Pese a la falta de sueño, Andie se dio cuenta de lo absurda que era aquella idea y soltó un resoplido. Sin embargo, al abrir aquella puerta chirriante, se le erizó el pelo de la nuca.

Se frotó el cuello y llamó a la puerta. Oyó que se aproximaba el culpable de que ella se hubiera despertado, porque el volumen de la música de las ardillas fue aumentando. Era evidente que se había escondido dentro de la casa después de despertarla. A los pocos segundos se abrió la puerta y apareció un niño pequeño con «Mi primer radiocasete» cuyos altavoces vibraban debido a la fuerza del volumen de la música.

Andie se estremeció.

El niño, que era rubio y tenía unos llamativos ojos verdes, la contempló con una expresión solemne, e hizo ademán de apagar la música.

—¡Oh, no! —exclamó ella; era la única prueba que tenía de que las ardillas estaban perturbando su descanso.

En aquel momento, se oyó la voz de un hombre.

—¡Fletcher! —exclamó, con cierta exasperación—. ¡Fletch, te he dicho que no abras la puerta a gente que no conoc...

El hombre se detuvo detrás del niño y la miró. Era rubio, tenía unos ojos verdes muy llamativos y una expresión solemne. Andie pestañeó y se preguntó si sería cierto el rumor sobre la clonación. La versión adulta medía un metro ochenta y cinco centímetros y tenía un físico delgado y musculoso. Llevaba una camisa blanca, abierta por el cuello, que resaltaba la anchura de sus hombros, y tenía un suave vello en el pecho, que ella no debería estar observando. Además, tampoco debería estar observando lo bien que le sentaban los pantalones vaqueros.

El hombre miró el radiocasete.

Andie se dio cuenta de que él tenía unos auriculares colgándole por el cuello; era lógico que no hubiera oído nada. Ella apretó el botón de «stop» y comenzó a explicarse.

—Hola. Soy Andie Reynolds, tu vecina de al lado. Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. Acabo de llegar a casa después de hacer un turno de noche en el hospital, y me gustaría dormir, pero no dejo de oír a las ardillas cantando debajo de mi ventana y...

El vecino frunció el ceño.

—¿A las ardillas?

Andie pulsó el botón de «play», y dejó que la música sonara unos minutos.

Entonces, él se dio cuenta de lo que ocurría. Miró a Fletcher y suspiró.

—Será mejor que tengamos el radiocasete dentro de casa, Fletch —dijo, y miró a Andie con una sonrisa de ironía—. Por lo menos, hasta que sepamos controlar el volumen.

A Andie le llegó al corazón la expresión de Fletcher. Intentó decir algo amable sobre las ardillas, pero no le gustaba mentir a los niños pequeños.

Carraspeó.

—Bueno, gracias —dijo. Notó que su vecino la miraba con curiosidad, y comenzó a retroceder—. De veras, te agradezco...

—Yo no me he presentado —dijo él, de repente, y le tendió la mano—. Me llamo Eli Masters, y este es mi hijo, Fletcher.

—Ya lo sé —respondió ella, y le estrechó la mano.

Eli frunció el ceño.

—¿Sabes cómo me llamo? Si nunca nos habíamos visto.

Andie cabeceó, pensando en que él tenía una voz preciosa para ser alguien a quien los vecinos llamaban «doctor Frankenstein». Era suave y muy masculina, de las que harían suspirar a una mujer cuando le hablara al oído.

—No —dijo—. Me refiero a que es fácil distinguir que Fletcher es tu hijo. Se parece mucho a ti.

—Mi padre es más viejo que yo —intervino Fletcher, tendiéndole la mano del mismo modo que su padre—. Es mucho más alto. Tiene más pelo en la cara, y tiene los brazos más grandes. Todo lo de su cuerpo es más grande —dijo el niño, encogiéndose de hombros.

—Muchas gracias, Fletch —dijo el vecino.

Si ella fuera otro tipo de mujer, le habría lanzado una mirada de flirteo a Eli y habría dicho algo escandaloso como «¿De veras?», o «¿Todo es más grande?». Sin embargo, ella no era una vampiresa. Soltó la mano de Eli y se la dio a Fletcher.

—Estaba pensando en tus ojos verdes y en tu pelo rubio.

La expresión de Fletcher se volvió de tristeza.

—Tengo los hoyuelos de mi madre.

Andie se preguntó el motivo de aquel semblante tan triste y sintió otra punzada en el corazón.

—¿De veras? Pues todavía no los he visto. Los hoyuelos solo se ven cuando la gente sonríe.

Fletcher sonrió, y los hoyuelos aparecieron en sus mejillas.

—Ahí están —dijo Andie, y le acarició suavemente los hoyuelos—. He oído decir que uno consigue los hoyuelos si un ángel lo besa antes de nacer.

Eli observó a Andie Reynolds hacer magia con su hijo, y sintió envidia y admiración al mismo tiempo. Hacía menos de tres minutos que Andie había conocido a Fletcher, y ya se comportaba de un modo completamente relajado y natural con él. Eli no estaba relajado con su hijo, aunque lo conociera desde su nacimiento, porque había tenido la custodia compartida después del divorcio y la custodia plena desde la reciente muerte de su exesposa.

—Mi padre dice que los hoyuelos están determinados por la genética —le dijo Fletcher.

Andie lo miró con una vaga desaprobación, y eso le pareció divertido. Observó con más atención a su vecina: una mujer de unos veinticinco años, con una melena corta de color caoba y los ojos de un castaño claro, y con una expresión somnolienta.

Estaba un poco despeinada por su fallido intento de dormir, pero, de todos modos, tenía un aspecto fresco y joven.

Aquello le llamó la atención rápidamente, porque él ya se sentía viejo a los treinta y cuatro años.

La vecina llevaba un vestido de algodón, y él sospechó que, debajo, su cuerpo era delgado y firme. No llevaba maquillaje ni sujetador, pensó, al ver que los pezones se le marcaban en la tela. La brisa matinal le infló la falda del vestido.

Era natural, cálida, y tenía una sensualidad sutil que llamaría la atención de cualquier hombre.

En medio de aquellos pensamientos, recordó que, en lo referente a las mujeres, tenía menos juicio que una ameba. Sin embargo, ella era una vecina, la primera que acudía a llamar a su puerta desde que Fletcher y él habían ido a vivir allí, hacía dos semanas. Aunque las relaciones sociales nunca habían sido su fuerte, en aquella ocasión iba a hacer un esfuerzo.

—¿Quieres pasar un momento, Andie? —le preguntó—. Creo que podría arreglármelas para ofrecerte una taza de café.

Andie negó con la cabeza.

—No, de veras. No debería. Si no duermo un poco...

—Unos minutos. Fletcher y yo todavía no conocemos a ninguno de los vecinos.

Ella suspiró, mirándolos a los dos.

—Yo...

Tragó saliva. Sería muy poco cortés marcharse, pero Eli tenía algo que resultaba inquietante. Sus rasgos masculinos tenían fuerza y determinación, y no estaba nervioso en absoluto, pero tenía una mirada persuasiva y llena de energía; le recordaba a una de aquellas bebidas tropicales que tenían una sombrillita de papel. La primera entraba con suavidad, con facilidad. Sin embargo, después de haber tomado dos o tres, una se daba cuenta de que se había metido en un huracán.

Por otro lado, Fletch parecía un animalito abandonado. Solo iba a ser una taza de café, pensó, y sonrió apagadamente.

—¿Tienes descafeinado? —preguntó ella.

—Claro.

Sin embargo, después de tres o cuatro minutos, Eli todavía estaba buscando por los armarios de la cocina, mientras ella miraba con consternación a su alrededor. Las cajas de la mudanza estaban apiladas contra la pared, algunas abiertas y otras no. En la encimera había seis cajas de pizza vacías, un frasco de mantequilla de cacahuete y una bolsa de galletas Oreo. En un extremo de la mesa había un libro abierto, colocado boca abajo. Ella miró el título: Cómo ser un buen padre de un niño de preescolar.

Andie sintió una reacción emocional muy fuerte, casi como si tuviera una alergia.

Sus problemas habían empezado hacía mucho tiempo, pero recordaba bien la fecha en que su vida había dado un gran giro. A los trece años, había llegado a casa de la escuela, un día, y había recibido la noticia de que su padre había resultado herido en un accidente laboral. A partir de aquel momento, su madre se había puesto a trabajar fuera del hogar y, como ella era la hija mayor, había tenido que hacerse cargo de tres hermanos pequeños e incivilizados. Durante los seis años siguientes, había tenido que criarlos.

Aquellos seis años habían servido para dar forma a su personalidad, habían influido en sus elecciones profesionales y, sobre todo, habían marcado su identidad con respecto a los hombres.

Ella siempre era la hermana, la amiga, la mujer a la que llamaba un hombre cuando estaba metido en un lío. No era la mujer a la que llamaba un hombre porque se hubiera enamorado ni porque la deseara apasionadamente. Y ella tenía sus propios deseos secretos en aquel sentido, deseos que resultaban completamente inútiles.

Su mente había tomado un camino que siempre intentaba evitar; sin querer, pensó en Paul y en su niña, y en la familia que podían haber formado.

Aquel recuerdo era una dolorosa espina que tenía clavada en el corazón. Distraídamente, se frotó las manos, pensando en que ya debería haberlo superado. Sin embargo, sabía bien qué era lo que la había metido en problemas: aquel hipertrofiado sentido de protección y de crianza. Si no lo dominaba, terminaría por destruirla...

Eli sacó la cabeza de uno de los armarios.

—Disculpa, ¿has dicho algo?

Fletcher la miró con curiosidad.

Andie pestañeó. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta.

—Oh, no —respondió.

Entonces, él se volvió hacia la nevera.

—Juraría que teníamos café descafeinado en algún lugar. Al menos, tenemos zumo de manzana y refrescos. Supongo que no te apetecerá una cerveza a estas horas de la mañana.

—No, gracias. El zumo estaría muy bien.

Eli sirvió tres vasos, y Fletcher se fue con el suyo a la sala de estar. Eli se sentó con ella a la mesa; marcó la página del libro y lo cerró.

—La madre de Fletch murió hace seis semanas —dijo.

Aquello explicaba muchas cosas: la tristeza de Fletcher y el cansancio de Eli. Ella sintió tristeza por los dos.

—Lo lamento muchísimo.

Él vaciló. Su mirada se llenó de amargura.

—Estábamos divorciados —dijo, por fin.

—Ah... —murmuró Andie. Se dijo que no iba a pensar en el tono triste y desanimado de aquellas palabras, y tomó un sorbito de zumo.

Después de un incómodo silencio, Eli carraspeó para aclararse la garganta, y prosiguió:

—Creo que Fletch se va a recuperar pronto. El agente inmobiliario me dijo que en este vecindario hay muchos niños, aunque todavía no los hemos visto.

Andie intentó dar con el modo más delicado posible de explicarle que los demás vecinos temían que los utilizara en sus experimentos. Dio otro sorbito al zumo.

—Bueno, ¿has pensado en cortar el seto? Tal vez resulte un poco intimidante.

Él la observó. Su mirada era muy masculina. Andie notó un cosquilleo en el estómago.

—Pues... la verdad es que... he estado tan ocupado con las cajas de la mudanza que ni siquiera me había fijado en el seto.

Ella se hubiera creído que la Tierra era plana si él se lo hubiera dicho, con aquella voz tan sexy. Su mecanismo de defensa se activó rápidamente, y se apoyó en el respaldo de la silla.

—¿Has pensado en contratar a alguien que te ayude en casa?

—Sí, he entrevistado a dos mujeres que me envió una agencia, pero, cuando vieron la casa, rechazaron el trabajo. Sé que es muy vieja, pero necesitaba algo rápido, así que la compré por el vecindario. Todo el mundo me dijo que Cary, en Carolina del Norte, es un lugar estupendo para criar a un niño.

Andie estuvo a punto de ofrecerse voluntaria para comentarlo en el hospital para ver si alguien quería el trabajo. Sin embargo, se contuvo; sabía que las cosas no terminarían en ese punto. Se vería envuelta en las vidas de Eli y Fletcher y, muy pronto, empezaría a cuidar del niño cuando Eli tuviera que trabajar y la canguro no apareciera. Después de una temporada, Eli se daría cuenta de lo cómodo que era tener cerca a Andie, y confundiría la comodidad con otra emoción más profunda y más peligrosa. Sabía que estaba exagerando todo aquello, pero también sabía que tenía tendencia a ayudar a la gente. Eso la había metido en varios líos emocionales.

—Seguro que, muy pronto, encontrarás a alguien —murmuró.

Eli se encogió de hombros filosóficamente. Después, hizo una pausa, volvió la cabeza hacia el pasillo y se puso de pie.

—¿Lo oyes?

La casa estaba en un completo silencio. Andie negó con la cabeza y también se puso en pie.

—No oigo nada.

—Exacto. Ese es el problema —respondió Eli, y se fue hacia la sala de estar—. Fletch, ¿qué haces? Ah... Has encontrado otro reloj —dijo, con exasperación.

Andie entró en la habitación y se encontró con Fletch en el suelo, con las manos metidas en las tripas de un reloj de péndulo y con una expresión de culpabilidad.

—Me aburría, y no quería molestarte.

Eli se agachó a su lado y suspiró.

—No me molestas, pero necesitamos que haya, por lo menos, un par de relojes operativos en la casa —le dijo. Se preguntó si Fletch habría heredado algo más que el pelo rubio y los ojos verdes de la familia Masters. Su madre, la abuela paterna de Fletcher, tenía el coeficiente intelectual de genio. Él mismo, y uno de sus hermanos, lo habían heredado; sin embargo, Eli sabía que una inteligencia superior podía ser algo problemático, sobre todo a la edad de Fletch—. Si te aburres, podemos ir a visitar alguna guardería donde puedas estar con otros niños y...

—¡No! —exclamó Fletcher; tiró al suelo un diminuto muelle y se puso en pie de un salto, mirando a su padre con una expresión acusatoria—: No quiero ir a la guardería. Quiero quedarme en casa. Me prometiste que no me ibas a obligar a ir.

Recogió su radiocasete y se dio la vuelta para marcharse, pero Eli lo tomó del brazo.

—Dije que no te iba a obligar durante el primer mes en Cary —dijo, corrigiéndolo con suavidad—, pero, después, tendremos que ver lo que hacemos.

Fletch bajó los hombros de alivio.

—Pero ahora no.

—No, ahora no —le aseguró Eli, y lo abrazó—. Pero tienes que prometerme que no vas a destripar más relojes.

—Te lo prometo —dijo el niño. Se frotó los ojos y se acurrucó contra Eli—. Quiero ir a mi habitación un rato.

—Muy bien. Despídete de la señorita Reynolds.

Fletch miró a Andie.

—Adiós. Siento haber puesto a las ardillas tan alto.

Andie sonrió y le revolvió un poco los rizos.

—No pasa nada. Me alegro de haberte conocido —le dijo.

Mientras lo veía subir las escaleras, lamentó haber presenciado aquella escena. Revelaba demasiado de aquellos dos seres, y su instinto protector estaba desbocado.

—Todavía tiene los horarios un poco alterados por la mudanza —dijo Eli—. Seguramente ha ido a dormir un poco, aunque se dejaría matar antes de admitir que tiene sueño.

Andie sonrió.

—Mi hermano era así. A los cinco años, ya temía que iba a perderse algo.

—Fletch va a cumplir cinco dentro de dos semanas —dijo Eli y, de repente, frunció el ceño—. Tengo que hacerle una fiesta de cumpleaños.

Andie se mordió la lengua para no ofrecer su ayuda. Eli era un hombre adulto y capaz de organizar una fiesta para su hijo, de encontrar a una señora de la limpieza y de retomar las riendas de su vida.

—Bueno, estoy segura de que saldrá muy bien. Muchas gracias por el zumo de manzana.

Entonces, retrocedió hacia el pasillo y le tendió la mano, diciendo:

—Seguro que, si podas el seto, conocerás al resto de los vecinos enseguida. Bienvenido al vecindario.

Él se la estrechó.

—Gracias. Después de que nos instalemos, tal vez quieras venir a tomar algo más que un zumo.

A Andie se le cortó la respiración. Vaya una reacción tan absurda. Le echó la culpa a su voz. Solo hablaba de una copa de vino, y nada más.

—Claro —dijo ella, y separó la mano de la de él—. Bueno, adiós —concluyó.

Salió de la casa y se marchó rápidamente.

Eli se apoyó en el marco de la puerta y observó alejarse a su vecina. No era necesario agitar la mano para despedirse; después de todo, aquella mujer casi había salido corriendo. Debería sentirse insultado. Sin embargo, se echó a reír. Su risa sonó oxidada, y se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo sin reír. Entre su divorcio, sus investigaciones y la muerte de su exmujer, la vida había sido muy seria para él.

Lo último que vio de Andie fue la falda de su vestido y sus pantorrillas mientras ella torcía la esquina. Recordó su cara, sus grandes ojos y su boca sonriente.

Sintió curiosidad, pero no era una curiosidad objetiva ni científica. Se había quedado completamente absorto por la forma de sus senos debajo del vestido; al pensarlo, entrecerró ligeramente los ojos. La pechera del vestido tenía algo extraño, pero él no sabía qué podía ser.

Pensó de nuevo en su boca, y una imagen erótica le invadió la mente: las lenguas entrelazadas y el roce de unos muslos suaves, un suspiro, unos pezones tocándole el pecho y un calor femenino envolviéndolo. Se le aceleró el pulso, y tuvo que tomar una bocanada de aire matinal. Estaba completamente excitado.

Era evidente que llevaba demasiado tiempo encerrado en el laboratorio. La pizza fría que se había tomado aquella mañana debía de haberle afectado a las enzimas del cerebro. Ni siquiera trató de entender la respuesta de su cuerpo. Volvió a entrar en la casa silenciosa, cerró la puerta y miró hacia las escaleras.

Fletch.

Subió al piso de arriba y entró en la habitación de su hijo. El niño estaba tendido en la cama, sujetando con una mano el radiocasete, y con la otra mano puesta sobre la mejilla sonrojada. Eli le quitó, con cuidado, el radiocasete, para que Fletch no se hiciera daño si se movía.

Entonces, se quedó mirándolo con amor, y sintió una opresión en el pecho. No había sitio para unos ojos castaños y una sonrisa sexy en su vida, porque su hijo tenía el corazón roto, y reparar corazones rotos era un asunto muy serio.

Cuando Andie llegó a casa, exhaló un suspiro de alivio. Había conseguido escapar ilesa. No se había ofrecido voluntaria. Se dijo que no debía sentirse culpable, ni debía permitirse ninguno de los otros sentimientos que estaba experimentando. No importaba que Eli Masters tuviera los ojos verdes más inteligentes que hubiera visto. No importaba que tuviera una voz sexy y que ella sintiera debilidad por los hombres de voz sexy.

No importaba que él la hubiera mirado con cierto interés masculino. Seguramente, lo de que estuviera contemplando su pecho solo eran imaginaciones suyas.

Andie se miró y se echó a reír con ganas. No era de extrañar que el vecino le hubiera mirado el pecho; llevaba el vestido del revés.

Capítulo 2

Se llama Stud —dijo Andie, respondiendo a la novena pregunta de Fletcher, mientras presionaba la tierra alrededor de su plantita de tomate.

—¿Stud? ¿Semental? —preguntó una grave voz masculina.

Andie se dio la vuelta y vio a Eli, que la estaba observando. Fletch se había acercado a su jardín a jugar con su perro y, seguramente, Eli acababa de llegar del trabajo. Llevaba un traje de rayas y una corbata que le quedaban tan bien como la camisa y los vaqueros del otro día. Sin embargo, alguien debería hacerle bien el nudo de la corbata. Y, tal vez, necesitara a alguien que le desabotonara la camisa e hiciera algo para transformar aquella expresión seria en una sonrisa.

Alguien. Pero no ella.

Al ver que él continuaba observándola, notó un calor en las mejillas.

—Fue mi hermano Sean el que le puso ese nombre —explicó—. Sean tenía dieciocho años cuando le regalaron el perro, y creo que estaba en esa etapa de la vida en que uno tiene que demostrar quién es. Sus hormonas estaban descontroladas, y estaba en una permanente condición de...

—¿Calentura?

Andie se quedó desconcertada. ¿Estaba flirteando con ella? No; se deshizo de aquella idea.

—Creo que era más un delirio de grandeza —respondió, y se incorporó, sacudiéndose la tierra de las manos—. Cuando Sean se fue de viaje a California, me pidió que le cuidara al perro. Eso sucedió hace cuatro años; él sigue en California, y yo tengo un perro que se llama Stud.

—Ah. ¿Y es Stud todo lo que implica su nombre?

Andie se echó a reír.

—No. Desde su operación, cree que es un perrito faldero.

Eli asintió; la risa de Andie se le había metido en el cuerpo.

—Me pregunto si sabe lo que se está perdiendo —murmuró.

Andie se quedó sorprendida, y sintió curiosidad, pero lo disimuló.

—Stud no es de los que alardean. No me ha contado sus secretos.

Eli notó una descarga de calor en la sangre. Con tan solo mirar a Andie Reynolds, él mismo se preguntaba lo que se estaba perdiendo. Lo atribuyó a un largo periodo de abstinencia, y se lo quitó de la cabeza. Se metió las manos en los bolsillos y dijo:

—Encontramos una asistenta justo dos días después de que vinieras a casa. La mujer me ha dicho que se enteró en el hospital. Gracias por comentarlo allí.

Andie se encogió de hombros.

—De nada. Espero que resulte bien.

—Parece que a Fletch le cae muy bien —dijo Eli, mientras miraba a su hijo, que estaba acariciando al perro—. Y creo que Stud también le cae muy bien. Creo que, cuando hayamos acabado de organizar la casa, voy a traerle un cachorrito.

Ella puso las herramientas del jardín en una cesta.

—Eh, si necesitas un perro, yo te doy a Stud.

—Lo echarías de menos.

—Siempre podría ir de visita.

—Hablando de visitas... —dijo él.

Andie se miró la pierna y emitió un sonido de desagrado. Eli se le acercó.

—¿Qué ocurre?

—Creo que me ha picado un bicho —dijo—. O un par de ellos —añadió, y se pasó el dedo por las marcas de color rosa que tenía en el muslo—. Bueno, después me pondré un poco de pomada.

—Será mejor que te la eches ya —le dijo él; todavía tenía fresco en la cabeza el consejo que había leído en un libro de primeros auxilios justo la noche anterior. Desde que tenía a Fletch con él, sus libros de cabecera iban más allá de la investigación científica—. Te ayudo, si quieres.

Ella abrió unos ojos como platos.

—No, gracias. No es necesario. Soy enfermera, ¿sabes? —dijo ella, y se dirigió hacia la casa.

—Lo cual significa que, seguramente, piensas en aplicarle tratamientos a todo el mundo menos a ti misma —respondió él. Después, le dijo a Fletch que no saliera del jardín.

—Pero ¿una picadura de insecto? —preguntó Andie, que se había quedado desconcertada con aquella afirmación. Abrió la pantalla mosquitera de la puerta y entró.

Él miró a su alrededor.

—¿Dónde está la pomada?

—Tengo algunas en el armario que hay sobre la nevera, pero...

Se quedó atónita al ver que el vecino abría el armario como si solo tuviera un objetivo en la vida.